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mardi, 24 avril 2012

Mesianismo tecnológico. Ilusiones y desencanto.

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Mesianismo tecnológico. Ilusiones y desencanto.

Por Horacio Cagni*

Ex: http://disenso.org

Las contradicciones del progreso, y particularmente la tremenda experiencia de las guerras del S. XX, pusieron sobre el tapete los alcances de la ciencia y la técnica, obligando a pensadores de todo origen y procedencia a interrogarse angustiosamente sobre el destino de nuestra civilización.

Al analizar aspectos emblemáticos como los gulags soviéticos, el genocidio armenio por los otomanos, o el Holocausto –el exterminio de judíos por el nazismo en la Segunda Guerra Mundial– así como las consecuencias del eufemísticamente llamado bombardeo estratégico angloamericano –que, tanto en dicho conflicto como en otros posteriores, era simple terrorismo aéreo–, se puede concluir que estas masacres en serie son consecuencia de la planificación y organización propias de las industrias de gran escala. La muerte industrial, la objetivación de un grupo social o de un colectivo a destruir, resulta obvio para los estudiosos del Holocausto y del aniquilamiento racial, como para aquellos que se dedicaron a la revisión del aniquilamiento social que realizaron los comunistas con burgueses, reaccionarios o “desviacionistas”.

En dichos casos, la presencia del confinamiento en campos de concentración y de exterminio, los lager y los gulags , resultan imágenes por demás familiares. Menos asiduas son aquellas que corresponden a la destrucción de ciudades y la muerte masiva de población civil, aduciendo tácticas y estrategias de ataque de industrias y centros neurálgicos económicos, administrativos y políticos del enemigo. Si bien nadie duda de la indefensión de los concentrados en los campos de exterminio, sean armenios, judíos o kulacs , resulta cada vez más difícil sostener que las poblaciones de Alemania, Japón, Vietnam, Serbia, Afganistán o Irak sean considerados objetivos militares válidos.

En todos los casos, la distancia que la tecnología pone entre victimarios y víctima asegura la despersonalización de esta última, convertida en simple material a exterminar; los que están hacinados esperando el fin en un campo de concentración ante el administrador de su muerte, como los trasegados civiles que están bajo la mira del bombardero, no son más que simples números sin rostro. La responsabilidad del genocidio se diluye en la inmensa estructura tecnoburocrática, lo que Hanna Arendt llamaba “la banalidad del mal”.

Es útil recordar que, a lo largo de todo el siglo pasado, numerosas voces se alzaron, lúcidamente, para denunciar los límites de la técnica y los peligros del mesianismo tecnológico. La técnica, clave de la modernidad, se constituyó en una religión del progreso, y la máquina resultó igualmente venerada y ensalzada por liberales, comunistas, nazifascistas, reaccionarios y progresistas.

Guerra y técnica. La crítica de Ernst Jünger

Escritor, naturalista, soldado, muerto más que centenario poco antes del 2000, Ernst Jünger ha sido el testigo lúcido y el crítico agudo de una de las épocas más intensas y cataclísmicas de la historia, de ese siglo tan breve, que Eric Hobsbawm sitúa entre el fin de la belle époque en 1914, y la caída del Muro de Berlín y de la utopía comunista, en 1991.

Nunca se insistirá lo suficiente que, para entender a Jünger y las corrientes espirituales de su tiempo, que también es el nuestro, la clave, una vez más, es la Gran Guerra. El primer conflicto mundial fue la gran partera de las revoluciones de este siglo, no sólo en el plano ideológico y político sino en el de las ideas, la ciencia y la técnica. Por primera vez todas las instancias de la vida humana se subsumían y subordinaban al aspecto bélico. Era la consecuencia lógica de la Revolución Industrial, el orgullo de Europa, pero además necesitó de la conjunción con un nuevo fenómeno sociopolítico, que George Mosse definiera con acierto “la nacionalización de las masas”. En todos los países beligerantes, pero sobre todo en Italia y Alemania, culminaba el proceso de coagulación nacional y de exaltación de la comunidad. Países que habían advenido tarde, merced a las vicisitudes históricas, al logro de una unidad interior –como los señalados–, habían encontrado finalmente esa unidad en el frente. En las trincheras se dejaba de lado los dialectos, para mandar y obedecer en la lengua nacional; en el barro y bajo el alud de fuego se vivía y se moría de forma absolutamente igualitaria.

