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vendredi, 03 février 2012

Carl Schmitt y el Federalismo

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Carl Schmitt y el Federalismo

Por Luís María Bandieri*

Ex: http://www.disenso.org/

Cuando se trata de abordar la relación que el título de este trabajo propone,  entre nuestro autor y el concepto jurídico-político de federación, aparece de inmediato una dificultad. El federalismo resulta un tema episódico en su obra -un índice temático de la opera omnia schmittiana registraría escasas entradas del término. Más aún, puede sospecharse que se trata, antes que de una presencia restringida y a contraluz, de una ausencia a designio.  Entonces, además de reseñar lo que dice sobre el federalismo, cabría preguntarse, también, el por qué de lo que calla. Schmitt es un autor tan vasto y profundo que, como todos los de su categoría, habla también por sus silencios, dejando una suerte de "escritura invisible" que el investigador no puede desdeñar.

El lector de Schmitt advierte, ante todo, que cuando nuestro autor se refiere al Estado, a la "unidad política" por excelencia, no suele detallar las modalidades de su organización interna y, especialmente, de cómo se articula hacia adentro, funcional o territorialmente, el poder. Autodefinido como último representante del jus publicum europaeum, Schmitt destaca en el Estado su capacidad de lograr la paz interior, sin preguntarse demasiado por cuáles mecanismos se alcanza. Las preguntas iniciales, pues,  podrían ser: formuladas así: ¿cabe el federalismo dentro de la estatalidad clásica, propia de aquel jus publicum y tan cara a Schmitt? ¿Nuestro autor concibió otras formas políticas trascendentes a aquella estatalidad clásica? Si ese ir más allá se dio ¿hubo lugar para el federalismo?

En principio, aunque luego se verá que esta caracterización resulta insuficiente, cuando nos referimos al federalismo, según surge de la literatura jurídica corriente en nuestro país, nos  referimos a una forma particular de articulación territorial del poder. El control de un territorio por el aparato de poder del Estado.

El control de un territorio por parte del Estado puede realizarse fundamentalmente de dos maneras:

  • conun modelo de articulación territorial del poder en que las partesnacen y dependen del todo -el centro-, que posee el monopolio delcontrol.

  • conun modelo de articulación territorial del poder donde el todo -elcentro- nace y depende de las partes, entre las cuales y el centrose reparten dicho control.

El primero es un modelo unitario o centralista. El segundo es el modelo federal o más exactamente “federativo”. La Argentina, por ejempo, es un Estado federativo compuesto por estados provinciales federados. La confederación resulta un procedimiento de articulación territorial del poder donde un cierto número de Estados acepta delegar ciertas competencias a un organismo común supraestatal. Basten, por ahora, estas nociones rudimentales.

Schmitt se forma en un medio jurídico-político donde las ideas de lo federal y confederal   están vivas y presentes. Después de todo, aquéllas toman entidad en la Lotaringia y el Sacro Imperio Romano Germánico, donde se desarrollan aldeas, ciudades y comunas, cada una de ellas con objetivos y alcances propios, sin perjuicio de estar relacionadas con los conjuntos más amplios del reino o el imperio, originándose así la idea de la unidad como una "concordia armoniosa", presente en el pensamiento medieval[1]. Cuando Napoleón derriba al antiguo imperio alemán, comprende que los múltiples principados alemanes no pueden sobrevivir aislados y, para organizar la Mitteleuropa, crea, bajo su protectorado, la Confederación del Rhin (1806-1813), excluída Prusia.. A la caída de Napoleón, se establece la Confederación Germánica (1815-1866), integrada por treinta y ocho  estados soberanos donde se cuentan un Imperio (Austria) y cinco reinos (Prusia, Baviera, Wurtemberg, Sajonia y Hannover). El II Reich alemán se organiza en 1871 como un Estado federal, formado por veinticinco estados federados bajo hegemonía prusiana. El Consejo federal, o Bundesrat, estaba presidido por el rey de Prusia, que llevaba el título de emperador de Alemania y designaba al canciller del Reich. La República de Weimar de 1919, es federal, parlamentaria y democrática, si bien los Länder retenían facultades limitadas. En fin, sean cuales fueren las limitaciones y problemas que manifestaron estas confederaciones y federaciones, lo cierto es que un jurista, en la Alemania de principios del siglo XX, no podía evitar la reflexión inmediata sobre el federalismo[2].

En la vasta obra schmittiana, sólo hay dos textos donde se desarrolla su pensamiento sobre el federalismo. El primero es la "Teoría  de la Constitución", Verfassungslehre, publicada en 1928. La otra, aparecida en 1931, aunque reúne estudios publicados ya en 1929, es "El Guardián de la Constitución", Der Hütter der Verfassung.  Reseñemos lo que ambas dicen sobre nuestro tema.

