G.L.
Ex: https://adaraga.com
Afortunadamente, no encontrarás La caballería espiritual en las estanterías de los más vendidos de Casa del Libro o de la FNAC. Y digo afortunadamente porque este libro de Carlos X. Blanco no ha sido escrito para ser deglutido por esa turba de consumidores compulsivos teledirigidos por los dominicales de El Mundo o El País sino para su degustación por paladares y mentes selectas. A caballo, nunca mejor dicho, entre la filosofía y la psicología (un espacio que nunca debió haberse perdido y que Carlos reivindica), esta obra sencilla pero de extraorinaria profundidad nos ayuda a elegir nuestro camino correcto para adentrarnos en la emboscadura.
G.L: La caballería espiritual comienza con una preciosa alusión al cuento infantil de Pulgarcito como estrategia vital y describes que «la vida es un camino muy largo hacia el bosque». ¿Qué nos aguarda en el bosque?
Carlos X. Blanco: El bosque es un lugar originario del que todos procedemos y hacia el que todos podemos volver, implica una región densa y oscura; entrar en el bosque significa «perdernos» en él; perderse en todos los sentidos de la palabra. Perderse o ser incapaces de retomar el hilo de nuestra existencia, no recordar quiénes somos, no hallar una salida. El bosque envuelve la libertad de las múltiples sendas, la región que esconde toda posible senda, pero también la ansiedad de no saber qué pasos dar, qué orientación seguir. El bosque libera de una vida trazada, pero también es angustia por la falta de diferenciación personal y por no saber resolver nuestros conflictos. El bosque está lleno de lobos y de ocasiones para perderse.
Otros filósofos, y en concreto me viene a la mente Ernst Junger, también se han referido al bosque. ¿Por qué el bosque es uno de los principales mitos europeos?
El bosque representa la realidad material primigenia, indiferenciada. La palabra griega hyle (materia) lo expresa muy bien. Significa materia y significa también el bosque, la madera, esto es, la materia prima que sirve de base o que se considera receptora de las formas. Materia y madera son palabras relacionadas. Europa fue una selva que hubo de ser talada parcialmente en pro de la civilización. Sin embargo, esa selva europea perdida y añorada prosigue su existencia en el fondo del alma humana, al menos en la europea, y es el elemento base y el fondo primitivo al cual, no obstante, deseamos reintegrarnos. La cabaña, el templo, la empalizada, el poblado, eran aún de madera ya trabajada por el hombre en unos primeros momentos de la historia. La primera europeidad cultural era una secreción del bosque. El Levante, Egipto, el resto de Asia, en cambio, fueron tierras de grandes ríos, civilizaciones de la piedra o adobe, antes que de madera, fueron universos áridos reconquistados por la ciudad, fueron regadíos y mercados esclavistas. En el mundo mediterráneo, como en Oriente, hay ya un alejamiento muy temprano de ese hogar boscoso, pues la cuenca de este mar se «civilizó» pronto, esto es, se secó, se taló, se superpobló desde hace miles de años. Desde la polis, desde la urbs, el hombre vio ya con temor y distancia esa primera patria de la que procede.
En España nos ha sucedido lo mismo…
Sí, tenemos esa dialéctica entre el bosque atlántico-cantábrico, por un lado, y la llanura y costa sureña-levantina, por el otro. Los conceptos de civilidad y ruralidad difieren mucho en las distintas regiones del país. También ocurre algo muy importante en relación con la técnica. La caballería espiritual europea no puede divinizar la técnica: la pone al servicio de metas espirituales más altas.
Algunos conceptos capitales de Carl Gustav Jung son una constante a lo largo de esta obra como, por ejemplo, el inconsciente colectivo. En un mundo deshumanizado y cibernético como el actual, ¿todavía podemos hallarlo?
Si no lo encontramos, el propio inconsciente colectivo saldrá a nuestro encuentro. Lo hace en nuestros sueños, mueve las manos del artista o del escritor, modela creencias del hombre corriente y concentra altas dosis de energía para hacer las cosas de la vida. El inconsciente colectivo es un océano lleno de energía, repleto de vida, corrientes y mareas. Todo él es fuerza, empuje. El hombre domesticado y mecanizado de hoy, si no sabe manejarlo, sucumbirá. El mundo moderno es el mayor pecado contra la naturaleza. Seas o no creyente, has de saber que muchas de las propiedades esenciales que la psicología jungiana atribuye al inconsciente colectivo son co-extensivas con las que las religiones más poderosas espiritualmente hablando (verbigracia, el cristianismo) atribuyen a Dios. Ir contra esta fuerza es ir contra la naturaleza, y es la mayor de las herejías. No puedes enfrentarte a tal océano de energía. Religiosamente eso es pecado. Psicológicamente eso es enfermedad. Metafísicamente es ir contra el ser, significa despojarse de la manera más absoluta.
