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mercredi, 11 juin 2014

Entre restauración y cesarismo: la antiutopía de Donoso Cortés

Entre restauración y cesarismo: la antiutopía de Donoso Cortés

Por Rafael Campos García-Calderón
Filósofo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Ex: http://geviert.wordpress.com

414Q4Ni0G4L__.jpgCuando en Interpretación europea de Donoso Cortés, Carl Schmitt nos describe el pensamiento del político y diplomático español como un pensamiento de carácter “europeo”, nos muestra algo inédito dentro del llamado “pensamiento reaccionario”.
La Revolución de 1848 fue el anuncio de una nueva era en la historia de Europa. La civilización burguesa europea sustentada en el liberalismo fue puesta a prueba. Una nueva filosofía política suspendió, por un momento, la hegemonía cultural burguesa: socialismo, comunismo, anarquismo, nihilismo y ateísmo aparecieron como una amenaza en el horizonte. Frente a este peligro, la Contrarrevolución europea, uno de cuyos baluartes será Napoleón III, asumió el costo de enfrentar estos acontecimientos. Con su acción, trastocó el orden liberal burgués creando un nuevo fenómeno: el Cesarismo. Así, el Estado recuperó, bajo una nueva forma, su status político y se alió con un conjunto de fuerzas sociales no incluidas, hasta ese momento, en el orden democrático liberal.

Uno de los partidarios de esta Contrarrevolución fue Donoso Cortés. A diferencia de Joseph de Maistre, Donoso no creía en la restauración de la Monarquía. Para él, los reyes habían perdido su lugar en la historia política de Europa. En su lugar solo quedaba la “dictadura del sable”, la nueva forma de ejercicio de la soberanía política. Donoso había percibido que los acontecimientos del 48 no respondían simplemente a una crisis del sistema liberal burgués. En realidad, había visto en ellos uno de los síntomas de un proceso anunciado ya por algunos teóricos. Sin embargo, frente a estos científicos, la visión de Donoso destacaba por su radicalismo espiritual. Para él, no se trataba simplemente de un combate político o cultural, sino de una guerra religiosa contra un enemigo mortal: la pseudoreligión del hombre expresada en el socialismo y sus diferentes formas. En este sentido, superaba la coyuntura política de Napoleón III y preparaba, con su visión, el escenario de una antiutopía.


Por esta razón, Donoso no debería ser considerado un pensador reaccionario, sino más bien el precursor de una nueva época: la época del pavor (δεινόσ). En ella, el hombre, con tal de desplegar su genio organizado, aprovecharía ventajosamente cualquier situación ignorando las diferencias entre el bien y el mal. Es esta consideración espiritual de la cultura europea la que condenó al pensamiento de Donoso al silencio. Superada la revolución, los historiadores burgueses ocultaron los acontecimientos y restauraron su fe en los ideales ilustrados. Sin embargo, los acontecimientos del 48 quedaron sin una interpretación satisfactoria.

 

Setenta años después la amenaza reapareció en el horizonte. La Revolución Bolchevique dirigida por Lenin desarrollaba el programa que Marx había esbozado, a partir de los acontecimientos del 48, en el Manifiesto Comunista. A diferencia de los historiadores burgueses, los comunistas habían podido leer en estos acontecimientos la inexorabilidad de un proceso que sus rivales pretendían ignorar: el triunfo de la civilización proletaria. Existía, para ellos, una continuidad histórica entre ambas revoluciones y, por tanto, según ellos, un nuevo poder se apropiaría indefectiblemente de los destinos de Europa. Este poder tendría como objetivo primordial el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas para alcanzar el socialismo, fase preparatoria del comunismo o sociedad sin clases.


Sin embargo, esta interpretación no era la única posible. A despecho del olvido de los pensadores liberales, hubo un conjunto de filósofos e historiadores que atendieron a los eventos de aquel momento y a su continuidad en el tiempo. Uno de ellos fue, sin duda, el mismo Donoso Cortés, cuyo diagnóstico de la situación histórica ha permitido esbozar una “interpretación europea” de su pensamiento. Según esta expresión, el alcance de la interpretación comunista estaría fuera de los límites de Europa, pues en lugar de dar cuenta del destino histórico del Viejo Continente, habría esbozado el futuro de un espacio muy diferente: la Rusia de los zares.

