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lundi, 03 juin 2013

Um samurai do Ocidente

 
Este foi o título que Dominique Venner deu ao seu editorial do primeiro número deste ano de “La Nouvelle Revue d’Histoire”, revista que fundou e dirigiu. Agora, depois do seu suicídio em frente ao altar da Catedral de Notre-Dame, em Paris, encontramos nessas linhas uma reflexão que nos leva a compreender e respeitar o seu acto trágico de sacrifício. Aí expressou um paradoxo premonitório: “Morrer é por vezes uma outra maneira de existir. Existir face ao destino”.
 
Desde que descobri a sua obra que este historiador e pensador me marcou e influenciou profundamente. A sua partida abalou-me, mas compreendi que não foi uma desistência. Foi o culminar de um percurso completo, de uma vida plena dedicada ao que acreditava e sentia — a de um combatente que lutou até ao fim e morreu de pé. Lembrei-me automaticamente de Yukio Mishima e de Drieu La Rochelle, entre outros.
Recordou nesse texto que “a morte tanto pode constituir o mais forte dos protestos contra uma indignidade como uma provocação à esperança”. Que melhor motivo para a sua última decisão?
 
“Rebelde por fidelidade”, como se definiu no autobiográfico “Le Coeur Rebelle”, esteve sempre ligado ao seu povo e às suas raízes ancestrais, considerando que “as formas antigas não voltarão, mas o que é de sempre ressurgirá” e acrescentando: “A tradição é uma escolha, um murmúrio dos tempos antigos e do futuro. Ela diz-me quem eu sou.”
 
A sua morte não foi apenas mais uma onda no oceano. Foi antes um farol que nos avisa da perigosa proximidade da catástrofe. Um alerta para uma civilização multimilenar ameaçada que partilha as mesmas origens, os mesmos valores e o mesmo espírito. Dominique Venner morreu como viveu — como um homem livre.
 
Duarte Branquinho

Nuestro tiempo, los actos ejemplares y la muerte de Dominique Venner

 

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Nuestro tiempo, los actos ejemplares y la muerte de Dominique Venner

 

Ex: http://www.nuevaderecha.org/

Hace unos días, Dominique Venner se suicidó de un disparo ante el altar mayor de la catedral de Nôtre- Dame. Los grandes medios de comunicación sólo han prestado al hecho una atención muy marginal: “Se ha suicidado un escritor e historiador de la extrema derecha francesa”. En las últimas fechas, dentro de los círculos políticos e intelectuales de la Nueva Derecha europea, se ha saludado a Venner como a un “samurai de Occidente”. La referencia a Mishima, obligada, no requiere glosa explicativa alguna.

Venner ha justificado su acto refiriéndose a la perentoria necesidad de despertar, de sacudir las conciencias en una Europa hoy adormecida. Anestesiados como están, los europeos precisan hoy de grandes gestos simbólicos que les ayuden a salir del pesado sopor en el que vegetan. Venner, representante del más noble neopaganismo europeo contemporáneo, ha sentido como pocos que la Europa de nuestro tiempo haya perdido su identidad. En su instante fundacional –nos explica Venner– estuvo Homero; después, toda la riquísima gama de aportaciones culturales que llega hasta principios del siglo XX, antes de que, con la Guerra de 1914, se destruyera en nuestro continente la conciencia de ese multiforme patrimonio común. En cuanto a hoy…, ¿qué nos queda hoy? La languidez, el cinismo, la indiferencia, el desmayo, la pasividad de asistir a nuestro declive y no hacer nada. En esta tesitura, Dominique Venner ha decidido llevar a cabo un acto sacrificial que pretende ser también parte de una nueva fundación: la de un renovado orden de cosas, la del tan deseado por muchos despertar de una Europa que hoy parece haber renunciado a su secular vocación de grandeza.

Es cierto que la Europa de nuestros días, tan poco apta para apreciar los delicados matices del espíritu, necesita actos de gran resonancia que la zarandeen, que la despierten. Puede discutirse si tal tipo de actos debe moverse en la dirección en la que apunta el suicidio neopagano de Venner, que éste ha concebido expresamente como un acto de sacrificio; en cambio, no parecen discutibles ni la dignidad interior ni la intachable honestidad intelectual de su protagonista. Ahora bien: ¿es realmente este tipo de acciones lo que actualmente más necesitamos?

Los actos que de algún modo giran en torno a la muerte impresionan a los hombres de una manera especialísima. Sin duda, un suicidio, pero también los asesinatos, y en particular los actos terroristas. El acto terrorista se aprovecha de la potente semántica que siempre transmite la muerte para cargarse de significación. En cuanto al suicidio que se lleva a cabo no por desesperación, sino como un acto de libertad interior e incluso de grandeza, impresiona poderosamente al “último hombre” del que hablaba Nietzsche, incapaz de toda grandeza y de todo auténtico sacrificio. Quien no tiene miedo a morir es que ha descubierto algo más valioso que la mera conservación de la vida. ¿De verdad existe algo por encima de la vida? Una Europa desprovista de ideales se encoge escépticamente de hombros ante tal pregunta, que hoy ya casi ni se plantea.

Sí, sin duda: precisamos de gestos, de actos simbólicos; pero no tienen por qué ser semejantes al ejecutado por Dominique Venner –cuya figura, repito, respeto profundamente–. Y es que existe otro lenguaje, otra semántica, de eficacia tal vez no inmediata ni fulgurante, pero que va surtiendo efectos de largo alcance a lo largo del tiempo que sigue a su realización. Pasando revista a los últimos tiempos, pensemos, por ejemplo, en la renuncia al papado de Benedicto XVI, que tanto ha impresionado, y de modo muy favorable, a numerosos intelectuales no creyentes. Pensemos también en la vigorosa movilización de una parte muy apreciable de la sociedad civil francesa contra la ley del matrimonio homosexual, o en el tan comentado anticonvencionalismo del Papa Francisco, que, por ejemplo, a día de hoy sigue sin ocupar los apartamentos papales de la Basílica de San Pedro y hospedándose en la Residencia de Santa Marta.
En la época de Youtube, en que un vídeo de un minuto puede llevarte a la celebridad universal, la imagen, el gesto, el acto simbólico alcanzan su maximum teórico de potencial repercusión. Las activistas de Femen en top-less contra Putin explotan a fondo la devastadora eficacia de la imagen reproducida hasta el infinito en Internet. Lo importante, al parecer, es el acto que consiga atraer hacia sí la máxima atención posible: de ahí la exigencia de espectacularidad, que alcanzó su máxima expresión en los atentados del 11 de septiembre de 2001, y que también observó de modo ejemplar Anders Breivik en la matanza de la isla de Utoya.

