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mardi, 13 janvier 2009

Los supermercados y la crisis alimentario mundial

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Los supermercados y la crisis alimentaria mundial (extracto)

La crisis alimentaria ha dejado sin comida a miles de personas en todo el mundo, el Banco Mundial añade cien millones de hambrientos más fruto de la crisis actual…

Esther Vivas * (Adital 04.12.08)
El “tsunami” del hambre no tiene nada de natural, sino que es resultado de las políticas neoliberales impuestas durante décadas por las instituciones internacionales. Hoy, el problema no es la falta de alimentos sino la imposibilidad para acceder a ellos debido a sus altos precios.

Esta crisis alimentaria deja tras sí a una larga lista de perdedores y de ganadores. Entre los más afectados, se encuentran mujeres, niños y niñas,… En definitiva, aquellos que engrosan las filas de los oprimidos del sistema capitalista. Entre los ganadores, encontramos a las multinacionales de la industria agroalimentaria que controlan de origen a fin la cadena de producción, transformación y comercialización de los alimentos. De este modo, mientras la situación de crisis azota, principalmente, a los países del sur global, las multinacionales del sector ven multiplicar sus ganancias.

Monopolios

La cadena agroalimentaria está controlada en cada uno de sus tramos (semillas, fertilizantes, transformación, distribución, etc.) por multinacionales que consiguen grandes beneficios gracias a un modelo agroindustrial liberalizado y desregularizado. Un sistema que cuenta con el apoyo explícito de las élites políticas y de las instituciones internacionales que anteponen los beneficios de estas empresas a las necesidades alimenticias de las personas y el respeto al medio ambiente.

La gran distribución, al igual que otros sectores, cuenta con una alta concentración empresarial. En Europa, entre los años 1987 y 2005, la cuota de mercado de las diez mayores multinacionales de la distribución significaba un 45% del total y se pronosticaba que ésta podría llegar a un 75% en los próximos 10-15 años. En países como Suecia, tres cadenas de supermercados controlan alrededor del 95,1% de la cuota de mercado; y en países como Dinamarca, Bélgica, España, Francia, Holanda, Gran Bretaña y Argentina, unas pocas empresas dominan entre el 60% y el 45% del total. Las megafusiones son la dinámica habitual en el sector. De este modo, las grandes corporaciones, con su matriz en los países occidentales, absorben a cadenas más pequeñas en todo el planeta asegurándose su expansión a nivel internacional y, especialmente, en los países del sur global.

Este monopolio y concentración permite un fuerte control a la hora de determinar lo qué consumimos, a qué precio lo compramos, de quién procede, cómo ha sido elaborado, con qué productos, etc. En el año 2006, la segunda empresa más grande del mundo por volumen de ventas fue Wal-Mart y en el listado de las cincuenta mayores empresas mundiales se encontraban también, por orden de facturación, Carrefour, Tesco, Kroger, Royal Ahold y Costco. Nuestra alimentación depende cada día más de los intereses de estas grandes cadenas de venta al detalle y su poder se evidencia con toda crudeza en una situación de crisis.

De hecho, en abril del 2008 y frente a la situación de crisis alimentaria mundial, las dos mayores cadenas de supermercados de Estados Unidos, Sam’s Club (propiedad de Wal-Mart) y Costco (de venta a mayoristas), apostaron por racionar la venta de arroz en sus establecimientos aludiendo a una posible restricción en el suministro de este cereal. En Sam’s Club, se limitó la venta de tres variedades de arroz (basmati, jasmine y grano largo) así como la compra de sacos de arroz de nueve o más quilos a un total de cuatro por cliente; en Costco se restringió la venta de harina y de arroz frente al aumento de la demanda. En Gran Bretaña, Tilda (la principal importadora de arroz basmati a nivel mundial) también estableció restricciones a la venta de arroz en algunos establecimientos al por mayor. Con esta medida se puso en evidencia la capacidad de las grandes cadenas de distribución de incidir en la compra y venta de determinados productos, limitar su distribución e influir en la fijación de sus precios. Un hecho que ni siquiera se había producido en Estados Unidos tras la II Guerra Mundial, cuando sí se restringió el acopio de petróleo, neumáticos y bombillas, pero no de alimentos.

Cambio de hábitos

Otra dinámica que se ha puesto de relieve frente a la situación de crisis alimentaria ha sido el cambio de hábitos a la hora de hacer la compra. Ante la necesidad, por parte de los clientes, de abrocharse el cinturón y buscar aquellos establecimientos con precios más baratos, las cadenas de descuento han sido las que han salido ganando. En Italia, Gran Bretaña, España, Portugal y Francia, estos supermercados han visto aumentar sus ventas entre un 13% y un 9% el primer trimestre del 2008 respecto al año anterior.

Otro indicador del cambio de tendencia es el aumento de las ventas de marcas blancas que ya suponen, según datos del primer trimestre del 2008, en Gran Bretaña un 43,7% del volumen total de ventas, en el España un 32,8%, en Alemania un 31,6% y en Portugal y Francia alrededor del 30%. Cuando son, precisamente, las marcas blancas las que dan un mayor beneficio a las grandes cadenas de distribución y permiten una mayor fidelización de sus clientes.

Pero más allá del papel que la gran distribución pueda jugar en una situación de crisis (con restricciones a la venta de algunos de sus productos; cambios en los hábitos de compra, etc.), este modelo de distribución ejerce a nivel estructural un fuerte control e impacto negativo en los distintos actores que participan en la cadena de distribución de alimentos: campesinos/as, proveedores, consumidores/as, trabajadores/as, etc. De hecho, la aparición de los supermercados, hipermercados, cadenas de descuento, autoservicios…, en el transcurso del siglo XX, ha contribuido a la mercantilización del qué, el cómo y el dónde compramos supeditando la alimentación, la agricultura y el consumo a la lógica del capital y del mercado
*Coautora del libro Supermercados, no gracias (Icaria editorial, 2007)
Autor: Esther Vivas- Fecha: 2009-01-06

Le recours aux frontières

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Le recours aux frontières

http://www.europemaxima.com

vendredi 2 janvier 2009, par Georges Feltin-Tracol


La crise financière actuelle devrait réjouir les tenants de l’État puisqu’il sauve d’une ruine certaine bien des établissements bancaires. S’il faut en effet se féliciter de la fin du primat des « marchés » et des places financières, on ne peut que rester sceptique sur l’avenir de la crise. Assistons-nous aux prémices d’un effondrement général comme le prévoyait dès 1998 Guillaume Faye ou ne faut-il pas craindre que cette dramatique péripétie accélère plutôt le dessein d’intégration mondialiste ? Le réaliste pessimiste tend vers cette dernière hypothèse, car le F.M.I. souhaiterait devenir une Banque centrale planétaire. Si ce vœu se réalise, gageons que viendront ensuite une monnaie unique universelle (le mondo ?), puis un État mondial et, enfin, une société globale métissée. Cette marche insensée ne peut être empêchée (ou retardée) que si les États transgressent aujourd’hui un tabou et réhabilitent l’idée de frontières (peu importe ici le singulier ou le pluriel).

Il ne fait guère de doute que les « ploutoligarchies » transnationales exècrent cette idée qui contrarie leurs ambitions mortifères. C’est pourquoi, tout en injectant des sommes considérables dans des institutions financières en faillite, consacrant de la sorte un « communisme de marché » (1) dans lequel l’hyper-classe privatise des bénéfices gigantesques et « nationalise / étatise » des pertes faramineuses, les gouvernements se gardent de récuser le dogme du libre-échange (rien à voir ici avec les turpitudes strictement privées d’un haut-responsable français en poste à Washington). Pour la nouvelle classe dépeinte par Christopher Lasch, le protectionnisme (taxé de tous les maux dont le populisme et la xénophobie) n’est pas la réponse adéquate et, quand on ne le vilipende pas, les médias conservent un silence révélateur. En France, pendant longtemps, à part Maurice Allais, Emmanuel Todd soutint des thèses protectionnistes dans un cadre européen, mais d’une façon inaudible. Sa faible audience ne s’explique-t-elle pas aussi par l’incohérence de sa réflexion ? Favorable à un protectionnisme économique raisonnable, ce nationiste hostile aux souverainistes hexagonaux développe un discours républicain fortement intégrationniste. Or il n’a pas vu (ou compris) que nos sociétés d’Europe occidentale pâtissent d’une intense globalisation. L’anglicisme entend montrer le double phénomène qui frappe, entre autre, la France depuis deux générations :

— d’une part, une mondialisation extérieure initiée au début du XXe siècle, entérinée par les accords de Bretton Woods, le G.A.T.T. et le plan Marshall et amplifiée au milieu des années 1980 par la « révolution atlantique néo-libérale » reagano-thatchérienne de déréglementation de la circulation des capitaux et de l’ouverture progressive des marchés intérieurs européens à la concurrence intercontinentale,

— d’autre part, une mondialisation intérieure avec l’arrivée massive d’une immigration extra-européenne qui encourage l’islamisation, l’africanisation et la tiers-mondisation de l’Europe, et ce, combinée en même temps à une américanisation des mentalités et des attitudes ; ces processus ravageurs transforment par conséquent de vieilles sociétés solides en ensembles sociaux instables.

Vouloir le retour des frontières ne signifie pas seulement contester la mondialisation économique. Il s’agit aussi de contrer l’annihilation du politique.

Refonder des frontières (géo)politiques

Remettre dans les esprits et dans les faits l’idée de frontières exige au préalable l’abandon définitif du projet fumeux de « société ouverte ». La fermeture s’impose, car c’est une évidence incontestable que « la société politique est toujours société close, écrit Julien Freund. […] Elle a des frontières, c’est-à-dire elle exerce une juridiction exclusive sur un territoire délimité. […] Elle est l’âme des particularismes. En effet, toute société politique perdurable constitue une patrie et comporte un patrimoine » (2). Cependant, à rebours de la pensée uniforme la plus établie, il précise aussitôt que « clos n’est pas identique à statique, immobile, figé. Bien que close, la société politique n’est pas du tout repliée sur elle-même ni imperméable à ce qui se passe dans le reste du monde. Au contraire les bouleversements, modifications et innovations dans une société ont immanquablement un retentissement dans les autres sociétés (3) ». Ces incessantes interactions incitent au maintien de cette unité politique inscrite dans l’espace et le temps qu’est l’État qu’on ne saurait confondre avec l’État-nation qui n’en est qu’une des nombreuses manifestations historiques.

Malgré l’apparition d’acteurs nouveaux non étatiques marqués par l’émergence de réseaux transnationaux criminels (les maffias, Al-Qaida) ou religieux (Église catholique, sectes évangéliques, mouvements bouddhistes, etc.) et par la persistance de puissantes entreprises multinationales, le fait étatique subsiste, persiste, résiste, y compris pour des entités concernées à un processus d’intégration régionale telle que le Mercosur. L’exemple le plus flagrant reste la construction européenne avec l’Espace Schengen. Alors que les frontières intérieures de l’Union (entre les États-membres ou avec des voisins « sûrs » comme la Suisse, la Norvège ou l’Islande) s’estompent et se changent progressivement en quasi-limites administratives similaires au tracé séparant l’Île-de-France de la Bourgogne, ses frontières extérieures se renforcent théoriquement : on érige des murs high tech et on donne à l’Ukraine ou la Libye des millions d’euros pour qu’elles arrêtent chez elles toute la misère du monde. On comprend dès lors le dépit infantile des sans-frontièristes, ardents soutiens des hors-la-loi clandestins, qui éructent contre une « Europe-forteresse » fort peu fortifiée en réalité, car l’idéologie dominante mondialiste en fait une passoire indéniable.