La profecía comunista habría proyectado sobre una crisis histórica concreta su propio plan histórico ideal. Sin duda, el lugar de realización de esta idea no podía ser Europa, pues la condición sine qua non para su concretización era la implementación generalizada de la tecnología en la vida social y la centralización de la administración política. A pesar de la interpretación comunista, la cultura europea era todo menos un cuerpo homogéneo capaz de someterse sin más al aplanamiento homogenizante de la tecnología y la burocracia. Para ello, era preciso un espacio político carente de conciencia histórica, es decir, un Estado carente de vínculos orgánicos con su Sociedad. La Rusia zarista, sometida incontables veces al azote tártaro-mongol y a la política del exterminio, era el candidato oportuno para esta nueva utopía.


Para Carl Schmitt, era posible reconstruir esta interpretación europeísta de los acontecimientos del 48 a partir de la obra de Donoso Cortés y de otros pensadores contemporáneos que, sin embargo, no tuvieron con él mayor contacto. Esta perspectiva estaba constituida por tres elementos: un pronóstico histórico, un diagnóstico cultural y un paralelismo histórico con el pasado. Según el pronóstico histórico de esta interpretación, estos eventos habrían marcado el inicio del descenso de la civilización europea frente a la hegemonía de dos nuevas potencias: Rusia y EE.UU. Es a partir de la derrota de Napoleón I frente a Rusia en 1814 que esta nueva realidad se apodera de la historia: las potencias europeas han dejado de ser el centro de la Historia Universal.

El primer hito en la historia de esta interpretación lo constituye, según Schmitt, Tocqueville (1835), quien pronosticó el despliegue de la democratización y centralización administrativa a gran escala por parte de Rusia y EE.UU. Además de ello, Tocqueville hizo un diagnóstico cultural de Occidente. Para él, la revolución de 1789 abría las puertas al proceso de centralización política que se realizaría inexorablemente en manos de cualquier partido o ideología política. En este sentido, la actividad política en general estaba irremediablemente destinada a servir al propósito centralista administrativo: la civilización se dirigía a la masificación.


Paralelamente, Donoso Cortés (1850) había percibido que la política exterior de Europa había decrecido en relación a la de EE.UU., Rusia e Inglaterra. Esta señal le indicaba la misma conclusión a la que Tocqueville había llegado con su pronóstico. En cuanto al diagnóstico, Donoso arribaba a otra conclusión, cercana más bien a la que algunos historiadores y sociólogos alemanes habían efectuado. Según esta, las modernas invenciones tecnológicas puestas al servicio de la administración pública anunciaban la futura mecanización de la sociedad y la destrucción de los órganos intermedios de poder. En efecto, Jakob Burckhardt, Friedrich List, Max Weber y Oswald Spengler, entre otros, diagnosticaron la creciente mecanización e industrialización de la civilización como el camino hacia una sociedad perfectamente organizada dirigida por una burocracia que tiene en sus manos la explotación económica. A los ojos de esta “interpretación europea”, la nueva era no traía consigo el paraíso sino la esclavitud a la técnica.


Un tercer elemento de esta interpretación consistía en la comparación o paralelismo histórico que a partir de 1848 los historiadores, comunistas o “europeístas”, habían efectuado respecto de la situación histórica de Europa. Este paralelismo consistía en la comparación con la época de las guerras civiles en Roma, época en la que el Cesarismo se implantó y en la que el Cristianismo florecía hasta imponerse al Imperio. Esta comparación traía consigo la idea del final de la Antigüedad que, en clave decimonónica, debía leerse como el final del Cristianismo.

Spengler, en la Decadencia de Occidente, había tratado de vincular entre sí diversos paralelismos históricos. Entre ellos, el más importante constituía la batalla de Accio, considerado el comienzo de nuestra era cristiana. Saint-Simon, en El Nuevo Cristianismo, estableció una relación entre nuestra época actual y la de los orígenes del Cristianismo. Para él, el Cristianismo habría terminado y su sustituto, un nuevo poder espiritual, habría llegado a reemplazarlo: el Socialismo, el nuevo cristianismo.


La posición de Donoso frente al paralelismo histórico era muy diferente. En clara oposición a ambas interpretaciones del mismo fenómeno, consideraba que el Cesarismo y el inicio del Cristianismo como paralelismo histórico a los eventos de 1848 eran evidentes, aunque insuficientes para explicar la circunstancia histórica del momento. En efecto, a diferencia de todos los otros pensadores, juzgaba demasiado optimista el pronóstico, pues por ninguna parte veía a aquellos “pueblos jóvenes”, símbolo de la regeneración espiritual occidental, que hubiesen correspondido a los germanos de la época de las invasiones a Roma. En el siglo XIX, esos “pueblos jóvenes” ya estaban corrompidos por el veneno de la civilización occidental desde el momento en que son un resultado de esta. Por ello, para él, el paralelismo histórico entre nuestra época y la era del cristianismo primitivo o del cesarismo no podía asemejarse a la visión que los socialistas tenían del mismo.