Europa está anestesiada y hay que despertarla: en esto coincidimos plenamente con Dominique Venner. Y, como los actos delicados la dejan indiferente, ¿habrá que decantarse, entonces, por la siempre eficaz espectacularidad? Ahora bien: si pensamos así, ¿no estaremos traicionando entonces lo mismo que pretendemos defender? El “acto espectacular” es justamente lo que idolatra la cultura posmoderna de la imagen, que demanda tal tipo de acciones no para despertar, sino para desperezarse entre bostezo y bostezo. ¿No le pedimos escenografías iconoclastas y escandalosas a Calixto Bieito o a la Fura dels Baus para animar el declinante universo de la ópera? ¿No esperamos ya de los escritores que sean físicamente atractivos, mediáticos, ocurrentes y divertidos en los talk shows? ¿No nos hemos vendido a la nueva religión de la espectacularidad porque lo que no es espectacular nos parece desmadejado, fantasmagórico, vacío?
Necesitamos actos, necesitamos gestos, necesitamos una nueva semántica, llena de vida y de potencia; pero, mucho más que actos espectaculares de cualquier tipo, lo que hace falta hoy son actos significativos y auténticos. Pensemos, por ejemplo, en la enorme repercusión mundial que alcanzó hace unos meses el salto estratosférico de Felix Baumgartner: no por su espectacularidad en sí –que la tenía–, sino, diría yo, que por su posible significación poética, fuese ésta voluntaria y consciente o todo lo contrario. Recordemos también, por ejemplo, el mito de Reinhold Messner, alpinista-filósofo de nuestro tiempo, o, en el campo de la tauromaquia, la extraordinaria figura de José Tomás.

Es cierto que, al final, la verdadera belleza, aunque no busca la muerte, suele no andar muy lejos de ésta, porque no hay belleza en la que no exista algún tipo de exposición –literal o simbólica– al riesgo, al sacrificio, a la disposición a entregar la vida en aras de valores espirituales de orden superior.. El suicidio heroico de Dominique Venner puede ayudar a despertar a algunos, tal vez a muchos; pero la gama de actos simbólicos pertinentes a este respecto es muy amplia, y en ellos lo esencial no consiste en ninguna efectista y aparatosa espectacularidad. Los antiguos decían: rem tene, verba sequentur, “domina el asunto y las palabras vendrán por sí solas”. Parafraseándoles, podríamos decir: “Vive, ama y piensa profundamente, y lo demás se te dará por añadidura”. Un hombre en el que arde el verdadero fuego del espíritu encontrará la manera de que ese fuego irradie de una manera efectiva hasta los demás.
“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, cuentan que dijo una vez Arquímedes. Ahora bien, por definición ese punto de apoyo deberá estar fuera del mundo, más allá de todas las determinaciones cósmicas, en los misteriosos territorios fronterizos con el trasmundo y con la eternidad.

Ojalá Dominique Venner, europeo heroico, nos esté esperando ya allí, sereno y en paz.

John Morgan: The Fourth Political Theory

The Fourth Political Theory

An interview with John Morgan

Natella Speranskaya:  How did you discover the Fourth Political Theory? And how would you evaluate its chances of becoming a major ideology of the 21st century?

JM:  I have been interested in the work of Prof. Dugin since I first discovered English translations of his writings at the Arctogaia Web sites in the late 1990s. So I had already heard of the Fourth Political Theory even before my publishing house, Arktos, agreed to publish his book of the same name. In editing the translation of the book, I became intimately familiar with Prof. Dugin’s concept. According to him, the Fourth Political Theory is more of a question than an ideology at this point. It is easier to identify what it is not, which is opposed to everything represented by liberalism, and which will transcend the failures of Marxism and fascism. In recent decades, many people have been heralding the “death of ideology.” Carl Schmitt predicted this, saying that the last battle would take place between those who wish to reject the role of politics in civilization, and those who understand the need for it. The death of ideology, I believe, is simply the exhaustion of those political systems that are founded on liberalism. This does not mean that politics itself has ended, but only that a new system is required. The Fourth Political Theory offers the best chance to take what is best from the old ideologies and combine them with new ideas, to create the new vision that will carry humanity into the next age. Although we can’t say with certainty what that will look like, as of yet. But it should be obvious to everyone that the current ideology has already run its course.

NS:  Leo Strauss when commenting on the fundamental work of Carl Schmitt The Concept of the Political notes that despite all radical critique of liberalism incorporated in it Schmitt does not follow it through since his critique remains within the scope of liberalism”. “His anti-Liberal tendencies, – claims Strauss, - remain constrained by “systematics of liberal thought” that has not been overcome so far, which – as Schmitt himself admits – “despite all failures cannot be substituted by any other system in today’s Europe. What would you identify as a solution to the problem of overcoming the liberal discourse? Could you consider the Fourth Political Theory by Alexander Dugin to be such a solution? The theory that is beyond the three major ideologies of the 20th century – Liberalism, Communism and Fascism, and that is against the Liberal doctrine.

JM:  Yes, definitely. The unsustainably and intellectual poverty of liberalism in Europe, and also America, is becoming more apparent with each passing day. Clearly a new solution is needed. Prof. Dugin’s Fourth Political Theory, as he has explained in his book of the same title, is more of a question than an ideology at this point, and it is up to those of us who are attempting to defy unipolar hegemony to determine what it will be. So, yes, we need a new ideology, even if we cannot yet explain exactly what it will be in practice. I think Prof. Dugin’s idea of taking Heidegger’s Dasein as our watchword is a good one, because we are so entrenched in the liberal mindset – even those of us who want to overcome it – that it is only be re-engaging with the pure essence of the reality of the world around us that we will find a way out of it. The representational, virtual reality of postmodernism which surrounds most of us on a daily basis has conditioned us to only think about liberalism on its own terms. Only by renewing our contact with the real, non-representational world, and by disregarding all previous concepts and labels, can we find the seeds for a new way of apprehending it.

NS:  Do you agree that today there are “two Europes”: the one – the liberal one (incorporating the idea of “open society”, human rights, registration of same-sex marriages, etc.) and the other Europe (“a different Europe”) – politically engaged, thinker, intellectual, spiritual, the one that considers the status quo and domination of liberal discourse as a real disaster and the betrayal of the European tradition. How would you evaluate chances of victory of a “different Europe” over the ”first” one?