Bien qu’elle s’inscrive dans une logique anti-stato-nationale, l’Union européenne sait bien qu’il lui faut des frontières, car une structure politique ne peut déployer son autorité que sur un espace plus ou moins strictement arpenté. Les eurocrates de Bruxelles cherchent à biaiser cette réalité par des élargissements toujours plus lointains. Ils préparent l’adhésion à moyenne échéance de la Turquie, du Maroc et d’Israël et songent d’y inclure un jour lointain l’Afghanistan, le Soudan et, pourquoi pas ?, la Papouasie - Nouvelle-Guinée… Il est cependant inéluctable que cette « Europe mondiale » se fracassera tôt ou tard sur le mur cruel des événements tragiques.

L’erreur originaire, ontologique même, des pères de la construction européenne fut de ne pas fixer dès le départ une limite ultime à leur ambitieux projet. Un européaniste exalté tel que Jean Thiriart en imagina plusieurs, de l’Irlande aux marches moldaves d’abord, de l’Islande à l’Union soviétique ensuite, de l’« Euro-U.R.S.S. » élargie à la Turquie, au Proche-Orient et à l’Afrique du Nord, enfin. Toutefois aussi étendus que fussent ces espaces géopolitiques fantasmés, ils savaient se donner des bornes. D’autres « européanistes » plus pragmatiques (Dominique Venner ou Henri de Grossouvre) évoquent plutôt un « noyau carolingien » basé sur une complémentarité franco-allemande ou sur un axe Paris - Berlin - Moscou. Ces considérations sur les limites ultimes d’une Europe idéale paraissent fort oiseuses à un moment où le machin de Bruxelles demeure un ectoplasme sectaire. Le repli vers les États et/ou les nations serait-il la solution en attendant mieux ? Méfions-nous toutefois de ce mirage : le cadre étatique et/ou national risque d’être comme ces chênes d’apparence robuste et en fait totalement pourris de l’intérieur, dévastés par le « cosmopolitisme » et des délocalisations industrielles massives.

Repenser des frontières économiques

Relancer le protectionnisme et sortir de l’O.M.C. seraient-elles des solutions judicieuses à la crise ? Des économistes bien-pensants rappellent que la Grande Dépression de 1929 s’installa durablement en raison du relèvement des barrières douanières et de l’adoption par Londres et Paris d’une « préférence impériale » fondée sur leurs colonies. Comparaisons n’est pas raison et on n’est plus dans les années 1930. Il serait temps de débarrasser le protectionnisme de toute connotation péjorative. Ce n’est pas la célébration d’une quelconque autarcie associée, parfois, à la décroissance (4), mais l’édification raisonnable d’« écluses » douanières qui freineraient, arrêteraient ou détourneraient les torrents de la marchandisation mondiale. On peut en outre exiger le retour des frontières en économie sans pour autant verser dans un excès protectionniste. D’autres voies anti-conformistes sont toujours envisageables.

Janpier Dutrieux suggère par exemple de « transcender le libre-échangisme et le protectionnisme, qui sont sources de conflits, et [de] leur opposer un système qui enrichit tout le monde. Ce système, c’est la mutualité commerciale » (5). Sans entrer dans les détails, il s’enchâsserait dans une « économie créditrice » avec « un étalon monétaire stable et fixe : l’eurostable » et « un nouveau système monétaire international autour d’une Union monétaire de compensation internationale qui fondera un mutualisme financier international » (6).

« De quoi s’agit-il, s’interroge donc Janpier Dutrieux ? Il s’agirait de mutualiser les avantages retirés de l’échange entre deux pays afin de ne pas léser la branche ou le secteur de production du pays exportateur (comme le fait le protectionnisme), ni pénaliser celui du pays importateur (comme le fait le libre-échangisme). Techniquement, il s’agirait d’appliquer une taxe sur les exportations (et non sur les importations), prélevée par la douane du pays exportateur. Cette taxe serait égale à la moitié de la rente de situation différentielle que possède la marchandise exportée par rapport à la même marchandise produite par le pays importateur. Le pays exportateur compenserait la branche professionnelle du pays importateur qui fait les frais de cette exportation. Ces échanges pourraient se faire dans le cadre d’une Alliance internationale de mutualité commerciale qui viendra s’opposer aux principes de l’Organisation mondiale du commerce […]. Le produit de cette taxe sur les exportations viendra financer les pertes à gagner des producteurs du pays importateur et permettre à ses branches de production d’améliorer leur compétitivité. (7) »

Il est vraisemblable que cette troisième voie commerciale libérerait l’économie dite « réelle » (les P.M.E., les artisans, les petits producteurs, les consommateurs, les couches populaires et moyennes) de l’emprise de la finance folle. Avec la mutualité commerciale, « les pays importateurs sont gagnants, ils n’ont pas à sacrifier leurs branches de production, ni à délocaliser leurs usines. Les pays exportateurs sont également gagnants, ils peuvent vendre leurs marchandises aux pays plus riches, et ainsi progressivement s’enrichir eux-mêmes. Dans ces conditions, ils pourront faire vivre leurs nationaux. La mutualité commerciale ré-enracine les populations. Elle stoppera les flux migratoires qui déstructurent l’humanité » (8). Voilà comment une réforme radicale des échanges internationaux permettrait aux entités politiques pourvues de frontières restaurées de reprendre le contrôle des déplacements mondiaux d’hommes, de les restreindre, voire de les renverser…

Admettre des frontières sociologiques

On se contente bien souvent de n’examiner les frontières que selon un angle politique et économique en délaissant complètement leur portée sociale ou « sociétale ». Le recours indispensable aux frontières entraîne inévitablement une remise en cause radicale du paradigme égalitaire moderne. Nous vivons, d’après Louis Dumont, à l’ère de l’homo æqualis triomphant (9). Or la destruction des corps intermédiaires et l’absence d’une armature organique participent à la négation des frontières, en l’occurrence sociales, ce qui engendre une quête frénétique, névrotique, quasi-pathologique, de la moindre distinction et l’émergence de l’astre noir de la Modernité, le racisme, qu’il faut considérer comme la nostalgie malsaine d’un désir d’homogénéité égalitaire. On découvre là l’« astre noir » de l’idéologie des Lumières et de son rêve dément d’ingénierie humaine. « L’homme moderne, et cela commence au XVIIIe siècle, observe finement Philippe Ariès, tolère de moins en moins des voisins qui ne sont pas conformes à son modèle. Il tend à les isoler, puis à les expulser, comme notre organisme réagit à un corps étranger. Les sociétés pré-industrielles ignoraient cet appétit d’identité » (10). Au nom d’une « égalité différentielle » exprimée par le slogan aporique « Tous différents, tous égaux ! », le discours multiculturaliste suscite des reconnaissances collectives, plus ou moins provoquées, autour d’affinités culturelles, sociales, sexuelles, linguistiques, confessionnelles…, qui opèrent de facto des clivages, des frontières, à l’intérieur d’une société voulue égalitaire. Certains s’écrient alors au « communautarisme », mais toute société n’est-elle pas un assemblage de multiples collectivités plus restreintes ? Et puis ce phénomène paradoxal de « différenciation égalitaire » ne répond-il pas à la pulvérisation (11) de nos sociétés minées par le couple infernal du productivisme et de l’argent ?

Quelques beaux esprits, égalitaristes frénétiques ou conservateurs patentés, condamnent le communautarisme qui saperait l’État. Ils ne décèlent pas qu’on quitte la Modernité pour un âge dit « néo-moderne », « hyper- moderne », « post-moderne » ou « archéofuturiste ». Ces modernes bientôt hors-jeu ne perçoivent toujours pas que l’individu, détaché de tout lien traditionnel ancestral, dépérit dans une unidimensionalité aliénante qui le réduit en homo consumans - homo faber alors qu’il s’épanouit quand il retrouve des entourages communautaires (12). D’autres le pressentent et multiplient en réponse de ce manque des occasions artificielles festives : les « nuits blanches », les raves parties, les grandes kermesses politico-musicales. L’homme moderne doit oublier sa condition de déraciné en promouvant l’homo festivus. Néanmoins, si les sociétés traditionnelles s’affirmaient par la prédominance du groupe sur l’individu tandis que les sociétés modernes s’analysent par la domination de l’individu sur le groupe, les sociétés post-modernes se définiraient plutôt par un équilibre toujours subtil, parfois conflictuel, entre un individualisme - qu’on ne peut renier et, faute de mieux, qu’on doit assumer - et un vivre-ensemble organique à (ré-)inventer sans sombrer dans l’absorption dangereuse (totalitaire) du privé par le public. La frontière y exerce dès lors par conséquent un rôle déterminant dans la « reholisation » des comportements collectifs.

Quitte à irriter, prenons un exemple provocateur. Le port du foulard islamique par les musulmanes dans nos sociétés participe indirectement à la réhabilitation des frontières. Certes, le tchador marque la volonté d’imposer l’islam sur les terres d’Europe. Oui, son port outrage la femme européenne qui - ne l’oublions jamais - assure la maîtrise du foyer chez nos peuples boréens (Pénélope, Guenièvre, Iseut sont des figures majeures de notre imaginaire forestier, maritime et montagnard qui ne disent rien à un fidèle venu du désert) (13) et ne concerne que des converties. Son port sur notre sol signifie en réalité que la musulmane établit une frontière tangible entre elle et les autres. Ce simple morceau de tissu visualise par conséquent une nette séparation entre l’Oumma et la « Maison de la guerre ». Va-t-on le déplorer comme se lamentent les républicains et humanitaristes ou bien faut-il vraiment se formaliser de cette distinction réelle entre elles (et par delà elles, eux) et nous ?

Indispensables discriminations

Dans le langage courant, la discrimination - toujours mis au pluriel - fait figure de mal absolu. Contre elle, on dilapide chaque année des milliers d’euros dans des campagnes de propagande. L’« idéologie » anti-discriminatoire s’est depuis longtemps infiltrée dans tous les pans de la société. Ainsi, les établissements scolaires ont retiré l’estrade sur laquelle se trouvait le bureau du professeur qui surplombait sa classe si bien que l’enseignant se retrouve maintenant placé au même niveau que ses élèves. Cependant, malgré des réticences, le monde si généreux des pédagogues continue à discriminer par des notes, en distinguant les bonnes copies des mauvaises. La haine contre les enseignants ne serait-elle pas un effet indirect - et inconscient - d’un environnement saturé de thèmes anti-discriminatoires ? Loin d’être politique, la lutte contre les discriminations relève de la moraline et verse souvent dans l’impolitique.

La pensée unique critique donc ces discriminations majeures que sont les frontières, car elles constituent une introduction aux différences. « Traverser une frontière, constate Julien Freund, c’est le plus souvent être dépaysé (au sens plein du terme), parce qu’on entre dans une sorte d’autre monde avec d’autres institutions, d’autres coutumes, d’autres modes de vie, un autre esprit. (14) » Comment ce changement est-il possible ? Parce que, poursuit-il, « la frontière exclut le reste. C’est elle qui donne un sens à l’acte de guerre, c’est elle qui définit l’étranger, c’est elle aussi qui détermine les situations qui désorientent l’être humain et le troublent parfois jusqu’au plus profond de lui-même : celles de l’exilé, du banni, du proscrit, du réfugié, de l’expulsé, de l’émigré, du déporté, etc. » (15). Bref, les frontières sont inévitables, d’autant que « la répartition des humains par unités politiques particulières répond […] à certains besoins de l’homme : celui de se distinguer et celui de “ se situer ”, pour employer une expression du vocabulaire contemporain. La reconnaissance de l’homme par l’homme n’efface jamais les particularités : elles sont aussi vraies que l’homme lui-même. La multiplicité des unités politiques fournit à chacun la possibilité de se définir extérieurement, la discrimination politique étant la plus simple, la plus nette, la plus manifeste et la plus compréhensible » (16). Il en résulte que la discrimination est une donnée irréfragable propre à l’homme.

