Ok

En poursuivant votre navigation sur ce site, vous acceptez l'utilisation de cookies. Ces derniers assurent le bon fonctionnement de nos services. En savoir plus.

mardi, 04 août 2020

Hesperialismo. Sobre la crianza del futuro europeo (y español) autóctono

dans-le-jardin-des-hesperides-i.jpg

Hesperialismo. Sobre la crianza del futuro europeo (y español) autóctono

Ex: https://www.geopolitica.ru

El hombre europeo se asoma al abismo. No está preparado para tan horrible visión. Él mismo fue cavando el abismo, que será fosa para su muerte y olvido. Los cadáveres de las civilizaciones pueblan el mundo, y sus ruinas arrugan la corteza terrestre, restos pétreos que, sin vida ni contexto, dejan de ser comprendidos. No será Europa la primera ni la última de las civilizaciones que se asomen a un abismo y den un último suspiro. Europa, o su prolongación (a veces deformada), llamada “Occidente”, es una Civilización que mira al abismo y no sabe lo que ve. El tipo humano que rigió los destinos del orbe durante cinco o seis siglos, se hinca de rodillas, se deja carcomer y cargar de cadenas. Puede ser un fin muy indigno. En el pasado, el declive de Roma o de España, civilizaciones stricto sensu, esto es, generadoras y universales, no fue tan indigno como este. Se presentó batalla al bárbaro, al pirata y al infiel hasta el último momento. Aunque la batalla final se pierde fundamentalmente por acción de la corrupción interna. Pero Europa quiere morir antes de ser invadida del todo, quiere el suicidio.

Europa muere, y no presenta batalla. Pero ¿toda ella? ¿Hay posibilidad de regeneración? La filosofía de Oswald Spengler nos da el lenguaje y la percepción adecuada para valorar esto. No es la de Spengler una “teoría” contrastada o verificable, es, antes bien, una Filosofía de la Historia. Como tal, resulta irrefutable, acientífica pero, precisamente por ello, penetrante en dirección al futuro. 

unnamedHesperides.jpg

Spengler nos propuso una vía de intuición. O se intuye el movimiento histórico, desde lejos, como el entomólogo observa las filas de hormigas que recorren el suelo, o no se comprende nada. Se debe intuir con frialdad, por más que el pathos de ser europeos y de amar lo nuestro nos embargue, y sólo así vislumbrar cuál es nuestro sino y cuáles son las opciones. Se debe intuir que no existe la “Humanidad”, que cuanto hubo y hay en la Historia es un vario paisaje, un jardín (biocenosis) de gran biodiversidad en el que abundan plantas, las culturas, no todas compatibles entre sí cuando coinciden en el espacio, y no todas comprensibles entre sí se separan en el tiempo. Se debe intuir, cuanto antes mejor, que nuestra civilización, como cualquier otra, tuvo un punto de origen y tendrá un punto final. El conocimiento exacto del momento en que nos hallamos dentro de la curva de nuestro ciclo vital es asunto harto difícil. Que la curva se ha vuelto descendente a raíz de las dos Guerras Mundiales, eso es algo que aquí no se cuestiona. Lo decisivo es saber si el declive adopta una verticalidad, una aceleración ya imparable o hay todavía ciertas fuerzas dignas de consideración que lo frenen. 

Existen reacciones y oasis de esperanza. No toda Europa es “occidente”. La gran Rusia y toda la corona de países que aún le son afines, es un espacio europeo que sigue su propio destino y atiende a otras lógicas que no son las del declive que el neoliberalismo occidental ha agudizado. Amén de la civilización rusa, pero no en armonía con ella, la rebeldía de los países del grupo de Visegrado frente a los dictados cada vez más totalitarios de la U.E. es otro bastión donde se defienden los valores de Europa, entre los cuales, y como pilar fundamental, se encuentra el cristianismo. 

Para la Europa occidental no cabe otra esperanza que mirarse en ambos espejos, el espejo ruso y el espejo de Visegrado, y cultivar eso que David Engels ha dado en llamar Hesperialismo. El Hesperialismo cuenta con el hecho de que, a diferencia de Rusa y los países centroeuropeos, las sociedades aún sanas de Europa occidental no van a contar con el Estado ni con la U.E. como herramientas para la defensa de su identidad, su patrimonio histórico-cultural, su legado religioso, sus medios (hasta ahora) dignos de vida, su estado del bienestar, la educación de sus hijos y el respeto y libertad de la mujer. Antes bien, el Hesperialismo da por sentado que los Estados occidentales y la U.E. se han vuelto instrumentos al servicio de poderes financieros y especulativos no comprometidos ni con la historia ni con el bienestar de las sociedades que ahora, despóticamente, rigen. Con lo cual se hace preciso una reorganización defensiva y resistente desde las propias familias, los individuos y las comunidades inmediatas. Esa reorganización defensiva implica, en un altísimo grado, la transmisión de todo un legado: es cuestión de educación (pero no de reformas legales de unos sistemas educativos corruptos, prevaricadores y lacerantes), o por mejor decir, es una cuestión de crianza. Se trataría de que los europeos volvieran a tener niños, muchos niños, contra viento y madera, y se les educara de forma paralela y alternativa a como los Estados y los organismos internacionales cada vez más intrusivos (ONU, UNESCO, OCDE…) pretenden. En esa educación o crianza se volvería a inculcar a los niños de cada unas de las naciones todo el aprecio por la historia de cada comunidad nacional o étnica, así como el orgullo ante los logros comunes de todas las comunidades que forman, todavía hoy, la gran nación europea. Con independencia del grado de fe religiosa, si es que alguno hay, se les daría a esos niños una exquisita formación en lo que atañe a los logros del cristianismo como religión y civilización creadora de nuestro acervo común, como enorme vaso que arrojó luz, equidad y dulzura en nuestros sistemas de derecho y en nuestras instituciones. El legado clásico del arte, la ciencia, la filosofía y el derecho, esa luz que vino de Grecia y Roma, junto con la cristiandad, que hermanó a las más varias etnicidades europeas, se volvería a transmitir de padres a hijos y en comunidades locales “resistentes”, sabedoras de que han pasado de ser hegemónicas a ser –nada más- que reductos paralelos a muchas otras comunidades de origen extra-europeo, las cuales van a ir reclamando privilegios, espacios de poder y derecho al hostigamiento de todos aquellos que un día fuimos sus anfitriones.