¿Podemos encontrar a Dios?
Se puede hallar. Amando a tus hijos y a tu pareja. Arraigándote en una patria y a una comunidad. Haciendo de tu familia y de los tuyos un remanso y una fortaleza, construyendo una pequeña patria invencible con ellos. Buscando ratos de soledad y de contacto con la naturaleza, leyendo signos de divinidad en tu interior y en tu derredor.
«La vida psíquica es compensación». ¿Somos realmente libres o el censor que llevamos dentro nos lo impide?
La homeostasis, la búsqueda del equilibrio, la restauración de valores estables, forma parte de la vida orgánica y en la vida orgánica se verifican las mismas leyes que en la espiritual. En nuestro crecimiento y en nuestro combate contra la enfermedad, el pecado, el conflicto (en el fondo es todo lo mismo) contamos con un aliado, que es el propio proceso auto-curativo. El bien se hace camino, a cada paso se abren sendas para hallarlo. La verdadera espiritualidad (y dentro de ella, la religión) consiste en leer esos signos que hacen que no te pierdas, en aceptar esos dones y en no ser «rebelde» (diabólico) ante ellos. Mi ensayo La Caballería Espiritual es una pequeña brújula para orientarnos en ese crecimiento, para ser caballeros en el sentido medieval de una vida de servicio que acepta los dones pero también los sacrificios que la propia vida nos pide si queremos existir ennoblecidos, si deseamos ser dignos y no volver al lodo. El ser humano es, él mismo, un quicio. Somos, como dicen varios filósofos (Eugenio Trías, Manuel Fernández Lorenzo), seres fronterizos. Eso supone una gran dignidad pero también un gran riesgo, y antes que Jung o los pensadores citados, nos ha sido descrito muy bien por Santo Tomás de Aquino: semejantes a Dios, cercanos a los más ínfimos de los ángeles, pero muy por encima de las bestias. Así somos los hombres. Podemos bestializarnos o podemos deificarnos. De hecho nos deificamos un poco a diario cada vez que amamos, somos responsables o volcamos esfuerzo y espíritu de servicio.
«En mí está Todo». Una reflexión breve pero muy profunda. ¿Está capacitado el hombre del siglo XXI para saber quién es realmente?
Cada vez menos, pues nos vemos inmersos en un proceso brutal y satánico que consiste en la abolición de lo humano. El gran capital ha descubierto que la persona sobra, que le estorba ese animal racional que, incluso de manera inconsciente y confusa, busca deificarse. El gran capital ha descubierto que no solamente los bienes de la naturaleza o el fruto del trabajo pueden ser mercancías, sino que la propia mercancía humana es la más interesante para acumular beneficios, producir plusvalía. Y estamos en la transición horrenda de pasar de la esclavitud «enteriza» del individuo humano (cada cuerpo humano es tratado como una mercancía, ignorando su alma), a una esclavitud mucho más completa e interior, una especie de infección que afecta al compuesto humano mismo, a su alma y a las relaciones de su alma con cada una de las potencias del hombre.
¿De qué forma estamos siendo esclavizados?
Somos un pequeño cosmos, y la colonización y esclavización de cada parte de ese universo humano que es cada persona, va siendo un proceso imparable. Introducir la tecnología en todas nuestras funciones más vitales, no ya simplemente para aliviar el dolor o la fatiga en el trabajo, paliar el hambre o mejorar la cosecha, sino para poder, simple y llanamente, vivir… es un gran pecado. Debemos armar una fuerza de caballería para rescatar esos santos lugares que son el alma de cada individuo. El mundo va mal porque yo voy mal. Qué simple es el pensamiento jungiano. Le acusan de gnóstico, pero en muchos puntos expresa el Evangelio al modo más católico.
¿Puede el hombre de hoy escapar de alguna manera de este mundo no ya alejado de sino enfrentado abiertamente a Dios?