Abrumados ante tamaño desastre, esos hombres “civilizados” se encontraron con que su única arma y esperanza era la voluntad, y su único mundo los camaradas del frente. Atrás habían quedado los orgullosos ideales de la Ilustración. El juego de la vida en buenas formas y la retórica folletinesca-parisina quedaban enterrados en el lodo de Verdún y de Galizia, en las rocas del Carso y las frías aguas del Mar del Norte.

La catástrofe no sólo significó el hundimiento del positivismo sino que demostró hasta qué punto había avanzado la técnica en su desmesurado desarrollo, y hasta qué grado el ser humano estaba sometido a ella. Soldados y máquinas de guerra eran una misma cosa, juntamente con sus Estados Mayores y la cadena de producción bélica. Ya no existía frente y retaguardia, pues la movilización total se había apoderado del alma del pueblo. Jünger, oficial del ejército del Káiser, llamó Mate - rialschlacht –batalla de material– a esta novedosa especie de combate. En las operaciones bélicas, todo devenía material, incluso el individuo, quien no podía escapar de la operación conjunta de hombres y máquinas que nunca llegaba a entender.

Cuando se leen las obras de Jünger sobre la Gran Guerra –editadas por Tusquets–, como Tempestades de Acero o El bosquecillo 125, el relato de las acciones bélicas se vuelve monótono y abrumador, como debe haber sido la vida cotidiana en el frente, suspendida en el riesgo, que insensibiliza a fuerza de mortificación. En La guerra como experiencia interna, Jünger acepta la guerra como un hecho inevitable de la existencia, pues existe en todas las facetas del quehacer humano: la humanidad nunca hizo otra cosa que combatir. La única diferencia estriba en la presencia omnímoda y despersonalizante de la técnica, pero siempre somos más fuertes o más débiles.

La literatura creada por la Gran Guerra es numerosa, y a veces magnífica. A partir de El Fuego de Henri Barbusse, que fue la primera, una serie de obras contaron el dolor y el sacrificio, como la satírica El Lodo de Flandes, de Max Deauville, Guerra y Postguerra de Ludwig Renn, Camino del Sacrificio de Fritz von Unruh, y las reconocidas Sin Novedad en el Frente, de Erich Remarque y Cuatro de Infantería, de Ernst Johannsen, que dieron lugar a sendos filmes. En todas estas obras –traducidas al español en su momento y editadas por Claridad– campea la sensación de impotencia del hombre frente a la técnica desencadenada. Pero, más allá de su excelencia literaria, todas se agotan en la crítica de la guerra y el sentido deseo de que nunca vuelva a repetirse la tragedia.

Jünger fue mucho más lejos; comprendió que este conflicto había destruido las barreras burguesas que enseñaban la existencia como búsqueda del éxito material y observación de la moral social. A h o r a afloraban las fuerzas más profundas de la vida y la realidad, lo que él denominaba “elementales”, fuerzas que a través de la movilización total se convertían en parte activa de la nueva sociedad, formada por hombres duros y jóvenes, una generación abismalmente diferente de la anterior.

El nuevo hombre se basaba en un “ideal nuevo”; su estilo era la totalidad y su libertad la de subsumirse, de acuerdo a la categoría de la función, en una comunidad en la cual mandar y obedecer, trabajar y combatir. El individuo se subsume y tiene sentido en un Estado total. Individuo y totalidad se conjugan sin trauma alguno merced a la técnica, y su arquetipo será el trabajador, símbolo donde el elemental vive y, a la vez, es fuerza movilizadora. Si bien el ejemplo es el obrero industrial, todos son trabajadores por encima de diferencias de clase. El tipo humano es el trabajador, sea ingeniero, capataz, obrero, ya se encuentre en la fábrica, la oficina, el café o el estadio.