En realidad, la falta de este tercer elemento regenerador hacía del paralelismo histórico la antesala a una catástrofe. En lugar de un elemento regenerador, una seudorreligión ‒el socialismo ateo‒ ocupaba su lugar. Se trataba del culto a la Humanidad absoluta, culto que, paradójicamente, conducía, según él, al terror inhumano. Desde su punto de vista y a la luz de los acontecimientos del 48, una religión del Hombre solo podía conducir al terror y la destrucción, pues el Hombre no tolera a los demás hombres que no se someten a él. Para Donoso, esta Utopía era el resultado de un espejismo producido por la asociación entre el progreso de la técnica y la aspiración a la perfección moral de la Humanidad. Así, la idea ilustrada de progreso dejó de ser un esquema abstracto y se transformó en un programa materialmente realizable a partir de la técnica.


La visión que Donoso tenía de los acontecimientos del 48 y del paralelismo histórico tan celebrado se asemejaba, según Schmitt, a la experiencia interior a la que Soren Kierkegaard había accedido por aquellos años. En efecto, Kierkegaard había percibido la amenaza de un clima de horrores a partir de la lasitud espiritual que las iglesias de su tiempo padecían. Una vez más, la era de las masas había llegado. En este sentido, la visión de Donoso no era otra cosa que la objetivación histórica de esta realidad espiritual. A diferencia de las utopías idealistas y materialistas que sus enemigos liberales y socialistas trataban de imponer a la historia desde esferas extrañas a ella, Donoso consideraba el acontecimiento histórico concreto y a partir de él interpretaba los signos sorprendentes de una teleología simbólica.


Desde este punto de vista, el Hombre no podía ser la encarnación de la paz, como querían los demagogos de su época, sino del terror y la destrucción. Según Schmitt, Donoso vaticinó el advenimiento de aquello que Nietzsche expresó en su concepto de Superhombre: la legitimación histórica del poder y la violencia sobre los infrahombres.

jeudi, 11 octobre 2012

L’incubo orwelliano

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L’incubo orwelliano. Dalla letteratura distopica al totalitarismo contemporaneo

“Fahrenheit 451” di Bradbury, pubblicato nel 1953, pare debba il suo titolo al grado termico di combustione della carta. Nel futuro descritto dal romanzo la lettura è reato

Roberto Cozzolino

Ex: http://www.rinascita.eu/  

Nella letteratura classica dei secoli passati – ed in particolare sul versante filosofico – è stata designata come “utopia” la progettazione, puramente teorica, di una futura società ideale; una società dove sarebbe finalmente verificata l’armoniosa e pacifica convivenza degli individui, resa possibile, secondo i vari Autori, dal buon governo degli amministratori ovvero dal grado di emancipazione raggiunto dalle masse od anche dal progresso tecnologico che avrebbe definitivamente liberato l’uomo dalla schiavitù del lavoro.


L’etimologia del termine associato agli artefici delle opere riconducibili a tale filone letterario, derivante dal greco “ou” e “tópos” – letteralmente “non luogo” –, indica chiaramente per gli stessi l’ovvia consapevolezza di riferirsi a realizzazioni impensabili per la loro epoca; e che potevano semmai indicare una meta ideale verso la quale tendere, o avere valore di critica sferzante della struttura sociale dell’epoca in cui vivevano; da ciò deriva il concetto esteso di utopia come fantastica chimera, qualcosa cioè che risulta estremamente difficile, se non impossibile, realizzare nell’immediato.
 
Come è noto il termine fu adottato per la prima volta da Tommaso Moro nella sua celebre opera del 1516: “De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia”, in cui si descrive una comunità che risiede, priva di problemi, nell’isola di Utopia, dove vengono applicati metodi di governo d’ispirazione democratica e socialista; in verità il neologismo filologicamente corretto avrebbe dovuto essere “atopia” (senza luogo), con l’uso dell’alfa privativo associato al sostantivo, ma si sostiene da più parti che Moro intendesse consentire un’ambivalenza del termine, riconducibile sia ad “ou” e “tópos” (non luogo) che ad “èu” e “tópos” (luogo buono). Celeberrimo precursore di Moro fu Platone, che nella sua “Politéia” (390 a.C.) propose una forma di governo che tenterà - senza successo - di impostare presso la corte del tiranno Dionigi a Siracusa: una sorta di “comunismo” guidato da filosofi e con una società divisa in classi. Altra famosa opera utopica è “New Atlantis” di Francesco Bacone, del 1626; in essa le innovazioni tecnologiche possedute dagli abitanti dell’isola di Bensalem – fantasioso toponimo derivante dalla conflazione dei nomi di Betlemme e Gerusalemme - costituiscono un enorme supporto alla felicità degli uomini, per i quali la conoscenza diventa strumento di dominio sul mondo.