Sí, sin dudarlo. Hay que crear refugios en la familia. Educar a los niños al margen, y a veces, en contra, de las directrices autoritarias del Estado, de la partitocracia, de la UNESCO, etc. Hay que hacer «asamblea», verdadero sentido de la palabra Iglesia (ecclesía) con aquellos que también buscan a Dios. También hay que formar comunidades equivalentes a los monasterios medievales, refugios de la cultura, de la espiritualidad, del humanismo clásico, en medio de un mundo bárbaro. Europa se está barbarizando a marchas forzadas, y la creación de una red de comunidades de personas que buscan, que anhelan el crecimiento y la sanación, que se resisten al proceso nivelador, que no desean la «muerte» de su radical singularidad, es de todo punto esencial.
Un concepto muy interesante que desarrollas en tu obra es el de «el hombre planta».
Tenemos raíces. Necesitamos suelo nutricio. No somos fácilmente trasplantables. El hombre-nómada no es un modelo para nuestra especie. Muy pocas personas pueden vivir sanas dentro del nomadismo moderno. Debemos volver al terruño. Como creo que decía Sam Gamyi, el inolvidable personaje de El Señor de los Anillos, debemos cavar en nuestro huerto, cavar hondo. La lealtad a su señor Frodo se prolonga con la lealtad a su huerto, a su granja cargada de hijos, fruto del amor a su esposa. Sam echó raíces, pero ya las tenía desde el principio. Era leal a Frodo.
Ese concepto, el del «hombre planta», imbrica muy bien con el todo, como parte de una totalidad. ¿Qué es ese todo?
Somos un sistema, una totalidad ordenada y, como católico, te diré que formamos parte de un sistema o totalidad perfectamente jerárquica. Si sabemos no cortar raíces, respetarnos, ser leales, estamos contribuyendo al bien en que consiste ese todo. La caballería en la que debemos militar no es rebelde ante otra cosa que ante el mal. Nuestra bandera debe ser el bien. Cuando plantas un roble chiquitito y, al cabo de muchos años ves un árbol que te supera en altura, estás viendo una imagen del bien. Ese roble te dará sombra, te ofrecerá sus bellotas y permitirá que tus niños se encaramen a sus ramas. Debería ser obligatorio plantar árboles: ellos te recuerdan que somos parte del todo, ellos nos lanzan el mensaje de ser colaboradores y amigos tuyos. Si al todo lo llamas, según tus creencias, el bien o Dios, entonces estás siendo un co-laborador de lo más alto. Co-laborador: trabajar con, vives como aliado, cooperador.
¿Cómo es ese todo?
No es un todo estático en el que te pierdes como la gota de agua en el mar, o la vaca negra en medio de una noche. Es el todo jerárquico donde la persona se halla feliz por ser importante en la escala que le corresponda. A todo niño deberíamos enseñarle a ser humilde por ser importante, único, imprescindible. Nadie sobra. No dejar traer al niño al mundo, impedir el sano desarrollo del feto es un crimen en el terreno metafísico, no sólo civil: esa persona, con todo su proyecto importante, con su puesto en la creación debidamente asignado, ha sido «abortado». El todo se revuelve con cada «interrupción voluntaria» de su dinámica única e intransferible. Es un crimen contra el Todo.
Volviendo a Jung, a mi juicio, aciertas en señalar sus paralelismos con Hegel y aludes a una dialéctica común.
Ambos son grandes pensadores dialécticos. Hay en el alma, como en la realidad misma, un dinamismo inagotable. El mundo es lucha, oposición, síntesis, pero también la Psique humana es eso mismo. No tengo dudas: los mundos físicos, históricos, culturales, etc. , al igual que la psique humana, que es parte y a la vez espejo de esos otros mundos, son sistemas que buscan una diferenciación cada vez mayor. Y lo buscan por naturaleza, a pesar de esa corriente niveladora que nació con la modernidad. No podemos ser iguales, nunca lo seremos: la jerarquía del mundo implica una tendencia a la perfección. Un guijarro o un grano de arena ya son suficientemente perfectos en la playa donde reposan y se parecen demasiado a sus vecinos. Contienen toda la perfección que el mundo o el creador esperaban para ellos. El esfuerzo nos corresponde a nosotros, los hombres, que no somos guijarros uniformes arrojados en la playa. Siendo siempre imperfectos, debemos seguir las orientaciones y adentrarnos en el bosque, correr peligro y matar dragones. A mayor perfección de entrada, nunca absoluta, mayor esfuerzo de perfección para alcanzar el destino: nobleza obliga. La nobleza de que está investido el hombre, impone obligaciones y responsabilidades.