El primero, "Teoría de la Constitución", es la única obra de Schmitt concebida y desarrollada mediante el formato del tratado jurídico convencional y clásico. Podría pensarse en un desafío de nuestro jurista renano a sus colegas más reconocidos de la época: escribo en igual molde que ustedes, diciendo todo lo contrario de lo que inveteradamente repiten ustedes. Schmitt, que fue, al fin de cuentas, más jurista -más Kronjurist- de la república de Weimar que del Tercer Reich, donde terminó como un outsider, construye esta obra como una empresa de demolición del Estado de derecho, esto es, del tipo de Estado que la constitución weimariana pretendía más adecuadamente reflejar. Ella, sin embargo, lo convierte, paradójicamente, en uno de los mejores y más agudos expositores de los aspectos del  Rechtstaat  en general más descuidados por los análisis habituales[3].

Hasta ese momento, y salvo la opinión de Max von Seydel, sobre la que se apoya nuestro autor, la teoría dominante contraponía la confederación de Estados -Staatenbund- (al modo de la Confederación de 1815) al Estado federal -Bundstaat- (como el II Reich de 1871). Para Schmitt, en cambio, no existen diferencias entre ambas formas.

Para él, "federación [en el sentido amplio y abarcativo señalado] es una unión permanente, basada en libre conveniencia y al servicio del fin común de la autoconservación de todos los miembros, mediante la cual se cambia el total status político de cada uno de los miembros en atención al fin común"[4]. La federación da lugar a un nuevo status jurídico-político de cada miembro. El pacto federal es un pacto interestatal de status con vocación de permanencia (toda federación es concertada para la "eternidad", esto es, para la eternidad relativa de toda forma política, mortal por definición).

Toda federación, según nuestro autor, reposa sobre tres antinomias o contradicciones:

  1. Derechode autoconservación vs. renuncia al ius belli.

  1. Derechode autodeterminación vs. Intervenciones.

  1. Existenciasimultánea, por un lado. de la federación común y, por otro, de los estados miembros.La esencia de la federación reside, pues, en un dualismo de laexistencia política. Tal coexistencia de una unidad políticageneral y de unidades políticas particulares da lugar a unequilibrio difícil.   Se presenta, ante todo,  elproblema de la soberanía: ¿serán soberanos los estados federadosy no la federación? ¿o  la federación  es la únicasoberana y los estados federados carecen de tal atributo?. Se tratade soberanía, es decir, de una decisión (soberano es el que decidesobre el estado de excepción; en este caso, el que decide sobre su propia existencia política o, invirtiendo la fórmula, acerca deque un extraño no decida sobre  su propia existenciapolítica). Si la decisión  es deferida a un tribunaljudicial, éste se tornaría inmediatamente soberano, en otraspalabras, poder político existencial. La respuesta, según nuestroautor, tampoco puede consistir (según la teoría corriente en sutiempo, y vigente entre nuestros constitucionalistas) en ladistinción entre confederación y federación: en la confederación los estados federados son soberanos y en el Estado federal  lasoberanía reside en la federación misma. Ya hemos visto su rechazode  esa distinción, que no tiene en cuenta -afirma - cómosurge una decisión soberana en caso de un conflicto en que esté enjuego la propia existencia de la forma política en cuestión. Enpuridad, dice Schmitt,  conforme aquel criterio  dominanteresulta que la confederación se disuelve siempre en caso deconflicto, y que la federación se resuelve siempre, cuando mediaconflicto, en un Estado unitario. Schmitt, citándolo a través delos escritos de Max von Seydel, se refiere a las doctrinas de JohnCalhoun, que sirvieran a la argumentación  de los confederadossudistas[5].Calhoun no  admitía que, al sancionarse en Norteamérica laconstitución federativa de 1787, los estados federados hubiesenrenunciado a  sus derechos soberanos, los State Rights,anteriores a la federación y en principio ilimitados, salvo lascompetencias  que expresamente se delegaron en la constitución.Calhoun, como Seydel hará suyo, sostiene que una suma decompetencias delegadas no transmite soberanía  al delegado, niimplica renuncia a ella por parte del delegante. Los estadosfederados conservaban, pues, un derechoa la anulación delas leyes y actos federales y, cuando estuviese comprometida suseguridad y existencia, un derechoa la secesión (loque condujo a la guerra civil de 1861-65). Derrotada esa posiciónen  el campo de batalla (a partir de allí anulación ysecesión equivalen a rebelión y sobre las cuestiones entre estadosfederados decide en último término la Corte Suprema) no queda,según Schmitt, refutado por ello el argumento calhouniano. Lo queocurre es que la Constitución como tal ha cambiado su carácter yla federación ha cesado: subsiste tan sólo una autonomíaadministrativa y legislativa de los estados federados; en otraspalabras, una seudofederación.