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Citiamo inoltre “La città del Sole” (1602) di Tommaso Campanella – uno stato teocratico retto secondo i principi della religione naturale e basato sulla proprietà comune, riecheggiante l’epopea degli heliopolìtai di Aristonico (131 a. C.) -; “Les aventures de Télémaque, fils d’Ulysse” (1696) di François Fénélon - un viaggio didattico attraverso diversi paesi e forme di governo dell’antichità -; “Voyage en Icarie” (1840) di Étienne Cabet - un sistema di stampo socialistico dove è chiara l’influenza del comunismo egualitario di Babeuf e Buonarroti -; “News from Nowhere” (1890) di William Morris – una delle più anarchiche descrizioni di una società futura -; “Erewhon” (1872) di Samuel Butler – utopia satirica della società vittoriana -; da notare che quest’ultimo titolo é un anagramma di “nowhere”, con chiaro riferimento, come quello dell’opera di Morris, al significato di “utopia”. In questa rapidissima ed incompleta elencazione dei massimi esponenti del pensiero utopico non possiamo tacere i nomi di Owen, Fourier, Saint-Simon, Enfantin e Considérant, ovvero i massimi esponenti del cosiddetto socialismo utopistico (così definito sprezzantemente dai marxisti ortodossi, in contrapposizione al socialismo scientifico), che proposero società ideali sostenute da precise teorie sociopolitiche e che in qualche caso, forti delle loro convinzioni, finirono col rovinarsi economicamente nei tentativi falliti di realizzare i loro sogni. In concomitanza con gli utopici sistemi di società future ebbe ampio sviluppo, sin dal medioevo ma soprattutto nel Rinascimento ed oltre – ed in particolare presso i socialisti utopistici - la progettazione di complessi urbani ideali, dove erano quindi preponderanti su tutti gli altri gli aspetti urbanistici ed architettonici; dal momento che le realizzazioni antropiche sono determinate dalle varie funzioni sociali umane; e queste ultime direttamente dipendenti da orientamenti squisitamente ideologici.

Si noti peraltro che lo stesso socialismo marxista – che rimproverava agli utopisti l’assenza di un rigoroso metodo scientifico nell’analisi della società, il mancato riconoscimento della funzione storica del proletariato ed una eccessiva fiducia nelle possibilità di un riformismo basato sulla solidarietà e la filantropia - può considerarsi una grande utopia; tra l’altro densa di evidenti analogie – oltre ad altrettanto evidenti motivi di conflitto - con molti aspetti delle religioni messianiche del ceppo abramitico, come è stato efficacemente analizzato da diversi autori: ideologia intesa come ortodossia fondamentalista, aspirazioni egualitaristiche, rigida gerarchia, controllo e censura delle “eresie”, presenza di dogmi e di testi sacri, interpretazione dicotomica del mondo e fideistica certezza nella futura affermazione della giustizia universale; al punto da suggerire a Berdjaev che “il comunismo è l’insoddisfazione per il cristianesimo non realizzato”.


Verso la fine del XIX e nel corso del XX secolo prende forma un nuovo genere letterario conosciuto come anti utopia (od anche distopia, pseudoutopia, utopia negativa, cacotopia), che presenta evidenti affinità col genere utopico ma mostra, rispetto a questo, una totale inversione di segno, costituendone quasi un aspetto speculare; se infatti il romanzo utopico prospettava la futura realizzazione di una società migliore, il romanzo distopico prefigura per l’avvenire scenari da incubo, con un’umanità schiavizzata e condannata all’infelicità perpetua sotto il dominio di governi dispotici. In realtà secondo alcuni critici il primo autorevole esempio di antiutopia si ebbe già nel 1726, con la pubblicazione dei “Gulliver’s Travels” di Jonathan Swift, in cui le società immaginate possono essere considerate una grottesca satira dell’ordine sociale esistente. Tra i “moderni” precursori del genere ricordiamo H. G. Wells, che con “The time machine” (1895) ci porta in un lontano futuro per mostrarci un’umanità divisa in due fazioni antagoniste di prede e cacciatori: gli Eloi, esseri fragili e gentili ma parassitari; ed i Morlock, esseri produttivi e mostruosi che vivono nelle viscere della terra, da cui escono per dare la caccia agli Eloi e cibarsene.

