lundi, 10 juillet 2017
Un tratado de Jünger sobre la Oclocracia.
Un tratado de Jünger sobre la Oclocracia.
Carlos Javier Blanco Martín
Publicado en V.V.A.A. , Junger. Tras la Guerra y la Paz. Pensamientos y Perspectivas, Nº 4. Editorial EAS, Torrevieja, 2017, pps 281-29.
Un tratado de Jünger sobre la Oclocracia. Así veo yo Sobre los Acantilados de Mármol. Oclocracia: el poder de la chusma.
La Civilización siempre vive en peligro. Todo un universo de creaciones culturales, de logros que parecen perdurables y supremos, todo lo que más amamos y de cuya sustancia creemos que está formado el Cielo, todo eso se puede caer en una catástrofe. La Civilización es un delicado edificio cristalino que una mano torpe puede hacer tambalear. Las manos bárbaras acechan siempre allende las fronteras, pero no hay gruesos muros ni tropas de contención que valgan si el bárbaro ya habita dentro. El bárbaro interior es un gran protagonista del libro que quiero comentarles. Sobre los acantilados de mármol es la historia de un gran derrumbe, de un hundimiento civilizatorio. Es la historia de la ruina de Europa, de la existencia entendida como amor a la ciencia, a la naturaleza, al "buen vivir", a la existencia entendida como trabajo, goce y servicio, todo ello a la vez
¿Quienes provocan esa catástrofe? Expeditiva e incompleta será la respuesta que cite al Gran Guardabosque. En principio, su arquetipo es el del "gran bárbaro". Hombre de guerra, reclutador de la peor canalla, todo le es válido con tal de arrasar y dar satisfacción a sus ambiciones. A las mientes nos vienen Atila, Gengis Khan, Almanzor, Hitler, Stalin... El Gran Guardabosque se va acercando al país dulce, de clima bondadoso, de refinada cultura clásica, de límpidas y gratas costumbres, La Marina. Cuanto se ve desde La Marina parece una síntesis geográfica e histórica. Como en los sueños, desde los Acantilados de Mármol se divisa una condensación de tiempos y paisajes. Se perciben valores y hábitos de tiempos medievales, la persistencia de códigos caballerescos, monacales, campesinos, etc. de aquellos siglos lejanos, en unión onírica con elementos propios de la contemporaneidad (automóviles, por ejemplo). La Marina recuerda la Europa mediterránea y templada, el entorno de países con fuerte cultura clásica, países de ricos viñedos y tradiciones hermosas. Por el contrario, el Gran Guardabosque representa la zafiedad de quien procede de brumosos y oscuros bosques, prototipo del bárbaro, al que unos climas y territorios poco amables no pueden afectarle de otro modo sino por embrutecimiento. Sin embargo, la figura del Gran Guardabosque es muy compleja en esta obra de Jünger. No es el "bruto", no carece de cierta grandeza, pese a que su acción sobre la Civilización será nefasta. Los personajes que de todo punto repugnan son los que les siguen, aquellos a quienes sus tropas reclutan y movilizan. La canalla, la hez, aquellos que conforman –en toda civilización o comunidad gastada- la Oclocracia. Tras Aristóteles, las descripciones spenglerianas de la Oclocracia nos parecen aquí fundamentales.
Esta novela es un auténtico tratado sobre la Oclocracia: El poder de la chusma. Desde Aristóteles hasta Spengler, se conoce su sombra horrenda que se extiende sobre todo pueblo civilizado. La sombra de la propia canalla. Es inevitable que en el ascenso civilizado, en el avance moral y educativo, en el refinamiento de costumbres que conducen a la “vida buena”, vida en la que amplias capas de población gustan de la existencia específicamente humana (ciencia, arte, amor, buena mesa) existan también capas irreductibles, rezagados, “barbarie interior”.
La barbarie extraliminar y la barbarie intraliminar (por usar los términos de C. Alonso del Real) se llegan a confundir, se mezclan explosivamente, precipitando con ello la caída de la civilización. La unión y confusión de ambas barbaries es el punto en que se acelera la entropia, la tendencia al desorden.