Il y a dans la Bible un fameux passage dans lequel on sépare l’ivraie du bon grain. N’est-ce pas une métaphore discriminatoire ? Les agences matrimoniales fondent leur réussite et leur réputation sur des discriminations puisque les candidats au mariage recherchent le partenaire idéal à partir de critères précis (le sexe, l’âge, le niveau intellectuel, la profession, la taille, le poids, la couleur des yeux et des cheveux, les goûts, les loisirs…) qu’ils définissent soigneusement. Verra-t-on bientôt, sous peine de Goulag aseptisé, ces agences seulement mentionner : « Être humain recherche quelqu’un » ? Si cette folie anti-discriminatoire prend de l’ampleur, on peut imaginer que tous les mâles jaloux de voir l’actrice Angelina Jolie vivre avec l’acteur Brad Pitt leur intenter un procès pour discrimination parce qu’ils n’auront pas été choisis… Discriminer appartient au politique, au vivant, et non à une morale supposée universelle. L’anti-discrimination s’apparente en dernière analyse à une tentative échevelée de l’égalitarisme pris dans des contradictions inextricables. Ainsi, suite aux pressions féministes, il existe dorénavant à Mexico des compartiments strictement réservés aux femmes dans le métro ; à quand des compartiments pour les végétariens ou pour les porteurs de lunettes (ou pour les gens de non-couleur) (17) ? Cette tendance paradoxale de discrimination anti-discriminatoire est au fond logique puisque « la division de la société en sociétés particulières procède du concept même de politique, explique Julien Freund. La politique provoque la discrimination et la division, car elle en vit. Tout homme appartient donc à une communauté déterminée et il ne peut la quitter que pour une autre » (18). Le combat contre les discriminations qui favorise dans un premier temps une indifférenciation globale, crée, dans un second temps, de nouvelles distinctions plus sournoises encore que les anciennes et dont les natifs européens sont les premières victimes.

Quand on stigmatise l’opposition (la frontière) entre le citoyen et l’étranger au nom du genre humain, on va à l’encontre de sa nature politique. Qu’est-ce qu’un étranger ? « Être un étranger signifie précisément : habiter un pays dont on n’est pas citoyen. (19) » Ce rappel est inacceptable pour l’idéologie actuelle. Réhabiliter le politique, reconstituer la citoyenneté, restaurer l’État régalien (ce qui signifie par exemple de revenir au monopole de battre monnaie et de rétablir le châtiment capital) suppose au préalable de revendiquer et d’appliquer le concept vital de préférence identitaire d’ordre politique (nationale, européenne et/ou régionale) ou ethnique. Il est légitime que chez nous, les nôtres soient prioritaires par rapport aux autres. Une mère de famille se souciera d’abord de nourrir ses enfants avant de donner une bouchée de pain aux rejetons de la famille voisine, à moins qu’agissent des mécanismes de solidarité communautaire qui permettront de dépasser le simple égoïsme pour une coopération équitable entre personnes du même cercle d’appartenance d’une part, entre divers cercles d’appartenance d’autre part. Les enchâssements communautaires (ou les attaches collectives, naturelles ou subjectives) autour de la personne humaine ne sont pas exclusifs, mais plutôt cumulatifs et / ou synergiques. Les mesures anti-discriminatoires en cours dénotent une véritable phobie de l’originalité alors que « le particularisme est une condition vitale de toute société politique » (20). Soulignons en outre que ces lubies affaiblissent dangereusement le corps social qui perd son homogénéité spirituelle (ses traditions, sa mémoire, sa conscience d’être et d’agir au monde) au profit d’une hétérogénéité ethnique et d’une uniformité culturelle inquiétantes. Or « une société qui n’a plus conscience de défendre un bien commun qui lui est particulier, c’est-à-dire toute société qui renonce à son originalité, avertit Julien Freund, perd du même coup toute cohésion interne, se disperse lentement et se trouve condamnée à plus ou moins longue échéance à subir la loi extérieure » (21).

Redoutable machine de guerre contre l’esprit humain et le politique, l’anti-discrimination travaille l’opinion afin de lui inculquer une signification trompeuse. Les discriminations prennent sous son influence le sens de « traitements inégaux », de « préjugés inqualifiables (et désuets) ». Quant à la « discrimination positive », c’est-à-dire admettre une préférence envers des minorités reconnues aux dépens de la majorité et des autres minorités non qualifiées, car ignorées, elle apparaît surtout comme un favoritisme créateur à moyen terme de discordes internes, voire de guerre civile. Par ailleurs, les mesures de « préférence étrangère » posent les jalons de la ségrégation.

S’opposer à la ségrégation, stade suprême de la pulvérisation sociale

Par ségrégation, on désigne premièrement l’action de séparer quelqu’un ou quelque chose d’un ensemble, puis secondement la nette séparation entre groupes ethniques coexistant sur le même territoire. Ce terme connaît actuellement une éclipse relative dans le vocabulaire courant. Il subsiste volontiers quand on évoque la situation du Sud des États-Unis jusqu’aux années 1960 ou l’apartheid (qui se concevait à l’origine comme un développement ethnique séparé) en Afrique du Sud. En réalité, il y a ségrégation quand le primat égalitaire innerve la société et que la majorité pulvérisée, fragmentée, segmentée, égalisée, inquiète pour l’avenir de sa suprématie, réagit par une systématisation radicale de l’exclusion. Les sociétés traditionnelles ne nient pas les inégalités, elles les assument plutôt pleinement. Louis Dumont et Alain Daniélou (22) ont démontré l’inexistence de ségrégations dans le système hindou des castes.

Au contraire, la ségrégation, qui accroît l’anomie de nos sociétés, provient de l’indifférenciation généralisée des conditions d’existence et de l’oubli systématique des frontières. Les relever signifierait du même coup reconstituer un pluralisme authentique, car, si elles séparent, les frontières aussi unissent. Ce sont des interfaces, des lieux d’échanges (pacifiques ou non), entre différents mondes sociaux et culturels. Julien Freund estime que « la frontière est un chiffre de l’existence sociale de l’homme en tant qu’il est citoyen : elle sépare les hommes et en même temps elle est agent de cohésion des groupes et formatrice des communautés, celles-ci restant toujours particulières » (23). C’est « en affirmant la légitimité de certaines discriminations et la vertu des inégalités, de l’originalité et de l’expérimentation sociale, [que la frontière] exprime à sa manière le destin de l’homme par le refus du conformisme social auquel le public est sans cesse tenté de succomber » (24).

La frontière permet au Même de dialoguer avec l’Autre alors que la ségrégation nie, refuse, oublie, occulte, détruit l’altérité, la différence. Sans frontières, l’Autre cesse d’être ce qu’il est pour devenir quelconque ou rien. Les frontières ne nuisent jamais à la diversité humaine, bien au contraire ! Dans ce monde toujours plus terne, le recours aux frontières s’impose indubitablement au nom de l’écologie des cultures et de la variété immarcescible des peuples encore vivants.

Georges Feltin-Tracol

Notes

1 : Cf. Flora Montcorbier, Le communisme de marché, L’Âge d’Homme, coll. « Mobiles géopolitiques », 2000.

2 : Julien Freund, L’essence du politique, Dalloz, 2004, pp. 38 - 39.

3 : Julien Freund, op. cit., p. 42.

4 : Il est compréhensible de craindre que l’application de la décroissance entraîne une perte de puissance pour les États qui l’adopteraient (sauf si une instance mondiale l’impose à tous). Les faits semblent démontrer le contraire. Il existe actuellement un État au monde qui pratique une certaine décroissance économique sans que cela n’obère d’ailleurs sa puissance relative puisqu’il a contraint les États-Unis à céder : c’est la Corée du Nord. Mais à quel prix pour sa population civile…

5 : Janpier Dutrieux, « Nomadisme et enracinement : les nouveaux enjeux économiques, commerciaux et financiers », in sous la direction de Benjamin Guillemaind, La mondialisation est-elle une fatalité ?, Via Romana, 2006, p. 51.

6 : Janpier Dutrieux, art. cit., p. 49.

7 : Idem, pp. 51 - 52. Il importe aussi de relocaliser les économies et d’exhorter les pays émergents, présents et futurs, à cesser d’imiter le modèle occidental. Il revient donc à l’Europe de montrer une fois de plus une nouvelle orientation, la voie de la désoccidentalisation.

8 : Idem, p. 52.

9 : Sur Louis Dumont, cf. Homo hierarchicus. Le système des castes et ses implications, Gallimard, 1970 ; Homo æqualis I. Genèse et épanouissement de l’idéologie économique, Gallimard, 1977 ; Homo æqualis II. L’idéologie allemande. France - Allemagne et retour, Gallimard, 1991 ; Essais sur l’individualisme. Une perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, Le Seuil, 1983.

10 : Philippe Ariès, « Le racisme dans notre société industrielle », in Le Présent quotidien 1955 - 1966, Le Seuil, 1997, p. 262.

11 : Pour comprendre ce concept de « pulvérisation », cf. Éric Werner, Vous avez dit guerre civile ?, Éditions Thael, 1990.

12 : Le démembrement du cadre communautaire de l’être humain par la Modernité « relève d’une volonté de puissance déréglée fondée sur une boursouflure de l’ego. Qu’est-ce que cet ego ? Ce “ moi ” n’a rien à voir avec le cerveau rationnel ; il exprime les instincts du cerveau reptilien associés au cerveau limbique.

La maladie dont souffre l’Amérique et l’Occident est de type métaphysique (et anthropologique) : dans la société “ moderne ” où ne compte que ce qui est fonctionnel au service des instincts animaux, le “ moi ” est divinisé. Dans le cadre collectif, cette divinisation du “ moi ” se traduit par un égalitarisme haineux fondé sur le désir de vengeance. Dans une pareille situation, le système politique lui-même ne peut plus fonctionner normalement », écrit judicieusement Yvan Blot, « Vers un “ fascisme ” gay ? », Polémia, www.polemia.com, 9 décembre 2008.

13 : Dans la trilogie du Seigneur des Anneaux de J.R.R. Tolkien, Eowyn, nièce du roi du Rohan, incarne superbement l’archétype de la féminité européenne et on ne peut la comparer à Schéhérazade des Mille et une nuits.

14 : Julien Freund, op. cit., p. 39.

15 : Idem, p. 39, souligné par nous.

16 : Idem, p. 38.

17 : L’idéologie anti-discriminatoire sombre dans des querelles inextricables. Pour preuve, le 4 novembre 2008, les Californiens approuvent par référendum la proposition 8 qui interdit le « mariage » homosexuel. Les études post-électorales montrent que 70 % des Afro-Américains ont voté en faveur de cette interdiction. En critiquant ce vote populaire, les gays ne versent-ils pas dans la négrophobie tandis que les Noirs donneraient dans l’homophobie ?

18 : Julien Freund, op. cit., p. 38.

19 : Idem, p. 367.

20 : Idem, p. 39.

21 : Idem, p. 39.

22 : Sur Alain Daniélou, cf. Shiva et Dionysos. La religion de la Nature et de l’Éros. De la préhistoire à l’avenir, Éditions Arthème Fayard, 1979 ; Les quatre sens de la Vie. Et la structure sociale de l’Inde traditionnelle, Le Rocher, 1992 ; Le Destin du Monde d’après la tradition shivaïte, Albin-Michel, 1992 ; La Civilisation des différences, Éditions Kailash, coll. « Les Cahiers du Mleccha, volume II », 2003. On lira aussi avec profit d’Alain Daniélou « Le système des castes et le racisme », pp. 37 - 62, in sous la direction de Julien Freund et d’André Béjin, Racismes Antiracismes, Méridiens Klincksieck, 1986, ainsi que dans le même recueil l’excellente contribution de Michel Maffesoli, « Le polyculturalisme. Petite apologie de la confusion », pp. 91 - 117.

23 : Julien Freund, op. cit., p. 39.

24 : Idem, p. 313.