A continuación, nuestro autor se plantea cómo se diluyen las antinomias que afectan a la federación. La federación supone homogeneidad de todos sus miembros. Para Montesquieu, esta homogeneidad significaba que los federados fueran estados republicanos, es decir, que tuviesen homogeneidad de  organización política. La homogeneidad podría ser, también, de nacionalidad, de religión, de civilización etc. Schmitt parece privilegiar la homogenidad nacional de la población, esto es, para él, la homogeneidad de origen.

Así, la primera antinomia (derecho a la autodefensa y renuncia al ius belli) se diluye porque la homogenidad con los otros federados excluye la la hostilidad entre ellos.

La segunda antinomia (autonomía e intervención) se disuelve porque la voluntaCarl Schmitt y el Federalismo - SILACPOd de autodeterminación se plantea frente a una ingerencia extraña, pero no  resulta extraña la de la propia federación.

La tercera antinomia (dualismo existencial entre federación soberana y estados miembros soberanos) se disuelve porque la homogeneidad excluye el conflicto existencial decisivo. Como las cuestiones de la existencia política pueden presentarse en campos diversos, se da así la posibilidad de que la decisión de una clase de cuestiones tales como, por ejemplo, de la política exterior, competa a la federación y que, por el contrario, la decisión de otras, por ejemplo, mantenimiento de la seguridad y el orden público dentro de un estado federado, quede reservada al propio estado miembro. No se trata de una división de la soberanía, porque en caso de una decisión que afecte a la existencia política como tal, la tomará por entero sea la federación, sea el estado miembro[6]. Donde hay homogeneidad, el caso de conflicto decisivo entre la federación y los estados miembros debe quedar excluída. De otro modo, el pacto federal se convierte en un "seudonegocio jurídico nulo y equívoco"[7].

El traductor español de la obra, Francisco Ayala, apunta en el prólogo, respecto de esta conclusión: "se las ingenia de manera a asegurar que tanto las federaciones como los estados miembros aparezcan al mismo tiempo como unitarios y soberanos". Pero Schmitt, en verdad, está señalando como propio de toda organización federativa la tensión conflictual entre federación y federados, que puede llegar al pico de la situación excepcional y resolverse por decisión soberana de la primera o de los segundos. Las antinomias que están en la base de esa tensión conflictual pueden diluirse, para Schmitt, mientras la homogeneidad que ha llevado al foedus o pacto originario, en cuya virtud ha cambiado el status de los federados, se mantenga. En el momento  en que alguno de los federados sienta su propia existencia amenazada porque aquella homogeneidad se ha roto o no es reconocido como integrándola, entonces, o el foedus se revelará como pacto de origen de un Estado, en el fino fondo, "uno e indivisible", o será quebrado por ejercicio de los derechos de anulación y secesión. En otras palabras, en el primer caso, ante  la situación excepcional, la federación ejerce la soberanía irrenunciable y deviene, en los hechos, un Estado centralizado y, en el segundo, el acto soberano proviene del estado federado, que rompe la federación.  La Ausnahmezustand, la situación o estado de excepción, en ese caso, y cualquiera sea quien protagonice la decisión (federación o estado federado), da lugar al acto soberano y consecuente re-creación de un nuevo orden jurídico[8]. De todos modos, las circunstancias bien apuntadas por Schmitt no significarían una debilidad especial de la federación con respecto a otras formas de articulación territorial del poder. Basta observar el Estado unitario descentralizado italiano o español ("Estado de regiones" o "Estado de las autonomías"), o el caso del Reino Unido de la Gran Bretaña, para advertir la misma tensión existencial entre Estado central y comunidad particular que nuestro autor apunta como meollo antinómico y foco conflictivo de la federación, con situaciones extremas y excepcionales cual el Ulster o el País Vasco. Hasta en Francia, república "una e indivisble" por antonomasia, apunta, sobre otros, el caso inmanejable de Córcega. A tal punto que Raymond Barre, ex primer ministro francés, medio en broma medio en serio, proponía devolvérsela a Génova.