Me llama la atención en la novela de Jünger el modo en que la hez de las ciudades se refugia en la Campaña, frecuentando la vida bárbara de pastores. Los pastores, extraliminares con respecto a La Marina, vivían en medio de la violencia. Su código de honor venía marcado por el signo de la brutalidad. Y sin embargo, no dejaba de existir entre ellos cierta nobleza primigenia... hasta que la brutalidad fue dirigida y contaminada por los designios del Gran Guardabosques. Entonces, esos bárbaros extraliminares se mezclaron con el detritus, con la barbarie intraliminar, y en sus querellas sangrientas comenzó a percibirse el sinsentido y la degradación. En esta periferia brutal de La Marina aún quedan personajes que conservan el sentido de la nobleza, arcaica y brutal: Belovar. Este anciano formidable aparece descrito como un titán de los más viejos tiempos. Sus perros, sus sirvientes, su clan... todo lo que rodea a Belovar guarda unas muy plásticas resonancias feudales, o referencias incluso más arcaicas todavía, apuntando a un tiempo en que nada era fácil, y el hombre se hizo hombre como animal de rapiña o como verdugo de otras criaturas. Belovar es la fuerza viril que inexcusablemente se requiere, en condiciones históricas ordinarias, para oponerse a las fuerzas demoníacas de la chusma.
Pero nuestro libro muestra precisamente que las “condiciones ordinarias” ya no se darán más. El mundo que rodeaba La Marina no desconocía las guerras, la muerte, los códigos de honor, de heroismo y sangre. De hecho, en la Marina todo se experimenta: la paz, el amor, la ciencia y la guerra. Todo se vive de forma absoluta como si se presentara en oníricas condensaciones. Así vivimos en los sueños, mezclando pasado, presente y futuro, reuniendo a vivos y muertos. Edad antigua, edad media, renacimiento y el más puro siglo XX, todo coexiste en la novela.
Desde cualquier altozano se divisan los hechos en las fronteras o las alteraciones de paisaje y de cultura, todo aquello que supone alejarse de La Marina. La irrupción de la excepción, de un poder tiránico sin límites, sin lógica, sin código comprensible alguno es justamente de lo que trata Jünger. Podemos comprender mejor el Mal si este principio, que nos es odioso, se sujeta a un finalismo, a unas justificaciones, a una lógica. Pero el Mal del mundo contemporáneo, el Mal del totalitarismo, es, por su propia naturaleza, incomprensible. El universo concentracionario, el del nacionalsocialismo o del gulag, es contrario a la lógica, y por ello mismo es Maldad densa, sólida, rotunda. No es la maldad instrumental de quien persigue sus propios fines, que se pueden juzgar con cierta objetividad (riqueza, tierras, esclavos, gloria, honra, poder). Toda maldad es entendible si nos muestra el fin. Pero lo que observan los protagonistas del libro Sobre los acantilados de mármol no admite juicios ni conceptos: es el Mal mismo el que avanza, la crueldad gratuita y la degradación de lo humano.
La cabaña de los desolladores es el pasaje más terrorífico de la novela y, a mi modo de ver, el que vuelve densa la atmósfera de horror ante lo absurdo. Esa cabaña de Köppelsbleek, donde la gentuza viola la humanidad, la degrada y humilla por pura diversión, representa todo el destino de la especie humana, el de Europa especialmente, en el siglo XX. El contraste entre estos horrores y la hermosa naturaleza que los rodea es lacerante. La naturaleza misma es protagonista del conocimiento, ella se funde, a la manera más clásica, helénica, con la contemplación y la fruición; ella misma es la actriz central en la novela, junto con los esforzados protagonistas, el hermano Othón y el propio narrador.
La labor de botánicos que los dos hombres desenvuelven no guarda relación alguna con la ciencia tecnologizada y violenta que se impone al mundo de hoy. Es la labor linneana y aristotélica: recopilación, catálogo, descripción minuciosa, artística y llena de veneración de cuanto en el mundo se ofrece al ojo atento: ojo atento porque amoroso, y amoroso porque atento. Y sin embargo, en aquella Ermita donde trabajan el narrador y el hermano Othón, anida también la barbarie y la humanidad “naturalizada”, en el más prosaico sentido del término. Lampusa, la cocinera y el niño, Erio, un fruto de amoríos pasajeros, ellos mismos “naturaleza”, nada tienen que ver ni con el pasado guerrero de los dos sabios, ni con la noble sapiencia presente que cultivan ahora ellos. Las cuatro personas forman una especie de familia, o más bien, un remedo de hogar, quizá simbolizan la propia socialidad del hombre. No somos iguales, no tenemos todos los dones del guerrero, del sabio o del virtuoso. Hace falta gente que conecte con las víboras, con las plantas más humildes, que ponga la olla en el fuego, que viva la infancia. La propia Lampusa, en el desencadenamiento de la barbarie final, nos recuerda a todos que ella, brujeril y cavernícola, ella misma lleva en sí esa barbarie. Que ella se entregará con ancestral vileza a quien domine en el momento. Con la misma diligencia que lleva la “casa”, esto es la Ermita, la vieja buscó machos para su hija y protección para su progenie, pero nunca de manera noble e incondicional. Lampusa es un principio de cuanto “naturaleza” hay en el hombre. En aquellos gentiles y hermosos parajes de La Marina, hay naturaleza en el doble y maravillosamente ambiguo sentido del término: indomeñable fuerza salvaje, ajena a la moral y madre de toda Barbarie, por un lado, y, por el otro, Belleza absoluta digna de admiración y fruición.
