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mardi, 19 juin 2007

Filosofia y Politica de Spengler

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Filosofía y Política de Spengler

Por Augusto Iglesias (1) - http://www.accionchilena.cl/Filosofia/Filosofiaypolitica-1.htm

Pese a su posición "políticamente correcta", esta crítica del libro de Armando González Rodríguez "Filosofía y Política de Spengler" resulta aleccionadora respecto a la importancia del texto comentado, y permite aclarar ciertos aspectos del pensamiento del maestro de modo general.

Uno de los grandes errores de los que no han leído a Spengler y gustan, sin embargo, citarlo, es el de atribuir a este pensador un cariz pesimista. Para tales escoliastas, la Decadencia de Occidente es libro amasado para nutrir de pronta desilusión a todos los derrotados de nuestra Era. Sin embargo, nada de eso podría comprobarse. Dentro de la teoría spengleriana la Historia se divide en ciclos culturales con el mismo recorrido del fenómeno de la Vida considerado éste en su trayectoria Cósmica. Como la vida orgánica las culturas nacen, se desarrollan, alcanzan la plenitud, maduran y decaen. Esta caída dura hasta finar en su desaparición, como cuerpo individualizado, dentro de la marcha de la humanidad.

Terminado el ciclo —vale decir, sobrevenida la muerte de una Cultura— el tipo de civilización que la había sustentado, desaparece. Esto, no es óbice para que los rastros de su paso por la Historia se aprovechen en cierta medida por otros ciclos culturales; o bien se desechen por éstos, caso de no convenir a la distinta morfología que el siguiente ciclo histórico vaya adoptando en sus nuevas experiencias.

Dedúcese de lo antedicho, que dentro del razonamiento spengleriano no cabe la idea del progreso indefinido. Por otra parte, el término “progreso”, en sí mismo difícil de explicar, sólo puede satisfacer a los ilusos. El valor de palabra clave que le asignan los sociólogos del siglo XIX, metiendo a la fuerza en las acepciones de este vocablo, un sentido de finalidad masiva perseguida por los pueblos en su viejo intento de planificar la marcha de la Humanidad, es, en efecto, de desconcertante improcedencia. Y Spengler, espíritu demasiado analítico para aceptar esa clase de asertos, lo deja pasar sin preocuparse mayor mente de él. Pero aún, dentro de una teoría así de falsa, como la del “progreso indefinido”, un astrónomo, v. gr., también estaría obligado a considerar su inutilidad en el Tiempo si la ajusta a las “líneas largas” de la Historia, pues resulta de evidencia estatuir que un día, en el Futuro, nuestro Planeta, irremisiblemente, deberá también morir...

Spengler es el primer pensador filósofo de la Historia de la Humanidad que considera a ésta con criterio morfológico de creación natural. Si se le tuviera que comparar con algún otro hombre magnífico de la Civilización europea, se nos ocurre que le vendría bien un paralelo con Linneo. Es así como para el tudesco que nos preocupa, las divisiones de la Historia en Antigua, Moderna, Media y Contemporánea, de uso obligado para los estudiantes de ayer y hoy en la mencionada materia, no entra en la síntesis que baraja cuando expone sus puntos de vista.

En la Historia no hay líneas rectas ni círculos concéntricos, sino ciclos culturales de agrupaciones humanas que actúan de acuerdo con sus leyes propias; lo que en última instancia significa que la fenomenología social no obedece a principios absolutos, es decir, universales e invariables, sino todo lo contrario, son de por sí independientes, pues cada ciclo cultural debe enfrentar por sí mismo sus problemas diversos y darle a éstos la solución circunstancial que les corresponde.

En un mundo así de diversificado no puede haber entonces principios invariables ni de valencia general; al contrario, para existir ellos deberán circunscribirse a las culturas respectivas de las cuales proceden. En otras palabras, estos valores no pueden ser sino relativos. Y no es asunto que pueda mirarse con desapego el hecho de que la exposición de la teoría de Spengler efectuada hacia el año 1918, coincida con la época en que Einstein moviliza la preocupación de los más altos pensadores de Europa en torno a las perspectivas generales de su teoría de la relatividad (1).

Nos apresuramos a advertir, sin embargo, que el relativismo de Spengler nada tiene que hacer con el relativismo matemático de Einstein.

