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dimanche, 16 décembre 2007

La gran impostura del arte moderno es su precio

José Javier Esparza:
«La gran impostura del arte moderno es su precio»
POR VIRGINIA RÓDENAS
Cadáveres, excrementos, cubos «llenos» de vacío, mutilaciones o cuadros borrados. «Nunca antes había ocurrido nada semejante: la sociedad ya no se reconoce en la producción artística que genera. ¿Se ha vuelto loco el mundo del arte?». Y en respuesta a su pregunta -la misma que se hace una legión de ninguneados espectadores-, José Javier Esparza, con 20 años de dedicación al estudio y crítica de la cultura, denuncia «Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo» (Edit. Almuzara), que la próxima semana vive en Arco uno de sus momentos estelares

-Defina arte en general y arte contemporáneo en particular.

-Hay enciclopedias dedicadas a responder a eso; infructuosamente. Digamos que el arte es una expresión de lo que los hombres llevan dentro, incluida la mirada sobre lo que tenemos fuera. El arte actual sigue siendo eso, pero con la particularidad de que se ve peor. Por dos razones, ante todo: por un exceso de subjetividad del artista, que lleva a la incomunicación, y por un exceso de sumisión al mercado, que valora artificialmente cosas sin valor.

-¿Quién decide lo que es arte?

-Los artistas dicen que ellos. El mercado dice que él. Pero es la sociedad, entendida como cultura compartida, la que al final decide que una obra dure como arte.

-Una pregunta de lerdo: ¿Qué tiene de artístico una caca en una lata, una vaca y un ternero despedazados en formol, restos humanos devorados por moscas o un manchón blanco bajo el título «Blanco»?

-Es anti-arte o, para ser más precisos, no-arte. Así lo entendió Duchamp cuando abrió camino presentando un urinario. Si ahora se considera «arte» es porque hemos puesto todo cabeza abajo. Los lerdos son quienes aplauden.

-En defensa de algunos artistas actuales se puede argumentar que Van Gogh o el mismo Mozart fueron incomprendidos en su época.

-Pero no es verdad. El artista siempre ha tenido algo de incomprendido, pero no tanto por la gente como por la Academia, que es la que fija el canon -el canon que el innovador rompe-. A Mozart lo miraban mal los académicos, pero la gente se lo pasaba pipa con su música. Lo mismo sucedió con la gran ópera del XIX (Verdi, Wagner), tan polémica en su día y, al mismo tiempo, tan admirada por las multitudes. ¿Van Gogh? Pero muy pocos años después de su muerte ya circulaban por ahí sus piezas. Como las de Dalí o Magritte, que tardaron muy poco en dejar de ser «incomprendidos». Nada de eso pasará con los «enfants terribles» que llenan ahora las ferias de arte contemporáneo.

-Asegura que por primera vez hay una sociedad que no se reconoce en el arte que genera. ¿Cómo distinguirá el sufrido espectador, que por su desconcierto es tachado de inculto, el arte de la tomadura de pelo?

-El espectador, tan ignorante e inculto, se refugia en Rembrandt o Velázquez, en Bach y Tchaikovski, es decir, en la historia, en la tradición, que nos sigue hablando. Lo cual incluye a buena parte de la tradición artística creada en el siglo XX, por supuesto. El problema no lo tiene el espectador (tenemos mil museos), sino el artista, que hoy es literalmente un náufrago (náufrago en su propia subjetividad). ¿Tomaduras de pelo? Lo peor es que la gran mayoría de los artistas contemporáneos no quiere tomarnos el pelo: están convencidos de ser la voz de nuestro tiempo. A lo mejor el problema está ahí.

-Ya sabe el viejo chiste en el que a la pregunta «qué es el arte» se responde «quedarte frío». Hoy es una realidad. ¿Cuándo se rompió la relación entre el arte y espectador?

-En varias fases. Primero, cuando empezó a presentarse como arte lo que era no-arte, y vuelvo al pionero Duchamp. Después, cuando el artista decidió que su subjetividad o incluso su mero gesto creador (el trazo del pincel sobre la tela, todas esas cosas) era más importante que la obra en sí. Más tarde, cuando la sociedad-espectáculo, medios de comunicación y mercado, crearon una realidad artística autónoma como emancipada del público. Ahora estamos en un momento en el que buena parte de la producción artística (no toda, desde luego) vive exclusivamente para sí o, aún peor, para una crónica de periódico y para reengancharse en la siguiente bienal.

-Habla de Tàpies o de Pollock como modelo de artistas respetables. ¿Qué les separa de los que no merecen a su juicio la más mínima consideración?