 

Remembering Johann Herder

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Remembering Johann Herder

M. Raphael Johnson

Surprisingly, very few of those who call themselves ethnic-nationalist know anything of its history and development. Johann Herder, writing in the early 19th century, is largely considered the major founder of nationalist theory in western Europe. A pro-Slavic German, Herder laid out a vision of the cultural order where the globe was made of innumerable ethnic groups, united by culture and language, each with its own purpose and “genius.” These were all to be self-governing, as the state was to have a minimal role, leaving actual governance to local institutions and tradition. Of all the nationalist theorists of history, Herder is likely the most widely read today, and is even given a modicum of respect within academic intellectual history and political science. 

Ethno-nationalism, in spite of the myths pouring out of the academic presses, is a rejection of the gnostic-Enlightenment view of man, morality and epistemology. Unless one understands this negative connection, one cannot understand the moral and historical and moral basis of nationalism and the ethno-community. Therefore, it is absolutely central that the work of Johann Herder be dealt with, for, in many respects, the revolt against Enlightenment "liberalism" and "practical" conservatism comes from him rather than from Burke, whose theoretical prowess has been overestimated in many respects.

Herder's critique of the Enlightenment rests on one major proposition: that the study of man is radically different from the study of nature. In other words, the object with which any specific community or civilization provides the "social scientist" with does not bear the same marks as an object as in the natural sciences. The sciences themselves impose an ideological and a priori grid upon nature, the quantitative measures to which science reduces all visible phenomena. To treat man as an object of science is to standardize him, to standardize him is to reject all that is human about him, to reduce him to a mechanical being, a being easily manipulated from outside; the esoteria of the social sciences. In other words, this sort of standardization is to reduce civilization -- for Herder the ethno-nation -- to a set of material causes and effects which ensures that only the most formal and formalizable aspects of the people under study will be understood. Even here, though, precisely because that which is formal (or formalizable) is removed from the rest, that then is misunderstood. Peoples are distorted if they are a priori standardized in a quantitative formula. This is the central proposition of Herder's social theory, and, importantly, the starting point for the countercritique of Enlightenment mythology.

Herder, as nearly all anti-Enlightenment thinkers, rejected the intellectually vapid notion of a "social contract." If such contracting individuals were to exist to enter into some contractual obligations, then the contract would have already been settled. In other words, the civilizational apparatus that would allow a scholar to even conceive of a "contract" is already in existence as the contracting parties are coming together. "Social contract" theory is an intellectually dishonest slight of hand: its primary purpose is to reject all aspects of history, civilization and nationhood in order to rebuild the society on the demands of the contracting parties. These, as always, mean the wealthy and powerful who demand the institutionalization of their own interests and call them "universal human rights."

Communities derive primarily from the fact that men are born radically helpless and dependent, not free and equal. Only the existence of the community ensures that human beings exist at all. Therefore, all arts and sciences derive from this natural, communal union, and exist as a product of the communal mind, rather than specifically the minds of great men. In other words, that the man of genius, undoubtedly a reality in human history, should be demystified in that his genius has been nurtured by the community around him. The books he has read, lectures attended, apprenticeships, language, education, in short, everything necessary to develop the talents of genius are communally created, not individually created. Therefore, the proper study of human society is not the "great man" but rather the community, the nation, the ethnos. This is the proper unit of history, and it is it that works through the great men, economic institutions, armies and books that a historian might study. Genius exists, as do classes or great ideas, but they do not come into existence in isolation.

What Herder and his followers revolted against is the mechanization of nature and human societies, the dominance of methodology over mankind and the idea that various nations and cultures are commensurate with the newest conceptual apparatus of modern science. On the contrary, Herder believed that nations and cultures were basically incommensurable, and that, in order to understand any one, they needed to be understood from the point of view of how they understood themselves. Modern historical theorizing generally judges historical societies to the extent they have manifested the much more contemporary ideas of liberalism and secularism. Of course, such a method is not history, but a crude ideological polemic that passes for erudition in American universities. A nation is not "successful" if it is wealthy, if indeed, wealth is not a mark of success. American historians will prattle on about the wealth, freedom or repression in a certain historical culture, without bothering to inquire whether or not such things were considered important, or if the average person considered liberal ideas of jurisprudence to be wise or not. Herder fought this trend in his own day, and the battle seems still to be lost.

The basic epistemological idea here is that, in order to understand anything, the conceptualization of the data (always incomplete) must come a posteriori. Objects can only be understood within and through the group mind of the ethno-community. Contemporary scientific methods take an a priori notion of conceptualization such as "rational choice" theory or a class- or "gender"-based analysis, for example, and impose it upon any society or group whatever. In political science, so it is regularly claimed, any data set whatsoever can easily be quantified and placed within a regression model. The connection between the real, concrete data and its quantification and analysis is rarely questioned. Everything is standardized and everything follows the same crass laws of cause and effect, even man.

For Herder and so many others, what must come first is first-hand, lived experience with the data, with a concrete sense of what an object is, as defined by the specific community under question. Rejecting qualities as "accidents" or "residuals" is an epistemological error, for it rejects what is a part of the object under study, part of what makes it unique and thus worth studying in the first place. In other words, for Herder, any object needs to be understood in the sense of its value or lack of it within the culture which it is found. Epistemology is intensely social, and to divorce it from social life and the development of national consciousness (and therefore language) is to divorce knowledge from reality. Reality, for the analytic philosopher, is a set of concepts expressed in words, not actual objects; and actual objects, to be thus, are always a product of culture, traditions or traditional norms. Objects only become so in the nexus of national and cultural tradition, or they are not objects at all.

For the Enlightenment, the notion of "progress" has been an allegedly continuous move from "myth" to "fact;" myth is the sensuous and concrete aestheticization of nature and mankind into something socially recognizable and intelligible. Progress has its esoteric side of being the "demystification" or "unmasking" of such concrete realities into the abstractions of modern scientific and moral ideology. For Herder, this is a regress. Modern scientific methodology has eliminated the concrete object in favor of a sterile concept. The older idea of myth was not falsehood in any sense, but is a key to the heart and mind of a specific people and civilization. To aestheticize nature is to imprint the "general will" upon it, to provide it with cultural reality by integrating it into the vortex of the nation. The nation, then, seeks to unify all things to itself: nature, technics and economics. These are provided with the imprint of the historical memory of a people. Nothing is strange, everything becomes recognizable.

While it might be true that technics derives from a certain conceptualization of matter, it does no follow that the mythos, or the aestheticization of matter is therefore "backward" or "false." The notion of myth, however conceived, is a means whereby objects of nature and art are brought into the cultural gestalt of the community, the nation. To render objects as mere concepts is to destroy them; it is, in a magical and occult sense, to recreate them in the image of man. In turn, they are taken out of the realm of experience and exist solely in the realm of ideas to then be renamed and reconceptualized by those with the power to perform such magic community-wide. It is a dangerous form of alienation that removes the individual from the realm of the concrete, the realm of reality, or real consequences and the real personal identity, into the realm of ideas, of the realm of images that can easily be transformed by the wishes of those who control the vocabulary and projection of images in modern life. Myth therefore, is not falsity, but it is something integrative and gives nature the stamp of nationhood, or the identity of the collective self.

More importantly for mankind, what is important is a view towards what the various communities and nations deem important or worthy in life. The "idea of order" that animates the community carved out of what ordinarily would be chaos is what needs to be analyzed, not, on the other hand, that strictly modern sense of placing a stylized pattern of "rational choice," "utility maximization," structural-functionalism, psychoanalysis, or whatever and placing it over every and any people. Such modern methods are not based on "science," but on a set of axiomatic assumptions that cannot be proven, namely, that stripping away the cultural "accretions" of a people leads to their "essence," their "demystification." The proposition: "all peoples function according to strict rational choice and utility maximization models," is a completely nonscientific statement. It is an non-provable assumption, made more dangerous that it must be taken on faith, a priori, and merely applied. One then assumes that the product of such analysis actually reflects the "real world" of things.

The vapidity and coldness of analytic methods do, in fact, communicate true cultural life: they are not the universal truths of the faculty lounge dreamers, but rather that of the emptiness of modern western life, where "tradition" and "culture" are largely non-existent, completely administered by the handful of families that control the flow of images and the resultant stimulus. Analytic philosophy, indeed, far from being the search for the universal inherent in the text under study, is nothing more than a brutalization of the texts of western philosophy, the imposition of the mindlessness of Anglo-American liberalism and nihilism upon texts the authors of which could never understand.

For Herder, and for ethno-nationalism in general, one approaches an artifact of a culture, of a nation, precisely as that. Something that reflects, not the specific idiosyncrasies of the artist, craftsman or writer, but of a whole people. Any artifact contains within itself the soul of an ethno-nation and a civilization, of the folk. it reflects years of development long before the object ever came into existence, and a set of influences so nuanced, and going back so far into history that it radically resists any form of quantification, or even of understanding except in the most pedestrian of senses.

In other words, objects of a culture are "organic." That word is used over and over again, and only in the rarest of papers it it ever defined. The best and most meaningful use of the word is that the whole is manifest in the part. That is, each object manifests the whole in which it has been created. Because each man, no matter how much an "individualist" he might delude himself into thinking he is, is the product of time, culture (or lack of it), language and national and communal history that defines the fears and hopes of society at large. Because of the intrinsic connection between human development and one's immersion into a national tradition and self-identification, it follows that the acts of such an individual are, in fact, acts of the nation, of the people.  

The notion of "organic," (or, "integral," for that matter) then, refers to the fact that it is not proper to split off the disciplines from one another: morality is dependent upon an understanding of history, philosophy on culture, culture on language, etc. Each is necessary to reinforce the other, and any specific text of a culture, therefore, contains all of them, to one extent or another, however ultimately distorted. To remove moral views from historical development or epistemology or language is to completely distort the actual historical process of these things coming into existence and taking hold over a people.  

Hence every nationality must be considered solely in its place with everything that it is and has; deliberate isolation, rejection of individual phases and customs will not result in history. To gather such collections one steps into a charnel-house, into a lumber room and wardrobe of the nationalities, but not into the living creature, into that great garden in which the nationalities grow like plants and of which they are a part; in which everything -- air, earth, water, sun, light, even the caterpillar which crawls upon the plants an the worm which destroys them -- belong to it. (xviii 248) 

For Herder, as for nationalism properly understood, nationalities are not states, nor do they need them. States are the creation of men, the ruling classes; nations, on the other hand, are creations of nature, creatures of the dependence and weakness of the individual alone against the elements. Herder writes in a celebrated passage: 

Millions of people on the globe live without states....Father and mother, man and wife, child and brother, friend and man -- these are natural relationships through which we become happy; what the state can give us is an artificial contrivance; unfortunately it can also deprive us of something far more essential -- rob us of ourselves. (xiii 341) 

One of the most significant difficulties in the American literature on nationalism is the extent to which the state is confused with the nation. However, it is understandable, for the dominance of analytic methods in the social sciences has extreme difficulty dealing with the unquantifiable and complex set of nuances and subtle folkways that are actually the stuff of nationality. The state, with its conveniently arranged bureaucratic offices, numbers of soldiers and massive budgets, is a far more amenable object of study. Unsurprisingly, the nation became synonymous with the development of the state administration. The development of nationalist thinking under Herder was completely lost as the social sciences found the state far more amendable to their careers and intellects.

One of the central aspects of Herder's vision for the development of counterrevolutionary thinking is just this distinction between culture and law, between the ethnos and the state. If culture is strong and vibrant, passed down from the church and family unit, then the arm of the state is unnecessary. The Russian Old Believers, Serbia under Dushan or the feudal West are examples of "states" whose constitution consisted of autonomous communities where the state was very weak or non-existent except in the realm of foreign policy and general taxation. Under the medieval royal systems, each community was self-governing under only those laws necessary to the proper functioning of each autonomous institution. The culture, found in the Church and its myriad manifestations, maintained the identity and order of each community, each with its own specific mission and sense of self. As later as nineteenth century Russia, the rural commune was self governing, and the state's presence in rural life was nearly non-existent. The liberalism of Alexander II and his serf emancipation served one purpose: to allow the state to enter into the formerly self-governing sphere of commune-landlord relations and impose a more centralized regime. In other words, either in the Germano-Latin, Polish, Serbian or Russian cultural milieu in the middle ages, the state's power was not conceived of in a liberal and centralized fashion of an "administration," but the nation -- the ethno-cultural community -- was given free reign to rule and maintain order.