Las personas más civilizadas pueden tener por seguro que en su propio hogar, en su misma caverna, compartiendo la olla y el lecho, hay también una naturaleza salvaje, una semilla de la ancestral barbarie. Más aún, en esas selvas de cemento y hormigón, que se llaman ciudades, anidan las condiciones perfectas de un retroceso, como supieron ver otras grandes mentes de la generación de Jünger; así es el caso de Oswald Spengler. Justamente cuando envejece una civilización y el alma de los hombres se reseca, en la misma fase en que los grandes valores que la vivifican quedan angostados, entonces sucede que el fondo más primitivo y salvaje pase a un primer plano. Ese fondo es el de Lampusa, la caverna y la cocinera del héroe y del sabio. El salvajismo del hombre de la era técnica y de la gran urbe, nos tememos, es de una peor especie que del “primitivo natural”. No proviene de una ingenuidad y de una múltiple vía para recorrer posibilidades y actualizarlas, sino precisamente procede de la muerte y desecación de importantes regiones del alma humana, proviene de una degeneración. La cabaña de Köppelsbleek, con sus calaveras y manos clavadas absurdamente, y los instrumentos para desollar cuerpos humanos a la vista, representa el retroceso demasiado fácil en que la Civilización puede incurrir. Las hogueras en los bosques, las cabañas, granjas, graneros, en fin, la destrucción de los esfuerzos humanos por civilizar el mundo, por cultivar, son prueba irrefutable de cuán fácilmente la destrucción se adueña de todo, y el caos siempre está del lado de los elementos más retardatarios de la Civilización.
La decadencia, en el sentido spengleriano, puede concebirse como la entropía, la degradación que no cesa una vez se ha alcanzado un punto máximo de civismo. La caída es más acusada o catastrófica cuando este punto se halla muy alto. En el Imperio decadente de Roma, según atestiguan las fuentes, no eran pocos los “ciudadanos” dispuestos a renunciar a sus libertades puramente formales y auparse en una mayor “libertad”, a saber, imitar la existencia del bárbaro germano, en cuyas filas muchas veces engrosaban los romanos huyendo de su propia putrefacción. Se barbariza exactamente aquel que ya en su corazón ha experimentado esa transformación irreversible, una tal que lo conduce a seguir hacia abajo la línea pendiente. Sólo después se traduce este cambio interior en actos externos, en señales de conversión, en emigraciones o afiliaciones.
Algo semejante podríamos hallar en los primeros años de invasión islámica de la Hispania goda. Quienes ya llevaban en sí la “mozarabía”, esto es, el alma de un cristianismo “mágico” o “arábigo” (por hablar al estilo de Spengler), en el Sur y en el Levante españoles, apenas se forzaron para volverse mahometanos, apenas tuvieron que renunciar esos cristianos “mágicos” a su alma en aras de una aclimitación o incluso a una conversión a la fe mahometana. Eran cristianos, de origen godo o hispanorromano, pero que ya vivían perfectamente inmersos en el espíritu afromediterráno, semita y oriental. Todavía no habían podido conocer el nuevo cristianismo surgido en las montañas y bosques del Norte, el cristianismo fáustico. No supieron detectar el “enemigo”, de ahí procede la falta de resistencia suya, que anacrónicamente tanto nos ofende a los españoles de hoy, aunque nos ofende de manera absurda y anacrónica.