dans-le-jardin-des-hesperides-ii.jpg

El Hesperialismo no excluye una reunión y acción concertada de todas aquellas fuerzas que, de manera harto imprecisa, dan en llamarse “tradicionalistas” y a veces “conservadoras”. Antes bien, lo exige. Impreciso es –no obstante- incluir dentro del “conservadurismo” a aquellos grupos que siguen apostando por la versión más nociva del liberalismo o neoliberalismo. La versión, implícita ya en el embrión mismo del modo de producción capitalista; la versión, decimos, que sabe que el Capital no posee olor, ni se deja empapar por atmósferas nacionales, la nefasta versión que conoce que el Capital no desea fronteras, ni arraigos, ni religiones ni vínculos afectivos basados en la sangre o en el suelo. Tan impreciso y nocivo es reunir a las tribus del “anti-fascismo” en un mismo saco, como tratar de hacer lo propio con un “anti-comunismo”, hoy por hoy delirante, pues no existen apenas comunistas sino tribus populistas y anti-sistema. Impreciso y contraproducente a no ser que el propio sistema de dominación mundial, el nuevo (o viejo, si lo miramos de cerca) capitalismo depredador desee imponer tal miope “conservadurismo”. ¿Y qué es lo que desea el Capital, en el fondo, al obrar así? Remover todos los obstáculos que se oponen al crecimiento, a la acumulación y centralización del mismo Capital. La élite que hoy en día actúa en nombre de esos mecanismos de obtención de plusvalía y que, de forma cada vez más minoritaria pero dotada de poder omnímodo, es la principal beneficiaria del saqueo y depredación, es una élite apátrida, sin “olor” ni impregnaciones culturales de ningún tipo. Exactamente como el dinero. 

Los europeos occidentales que han de pasar a la resistencia deben evitar los falsos amigos tanto como los falsos enemigos. De veras, ha de hacerse un análisis profundo sobre cuál va a ser el futuro próximo y saber qué armas ciudadanas todavía están a nuestra disposición. El análisis ha de hacerse pronto, antes de que la composición sociológica y étnica de la llamada “ciudadanía” cambie, cosa que va a ocurrir drásticamente en diez o veinte años. Con la composición social y étnica totalmente alterada, por el tráfico “progresista” de personas que hoy se llama inmigración y acogida de refugiados, los cambios legales que hoy parecen radicales y sin vuelta a tras, serán cada vez más numerosos, despóticos y aplastantes. Se negará incluso el derecho a la existencia física y a la ocupación de espacios públicos al “nativo”. El europeo de dentro de dos décadas será como el poblador originario, nativo, de los Estados Unidos en la actualidad: el “indígena” vivirá en reservas o será una atracción de circo. Eso mismo le espera al autóctono europeo, blanco y cristiano, para más señas, si no espera “pasar desapercibido” en la olla multicultural obligatoria que están preparando. Dado que el confinamiento en espacios privados va a ser una realidad, pues las expresiones públicas, naturales y abiertas de su propia etnicidad, cultura y religión van a estar mal vistas, primero, y prohibidas después, será de todo punto necesario cultivar esa educación privada, reducto para esa “marca de clase” de una verdadera nueva aristocracia. La aristocracia en el sentido de cultivar un “poder de los mejores”, de quienes más se exigen a sí mismos y que reincorpore –adaptados al siglo XXI- los ideales caballerescos medievales, los ideales caritativos cristianos del Medievo y de la Hispanidad habsburguesa, así como los de la areté homérica.  Nos acercamos a una época en la cual ser europeo será una cuestión heroica. Una mezcla de caballero cristiano al servicio de un Imperium universal, donde reine la justicia y caridad, un poco de monje-sabio y de atleta de la virtud, un héroe que, anónimamente, al lado de su familia y su comunidad inmediata, preserve la esencia de una Civilización que podrá decaer, mas no morir, si ese ethos se conserva y vivifica, expandiendo a partir de ahí su radio con cada nueva generación. Para resistir, hay que criarse con fortaleza.

Las culturas son seres vivos colectivos, según Spengler. Ellas vienen al mundo, nacen y conocen una aurora originaria, en la que todo es nuevo y la inconsciencia de su identidad se asemeja a un sueño. Dentro del sueño de su propio venir al mundo, las culturas toman las formas de su propia alma, única, aunque absorben todo género de materiales de su paisaje originario. El alma auroral y balbuciente de una cultura está envuelta e impregnada de los datos físico-paisajísticos, ambientales. Para el desarrollo del proyecto impreso en el alma de una nueva cultura que viene al mundo, es preciso que ésta se sirva de un pueblo. El pueblo será el vehículo que transmita en dirección al porvenir ese embrión del alma de una cultura, cargado de formas y de materiales que hirieron definitivamente las entrañas del recién nacido que despierta a la vida. La cultura balbuciente fáustica, por ejemplo, de la que proceden la mayor parte de los europeos nórdico-atlánticos, así como los helenos y romanos clásicos en el sur mediterráneo, es la cultura que desplegó un alma “herida” por los rigores de un originario clima frío o, en el mejor de los casos, templado-frío. La gran llanura centro-europea y el inmenso bosque originario del occidente, el conocimiento de los glaciares boreales y de costas atlánticas ariscas, de lluvia, ventisca y nieves, de conquistas a golpe de hacha y de resistencia ante medios adversos o pueblos hostiles, todo ello condicionó por siglos la estructura de formas que se dio en el embrión del alma fáustica. Un alma que vislumbra infinitos, que los busca interiormente aun cuando tenga frente a sí murallas de árboles, de riscos, de océano, de enemigos. 