Very much like the Russian Slavophiles of the 1840's, Herder did reject the "consent" theory of government. Custom, tradition and nationality are not things that one consents to: they are the conditions for one to consent to anything. When one, in a purely theoretical way, "consents" to become a citizen of a certain polity, one already must have a rather well developed sense of moral life, culture and self in order to make such a decision. The idea of liberal "consent" is a fraud, for no one has ever consented to be ruled by a certain ruling class, but the idea of 'consent" is intrinsically connected to the lie of "contract theory."

If custom and national tradition has its place, providing the natural and organic sources of authority that one comes to understand from one's birth, then the state or any external authority become unnecessary. The medieval state was a distant entity, an object of veneration because of its function as the protector of the real, that is, the protector of the church and tradition. A monarch or great general is an object of veneration, a bureaucrat is not. The extent to which the state becomes a set of neatly organized bureaucratic offices, distanced and often contemptuous of the communal locality, it ceases to be representative. The modern notion of "representation" is just another of the contemporary frauds that masquerade as "political theory" in the halls of academia. The extent to which the state is consolidated, centralized and self-interested (defined as the bureaucratic regime developing its own corporate interests), it automatically becomes non-representative. This has nothing to do with campaigns or elections, for the bureaucracy in every "advanced" western society, along with the courts, economic centers and mass media, hold real cultural and therefore social power. The destruction of communal cultural unity is always to the benefit of the bureaucratic regime and its demand for neat organization, conceptualization and standardization. Herder writes: 

The most natural state is one naturally with one national character. This it retains for ages and this is most naturally formed when it is the object of its native genius for a nationality is as much a plant with nature as a family, only with more branches. nothing appears so indirectly opposite to the end of government as the unnatural enlargement of states, the wild mixing of all kinds of people and nationalities under one scepter....Glued together indeed they may be into a fragile machine, termed a machine of state, but it will be destitute of inner life and mutual sympathy of the parts. (xiii 384) 

This may well be termed, as well as the political vision the work as attempted to put forth, a vision of ethno-national anarchism. That is, the lack of state power means the proportionate growth of a local patriotism, a local ethno-traditionalism and a local cultural nationalism that provides for the loyalty of healthy citizens far more than the recruiting sergeant or revenue director. Bureaucracy cannot be separated from a epistemological methodology that demands all data be standardized, conceptualized and subject to the same testing. An epistemology that refuses to see the uniqueness of objects, but rather, for the sake of communicability and neatness of presentation, reduces all objects of whatever kind to their definitional "essences," becomes whatever the powerful in any society want them to be. Herder refused to make the common distinctions between reason and imagination, or sensate experience and culture, all were intimately bound together. One cannot remove the feeling of romance from reason, for it is precisely these feeling that provides for the continued interest in the world. The spirit of loyalty and ethnic tradition is what maintains loyalty, not mathematical equations. One has never done statistical analyses to figure out whether or not one loves his family or native village. These relations are immediate, and they are immediate because it is these that make conceptual mediation (i.e. reason) possible in the first place. Post-modernism is easily predicted when the cultural bases of reason (making reason contingent rather than culture) disappear. When this happens, reason takes a back seat to the "will to power." Without ethno-nationalism, reason dies.

The nature of this tradition, if one is forced to"conceptualize" it, is language. For Herder, language was the primary ingredient in nationality. Words represent the "common symbolism" of memory, the basic structure of which is traditional praxis. It is not surprising that Herder believed words to be ideas, and ideas, words. There is no such thing as an abstract thought that then finds a linguistic outer coating, called a "word." All thought is done through language and therefore, language precedes conceptualization. If language precedes conceptualization, and language is the "concretization" of historical memory or tradition, then reason, a certain structure of thought, is based ultimately on tradition. The basic philosophical distinction between self, idea, word and world is for Herder completely false. Each of these is to be found in the others and is intimated and suggested by the others. Tradition, self, ideas and language are basically one and the same concept; complex to be sure, but related in such a way as to make their arbitrary analytic separation impossible or unintelligible.

The self is not sui generis -- to put this more simply -- but rather the product of the cultural milieu in which it was created: the language, customs, hopes, memories and fears which nurture the self from infancy into adulthood. Only when the culture breaks down through alien peoples and ideas (including the state) does this connection become severed, and the most horrid of situations, alienation, becomes a social reality, leading to social pathology and ultimately, social death.

Man is shaped by his association with others. This association is governed, indeed made possible at all, though similarity -- language, concepts, morality and historical experience. When this memory become clouded -- as in the present day -- though outside intervention of self-interested self-deception then the basic nature of the association is destroyed. The abstractions of liberalism or neo-conservatism cannot rescue it, but are the very products of this decay.

For Herder, nations are formed by various variables, which are primarily climate, basic physical environment, relations with others (or lack of them) and heredity. They develop slowly, but have as their primary goal the binding of strangers into a unity. For Herder, nations in the modern sense are the most holistic form of community: small enough to maintain a basic linguistic and cultural commonality, but large enough to be self defending and economically secure. Obviously the Greek city state was extremely vulnerable, as the large empires were bereft of any ordering principle, as they were made of myriad religions, ethnic groups and languages. For Herder, the very subject of history is the development, thriving and demise of these various nations. Or, put differently, history is the story of how specific peoples controlled and directed the potentially infinite human impulses. Without harmonization, the human will will seek its own pleasure an domination. Culture and historical memory serve to direct the will into a unity of form and function, initiating the man into a world of order in a chaotic and fallen nature.

There can be no doubt that the notion of the cultural community, that is, nationality, for Herder was the primary method of actual and real representation. For him, the nation was the collective consciousness of the people who composed it. In a certain sense, the Rousseauian notion of a general will makes a bit of sense. Now, Rousseau cannot be the ground for nationalism of the Herderian stripe, but there is a sense in which that the idea of a selfless will, dedicated to the common good, can meet in time through historical memory and customary fears and hopes, all expressed a common language that embodies these. This idea of cultural unity is a manifestation of the general will, and is a far more interesting use of the phrase than that "insane Socrates." Herder made a careful distinction between the people, that is, the true representatives of the nation, the folk, and the "rabble," or the frenzied mobs of alienated and acultural "societies" (such as in the modern era) that have only their anger and bitterness to unite them. That there is an "idea" of order that the imagination can partly grasp for Herder is central to their being a nation or a national character at all.

"Progress," one of the phony buzzwords of Enlightenment mythology, is also something that comes to make sense only in a national context. The idea of order that makes sense out of an association, and is developed by it, is what produces the various goals and strivings of a people. Therefore "progress" as an ethical notion can only begin there. The constant uses of the terms "backward" or "progressive" are non-universal, and can only be utilized in the context of the communal structures of a specific nation. What is valued and respected by the community is the extent to which something is progressive or not. To the extent that policy moves towards what is valued versus something else is the proper use of the terms "backward." A "progressive" society, therefore, is one that continually improves its manifestation of its idea of order, or that "general will" that truly represents the historical memory of a people. A "regressive" society is one that moves away from it. "Injustice" comes to be the introduction of policy that rejects the communal consciousness of a people, and therefore, the people's inherent sense of propriety.

Johann Herder is at present, a threat to the modern world and its academic establishment. He is a living refutation of their ideas of progress and conceptual uniformity. He is a danger for he has the potential to unite the anarchists of the "left" with the ethno-nationalist of the "right" against the demands of Enlightenment, empirico-capitalism, in both its vapid liberal and conservative forms. His battle was primarily against the notion of cosmopolitanism, or the idea that man's faculties are sui generis, and therefore owing no loyalty to any specific community. Such a person is barely human, living accordingly only to his desires and impulses: he is inherently sociopathic. The proof of Herder's ideas here is evident in the present day. Herder writes, mocking the pretensions of the modern cosmopolitan spirit: 

All national characters, thank God, have become extinct; we all love one another ,or, rather no one feels the need of loving anyone else. We all associate with one another, all are completely equal -- cultured, polite, very happy; we have, it is true no fatherland, no one for whom we live; but we are philanthropists and citizens of the world. most of the rulers already speak French, and soon we all shall do so. And then -- bliss! The golden era is dawning again when all the world has one tongue and one language; there shall be one flock and one shepherd! (v, 550) 

Therefore, Herder is forgotten, but is is equally clear that the building upon the ruins of the plastic liberal/conservative divide will need his services once more.

[The Idyllic, August 9, 2003]

lundi, 12 janvier 2009

Revue "Entropia": trop d'utilité?

Revue Entropia : Trop d’utilité ?

Tandis que s’étrécit le champ des possibles en partage, le trop excède en tout : trop d’injustices, trop d’insignifiances, trop de violences, de crises écologiques et de désastres sociaux…
Cette situation ne serait-elle pas en relation paradoxale avec l’importance démesurée accordée à l’utilité ? L’utilitarisme est une doctrine - née en 1827 - selon laquelle l’utile est le principe de toutes les valeurs, dans le domaine de la connaissance comme dans celui de l’action.

Cette peste moderne a conduit l’espèce humaine au bord du gouffre. Confondant le nécessaire et l’utile, elle ampute l’être humain des registres de la gratuité, de l’inutilité et de la sensibilité de la pensée qui sont pourtant les signes universels de sa singularité plurivoque. Elle mutile tous les rapports sociaux en les soumettant aux diktats de la marchandise. On peut avancer que, par nombre de ses aspects, l’idée de décroissance est née d’un sursaut de rébellion contre cet égarement.

Depuis sa création, en 1981, le MAUSS - Mouvement Anti-utilitariste dans les Sciences Sociales - a exploré le terrain d’un anti-économisme effectif. Sans renier cette filiation parmi d’autres, l’objection de croissance a choisi de radicaliser l’analyse et de bouleverser l’offre théorique et politique face à une crise anthropologique sans précédent.

La discussion de famille engagée entre ces deux mouvements d’idées se devait de devenir publique. Serait-ce, là, une autre façon d’oser ranimer le vieux débat entre réforme et révolution ?

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Maatschappij allarmerend individualistisch

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Maatschappij allarmerend individualistisch

http://klauwaert.blogspot.com
Bijna een op tien Vlamingen heeft geen vrienden

Bijna 1 op 10 van de Vlamingen, of 8 procent, zegt dat hij of zij geen vrienden heeft. Dat staat in het januarinummer van het gratis tijdschrift "çava? " van de Christelijke Mutualiteit (CM) Midden-Vlaanderen.

(belga) - CM Midden-Vlaanderen ondervroeg zo'n 1.500 Vlamingen over vriendschappen. Hoewel 8 procent zei dat ze geen vrienden heeft, telde de Vlaming toch gemiddeld zeven vrienden. Gemiddeld waren er daarvan 2,5 beste vrienden.

Vier op tien leerde zijn vrienden kennen op het werk, ruim een derde via het verenigingsleven en meer dan een vierde via het uitgaansleven. Bijna de helft gaf aan dat ze hun vrienden leerden kennen via gemeenschappelijke vrienden.

Opvallend is dat een derde van de ondervraagden zei online vrienden te hebben. Dat was eerder het geval bij mannen dan bij vrouwen, met respectievelijk 40 procent en 27 procent. Vrouwen sluiten vriendschappen vooral via fora, mannen via gamen of bloggen. Wel zei ruim een vierde dat ze die vrienden nooit in werkelijkheid zien. Ook zou een op acht zich anders voordoen op het net dan in werkelijkheid. Drie kwart van de ondervraagden maakte een onderscheid tussen online vrienden en andere: ruim de helft vond die eerste oppervlakkiger.