Depende de un estado fundamental del alma el detectar adecuadamente a los enemigos, a los hombres que, aun siendo sustancialmente como usted y como yo, hombres comunes y corrientes, representan valores incompatibles con la razón de ser de nuestra existencia y de nuestra civilización. Aquella mozarabía de los siglos VIII al X, en un principio, buscó el modus vivendi e incluso vio continuidad en su existencia cotidiana, pero luego fue demasiado tarde. Muy pronto llegó el día en que esa gente sufrió una aculturación y un infierno represivo, y se percataron de su aculturación cuando ya era inútil lamentarse. Aquella tropa beréber y asiática invasora pudo parecer, simplemente, una nueva especie de amos que sustituirían parcialmente a la antigua raza de los dominadores godos y del patriciado romano. Grave error. Grave error que acontece cuando no se sabe eliminar el huevo de la serpiente, o decapitar a la hidra antes de que se reproduzca. Algo de esto hemos de temer hoy en día, cuando hay tantos intereses ocultos por que se produzca una sustitución étnica de las poblaciones europeas, así como una imposición de religiones foráneas, especialmente la islámica, que más que como religión se nos presenta como una teología política supersticiosa y totalitaria. El Gran Guardabosque exige silencio, miedo a hablar, tolerancia con lo intolerable.
La decadencia de la civilización europea, que queda expuesta peligrosamente a la acción de bárbaros exteriores en connivencia con los bárbaros intraliminares, es para mí el trasunto de la novela jüngeriana que comentamos. Nosotros somos los legítimos dueños y habitantes de La Marina. La Marina podría ser España o cualquier país europeo que, tras sus avatares, ha llegado a ser, históricamente, un país bello y una conquista de nuestros mayores. Todo lo que sabemos del buen vivir y del vivir a nuestra manera, todo cuanto llamamos tradición, cultura, socialidad, identidad, todo ello es fruto de ríos y mares de sangre, de sudor, de esfuerzo cotidiano. Si queremos seguir siendo ciegos ante lo que se agita en las fronteras, ante los incendios (“gusanos de luz”, escribe Jünger), debemos saber que sólo nos queda contemplar la Destrucción. Hacer la guerra, ir a la guerra, demostrar un instinto belicista, no es otra cosa, en ciertas ocasiones, que la voluntad existencial: seguir siendo. No somos “ellos”. Estamos dispuestos a defender nuestras casas, campos, mujeres y niños. Cuando vemos, como lo ven los hombres de La Marina, que el Mal, la entropía, aumenta sus dominios y se extiende entre nuestras propias tierras, se infiltra y recaba aliados, entonces está en juego algo más que una patria chica, o un orgullo nacionalista estrecho. Las armas deben volver a brillar bajo el sol y cegar a nuestros rivales, causarles miedo, por cuanto que la Civilización entera, un enjambre de patrias secularmente hermanadas, está en grave riesgo. Se puede morir con honor, oponiéndose al Caos, midiendo fuerzas con Él, o morir tristemente vejado, víctima de los despellejadores de la Cabaña de Köppelsbleek. En La Marina había cierta conciencia de enfrentarse al Caos, de poner coto al Gran Guardabosques.
El veterano “mauritano” y el príncipe, en su visita a la Ermita representan esa necesidad de conservar el honor, la identidad, la tradición. El príncipe, un joven viejo, lleva en su sangre azul el instinto de repeler al Caos, de plantar batalla a ese Poder entrópico. Ser digno de nuestros mayores, ponerse a la altura de las glorias pasadas... Esto puede ayudar, pero nunca será lo bastante para la nueva situación de emergencia. El príncipe representa un pasado, una aristocracia que se despide y cuya sangre está diluída, ejerciendo un papel en la historia que acabará en irrelevancia. Todavía puede concitar focos de resistencia, pues esa sangre es sabedora de las viejas luchas. El instinto dirá, en nuestro caso hispano, cuándo hay que resucitar el ardor de Covadonga o de Las Navas de Tolosa, el empuje de la Reconquista o de los Tercios, pero no nos será dable recuperar un pasado, aun cuando fuese éste de lo más glorioso. Pues los desafíos nuevos exigen algo más, mucho más que retomar modelos del pasado. El Enemigo de nuestra Civilización no es fácilmente visible tras de una frontera (“hay moros en la costa”) o una bandera. El Enemigo, en tanto que alteridad irreductible y conjunto de valores inasimilables en nuestra Civilización, ha tomado posiciones de índole estructural. La estrategia del caos de éste Gran Guardabosque ha consistido en contar con algo más que “invasiones” físicas y amenazas armadas. Es una estrategia de confusionismo ideológico. Todos los pilares axiológicos de Europa van siendo dinamitados uno a uno, ante una indiferencia general o un aplauso orquestado desde las “ideologías”. Hoy en día, liberales o marxistas, socialdemócratas o conservadores, hoy en día todos aplauden orquestadamente en medio