por Jesús J. Sebastián
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«La guerra es la madre del nacionalismo. La guerra es la experiencia de la sangre […]. La guerra es nuestra madre, ella nos ha parido en la hinchada panza de las trincheras. Como una nueva raza, nosotros reconocemos con orgullo nuestro origen. Consecuentemente, nuestros valores deben ser valores heroicos, los valores del guerrero y no el valor del tendero.» Ernst Jünger
El legado de la primera guerra mundial pesó mucho sobre las viejas naciones europeas. El estallido de la Gran Guerra fue la gran oportunidad de emancipación de un mundo encorsetado en los valores burgueses. Los primeros días del conflicto provocaron tanto entusiasmo que ni siquiera las mentes más preclaras podían renunciar a participar en ella. Simmel, Thomas Mann o Sombart acompañaron a Max Scheler en el elogio del genio de la guerra, fuente de la vida de la Nación y de un Estado. La Primera Guerra Mundial, sobre todo en sus primeros meses, significó la aniquilación de las sociedades tradicionales, la recuperación de la idea de comunidad y la suscitación de fervorosos sentimientos nacionales. Implicaba el despertar de un ideal o de un destino que superaba cualquier división de clases, de raza o de intereses. Permitió a la vez la escenificación del ideario nietzscheano, que tanto entusiasmó a los jóvenes europeos dispuestos a dar a la peligrosidad de la vida, que ofreció la guerra, una calurosa bienvenida. Si bien el transcurso de la guerra hubo de desilusionar a muchos y suscitar más de una duda, su espíritu podía sobrevivir en la comunidad de trincheras, en la que la camaradería vivida constituyó un recuerdo duradero, sobre todo en el momento del retorno de los veteranos que no hallaron su sitio en los nuevos regímenes políticos.
Contando con el apoyo de intelectuales como Werner Sombart, Thomas Mann, Ernst Jünger u Oswald Spengler, la Primera Guerra Mundial trajo consigo, además, una politización de la ya arraigada contraposición entre la Kultur,genuinamente alemana, y la Zioilisationextranjera, facilitando la aversión contra lo foráneo, en especial contra la tradición liberal-democrática de las potencias aliadas. Según el profesor Pedro C. González Cuevas, durante la Gran Guerra y, sobre todo, después de ella, se gestó un nuevo nacionalismo conservador radical, heredero en su perspectiva ideológica de la crítica finisecular a la Ilustración, y que, además, encontró una nueva fuente de legitimación en la experiencia vivida en las trincheras.
Tras la “catástrofe” producida en una Europa desmoralizada y deshumanizada por el desencadenamiento de las “tempestades de acero” (Jünger) y el abatimiento que provoca la observación de un “mundo en ruinas” (Evola), Ortega y Gasset —no debemos olvidar que Ortega formaba parte de la generación europea de 1914— pertenecía ya, según sus propias palabras, a una “generación de combate”, cuyo bautismo de fuego acentuó “el deseo de crear nuevos valores y de reemplazar aquellos que estaban desvaneciéndose”, un sentimiento común y generalizado de los jóvenes europeos que había hecho suyo el lema nietzscheano de la “transvaloración de los valores”. En definitiva, Europa se encontraba ante el denominado, por Dominique Venner, “siglo de 1914”.
Sabine Ribka, en su estudio sobre la Revolución Conservadora alemana, hace una descripción magistral de los efectos de la Gran Guerra como acción profiláctica de higienización de la sociedad, y como proceso de selección natural, en el pensamiento del filósofo español. Según Ribka, Ortega vislumbraba en la Gran Guerra el derrumbe de todo un mundo, por cuyas venas ya no fluía ni una gota de vitalidad, anunciando los horizontes incendiarios de una nueva Atlántida que emergía de las aguas. Todo lo viejo e inerte se hunde en las trincheras, “y queda sólo en pie lo que es puro, lo que es joven, lo que es posible”. Como ningún otro intelectual español, Ortega conectaba con el sentir de los jóvenes europeos que se sentían destinados a la regeneración cultural y política. El cosmopolitismo intelectual que reclamó posteriormente daba buena prueba de la misión generacional que le unía con sus coetáneos europeos, bautizados en el fuego de la Gran Guerra, que repercutía sobremanera en sus respectivas escalas de valores, en las que lo instintivo y lo espontáneo, la aventura y la heroicidad viril, la emoción y la proximidad a fuerzas cósmicas, completamente ajenas a la frialdad del intelecto, adquirían un lugar preeminente.
Y si únicamente “la emoción y el pensamiento” son susceptibles de atisbar la esencia de la guerra, Ortega habría podido ver en el mundo de luchas de las tempestades de acero de Ernst Jünger, en aquella extraña mezcolanza de embriaguez y frialdad, de exaltada bravura y sobria planificación, una visión más apropiada de la realidad de la guerra.
La atracción que ejercía el fenómeno bélico sobre Ortega no se limitaba únicamente a su ingente potencial renovador o destructor de lo arcaico; hay que resaltar también la impresión que le había dejado el inusitado fervor nacional que provocó el estallido de la contienda en los países beligerantes. “El primer efecto de la guerra —escribe Ortega— fue aquí, como en todas partes, un despertar del instinto nacional (cosa muy diferente del nacionalismo). Pudieron llamarnos a una obra común y entusiasta en que transitoriamente convivieran fundidos todos los españoles, harto separados de ordinario por eso que denominan ideas políticas. El momento ha sido y es el más favorable: donde quiera que miremos por encima de las fronteras topamos con ejemplos de heroísmo y de sacrificio”. En la Primera Guerra Mundial Ortega había visto realizado su ideal de nacionalización, y no es sorprendente que al dibujar su visión de la nación en España invertebrada presentara a la guerra como una fuerza espiritual, estructuradora y jerarquizadora, tan necesaria para la organización de la nación como lo eran aquellas empresas que dotarían a la convivencia social de un sentido comunitario, por encima de particularismos y de compartimentos estancos.
La imagen de las trincheras, que comenzaba a entrelazarse en sus meditaciones, indica la envergadura que había tenido la Gran Guerra en la trayectoria ideológica de Ortega, que, fiel a su optimismo, tendía a adoptar un gesto de entusiasmo, sin por ello dejar de confesar la desconfianza que le suscitaba aquel “heroísmo triste”, al tiempo que denunciaba la crueldad de lo acaecido en los frentes y criticaba la exaltación patriotera. Y con ese gesto de entusiasmo saludó al guerrero-trabajador de Jünger, nuevo protagonista sociopolítico forjado en los campos de batalla, que simbolizaba la fusión de los principios del trabajo y de la nación: el trabajador personificaba el abnegado compromiso con la comunidad y el guerrero la ejemplaridad de una élite que lideraría los procesos de transformación de las naciones europeas.
Si consideramos, finalmente, que la Primera Guerra Mundial había anunciado un nuevo porvenir, tan distinto al siglo XIX, racionalista y progresista por excelencia, no resulta sorprendente ver cómo Ortega y Gasset se alistó de facto bajo la bandera del movimiento denominado, por Armin Mohler, como Revolución Conservadora. Göran Rollnert Liern calificaba a Ortega de “revolucionario conservador, en la línea de Sombart y Weber”. ¿Qué otra cosa, si no, hubiera podido ser en su época?
Fuente: El Manifiesto
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