JM:  Speaking as an American outsider, I absolutely see two Europes. The surface Europe is one that has turned itself into a facsimile of America – the free market, democracy, multiculturalism, secularism, pop culture, sacrificing genuine identity for fashions, and so on. The other Europe is much more difficult to see, but I have the good fortune of having many friends who dwell within it. This is the undercurrent that has refused to accept the Americanization of Europe, and which also rejects the liberal hegemony in all its forms. They remain true to the ancient spirit of Europe’s various peoples and cultures, while also dreaming of a new Europe that will be strong, independent and creative once again. We see this in the New Right, in the identitarian movement, and in the many nationalist groups across Europe that have sprung up in recent years. As of now, their influence is small, but as the global situation gets worse, I believe they will gain the upper hand, as more Europeans will become open to the idea of finding new solutions and new ways of living, disassociated from the collapsing hegemonic order. So I estimate their chances as being very good. Although they must begin acting now, even before the “collapse,” if they are to rescue their identities from oblivion, since the “real” Europe is fast being driven out of existence by the forces of liberalism.

NS:  “There is nothing more tragic than a failure to understand the historical moment we are currently going through; - notes Alain de Benoist – this is the moment of postmodern globalization”. The French philosopher emphasizes the significance of the issue of a new Nomos of the Earth or a way of establishing international relations. What do you think the fourth Nomos will be like? Would you agree that the new Nomos is going to be Eurasian and multipolar (transition from universum to pluriversum)?

JM:  Yes, I do agree. In terms of what it will look like, see my answer to question 4 in the first set of questions.

NS:  Do you agree that the era of the white European human race has ended, and the future will be predetermined by Asian cultures and societies?

JM:  If you mean the era of the domination of White Europeans (although of course that comprises many diverse and unique identities in itself), and those of European descent such as in America, over the entire world, then yes, that era is coming to an end, and has been, gradually, since the First World War. As for the fate of White Europeans in our own homelands, that is also an open question, given the lack of genuine culture and diminishing reproductive rates of Whites around the world, coupled with large-scale non-White immigration into our homelands. While I welcome the end of White hegemony, which overall hasn’t been good for anyone, most especially for Whites themselves, as an American of European descent I do fear the changes that are taking place in our lands. As the thinkers of the “New Right” such as Alain de Benoist have said, if we stand for the preservation of the distinct identities of all peoples and cultures, then we must also defend the identities of the various European peoples and their offshoots. I would like to see European peoples, including in America, develop the will to resist this onslaught and re-establish our lands as the true cradles of our cultures and identities. Of course, in order to do this, White peoples must first get their souls back and return to their true cultures, rejecting multiculturalism and the corporate consumer culture that has grown up in tandem with neo-colonialism, both of which victimize Whites just as much as non-Whites. Unfortunately, few White Europeans around the world have come to this understanding thus far, but I hope that will change.

As for whether the future belongs to Asians, that I cannot say. Certainly India and China are among the most prominent rising powers. But at the same time, they face huge domestic challenges, demographically and otherwise. Whether they will be able to sustain the momentum they have now is uncertain. Having lived in India for the last four years, while it is a land I have come to love, I have difficulty seeing India emerging as a superpower anytime soon. The foundations just aren’t there yet.  Likewise, I find it troubling that India and China continue to understand “progress” in terms of how closely they mimic the American lifestyle and its values. Until Asian (and other) nations can find a way to develop a sustainable and stable social order, and until they forge a new and unique identity for themselves in keeping with their traditions that is disconnected from the Western model, I don’t see them overtaking the so-called “First World.”

NS:  Do you consider Russia to be a part of Europe or do you accept the view that Russia and Europe represent two different civilizations?

JM:  As a longtime student of Dostoevsky, I have always believed that Russia is a unique civilization in its own right. Although clearly Russia shares cultural affinities and linkages with Europe that cannot be denied, and which bring it closer to Europe than to Asia, it retains a character that is purely its own. I have always admired this aspect of Russia. Whereas Western Europe sold its soul in the name of material prosperity in its rush to embrace the supposed benefits of the Industrial Revolution and modernity as quickly as possible, Russia developed its own unique path to modernity, and has always fought hard to maintain its independence. It seems to me, as a foreigner, that as a result, Russia retains a much stronger connection to the spiritual and the intangible aspects of life than in the West, as well as a more diverse, as opposed to purely utilitarian, outlook. The German Conservative Revolutionaries understood this, which is why they sought to tilt Germany more towards Russia politically and culturally, and away from England and the United States (such as Arthur Moeller van den Bruck advocated). Similarly, in today’s world, New Rightists, traditionalists and so forth would do well to look toward Russia and its traditions for inspiration. 

NS:  Contemporary ideologies are based on the principle of secularity. Would you predict the return of religion, the return of sacrality? If so, in what form? Do you consider it to be Islam, Christianity, Paganism or any other forms of religion?

JM:  I think we already see this happening to an extent. In the nineteenth and for most of the twentieth century, the prevailing view was skepticism and scientism, with religion primarily relegated to its moralistic aspects. But beginning in the 1960s in North America and Western Europe, we have seen a renewal of interest in religion and the transcendental view of life on a large scale. This development was, of course, presaged by the traditionalist philosophers, such as René Guénon and Julius Evola, who understood modernity perhaps better than any other Europeans of their time. But unfortunately, this revival in practice has tended toward New Age modes of thought, or else mere identity politics and exotericism as we see with the rise of fundamentalist Christianity in America, rather than in genuinely traditional spirituality. As such, most spirituality in the Western nations today is an outgrowth of modernity, rather than something that can be used to oppose and transcend it. But the fact that more traditionalist books are being made available, and that we see more groups dedicated to traditional spirituality and esotericism than ever before, is a promising trend.

