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dimanche, 30 janvier 2011

?Etnocentrismo o etnopluralismo? Simplemente... Eurocentrismo

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¿Etnocentrismo o Etnopluralismo?
SIMPLEMENTE … EUROCENTRISMO
Sebastian J. Lorenz
No se trata de reproducir aquí el famoso debate entre el filósofo Alain de Benoist y el islamófobo Guillaume Faye, entre un etnopluralismo a la deriva que se ha desviado hacia el muticulturalismo pan-tercermundista y un etnonacionalismo eurocéntrico y monocultural, heterogeneidad contra homogeneidad, pero merece la pena recordarlo. Ésta es una aproximación a la tarea de superación tanto del diferencialismo biológico como del etnismo pluricultural, abogando por la aceptación de una “diversidad etnocultural”, pero ojo, no sólo hacia fuera de Europa sino, sobre todo, hacia una introspección de la riqueza histórico-cultural europea. A esto se le debería llamar “transeuropeísmo”, un término que evoca imágenes y conceptos revolucionarios, como transgresión de la modernidad, transformación de la realidad, transportación a los orígenes, transversalización de la europeidad. Aunque yo prefiero hablar de Urkulturalismo europeo, como un renacimiento de la cultura europea originaria en el sentido paleoeuropeo de la sabiduria del völk. Y tomamos Europa, no como el centro del mundo, sino como el núcleo de nuestros sentimientos: por esa razón, valoramos un etnopluralismo centrípeto (hacia dentro de los pueblos de Europa) y un etnocentrismo centrífugo (hacia afuera, respecto al resto del mundo).
El etnocentrismo es la concepción tribal y cerrada de un grupo, según la cual éste es el centro del mundo y punto referencial de valoración que identifica los ideales, los valores y las normas con el propio etnos, asumiento conductas discriminatorias o de rechazo contra los principios de otros grupos extraños. La psicología etnocéntrica se justifica a través de una serie de deformaciones aparentemente racionalizadas que, siguiendo a Pareto, reducen y humillan al grupo adverso a la posición simbólica del mal. Es el-grupo-de-nosotros frente a los-grupos-de-los-otros. Posiblemente haya sido así en la Europa de la edad moderna hasta 1945, pero la situación se ha invertido.
Las culturas superiores, humanísticas o técnicas, siempre han intentado imponer sus propios valores e instituciones, ya sea mediante el uso de la fuerza o de la razón, en términos de guerra o colonización, imperio o civilización. En el caso de Europa, en su peor versión “occidentalista”, se justifica el eurocentrismo con paradigmas o principios éticos que proclaman beneficios universales a cambio de una hegemónica superioridad. Esta visión provinciana –compartida desde Weber a Habermas- sobrevivió hasta el fin de la modernidad, coincidiendo con la pérdida de centralidad de Europa en el mundo. Pese a esta evidencia, la civilización europea ha seguido demonizándose con acusaciones de explotación y destrucción de las otras culturas para su beneficio propio, mientras los europeos sentimos un aburguesado sentimiento de culpabilidad hibridado con un falso altruismo paleo-cristiano que permite –y presume de ello- la creación de auténticos enclaves extra-europeos en nuestro viejo continente, como si se tratara de una compensación por nuestras injusticias históricas. Se hacía necesaria, pues, una reinterpretación de la etnicidad europea.
En tal proceso revisionista, Alain de Benoist abandonó progresivamente el diferencialismo biológico para adoptar un etnopluralismo que permitía reivindicar la identidad étnica europea en defensa tanto de su diversidad cultural, como del respeto a las identidades de los otros pueblos. Posteriormente, sin embargo, se produjo un giro radical con la aceptación del multiculturalismo, el tercermundismo y el asimilacionismo-integracionismo inmigratorio. Esto se llama “angelismo islámico”. Este cambio no lo entendieron, por ejemplo, ni Guillame Faye, ni tampoco Robert Steuckers, Pierre Vial o Pierre Krebs. El reconocimiento de una heterogeneidad étnica en Europa y el resto del mundo no debía cuestionar la homogeneidad biocultural europea. El derecho de las minorías a la diferencia no puede identificarse con la utopía de una Europa multicolor deseada por las ideologías igualitarias como el cristianismo y la doctrina de los derechos humanos. Así lo han entendido los grupos identitarios europeos, aunque el díscolo Faye, llevando al extremo su obsesiva islamofobia, busque ahora una alianza entre gentiles e israelitas.