imageherculehesperides.jpg

Los europeos procedemos de la clase de alma que un día prehistórico despertó, aún borracha de imágenes que no podía comprender. El pueblo originario que fue portador e instrumento de un alma marcada por la fuerza de la voluntad y la conquista de infinitos, bien pronto se dividió en ramales y se esparció por gran parte de la Eurasia. Queda por saber con certeza si los primitivos vascones (no los actuales, apenas distinguibles del resto de españoles y franceses), los iberos y ciertas otras etnias minoritarias del centro y del norte de nuestro continente, fueron también ramas muy antiguas de aquel pueblo originario, nómada y conquistador. La dispersión ya era un hecho cuando las oleadas civilizatorias (más en concreto urbanizadoras) del Levante llegaron a Occidente. La potencia civilizatoria de helenos, romanos y (en otro plano) de celtas, iberos y otras culturas desarrolladas, hubo de conocerse en latitudes muy sureñas, las del Mediterráneo, antes que en el Norte. El cruce del alma fáustica (de origen estepario y nórdico) con el alma sureña provocó las primeras conmociones. El alma sureña ya es, desde tiempos inmemoriales, un combinado de formas levantinas (asiáticas) y albo-africanas. Esos primitivos pobladores blancos del norte de África, de donde proceden los ulteriores bereberes, guanches, egipcios, etc. fueron portadores, antes que creadores, de oleadas culturales muy remotas, muy lejanas, que acaso procedan de un Sahara cuando era éste más fértil, y aun más al Sur, de un África negra aún no degradada en el salvajismo, de un África “proto-civilizada” que irradió hacia el Norte, hacia el Mediterráneo, la espiritualidad carnal, femenina y lunar, frente a la espiritualidad hiperbórea solar, apolínea. 

Fue Europa, y siempre lo será, una tensión desgarrada, aunque en horas grandes también una síntesis sublime, entre la rectitud imperativa y voluntariosa de un primitivo Septentrión, y la promiscuidad y cierta dejadez pasiva de un cálido Meridión. Siempre estuvo Europa en trámite de africanizarse. Siempre ha podido convertirse en una prolongación del alma meridional en sus fases expansivas, pues los pueblos portadores de esta clase de alma también son capaces de guerra y conquista, dejando en determinados momentos de la Historia aparcado su inercial abandono y sufriendo ardores expansivos encendidos por mechas fanáticas.

Así, pues, el peligro que para la Europa naciente (siglo VIII) en sentido estricto, supuso la invasión mora, no fue un hecho puntual. La España goda, y más concretamente, la Hispania de profundo tronco celtogermánico que en Asturias, poblada entonces por cántabros, astures, así como refugiados y descendientes de suevos y godos, detuvo la gran oleada afro-levantina en 722 (Batalla de Covadonga, que otras dataciones sitúan en 718), incluso antes que Carlos Martel, al frente de los francos, lo hiciera en Poitiers (732). Desde entonces, los pueblos de Las Españas –si es que en tiempos prehistóricos no se hizo ya- han asignado para sí el papel de centinelas. Hay pueblos que deben asumir el destino, a veces trágico, de ser esencialmente los guardianes de una Civilización. Para que hermanos y parientes suyos vivan alegres y holgados allende un limes infernal, los pueblos de las Españas, desde Covadonga, tienen la misión asignada por el Cielo, de hacer de tapón, valladar, muro erizado de lanzas, que detenga la africanización del continente.

Es en tiempos de degradación moral y de confusión de conceptos, que lleva también a la confusión de sangres y de extravío de la identidad, cuando se bajan las guardias, se abren las puertas de la patria a todo género de contingentes bajo las más oportunistas excusas. El falso humanitarismo que dice amar al extraño pero que desatiende al cercano, y que contraviene al mismo Evangelio, destroza la formación moral de nuestros muchachos, así como hace mucho daño el más vil de los pacifismos: el pacifismo inducido desde potencias extranjeras para castrar a los españoles previo paso para ponerlos de rodillas, esclavizados. España, renunciando a su misión de centinela, inducida por los piratas y depredadores que, para mayor burla y escarnio, se presentan como “europeístas”, va cayendo por la pendiente de la africanización, después de haber inundado el mediterráneo con la sangre de sus mejores hijos poniendo coto a los infieles y a los salvajes.

Hesperialismo para España. Reconcentrarnos en nuestras tradiciones y transmitirlas en la familia. Y vuelta a coger la espada, sin dejar de tener a mano el rosario. De no hacerlo, estamos todos muertos.

jeudi, 26 avril 2012

Platon, encore et toujours

Platon, encore et toujours

par Claude BOURRINET

Est-il une époque dans laquelle la possibilité d’une prise de distance ait été si malaisée, presque iplatocooperativeindividualismorg.jpgmpossible, et pour beaucoup improbable ? Pourtant, les monuments écrits laissent entrevoir des situations que l’on pourrait nommer, au risque de l’anachronisme, « totalitaires », où non seulement l’on était sommé de prendre position, mais aussi de participer, de manifester son adhésion passivement ou activement.

L’Athènes antique, l’Empire byzantin, l’Europe médiévale, l’Empire omeyyade, et pour tout dire la plupart des systèmes socio-politiques, de la Chine à la pointe de l’Eurasie, et sans doute aussi dans l’Amérique précolombienne ou sur les îles étroites du Pacifique, les hommes se sont définis par rapport à un tout qui les englobait, et auquel ils devaient s’aliéner, c’est-à-dire abandonner une part plus ou moins grande de leur liberté.

