“La contracción del tiempo, el re-manente (1 Cor 7,29: «el tiempo es breve [lit., ‘contraído/abreviado’], el resto,..*) es la situación mesiánica por excelencia, el único tiempo real.” Giorgio Agamben, El tiempo que resta.
A Baltasar Porras y Ovidio Pérez Morales
1
El centrismo apaciguador y dialogante de todos los tiempos ha odiado al jurista y pensador alemán Carl Schmitt, concentrando su escandaloso reclamo en contra de su radicalidad filosófico política en dos frases que condensan su amplia obra de teología política: “soberano es quien decide del estado de excepción”, frase con la que encabeza una de sus obras más importantes: Teología Política (1922); y “la diferenciación específica a la que se dejan remitir las acciones y motivaciones políticas, es la diferencia de amigo y enemigo”, la frase más sustantiva y polémica de su obra príncipe El concepto de lo político (1932).[1]
Para ello ocultan o dicen desconocer sus críticos, poco importa si de buena o mala fe, que no existe reflexión divorciada del contexto histórico político que lo sustenta, lo que Hegel sintetizara en una de sus más polémicas frases, si se piensa que su pensamiento es la culminación del idealismo alemán: Wahrheit ist konkret, la verdad es concreta. Ortega, tan mal preciado e incomprendido a pesar de su inmensa estatura intelectual, lo tradujo a su aire, con esa excelencia estilística que lo caracterizara: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” (Meditaciones del Quijote, Madrid, 1914)
Carl Schmitt, alemán, católico in partibus indifelis y profundo conocedor de la teología cristiana, que fundamenta y da sentido a su pensamiento y acción, sólo es verdaderamente compresible en función de su circunstancia y sus esfuerzos por salvarla. Nació y vivió en medio de los tormentosos tiempos de la confrontación bélica que definió a la Europa de comienzos del Siglo XX y culminara en las dos Guerras Mundiales, las más devastadoras conflagraciones bélicas de la historia humana, culminando en los dos totalitarismos del siglo pasado: La revolución rusa de Lenin-Stalin y la revolución alemana de Adolf Hitler. Cuyas más nefastas consecuencias sirven de telón de fondo a su pensamiento.
¿Alguien puede negar que bajo el imperio de esas circunstancias lo político no fuera la confrontación amigo-enemigo? Pues esos años y todos los que le siguieran, hasta el día de hoy, hicieron carne de las ideas expuestas por Thomas Hobbes en su Leviatán (Londres, 1651), según las cuales el estado natural que subyace a la historia de la humanidad es la barbarie: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos. Razón que, según el mismo Hobbes, habría impuesto la necesidad de crear un monstruo que pudiera contener, delimitar, regular y si fuera posible, impedir dicha belicosidad y enemistad primigenia en que se desarrolla la existencia humana: el Estado, ese Leviatán bíblico que impera en los mares. Cuestionado, convertido en botín de las facciones en pugna y neutralizado por esa guerra de todos contra todos, caerían las sociedades en un estado de casi barbarie primigenia, como en su tiempo caerían las salvajes sociedades americanas, tal cual lo indica en su magna obra: “Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.”[2]
Es, precisamente, ese estado, el que ha sido caracterizado por el concepto introducido por Carl Schmitt en la polémica político ideológica de nuestro tiempo como “estado de excepción” (Ausnahme Zustand) . Su esencia: el Estado ha perdido su poder de decisión y control soberano y la guerra de todos contra todos, redefinida por Schmitt en la inseparable dualidad de amistad y enemistad (Freundachft-Feinschft) – conceptos generales que nada tienen que ver con las relaciones personales entre los sujetos, sino con la densidad del enfrentamiento por la conquista del Poder, es decir: la apropiación del Leviatán – se convierte en la lucha mortal por conquistarlo. La sociedad, sin una soberanía fundante de legitimidad aceptada por el conjunto de los ciudadanos – tal como acontece hoy en Venezuela, con dos gobiernos yuxtapuestos sin reconocimiento recíproco ni aceptados por el conjunto social – , queda a la deriva y susceptible al asalto de la más combativa, decidida y voluntariosa de las partes en combate para restablecer la soberanía, ya esté en manos de amigos o de enemigos.
Son esos conceptos, soberanía y legitimidad, como la valoración de las virtudes clásicas del soberano capaz de resolver el estado de excepción – la decisión y la voluntad – las que incomodan y disgustan a nuestros dialogadores, conciliadores y pacifistas de fe y profesión. Pues carecen de ellos. Es la tara que se encuentra en la raíz de esta oposición “conversadora”, para usar otro concepto caro al jurista alemán. En este caso concreto, privilegiar el diálogo y la conversación, el espurio entendimiento de partes ontológicamente enemigas y contrapuestas, antes que luchar con decisión y voluntad para restablecer la soberanía democrática, única capaz de ejercer una hegemonía legal y jurídica aceptada por el todo social. Negarse, como lo afirmara el pensador judío alemán Jacob Taubes en su ardorosa defensa de Carl Schmitt[3], a compartir el katechon, ese concepto paulista que invoca la necesidad de ponerle fin al caos y oponerse a las tendencias apocalípticas que estallan cuando las fuerzas disgregadoras provocan un estado de excepción. Y ello, como lo afirma Pablo en su Epístola a los romanos, con la urgencia debida, ho nyn kairós, en el “momento presente», vale decir: “en el tiempo que resta”. Ahora mismo, no el día de las calendas.