Opuesto al “hombre económico” –alma del capitalismo y del marxismo por igual–, surgía el “hombre heroico”, permanentemente movilizado, ya en la producción, ya en la guerra. Esta distinción entre hombre económico y hombre heroico la había esbozado tempranamente el joven Peter Drucker en su libro The end of the economic man, d e 1939, haciendo alusión al fascismo y al nacionalsocialismo, que irrumpían en la historia de la mano de “artistas de la política”, que habían vislumbrado la misión redentora y salvífica de unidad nacional en las trincheras donde habían combatido.

El trabajador es “persona absoluta”, con una misión propia. Consecuencia de la era tecnomaquinista, es pertenencia e identidad con el trabajo y la comunidad orgánica a la cual pertenece y sirve, señala Jünger en su libro Der Arbeiter, uno de sus mayores ensayos, escrito en 1931. Lo más importante de esta obra es la consideración del trabajador como superación de la burguesía y del marxismo: Marx entendió parcialmente al trabajador, pues el trabajo no se somete a la economía. Si Marx creía que el trabajador debía convertirse en artista, Jünger sostiene que el artista se metamorfosea en trabajador, pues toda voluntad de poder se expresa en el trabajo, cuya figura es dicho trabajador.

En cuanto al meollo del pensamiento burgués, éste reniega de toda desmesura, intentando explicar todo fenómeno de la realidad desde un punto de vista lógico y racional. Este culto racionalista desprecia lo elemental como irracional, terminando por pretender un vaciamiento de

sentido de la existencia misma, erigiendo una religión del progreso, donde el objetivo es consumir, asegurándose una sociedad pacífica y sin sobresaltos. Para Jünger esto conduce al más venenoso y angustiante aburrimiento existencial, un estado espiritual de asfixia y muerte progresiva. Sólo un “corazón aventurado”, capaz de dominar la técnica asumiéndola plenamente y dándole un sentido heroico, puede tomar la vida por asalto y, de este modo, asegurar al ser humano no simplemente existir sino ser realmente .

Otros críticos del tecnomaquinismo

A principios de los años treinta, aparecieron en Europa, sobre todo en Alemania, una serie de escritores cuyas obras se referían a la relación del hombre con la técnica, donde la voluntad como eje de la vida resulta una constante. Así ocurre en El Hombre y la Técnica, de Oswald Spengler (Austral) –quien sigue las premisas nietzscheanas de la “voluntad de poder”–, La filosofía de la Técnica de Hans Freyer, Perfección y fracaso de la técnica de Friedrich Georg Jünger –hermano de Ernst– y los seminarios del filósofo Martín Heidegger, todos contemporáneos del mencionado El Trabajador. (El libro de su hermano Friedrich fue editado inmediatamente después de la 2° Guerra, pero había sido escrito muchos años antes y por las vicisitudes del conflicto no había podido salir a luz; existe versión castellana de Sur). Pero estos interrogantes no eran privativos del mundo germánico, pues no debemos olvidar a los futuristas italianos liderados por Filippo Marinetti, ni al Luigi Pirandello de Manivelas, a los escritos del francés Pierrre Drieu La Rochelle –como La Comédie de Charleroi– y a la película Tiempos Modernos, de Charles Chaplin.

El autor de El Principito, el notable escritor y aviador francés Antoine de Saint Exupéry, también hace diversas reflexiones sobre la técnica. En su libro Piloto de Guerra (Emecé) hay una página significativa, cuando señala que, en plena batalla de Francia en 1940, en una granja solariega, un anciano árbol “bajo cuya sombra se sucedieron amores, romances y tertulias de generaciones sucesivas” obstaculiza el campo de tiro “de un teniente artillero alemán de veintiséis años”, quien termina por suprimirlo. Reacio a emplear su avión como máquina asesina, St. Ex, como le llamaban, desapareció en vuelo de reconocimiento en 1944, sin que se hayan encontrado sus restos. Su última carta decía: “si regreso ¿qué le puedo decir a los hombres?”