“Brave New World”, scritto nel 1932 da Aldous Huxley, descrive un prossimo mondo dove tutto è sacrificabile ad un malinteso mito del progresso in cambio di un apparente benessere, e l’esasperata evoluzione scientifica, gestita da un regime totalitario, ha completamente annullato la libertà individuale. Il bellissimo e troppo poco noto “Noi” di Evgenii Ivanovich Zamjatin, scritto in pieno regime comunista ed a causa del quale l’Autore fu costretto ad espatriare – con le proprie gambe grazie all’intervento di Maxim Gorky -, ci mostra un’antiutopia, scritta in forma di diario, ambientata in un mondo dove i personaggi non hanno un nome, ma al suo posto una sigla numerica e dove tutto è ferreamente regolamentato dall’onnipresente potere. “Fahrenheit 451” di Bradbury, pubblicato nel 1953 come estensione di un racconto apparso nel 1951 (“The Fireman”), pare debba il suo titolo al grado termico di combustione della carta, in quanto nel futuro descritto dal romanzo la lettura è reato e tutti i libri devono essere bruciati, essendo sufficiente, per l’educazione delle masse, il mezzo televisivo controllato dal sistema.

Qualcuno individua chiari elementi distopici anche ne “La leggenda del grande inquisitore” di Dostoevskij, inserita nel suo ultimo lavoro: “I Fratelli Karamazov” (1879) dal sommo romanziere russo. Ma l’opera che realizza l’utopia negativa per eccellenza è, senza dubbio, “Nineteen Eighty-four” di George Orwell, scritto nel 1948 (il titolo è ottenuto scambiando tra loro le ultime due cifre che compongono tale data), dove il Grande Fratello, a capo di una enorme gerarchia costituita dal partito, controlla non solo gli individui ma anche i loro pensieri; l’Autore aveva già dato alle stampe nel 1945 l’altrettanto celebre “Animal Farm”, una feroce satira dello stalinismo scritta sotto forma di favola che, pur essendo già ultimata nel 1943, non risultava politicamente corretto pubblicare prima, dal momento che criticava la forma di governo di una nazione alleata nel recente conflitto mondiale.

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In “1984” Winston Smith, il protagonista, membro subalterno del partito che lavora alla modifica di libri ed articoli di giornale pubblicati in passato, in modo che le previsioni fatte dal partito stesso risultino veritiere, non sopporta i condizionamenti della rigida e squallida struttura sociale entro la quale è costretto a vivere e ne infrange molte regole, instaurando tra l’altro un rapporto sentimentale con una compagna, in un mondo in cui è imposta per legge la castità ed il sesso è permesso solo a fini procreativi; nel momento in cui entrambi decidono di collaborare con un’organizzazione clandestina, proprio l’individuo che avrebbe dovuto costituire il contatto col movimento di resistenza si rivela essere invece un agente della psicopolizia che, dopo averli fatti arrestare, li sottopone ad orripilanti tecniche di rieducazione sociopolitica, in modo che si trasformino in individui perfettamente mansueti ed allineati con l’ortodossia del regime.