de un silencio de corderos. Los ideólogos difunden ideologías y supersticiones, llámense “democracia” o “derechos humanos”, por encima de las pequeñas diferencias de detalle en cuanto a programas de gobierno o reformas económico-políticas, matices en el estilo o verborrea doctrinaria. El príncipe ya no puede mover a una clase caballeresca que enarbole la bandera de la buena “tradición”. Apenas un puñado frente al griterío de masas barbarizadas. Los programas aristocráticos de un Spengler o de un Jünger, su “socialismo” nacionalista, su conservadurismo no reaccionario nada tenían que ver con la movilización parda o roja de masas intoxicadas. La verdadera sangre azul que pudiera hacer frente a la muchedumbre parda y roja, eran cuatro gotas ya impotentes en la República de Weimar. Y otro tanto se diga del arquetipo del veterano militar “mauritano”. Los “mauritanos”, orden militar, podrán nutrir siempre a ese conjunto de fuerzas que son el brazo del nacionalista, de quien desea proteger a su patria de los enemigos externos o internos. Pero estos hombres duros, curtidos, gente de armas que llevan siempre afiladas para la ocasión bien pueden errar y pasarse a las filas del Caos, contribuir al Caos mismo. También se observa que aquellos que se presentan como protectores, y que han sido designados para tal función, se agazapan esperando el cambio de poder y su adaptación a los nuevos tiempos. Tal es el destino de las manzanas podridas: se convierten en el cobijo de toda clase de gusanos.
Otro asunto que reclama máxima atención en esta obra es el papel de la ciencia, del conocimiento. En el más clásico sentido, la ciencia de Sobre los Acantilados de Mármol es objeto de fruición. Los griegos y los medievales contemplaron así la tarea de la investigación científica. La detallada cartografía y la exhaustiva descripción y catalogado del mundo. La belleza de cada orgánulo, florecilla y menudencia viviente...contemplar con ojos calmos y limpios todo el espectáculo de la creación ¿habrá fuente de placer que supere a ésta? Sin embargo, la creciente amenaza debería sacar al Hermano Othón y al protagonista de su ensimismamiento contemplativo. El Gran Guardabosques representa una amenaza radical, el triunfo inexorable de la Barbarie. Con la degradación del hombre y de la vida buena todo lo sublime llega a su fin, todo muere y se pudre. Y sin embargo nuestros dos protagonistas, el narrador y su hermano, parecen no inmutarse. Acompañan a Belovar, y a las fuerzas escasas que harán las veces de resistencia, de muro de contención ante el Caos, pero no por ello la contemplación –casi sagrada- de sus objetos es abandonada. Este papel de la ciencia, una ciencia de lo bello, una ciencia bella por sí misma, una contemplación aristotélica y linneana de la gran maravilla del mundo nos hace recordar qué fue la Edad Media, en qué consistió Europa misma. En mitad de la barbarie, entre la degradación de la civilización grecorromana y la inicial brutalidad de la barbarie germana, la Europa fáustica es la civilización que nace de su crisálida, que brotará con una nueva alma, un alma que no se la dará la vieja Grecia, la podrida Roma ni la alienígena Jerusalén. Un alma nueva que aúna el clásico sentido contemplativo, entre estético y místico, con la visión extática y caballeresca de una nueva espiritualidad que es, entre otras cosas, espiritualidad guerrera. El guerrero, brutal y animalesco en “tiempos bárbaros”, se transforma en caballero. Y el ejercicio de las armas no excluye el de las letras, e incluso ambos se potenciarán bajo formas de espiritualidad superiores. La propia biografía del autor parece atestiguar esta visión grandiosa del Caballero. La idea del Caballero, ojo atento para la Ciencia, ojo que contempla el mundo con fruición tanto como brazo armado y fuerte, esa es la idea que a partir del siglo XVIII comienza a desvanecerse, a olvidarse, a ser objeto de burla. El caballero andante que convive con las armas de fuego y una sociedad rufianesca que ya se burla de él nos es muy conocido a través de la figura de El Quijote. El Caballero cruzado, el caballero monje o el sabio con yelmo, espada y armadura nos parecen hoy pura fantasía. Pero existieron y dieron fundamento a Europa. Toda la modernidad se mofa de estos personajes, pues no les entiende, los toma como contradicciones insoportables que atentan contra su propia razón de existir. El mismo perfil de Jünger -soldado, poeta, científico, filósofo- es una síntesis “anti-moderna”. El progresismo desea un tipo de hombres tallados, unilaterales, especializados. Y, desde luego, en la utopía imposible de un capitalismo para “ciudadanos consumidores” satisfechos, el honor, el valor, la lealtad, la disciplina, el respeto y la organización jerárquica son valores que nada cuentan. Estos valores más bien estorban, son contradicciones inherentes a la forma de existencia que se nos programa.