As for the form that this revival will ultimately take, that depends on the location. For much of the world, of course, people are likely to return to and revitalize the traditions that grew out of their own civilizations, which is as it should be. We already see efforts in this direction at work in some parts of the so-called “Third World.” But in Western Europe, and especially America, it is a more difficult question. The Catholic Church today doesn’t hold much promise for those of a traditional mindset. Guénon himself abandoned his native Catholicism and began to practice Islam because he had come to believe that Catholicism was no longer a useful vehicle for Tradition. And of course today, things are much worse than they were in Guénon’s time. Protestantism, besides being counter-traditional, is in even poorer shape these days. And while I am very sympathetic to those who are seeking to revive the pre-Christian traditions of Europe, or adopt traditions from other cultures, this ultimately isn’t a good strategy for those who are engaged in sociopolitical activity alongside spiritual activities. The vast majority of Europeans and Americans still identify with Christianity in some form, and this will need to be taken into account by any new political or metapolitical movement that emerges there.

In America, unlike Europe, we have no real tradition of our own. This is both a blessing and a curse. It’s a blessing because our culture has always been tolerant of allowing and even embracing the presence of alternative forms of spirituality. (Interest in Hinduism, for example, began in America already in the Nineteenth century with such figures as Thoreau and Emerson, and with the arrival of Hindu teachers from India such as Protap Chunder Mozoomdar and Swami Vivekananda.) But it is also a curse because there is no particular, universal spiritual tradition that underlies American civilization which can be revived. Christianity remains dominant, but certainly the popular forms of it that exist in America today are unacceptable from a traditional standpoint. At the same time, most Americans are unlikely to accept any form of spirituality which they perceive to be different from or in opposition to Christianity. So it is a difficult question.

The best solution may be to exclude advocating any specific religion from our efforts in the West for the time being, and leave such decisions to the individual. Of course, we should encourage everyone who supports us to integrate the traditional worldview into their own lives, in whatever form that may take, and to oppose secularism on the grounds of the resacralization of culture. Perhaps once the process of the collapse of the current global and cultural order is further along, and as the peoples’ faith in the illusions of progress, materialism and nationalism inculcated by modernity are shattered, the new form or forms of religion that must take root in the West will become more readily apparent.

 

La economía no es el destino

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La economía no es el destino

Archivio 1979 - Ex: http://www.nuevaderecha.org/

«Las únicas realidades que cuentan para nuestro futuro son de orden económico», declaraba durante un debate un ministro, que es también, al parecer, el mejor economista de Francia. «Estoy totalmente de acuerdo con usted», le replicaba el adversario político al que se oponía, pero usted es un gestor muy malo y somos más fuertes que usted en economía.

Diálogo revelador.

Como Nietzsche, sepamos descubrir a los falsos sabios bajo la máxima de «especialistas», destrocemos los ídolos, pues la falsa ciencia –la metafísica también– de nuestra época, y la primera de sus ídolos, es la economía.

«Vivimos en sociedades, anota Louis Pauwels, para las cuales la economía es el único destino. Limitamos nuestros intereses a la historia inmediata, y limitamos ésta a los hechos económicos». Nuestra civilización, por supuesto –que no es más una «cultura»– está fundada sobre una concepción del mundo exclusivamente económica. Las ideologías liberales, socialistas o marxistas, se unen en su interpretación «economista» del hombre y de la sociedad. Postulan todas que el ideal humano es la abundancia económica individual; aunque se diferencian por los medios de cómo llegar a ese estado, admiten unánimemente que un pueblo no es más que una «sociedad», reducen su destino a la exclusiva consecución del bienestar económico, explican su historia y elaboran su política sólo a través de la economía.

Es lo que en el GRECE negamos. Rechazamos esta reducción de lo humano a lo económico, esta única dimensión de la Historia. Para nosotros, los pueblos deben primero asegurar su destino: es decir su duración histórica y política y su especificidad. La historia no está determinada, y menos con relaciones y mecanismos económicos. La voluntad humana hace la historia. No la economía.

La economía para nosotros no debería ser ni una contradicción ni una teoría, sino una estrategia, indispensable, pero subordinada a lo político. Administrar los recursos de una comunidad según criterios primero políticos, ese es el sitio de la economía.

Entonces, entre las opciones liberales o socialistas y nosotros, no hay entente posible. Anti-reduccionistas, no creemos que la «felicidad» merezca ser un ideal social exclusivo. Al igual que los etólogos modernos, pensamos que las comunidades humanas sólo sobreviven físicamente si tienen un destino espiritual y cultural.

Podemos incluso demostrar que privilegiando la economía y la búsqueda del bienestar personal, llegamos a sistemas tiranos, a la desculturización de los pueblos, y a corto plazo, a una mala gestión económica. Ya que la economía funciona mejor cuando no ocupa el primer lugar, cuando no usurpa la función política.

Por lo tanto hay que asumir un cambió intelectual en economía, como en otros campos. Otra visión de la economía, según los desafíos contemporáneos, y ya no fundada sobre axiomas de burgueses del siglo XIX, será posiblemente la Economía Orgánica, objeto de nuestras investigaciones actuales.

La revuelta «en el sentido que Julius Evola da a este término» se impone contra esta dictadura de la economía, fruto de una dominación de los ideales burgueses y de una hipertrofia de una función social. Para nosotros europeos del oeste, es una revuelta contra el liberalismo.

«Nuestra época –escribía ya Nietzsche en Aurora– que tanto habla de economía es muy derrochadora; derrocha el espíritu». Fue profeta: hoy, un Presidente de la República se atreve a declarar: «El problema mayor de nuestra época, es el consumo». El mismo, a estos «ciudadanos» reducidos a simples consumidores, afirmar que desea el «nacimiento de una inmensa clase media, unificada por el nivel de vida». También el mismo se ha felicitado de la sumisión de la cultura a la economía mercante: «La difusión masiva –esta palabra que tanto le gusta– del audiovisual lleva a la población a compartir los mismos bienes culturales. Buenos o malos, es otra cuestión (sic) pero en todo caso por primera vez los mismos».

Clara apología, del jefe de fila de los liberales, del rebajamiento de la cultura al tráfico. Así, lo político desciende hasta el nivel de la gestión, fenómeno bien descrito por el politólogo Carl Schmitt. El dominio obsesivo de las preocupaciones económicas no corresponde, sin embargo, al antiguo psiquismo de los pueblos europeos. En efecto, las tres funciones sociales milenarias de los indoeuropeos, funciones de soberanía política y religiosa, de guerra, y en tercer lugar de fecundidad y de producción, supondrían un dominio de los valores de las dos primeras funciones, hechos puestos a la luz por G. Dumézil y E. Benveniste. Pero, no sólo la función de producción se encuentra hoy dominada por una de sus sub-funciones, la economía, sino que ésta, a su vez, está dominada por la sub-función «mercante». Por consiguiente el organismo social está, patológicamente, sumiso a los valores que produce la función mercante.