Volvamos a nuestro autor. Nos ha presentado las dificultades mayúsculas y tensiones conflictivas que, a su juicio, aparecen allí donde una federación exista.  Luego aparenta disolverlas acudiendo al recurso de la homogeneidad, especialmente la homogeneidad de origen, la homogeneidad nacional de un pueblo. Pero a continuación, nos plantea una nueva dificultad, en la que aquella homogenidad amenaza destruir la federación. Se trata de una antinomia sobreviniente, que enfrenta a democracia y federalismo.

A mayor democracia, menor esfera propia de los Estados federados. Democracia y federación descansan, ambas, en el supuesto de la homogeneidad. El pensamiento de Schmitt, como se sabe, apunta en este aspecto a separar la noción de democracia de la noción de Estado liberal-burgués. Democracia, para Schmitt, es una forma política que corresponde al principio de identidad entre gobernantes y gobernados, de los que mandan y de los que obedecen, dominadores y dominados, esto es, identidad del pueblo y de la unidad política. Ello por la sustancial igualdad que es su   fundamento y que supone, parejamente, una básica homogeneidad, en el pueblo. Por ello, en el desarrollo de la democracia dentro de una federación, la unidad nacional   homogénea del pueblo transpasará las fronteras políticas de los Estados federados y tenderá a suprimir el equilibrio de la coexistencia de federación y estados federados políticamente independientes, a favor de una unidad común.

Ello conduce a un "Estado federal sin fundamentos federales"[9], como los EE.UU. o la República de Weimar, según nuestro autor. En ellos, la constitución toma elementos de una anterior organzación federal y expresa la decisión de conservarlos, pero el concepto democrático de poder constituyente de todo el pueblo, a juicio de Schmitt, suprime el concepto de federación. Se organiza un complejo sistema de distinción de poderes y descentralización, pero falta el fundamento federativo: hay una unidad política (la unidad política de un pueblo en un Estado) y no una pluralidad de unidades políticas, que es lo que supone la federación propiamente dicha. No existe, apunta Schmitt, un pueblo bávaro, prusiano, hamburgués en la constitución de Weimar: sólo existe el pueblo alemán. Sin embargo, la contradicción entre democracia y federación, donde la consecuencia de la primera, el poder constituyente del pueblo uno y único, socava los fundamentos de la segunda, no parece haber afectado a Suiza, por ejemplo. Una respuesta más afinada nos la dará Schmitt en la segunda obra donde se encuentran referencias al federalismo: Der Hüter der Verfassung.

En ella, sostiene que el presidente es el custodio de la constitución, como poder neutro y super partes. No podría serlo un tribunal judicial o corte constitucional porque, en ese caso, se le trasladaría la decisión soberana, convirtiéndose la Corte Suprema o el Consejo Constitucional en soberanos "legisladores negativos" (la expresión es de Kelsen). Detalla los peligros concretos que acechan a la defensa de la constitución que asigna al presidente del Reich. Por un lado, la existencia de partidos dotados de Weltanschauungen   o cosmovisiones totales y encontradas (el nacionalsocialismo y el comunismo), es decir, partidos totalitarios. Cada uno de ellos trata de arrebatarle al Estado su prerrogativa propiamente política, esto es, trazar la línea divisoria entre el amigo y el enemigo. Al lado de estos partidos totalitarios, se manifiestan coaliciones parlamentarias lábiles, que acentúan tendencias pluralistas, es decir, para nuestro autos, fragmentantes de la unidad política. También contribuye a desarticular el Estado weimariano, prosigue nuestro autos, el "policratismo" de los diversos sectores de la economía pública (correo, ferrocarriles, Reichbank, etc.) que se mueven cada uno independientemente del otro y hasta chocando entre sí. Por otra parte, al haberse dado la república de Weimar una organización al mismo tiempo parlamentaria y federal, continúa nuestro autor, resurge la antinomia ya señalada en Verfassungslehre entre federalismo y democracia. Schmitt no oculta que la organización federativa   de la república de Weimar le parece desestabilizante para el Estado, y la función presidencial de guardián de la constitución. Este peligro se acentúa cuando federalismo y pluralismo político se refuerzan mutuamente, consiguiéndose, dice nuestro jurista, "un doble quebrantamiento del hermetismo y de la solidez de la unidad estatal"    En un   Estado al mismo tiempo federal y parlamentario el federalismo, según nuestro autor, puede justificarse sólo de dos maneras:

  1. Comorecurso de auténtica descentralización territorial, contra lospoderes pluralistas y policráticos enquistados en el gobierno y enla actividad económica.