También el destacado jurista y politólogo Carl Schmitt se planteó la cuestión de la técnica. Tempranamente, en su clásico ensayo El concepto de lo político –de múltiples ediciones–, afirma que la técnica no esuna fuerza para neutralizar conflictos sino un aspecto imprescindible de la guerra y del dominio. “La difusión de la técnica –señala– es indetenible”, y “el espíritu del tecnicismo es quizás maligno y diabólico, pero no para ser quitado de en medio como mecanicista, es la fe en el poder y el dominio ilimitado del hombre sobre la naturaleza”. La realidad, precisamente, demostraba los efectos del mesianismo tecnológico, tanto en la explotación de la naturaleza, como en el conflicto entre los hombres. En un corolario a la obra antedicha, Schmitt define como p roceso de neutralización de la cultura a esta suerte de religión del tecnicismo, capaz de creer que, gracias a la técnica, se conseguirá la neutralidad absoluta, la tan deseada paz universal. “Pero la técnica es ciega en términos culturales, sirve por igual a la libertad y al despotismo... puede aumentar la paz o la guerra, está dispuesta a ambas cosas en igual medida”.

Lo que ocurre, según Schmitt, es que la nueva situación creada por la Gran Guerra ha dejado paso a un culto de la acción viril y la voluntad absolutamente contraria al romanticismo del ochocientos, que había creado, con su apoliticismo y pasividad, un parlamentarismo deliberativo y retórico, arquetipo de una sociedad carente de formas estéticas. Es innegable la influencia de los escritos de posguerra de Jünger –la guerra forjadora de una “estética del horror”– en la enjundiosa mente de Schmitt. Pero a esa desesperada búsqueda de una comunidad de voluntad y belleza, capaz de conjurar al Golem tecnológico mediante una barbarie heroica, no escapaba prácticamente nadie en aquellos tiempos. Hoy es fácil mirar hacia atrás y señalar a tantos pensadores de calidad como “enterradores de la democracia de Weimar” y “preparadores del camino del nazismo”. Esta mirada superficial sobre un período histórico tan intenso y complejo se impuso al calor de las pasiones, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial y, luego, más aún desde que el periodismo se apoderó progresivamente de la historia y la ciencia política. La realidad es siempre más profunda.

En aquellos años de Weimar, los alemanes en su mayoría sentían la frustración de 1918 y las consecuencias de Versalles; los jóvenes buscaban con ahínco encarnar una generación distinta, edificar una sociedad nueva que reconstruyera la patria que amaban con desesperación. Fue una época de increíble florecimiento en la literatura, las artes y las ciencias, y obviamente, esto se trasladó al campo político. Por entonces, Moeller van der Bruck, Spengler y Jünger –malgrado sus diferencias– se transformaron en educadores de esa juventud, a través de escritos y conferencias. La estética völkisch, popular, que era anterior al nacionalsocialismo, teñía todos los aspectos de la vida cotidiana. La mayoría de los pensadores abjuraban del débil parlamentarismo de la República surgida de la derrota, y en el corazón del pueblo, la Constitución de Weimar estaba condenada. ¿Acaso no había sido un éxito editorial El estilo prusiano, de Moeller van der Bruck, que proponía una educación por la belleza? ¿Y Heidegger? En su alocución del solsticio de 1933 dirá: “los días declinan/nuestro ánimo crece/llama, brilla/corazones, enciéndanse”

Lo interesante es que todos coincidían. El católico Schmitt, cuando en su análisis Caída del Segundo Imperio sostenía que la principal razón estribaba en la victoria del burgués sobre el soldado; neoconservadores como August Winning, que distinguía entre comunidad de trabajo y proletariado, y como Spengler con su “prusianismo socialista”; el erudito Werner Sombart y su oposición entre “héroes y mercaderes”, y, además, los denominados nacionalbolcheviques. El más conspicuo de los intelectuales nacionalbolcheviques, Ernst Niekisch, había conocido a Jünger en 1927; a partir de allí elaborará también una reflexión sobre la técnica. Su breve ensayo La técnica, devoradora de hombre s es uno de los análisis más lúcidos del mesianismo tecnológico, y una de las mayores críticas de la incapacidad del marxismo para comprender que la técnica era una cuestión que escapaba al determinismo economicista y a las diferencias de clase. También es de Niekisch uno de los mejores comentarios de El Trabajador de Jünger, obra de la cual tenía un gran concepto. Todos ellos intentaron dotar a la técnica de un rostro brutal, pero aún humano, demasiado humano, único hallazgo del mundo, como sostuvo Nietzsche.

