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jeudi, 14 octobre 2010

Ludwig Woltmann: la obsesion por la hegemonia germanica

 
Sebastian J. Lorenz
Ex: http://imperium-revolucion-conservadora.blogspot.com/

ludwig-woltmann.jpgComenzamos por señalar la corriente darwinista que reinterpretó la lucha de clases como una lucha de razas, en la que destaca la obra de Ludwig Gumplowicz (Der Rassenkampf), judío de origen polaco que, casualmente, sería considerado como maestro sociológico por el germanista radical Ludwig Woltmann. Precisamente, increpado Gumplowicz por su discípulo Woltmann al haber abandonado el concepto de raza, el sociólogo nostálgico respondió en los siguientes términos: «Me sorprendía … ya en mi patria de origen el hecho de que las diferentes clases sociales representasen razas totalmente heterogéneas; veía allí a la nobleza polaca, que se consideraba con razón como procedente de un tronco completamente distinto del de los campesinos; veía la clase media alemana y, junto a ella, a los judíos; tantas clases como razas … pero, en los países del occidente de Europa sobre todo, las distintas clases de la sociedad hace ya mucho tiempo que no representan otras tantas razas antropológicas y, sin embargo, se enfrentan las unas a las otras como razas distintas …».
Woltmann, sin embargo, representa ya un modelo racista más avanzado en el tránsito hacia el racismo biológico, apropiándose, al mismo tiempo, de ciertas elucubraciones de Gobineau y De Lapouge. Ludwig Woltmann, un ex-marxista que abandonó la lucha de clases y se convirtió a la lucha de razas, representa, en definitiva, un racismo que aparece ahora revestido como una ciencia de la antropología que se dirige a establecer los caracteres de los pueblos superiores y dominadores, capaces de asegurar la primacía y la potencia de las civilizaciones. Curiosamente, en su famoso “manual”, Armin Mohler incluye a Woltmann entre los autores völkischen (rama del “campesinado”) de la Revolución Conservadora alemana.
Para ello, Woltmann define un tipo biológico, puramente antropológico y morfológico en sus descripciones, y después, lo asocia a una serie de cualidades espirituales: «el hombre de alta estatura, de cráneo desarrollado, con dolicocefalia frontal y de pigmentación clara –la raza nord-europea- representa el tipo más perfecto del género humano y el producto más alto de la evolución orgánica». Otto Hauser, su discípulo, definía a los pueblos indoeuropeos como «pueblos rubios, bien definidos, que llegaron por sí mismos a una cultura cuyo nivel será admirado siempre, mientras circule en un pueblo, en un individuo, sangre nórdica afín».
Insiste Woltmann en que, mientras a las razas nórdicas les corresponde mayores cualidades intelectuales y facultades creativas, a las razas inferiores les resulta imposible acoger elementos de las civilizaciones que, como la nórdico-mediterránea tan próxima a sus áreas geográficas, pudieron adoptar para su propio beneficio, pero no lo hicieron, sumiéndose finalmente en la barbarie. Sin embargo, las razas germánicas se adueñaron rápidamente de las culturas griega y romana, mientras que, ni griegos ni romanos asimilaron la hebraica. «La transmisión de una civilización superior a razas inferiores no es posible sin una mezcla de sangre, a través de la cual los elementos de la raza más dotada se fundan con los de las razas menos dotadas». Pero el cruce de razas no es un factor de progreso duradero, sino cuando se trata de dos razas afines y del mismo valor biológico y espiritual: «es así como los germanos y los romanos se sintieron recíprocamente como de igual valor».