Al juntar sus nombres sólo hemos querido señalar su coincidencia en el Tiempo, en el sentido de que ambos leccionan una nueva manera de interpretar fenómenos correlativos dentro del ciclo cultural en que ellos vivían, pero, no obstante, de ámbito filosófico diverso...

Hasta el momento en que Spengler funda su teoría, cuenta ocho culturas; esto es: egipcia, babilónica, china, india, greco- romana, mágica, occidental o fáustica y mexicana. Pero este existir de las culturas antedichas no implica, según él, la supeditación de unas a las otras; inclusive pueden coexistir sin penetrarse, pues cada ciclo cultural tiene características propias, encerradas como quien dice dentro de sus propias murallas y, por lo tanto, impermeables ya sea a las culturas antecedentes ya a las contemporáneas a su particular existencia histórica.

Dedúcese de lo anterior, por lógicas inferencias, que ninguno de los principios rectores de la vida moral del hombre o de los ordenamientos políticos que éste ha construido, pueden considerarse etapas de un proceso evolutivo; sino, al contrario, deben juzgarse como vivencias de carácter aislado e intrascendente que morirán después de cumplido su plazo del mismo modo que muere cuanto vive; porque ese es, fatal e irremisible, el sino de todo...

Ahora bien, de esta sucesión indefinida de “chispazos” —que eso es para nosotros la marcha de la Humanidad— ¿nada trasciende, nada aumenta el acervo hereditario de las generaciones que se suceden?, ¿todo es sólo una cadena de eslabones rotos entre cuya herrumbre la Historia vislumbra pequeñas luces, hijas de una razón cuya sinrazón nos envuelve de amargas conjeturas frente a su vacía realidad?

No; para Spengler hay entre ciclo y ciclo una hendidura o falla que permite cierta fluencia animadora entre el Pasado y el Presente.

Por esta hendidura es por donde se filtra la tónica; vale decir, las “recetas” para hacer o completar un cometido. Pero el Genio, el espíritu de un pueblo, con sus características creadoras en el plano alto de las ideas, permanece incomunicable inclusive en la morfología de su expresión artificiosa.

No hay poeta en el mundo que hoy fuera capaz de construir la Ilíada o la Odisea; y si hubiera alguno que lo intentara, su obra sería un “pastiche”, una imitación o plagio, sin alma, sin palpitaciones de vida, sin realidad cultural presente.

Esta afirmación envuelve, a su vez, otra de mayor calibre de ser, como afirma Spengler, tampoco la obra de arte magna —es decir “inmortal” de acuerdo con nuestra medida del tiempo— podría existir si no es como objeto arqueológico, esto es, como exponente de Museo; pero jamás, en ningún modo, tomando parte en nuestros sentires vitales, en los que mantienen la circulación del común entusiasmo dándole tibieza a las “opiniones” y ‘creencias”, es decir, a las ideas del proceso cultural propio.

Igual cosa podría decirse de la Moral, y, por ende, de todo principio religioso. Cierta inhabilidad congénita haría impracticable un acomodo de los ciclos culturales en un orden de correlaciones recíprocas. Si consideramos este asunto con extrema amplitud, es muy posible que el pensamiento de un islámico presionado por la moral colectiva de su pueblo, se ajuste y coincida en muchos puntos con lo que pueda opinar un puritano escocés sobre una determinada materia; el hecho de que ambos sean humanos los inducirá a pensar en ciertos casos en fórmulas similares y, a veces o muchas veces, en una medida común a toda la especie. Pero en los detalles, en las características que distinguen a un hombre de otro, en la médula misma de esos principios, en cuanto ella se refiere a la conducta individual en sus manifestaciones particulares, la moral del puritano escocés y del musulmán se mantendrán siempre separadas por un abismo, e indiferentes, por lo tanto, a sus mutuas reacciones, porque bien poco los une y mucho los separa, siendo sus idiosincrasias diversas.

Todo esto —opinarán muchos— entra en el terreno de las especulaciones filosóficas, pues nada de lo comentado hasta aquí podría considerarse como afirmación teóricamente irreductible. Al contrario, los asertos spenglerianos hasta aquí citados son, en su esencia, de repetida controversión en la realidad fluyente de los hechos.

