En estos días se debate en los foros, en los muros de las redes sociales, en la prensa, en el alma de muchos sobre las distintas actitudes ante la guerra, ¿combatir o no combatir?, ¿la violencia se aplaca con violencia? ¿El amor es la respuesta, la compasión de liberar de la ignorancia? Este es un tema realmente complejo, donde se entremezclan muchos niveles, que pueden fácilmente confundirse y no sé ni como me atrevo a abordarlo, sabiendo que mi ignorancia dejará fuera miles de matices, que muchos lectores añadirán internamente a su lectura, para completar si pudiéramos escribir un texto a varias voces esta aproximación sobre la guerra nuestra de cada día.
Como siempre busco refugio intelectual en las Doctrinas Tradicionales donde uno encuentra posiciones para todos los carismas humanos que pueblan este planeta, como si la luz de la Verdad, pura e incolora por su inafección se convirtiera en un arcoiris al tocar la joya de la madre tierra -que pende como símbolo cósmico privilegiado de la manifestación- y los colores más diversos que surgen de la refracción se hubieran adaptado a distintas geografías, épocas y tipologías de hombres, reflectando la misma luz, pero adaptada, por esa misericordia que tiene la luz de iluminar a todos los seres adecuándose a su forma.
Doctrinas tradicionales cercanas como la del Judaísmo, el Cristianismo y el Islam han contemplado la posibilidad de la guerra en aras de restituir la justicia perdida, la balanza del justo equilibrio, guerras que se regían por reglas estrictas de caballerosidad espiritual, y donde el enemigo era respetado y se luchaba cuerpo a cuerpo, buscando ser honorable y valeroso en la batalla.
La guerra exterior como un simulacro de la guerra interior que todo héroe ha de librar en su corazón por la constante tensión entre lo que aparentamos ser y lo que realmente somos, por la necesidad de superarnos a nosotros mismos venciendo los miedos, los fantasmas, las heridas que nos impiden avanzar y tomar mejor posición ante la vida con el fin de “llegar a ser lo que somos”.
Pronto esa posibilidad degeneró e inundó el mundo de sangre usando el Nombre de Dios en vano, cuando era en nombre de sus intereses mundanos por lo que forzaban la interpretación de Su mensaje. Las doctrinas Abrahámicas son ya propias de un final de un tiempo, de un ciclo en el que el hombre transita desde hace miles de años, tan alejado de las verdades espirituales que vive en una falta total de equilibrio y de paz.
Pero si estas doctrinas son propias de una edad de hierro en que el desequilibrio acentúa la ciclidad vertiginosa entre la paz y la guerra rastreemos en las doctrinas más cercanas a edades más doradas del hombre, donde éste todavía recordaba su filiación con el Origen de todo lo creado -el que da la medida exacta de lo que un ser humano es-, cómo se trataba el tema de la guerra.
Según el Mahābhārata la era de Kali (la era de la riña y la hipocresía) comenzó en la medianoche del duodécimo día de la guerra de Kurukshetra, la noche en que los dos ejércitos se negaron a detenerse al atardecer para orar y siguieron matándose en la oscuridad, hasta el amanecer.
En el Baghavadd Guîtâ, se relata con belleza descomunal el dilema del guerrero Arjuna cuando en el campo de batalla ve al ejercito enemigo formado por sus seres más queridos, muchos de los cuales se han alejado del equilibrio que da el desapego, la renuncia a los infinitos deseos; la templanza; el contento con la sencillez, hija de la Unidad; la generosidad con Dios y por lo tanto con el prójimo, que ha sido creado para gestar comunidad y amor; el discernimiento, y todas las virtudes que permiten vivir la danza de los opuestos sin quemarse, pues el fuego tiene su correspondiente agua para danzar sin incendiar el mundo.
Esos seres alejados de los principios conmueven a Arjuna y en medio del campo de batalla le entra la flaqueza, pues no quiere matar a quienes ama y clama: “¡Oh, Krishna! viendo a mis familiares preparados para la batalla, mis párpados desfallecen y se cierran; y mi boca se seca y queda amarga, temblores recorren mi cuerpo y mi cabello se eriza con horror. La desgracia recaería sobre nosotros, si matamos a estos hombres; aunque sean malos. ¿Qué gozo encontraríamos en su muerte, oh Krishna, liberador de las almas?Como tu discípulo, vengo a Ti en súplica, en Ti busco refugio; por favor, sé la luz que aparte la oscuridad de mi confusión.”