A pesar de reiterar la tradicional advertencia sobre los peligros de la mezcla de razas, Woltmann se aparta del pesimismo gobiniano para abrazar el difuso concepto de la “desmezcla de razas” que luego reinterpretarían Rosenberg y Darré para el nacionalsocialismo. Según esta teoría, debía atribuirse una importancia capital al fomento artificial de la raza a través de cruzamientos endogámicos (esto es, entre individuos supuestamente pertenecientes a la misma raza), con «la modesta esperanza de poder conservar y salvaguardar la sana y noble existencia de la raza actual por medio de medidas higiénicas y políticas encaminadas a protegerla».
291208_152955_PEEL_QZBZNe.jpgLas tesis iniciales de Woltmann, no obstante lo anterior, irían cobrando un intenso matiz germanista, hasta el extremo de no tolerar la unión de los alemanes con otras ramas de la familia nord-europea. Es más, una posible asimilación de los otros pueblos germánicos –daneses, holandeses, etc- la condicionaba a su dominio por parte de una gran Alemania. La extravagancia de Woltmann, que partía de la idea según la cual el valor de una civilización depende de la cantidad de raza rubia germana que contenga, le hizo asegurar que los grandes hombres (nobles, políticos, artistas, filósofos, etc) más representativos de la cultura y la sociedad italiana, francesa y española eran, sin duda alguna, de ascendencia germánica, pensando que sus cualidades anímicas y espirituales revelarían siempre los caracteres antropológicos del germano, dolicocéfalo y rubio, aun cuando su apariencia física externa fuera la de un alpino braquicéfalo o la de un oscuro mediterráneo.
Poseído por la obsesión del “racismo rubio”, veía en las élites intelectuales y artísticas de las naciones europeas a hombres de cabello rubio y ojos azules. Hasta un teórico racista de la talla de Hermann Wirth llegaría a decir que «por un error singular de observación, Woltmann y sus partidarios descubrieron en tantos genios y talentos europeos rasgos germánicos. Para ojos imparciales, los retratos que Woltmann agregó como explicación muestran precisamente lo contrario: tipos baskiros, mediterráneos y negros».
Evidentemente, ningún historiador serio pondrá en duda que en todos los países europeos, en mayor o menor medida, existen elementos raciales –o más exactamente antropológicos- del tipo germánico o, en general, indoeuropeo, debidos a las continuas y sucesivas invasiones de estos pueblos. Así, Max van Gruber podrá decir que «cuando examinamos las características físicas de nuestros más grandes hombres en cuanto a su pertenencia, encontramos, es verdad, caracteres nórdicos, pero en ninguno exclusivamente nórdicos … pero a las cualidades de los nórdicos han tenido que agregarse ingredientes de otras razas para producir tan feliz composición de cualidades».
El sueño de una hegemonía germánica mundial de Woltmann tenía, sin embargo, un obstáculo históricamente reiterado y constatado: el hombre germánico es el gran enemigo –y el más peligroso- del hombre germánico. Alemania necesitaba “una regeneración espiritual y una purificación racial internas” destinadas a la lucha final y definitiva, para lograr un grado de civilización superior a todos los precedentes, contra todas las familias de raza germánica.
Unas décadas más tarde, la Gross Deutschland conseguiría la anhelada “unidad racial germánica” (Germanische Blutseinheit) sometiendo, no sólo a los baltos y eslavos parcialmente germanizados (lituanos, letonios, checos, polacos, ucranios), sino también a otros pueblos germanos, como daneses, noruegos, holandeses, flamencos, y enfrentándose, especialmente, con los anglosajones –británicos y norteamericanos- por la conquista del mundo, pero el resultado final fue muy distinto al de la premonición de Woltmann.