Il cinema ha tratto massiccia e costante ispirazione dalla letteratura distopica, che per sua natura si presta ottimamente alla trasposizione filmica, spesso contaminandone il genere con altri affini - in particolare quello fantascientifico e quello di fantascienza apocalittica e post-apocalittica. Ci sembra che esistano relativamente poche pellicole che si ispirano dichiaratamente ad una delle opere letterarie citate, rimanendo molto fedeli all’impianto narrativo originario. Ricordiamo tra queste: “Fahrenheit 451” (1966) di François Truffaut, dall’omonimo racconto di Bradbury; “Nel duemila non sorge il sole” (1956) di Michael Anderson ed “Orwell 1984” (1984) di Michael Radford, entrambi ispirati al romanzo di Orwell, come il precedente “1984” (1954), adattamento televisivo di Rudolph Cartier per la BBC; “The Time Machine” (1960) di George Pal, tratto da H. G. Wells e seguito da frequenti remake. Sono invece numerosissime le pellicole liberamente ispirate al “genere” nel suo complesso ma prive di riferimenti puntuali ad una singola opera. Rinunciando ovviamente alla completezza ed all’ordine cronologico ricordiamo alcune tra le più famose: l’intramontabile “Metropolis” (1927), di Fritz Lang; “L’uomo che fuggì dal futuro” (1971), primo lungometraggio di George Lucas; “Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution” (1965), insolita incursione di Jean-Luc Godard nella fantascienza; il visionario, satirico ed al contempo agghiacciante “Brazil” (1985), di Terry Gilliam, che avrebbe dovuto chiamarsi “1984 ½” per un duplice omaggio ad Orwell e Fellini; “Soylent Green” (1973), di Richard Fleischer, ambientato in un mondo invivibile dove l’eutanasia appare come estrema risorsa; “Zardoz” (1974), di John Boorman, manifesto contro l’utopia progressista; “Rollerball” (1975) di Norman Jewison, con remake (2002) di John Campbell McTiernan, nel quale lo sport violento elargito alle masse diventa strumento di potere; “1997 Escape from New York” (1981) di John Carpenter, dove troviamo l’intera isola di Manhattan trasformata in un enorme ghetto-prigione di massima sicurezza per criminali; del medesimo regista è ”They Live” (1988), dove il potere è detenuto da insospettati alieni; “Terminator” (1984) di James Cameron, primo film di una serie che vede le macchine in guerra con gli uomini; “Twelve Monkeys” (1995), ancora di Gilliam, in cui un viaggiatore del tempo indaga sulle cause di una trascorsa epidemia della razza umana; per finire col totalitarismo virtuale di “Matrix” (1999), spettacolare trilogia dei fratelli Wachowski.


Qualunque siano, ad ogni modo, le differenze tra i vari classici distopici letterari - e tra questi e le loro più o meno fedeli rielaborazioni cinematografiche -, esistono nelle varie visioni di un futuro apocalittico alcuni elementi ricorrenti che riteniamo interessante analizzare; per cercare di capire se i loro Autori fossero solo degli intellettuali disancorati dalla realtà - e pertanto folli “profeti di sciagure” - o, al contrario, individui provvisti di una profonda capacità di analisi ed eccezionalmente lungimiranti quando ammonivano che, se si fosse continuato a percorrere certe strade, si sarebbero realizzati i terribili scenari descritti nei loro romanzi. In effetti uno dei massimi esponenti della letteratura antiutopica, il già citato Aldous Huxley, ventisette anni dopo l’uscita del suo “Brave New World” riesaminava le sue profezie alla luce di avvenimenti recenti col saggio “Brave New World Revisited” (1959), giungendo ad una conclusione inquietante: alcuni elementi dell’utopia negativa che aveva immaginato meno di tre decenni prima erano già entrati a far parte della realtà. E’ stato del resto ampiamente documentato che cambiamenti strutturali anche drastici, che la popolazione rifiuterebbe istintivamente se fossero imposti all’improvviso, vengono invece docilmente accettati se iniettati a piccole dosi nel tessuto sociale ed accompagnati da martellanti campagne massmediatiche. Altra osservazione che merita particolare attenzione è che se quasi tutti – ma non tutti – gli Autori distopici guardavano con preoccupazione, nel momento in cui scrivevano, a varie forme coeve di totalitarismo, oggi invece possiamo individuare proprio nel mondo cosiddetto “libero e democratico” molti degli aspetti più oppressivi da loro denunciati.

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Uno di questi è la presenza di una gerarchia, basata prevalentemente sul potere economico, grazie alla quale le divisioni fra classi sociali sono rigide e quasi insormontabili. Si tratta di un’esagerazione? Forse, ma il costante impoverimento della classe media, il degrado della scuola pubblica ed i costi proibitivi dell’istruzione privata, la progressiva scomparsa dello stato sociale e dell’assistenza sanitaria, l’accesso al mondo del lavoro e – di conseguenza - ad una vita dignitosa presentati non come diritto acquisito ma come conquista individuale - uniti al disinvolto uso di clientelismo, raccomandazioni e tangenti da parte della casta che detiene le leve del controllo politico - vanno esattamente in tale direzione; a questo si accompagna la proliferazione di sterminate periferie degradate in tutte le grandi metropoli, a sottolineare - oggi più che nel passato - la separazione anche fisica tra le masse proletarie ed i pochi beneficiari dei vantaggi derivanti dal contatto col potere. Una immediata conseguenza è la scomparsa dei rapporti sociali come concepiti tradizionalmente dall’uomo: le relazioni umane sono dettate esclusivamente dal dogma del vantaggio individuale e del tornaconto personale.