Según los conceptos del sociólogo F. Tonnies, este mundo al revés pierde su carácter «orgánico» y vivo y se convierte en «sociedad mecánica». Tenemos que reinventar una «comunidad orgánica». Así el liberalismo económico y su colaborador político adquieren su significado histórico: esta ideología ha sido la coartada teórica de una clase económica y social para «librarse» de toda tutela de la función soberana y política, e imponer sus valores –sus intereses materiales– en vez y en lugar del «interés general» de la Comunidad entera.

Solamente la función soberana y sus valores propios pueden asegurar el interés general. La única revolución ha sido la del liberalismo, que ha usurpado la soberanía en interés de la función económica, revindicando primero la «igualdad» con los otros valores, pretexto para marginarlos después.

Según un proceso cercano al marxismo, el liberalismo ha construido un reduccionismo económico. Los hombres sólo son significativos para él como participantes abstractos en el mercado: clientes, consumidores, unidades de mano de obra; las especificidades culturales, étnicas, políticas, constituyen tantos obstáculos, de «anomalías provisionales» hacia la Utopía a realizar: el mercado mundial, sin fronteras, sin razas, sin singularidades; esta utopía es más peligrosa que la del igualitarismo «comunista» ya que es más extremista todavía, y más pragmática. El liberalismo americano y su sueño de fin de la Historia en el mismo way of life comercial planetario, constituye la principal amenaza.

Así señalamos claramente a nuestro enemigo. Tenemos costumbre de designar como «sociedad de mercado» a la realizada según la ideología liberal; podemos señalar que el marxismo y el socialismo nunca han conseguido, ellos, a realizar su proyecto igualitario, la «sociedad comunista», y aparecen así menos revolucionarios que el liberalismo, menos «reales».

Esta «sociedad de mercado» se nos aparece pues como el objeto actual y concreto de crítica y de destrucción. Nuestra sociedad es «de mercado», pero no especialmente mercantil. La república de Venecia, las ciudades hanseáticas vivían de un sistema económico mercantil pero no constituían sociedades «de mercado». Pues el término «mercado» no designa estructuras socioeconómicas sino una mentalidad colectiva, un sistema de valores que caracteriza no sólo la economía pero todas las instituciones.

Los valores del mercado, indispensables a su único nivel, determinan el comportamiento de todas las esferas sociales y de Estado, e incluso la función puramente productiva de la economía.

Se juzga –y al Estado en primer lugar– desde un punto de vista totalmente mercantil. Esto no quiere decir que dominación mercante signifique «dominación por el dinero», no planteamos una condena moral del dinero no del beneficio del empresario. Hay que admitir el comportamiento mercantil o provechoso si acepta subordinarse a otros valores. No hay que ver pues en nuestra posición un «odio de la economía» o un nuevo reduccionismo opuesto a la ganancia y a la función mercantil como tales. No somos moralizadores cristianos. Sociedad de mercando significa pues sociedad donde los valores sólo son mercantiles. Podemos clasificarles en tres figuras «mayores»: la mentalidad determinista, el espíritu de cálculo y la dictadura del bienestar económico individual.

La mentalidad determinista, útil sólo para la única actividad mercantil, tiende a eliminar los riesgos y a minimizar los vaivenes. Pero, adoptada por el conjunto de una sociedad y en particular por los decididotes políticos y económicos, la mentalidad determinista se convierte en coartada intelectual para no actuar ni arriesgar. Sólo el mercante (comerciante) puede por derecho, para maximizar sus ganancias, subordinar sus actos a determinismos: leyes del mercado, coyunturas, curvas de precios, etc… Pero el poder político, no más que la economía nacional no deberían, como un comerciante, someterse o «dejarse llevar» por una racionalidad excesiva que dispensa de todo «juego de riesgo». La sociedad mercante se «administra» a corto plazo, bajo la hegemonía de las «previsiones económicas» pseudos científicas (la industrialización «ineludible» del Tercer Mundo, la mundialización de la competencia internacional, la tasa de crecimiento de las rentas y del PNB, etc.), pero paradójicamente no tiene en cuenta las más elementales de las evoluciones políticas a medio plazo: por ejemplo el oligopolio de los poseedores del petróleo.

Por lo tanto, nada menos «independiente» que las naciones mercantes. Los gestores liberales van en el sentido de lo que creen mecánicamente determinado (por estar racionalmente formulado) haciendo la economía de la imaginación y de la voluntad.

En el siglo de la perspectiva, de la previsión estadística e informática, nos dejamos llevar por el corto plazo y se prevé menos que los soberanos de los siglos pasados. Todo pasa como si las evoluciones sociales demográficas, geopolíticas no existieran y no fuesen a tener efectos mayores. Lo igual en todos los sitos – según la fórmula estúpida de los economistas liberales- solamente son tomadas en cuenta por los que deciden las restricciones o pseudos previsiones económicas a corto plazo. (original francés Toutes choses égales par allieurs –selon la formule stupide des économistes libéraux- seules son prises en compte par les décideurs, les contraintes ou pseudo-prévisions économiques à court terme)

La sociedad mercante es pues ciega. Sometida a las evoluciones y a las voluntades exteriores, porque cree en el determinismo histórico, trata a los pueblos europeos como objetos de la historia.

Segundo rasgo de la mentalidad mercante: el espíritu de cálculo. Adaptado al comerciante, este espíritu no conviene a los comportamientos colectivos. Hegemonía de lo cuantificable sobre lo cualificable, es decir, sobre los valores, dominio de lo mecánico sobre lo orgánico, el espíritu de cálculo aplica a todo la tabla única del valor económico. No pensamos que el «dinero» se haya convertido en la norma general: sino que todo lo que no se puede medir «ya no cuenta».

Se pretende calcularlo todo, incluso lo no-económico: se «programan» los momentos de jubilación, las horas de trabajo, los tiempos de ocio, los salarios, en el mismo nivel –pero mucho antes– los niños que van a tener. Existe incluso un «coste de la vida humana» tomado en cuenta para ciertas inversiones. Pero todo lo que escapa al cálculo de los costes, es decir precisamente lo que más importa, es rechazado, los aspectos incontables económicamente de los hechos socio-culturales (como los costes sociales de la pérdida de raíces resultante de la inmigración) llegan a ser indescifrables e insignificantes para los «tecnomercantes».