S’il n’est pas facile de définir ce qu’est cette dernière, il l’est beaucoup plus de désigner les forces d’enrégimentement, pour peu justement qu’on en soit assez délivré pour pouvoir les percevoir. C’est d’ailleurs peut-être justement là un début de définition de ce que serait la « liberté », qui est avant tout une possibilité de voir, et donc de s’extraire un minimum pour acquérir le champ nécessaire de la perception.

Si nous survolons les siècles, nous constatons que la plupart des hommes sont « jetés » dans une situation, qu’ils n’ont certes pas choisie, parce que la naissance même les y a mis. Le fait brut des premières empreintes de la petite enfance, le visage maternel, les sons qui nous pénètrent, la structuration mentale induite par les stimuli, les expériences sensorielles, l’apprentissage de la langue, laquelle porte le legs d’une longue mémoire et découpe implicitement, et même formellement, par le verbe, le mot, les fonctions, le réel, l’éducation et le système de valeurs de l’entourage immédiat, tout cela s’impose comme le mode d’être naturel de l’individu, et produit une grande partie de son identité.

L’accent mis sur l’individu s’appelle individualisme. Notons au passage que cette entité sur laquelle semble reposer les possibilités d’existence est mise en doute par sa prétention à être indivisible. L’éclatement du moi, depuis la « mort de Dieu », du fondement métaphysique de sa pérennité, de sa légitimité, accentué par les coups de boutoir des philosophies du « soupçon », comme le marxisme, le nietzschéisme, la psychanalyse, le structuralisme, a invalidé tout régime s’en prévalant, quand bien même le temps semble faire triompher la démocratie, les droits de l’homme, qui supposent l’autonomie et l’intégrité de l’individu en tant que tel.

Les visions du monde ancien supposaient l’existence, dans l’homme, d’une instance solide de jugement et de décision. Les philosophies antiques, le stoïcisme, par exemple, qui a tant influencé le christianisme, mais aussi les religions, quelles qu’elles soient, païennes ou issues du judaïsme, ne mettent pas en doute l’existence du moi, à charge de le définir. Cependant, contrairement au monde moderne, qui a conçu le sujet, un ego détaché du monde, soit à partir de Hobbes dans le domaine politique, ou de Descartes dans celui des sciences, ce « moi » ne prend sa véritable plénitude que dans l’engagement. Aristote a défini l’homme comme animal politique, et, d’une certaine façon, la société chrétienne est une république où tout adepte du Christ est un citoyen.

On sait que Platon, dégoûté par la démagogie athénienne, critique obstiné de la sophistique, avait trouvé sa voie dans la quête transcendante des Idées, la vraie réalité. La mort de Socrate avait été pour lui la révélation de l’aporie démocratique, d’un système fondé sur la toute puissance de la doxa, de l’opinion. Nul n’en a dévoilé et explicité autant la fausseté et l’inanité. Cela n’empêcha pas d’ailleurs le philosophe de se mêler, à ses dépens, du côté de la Grande Grèce, à la chose politique, mais il était dès lors convenu que si l’on s’échappait vraiment de l’emprise sociétale, quitte à y revenir avec une conscience supérieure, c’était par le haut. La fuite « horizontale », par un recours, pour ainsi dire, aux forêts, si elle a dû exister, était dans les faits inimaginables, si l’on se souvient de la gravité d’une peine telle que l’ostracisme. Être rejeté de la communauté s’avérait pire que la mort. Les Robinsons volontaires n’ont pas été répertoriés par l’écriture des faits mémorables. Au fond, la seule possibilité pensable de rupture socio-politique, à l’époque, était la tentation du transfuge. On prenait parti, par les pieds, pour l’ennemi héréditaire.

Depuis Platon, donc, on sait que le retrait véritable, celui de l’âme, à savoir de cet œil spirituel qui demeure lorsque l’accessoire a été jugé selon sa nature, est à la portée de l’être qui éprouve une impossibilité radicale à trouver une justification à la médiocrité du monde. L’ironie voulut que le platonisme fût le fondement idéologique d’un empire à vocation totalitaire. La métaphysique, en se sécularisant, peut se transformer en idéologie. Toutefois, le platonisme est l’horizon indépassable, dans notre civilisation (le bouddhisme en étant un autre, ailleurs) de la possibilité dans un même temps du refus du monde, et de son acceptation à un niveau supérieur.

Du reste, il ne faudrait pas croire que la doctrine de Platon soit réservée au royaume des nuées et des vapeurs intellectuelles détachées du sol rugueux de la réalité empirique. Qui n’éprouve pas l’écœurement profond qui assaille celui qui se frotte quelque peu à la réalité prosaïque actuelle ne sait pas ce que sont le bon goût et la pureté, même à l’état de semblant. Il est des mises en situation qui s’apparentent au mal de mer et à l’éventualité du naufrage.

Toutefois, du moment que notre âge, qui est né vers la fin de ce que l’on nomme abusivement le « Moyen Âge », a vu s’éloigner dans le ciel lointain, puis disparaître dans un rêve impuissant, l’ombre lumineuse de Messer Dieu, l’emprise de l’opinion, ennoblie par les vocables démocratique et par l’invocation déclamatoire du peuple comme alternative à l’omniscience divine, s’est accrue, jusqu’à tenir tout le champ du pensable. Les Guerres de religion du XVIe siècle ont précipité cette évolution, et nous en sommes les légataires universels.