No se trata de una ciencia entendida como “fuerza productiva”. No se trata de esa tecnología que hoy impera, completamente desconectada de la admiración. La verdadera ciencia y la filosofía se identificaban en los clásicos griegos y en los escolásticos medievales. La curiosidad innata e insaciable del hombre entonces no debía quedar presa de afanes mezquinos, afanes de “tendero”. La curiosidad del sabio, al igual que el honor del guerrero, no “sirven para nada” salvo para justificar la Civilización misma. Nada menos. Las cosas más nobles –arte, ciencia, filosofía, - no sirven para nada porque su función consiste en dar fundamento a la existencia. Y una existencia dotada de fundamento es una existencia verdaderamente humana, civilizada, feliz.
Hoy, ya no tenemos noticia sobre el fundamento existencia de nuestra Civilización. No sabemos quiénes somos porque no sabemos de dónde venimos. Las Civilizaciones se defienden con honor o sucumben. Europa sigue enfrascada en las ideologías caducas de la Modernidad. Esas ideologías contienen todas, necesariamente, el germen totalitario. Las ideologías son productos irracionales o “defectuosamente racionales”, productos de filosofías jurídicas, políticas, económicas, etc. , ideologías rebasadas ya por el propio curso de los acontecimientos. Cuando el capitalismo burgués necesitó al individuo atómico, productor-consumidor, aplastó las comunidades orgánicas nacidas en la Edad Media y las trituró a mayor gloria del Capital, convirtiéndolas en masas inorgánicas. El burgués fue el gran enemigo de la Comunidad orgánica. Después, el comunismo, el socialismo y la socialdemocracia no hicieron sino reconstruir utópicamente la sociedad siempre desde la imagen, ahora invertida, del burgués atómico. Las clases sociales, y la lucha de clases, son conceptos que llevan consigo el pecado original de su cuna. Son pretendidas antítesis del individuo ideal del burgués liberal. El obrero será un burgués generalizado. El socialismo se convertirá en una apoteosis del propio liberalismo: que todos sean obreros pero obreros en una sociedad opulenta en la que podrán vivir como burgueses. La ciencia, la espiritualidad, el culto a la máquina y al productivismo quedarían así, pues, inalterados. La Civilización se rebaja a la condición de resultar en una plasmación utópica de las ideologías (liberales, marxistas, etc.) mismas. Al atacar a una o varias de esas ideologías, el europeo moderno se expone a atacar a su Civilización misma en la medida en que “ha generalizado” en exceso. El hombre europeo tira el niño junto con el agua de la bañera, como se suele decir.
Esta novela jüngeriana expresa magníficamente lo que significa el fin de una Civilización y el advenimiento de la barbarie. Expresa como pocas obras literarias el peligro que continuamente corre Europa de “echarlo todo a perder”, el peligro de sucumbir ante valores e imposiciones extraños. Llevamos, desde el siglo XVIII, demasiado tiempo pensando en términos de ideologías y no de valores civilizatorios. Llevamos demasiado tiempo negando los propios fundamentos de nuestra existencia: natalidad, familia, milicia, patriotismo, lealtad, honor, espíritu de sacrificio y disciplina, amor al saber y amor al hombre. Los fundamentos antropológicos de nuestra civilización son objeto de saqueo, escarnio, burla. Y eso que, de no haber bajado la guardia en nuestro sistema educativo y en nuestras instituciones familiares y comunitarias, esos valores serían fácilmente reconocidos por todos, salvo por la Oclocracia, como valores esenciales que no entienden de izquierda ni de derecha, que no saben de banderías ni de sectas. El Gran Guardabosque no sólo asoma por las fronteras (por ejemplo inmigración masiva y descontrolada, cuando no teledirigida, americanización, islamización, etc.). El Gran Guardabosque, igual que Saurón o Big Brother, está entre nosotros, e incluso lee los sueños mientras dormimos.
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