mardi, 30 juin 2009

Le "destin" dans la pensée germanique des origines d'après Franz Murawski

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Le «destin» dans la pensée germanique

des origines d'après Friedrich Murawski

 

Le divin dans la pensée des anciens Ger­mains ne s'exprimait pas par la bouche de prêtres ou par le biais d'une église ou dans l'exiguïté d'un temple. Le divin est au-des­sus de toute organisation hiérarchique de la religion; de ce fait, cette dernière est superflue car elle institue un espace cir­conscrit à côté de la vie, espace qui est seul considéré comme sanctifiant. Dans les religions ecclésiales, la vie et ses ex­pressions multiples sont subordonnées et opposées à une organisation religieuse qui s'arroge le droit de détenir à elle seule le sens du sacré.

 

Comme les païens de l'ancienne Germanie se passaient d'église, leur religiosité igno­rait forcément la «révélation» (du «juste chemin» qu'indique l'église) ou la dogma­tique ou encore le péché, la prière et la grâce. Ces absences ont induit les chré­tiens à croire que les Germains avaient une conception fataliste du destin. Celui-ci envoyait arbitrairement heurs et malheurs et les hommes avaient à subir passivement ces lubies, sans jamais pouvoir les contre­carrer. Une analyse philologique méticu­leuse des mots signi­fiant «destin» dans les plus anciennes langues germaniques pul­vérise cette critique issue de la propa­gande chrétienne. Le mot allemand «Schick­sal» est récent; il contient la ra­cine «schick», du verbe «schicken» (envoyer), et présuppose donc l'existence préalable d'une personne divine qui «en­voie» des aléas favorables ou défavo­rables. Avant que n'ait été forgé le mot «Schick­sal», les Germains et les Scandi­naves uti­lisaient les termes «sköp» ou «skap» et «örlög» ou «urlac», signifiant «déter­mina­tion ori­ginelle» ou «loi origi­nelle». Ces mots dérivent des verbes «skapu» (créer) et «lagu» (déposer). Cette loi ou détermi­nation originelle désigne la nécessité de tou­tes les choses qui devien­nent, existent et passent, mais elle est im­personnelle; pour les choses non hu­maines, elle cor­res­pond à ce qu'est la des­tinée (heil)  pour les hommes. Le cours de toute vie humaine est donc déterminé par la ren­contre du destin (des faits in­contour­na­bles) et de la destinée (trajectoire per­sonnelle).

 

Mais le destin ne peut être lu ou deviné. Il n'est pas inscrit en chiffre dans les astres: contrairement à la civilisation sémitique de Babylone, le centre et le nord de l'Eu­ro­pe ne connaissent pas la superstition de l'astrologie, déviation abâtardie de la cro­yance proche-orientale en la révélation. La révélation et l'astrologie trahissent un dé­ficit de la personnalité proche-orien­tale, aux yeux du Dr. Murawski. En effet, celle-ci semble incapable de prendre une dé­ci­sion et d'accepter des responsabilités par­ce que trop faible ou trop couarde. Il lui faut un support extérieur à elle: en l'oc­cur­­rence le signe hypothétique qui vo­gue­rait entre les astres.

 

Le destin ne concerne donc que les cho­ses extérieures à l'homme; il n'est pas une personne ni une force impulsée par une personne mais il est le tout, la totalité cosmique, qui porte en soi toutes les lois qui la régissent. Le chemin de chaque homme dépend de sa hamingja (heil),  de sa destinée. L'homme ne re­çoit donc pas une «grâce» par la générosité d'une di­vinité extérieure à lui mais exprime dans tous les actes de son existence ce qu'il porte au fond de lui. La destinée d'une vie n'est donc pas quelque chose qui est offert, donné, envoyé, mais quelque chose qui croît en l'intérieur même du corps et du cerveau qui la portent et qui sont plongés dans la lutte éternelle et quo­tidienne contre les défis du destin, du monde, des choses, du cosmos. Cette lutte exige un lourd tribut: les meilleurs peu­vent gagner ou perdre.

 

Mais gagner ou perdre sont des destinées individuelles. Ce qui compte en dernière instance, ce qui est essentiel, c'est de main­tenir intacts l'honneur et la paix in­té­­rieure du peuple auquel on appartient. La sau­vegarde de ce peuple, sa perpétua­tion dans le temps, constituent un bon­heur vraiment essentiel qui transcende tous les bonheurs ou malheurs individuels, au-delà de la mort des corps. Quand cette convic­tion est profondément ancrée, quand elle est vécue même dans le cœur du plus humble ressortissant du peuple, on ne peut parler, comme les chrétiens, de fatalisme sombre. C'est là un mensonge historique. Une telle attitude devant la vie, au contraire, est le gage le plus solide de la joie créatrice. D'une joie créa­trice qui n'a pas besoin de sauveur, de parousie.

 

Un tel sens du divin est incommensura­blement plus profond que la misérable ca­­ri­cature de divin person­nalisé qui trans­paraît dans les platitudes dogmatiques du judéo-christia­nisme. Le sens du destin per­met d'affirmer majestueusement la vie dans toute sa plénitude. Il interdit par ailleurs de cultiver la peur de Dieu et son corol­laire, l'humilité servile, l'auto-amoin­dris­sement masochiste.

 

Source: Dr. Friedrich MURAWSKI, Das Gott. Umriß einer Weltanschauung aus germanischer Wurzel, Faksimile Verlag, Bremen, 1981; adresse: Fak­si­mi­le-Verlag, Postfach 10 14 20, D-2800 Bremen 1).