Incluso en economía, el exceso de cálculo perjudica: ¿cuántas inversiones útiles a largo plazo, pero que un cálculo de previsión declara no rentables a corto plazo, son abandonadas?

El individuo, seguro, «calcula» su existencia, pero ya no piensa en su herencia, en su descendencia. Los Estados obsesionados por la gestión a corto plazo, sólo toman en consideración los aspectos «calculables» y cifrables de su acción. Estos «hombres de negocios» demagogos sólo actúan ahí donde se pueden «rendir cuentas» y sobre todo en lo inmediato, incluso si es necesario falsificando algunas cifras.

¿Una región muere de anemia cultural? ¿Qué importa si por el turismo de masas, su tasa de crecimiento es positiva? Y, entre adversarios políticos, el argumento político se reduce a batallas de porcentajes.

Esta superficialidad de la «gestión tecnocrática» (ersatz mercante de la función soberana) puede incluso desembocar en el «marketing político», reducción de la política al «negocio» comercial. Hoy, Francia o Alemania, son más o menos asimiladas por sus gobiernos a sociedades anónimas por acciones. La Casa Francia con sus ciudadanos asalariados. Ni que decir que, también, la política exterior e incluso la política de defensa, están determinadas por intereses de salidas comerciales inmediatas. Incluso para la economía no es lo mejor ya que este mercantilismo a corto plazo resulta ser aleatorio y no sustituye una política económica. Cuando los Jefes de Estado en visita se convierten en V.R.P., como verdaderos VRP, se rinden bajo la dependencia de sus clientes. (original francés pone V. R. P. ¿qué es eso)

La sociedad de mercando puede describirse como una «dictadura del bienestar individual» según los términos de Arnold Huelen; dictadura porque el individuo, obligado a entrar en el sistema providencialista del Estado, ve desintegrarse su personalidad en el ambiente consumista. Paradójicamente, el Estado-providencia liberal castiga la iniciativa productiva (cargas sociales excesivas) y desanima indirectamente la iniciativa individual. Asegurados sociales, asalariados, parados remunerados: ya no dominan su destino. Inmenso desprecio de su pueblo por el Estado-providencia, el «monstruo frío» de Nietzsche. Tiranía suave.

¿Cómo extrañarse entonces que se desprecie un soberano transformado en dispensador de entretenimientos? El Politólogo Julián Freund habla justamente del fallecimiento político del Estado.

El liberalismo produce un doble reduccionismo: por una parte el Estado y la sociedad sólo deben responder a las necesidades económicas de los pueblos; y, por otra, estas necesidades son reducidas al «nivel de vida» individual. En el liberalismo mercante se prohíbe, en parte por interés, juzgar si estas necesidades son deseables o no: sólo cuentan los medios técnicos a poner en marcha para conseguirlas.

De ahí el predominio político del nivel de vida y por necesidad igualitaria: sueño burgués – y americano– de pueblos nivelados e igualados por el mismo nivel de vida.

Los pueblos y los hombres siendo todos semejantes para un liberal, la única desigualdad subsistente es la del poder adquisitivo: para obtener la igualdad, es pues suficiente difundir a través del mundo el modo de vida mercante. Así, ahí están reconciliadas milagrosamente (la mano invisible de Adam Smith) el humanismo universalista y los «negocios», la justicia y los intereses, como confesaba puerilmente Jimmy Carter; Bible and Business.

Los particularismos culturales, étnicos, lingüísticos, las «personalidades», son obstáculos para la sociedad mercantil. Lo que explica que la ideología moralizadora de los liberalismos políticos lleva al universalismo, a la mezcla de los pueblos y de las culturas, y a las diversas formas de centralismo.

La sociedad mercantil y el modelo americano amenazan a todas las culturas de la Tierra. En Europa o en Japón la cultura ha sido reducida a un «modo de vida» («way of life») que es justo lo inverso a un estilo de vida.

El hombre es así clasificado, es decir reducido a las cosas económicas que compra, produce o recibe, según el mismo proceso (pero más intensamente aún) que en los sistemas comunistas. Su personalidad se acaba en los bienes económicos que solos estructuran su individualidad. Cambiamos de personaje cuando cambiamos de moda. Ya no estamos caracterizados por nuestros orígenes (reducidas al «folclore») ni por nuestras obras, sino por nuestros consumos, nuestro «standing». En el sistema mercantil, los modelos cívicos dominantes son el consumidor, el asegurado, el asistido; y no el productor, el inversor, el empresario. No hablemos de los tipos no-económicos: el jurista, el médico, el soldado, que se han convertido en tipos sociales secundarios.

La sociedad mercantil difunde un tipo de valores cotidianos perjudiciales respecto al trabajo como tal: vender y consumir el capital parece más importante que construirlo. Y no hay nada más igualitario que la función de consumo. Los productores, los empresarios, se diferencian por sus actos; ponen en juego capacidades desiguales. Pero consumir, es el no-acto al que todo el mundo, sean sus capacidades las que sean, o su origen, puede acceder. Una economía de consumo se mete en una vía inhumana en la medida en que el hombre es etológicamente un ser de acción y de construcción. Así, paradójicamente la alta productividad de las industrias europeas subsiste a pesar de la sociedad liberal mercantil y no a causa de ella. ¿Por cuánto tiempo? Hay que precisar que nuestra crítica de la sociedad mercantil no es un rechazo, muy al contrario, de la industrialización o de la tecnología. La noción de comunidad orgánica, que oponemos a la sociedad mercantil, no tiene nada que ver con la «sociedad de convivencia original francés: conviviale» de los neo-rousseanistas (Illich, etc…)

La técnica es para nosotros una adquisición cultural europea, pero debe ser considerada como una herramienta de poder y de dominio del medio y ya no como una droga al servicio del bienestar. Entonces no compartimos las críticas izquierdistas con resonancia bíblica, sobre la «maldición del dinero» y sobre la «voluntad de poder» de la sociedad contemporánea. La sociedad mercantil no afirma ninguna voluntad, ni en el nivel del destino global, ni siquiera en el de una estrategia económica.

Las consecuencias de esta civilización de la economía son graves para el destino de nuestra especie, y al mismo tiempo, para nuestro futuro político y económico. Honrad Lorenz ve en la «unidad de los factores de selección», todos de naturaleza económica, una amenaza de empobrecimiento humano. «Una contra-selección está en marcha –revela Lorenz en Nouvelle Ecole– que reduce las diversidades de la humanidad y le impone pensar exclusivamente en términos de rentabilidad económica a corto plazo. Las ideologías economistas, que son tecnomórficas, hacen del hombre una máquina manipulable. Los hombres, unidades económicas, son cada vez más iguales, como máquinas precisamente».