El Señor Krishna, que en este texto inspirado, además de una encarnación divina es también Brahman, la Realidad última, le instruye sobre la guerra, nos instruye sobre la realidad y la ilusión en la que vivimos los hombres dormidos:
“Tanto el que piensa que el alma mata, como el que cree que puede ser muerta, ambos son ignorantes. Ni puede matar ni puede ser muerta.El Espíritu nunca nace y nunca muere: es eterno. Nunca ha nacido, está más allá del tiempo; del que ha pasado y el que ha de venir. No muere cuando el cuerpo muere.
El Espíritu inmortal mora en todos los seres y la muerte no puede afectarlo. Reponte, pues, de tu tristeza. Por esto, piensa en tu deber y no dudes. No hay mayor honor para un guerrero que participar en una lucha por el restablecimiento de la virtud. Y no luchar por la justicia es traicionar tu deber y tu honor; es despreciar la virtud.”
Quizá es esta una de las claves principales para abordar esa pregunta que anda en el corazón de muchos ¿debemos de combatir a esas bestias asesinas que surgen de la ignorancia de lo que somos, pontífices entre la Tierra y el Cielo?, ¿combatir ese terrorismo tanto de estado como de facciones de personas profundamente desequilibradas que vehiculan el mal con mayúsculas?
Krishna dice que no luchar por la justicia es traicionar nuestro deber, y quizá ese idealismo de que el conflicto en ciernes que occidente ha ayudado a cocinar en los fogones de este tramo de historia, se resolverá con oraciones, cuando además sólo una parte muy reducida de la población está capacitada para orar ofreciendo al mismo tiempo el sacrificio del ego que la oración demanda, para irrumpir ésta con su sobrenaturaleza en la naturaleza tiene que dejar paso a una posición más ponderada, la de nuestra realidad de almas tibias y adocenadas por la confortabilidad incapaces de convocar el milagro que necesitamos.
Y quizá esto nos obligue a reconocer que no somos Brahmanes, sacerdotes con capacidad de intermediar entre el cielo y la tierra y que quizá, si algo queda, es nuestra capacidad de acción y, quizá, de lucha recordando las enseñanzas del Señor Krishna de que ni quien mata ni es matado son reales, sino una representación relativamente real de un drama cósmico que se nos escapa y que no puede no acontecer. Y que ya está aconteciendo.
Pues el hombre separado, sin unidad activa la dualidad, el árbol del bien y el mal y la alternancia entre la paz y la guerra se convierte en el reflejo extremo de la danza en la que el universo manifestado reescribe en cada instante su equilibrio.
La economía de lo divino se nos escapa, una no deja de sorprenderse cuando lee las visiones insólitas de Sor Consolata en la que Jesús le dice que la Segunda Guerra Mundial no la han creado los gobiernos sino que es una posibilidad divina que permite la salvación por la heroicidad que inspira la guerra ante la constatación de que la muerte puede acontecer en el siguiente segundo; y que esa guerra salvó para el “Tiempo Real”, que es el de la eternidad, a millones de jóvenes que inoculados del veneno de la tibieza por la decadencia de sus sociedades, culturas y religiones despreciaban la preciosa y frágil vida, acumulando en un gesto de heroísmo y de grandeza todos los méritos necesarios para salirse incluso del samsara, al dar la vida por los amigos, que es el máximo acto de amor que un ser humano puede hacer sobre la tierra.
La paz es inconcebible sin la guerra, y lo contrario también es cierto. La guerra siempre seguirá siendo una posibilidad, porque nunca se podrá eliminar aquello que la provoca, a saber, la diversidad virtualmente antagonista de las aspiraciones y valores, intereses y proyectos de hombres no realizados en la Unidad, en la hermandad, por tanto, con todos los humanos y por ende con todos los seres que habitan la tierra, todos los reinos a los que también estamos diezmando por esa ignorancia.