Perteneció a la escuela de Sigmund Freud pero rompió con su maestro. ¿Qué nos enseña Jung frente a Freud?
Que el ser humano no es una cloaca. Que nosotros somos espíritu. La verdadera psicología no es una para-física, un remedo de las ciencias naturales. Además de sexo, el ser humano es amor y crecimiento. No somos simplemente máquinas homeostáticas, sino líneas dinámicas que se orientan a un todo que, en el mundo mecanicista de hoy, nos lo quieren ocultar. Somos seres con vocación de servicio, somos caballería, orden monástica, asamblea de seres libres y capaces de caridad, y no, en modo alguno, una piara de cerdos.
Te muestras muy crítico con la psicología convencional, particularmente con la clínica, y reivindicas aquella «más amplia en intereses, valentía y profunidad». ¿Es el cientifismo el nuevo enemigo a batir?
Desde luego. Poseo formación en psicología experimental y neurociencias, y conocí demasiado bien a los «ratólogos», esos expertos en torturar roedores de laboratorio sin ton ni son, y conocí a pedantes conductistas, fieles seguidores de Skinner, que explicaban la mística de Santa Teresa, por ejemplo, en términos behavioristas o de drogadicción. Los freudianos reducirían la mística a la frustración sexual, etc. La psicología clínica actual, la de las más diversas sectas y escuelas que quiere ayudar a los pacientes basándose en experimentos con ratas o perros, o en abstracciones y modas americanas (la «inteligencia emocional», etc.) no es la sino terapia mecanicista acorde con un mundo-máquina, es un «servicio» que en realidad no cura nada y se limita a dar nombres raros a problemas existenciales de la persona, para los que no ofrece verdaderas salidas, sólo «modelos» para dar de comer a unos miles de titulados, cuando lo que ofrecen en venta no son, en gran medida, sino humo bien empaquetado, fraudes, cuando no simples placebos.
Vivimos en una sociedad obsesionada con la medición, la productividad y la eficacia. ¿Todavía queda espacio para aquello que, afortunadamente, no es medible ni es necesario que lo sea?
Sí, pero para ello habría que ir sustituyendo las ciencias «modernas» (economía, psicología, sociología…) por la metafísica. A fin de cuentas, no son ciencias: son metafísica barata, remedos. No hay salvación para el mundo si no volvemos a la metafísica y a la sacra doctrina. Habría que replantearse lo que fue la «Revolución Científica». Se quiso presentar como una ruptura con la sabiduría medieval. Triunfó la perspectiva de la cantidad, que es sólo una de las categorías del ser. Hoy en día todo se quiere medir o cuantificar, pero a veces no tenemos ni la más remota idea de lo que estamos midiendo (véase el ejemplo de la Inteligencia: ¿Qué es la inteligencia?, pues lo que miden los tests de inteligencia). Por encima de todas las ciencias, está la sabiduría. La propia fe no se enfrenta a las ciencias. La verdadera fe es una sabiduría superior al conjunto de las ciencias particulares. No es irracional, como empezó a pensarse después de Occam y tras la reforma de los protestantes. Es, por el contrario, suprarracional. Esto significa que la propia razón y la medida, sin despreciarlas ni mucho menos, deben subordinarse a la meta más alta.
«Gran parte de lo que hoy se llama ciencia no es conocimiento, es basura».
La pandemia del coronavirus lo demuestra. Se nos llenaba la boca con la «ciencia» moderna, en realidad con la tecnología al servicio de trasnacionales depredadoras y poderes militares, pero no podemos con este virus. Un niño posee un móvil con microprocesadores y minicámaras de última generación, pero no llega el agua potable a muchas aldeas y poblados en el mundo. Una «ciencia», así, permíteme, es una porquería. O buscamos un conocimiento cierto fundando en la búsqueda de causas verdaderas, con unas conclusiones necesarias que se derivan de principios de evidencia firme, o no tenemos ciencia. Manipular variables, construir juguetitos o publicar artículos «salami» en «revistas de impacto» no es ciencia… es añadir más porquería del mundo moderno. Un mundo que no hace otra cosa: producir la más espesa y olorosa de las porquerías.
Carlos X. Blanco: La caballería espiritual. Editorial EAS (Noviembre de 2018)