Por supuesto, todas estas energías fueron aprovechadas por los políticos, que no pensaban ni escribían tanto, pero podían franquear las barreras que los intelectuales no se atrevían a traspasar. Estos nuevos políticos poseían esa nueva filosofía: ya no procedían de cuadros ni

eran profesionales de la política sino “artistas del poder”, como decía Drucker. Lenin abrió el camino, pero hombres como Mussolini y Hitler, y muchos de sus secuaces, eran arquetipos de esta nueva clase. Provenían de las trincheras del frente, eran conductores de un movimiento de

jóvenes, tenían una gran ambición, despreciaban al burgués, si bien confundían sus ideas de salvación nacional con el lastre ochocentista de diversos prejuicios.

El fin de una ilusión

Schmitt coincidía con Jünger en su desprecio del mundo burgués. En la concepción jüngeriana, tan importante era el amigo como el enemigo: ambos son referentes de la propia existencia y le otorgan sentido. El postulado significativo de la teorética schmittiana será la específica distinción de lo político: la distinción entre amigo y enemigo. El concepto de enemigo no es aquí metafórico sino existencial y concreto, pues el único enemigo es el enemigo público, el hostis. Preocupado de la ausencia de unidad interior de su país luego de la debacle de 1918, vislumbrando en política interior el costo de la debilidad del Estado liberal burgués, y en política exterior las falencias del sistema internacional de posguerra, Schmitt, al principio, se comprometió profundamente con el nacionalsocialismo. Llegó a ser uno de los principales juristas del régimen. Creía encontrar en él la posibilidad de realización del decisionismo, la encarnación de una acción política independiente de postulados normativos.

Jünger, atento a lo que denominaba “la segunda conciencia más lúcida y fría” –la posibilidad de verse a sí mismo actuando en situaciones específicas– fue más cuidadoso, y se distanció progresivamente de los nacionalsocialistas. Sin duda, su costado conservador había vislumbrado los excesos del plebeyismo nazifascista y su fuerza niveladora. También Schmitt comenzó a ver cómo elementos mediocres e indeseables se entroncaban en el régimen y adquirían cada vez más poder. Heidegger, al principio tan entusiasta, se había alejado del régimen al poco tiempo. Spengler murió en 1936, pero los había criticado desde el inicio.

No obstante, había diferencias de fondo. Spengler, Schmitt y Jünger creían que un Estado fuerte necesitaba de una técnica poderosa, pues el primado de la política podía reconciliar técnica y sociedad, soldando el antagonismo creado por las lacras de la revolución industrial y tecnomaquinista. Eran antimarxistas, antiliberales y antiburgueses, pero no antitecnológicos, como sí lo era Heidegger; éste se había retirado al bosque a rumiar su reflexión sobre la técnica como obstáculo al “desocultamiento del ser”, que tan magistralmente explicitara mucho después.

Otro aspecto en el cual coincidían Jünger, Schmitt, y también Niekisch, era en su consideración cómo la Rusia stalinista se alineaba con la tendencia tecnológica imperante en el mundo. Al finalizar los treinta, dos naciones aparentaban sobresalir como ejemplo de una voluntad de poder orientada y subsumida en una comunidad de trabajadores, malogrado sus principios y sistemas políticos diferentes: el III Reich y la URSS stalinista (en menor medida también la Italia fascista). Pero, obviamente, sus clases dirigentes no eran permeables a las consideraciones jüngerianas o schmittianas, pues la carcaza ideológica no podía admitir actitudes críticas. AJünger y a Schmitt les ocurrió lo mismo: no fueron considerados suficientemente nacionalsocialistas y comenzaron a ser criticados y atacados. Schmitt se refugió en la teorización –brillante, sin duda– sobre política internacional.