Es como si la textura del propio universo se tejiese a golpe de ying y yan y a medida que avanza el tiempo los ciclos traen, como en nuestra propia vida, procesos de nacimiento, madurez, enfermedades, que nos obligan a combatir el mal, el envejecer y finalmente el morir. Este ciclo viejo está llegando a su muerte, de nosotros depende como combatimos su achaques, sus dolencias, sus enfermedades y sus pestilencias.
Ojalá que el amor incendiase los corazones de la gente de esta época y diésemos a parir un nuevo ciclo de posibilidad, de renacimiento, de la mano de menos sufrimiento; que pudiésemos anular nuestros egos fusionándonos en la Unidad Principial en vez de esta inversión en la que la disolución está siendo en el Caos.
Pero no podemos dejar de observar que el horror que estamos viendo ha salido de las cloacas de almas, que como diría de nuevo Krishna pertenecen al hombre de naturaleza demoníaca, “que careciendo de principios, ignora qué es lo que se debe hacer y qué es lo que no se debe hacer; su corazón está empocilgado con todo tipo de impurezas, su conducta es irreverente y miente sin reparo./ Acuciados por cientos de deseos y vanas esperanzas, se esfuerzan denodadamente por acumular riquezas y bienes.
Viven con el único propósito de satisfacer sus deseos egoístas, siendo el odio y la lujuria su único refugio./ Violentos, iracundos, lascivos y sumidos ya en la más insolente arrogancia, estos hombres malvados llegan a odiarme: Me odian en ellos mismos y en otros igualmente. / Estos seres malvados, crueles y llenos de odio, son los hombres en el estado más bajo. En el inacabable ciclo de las reencarnaciones, inexorablemente Yo condeno a estos hombres a la destrucción./
El problema principal que esta naturaleza demoníaca no solo lo representan los grupos terroristas que occidente pretende combatir, sino que son las oligarquías financieras que manejan los gobiernos de occidente las que son demoníacas en sí mismas, por lo que el el campo de batalla no está alienado como en las guerras del Baghavadd Guîtâ. El Bien en un lado, el mal en el otro. El mal está en todos los frentes.
Todo es demasiado confuso, pero si a alguno nos tocase finalmente combatir en un escenario de guerra externa, en la interna es contínuo el combate, quizá todo esto debería de matizarse con un recuerdo sobre cuál es la actitud de un guerrero del espíritu en un campo de batalla, sea interior, sea exterior: “Permanece en paz, tanto en el placer como en el dolor; en la victoria, tanto como en la derrota; tanto si ganas como si pierdes. Prepárate para la guerra con tu alma tranquila; si estás en paz, no hay pecado. Más allá del poder del fuego, de la espada, del agua y del viento, el Espíritu es eterno, inmutable, omnipresente, inamovible, y siempre uno.” Krishna.
Y quizá un último abordaje de ese recuerdo de como se lucha en las batallas de la vida podríamos hacerlo desde el concepto coránico de yihad tan mal entendido. El yihad vehicula principalmente la idea de esfuerzo y expansión en el camino de Dios.
Según los sufíes, que expresan la dimensión más espiritual del Islam, se traduce como aquel esfuerzo que se realiza en el alma de cada hombre contra la ilusión de un yo separado de lo único real, que en su individuación, en su vestirse este cuerpo nuestro de cada día va construyendo a medida que surge la idea de un yo, sistemas defensivos y/o agresivos por la indefensión que siente ante la rotundidad de la existencia, que juega con miles de escenas y escenarios cambiantes que se suceden en un aparente falta de coherencia interna, falta de sentido abrumador.
Toda esa maya, ese galimatías experiencial fortalece la idea de un yo separado y abrumado que va encerrando en la caverna del olvido al único órgano que puede iluminarle su ceguera: el corazón, primer escalón de la escalera de Jacob que sube hasta el cielo de la Pureza, de la Verdad del Padre, del Amor de la Madre, si se me permite expresarlo así.