Sería ese un razonamiento justo, me parece. No es inseguro que en los extractos vitales aducidos hasta aquí, la posición de Spengler no sea otra, que la de un filósofo en busca de ajustar sus principios al heterogéneo fenómeno de la Historia de la Humanidad. Mas, habría que agregar, en defensa del pensador tudesco, que junto a ese cuerpo de doctrinas, vaticinó él, ateniéndose a su enseñanza, una serie de hechos. Ahora bien, dentro del breve tiempo de su generación no sólo pudieron ver el cumplimiento de éstos sus lectores entusiastas, sino también, quienes habiéndolo leído le negaron por razones particulares —o “partidistas”, en el mejor de los casos— el pan, el agua y la sal...

Vamos a referirnos a esos hechos.

* *

Ha merecido particular hincapié que algunos aspectos de la doctrina spengleriana puedan considerarse como dictatoriales, o más precisamente aún, de filiación nazi.

Burdo error, explotado en forma extensa por demagogos o políticos que no han leído a este Maestro. El juicio de Spengler en este sentido es otro: cree él que los pilares de la democracia no son suficientemente firmes para soportar las sacudidas de lo que Ortega y Gasset, más tarde, llamara la “rebelión de las masas”, sacudimiento concentrado como su mayor fuerza en el ángulo económico, y que mueve en ondas amenazantes a la clase más numerosa del mundo actual, vale decir al proletariado.

La gran bandera de la democracia, la insignia por la cual todos los que creemos en ella moriríamos en su defensa, es la libertad civil. Pero eso no es todo; entre los ideales de la clase formada por los que no pertenecen a ninguna clase —opina Spengler— hállase, asimismo, no sólo el respeto al gran número —respeto que se expresa en los conceptos de igualdad, de derecho innato, y en el principio del sufragio universal— sino, también, la libertad de la opinión pública, sobre todo la de prensa... “Estos son ideales —continúa Spengler. Pero, en realidad, la libertad de la opinión pública requiere la elaboración de dicha opinión, y esto cuesta dinero; la libertad de la prensa requiere la posesión de la prensa, que es cuestión de dinero, y el sufragio universal requiere la propaganda electoral, que permanece en la dependencia de los deseos de quien la costea. Los representantes de las ideas no ven más que un aspecto; los representantes del dinero trabajan con el otro aspecto”.

Las anteriores no son palabras y sólo palabras; son hechos. Eso no quiere decir que otro sistema político pueda eludir estos graves compromisos con los hijos de Mercurio. Cualquier sistema que actualmente los pongo en práctica, forzosamente, por un proceso de evolución regresiva, habrá de virar en redondo a fin de completar el ciclo cultural de su posible desarrollo; y, completado el círculo, llegar, por ende, a la crisis, es decir, al colapso mortal.

En la teoría de estas consideraciones, mirando el panorama de su patria germana, Spengler anuncia, es cierto, el advenimiento de las puntas de lanza nacionalistas, pero no las propugna. La prueba más concluyente de este aserto es que no adhiere al nacismo cuando la crisis se produce, y, por tanto, se cumple su profecía. El no llega a ese anuncio como corifeo, sino a través de un puro trabajo intelectivo, relacionando causas y efectos después de estudiar períodos cíclicos de la Historia Universal en distintos momentos de su desarrollo morfológico. Hecho este ensayo, el filósofo que hay en él proyecta, intuitivamente, en el futuro, el encadenamiento de las series lógicas establecidas en anteriores procesos culturales.

Y aquí necesitamos hacer, de paso, una advertencia. Base de sustentación de las pocas democracias modernas son los Parlamentos, institución que para los pueblos occidentales de la llamada “Civilización Europea”, tuvo su origen en Inglaterra. Sin embargo, los primeros en dudar de la eficacia del sistema parlamentario como mercadería de exportación, fueron los ingleses, y entre ellos un pensador número uno, Edmundo Burke (1728- 1797) con más de un siglo de anterioridad a la Decadencia de Occidente del filósofo de nuestro comento. Enfrentándose a Mirabeau, Burke declara, no sin cierto cinismo: “Nosotros no pedimos nuestras libertades como derechos del hombre sino como derechos de los ingleses”.

Los tiempos han cambiado, es cierto, pero no tanto. Todavía sería el caso de preguntar: ¿Pueden los Parlamentos de hoy soportar hasta el final con victoriosas consecuencias los cambiantes de la obra comunizante?