Les périodes électorales, nombreuses, car l’onction du ciel, comme disent les Chinois, doit être, dans le système actuel de validation du politique, désacralisé et sans cesse en voie de délitement, assez fréquent pour offrir une légitimité minimale, offrent l’intérêt de mettre en demeure la vérité du monde dans lequel nous tentons de vivre. À ce compte, ce que disait Platon n’a pas pris une ride. Car l’inauthenticité, le mensonge, la sidération, la manipulation, qui sont le lot quotidien d’un type social fondé sur la marchandise, c’est-à-dire la séduction matérialiste, la réclame, c’est-à-dire la persuasion et le jeu des pulsions, le culte des instincts, c’est-à-dire l’abaissement aux Diktat du corps, l’ignorance, c’est-à-dire le rejet haineux de l’excellence et du savoir profond, plongent ce qui nous reste de pureté et d’aspiration à la beauté dans la pire des souffrances. Comment vivre, s’exprimer, espérer dans un univers pareil ? Le retrait par le haut a été décrédibilisé, le monde en soi paraissant ne pas exister, et le mysticisme n’étant plus que lubie et sublimation sexuelle, voire difformité mentale. Le défoulement électoraliste, joué par de mauvais acteurs, de piètres comédiens dirigés par de bons metteurs en scène, et captivant des spectateurs bon public, niais comme une Margot un peu niaise ficelée par une sentimentalité à courte vue, nous met en présence, journellement pour peu qu’on s’avise imprudemment de se connecter aux médias, avec ce que l’humain comporte de pire, de plus sale, intellectuellement et émotionnellement. On n’en sort pas indemne. Tout n’est que réduction, connotation, farce, mystification, mensonge, trompe-l’œil, appel aux bas instincts, complaisance et faiblesse calculée. Les démocraties antiques, qui, pourtant, étaient si discutables, n’étaient pas aussi avilies, car elles gardaient encore, dans les faits et leur perception, un principe aristocratique, qui faisait du citoyen athénien ou romain le membre d’une caste supérieure, et, à ce titre, tenu à des devoirs impérieux de vertu et de sacrifice. L’hédonisme contemporain et l’égalitarisme consubstantiel au totalitarisme véritable, interdisent l’écart conceptuel indispensable pour voir à moyen ou long terme, et pour juger ce qui est bon pour ne pas sombrer dans l’esclavage, quel qu’il soit. Du reste, l’existence de ce dernier, ce me semble, relevait, dans les temps anciens, autant de nécessités éthiques que de besoins économiques. Car c’est en voyant cette condition pitoyable que l’homme libre sentait la valeur de sa liberté. Pour éduquer le jeune Spartiate, par exemple, on le mettait en présence d’un ilote ivre. Chaque jour, nous assistons à ce genre d’abaissement, sans réaction idoine. La perte du sentiment aristocratique a vidé de son sens l’idée démocratique. Cette intuition existentielle et politique existait encore dans la Révolution française, et jusqu’à la Commune. Puis, la force des choses, l’avènement de la consommation de masse, l’a remisée au rayon des souvenirs désuets.

Claude Bourrinet


Article printed from Europe Maxima: http://www.europemaxima.com

URL to article: http://www.europemaxima.com/?p=2424

dimanche, 07 février 2010

El influjo de Francia en Juan Donosos Cortés

El influjo de Francia en Juan Donosos Cortés

 

por Gonzalo Larios Mengotti - Ex: http://www.arbil.org/

Si señalábamos en el nº 117 de Arbil que Donoso Cortés había recibido en su juventud una formación liberal ilustrada, debemos ahora hacer hincapié en que ésta fue fundamentalmente bebida de fuentes y modelos provenientes de Francia.

donoso-cortes-observateur-revolution-europe-f-L-1.jpgNo sólo sus primeras lecturas lo acercan a los autores galos del siglo XVIII, sino también sus estudios universitarios los desarrolló en las universidades más progresistas y, por ende, más afrancesadas de la España de entonces.

 

Donoso recibió lecciones de francés desde muy joven [1] , perfeccionándolo luego durante sus diversas estadías en Francia a partir de 1840. Al margen de esta circunstancia, un joven ávido de lecturas, como lo fue siempre Donoso, no podría estar ajeno al poderoso influjo cultural que desplegaba por entonces Francia, no sólo en su vecina España, sino, en mayor o menor medida, en todo el mundo occidental. De esta influencia transpirenaica, como casi todos los de su generación, bebió el joven Donoso sus primeras ideas políticas, incomprensibles si no se tiene en cuenta el devenir vanguardista de los acontecimientos políticos franceses. No me refiero en especial a la trascendente revolución de 1789, ni a la consiguiente expansión napoleónica, sucesos que a pocos europeos o hispanoamericanos pudieron dejar de afectar de algún modo, sino a la política francesa que se desarrolló a partir de la Carta de 1814, que acompañó el interrumpido reinado de Luis XVIII, y al de su sucesor Carlos X; a los intentos involucionistas de éste, y a su final anticipado por la llamada revolución de julio, que dió lugar a una monarquía burguesa encabezada por Luis Felipe de Orleans. Por último, al devenir de ésta a través de sus distintos ministerios.

 

Fueron éstos los acontecimientos que marcaron el entorno de la juventud de Donoso Cortés. Sus estudios y sus análisis y, como consecuencia, sus pensamientos políticos de entonces estuvieron fuertemente influenciados por la apasionante realidad política de Francia. Esta se convirtió así en estadio avanzado del desarrollo político europeo, guía previa y, por ello, modélica y aleccionadora de la situación española, que a través de la guerra de la independencia, las Cortes de Cádiz, el regreso del rey "deseado", pasando por el trienio liberal, la "invasión" de los cien mil hijos de San Luis, la férrea restauración de Fernando VII, el Golpe de Estado de 1832, y el Estatuto Real, para detenernos sólo aquí, demuestran un paralelismo demasiado evidente y deudor de los sucesos franceses.

 

Desde hacía tiempo la "luz" venía de Francia y Donoso estuvo siempre alerta para recibirla. Si la revolución del 48 o la posterior llegada al poder de Luis Napoleón se consideran indispensables para entender al último Donoso, este papel en su juventud lo desempeñará la revolución de julio y la monarquía de Luis Felipe. Siempre fueron francesas las fuentes básicas en que se inspiró su pensamiento aunque las filtró con las peculiariedades propias de su estilo y de su genio. Liberales doctrinarios sucederán a las lecturas clásicas de la Ilustración. Contrarrevolucionarios franceses como de Bonald, de Maistre, o el romántico Chateaubriand, influyeron, antes de lo que comúnmente se cree, en el pensamiento del extremeño.

