por NARCISO PERALES HERRERO
Se ha dicho que la historia se divide en edades clásicas y edades medias. Las edades medias son períodos de ascenso, de iniciación de un ciclo histórico cultural. Se caracteriza por la tendencia a la unidad. Las edades clásicas discurren en la unidad, en el disfrute de los bienes de civilización y cultura creados en las edades medias, después declinan en la disgregación paulatina. Las edades clásicas acaban por afeminación, por consunción de los pueblos que alcanzaron el cénit en su curso. Los pueblos debilitados terminan, de ordinario, derrotados por otros pueblos, después de lo cual empieza una nueva edad media.
«Hay dos tesis» —decía José Antonio— «la catastrófica, que ve la invasión como inevitable y da por perdido lo caduco y lo bueno; la que sólo confía en que tras la catástrofe empiece a germinar una nueva edad media, y la tesis nuestra, que aspira a tender un puente sobre la invasión de los bárbaros; a asumir, sin catástrofe intermedia, cuando la nueva edad hubiera de tener de fecundo y a salvar, de la edad que vivimos, todos los valores espirituales de la civilización». He aquí nuestra tesis. Tesis a la que no hemos renunciado, porque nos negamos a aceptar la otra alternativa. Pero tesis de difícil triunfo. Tesis que costó a José Antonio, primero la sorda persecución de las derechas, después la vida que le arrebataron, frente al paredón de la cárcel de Alicante; más tarde la deformación sistemática de su doctrina, obra de derechas y de izquierdas e incluso de viejos amigos infieles; finalmente el olvido, la «negación por la acción» de los que quieren ignorarle. Tesis que costó a España la muerte de sus mejores hijos.
Pero también tesis justa, exacta, que no ha sido derrotada, ni puede ser sustituida más que por el triunfo del «fatalismo de la historia».
Bastaría desmontar el capitalismo y dar cauce al deseo de justicia que Dios puso en el alma del hombre universal, para hacer imposible el comunismo y fundar una sociedad más justa, más humana, más sólida, pero ¿será esto posible por la persuasión? ¿Quién persuadirá a los dominadores que tienen sus bocas llenas de palabras buenas, pero dentro de sus cráneos máquinas calculadoras? ¿Quién les convencerá que deben renunciar a la ganancia para salvar los valores del espíritu, que no podrían contabilizar nunca? ¿Qué razones valdrán para hacerles descender buenamente de sus altos sitiales y mezclarse en la tierra con el común de las gentes?
Existen espíritus timoratos que creen en la maldad esencial de todo cambio profundo. Durante cuatro siglos el mundo ha venido cambiando, a veces bruscamente, de ordinario paulatinamente. Desde Lutero el cambio ha ido de la negación de la unidad metafísica, de la unidad de Dios hasta la negación de Dios y la programación práctica y teórica, de la unidad exclusiva en la materia que es la disgregación, la decadencia. Ahora un cambio profundo, radical, auténticamente revolucionario, es absolutamente preciso. Pero este cambio no puede suponer un paso atrás en lo transitorio, en aquello que por su naturaleza evoluciona, fluye transformándose. Al contrario en lo transitorio urge rectificar sobre la marcha, quemar las etapas peligrosas y llegar a un punto en que otras generaciones puedan reanudar el paso sosegado. El cambio brusco, profundo, que deseamos, consiste puramente en el establecimiento de los eternos conceptos del ser y la verdad. Si restablecemos esos conceptos, objeto de la inteligencia, toda creación de ésta —lo transitorio, lo variable—, irá dirigida a su conocimiento y servicio y, por tanto, hacia la perfección, cumpliéndose el mandamiento Divino: «Ser perfectos como Nuestro Padre Celestial es perfecto».
LA SOCIEDAD COMO ENTIDAD PERFECTIBLE
La organización de la sociedad, su estructura administrativa, su régimen económico, leyes y sus instituciones, deben dirigirse así, como todas las actividades humanas, hacia la perfección, aunque no la alcancen nunca; variando según el grado de civilización y de cultura, De acuerdo con el progreso científico y el desarrollo técnico que abren nuevas posibilidades de avance para la humanidad.
La mezcla de los valores eternos con una determinada organización económico-social, tanto para la defensa como para el ataque de algunas de sus partes se produjo como una necesidad táctica de las grandes fuerzas que se oponen en el mundo. Un auténtico movimiento revolucionario que pretenda vencer a las dos, debe rechazar enérgicamente dicha interesada identificación. La mezcla de la tesis filosófica materialista más coherente y completa que haya existido nunca, con el eterno ideal humano de justicia —extraño a su esencia— para su aprovechamiento como «idea motora», debe ser igualmente denunciada como una grosera superchería.