Tenslotte zou meer dan een derde een afspraak met vrienden laten doorgaan, ook als de baas zou vragen om over te werken. Als de partner een vriend als liefdesrivaal zou beschouwen zou bijna 9 op 10 van de Vlamingen een en ander proberen uit te praten. Van de ondervraagden zou 3 procent de vriendschap laten vallen, 2 procent zou de relatie beëindigen. Zes procent zou de vriend stiekem blijven ontmoeten.


Het huidige beleid dat steeds meer de nadruk legt op het individu en egoisme ten koste van de gemeenschap, het middenveld en het gezin.
Het beleid dat steeds opnieuw tracht tradities te breken, onze cultuur te vernietigen, en multicultuur in te voeren zodat mensen van elkaar vervreemden, heeft zijn vruchten afgeworpen.
Het middenveld gaat kapot, gezinnen vallen uit elkaar, tradities gaan verloren en de Vlaming vereenzaamd.

12 janvier 1909: l'Empire ottoman renonce à la Bosnie-Herzégovine

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Il y a cent ans…

 

L’Empire ottoman renonce à la Bosnie-Herzégovine

 

12 janvier 1909 : L’Empire ottoman accepte les propositions que lui avait fait l’Autriche le 9, c’est-à-dire renoncer à tous ses droits sur la Bosnie-Herzégovine, que Vienne avait annexée en octobre 1908, avec, rappelons-le, l’aval de la Russie, donné en septembre 1908. La défaite de la Russie face au Japon, qui avait reçu l’appui des puissances navales anglo-saxonnes, impliquait l’obligation pour Saint-Pétersbourg de renoncer à toute ouverture sur les mers chaudes dans le Pacifique. Il faut donc qu’elle cherche ailleurs un débouché vers les mers chaudes, notamment en Egée et en Méditerranée orientale. La défaite face au Japon oblige donc la Russie à revenir dans les Balkans, espace qu’elle avait négligé dans les décennies précédentes au profit de l’Asie centrale et de l’Extrême-Orient. Elle se heurte aux aspirations autrichiennes de porter vers l’Egée l’impérialité romaine-germanique, dont elle était encore la titulaire officieuse, en dépit de la dissolution officielle du Saint Empire sous la pression de Bonaparte en 1806. La Turquie accepte, résignée, de laisser les Balkans à l’empire danubien austro-hongrois, moyennant des compensations financières et une aide au développement, qui viendra plutôt du Reich allemand. Sous l’impulsion du programme « panserbe » du premier ministre serbe Stojan Novakovic, les populations slaves et orthodoxes des Balkans, à l’exception des Bulgares, se hérissent face à la perspective de tomber sous la coupe d’un empire catholique et cherchent l’appui d’une Russie qui ne peut plus le leur donner avec toute l’efficacité voulue, sauf si elle emprunte à la France, qui, elle, a toujours cherché à déstabiliser le cœur du continent, à le balkaniser et le rendre ingouvernable. La nouvelle donne crée les conditions des prochaines guerres balkaniques, de la guerre italo-turque et, à terme, de la première guerre mondiale (Robert Steuckers).

 

 

Les Gallois: une nation qui refuse de mourir

 

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Archives de SYNERGIES EUROPEENNES / VOULOIR - 1989

 

Les Gallois: une nation qui refuse de mourir

 

par Gwyn DAVIES

 

Je voudrais vous parler aujourd'hui du Pays de Galles et des Gallois, une nation à laquelle on dénie le droit de vouer un culte à son héritage et d'avoir sa place ju­ridiquement parlant au sein de l'ordre international des Etats. Et pourtant cette nation survit toujours sous une forme re­connaissable et conserve tous les attributs né­cessaires d'un Etat, même si des forces exté­rieures l'empêchent d'exercer sa fonction souve­raine en toute indépendance. Cette nation a ma­gnifiquement résisté à la culture étrangère qu'on lui a imposée, une culture perverse, envahis­sante qui a déjà corrompu et édul­coré bien des peuples dans le monde.

 

A notre époque, où l'auto-détermination est in­voquée comme un droit naturel de l'homme et où les mouve­ments de libération nationale dans le tiers-monde sont acceptés avec la ferveur des croisades, il s'avère tout à fait impossible de contester intellectuellement la légi­timité de la lutte pour la liberté des populations indi­gènes d'Europe, enfermées dans les structures éta­tiques actuellement existantes. Nous sommes au cré­puscule des empires coloniaux et les derniers restes de ces vieilles instances peuvent aisément se repérer dans les colonies intérieures, retran­chées à l'intérieur même des frontières de la plupart des Etats européens mo­dernes. Le Pays de Galles est l'une de ces colonies.

 

C'est un objet d'étonnement pour tous d'apprendre que ce promontoire occidental des Iles Britanniques ait pu maintenir son identité et son caractère face à l'hostilité incessante de la puissance occupante au cours de près de vingt siècles. C'est l'histoire de cette résistance re­marquable que je vais tenter de vous ré­sumer aujourd'hui.

 

Du départ des légions romaines à l'époque arthurienne

 

Après le départ des légions romaines au début du Vième siècle, la province de Britannia dut assumer seule sa défense. L'historien grec Zo­zime nous relate cet épisode: «Les Bretons pri­rent les armes et, bravant le danger pour la sau­vegarde de leur indépendance, li­bérèrent les ci­tés des barbares qui les menaçaient». Les en­nemis des Bretons étaient nombreux et mena­çaient l'île de toutes parts. Le danger majeur, toute­fois, était représenté par l'invasion et l'installation sur les côtes est et sud de tribus germaniques migrantes, connues sous le nom collectif de Saeson,  ainsi que les nommait la population autochtone.

 

Pendant cette période romantique, cet «âge hé­roïque», l'Etat romano-breton se fragmenta en plusieurs petits sous-royaumes guerroyant entre eux. Chaque regulus luttait pour établir sa propre domination sur ces cymru (= compa­triotes), au moins avec le même zèle qu'il com­battait les barbares. Malgré les efforts de chefs comme Ambrosius Aurelianus et le légendaire Arthur, les Saeson  (que nous appelerons "Anglais" par faci­lité dans la suite de ce texte) poursuivirent inlassable­ment leur avance vers l'Ouest.

 

En 577, la bataille de Dyrham coupa les Bre­tons du sud-ouest de leurs compatriotes du nord. En 615, la bataille fatidique de Chester interrompit les communi­cations entre Ystrad Clud, le «Vieux Nord» et la ré­gion que l'on ap­pelera par la suite le «Pays de Galles».

 

A cette époque où les Anglais s'accrochent et s'installent, les Bretons parvinrent quand même à re­pousser des envahisseurs irlandais qui s'étaient établis sur leurs côtes occidentales. De puissantes dynasties s'imposèrent à Gwynedd, Deheubarth et Powys dans l'actuel Pays de Galles. Ce sont ces dynasties qui in­carnèrent au mieux la résistance des Gallois à l'agression an­glaise, agression violente dont témoigne l'horrible massacre de 1200 moines à Bargor-Is-Coed par Aethelfrith, Roi de Northumbrie. Ce grand mo­nastère et scriptorium  était un centre d'érudition et témoignait de la continuité de la civilisation romaine, dont les Bretons étaient les fidèles héritiers.

 

Le triomphe des Northumbriens à Chester per­mit d'étendre la puissance anglaise dans tout le pays bre­ton, situation qui connut son point cul­minant dans l'invasion de Gwynedd et la fuite de Cadwallon, son souverain, en Irlande.

 

Mais Cadwallon ne devait pas mourir ignomi­nieuse­ment en exil. Dès son retour, il leva une armée contre les Anglais qui furent mis en déroute en 632 à la ba­taille de Meigen. Leur chef, le puissant Edwin, mou­rut au com­bat. On apprend, par la plume de Bède le «Vénérable», propagandiste anti-breton viru­lent, quelles étaient les intentions de Cadwal­lon: «totum ge­nus Anglorum Brittaniae finibus erasorum se esse deliberans» («ils complotè­rent entre eux d'exterminer toute la race des Anglais présente dans le pays de Bretagne»). Que Cadwallon ait ou non planifié un tel géno­cide, il est clair que ses actions visaient la restau­ration de la domination bretonne dans les territoires conquis par les Anglais.

 

Le grand projet de Cadwallon ne se réalisa pas à cause de son décès précoce. Toutefois, sa marche vers l'est détruisit la prééminence de la Northumbrie. Les Bre­tons du Pays de Galles, bien que coupés de leurs frères du Nord, n'auront plus jamais à faire face à un danger an­glo-saxon aussi mortel pour leur existence.

 

Arrêt de la progression anglaise et guerres intestines

 

Les quatre siècles qui suivirent connurent bien des aléas, chanceux et malchanceux. Gallois et Anglais luttèrent pour déterminer le tracé de leur frontière commune, laquelle fut effective­ment fixée, grosso modo contiguë à celle d'aujourd'hui. Les Anglais dressèrent la Offa's Dyke  (= la Digue d'Offa), une ligne de fortifi­cations en terre le long de la frontière, prouvant une mutation dans la philosophie politique an­glaise: les Gallois ne doivent plus être conquis mais «contenus».

 

Au-delà de la Dyke, les Gallois se livrèrent à d'incessantes querelles fratricides; des royau­mes ri­vaux se combattaient mutuellement, as­sortissant leurs luttes de changement d'alliances si rapides que l'image que nous avons de cette époque est particuliè­rement confuse. Mais le grand legs laissé à l'histoire par ces roitelets gallois, c'est le soutien qu'ils ont ac­cordé à la tradition bardique. Grâce à ce patronage, les Gallois purent atteindre un haut degré de civi­lisation, unique en soi et qui mérite parfai­tement le qualificatif de «classique». Cette culture représente l'une des plus an­ciennes traditions littéraires d'Europe. Le Ox­ford Book of Welsh Verse commence par une œuvre de Taliesin, un poète du VIième siècle. Le premier poème présenté dans le Oxford Book of English Verse  date du XIVième siècle!

 

Ces poèmes composés il y a quinze siècles nous sem­blent toujours d'une importance vitale au­jourd'hui, aussi vitale qu'au moment de leur conception. Lais­sez-moi illustrer cela en citant un vers de Y Godod­din, une élégie guerrière de Aneirin, datant du VIième siècle:

«Gwyr a aeth Gatraeth oedd ffraeth eu Llu,

Glasfedd eu harcwyn a gwerwyn fu,

Trichart trwy beiriart yn catau,

Ac wedi elwch tawelwch fu».

 

Aux yeux de beaucoup, la littérature galloise atteint son apogée dans le Mabinogion, une collection de douze récits incarnant plus de mille ans de narration bardique: ce sont des ré­cits comme Culhwch ac Ol­wen, une romance arthurienne qui anticipe l'Historia Regum Bri­tanniae de Geoffrey of Monmouth, et The Dream of Macsen Wledig,  une épopée ayant pour hé­ros central Magnus Maximus, l'Em­pe­reur Maxence, l'«usurpateur» de l'Empire d'Oc­cident au IVième siècle.

 

Un code de lois

très modernes

 

Mais les Gallois n'étaient pas que des poètes. Sous la férule d'un chef du Xième siècle, Hywel Dda («le Bon»), un code de lois complet fut es­quissé et main­tenu en pratique jusqu'à ce que la conquête anglaise ne l'annule. Ce code, rédigé en gallois, contenait des idées juridiques révo­lutionnaires pour l'époque: les femmes pou­vaient réclamer une compensation lorsqu'elles étaient battues par leurs maris et revendi­quer une part de propriété égale en cas de divorce; le vol n'était pas punissable si le but de l'acte dé­lictueux était la survie physique; un fils illégi­time avait des droits égaux au patrimoine de son père, comme tous les autres fils.

 

Jacques Chevalier écrit que «le peuple du Pays de Galles était le plus civilisé de son époque et avait at­teint le plus haut degré d'intellectualité... Le Pays de Galles au Xième siècle était le seul pays d'Europe possédant une littérature natio­nale à côté d'une litté­rature impériale en latin».