 

Si el pensador español recibe con avidez las nuevas tendencias intelectuales que surgen allende los pirineos, también, siguiendo el tópico ilustrado, considera a España vacía de filosofía, no sólo en su tiempo, lo que en parte es correcto, sino, y recojo sus palabras, "siempre es cierto que en la península española jamás levantó sus ramas frondosas a las nubes el árbol de la filosofía" [2] . Su formación afrancesada le aleja del conocimiento de la filosofía española, con gravedad de los pensadores escolásticos del siglo XVI, Suárez, Mariana o Vitoria, en alguno de los cuales sólo se interesó durante los años finales de su vida. La causa del influjo galo la debemos encontrar también en su propio tiempo, la primera mitad del siglo XIX; "de ese maestro soy plagiario" [3] , replicará con orgullo y desdén, a aquellos que tildan de afrancesadas sus Consideraciones sobre la diplomacia, acometiendo luego en contra del estilo desfasado de puristas, "que imitan más o menos al de los escritores del siglo XVI, sin saber que cometen un anacronismo" [4] . Donoso no dejó nunca de sentirse español, pero, como vemos, su formación y su circunstancia le otorgaron una clara disposición receptiva de las principales corrientes del pensamiento galo: "la dote con que me envanezco es un amor entrañable a mi país, y la debilidad que publico es mi inclinación irresistible, instintiva, por la Francia" [5] .

 

La confesión fue sincera. De ambos sentimientos dio copiosas pruebas durante toda su vida.

 

Si bien pudo conocer el pensamiento liberal inglés, el utilitarismo de Bentham y quizás el conservadurismo de Burke, como también la corriente idealista que con fuerza surgía en Alemania, estas fuentes fueron por lo general secundarias dentro de su pensamiento y recibidas, si no conocidas, a través de obras principalmente francesas. Por ello señaló que M. de Staël, Cousin y Constant, tres autores ya leídos por Donoso, "fueron los que principalmente hicieron conocer a la Francia los sistemas filosóficos de la Alemania" [6]  y, probablemente, a su vez, por esa vía los conoció él mismo.

 

Comprendiendo la fuerza de este influjo cultural galo, es como mejor podemos valorar sus constantes reflexiones en torno a los vaivenes políticos de Francia, en estos primeros años de actividad publicista, relacionados con la Carta de 1814 y la revolución de julio de 1830.

 

En este artículo describiremos la conexión  intelectual del español con un sistema, para con él dar, mediante la adopción del principio de la soberanía de la inteligencia, una respuesta global al problema político que planteó el desmoronamiento del Antiguo Régimen en gran parte de Europa. Esta relación esta fundamentada en el ideario que en su día había inspirado la Carta francesa de 1814, y que luego volvió a replantearse con la monarquía luisfelipista. Es decir, en la acción ideológica que llevó a cabo el grupo, más que partido, conocido como liberal doctrinario, que en torno a Royer-Collard reúne, entre otros, a Guizot, Víctor de Broglie, Barante, y Pierre F. de Serre; todos destacados intelectuales que ingresan en la política en una época compleja y de constante agitación, en busca de una línea conciliadora entre el antiguo y el nuevo régimen, propiciando el justo medio que sin retornar al pasado, logre acabar con los excesos provenientes de la revolución.

 

Donoso, en 1834, denota ya una marcada y evidente inspiración en el grupo al que nos acabamos de referir. Aquel año, el joven intelectual español se queja amargamente de que el principio victorioso de julio de 1830, es decir, el de los doctrinarios, el de la inteligencia, no haya sido extendido desde Francia hacia el resto de Europa. Ello se lo imputa a la política internacional no intervencionista que ha impuesto la Santa Alianza a Luis Felipe de Orleans y que no disgusta a algunos de los propios doctrinarios, que la considerarían propicia para una mayor consolidación de la frágil situación francesa. Donoso, por el contrario, pretende hacer ver el supuesto papel histórico que corresponde al país galo en la expansión por Europa del principio de la inteligencia. Para el extremeño, la revolución de Julio debió de tener el carácter de "una revolución en las ideas" [7]  y Francia, por someterse a los dictados de la Santa Alianza, habría renunciado a su misión. No es, sin embargo, filantrópica y desinteresada la posición de Donoso, sino más bien un llamado a sus vecinos a intervenir en apoyo de la causa liberal en España, acuciada por entonces en la guerra contra el carlismo. Con esta intención plantea que el gobierno francés debe encabezar una guerra en el extranjero que le permitiría exteriorizar el espíritu revolucionario, sacarlo de sus fronteras, ya que, de otro modo, pugnaría internamente por destruir la propia nación francesa. Para Donoso la revolución fue, en 1830, una respuesta al intento de restauración que encabezó Carlos X, por lo tanto la estima como una "revolución inmensa, poderosa, que debió presidir la regeneración del mundo... pero que se está devorando a sí misma por no haber tenido la conciencia de su poder y el sentimiento de su fuerza" [8] . El espíritu revolucionario es disolvente en la situación que aqueja a Francia, ya que se expresaría en contra de la monarquía orleanista, instauradora del principio de la inteligencia; por el contrario, ese espíritu es positivo en España, ya que, mientras el carlismo se mantenga en armas, es decir, el absolutismo [9]  se plantee como una alternativa de poder, la posibilidad de un regreso al Antiguo Régimen es, a diferencia de Francia, aún factible.