Para Lorenz, la subordinación de los valores no económicos es una catástrofe, no sólo cultural sino biológica. El consumir constituye una amenaza psicológica para los pueblos. Lorenz, como médico, habla de patología colectiva. Morimos de arteriosclerosis. La civilización del bienestar económico nos lleva lentamente, según Lorenz, hacia la muerte templada. Escribe: «hipersensibles al no placer, nuestras capacidades de gozar se debilitan».

La neofilia, este gusto siempre insatisfecho de nuevos consumos, tiene, para los antropólogos, efectos biológicos nefastos y desconocidos. Pero, ¿qué es la supervivencia de la especie al lado de la subida del precio de los croissants de mantequilla? En fin, si nadie piensa en estos problemas, nosotros sí.

Muerte templada, pero también declive demográfico. La dictadura de la economía ha hecho de nosotros europeos unos pueblos corto-vivientes según el análisis de Raymond Ruyer. Atacados a nuestras preocupaciones económicas inmediatas, nos hemos convertido en objetos y en victimas de la historia biológica.

Nuestros economistas son sensibles al declive demográfico solamente porque comprometerá la financiación de la jubilación. «Nuestra civilización economista –escribe Raymond Ruyer– es por esencia anti-natalista y suicida porque es, por esencia, anti-vital, anti-instintiva».

Pero el consumo de masas ha convertido a la cultura en «primitiva». Los mercaderes de bienes de consumo poseen un poder cultural, que se ejerce en el sentido de un desarraigo, y de una masificación igualitaria. No son los consumidores quienes eligen su estilo de vida –mito democrático querido por los liberales– sino son firmas mercantes quienes crean comportamientos de masa destruyendo las tradiciones específicas de los pueblos. Mediante el «marketing», mucho más que por la propaganda política, se impone casi científicamente un nuevo comportamiento, jugando sobre el mimetismo de las masas desculturizadas. Una sub-cultura mundial está naciendo, proyección del modelo americano. Se orientaliza o se americaniza a voluntad. Desde el final de la primera guerra mundial, del «new look» a la moda «disco», un proceso coherente de condicionamiento sub-cultural está en marcha. El rasgo común: el mimetismo de los comportamientos lanzados por los mercantes americanos. Así, la economía se ha convertido en uno de los fundamentos cualitativos de la nueva cultura, sobrepasando ampliamente su función de satisfacción de las necesidades materiales.

Incluso en el plano estrictamente económico, que no es, según nuestro punto de vista, capital, el fracaso del sistema mercantil dado hace algunos años es patente. No hablemos ya del paro y de la inflación, sería muy fácil. Jean Fourastié anota: «la indigencia de las ciencias económicas actuales, liberal o marxista» y las acusa de usurpación científica. «Asistimos – dice– sobre todo desde 1973, a la carencia de los economistas y al inmenso naufragio de su ciencia». Añade: «los economistas liberales o socialistas han pensado siempre que sólo lo racional permitía conocer lo real. Sus modelos matemáticos se han construido sobre la ignorancia o el odio de las realidades elementales. Ahora bien, en cualquier ciencia, lo elemental es lo más difícil. Se llega a ser despreciarlo porque no se presta a los ejercicios clásicos sobre los que los economistas universitarios se otorgan sus diplomas. Fourastié concluye: «Nuestro pueblo, nuestros economistas, nuestros dirigentes viven sobre las ideas del siglo XIX. Los impasses de la racionalidad empiezan a ser visibles. El hombre vive al final de las ilusiones de la inteligencia».

Un reciente premio Nobel de economía, Herbert Simon, acaba de demostrar que en sus comportamientos económicos u otros, el hombre, a pesar del ordenador, no podría optimizar sus elecciones y comportarse racionalmente. Así, la «Teoría de los Juegos y del Comportamiento Económico» de Von Neumann y Morgenstern, una de las bases del liberalismo, se revela falsa. La elección razonada y óptima no existe. Herbert Simon ha demostrado que las elecciones económicas eran primer término, al azar, arriesgadas, voluntaristas.

Estas ilusiones de la inteligencia han causado a los liberales graves fracasos; cojamos algunos al azar: El sistema liberal mercante despilfarra la innovación y utiliza mal la acción técnica. Esto es, como lo había visto Wagemann, porque la contabilidad en términos de provecho financiero a corto plazo (y no en términos de «excedente» global) frena cualquier inversión y cualquier innovación no vendible y no rentable a corto plazo.

Otro fracaso, con consecuencias incalculables: la llamada a la inmigración extranjera masiva. Los provechos inmediatos, estrictamente financieros, resultado de una mano de obra explotable y maleable es los que ha contado frente a los «costes sociales» a largo plazo de la inmigración, que nunca han sido considerados por el Estado y por la patronal. La codicia inmediata de los importadores de mano de obra no ha hecho pensar en lo «que no se gana» en términos de «no modernización» provocado por esa elección económica absurda.

El responsable de una gran empresa me decía recientemente con un tono despectivo que su ciudad estaba «rellena de inmigrantes» y que esto le molestaba personalmente. Pero después de algunos minutos de conversación, me confesaba con muy buena conciencia que diez años antes, había «sondeado» en el extranjero para «importar» mano de obra que fuese barata. Tal inconsciencia se asemeja a una nueva esclavitud. Es impresionante constatar que incluso la ideología marxista, a pesar de su desprecio a las diversidades culturales y étnicas, no se ha atrevido, como el liberalismo, a utilizar para su provecho el desenrazamiento masivo de las poblaciones rurales de los países en vías de desarrollo.

Gobiernos irresponsables y una patronal ignorando las realidades económicas, y desprovistos del menor sentido cívico y ético, han garantizado una práctica neo-esclavista cuyas consecuencias políticas, culturales, históricas –e incluso económicas– son incalculables (precisamente) para los países de acogida y sobre todo para los países que proporcionan la mano de obra.

Más preocupados de los «negocios» y del «bienestar», los liberales no se han enfrentado a los desafíos más elementales: crisis de la energía, crisis del patrón dólar, subida de los costes europeos y competencia catastrófica de los países del Este y de Extremo-Oriente.