La ideología más elevada de la humanidad para su propio perfeccionamiento es la que se deriva del concepto de la hermandad entre los hombres, se inspira en Dios y se dirige a Dios, como principio y fin de todo lo creado. La actuación del hombre a la luz de este concepto sólo puede ser para el hombre una actuación redentora. La revolución necesaria debe ser, ante todo, una revolución moral. Debe comenzar por la reconstrucción del hombre por su educación religiosa y moral; pero también por la subversión de las condiciones en que se desenvuelve.
LA ACCIÓN REVOLUCIONARIA
Crear las condiciones sociales precisas para que la hermandad humana sea una realidad con poco esfuerzo, será una acción revolucionaria porque supone la necesaria destrucción de las condiciones actuales que impulsan a la lucha de unos contra otros, al engaño reciproco, a la explotación de los débiles y a la reacción egoísta de todos. Sustituir unas condiciones que hacen que el sentimiento de hermandad sea una rara virtud, y en muchas ocasiones, heroísmo, por otras en las que este sentimiento fluya esporádicamente en la mayoría, será cristianizar la sociedad, convertirla, y será también disminuir las tentaciones, ayudar a la salvación del hombre.
Porque no es cierto que al hombre lo hagan «las relaciones de la producción», ni siquiera el ambiente circundante; pero sí lo es que éste influye en el desarrollo de las posibilidades que cada hombre trae al nacer. Que es más fácil la práctica de la virtud con cierto bienestar material y más difícil si este bienestar se convierte en la abundancia o la escasez extrema de medios materiales. Y también lo es que resulta más fácil pecar contra la caridad cuando el pecado es celebrado como muestra de ingenio y su resultado es la obtención de beneficios, que cuando supone la comisión de un delito y su consecuencia es la sanción de la sociedad.
Un movimiento revolucionario purificador, capaz de superar los antagonismos actuales —y no estamos enunciando el programa de un partido político, ni unos puntos de vista originales, sino intuiciones populares que están en el ambiente y compartimos— debe romper las fatalidades que pesan sobre los pueblos, desarrollando cierto número de principios y decisiones válidos para cualquier país civilizado con las naturales modificaciones y diferencias accidentales que aconsejen las circunstancias nacionales.
LA DIGNIDAD Y LA LIBERTAD
La dignidad y la libertad del hombre dotado de un alma inmortal, ser racional, capaz de comprender las cosas, de tener conciencia de sí mismo y de actuar libremente, por encima de un ciego determinado físico o económico y de los impulsos instintivos; sujeto, moralmente, por la Ley del Creador, que debe libremente aceptar —porque Dios quiere la sumisión voluntaria y la premia, ya en la tierra con la plenitud humana— y por las exigencias racionales que plantea el ejercicio de la libertad de los demás. En ningún caso debe ser considerado ilícito que la sociedad civil —el Estado— atente a la dignidad de la persona, y, sólo para garantizar la libertad de cada uno y la permanencia de la supremacía del Bien común, le será lícita la regulación de las deliberaciones públicas.
LA PATRIA
La definición de la Patria como misión, como tarea de una sociedad, que la caracteriza y distingue de otras en el curso de la historia, como unidad de destino en lo universal. La Nación es el soporte físico de la Patria, sus pobladores componen la Comunidad nacional, unidad jurídica, cultural y laboral que exige la estrecha solidaridad de los que la integran en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la desgracia. El elemento fundamental de la Comunidad nacional es la familia, basada en el matrimonio indisoluble. El cuerpo político de la Comunidad Nacional es el Estado, cuyos poderes se derivan de la Comunidad. El servicio de la Comunidad es un honor, y en ningún caso puede constituir un negocio para particulares, sino fuente exclusiva de beneficios para la Comunidad. Los servicios públicos y los seguros deberán ser propiedad de la Comunidad Nacional y deberán ser administrados por el Estado.
EL TRABAJO
La programación del trabajo como instrumento de perfección individual, y como medio de acrecer la dignidad de la persona; pero socialmente como fuente de todos los bienes no gratuitos. Si el trabajo es una obligación individual por mandato Divino, anterior al pecado es también una rigurosa obligación social deducida del concepto de la hermandad de los hombres y de la solidaridad que une a los miembros de la comunidad nacional, puesto que su realización práctica, organizada y eficiente, condicionará el grado de prosperidad de la sociedad. La inhibición del esfuerzo colectivo —la ociosidad— y el aprovechamiento del trabajo ajeno —la explotación del trabajo— deben ser considerados como atentados contra la Comunidad. La primacía del trabajo —expresión directa de la persona humana— debe asegurarse mediante la subordinación del dinero— que es sólo un signo convencional que permite el intercambio de bienes y servicios —y del Capital— que no es más que la acumulación de dinero medio estrictamente material necesario para la producción en nuestro tiempo. Lo que sólo puede lograrse mediante la nacionalización de la Banca y la orientación comunitaria de la política del crédito.