En ese olvido que le atemoriza el hombre intenta llenar su vacío con el cumplimiento de una infinidad de deseos que le llevaran a entrar en guerra con el otro yo que también desea, a veces lo mismo, la misma esposa, el mismo reino…. Y se pierde finalmente en el laberinto de la multiciplicad sin centro, careciendo de la firme determinación necesaria para hacerse uno con el Uno.
La polisemia de la palabra yihad, comprende otros dos tipos de esfuerzo menores, además del interno que es el Esfuerzo Mayor -el único que es santo- (el esfuerzo por mejorar la calidad de vida en la sociedad, esfuerzo en el campo de batalla en defensa propia, o luchar en contra de la tiranía y la opresión). El Islam fundamentalista, que por lo tanto no es Islam, pues no es equilibrado, ha ido desposeyendo y distorsionando este sentido interior y se ha quedado con una interpretación sesgada del esfuerzo menor para justificar religiosamente sus afanes políticos y dinerarios, de nuevo el pecado (error de tiro) de usar en Nombre de Dios en vano.
Esa guerra Santa es el arquetipo, el molde del que toda guerra menor debiera de beber, de emerger cuando en la historia las circunstancia de injusticia y violencia son tan atroces que se justifica este esfuerzo menor, pero siempre con las mismas virtudes que en la Gran Guerra Santa atemporal. Y con la comprensión que nadie mata, nada muere, solo Dios es Real y Él sabe más.
Así que humildemente comparto ese alto y dificultoso ideal a cumplir en el tiempo y espacio de una guerra en el mundo, en el mundo del alma, en el mundo del mundo: no es el ego el que debe luchar sino la conciencia continua de una justicia que desde el Cielo de los principios nos induce a actuar.
Como el ejemplo de uno de lo compañeros del Profeta del Islam, que cuando a punto de asestarle un golpe fatal al enemigo que yacía en el suelo, éste le escupió a la cara, el semblante del compañero mudó y entonces dejó la espada y liberó de su golpe al enemigo, esté preguntó conmovido porque le perdonaba la vida y él le contestó porque la santa cólera había sido sustituida por la cólera de su ego ofendido, y no había de ser ése quien ejecutase la justicia sino el Único hacedor, para lo cual el ego no puede estar en medio reaccionando a sus propios intereses.
Si seguimos viajando por las Doctrinas que alumbran el camino como mapas que debemos reactualizar a cada instante nos encontramos a un Maestro del Amor como Jesús hablando también de la guerra: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada». (San Mateo 10, 34).
Y como dice Ángel Pascual Rodrigo: “De nuevo encontramos la misma paradoja expresada en los evangelios donde “el sufrimientos por las guerras y penalidades son como “upaya” para lograr la catarsis y la paz; para lograr la victoria en las batallas espirituales: la paz del espíritu. En tiempos de paz, el orgullo y la avidez, las afrentas mutuas y las pasiones desbordadas fraguan la guerra. En tiempos de guerra, la catarsis y la lucha por el ansiado bien fraguan la paz.”
Mientras estemos en la dualidad del bien y del mal la paz seguirá a la guerra y ésta a la paz, el ying contendrá un punto blanco del yan y el yan un punto negro del ying y rodarán entretejidos creando los mil universos, sólo quien trasciende los pares de opuestos bueno-malo, positivo-negativo, placer-dolor se libera.
«Las lámparas son diferentes pero la Luz es la misma; viene del Más Allá. Si te quedas mirando a la lámpara estás perdido, pues entonces surge la diversidad y la dualidad. Fija tu vista en la Luz y te sacará de la dualidad.» Jalal al-Din Rumi.
Si no queremos combatir en la siguiente guerra, quizá la más loca de todas por las que ha transitado la humanidad sólo nos queda redoblar el yihad interior, el hombre espiritual muere a esta vida para dejar de soñar y despertar a esa Realidad que es el origen de todas las realidades, para contemplar esa Belleza de la cual toda la belleza terrenal es sólo un pálido reflejo, para lograr esa Paz que todos los hombres buscan más allá de la inevitable guerra entre los pares de opuestos…. Esa pura ilusión que se desvanece ante el rostro del Amado, el único lugar donde no hay guerra.
Beatriz Calvo Villoria
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