En cuanto a Jünger, su concepción del “trabajador” fue rechazada por los marxistas, acusándola de cortina de humo para tapar la irreductible oposición entre burguesía y proletariado –es decir “fascista”– tanto como por los nazis, quienes no encontraban en ella ni rastros de problemática racial. En su exilio interior, Jünger escribió una de sus novelas más importantes. Los acantilados de mármol; constituye una reflexión profunda, enclave simbólica, sobre la concentración del poder y el mundo de sencadenado de los “elementales”. Mediante una prosa hiperbólica y metafórica, denuncia la falacia de la unión de principios guerreros e idealistas cuando falta una metafísica de base. Por supuesto que esta obra, editada en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, fue considerada, no sin razón, una crítica del totalitarismo hitleriano, pero no se agota allí. El escritor va más lejos, pues se refiere al mundo moderno donde ninguna revolución, por más restauradora que se precise, puede evitar la caída del hombre y sus dones de tradición, sabiduría y grandeza.

Jünger siempre ha sido un escéptico. En La Movilización Total hay un párrafo esclarecedor: “Sin discontinuidad, la abstracción y la crudeza se acentúan en todas las relaciones humanas. El fascismo, el comunismo, el americanismo, el sionismo, los movimientos de emancipación de pueblos de color, son todos saltos en pos del progreso, hasta ayer impensables. El progreso se desnaturaliza para proseguir su propio movimiento elemental, en una espiral hecha de una dialéctica artificial”. Contemporáneamente, Schmitt señalaba: “Bajo la inmensa sugestión de inventos y realizaciones, siempre nuevos y sorprendentes, nace una religión del progreso técnico, que resuelve todos los problemas. La religión de la fe en los milagros se convierte enseguida en religión de los milagros técnicos. Así se presenta el S. XX, como siglo no sólo de la técnica sino de la creencia religiosa en ella”.

Si ambos pensadores creían en un intento de ruptura del ciclo cósmico desencadenado, rápidamente habrán perdido sus esperanzas. Los propios desafiantes del fenómeno mundial de homogeneización –cuyo motor era la técnica originada en el mundo anglosajón de la revolución industrial–, como el nacionalsocialismo y el sovietismo, mal podían llevar adelante este proceso de ruptura cuando constituían parte importante, y en muchos casos la vanguardia, del progreso tecnológico. No hay escapatoria posible para el hombre actual y el principio totalitario, frío, cínico e inevitable que Jünger vislumbró desde sus primeras obras, y que siguió desarrollando hasta su final, será la característica esencial de la sociedad mundialista.

El desenlace de la Segunda Guerra Mundial, con su horror desencadenado, liquidó la posibilidad de entronización del tan mentado “hombre heroico” y consagró el “hombre económico” o “consumista” como arquetipo. Este evidente triunfo de la sociedad fukuyamiana se debió no sólo a la prodigiosa expansión de la economía sino esencialmente, al auge tecnológico y a la democratización de la técnica. Ello no implica, no obstante, que el hombre sea más libre; se cree libre en tanto participa de democracias cuatrimestrales, habitante del shopping y esclavo del televisor y de la computadora, productor y consumidor en una sociedad que ha obrado el milagro de crear el ansia de lo innecesario, la aparente calma en la que vive esconde aspectos ominosos.

La tecnología ha despersonalizado totalmente al ser humano, lo cual se evidencia en la macroeconomía virtual, que esconde una espantosa explotación, desigualdad y miseria, así como en las guerras humanitarias,eufemismo que subsume la tragedia de las guerras interétnicas y seudorreligiosas, vestimenta de la desembozada explotación de los recursos naturales por parte de los poderes mundiales. Desde el FMI hasta la invasión de Irak, el “filisteo moderno del progreso” –Spengler dixit– es, bajo sus múltiples manifestaciones, genio y figura.

En sus últimos tiempos, Jünger estaba harto. Su consejo para el rebelde era hurtarse a la civilización, la urbe y la técnica, refugiándose en la naturaleza. El actual silencio de los jóvenes –sostenía en La Emboscadura , mejor traducida como Tratado del Rebelde– es más significativo aún que el arte. Al derrumbe del Estado-Nación le ha seguido “la presencia de la nada a secas y sin afeites. Pero de este silencio pueden s u rgir nuevas formas”. Siempre el hombre querrá ser diferente, querrá algo distinto. Y, como la calma que precede a la tormenta, todo estado de quietud y todo silencio es engañoso.

* Politólogo especializado en Relaciones Internacionales. Ensayista.

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