Carlos X. Blanco
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El profesor Sergio Fernández Riquelme nos viene ofreciendo en estos últimos años una serie de estudios sobre los líderes identitarios mundiales y el nuevo soberanismo que irrumpe en ciertos países, sobre todo en la Europa del Este. El mundo se transforma rápidamente, y a la geopolítica bipolar de la Guerra Fría, le ha sucedido un inestable marco multipolar, en el que resurge la lucha de bloques y potencias regionales. En semejante marco multipolar, factores como la religión, la identidad nacional y el etnicismo juegan un papel predominante, mucho más que el presunto móvil ideológico (liberalismo, fascismo, socialismo) de antes.
La tragedia Yugoslava dejó y dejará una profundísima huella entre los pueblos de la extinta Federación. Los Balcanes serán siempre una vergüenza para Europa. Todos los muertos, todas las víctimas de violación, todas las limpiezas étnicas y migraciones forzosas, todo el odio, es causa de vergüenza para todos nosotros. Las instituciones europeas no fueron capaces de detener la sucesión de guerras civiles y, por ende, el rosario de crímenes. Estados supuestamente prestigiosos (Alemania, Vaticano, Estados Unidos) obraron de una manera, cuando menos, cuestionable ante la crisis. Instituciones militares que, supuestamente, deberían protegernos a los europeos (OTAN), han echado leña al fuego y han obrado de manera criminal y partidista. El islamismo internacional ha intervenido en Europa y ha hecho de las suyas sin que nadie se lo impida. La prensa y los analistas occidentales, en general, han ofrecido al público una serie de interpretaciones unilaterales, simplistas, que indican, como ya es costumbre, «lo que es políticamente correcto». Y eso correcto que debemos pensar suele ser una versión mutilada e idealista, a saber ésta: la ideología nacionalista va unida al odio, al odio al otro, al resentimiento, al victimismo.
Por supuesto, que el nacionalismo en muchas de sus expresiones es todo eso: victimismo, odio y resentimiento. Lo vemos en España, se vio en Yugoslavia, se palpa en todo el globo. Pero no menos cierto es que el nacionalismo es en gran medida y bajo ciertas circunstancias inevitable, un tipo de respuestas casi «naturales» dadas la experiencia de ciertos pueblos. Hay pueblos cuya identidad fue forjada de manera tortuosa, y la opresión pasada carga sobre el alma de sus integrantes. El pueblo serbio es uno de esos casos. Esto nunca justifica los crímenes ni atenúa la culpa de los genocidas y asesinos. Pero ignorar el nacionalismo en la comprensión de los hechos, de dónde procede, cómo se alimenta, de qué manera se siente y por qué se siente de esa manera el actor, ignorarlo, digo, es ponerse vendas en la cara.
El pueblo serbio fue víctima de la dominación turca, al igual que otras etnias hermanas o vecinas suyas de los Balcanes. Un imperio otomano despótico (que, horrendamente, ahora algunos alaban como ejemplo de tolerancia «multicultural», de forma pareja a como quiere hacerse con Al-Ándalus), un poder represor cruel, que llevó a conversiones forzadas de europeos y a ríos de sangre de cristianos, fue un imperio castrante en cuanto al desarrollo identitario. Contra ese imperio y, después, contra el Imperio Austro-Húngaro, los serbios fueron rescatando su folclore, su épica, su tradición espiritual y cultural, el idioma…
En Europa, todo nacionalismo serio, y no de chirigota aranista, es un rescate de tradiciones que ya casi se daban por perdidas. Quien quiera hacer desaparecer de Europa todo género de nacionalismo con abstracciones como «socialismo», «patriotismo constitucional», «derechos humanos», etc. demuestra ser un ingenuo o un embaucador. Nos guste mucho o nada el nacionalismo, debe aprenderse de la historia que ésta misma historia nunca muere y nunca se olvida del todo. Debe conocerse bien que hay un caudal invisible y subterráneo que circula incluso entre campesinos carentes de instrucción, como herencia genética y clandestina, torrente de memoria colectiva que habla de derrotas lejanas sufridas, humillaciones pidiendo revancha, orgullos pisoteados y cuentas pendientes. Las abstracciones incompatibles con ese nacionalismo, como las del socialismo del Mariscal Tito, u hoy las del «patriotismo constitucional», nunca podrán extirparlo de la memoria de los pueblos.
La convivencia entre los pueblos, y léase bien esto, porque vivimos en España y en España pasa lo que pasa, debe ser un jardín cuidado con esmero. Un jardín donde caben toda clase de plantas y flores, cada una con su aroma y su colorido, cada especie con su propio clima y gradiente de humedad o sales minerales. El rasero común a todas, en nombre de vacuidades formales de la política (centralista, federalista, o lo que sea) matará a muchas, y acaso dejará vivas a las más ramplonas, no necesariamente a las más fuertes de las especies. Nada malo hay en el nacionalismo que, sin revanchas, excava en los pasados tesoros y los vivifica. El nacionalismo europeo, también el serbio, es siempre una obra de filólogos, poetas y literatos. La obra del profesor Fernández Riquelme nos lo ilustra de manera apasionante. Muchos de esos creadores literarios, muchos de aquellos escritores que usaron pluma y cerebro para salvar a su pueblo de la oscuridad y el olvido, se convirtieron en cómplices del crimen, ejecutores del genocidio, matarifes desalmados. Debe, por tanto, pensarse a fondo sobre jardines de identidades y compatibilidades de etnias.
Yo creo que para España, las lecciones yugoslavas deben ser bien aprendidas. Amar al propio pueblo, buscando lo común con vecinos y hermanos, rescatar el acervo que nunca, nunca, va a ser apreciado en el Madrid de la Villa y Corte, en el kilómetro cero de una inexistente España jacobina, siempre fue empresa de literatos, arqueólogos, filólogos y poetas. La España tradicional es, en realidad, plural: Las Españas. La Españas, sí, esa unidad en la diversidad donde la patria chica y hecha de carne alimenta vigorosamente a la patria grande, sustanciada como espíritu. Yo creo que debe deslindarse un nacionalismo unitivo y forjado con el rigor científico, respecto de los laboratorios de Frankenstein impulsados por los hijos de Sabino Arana o la Esquerra de la Butifarra. No confundamos etnicidad con etnicismo, y no hablemos ligeramente de balcanizar España, cuando lo único que hay aquí son 17 taifas dentro de una Constitución averiada que hace tiempo que ya se ha salido de madre. Lo de Serbia y toda Yugoslavia fue una tragedia. Lo de la España de las «autonosuyas» es una chapuza administrativa que nos va a llevar al desastre económico. Son cosas distintas.
Lecciones balcánicas y lectura sugerente la que nos trae Sergio, autor sorprendente, que estudia los más diversos temas amparado por una magnífica labor documental. Libro muy recomendable.
Sergio Fernández Riquelme: El nacionalismo serbio. Letras Inquietas (Marzo de 2020)