Altro aspetto sicuramente individuabile come comune alla letteratura anti utopistica ed alla nostra società è il reiterato tentativo di soppressione del dissenso, visto come valore negativo in opposizione al conformismo dilagante; al di là dell’apparente pluralismo e libertà di espressione, peraltro sanciti da quasi tutte le costituzioni delle moderne democrazie, risulta chiaro a tutti che, tranne rarissime eccezioni, le coalizioni che si alternano alla guida dei governi, di qualunque colore appaiano, sono sempre espressione dei medesimi gruppi di potere. La propaganda di regime e tutto l’apparato educativo favorisce nella popolazione il culto del proprio sistema di governo, cercando di convincerla che è l’unico - e probabilmente il migliore – possibile. Le voci di reale dissenso presenti vengono o infiltrate dai “servizi” e sapientemente manipolate od emarginate limitando drasticamente, con tutti i mezzi individuabili, il loro raggio d’azione. Il sistema penale inoltre comprende spesso la tortura fisica e psicologica per tutti coloro che sono semplicemente sospettati di attività eversive. Sono consentiti anche gli omicidi mirati, purché, ovviamente, finalizzati al trionfo della “democrazia”.


In molti romanzi distopici la Storia viene continuamente riscritta in modo da risultare in linea con le previsioni ed i desideri del gruppo dominante; in “1984” è previsto un “nemico” che trama costantemente ai danni del governo e contro cui la popolazione è invitata quotidianamente a sfogare tutto il proprio risentimento; nella nostra epoca siamo ormai tristemente abituati a quegli episodi noti come tattica “false flag” od alle madornali ma sempre efficaci “bugie di guerra”, finalizzate ad ottenere il consenso della popolazione per aggredire altri Stati sovrani. Tali manovre sono spesso precedute ed accompagnate dalla minuziosa creazione del nemico da odiare, l’immagine del quale viene assemblata pazientemente, giorno dopo giorno, telegiornale dopo telegiornale, ospitando sui quotidiani e nei talk show di regime l’opinione di “esperti” e le accurate analisi politiche di sedicenti “gruppi dissidenti in esilio”; si arriva a negare – contro ogni evidenza - che il personaggio oggetto della campagna di demonizzazione sia mai stato considerato amico; si presentano come veri filmati realizzati da esperti cineasti dove alcune milizie, agli ordini diretti del novello despota, si abbandonano ad ogni sorta di violenze, tanto più odiose in quanto rivolte ad esseri indifesi quali donne, vecchi, neonati; la decisione di porre fine alla criminale attività del tiranno sarà salutata con entusiasmo crescente da tutta la popolazione. Tutto ciò è naturalmente reso possibile grazie anche alla solerte complicità di una agguerrita e ben remunerata schiera di pennivendoli e gazzettieri governativi, che diffondono come vere le notizie emesse direttamente dalle centrali di disinformazione. Le eventuali e sempre più rare voci contrarie che tentino una efficace controinformazione non hanno, in genere, i mezzi idonei per contrastare in tempo utile le menzogne ufficiali.

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Altro interessante – ed eccezionalmente significativo - punto di contatto tra la realtà attuale e la letteratura distopica riguarda il divieto di revisione storica da parte dei singoli ricercatori: tale aspetto, che tra l’altro nega alla Storia il suo carattere scientifico – in quanto questa verrebbe affidata al giudizio di un tribunale piuttosto che alla libera ricerca – denuncia la scellerata volontà del pensiero unico dominante, che introducendo lo psicoreato pretende non solo il dominio sul presente ed il futuro, ma anche sul passato, secondo il motto orwelliano: “Chi controlla il passato controlla il futuro: chi controlla il presente controlla il passato”. Sempre ad Orwell è dovuta l’introduzione del concetto di “bispensiero”, ovvero la capacità di sostenere simultaneamente due opinioni palesemente contraddittorie e di accettarle entrambe come vere – sintetizzata nello slogan del partito: “la libertà è schiavitù, l’ignoranza è forza, la guerra è pace” -; grazie al bispensiero attuale assistiamo oggi a “guerre umanitarie” a seguito delle quali vengono massacrati migliaia di civili ed intere nazioni sono contaminate per molti decenni futuri con sostanze radioattive; ci indottrinano fino alla nausea con tematiche antirazziste ma dobbiamo tollerare come normale l’ingombrante e criminale presenza di una entità che fa del razzismo uno dei suoi elementi fondanti; alcune situazioni negative per la moderna sensibilità – arretratezza della condizione femminile, scarso rispetto delle minoranze, presenza della pena di morte – vengono denunciate ed aspramente contestate se riferibili al “nemico” di turno, tollerate, minimizzate e addirittura ignorate se presenti nel contesto socioculturale di un alleato.