¡Ojalá que sí! Es duro pensar lo contrario.

Aquí es donde Spengler intuye el advenimiento de los gobiernos fuertes, es decir, de acción enérgica inmediata, en reemplazo de la tramitación o lento desarrollo del proceso legal de uso corriente en los gobiernos parlamentarios.

No nos olvidemos que Spengler se halla observando las peripecias del siglo XIX, en esa etapa de transición de la política europea que desemboca en el siglo que corremos y en el cual hace crisis.

Es, por otra parte, la hora de la bancarrota o más bien dicho de la putrefacción de los partidos políticos en el Viejo Mundo. Marx también la había anunciado al producirse la insurrección proletaria de 1848; y Lenín, en 1917, la comprueba al cercenar sin dificultad la Duma, incapaz, por anquilosis, de mantener su propia dictadura; y menos para metamorfosearse en un sistema democrático. Por eso, de acuerdo con la trayectoria secular de los boyardos, dio paso a una oligarquía si no peor, más exigente o dogmática que la originada en los días tenebrosos de la Horda de Oro.

El hecho —agrade o disguste— es que el mundo en su plenitud esférica se llena, en el primer cuarto de la centuria que vivimos, de una serie, casi uniforme, de autocracias sin freno. Spengler anticipa el aparecimiento del fenómeno; no lo inventa. Los negadores de la realidad no son, por lo general, hombres de ciencia, ni filósofos; esta manera de pensar, es más bien cosa de fanáticos u obsecados. Pero Spengler asegura, además, otro hecho que aún está en camino: niega el tudesco la eficacia gubernamental de las masas; y como esta clase de dictaduras son ejercidas por oligarquías demagógicas que buscan en las mayorías económicamente inferiorizadas, su apoyo y sustento integral, Spengler anuncia, asimismo, el fracaso de esa clase de gobierno.

Los enemigos de este hombre superior, dirán ahora que su posición es anticomunista... Pero tampoco lo es; decir que Spengler fue anticomunista, vale tanto como asegurar su anti democracia. Ni lo uno ni lo otro. El es un observador y nada más que un observador. Frente al fenómeno histórico, estudia, analiza, compara. Luego, con una base cultural inmensa, como pocos hombres de su época lograron tener, intuye vivamente lo que —según sus operaciones mentales— va a ocurrir o está ocurriendo, sin que los estudiosos, sedicentemente llamados así, hubieran previsto o comprobado antes de él.

Todo esto, de acuerdo con la teoría spengleriana, involucra a la vez, como no podría ser de otro modo, un terrible desorden económico; acaso una vorágine mundial, en que el desequilibrio entre la producción y el consumo terminen por aniquilar las fuerzas sustentadoras del convivir jurídico en las naciones civilizadas. En esta pulverización de las unidades estaduales, lo único que podría cohesionar momentáneamente el viejo sentido nacionalista de los hombres, es la guerra. Y por lo tanto, el filósofo anuncia no uno sino varios de estos encuentros dramáticos, que ahora, por tener una concurrencia mundial, podrían considerarse, en cierto modo, cósmicos. Y es así como apenas terminada la Primera Gran Guerra de 1914 - 1918 el filósofo “profetisa” una Segunda, que él no alcanza a ver pues muere el 8 de mayo de 1936, tranquilamente, en su cama de hombre solitario, pero a cuyo alrededor bullían multitudinarias las ideas de miles de hombres de superior categoría que admiraban y comprendían, al mismo tiempo, la profunda veracidad de su genio.

¿Pesimismo? preguntamos de nuevo.

De buena fe habría que escribir una respuesta negativa. Anticipar la visión de hechos para el futuro, y que luego esos hechos ocurran, es cualidad que no puede ser calificada de modo tan somero y vacuo.

* *

Mi intento de dar actualidad a estas notas fue motivado por el libro de Armando González, recién sacado a luz por la Editorial Andrés Bello. Se trata de una obra maciza, quizá uno de los aportes de mayor interés escritos en Hispanoamérica, para dar a conocer con método, claridad y en síntesis de adecuada elocuencia, la Historia de las doctrinas de Oswald Spengler. El recio germano, que hacia el año 1918 moviliza la preocupación de los más altos pensadores de Europa en torno a las perspectivas del porvenir de Occidente, no es de ideas fáciles de digerir. En cuanto empieza a razonar a fin de dar solución a los problemas históricos que él mismo plantea y ambiciosamente cree resolver, comienza a barajar entre secuencias de filósofo y artista tal masa de antecedentes y conocimientos previos, que resulta casi imposible para un lector corriente o buen universitario, seguirlo con provecho y orden. En otras palabras, para leer a Spengler, en su texto original, se precisa de una erudición sólida, que, por su propia extensividad reduce el porcentaje de lectores a una fracción insignificante a mucha distancia del entero.