 

Al año siguiente vuelve el extremeño a referirse a la revolución de julio en términos incluso de mayor admiración, en contraste, esta vez, con la cruda situación española que califica, expresivamente, como un "combate de pigmeos que luchan en una tierra movediza" . La revolución de julio, en cambio, "ha saludado al pueblo rey que hizo en tres días la obra de tres siglos y se reposó después majestuoso y sublime" [10] . Está aquí el valor que Donoso reconoce en esta hora a la conocida como revolución de 1830: produjo rapidos avances y reformas, acabó con la tentación absolutista y, de forma simultánea, ha dominado el inicial espíritu revolucionario disolvente, al defender sus justas conquistas. En el fondo, se está valorando la significativa situación por la cual los doctrinarios se han hecho con los frutos de la revolución y, al mismo tiempo, la han logrado encauzar y dominar. Es en estos años cuando aparecen con énfasis, en el pensador español, los aspectos positivos de las revoluciones, en la medida en que hayan sido guiadas por la inteligencia. En el caso de julio de 1830, la revolución significaría la encarnación momentánea de la inteligencia en todas las clases sociales, conformando así el pueblo una existencia excepcional (así lo será también su soberanía), que se diluirá luego, en tiempos normales, al retornar la inteligencia a las clases medias.

 

El propio Donoso no esconde en sus Lecciones de derecho político su seguimiento del ideario doctrinario al citarlos para afirmar el principio de la soberanía de la inteligencia, incluso en tiempos de revolución, y más aun cuando salen en defensa de la revolución de julio, legitimada por la "falta de inteligencia" demostrada por la restauración de Carlos X, como por la conducta, "prudente y entendida" [11] , que la revolución adoptó tras la victoria. Este es el ánimo que habría acompañado al sector moderado en el golpe de 1832 en La Granja. Pero más allá de la utilidad que le pueda prestar para legitimar la situación española, de los doctrinarios franceses recoge Donoso la idea maestra de su esquema político de entonces la soberanía radicada en la inteligencia y, aun más, un método de interpretación de la realidad, un instrumento filosófico: el eclecticismo. Royer-Collard, padre y, en sus inicios, primera figura del grupo doctrinario, conocedor de la filosofía escocesa del sentido común, esbozó principios que, al dedicarse él por entero a las actividades políticas, desarrollaría su discípulo Víctor Cousin, incorporando influencia del idealismo alemán. Lo que propone Cousin con su eclecticismo, ya en 1828, es encontrar la vía media, la selección de las partes que se consideran verdaderas de cada sistema, en la creencia de que ninguno de ellos era completo, y de que no existía tampoco ninguno absolutamente falso. Como lo describe el propio Donoso, su pretensión "era proceder, por medio del examen de todos los sistemas filosóficos, a la reunión en un cuerpo de doctrina de todas las verdades exageradas o incompletas que encerraban en su seno" [12] .

 

El espíritu de esta corriente del justo medio lo reconocía emblemáticamente plasmado en la Carta francesa de 1814, que en lo político buscaba cuidadosamente el objetivo de "hacer posible el tránsito al Estado constitucional salvaguardando los derechos de la Corona" [13] . Por ello la Carta no era una Constitución corriente sino, más bien, una concesión voluntaria del rey que pretendería dar satisfacción a lo que fue considerado como una necesidad de sus súbditos. La soberanía no está en cuestión, arranca la Carta de la autoridad Real que, graciosamente, concede ciertas prerrogativas como, históricamente, la monarquía tradicional pudo en su tiempo realizar análogas concesiones. Los doctrinarios participaron directamente con esta fórmula, colaborando desde la Cámara con el gobierno de Luis XVIII en una actitud de orientación política que fue tornándose cada vez más crítica, a medida que el régimen tiende hacia políticas restauracionistas. El régimen que emana de la revolución de julio será distinto, como diferente será la nueva Carta, e incluso la casa reinante. Ya no se trata de una mera concesión real, sino de una aceptación del nuevo rey de jurar y observar una Carta. A Luis Felipe se le llama por una necesidad superior, no sólo dinástica ni únicamente popular; busca su reinado la combinación de ambos principios de legitimidad, originado, como fue, por peculiares e irrepetibles circunstancias. De allí que su posición representó finalmente una transición de uno a otro principio, diluyéndose la nueva legitimidad y la posibilidad de la instauración de una nueva dinastía. [14]Cuando Donoso se refirió al Estatuto Real, que en España se estableció en 1834, calificándolo como un equilibrio entre el pasado y la modernidad a través del principio de inteligencia, bien cabe aplicar también esta inspiración a las Cartas francesas de las que venimos hablando. Fueron estos documentos los que, en desmedro de los antecedentes constitucionales de 1791 en Francia y de 1812 en España, dan pasos seguros y no precipitados que permiten la transición hacia un nuevo régimen que culminará, años después, instaurando la soberanía popular. Donoso, en esta época, piensa aún en la capacidad de contención del pueblo que suponen las clases medias, a través del mecanismo electoral censitario, ya que, como veremos, jamás fue partidario de la soberanía popular.

 

El anhelo de tranquilidad, tras decenios de enorme agitación, la victoria de cierto ánimo de equilibrio, ante fuerzas radicales desorganizadas, permitió que fueran los doctrinarios quienes se hicieran con el poder tras los tumultos de 1830. Como lo ha descrito Ortega y Gasset:

 

"el grupo de Royer-Collard y Guizot fue el que primero dominó intelectualmente los hechos, que tuvo una doctrina. Y, como es inevitable, se hizo dueño de ellos" [15]

 

El momento político les era de modo evidente favorable, y supieron aprovecharlo. Su doctrina era precisamente la del justo medio, aquella que no quería regresar al pasado, ni olvidarlo del todo. Que quería las conquistas de la revolución, pero no sus desmanes..