In molti romanzi anti utopisti ed in moltissimi film riferibili a tale genere le agenzie governative paramilitari sono impegnate nella sorveglianza continua dei cittadini. In alcuni casi il controllo può essere sostituito o coadiuvato da potenti e sofisticate reti tecnologiche. Alla fine dell’Ottocento Jeremy Bentham ideò un sistema di carcere, il Panopticon, pensato come una struttura radiale che consentiva ad un unico guardiano – posizionato in una torretta centrale - di vedere, non visto, tutti i detenuti e divenne un modello nella successiva progettazione di molti istituti di pena. Analogamente i cittadini dell’incubo orwelliano sono continuamente spiati dal Grande Fratello, anche nell’intimità delle loro case (per analogia con tale attitudine è stato battezzato in Italia “Grande Fratello” un reality show dove la vita quotidiana dei protagonisti viene costantemente monitorata attraverso telecamere nascoste; risulta che la maggioranza degli adolescenti affezionati a tale demenziale spettacolo di diseducazione di massa ignori i motivi della scelta del titolo). Sembra che in quella che viene ritenuta “la più grande democrazia del mondo” sia imminente la realizzazione del progetto, spacciato come beneficio sanitario, finalizzato a dotare tutti i cittadini di un chip sottocutaneo che produrrà effetti fino ad oggi impensabili in termini di libertà personale. Sicuramente molti saranno indotti ad assecondare senza protestare questo piano criminale, perché efficacemente spaventati e resi insicuri dalla incombente crisi economica, dal terrorismo e dall’incremento della criminalità.


Ancora molto numerose ed indubbiamente interessanti sono le similitudini da individuare tra le apocalittiche visioni degli universi distopici e la moderna società sedicente democratica; lasciamo il piacere di ulteriori scoperte a chi voglia dedicarsi alla lettura di queste coinvolgenti e spesso profetiche opere letterarie, ricordando il monito che Orwell rivolgeva agli intellettuali e che deve essere fatto proprio da tutti gli uomini liberi del mondo: prendere posizione chiara contro ogni tipo di totalitarismo; soprattutto, aggiungiamo noi, quando si celi camaleonticamente sotto improbabili vesti democratiche per perseguire i propri inconfessabili fini.


A tale proposito – sebbene esuli dalle presenti note - è necessario spendere qualche parola sul concetto di stato totalitario, a nostro avviso oggi usato arbitrariamente - se per tale idealtipo si accettano le connotazioni eminentemente negative codificate da Hannah Arendt (“Le origini del totalitarismo”, 1951) -, soprattutto se riferito al periodo dell’Italia fascista, anche se l’aggettivo “totalitario” veniva disinvoltamente usato, naturalmente in una accezione positiva, da Giovanni Gentile e dallo stesso Mussolini, ad indicare che “… per il fascista … nulla … ha valore fuori dallo Stato …”; se è infatti innegabile che durante il ventennio prese forma un regime autoritario è comunque risibile la tesi secondo la quale tutti gli italiani si sarebbero trasformati all’improvviso in pavidi mentecatti ipnotizzati dal gruppo dirigente, peraltro sconfessata dalla nota e storicamente accertata presenza di diverse anime all’interno del movimento; alcune delle quali, autenticamente rivoluzionarie, emersero prepotentemente quando, con la costituzione della Repubblica Sociale Italiana, vennero definitivamente recisi i legami con le forze reazionarie che facevano capo alla Chiesa ed al troppo piccolo re fuggiasco e traditore.


Né ci convincono le smodate lodi dei glorificatori delle democrazie occidentali, dove chi (mal)governa - grazie alle sponsorizzazioni dei potentati economici che finanziano le campagne elettorali - lo fa col consenso di una percentuale infima della popolazione, vista la crescente disaffezione per le urne degli aventi diritto al voto. L’esigenza morale sentita da tutti deve essere quella di vigilare costantemente per denunciare con forza la deriva sociale verso sistemi disumanizzanti e privi di valori condivisibili e tentare di smascherare - e contrastare con ogni mezzo - le progressioni, anche se piccole ed apparentemente innocue, tendenti all’universo schiavizzante dei regimi effettivamente totalitari.


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