El multiculturalismo no es sino una débil respuesta al fracaso del modelo USAmericano de integración social y racial de las diferencias conocida como melting pot, que luego ha querido exportarse a la pluriétnica Europa, como si fuera un “crisol de pueblos y culturas”. No puede admitirse sin debate la inmigración colectiva –desplazamiento masivo de poblaciones alógenas por diversos motivos socioeconómicos o ideológicos-, ni por motivos de invasión cultural o confesional (el caballo de Troya del Islam), ni por motivos de expansión comercial (las mafias asiáticas), ni por motivos de complejo post-colonial (la leyenda negra hispanoamericana), como les gustaría a los partidarios multiculturalistas de la “Internacional del Arco Iris”. Por el contrario, nada debe oponerse a la inmigración individual por motivos políticos o profesionales.
Pero el camino hacia el etnopluralismo europeo no se encuentra en la “asimilación” de los grupos inmigrantes extra-europeos (que presupone la superioridad de los patrones culturales de la mayoría dominante), ni en la “integración” (que supone la extensión de esos patrones a todas las minorías), ni tampoco en la “segregación” (que implica un reconocimiento de la auto-guetización). Precisamente, el multiculturalismo (ahora se habla ya de interculturalismo, ese moderno “interactuar entre culturas”) es una fuerza divisoria que perpetúa la escisión de la sociedad en grupos étnicos y constituye un factor de disgregación social.
Una sociedad europea regida por la comunicación, el intercambio y la convivencia entre las diversas culturas, como quiere Alain Toraine, es una utopía. Algo mejor es la propuesta de Jürgen Habermas: los derechos culturales de las minorías no pueder ser considerados derechos colectivos, sino individuales, garantizándolos al ciudadano, no al grupo por su adscripción étnica, cultural, confesional o sexual. Como dice Alberto Buela, el multiculturalismo es una trampa que sólo persigue la fusión cultural en el seno del mercado global. Al final, el multiculturalismo equivale a transformar el derecho a la diferencia en un ordenado deber de integración en otra identidad supuesta o impuesta, lo que, según Taguieff, acaba convirtiéndose en un peligroso “multirracismo” pues, contrariamente a lo que pretendía, provoca el “etnocidio” de las minorías culturales.
Bastante tiene Europa con acabar con sus agotadas naciones históricas, reconocer los derechos de sus propias etnias y sentar las bases para su re-unificación, pero hay que repensar el futuro caos étnico que supondrá la implosión de las comunidades árabes, bereberes, turcas, chinas, indias, latinoamericanas, etc, cada vez más numerosas y prolíficas. ¿Qué pasó con las migraciones tribales célticas, itálicas y germánicas? Que se fundieron por toda Europa por su parentesco biocultural indoeuropeo. ¿Que pasó con los emigrantes portugueses, españoles, italianos, polacos, rumanos, hacia el norte y el centro europeo en épocas recientes? Lo mismo. ¿Qué separa a un danés de un aragonés? Con mucho, el color del pelo o de los ojos.
¿Y qué separa a un gentleman inglés de un musulmán, un hindú o un peruano? Una forma de ser y convivir del “homo europeus”, incluso de combatir entre sí, que ha levantado un “nivel europeo” inalcanzable para otras culturas. Y un dato revelador: si el islam, la negritud, el criollismo, la indianidad, se reivindican precisamente frente a la europeidad, nosotros sólo podremos reencontrar nuestra perdida identidad comunitaria negando la suya en nuestro territorio, primero, y reconociéndola en el suyo, posteriormente. Eurosiberia contra Eurabia, para Faye; la nación Europa hasta Vladivostok de Thiriart; el eje París-Berlín-Moscú de Benoist.
El sociólogo y politólogo Robert Putnam, que ha estudiado las relaciones interétnicas en los USA, ha constatado que las redes que ligan a los miembros de una sociedad y las normas de reciprocidad, confianza y convivencia que derivan de las mismas tienden a desaparecer cuanto más se incrementa la diversidad étnica y cultural. Una verdad de perogrullo. Y terminamos con la conclusión de este “progresista” que contiene un doble rechazo digno de reflexión: «Sería una lástima que un progresismo “políticamente correcto” negara la realidad del desafío que constituye la diversidad étnica para la solidaridad social. Y sería igualmente lamentable que un conservadurismo ahistórico y etnocéntrico se negara admitir que ese desafío es a la vez deseable y posible.»