 

En este período, que se extiende entre los años 1834 y 1837, es cuando Donoso se muestra mayormente imbuido, decididamente influenciado por una corriente específica de pensamiento, el liberalismo doctrinario. Lo acogió globalmente con el entusiasmo y vigor propio de su carácter y al mismo tiempo con cierto particularismo. Dogmatiza el principio doctrinario de la inteligencia, convirtiéndolo, durante estos tres años, en una especie de panacea, capaz de resolverlo todo y, sin el cual, nada podría entenderse correctamente de la vida en sociedad. No obstante, el joven intelectual español asume el doctrinarismo con peculiariedad propia, lo diferencia de los franceses su consideración unitaria del poder y la consiguiente crítica a su pretendida división; aspecto éste clave dentro de su pensamiento político, más allá de sus años doctrinarios.

 

Existe innegable unidad en los escritos donosianos que van desde 1834 hasta la última de sus Lecciones, en febrero de 1837. Dentro del itinerario de sus ideas, lo considero un paréntesis, esencialmente marcado por su dependencia ideólogica del grupo francés de Royer-Collard. Influencia del liberalismo doctrinario, pudo muy probablemente recibir antes de 1834 y algo después de 1837, pero en ningún caso determinante. Sólo entre aquellos años Donoso se mostró consciente y convencido de la eficacia de su sistema basado en la soberanía de la inteligencia. Antes o después, aparece difuso; sin plantearlo con decisión, hacia 1832 o 1833, y, ciertamente, haciéndole compartir con otros, desde 1837, el sitial director de la vida social, que en su día le había atribuido en exclusiva. Ningún autor ha negado unidad a los tres escritos claves de este paréntesis [16] , y así se entiende que hayan sido considerados como su apogeo doctrinario, aunque se ha tendido en general a extender en demasía la fase liberal doctrinaria, o mejor dicho, a no delimitarla con suficiente claridad. Curiosamente, Joaquín Costa [17] , aún en el siglo XIX, con innegable acierto distingue estos escritos de los que inmediatamente le anteceden y continúan. Coincido pues con Costa en ajustar la fase doctrinaria al período 1834-1837.

 

Distinto es lo que acontece con el eclecticismo, ya que, como método o filosofía, si bien Donoso lo critica con agudeza junto al doctrinarismo durante 1838, posteriormente, en variadas ocasiones y con no menos ingenio, lo continuará utilizando cuando las circunstancias se lo señalen conveniente. Así, avanzados los años cuarenta, Donoso seguirá, con altos y bajos, utilizando el método de interpretación ecléctico para enfrentarse a la realidad de su sociedad, probablemente por carecer de otro método que lo reemplace o, simplemente, porque es el que, en ocasiones, mejor le satisface a sus propósitos político-publicistas.

·- ·-· -······-·
Gonzalo Larios Mengotti


[1] Donoso, durante su infancia en Don Benito, estudió en su casa bajo la guía de Antonio Beltrán, un tutor que desde Madrid trajeron sus padres. Beltrán le habría enseñado latín, francés y las materias básicas que necesitaría en Salamanca. Graham, Ob. cit. p. 22. 

[2]  Filosofía de la Historia  Juan Bautista Vico (1838), OC, I, 620.

[3]  Respuesta a una crítica (1834), OC, I, 288.

[4]  Ibid, 289.

[5]  Relaciones entre Francia y España (1838), OC, I, 618.

[6]  Lecciones de derecho político (1836-1837), OC, I, 425. En adelante me refiriré a este escrito sólo como Lecciones.

[7] Consideraciones sobre la diplomacia (1834), OC, I, 261.

[8]  Ibid., 253.

[9]  Para el liberalismo decimonónico, el carlismo representó el absolutismo. El concepto no es ciertamente el más adecuado, ya que la intención carlista fue la restauración de la monarquía tradicional española, que, expresada en el lema Dios, Rey y Fueros, pretendió diferenciarse de la monarquía absoluta de inspiración francesa. Ver Suárez, Federico: La crisis política del Antiguo Régimen en España.

[10]  Sobre la opinión emitida por el señor Istúriz (1835), OC, I, 298.

[11]  Lecciones (1836-1837), OC, I, 427. 

[12] Ibid. p.426. Antes de dos años, Donoso cambiará su visión optimista ante el eclecticismo. Ver Polémica con Rossi (1838), OC, I, pp. 492-510.

[13]  Díez del Corral, Ob. cit. p. 56.

[14]  Metternich resume así su punto de vista con respecto a la frágil condición del trono de Luis Felipe: "El trono del nueve de agosto se ha erigido en lugar del que acaba de caer. ¿Está éste en posesión de buenas condiciones de vitalidad? Ciertamente que no. Por un lado carece de la autoridad de los sufragios populares, en los cuales se han apoyado todas las formas de gobierno que han existido entre 1792 y 1801; por otro le falta el apoyo tan poderoso del derecho histórico, sobre el cual reposaba el trono restaurado; tampoco tiene la fuerza popular de la República, aunque esta fuerza sea extremadamente brutal; del Imperio no tiene la gloria militar ni el genio ni el brazo de Napoleón; tampoco dispone del apoyo del principio de legitimidad que poseen los Borbones... El trono de 1830 era, en cierta manera, algo híbrido: la historia se encargará de demostrar su debilidad". ( Mémoires, documents et écrits divers laissés par le prince Metternich, Paris, 1882) . Citado por Roger, Juan: Ideas políticas de los católicos franceses , Madrid, 1951, p. 168.

[15] Ortega y Gasset, José. "Guizot y la Historia de la civilización en Europa", prólogo a F. Guizot, Historia de la civilización en Europa , Madrid, 1990, p.10.

[16]  Estimo como tales, Consideraciones sobre la diplomacia (1834), La Ley Electoral (1835), y  Lecciones de derecho político (1836-1837).

[17] Costa, Joaquín: "Filosofía política de Donoso Cortés" en Estudios jurídicos y políticos, Madrid, 1884, p.123. Costa señala cuatro períodos en la vida del "ilustre marqués de Valdegamas"; el segundo lo sitúa entre 1834 y 1837, y lo caracteriza por su "eclecticismo doctrinario".