 

Les années qui ont immédiatement suivi la conquête normande de l'Angleterre furent trau­matisantes pour les Gallois. Des aventuriers normands se rassem­blaient à l'Ouest pour se tailler des fiefs et de la puis­sance. Le Pays de Galles, malgré sa division en un réseau de petits royaumes, résista aux envahisseurs avec da­vantage d'efficacité que les royaumes anglo-saxons. Lorsque les Normands tuèrent à Has­tings le Roi Harold, ils emportèrent, d'un coup, un royaume centralisé, mais lorsqu'ils élimi­naient un petit chef gallois, ils n'enregistraient qu'un succès local.

 

Néanmoins, la marée montante de la conquête nor­mande finit par battre les contreforts des royaumes gallois et, au début du XIième siècle, le destin des dynasties autochtones semblait scellé.

 

Conquête normande et

«âge des Princes»

 

Mais la tenacité des Gallois s'avéra aussi âpre que l'appétit des Normands. Dans sa Descriptio Kam­briae,  Geraldus Cambrensis, prélat «cam­bro-nor­mand» du XIIième siècle, écrit à propos des Gallois que leur esprit «est entière­ment voué à la défense de leur pays et de leur liberté; c'est pour leur pays qu'ils se battent, pour leur liberté qu'ils œuvrent; pour cela, il leur semble doux, non seulement de lutter l'épée à la main, mais aussi de mettre leur vie à dispo­sition... Lorsque sonne le clairon de la guerre, les pay­sans abandonnent leur charrue et se pré­cipitent sur leurs armes, avec la même promp­titude que le courtier vers sa cour».

 

Les historiens surnomment les 300 années qui suivi­rent la prise du pouvoir par les Normands d'«Age des Princes». Pendant toute cette pé­riode, les chefs gallois comme Owain Gwynedd et Lord Rhys de Deheubarth luttèrent vaillam­ment pour résister aux incursions étrangères et pour unir leurs turbulents sujets en une nation capable de résister aux menaces extérieures.

 

Pendant cette époque, les Gallois enregistrèrent plu­sieurs victoires importantes, comme la des­truction d'une armée normande et flamande à Crug Mawr en 1136, l'humiliation de Henri II Plantagenet à Basing­werk en 1157 et à Cadair Berwyn en 1165. Mais mal­gré ces victoires, la résistance des chefs gallois a toujours été frei­née par les guerres fratricides endé­miques. Ces luttes intestines s'expliquent pour une part par le système des héritages, lequel, même s'il est équitable, divise et partitionne les terres. Con­trai­re­ment au système de la primogéniture ap­pliqué en An­gleterre, où le fils aîné hérite de l'en­tièreté des pro­priétés de son père, en Pays de Galles, tous les fils ont droit à une part égale de la propriété paternelle, ce qui engendre des ri­valités et des antagonismes sur une base inter-familiale. Ces disputes sont alors exploi­tées, encouragées et soutenues par des forces exté­rieures et intéressées.

 

Le seul espoir de conserver l'indépendance, c'était d'établir un Etat unitaire. Les efforts de la Maison des Gwynedd visaient un tel objectif. Sous l'égide de Llywelyn Fawr ("le Grand") et de son petit-fils, Lly­welyn ap Gruffudd, les Gwynedd prouvèrent leur prédominance sur toutes les autres dynasties autoch­tones. Ce clan de chefs chercha à fonder une structure féodale semblable à celle des Normands; leur effort connut son apogée lors du Traité de Montgo­mery de 1267, par lequel la Couronne anglaise reconnaît le droit de Llywelyn ap Gruffudd à porter le titre de «Prince de Galles» et à avoir le droit de recevoir l'hommage des autres princes mineurs.

 

Les Anglais deviennent maîtres du pays

 

Une telle concession n'a pu être arrachée que par moyens militaires car les Anglais auraient autrement refusé d'abandonner leurs projets de rapines et n'auraient jamais accepté un com­promis politique. Mais inévitablement, la toute-puissance de l'Empire anglais et la volonté in­domptable d'Edouard I, combi­nées, ruinèrent les aspirations des Gwynedd. En 1282, Llywe­lyn est tué et ses terres démembrées.

 

Les succès anglais, dus aux armées nombreuses et à la finance génoise, ont été renforcés par la construc­tion d'un réseau de puissantes forte­resses garnies de garnisons permanentes, sym­boles de l'autorité royale et destinées à surveil­ler et à réprimer la population autochtone. Un chroniqueur anglais de l'époque écri­vit: «L'histoire du Pays de Galles arrive à sa fin». Ce jugement était assurément fort prématuré! Face à l'arrogance anglaise, les Gallois refusè­rent de recon­naître leur défaite.

 

Les Anglais durent déployer une formidable puissance militaire pour mater de nombreuses rébellions, dont la plus sérieuse fut celle menée par Madog ap Llywelyn en 1294-95. Ce soulè­vement, pour être contré, exigea une campagne de neuf mois et la mobilisation de 35.000 hommes. Il empêcha la réalisation du plan d'Edouard d'envahir la France.

 

De nombreux Gallois avaient fui leur pays pour se rendre en France afin de poursuivre la lutte contre l'ennemi comme l'avaient fait les Wild Geese  (= les «Oies Sauvages») d'Irlande. Le plus connu de ces exilés fut Owain Lawgoch (= «la Main Rouge»), qui se proclama Prince de Galles et Capitaine de France. Le Duc Yvain de Galles, ainsi qu'il fut baptisé par les Français, commanda la flotte française qui s'empara de Guernesey. Yvain retournait en son pays lorsque le Roi de France le rappela pour investir La Rochelle  et entrer dans le Poitou. Le Pays de Galles s'est sou­venu des gestes d'Owain et les récits contant sa bra­voure ont été chantés à profusion par les Bardes. La Couronne anglaise voyait en lui une telle menace qu'elle loua les services d'un assassin pour le tuer lors du siège de Mortagne-sur-Mer.

 

Owain Glyndwr, le plus grand et le plus célèbre des patriotes gallois

 

Mais à peine un quart de siècle s'écoule après l'assassinat du premier Owain, qu'un autre se dresse, Owain Glyndwr, le plus grand et le plus célèbre des patriotes gallois. Les exploits de ce héros inspirèrent de nombreux esprits et ce n'est pas un hasard si les nationalistes activistes gal­lois d'aujourd'hui, qui s'attaquent aux propriétés détenues par des Anglais dans tout le Pays de Galles, ont choisi de s'appeler «Meibion Glyndwr» ou «les Fils de Glyndwr».

 

Au tournant du XVième siècle, le Pays de Galles était travaillé par le ressentiment. Aucun Anglais ne pou­vait être mandé devant une cour de justice par un Gallois et dans les arrondisse­ments ruraux (les bo­roughs),  la détention des terres et le commerce étaient des privilèges ex­clusifs des planteurs anglais. Le Parlement, averti de la colère des Gallois, émit une re­marque méprisante: «Qu'avons-nous cure de ces pendards et va-nu-pieds?». Dans une telle atmo­sphère, Glyndwr fut proclamé «Prince de Galles» et, sous les acclamations ferventes de son peuple, il fut salué comme le sauveur tant attendu, le fils du destin, l'icône des prophéties bardiques.

 

De 1400 à 1415, le Pays de Galles connut le tumulte et les feux de la rébellion, menaçant du même coup la construction de l'Angleterre mo­derne. En 1404, la plus grande année de Glyndwr, le jeune chef n'avait aucun rival en Pays de Galles; même les grandes for­teresses royales de Harlech et de Aberystwyth étaient tombées entre ses mains. Cette année-là, Owain convoqua son premier parlement national à Machynl­leth et, en présence d'émissaires d'Es­pagne, de France et d'Ecosse, avec la béné­dic­tion du Pape d'Avignon, il fut couronné for­mellement Dei Gratia Princeps Walliae  (= Prin­ce de Galles par la Grâce de Dieu). On éla­bora des plans pour détacher l'Eglise du Pays de Galles de la tutelle de Canterbury et pour fon­der des universités dans le nord et le sud du pays. Ces plans attestent le projet authentique­ment national de Glyndwr.

 

La défaite de ses alliés en Angleterre, de ses co-si­gnataires du Tripartite Indenture  qui vou­laient parta­ger l'Ile de Bretagne en un nord, un sud et un ouest, pesa considérablement sur la stratégie d'Owain; même l'aide d'une armée française ne put garantir son invul­nérabilité. Entre-temps, avec toutes les res­sources de la puissance anglaise dirigées contre lui, Glyndwr perdit du terrain. Mais si l'étau royal se re­fermait sur lui, Owain ne fut jamais battu définitive­ment sur le champ de bataille. Vers 1412, ses activités se résumaient à des coups de guerilla. Les légendes entourant son personnage se multiplièrent et s'amplifièrent. Glyndwr dis­parait de la scène vers 1415 et un voile de mystère entoure sa mort. Un chroniqueur gal­lois de cette époque relate que «la majorité af­firme qu'il est mort; les devins disent qu'il n'est pas mort».

 

Les Tudor, une dynastie galloise oublieuse

de ses racines

 

Bien qu'elle ait été écrasée par un Etat dont la popula­tion était quinze fois supérieure et dont les richesses étaient incomparablement plus im­portantes, la nation galloise, par sa guerre d'indépendance, s'était signa­lée à l'attention de toute l'Europe. A la Conférence de Constance de 1415, la délégation française maintint avec succès que le Pays de Galles était une nation dis­tincte en tous points de l'Angleterre. Les efforts de Glyndwr n'avaient pas été vains.

 

Depuis l'échec de Glyndwr jusqu'aujourd'hui, il a été refusé au peuple gallois le droit à l'auto-détermina­tion. Même l'accession de Henry Tu­dor au trône d'Angleterre avec l'appui d'une ar­mée galloise, ne déboucha pas sur une recon­naissance de la spécificité galloise. En effet, le couronnement d'un roi d'Angleterre de nationa­lité galloise retarda considéra­blement la lutte de libération car les membres les plus compétents de la gentry  galloise abandonnèrent leur rôle traditionnel de chefs du gwerin  (le peuple, le Volk)  pour partir en Angleterre à la recherche de postes, de richesses et d'influence.

 

La politique des Tudor fut d'assimiler le Pays de Galles à l'Angleterre et, en conséquence, de détruire l'identité nationale distincte des Gal­lois. A cette fin, deux actes d'union passèrent en 1536 et en 1543. Le préambule de celui de 1536 mérite d'être cité ici: «... le dominion,  la princi­pauté et le pays de Galles est in­corporé, annexé, uni et soumis à et sous la Cou­ronne impériale de ce Royaume... parce que dans le dit pays, principauté et dominion  existent divers droits, usages, lois et coutumes très différents des lois et coutumes de ce Royaume et aussi parce que le peuple du dit dominion  possède un langage quotidien utilisé dans le dit dominion  ne res­semblant pas et n'ayant pas la même euphonie que la langue mater­nelle utilisée dans le Royaume... Son Altesse, en conséquence, mani­feste l'intention de les réduire à l'ordre parfait et à la connaissance des lois du Royaume et d'extirper complètement les coutumes et usages singuliers et sinistres différant de ce qui est en ce Royaume... Elle a ordonné que le dit pays et domi­nion  de Galles sera à l'avenir, pour tou­jours et dorénavant incorporé et annexé au Royaume d'Angleterre».