2
Si bien estamos en un ámbito estrictamente filosófico y desde un punto de vista fenomenológico la descripción y la caracterización conceptual propuesta por Schmitt no supone juicios psicológicos individuales ni valoraciones morales: el enemigo es enemistad política pura, a la búsqueda del control sobre el sistema establecido, que persigue con las armas en la mano quebrantar, poseer y transformar de raíz, y el amigo es, a su vez, o debiera ser, su mortal contrincante, aquel que recurriendo al imperativo del echaton, defiende con voluntad y decisión el estado de derecho, ho nyn kairós, en el tiempo que nos resta, vale decir: ahora mismo. El amigo lo es para quienes están de este lado del asalto, de la fracción de los asaltados – los demócratas – , de ninguna manera del lado de los asaltantes – los autócratas. Estos son, en estricto sentido schmittiano, un mortal enemigo. Lo que, llegado el momento del inevitable enfrentamiento, puede incidir y de hecho incide, sobre la percepción y la voluntad de los contrincantes en su esfera personal. Dice Schmitt: “Los conceptos amigo y enemigo deben ser tomados en su sentido concreto, existencial, y no como metáforas o símbolos, ni mezclados ni debilitados a través de otras concepciones económicas, morales, y muchísimo menos en un sentido privado, individualista, en sentido psicológico como expresión de sentimientos y tendencias individuales. No son oposiciones normativas ni contradicciones ‘puramente espirituales’. En un típico dilema entre espíritu y economía, el liberalismo pretende diluir al enemigo en competidor comercial (Konkurrent), y desde el punto de visto político espiritual en un mero antagonista de un diálogo. En el ámbito de lo económico no existen, por cierto, enemigos sino sólo competidores, y en un mundo completamente moralizado y purificado éticamente puede que existan, si acaso, sólo dialogantes.” [4]Desde luego, no en la realidad. Ni muchísimo menos en la nuestra, como quedara demostrado en Santo Domingo, desmentido de manera cruel y sangrienta en el enfrentamiento amigo-enemigo de la masacre de El Junquito. Oscar Pérez es el símbolo, la metáfora, de una enemistad ontológica, mortal. Todo diálogo pretende enmascararla en un falso entendimiento. Como ahora mismo el de Oslo.
La diferenciación schmittiana es de trascendental importancia, precisamente porque quienes más se oponen a su cabal comprensión son aquellos sectores “liberales”, también en sentido schmittiano, – digamos: electoralistas, parlamentaristas, habladores y dialogadores, así sean socialdemócratas o socialcristianos, incluso liberales – , que, incapaces de comprender la totalidad social en disputa y asumir, consecuentemente, la naturaleza existencial, biológica de la guerra que nos ha declarado el chavomadurismo castro comunista – confunden enemistad con “competencia” y buscan en el diálogo y el contubernio resolver cualquier obstáculo a su justa ganancia. Confunde el ámbito de lo político con el mercado, y al Estado con la Asamblea Nacional. Olvidando, es decir traicionando el hecho de que el origen de la República, como Estado soberano, nació y se forjó de una Guerra a Muerte y de que, sentando un precedente hoy brutalmente irrespetado por los partidos de la que en el psado inmediato fuera la MUD y es hoy el llamado Frente Amplio, desconocen la decisión propiamente schmittiana, aunque a más de un siglo de distancia de la formulación del jurista alemán, que dictó el mandato definitorio del parto de nuestra Nación: «Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.» Fue la Guerra a Muerte, en “donde todos los europeos y canarios casi sin excepción fueron fusilados” según el balance que hiciera Bolívar. Si no el texto, el sentido debiera ser emulado. Lo traicionan quienes se confabulan con los asaltantes y, con buenas o malas intenciones, se hacen cómplices de la guerra a muerte contra nuestra democracia y nuestra República. Tampoco Bolívar se opuso al diálogo y la negociación. Pero no en 1812, cuando declarara la Guerra a Muerte, sino en 1820, cuando la guerra estaba ganada. Traicionan a la República quienes lo olvidan.
[1] “Die spezifisch politische Unterscheidung, auf welche sich die politischen Handlungen und Motive zuruckzufahren Lassen, ist die Unterscheigung con Freund und Feind.” Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, Duncker & Humblot, Berlin, 2002.
[2] Thomas Hobbes, El Leviatán, Pág.104. Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
[3] Jacob Taubes, La Teología Política de Pablo
[4] Ibídem, Pág. 28.
Les commentaires sont fermés.