¿Quién se preocupa de ello? ¿Quién propone una nueva estrategia industrial? ¿Quién piensa en que el final de la prosperidad ya ha empezado? La respuesta a los desafíos gigantes del final del siglo sólo es posible en contra de las prácticas liberales. Solamente una óptica económica fundada en las elecciones de un espacio económico europeo semi-autárquico, de una planificación de una nueva política de sustitución energética a medio plazo, y de una retirada del sistema monetario internacional, se adaptaría a las realidades actuales.

Los dogmas liberales o «libertarios» del libre intercambio, de la división internacional del trabajo, y del equilibrio monetario se revelan no solamente económicamente utópicos (y estamos dispuestos a demostrarlo técnicamente) sino también incompatibles sobre todo con la elección política de un destino autónomo para Europa.

Como para los nuevos filósofos que se contentaban en reactualizar a Rousseau, hay que tomar conciencia de la impostura de la operación publicitaria de los «nuevos economistas».

No se trata ni más ni menos que de una vuelta a las tesis bien conocidas de Adam Smith. Pero los nuevos economistas franceses (Jenny, Rosa, Fourcans, Lepage) no son nada por ellos mismos y sólo vulgarizan las tesis americanas. Miremos del lado de sus maestros.

Partiendo de una crítica pertinente, es verdad, del «Welfare State» (el Estado providencia burocrático aunque neoliberal), la escuela de Chicago, monetarista y conservadora, con Friedmann, Feldstein, Moore, etc., predica un retorno a la ley micro-económica del mercado, rechaza cualquier obligación del Estado hacia grandes empresas, reencontrando así la despreocupación de los liberales del siglo XIX hacia el paro y las cuestiones sociales. Y la escuela de Virginia, con Rothbard, David Friedman, Tullock, etc… quiere ser «anarco-capitalista», partidaria del estallido del Estado y de la reducción total de la vida social y política a la competencia y a la única búsqueda del provecho mercantil.

Se puede criticar estas tesis, conocidas y «recalentadas» desde el punto de vista económico. Pero que sea suficiente decir que, para nosotros europeos, incluso realizable y «próspero», un programa tal significa la muerte definitiva como pueblos históricos. Los «friedmanianos» y los «libertarios» nos proponen la sumisión al sistema del mercado mundial dominado por leyes que favorecen a la sociedad americana pero que son incompatibles con la elección que debemos tomar, de permanecer como naciones políticas y pueblos evolucionando en sus historias específicas.

La economía orgánica no quiere ser una Teoría. Sino una estrategia, que se corresponde únicamente con la elección, en la Europa del siglo XX, de sociedades donde el destino político y la identidad cultural se sitúan antes que la prosperidad de la economía. Subsidiariamente, la función económica es además mejor dominada.

Reflexionamos, en el GRECE, sobre esta nueva visión de la economía, a partir de los trabajos de Tomar Spann y de Ernst Wagemann en Alemania, Johan Akerman en Suecia y François Perroux en Francia. Wagemann compara la economía liberal a un cuerpo sin cerebro, y la economía marxista a un cerebro subido en zancos. La economía orgánica, modelo práctico que no pretendemos exportar, quiere adaptarse a la tradición trifuncional orgánica de los europeos. Según los trabajos de Bertalanffy sobre los sistemas, la función económica se consideraba como un organismo parcial del organismo general de la comunidad. Según los sectores y las coyunturas, la función económica puede estar planificada o actuar según las leyes del mercado. Adaptable y flexible, admite el marcado y el beneficio, pero los subordina a la política nacional. El Estado deja a las empresas, en el marco nacional, actuar según las restricciones del mercado pero puede, si las circunstancias lo exigen, imponer con medios no económicos la política de interés nacional.

Las nociones irreales de «macro y micro economía» dejan paso a la realidad de la «economía nacional», también las nociones de sector público y privado pierden sentido, ya que todo es a la vez «privado» en el nivel de la gestión y «público» en el sentido de la orientación política.

Los bienes colectivos duraderos son preferibles, y no la producción de bienes individuales obsoletos y energéticamente costosos. Los mecanismos y manipulaciones económicos son considerados como poco eficaces para regular la economía con respecto a la búsqueda psicológica del consenso de los productores.

La noción contable de excedente y de coste social sustituye los conceptos criticables de «rentabilidad» y de «provecho». Por su elección de centros económicos autoritariamente descentralizados, y de un espacio europeo de gran escala y semi-autárquico (caso de los EE. UU. de 1900 a 1975) la economía orgánica puede pretender una potencia de inversión y de innovación técnica superior a lo que autoriza el sistema liberal, frenado por las fluctuaciones monetarias y la competencia internacional total (dogma reduccionista del libre intercambio según el cual la competencia exterior sería siempre estimulante).

En última instancia, la economía orgánica prefiere el empresario al financiero, el trabajador al asistido, el político al burócrata, los mercados públicos y las inversiones colectivas, al difícil mercado de los consumidores individuales. Más que las manipulaciones monetarias, la energía del trabajo nacional de un pueblo específico nos parece como lo único capaz de asegurar a largo plazo el dinamismo económico.

La economía orgánica no es en sí misma la finalidad de su propio éxito. Pero quiere ser uno de los medios de asegurar a los pueblos europeos el destino, entre otros posibles (lit: parmi d´autres posibles), de pueblos con larga vida.

Para concluir, habría que citar la conclusión que el economista Sombart ha dado en su tratado El Burgués, pero sólo mencionaremos el pasaje más profético: «En un sistema fundado en la organización burocrática, donde el espíritu de empresa habrá desaparecido, el gigante convertido en ciego estará condenado a arrastrar el carro de la civilización democrática. A lo mejor asistiremos entonces al crepúsculo de los dioses y el Oro será devuelto a las aguas del Rin».

François Perroux ha escrito también que deseaba el fin del culto de Mamón que «brilla hoy con una prodigiosa luz».

Hemos elegido contribuir al fin de este culto (francés: Nous avons choisi de contribuir à la fin de ce culte), asegurar el relevo del último hombre, el de la civilización de la economía, de la que el Zaratustra de Nietzsche decía:

«¿Amor, creación, deseo, estrella?

¿Qué es eso?

Así pregunta el último hombre y guiña el ojo.

La tierra se hará más exigua y sobre ella saltará el último hombre, este que reduce todo.

Hemos inventado la Felicidad, dicen los últimos hombres.

Y guiñan el ojo».