 

La traduction de la Bible en gallois sauve la langue de la disparition

 

Le gouvernement anglais fit donc de la langue galloise un problème politique. La situation est restée telle jusqu'à nos jours. La survie de la langue, exclue de la vie publique et des ins­tances légales, doit beaucoup à la traduction de la Bible en gallois, terminée en 1588. Cette tra­duction permit à la langue de ne pas dégénérer à la suite de l'effondrement de l'ordre bardique et fournit la base linguistique nécessaire au Y Diwygiad ou «Grand Réveil». Le revival  reli­gieux qui souffla sur le pays au XVIIIième siècle fut alimenté par des prêcheurs charisma­tiques qui s'adressaient en gallois et en plein air à des foules de milliers de personnes. Ce qui est plus significatif encore, c'est que ce revival permit la création d'écoles itinérantes dont l'objectif était d'enseigner au gwerin  comment lire afin qu'il soit instruit des principes de la foi chrétienne. Bien sûr, la langue d'enseignement était le gallois. A la fin du XVIIIième siècle, le nombre total des élèves fré­quentant les classes de jour et de nuit s'élevait à quelque 300.000 et, avec les 3/4 de la population ayant fréquenté les écoles, le Pays de Galles était la région la plus lettrée d'Europe à cette époque.

 

L'éducation du gwerin  conduisit, inévitable­ment, à sa politisation et, dans les premières années du XIXième siècle, une agitation sé­rieuse agita le sud nouvellement industrialisé et les régions centrales encore rurales. En 1831, les ouvriers de Merthyr, la ville du fer et du charbon, brandirent le drapeau rouge et prirent d'assaut les positions tenues par les troupes gouver­nementales. Il fallut quatre journées de combat, avec l'appui de renforts en soldats ré­guliers, pour que le soulèvement soit maté. Huit années plus tard, la ville de Newport lançait à son tour un défi à l'Etat britan­nique.

 

Les Chartists  gallois constataient que leur lutte pour la justice sociale ne réussirait pas s'ils n'adoptaient pas les méthodes qui avaient fait le succès de la Guerre d'Indépendance américaine et de la Révolution française. En conséquence, ils décidèrent d'utiliser la force physique pour renverser l'ordre existant. Une armée, composée surtout de «sans armes», comptant 20.000 hommes, se rassembla pour marcher sous la bannière de CYFIAWNDER (= Justice) afin de fon­der une République Galloise (Silwian Repu­blic). L'entreprise échoua sous le feu des canons du 45ième Régiment à Pied.

 

Après les révoltes des Chartists, les Anglais décident de détruire la langue et la culture galloises

 

Les autorités anglaises étaient bien conscientes que le Pays de Galles était au bord de la révo­lution. Le Times  rapporte que «le Pays de Galles est devenu aussi volcanique que l'Ir­lande», tandis que le Mor­ning Herald  dé­clare: «Le Pays de Galles est devenu un théâtre où l'on proclame des doctrines révolution­naires, où l'on prêche la violence et l'effusion de sang. Les horreurs de la "petite guerre des Chartists  ont frappé les dominions  de la reine, qui n'avaient plus été souillés par le sang de la guerre civile depuis le temps d'Owen Glando­wer (sic)».

 

La solution préconisée par les Anglais était simple: détruire la langue galloise et le pays de­viendrait ainsi une province anglaise comme les autres. A cette fin, des commissaires sont en­voyés au Pays de Galles pour récolter des "preuves" du primitivisme et de l'ignorance du peuple autochtone. Et bien que sept huitièmes de la population était de langue galloise, les commissaires unilingues interrogeaient les té­moins en anglais. De ce fait, ce n'est pas une surprise d'apprendre que leur rapport concluait les choses sui­vantes: «Le langage gallois des­sert considérablement le Pays de Galles et constitue une barrière complexe au progrès mo­ral et à la prospérité commerciale du peuple... A cause de sa langue, la masse du peuple gallois est inférieure au peuple anglais dans tous les domaines du savoir pratique et technique».

 

Armées d'un pareil rapport, les autorités possé­daient enfin l'excuse qu'elles avaient recherchée pour asseoir une politique d'éducation obliga­toire en anglais, afin d'angliciser le gwerin  de façon si systématique qu'il serait totalement as­similé. Cette politique fut imposée sans am­bages et les enfants des écoles que l'on enten­dait parler leur langue maternelle interdite étaient punis et humiliés. Pas de surprise donc que de telles mesures, appliquées systémati­quement pendant plu­sieurs générations, combi­nées à l'immigration mas­sive d'Anglais dans les zones industrielles, s'avérèrent catastrophiques pour l'avenir de la langue galloise. Alors que 88% de la population étaient de langue galloise vers la moitié du XIXième siècle, la proportion est, aujourd'hui, d'environ 20%. Comme prévu, la perte de la langue a conduit à la perte de la conscience nationale et des pans entiers de la société galloise ont transféré leurs allégeances au concept par­faitement illusoire de la British­ness,  véhicule à peine voilé de la suprématie anglaise.

 

De telles défections se sont répercutées sur la scène politique. Dans les dernières années du XIXième siècle, un puissant mouvement de home rule  naît au Pays de Galles sous l'appellation de Cymru Fydd  (= Le Pays de Galles du Futur). Cette organisation doit être mise en parallèle avec le mouvement contempo­rain Young Ireland  (= Jeune Irlande): elle vise à créer un parti national pour le Pays de Galles, qui, au dé­but, devait se développer à l'intérieur du parti libéral gallois. Mais le Cymru Fydd  était profondément di­visé et sa vision d'un Pays de Galles autonome dans une Grande-Bretagne fédérale, marquée par l'éthos impérial anglais, n'avait rien de révolutionnaire. Par la suite, le lobby du home rule capota par la défection de ses chefs, partis à Londres pour exercer des respon­sabilités gouvernementales, comme Tom Ellis et, plus tard, David Lloyd George.

 

Premières menées activistes

 

Il fallut attendre 1925 pour que le Pays de Galles ait son premier parti national indépen­dant, avec l'apparition du Plaid Genedlaethol Cymru,  dénommé ultérieurement Plaid Cymru  (Le Parti du Pays de Galles). Sous la présidence de Saunders Lewis pen­dant l'entre-deux-guerres, le parti reçut son principal soutien de la part d'écrivains et d'intellectuels et cher­chait à donner au Pays de Galles une doctrine natio­naliste rigoureuse qui mettait l'accent sur la préserva­tion de l'identité des communautés de langue galloise contre toute installation étran­gère. Cette campagne eut pour moment fort l'incendie d'une école de l'armée de l'air, où les pilotes de bombardiers devaient être en­traînés, que les militaires avaient fait construire au cœur du Pays de Galles. Cette action provoqua l'in­culpation et l'emprisonnement de trois membres importants du parti. Ce fut un procès célèbre qui fournit à la cause nationaliste l'appui d'un public nou­veau. Mais le parti ne put enre­gistrer que de très faibles succès électoraux et la plupart des critiques le dénoncèrent pour ses tendances dangereusement fas­cistes.

 

Pendant la seconde guerre mondiale, le Plaid Cymru resta résolument neutre, affirmant que son premier devoir était de défendre la nation galloise et non un Etat britannique artificiel; cette politique aboutit à l'arrestation et à l'em­prisonnement de beaucoup de membres de l'or­ganisation nationaliste.

 

Après la guerre, le Plaid Cymru  se débarrassa de ses principes les plus pointus afin de s'attirer un électorat plus nombreux; ce fut une politique qui s'avéra fruc­tueuse quant au nombre de sièges gagnés à West­minster mais qui compro­mit l'intégrité de la cause na­tionaliste au Pays de Galles. Dans sa volonté d'obtenir une repré­sentation en Angleterre, le Plaid avait trahi sa nation et sa langue. Beaucoup d'activistes se sentirent frustrés par cette "trahison" de la di­rection du Plaid,  dont le président en exercice se décrivit un jour sottement comme un «socialiste intel­lectuel britannique». Cela dé­boucha sur la formation de plusieurs groupes alternatifs et plus radicaux, dont le plus réussi fut le Cymdeithas yr Iaith Gynraeg  (La Société de la Langue Galloise).

 

Une action directe

et non violente

 

L'organisation opta pour une action directe non vio­lente, de façon à attirer l'attention sur le sta­tut infé­rieur de la langue galloise. Les cam­pagnes du mou­vement ont ainsi lutté pour l'élimination de la signali­sation routière en an­glais, pour l'installation d'un bon service de ra­diodiffusion gallois (cet objectif a été partielle­ment réalisé avec l'apparition de la chaîne S4C) et l'accroissement de l'usage du gallois dans la vie publique. Actuellement la Cymdeithas  met l'accent sur l'importance qu'il y a d'accroître l'enseignement moyen en gallois et fait cam­pagne pour obtenir un nouveau Language Act  pour le Pays de Galles.

 

Dans les années 60, certains radicaux gallois fu­rent impliqués dans des organisations proto-ter­roristes comme la Free Wales Army  (FWA) et le Mudiad Amddifyn Cymru  (MAC; Le Mou­vement de Défense du Pays de Galles). Ces groupes se formèrent en ré­ponse à l'échec des méthodes constitutionnelles visant à éviter la destruction des communautés galloises en proie aux autorités anglaises. Lorsque plusieurs dis­tricts unilingues gallois furent mis sous eau afin de fournir de l'eau et de l'électricité à bon mar­ché à des villes anglaises, les tracés d'aqueducs et les pylônes devinrent les cibles légitimes des attaques à la bombe des groupes en question.

 

L'investiture de Charles comme Prince de Galles au cours d'une cérémonie arrogante rap­pelant les conquêtes anglaises déclencha une campagne accrue d'attentats à la bombe dans tous le Pays de Galles. Mais les autorités étaient bien conscientes de la me­nace et, le jour même de l'investiture, les membres di­rigeants de la FWA furent traduits en justice et em­prisonnés pour appartenance à une organisation quasi mi­litaire. Incident plus sérieux, le même jour, deux membres du MAC sont tués par l'ex­plosion prématu­rée de leur engin, alors qu'ils étaient en route pour at­taquer la voie de chemin de fer que devait emprunter le train royal. On soupçonne, à bon droit semble-t-il, que la machine infernale avait été «arrangée» par les services de sécurité… L'arrestation et l'inculpa­tion des membres de la FWA et du MAC mit un terme aux attentats à la bombe mais la stratégie de l'«action di­recte» constitue toujours une option pour le Meibion Glyndwr.  Ce groupe na­tionaliste clandestin a mené une campagne d'at­tentats incendiaires contre les pro­priétés possé­dées par des Anglais dans les dis­tricts de langue galloise au nord et à l'ouest du pays. Le Mei­bion Glyndwr  prend pour appui le souci des Gallois face à l'impact destructeur du «syn­drome de la rési­dence secondaire». L'organi­sation nationaliste a tra­vaillé à grande échelle et elle jouit indubitablement d'un appui populaire tacite, ce qui explique qu'elle n'a pas pu être repérée et est restée opérationnelle de­puis neuf années.

 

Pour en terminer avec ce tableau nécessaire­ment schématique des bases de l'identité gal­loise, je vou­drais citer les mots de Saunders Lewis, écrits pour une émission de la BBC en 1930, émission interdite parce qu'elle était «forgée pour enflammer les sym­pathies natio­nalistes»: «Il ne peut y avoir de lende­mains heureux pour le Pays de Galles si nous ne nous montrons pas capables de passer à l'action, de nous imposer une auto-discipline, de nous don­ner un esprit fort et viril d'indépendance et si nous ne cultivons pas la fierté qui a animé nos ancêtres. Ce dont le Pays de Galles d'aujour­d'hui et de demain a besoin, c'est de l'appel de l'héroïsme. La touche d'héroïsme n'a ja­mais vibré dans la politique galloise. Et c'est la raison pour laquelle je suis un nationaliste politique, parce que le nationalisme est appel à l'action et à la coopéra­tion, parce que le natio­nalisme re­ferme les di­visions de classe et im­pose aux ri­ches et aux pauvres, aux clercs et aux travail­leurs, un idéal qui transcende et enri­chit l'indi­vidu: l'idéal de la nation et du terroir».

 

Gwyn DAVIES.

Conférence prononcée le 11 mars 1989 dans les salons de l'Hôtel Bedford à Bruxelles.