LA PROPIEDAD
Política de la extensión de la propiedad a todos los miembros de la comunidad, difundiendo y extendiendo la propiedad privada de los bienes de uso y consumo, fungibles y durables de la tierra —en los cultivos susceptibles, de explotación individual, familiar y/o cooperativa— y de los instrumentos individuales de trabajo en las labores artesanas, profesiones liberales y cualesquiera otras actividades productivas personales. Sustitución del contrato de trabajo por el de sociedad, que haga posible el acceso real a la propiedad de instrumentos de producción colectivos, y facilite la verdadera cogestión en las empresas pequeñas. Conversión de las grandes empresas industriales, comerciales y agrícolas cooperativas de producción, propiedad de los trabajadores. Abolición de las Sociedades Anónimas y dirección de las inversiones derivadas del ahorro hacia «obligaciones» creadas al efecto por el Estado. Regulación de las actividades económicas por medio de los Sindicatos.
EL ESTADO
Organización popular del Estado, mediante el establecimiento de un, a) poder político comunitario, elegido por los trabajadores de todas clases, miembros activos de la Comunidad, agrupados en municipios, —Cámara de representantes políticos, formada por grupos orientados, según diversas tendencias, dentro de la tesis básica de la Comunidad— y en Sindicatos —Cámara de representantes económicos en las que se coordinen y logren las aspiraciones e intereses de las distintas actividades—, b) poder ejecutivo derivado de las dos Cámaras de representantes y responsables ante ellas; c) movimiento político unido, como instrumento de comunicación entre los ciudadanos y representantes y como medio de colaboración ciudadana con el poder ejecutivo; d) administración general del Estado.
LA UNIDAD
Reconocimiento de la unidad sustancial del género humano y en consecuencia desarrollo de las tendencias a la creación de unidades políticas regionales de la mayor extensión posible, como medio de alcanzar la unidad entre todas las naciones, y al establecimiento de formas de cooperación sinceras y viables entre las naciones desarrolladas y las atrasadas, para extender a estas últimas los bienes de la civilización y la cultura.
LOS MOTORES DE LA HISTORIA
Claro es que no basta disponer de un esquema deducido racionalmente de los eternos principios, para remediar la situación del mundo. Creemos en el valor del espíritu pero no desconocemos el valor material de las fuerzas dominantes. Consecuentemente deberemos preconizar la creación de una fuerza, intransigente, enérgica y ordenada, capaz de vencerlas.
En cualquier momento de la historia, sería posible precisar que la humanidad se divide en personas capaces de entusiasmo y de generosidad, y, por tanto, del sacrificio que exige una empresa política renovadora y personas indolentes y acomodaticias, predispuestas sólo a moverse por intereses inmediatos, que, a lo sumo, podrían simpatizar con la tarea, pero no sacrificarían nada por ella. Este estado anormal de la humanidad se ha agravado en nuestro tiempo como en todos los momentos críticos de desmoralización social. A pesar de esto, a pesar de que el grupo humano en que reside la capacidad de la sociedad para sostener una Idea es más pequeño, es suficiente todavía para realizar grandes proezas o promover grandes catástrofes. Y no es temeridad afirmar que una parte de estos hombres están en los dos bandos opuestos dándoles su verdadera fuerza, como acusadores inconscientes de la falsedad materialista. Ellos, que no sus teorías, son los verdaderos motores del extravío de la historia. Y lo serán mañana, si no son rescatados del error o alguien no les corta su camino.
LO PRIMERO, LA VERDAD
La experiencia demuestra que, cuando aparece en el tablero de la historia la frase brusca o violenta de una revolución, esta se ha producido mucho tiempo antes, secreta o públicamente, en la conciencia de los hombres. Pero desgraciadamente no prueba que la revolución —aún eliminando los errores e injusticias que mancha toda actuación humana— constituya auténtico progreso o un acercamiento a la verdad. En nuestro tiempo, y en todos los países, hay ya muchos hombres que dentro de sí han visto desvelarse las tinieblas y creen llegada la hora, otra vez, de que el espíritu se haga carne ante la atormentada humanidad de hoy trayéndole el sosiego y la esperanza.
Pero para que esto ocurra, será preciso merecerlo. Y el primer quehacer es gritar nuestra verdad —que es la Verdad. Repetirla mil veces cada día. En todo lugar y por todos los medios. Propagarla hacia los cuatro puntos cardinales. Prender nuestro fervor en las almas capaces de fervor. Atraer la ayuda militante de las personalidades vigorosas. Y traer también las simpatías de los que no saben dar más. Convencer a todos de la rigurosa exactitud de nuestro empeño. Entonces —¡Dios nos conceda el tiempo!— una fuerza nueva surgirá. La fuerza del espíritu unida de nuevo a la materia dominada. Y la victoria será segura en el combate.
Revista Juanpérez, núm. 24, 10 Abril 1965
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