-Esto es opinable, por supuesto, pero yo parto de la base de que el artista contemporáneo no es un impostor, sino alguien que busca -desesperado, como quería Baudelaire- un camino propio, con una obsesión -muchas veces enfermiza- por la novedad. Quien lo encuentra y lo sigue, merece respeto. Quien imita a otros, o cree haber hallado algo sin tener talento para hacerlo realmente, se acerca demasiado a la impostura. Además, una de las particularidades del arte contemporáneo es que cada camino queda cegado por el propio pionero que lo abre. Continuarlos deja de tener sentido.

-El arte y el talento siempre han ido de la mano. Habla de la muerte del arte, ¿y del talento?

-Bueno, hay algunos artistas sin talento. Son los que la historia no recuerda. Recordamos al Greco o a Van Dyck, pero cuántos aprendices de éstos no habrán quedado en el camino. Hoy, sin embargo, el mercado nos hace vivir bajo la sugestión de que estamos rodeados de una extraordinaria floración de talentos: es la manera de llenar las exposiciones. Y eso es radicalmente falso, una impostura. Habría que preguntarse, además, si con el tipo de arte que hoy nos aflige es posible descubrir verdaderos talentos. Los hay indiscutibles; Barceló, por ejemplo, a pesar de todos los pesares. ¿Pero cuántos más?

-¿Qué ha sucedido para que el arte se haya divorciado de la belleza? Con tanta provocación directa al hígado, parece impropio hablar de «bellas artes».

-Es un asunto complejo. Desde Kant y Burke sabemos que el terreno del arte no es tanto el de lo bello como el de lo sublime, digamos del estremecimiento, para entendernos. Pero eso no quiere decir que todo deba descomponerse, romperse, reducirse a nada y, mucho menos, ser feo. Quizás hay que ir a lo más elemental: tal vez estemos ante una persecución deliberada de lo no-bello, de lo horrible. Y además, no estremece. ¿Bellas artes? Es una expresión que hoy nadie utilizaría.

-¿Cuál de ellas le parece que ha perdido menos el sentido (para empezar, común)?

-No es cuestión de gremios ni de disciplinas, sino de actitudes personales ante el arte. Pero es muy interesante el caso de la literatura: tras las experiencias de los años sesenta, que consiguieron crear obras sencillamente ilegibles, todo el mundo abandonó ese camino y volvió a preocuparse porque se entendiera lo que escribía. No es tan difícil, ¿no?

-Habla continuamente de impostura del artista, pero cuesta creer que críticos, galeristas, coleccionistas e inversores estén al margen. ¿Quién tiene la mayor culpa?

-El arte contemporáneo es una impostura en varios sentidos. El más visible es este: su circulación, su puesta en escena, su fama y, desde luego, su precio, ya no tienen nada que ver con el valor de la obra, sino que dependen del precio del mercado, de una portada de periódico o, simplemente, de que la obra circule de un lado para otro. ¿Culpables? Todos. Pero yo apuntaría también a los medios, que convierten ciertas obras en acontecimiento y les confieren un «valor de arte» que no poseen.

-¿Podría suceder que la burbuja de ingentes inversiones en arte contemporáneo, muchas de ellas realizadas por entidades financieras, estallara en pos de la razón y se produjera algún que otro cataclismo?

-Se dice que estallaron, por efecto de la fermentación, algunas de las latas de heces que Manzoni llenó con sus propios excrementos y

vendió bajo el título «Merda d´artista». Respecto a que las entidades financieras vayan a perder dinero, eso es un imposible ontológico. Por otro lado, sus inversiones en arte suelen estar muy bien aconsejadas. Eso no quita para que el precio de algunas obras sea ridículo de pura exageración.

-Resume en ocho los pecados capitales del arte moderno, ¿cuál le repugna más?

-Quizás el nihilismo, esa obsesión por destruirlo todo, por volver todo del revés. Es lo que confiere al arte moderno un fondo demoniaco, como decía Baudelaire.

-Escribe de la televisión como escenario del mundo. ¿Acabará considerándose arte?

-La televisión, como medio, tiene todos los requisitos técnicos para producir obras de arte audiovisuales. El problema es que está sometida a unas reglas de competencia comercial que hacen imposible plantearse construir una obra. Se está convirtiendo en un medio condenado a la artesanía, a la obra menor, de consumo rápido.

-¿Es pesimista o cree que tras la oscuridad se hará la luz?

-Hay una cuestión de fondo y es que, después de todo, este no deja de ser el arte adecuado para la época del Gulag, el holocausto, las bombas atómicas, la manipulación genética, las guerras mundiales y la crisis ecológica. Tal vez el origen del problema no esté en los artistas; quizás éstos no sean más que heraldos de lo que hay. La pregunta es: Y si anunciaran otras cosas, ¿mejoraría el paisaje general? ¿Por qué no intentarlo?

-El próximo jueves empieza Arco. ¿Un consejo para visitarla?

-Adoptar la actitud de aquel niño, el del cuento de «El traje nuevo del emperador»: si ves que el rey está desnudo, no te lo calles..

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