Sin embargo, las ideas spenglerianas son comprensivas para cualquiera persona de cultura media si el que hace la exposición emplea para ello, un método didáctico concorde con el auditorio.

En Hispanoamérica, esos intentos han sido numerosos. Inclusive, aquí mismo en Chile, Alberto Edwards, cuando comenzó a discutirse entre la gente culta la nueva teoría de la Historia que propugnaba implantar el genial tudesco, dio algunas conferencias tratando de vulgarizar esa teoría. No sé si esas lecciones de Edwards fueron recogidas en volumen, pero sí es seguro que tuvieron éxito, pues recuerdo haber asistido a una de ellas, y su público era numeroso y con una preocupación increíble para aquel tiempo, pues el nombre de Spengler era entonces casi desconocido en nuestro país.

El libro que ahora nos da Armando González, es la excepción en esa lista ya no pequeña de expositores spenglerianos. Para buscarle paralelo habría que hacerlo en nuestro Continente, en la gran República de los Estados de la Unión. Existe en esa literatura, un ensayo muy aplaudido de Edwin Franden Dankin “To Day and Destiny”. No obstante, sin pasión ni parcialidad de ninguna especie, creemos que el libro de González es más didáctico y de mucho más fácil lectura que el de Mr. Dankin.

No solamente en los puntos que hemos esbozado, sino en todos y cada uno de los que enfoca la teoría spengleriana expuesta a lo largo de sus libros básicos y particularmente de los cuatro volúmenes de la Decadencia de Occidente (N.d.E.: se refiere a la edición de ed. Osiris), Armando González lleva al lector como de la mano, aclarándole dudas y formulando las conclusiones a que el texto obliga. Y esto, con extrema acuciosidad, con limpia exposición, y valiéndose de un método didáctico que a cada instante nos revela al intelectual acostumbrado a ejercitar funciones de mentor o guía en los campos de la alta especulación filosófica.

A este propósito, antes de cerrar estas líneas quisiéramos hacer un alcance pertinente. En días pasados un publicista de conocida firma refiriéndose a la sensible ausencia de Ricardo Dávila Silva (Leo Par), echaba en cara a los manes del distinguido humanista su interés por los temas no estrictamente nacionales, englobando en su juicio a todos los que padecen del mismo mal...

“En esta inclinación —decía— de los escritores a los temas de fuera, yo no puedo dejar de ver una especie de alegre suicidio de las horas. ¿Se imagina alguien que en las bibliografías que alguna vez hayan de compaginarse sobre la literatura persa se van a considerar los estudios producidos en la costa del Océano Pacífico por un autor que escribe en español?”

Tal vez el publicista en cuestión al escribir esas palabras no se daba cuenta que con ellas intentaba aniquilar de una sola plumada el glorioso pretérito y, esperamos en Dios, también el futuro glorioso del Humanismo. Porque éste al fin de cuentas, no es otra cosa que eso: interesarse por todo lo que al hombre se refiere, como exigía Terencio.

Por lo tanto, agradecernos, asimismo, al señor González éste su aporte al comento de un libro “extranjero” hecho en el ensayo que acaba de regalarnos. Y por si alguna vez el desaliento llega a entumirle un poco las alas, deseamos traer a su memoria cierta sentencia de Samuel Johnson, inserta en uno de sus ensayos dedicados al hombre de la calle:

“Nothing has more retarded the advancement of learning than the disposition of vulgar minds to ridicule and wilify what they cannot comprehend”

“Nada ha retardo más el desarrollo del saber, que la disposición de las mentes vulgares para ridiculizar y envilecer lo que ellos no pueden comprender”.

Augusto Iglesias

06:10 Publié dans Philosophie, Révolution conservatrice | Lien permanent | Commentaires (0) | |  del.icio.us | | Digg! Digg |  Facebook

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