  2. Como"antídoto contra los métodos peculiares del pluralismo de lospartidos" [10].Esta última es una observación de gran actualidad: la realidad deun sistema de articulación territorial del poder reside en elsistema de partidos. Con partidos nacionales de direccióncentralizada, como en el caso de nuestro país, y más aún con sistemas electorales donde tales partidos monopolizan larepresentación y la manejan a través de listas cerradas,reduciéndose así, poco a poco, la democracia a un ejercicioautorreferencial de lo que se ha llamado el englobante "partidode los políticos", la variedad de las comunidades federadas sediluye en cacicazgos locales dentro de los bloques partidarios. Otra consecuencia es la aparición defensiva de partidosparticularistas, como se ve en España, Italia, Escocia, etc., comoreacción simétrica a lo anterior. Por lo tanto, y esto explica lainaplicabilidad, en principio, de la reflexión schmittiana enVerfassungslehre al caso suizo, la antinomia más virulenta se daríaentre federación y democracia monopolizada por partidos nacionalesy centralizados.

Muchos conocedores de Schmitt sostienen que, si bien advirtió la declinación del Estado-nación como forma política, jamás pudo superar   el horizonte teórico estatalista. José Caamaño Martínez afirma, por ejemplo, ante la dúplice soberanía que otorga nuestro autor a la federación y a los miembros federados: "esta teoría   de la federación nos muestra claramente que la forma histórica del Estado nacional unitario sigue siendo un dogma del pensamiento de Schmitt"[11].

"No deja lugar -dice Francisco por su parte Ayala- a un tipo de organización de la convivencia política distinto del Estado nacional [centralizado]"[12].

Gary Ulmen, por su lado, resume así la cuestión: Schmitt consideraba sustancialmente al federalismo como una fase del pasaje entre el mundo plural y parcializado de los Estados Naciones y el mundo contemporáneo, que tiende a la unidad homogeneizante. Schmitt plantea en el federalismo algunas antinomias fundamentales: partiendo del presupuesto que una federación es un contrato de status entre unidades más o menos iguales, que adhieren a la federación con finalidad de mutua protección, gestión e integración,   conlleva una permanente tensión entre la autonomía de las unidades federadas y la intervención federal. Con el tiempo, la mayor fuerza de la federación respecto de las unidades federadas producirá una creciente centralización, mientras que la heterogeneidad de las diversas unidades (ej. los EE.UU) choca con el principio democrático del pueblo soberano, que trasciende las diferencias entre los Estados miembros y tiende a una única homogeneidad. En ese punto la contradicción se manifiesta insoluble: sin homogeneidad la federación democrática no puede funcionar, pero si la homogeneidad se logra, las diferencias resultan superadas y, de hecho, se realiza un Estado unitario. Un proceso, pues, de gradual reductio ad unum [13].

En Schmitt hay una permanente tensión entre la nostalgia del jus publicum europaeum, derecho público interestatal,   y su percepción de la declinación de la forma estatal. Es muy claro respecto a esto último cuando prologa la reedición de "El Concepto de lo Político":

"Hasta los últimos años la parte europea de la Humanidad vivió una época cuyas nociones jurídicas eran acuñadas desde el punto de vista estatal. Se supuso al Estado modelo de la unidad política. La época del estatismo está terminando ahora. No vale la pena discutirlo. Con ello se termina toda la infraestructura de construcciones relacionadas con el Estado, que una ciencia europeo-céntrica del derecho internacional y del derecho político había erigido en cuatrocientos años de trabajo espiritual. Se destrona al Estado como modelo de la unidad política, al Estado como portador del monopolio de la decisión política. Se destrona a esta obra maestra de la concepción europea y del racionalismo occidental. Pero se mantienen sus nociones e incluso se mantienen como ideas clásicas, aunque hoy día la palabra clásico suena casi siempre equívoca y ambivalente, por no decir irónica"[14].    Se advierte, junto a la claridad de la toma de posición, el tono elegíaco respecto de la época que se cierra y   un   pronóstico ominoso respecto de la que se abre. Hay una cierta renuencia a pensar más allá de la forma estatal. Nuestro autor es claro, preciso y de seguimiento ineludible en cuanto a la pars destruens respecto de lo que asoma tras la retirada de la estatalidad y el jus publicum europaeum, donde aquélla se expresaba. Recoge la frase de Proudhon, "quien dice Humanidad quiere engañar" y alerta sobre la intensificación de la enemistad hacia posiciones absolutas que encubre el interventismo humanitarista.   Pero, a la vez, desde la pars construens, no alcanza a concebir una pluralidad superadora de la estatalidad moderna, un orden jurídico postestatal, tanto hacia adentro del Estado y la articulación terriotorial del poder, como hacia fuera de los Estados, que suceda sin traicionar en lo esencial y valioso aquel jus publicum moribundo. Para Schmitt, la unidad política estatal fue el unum necessarium; ahora, marchamos hacia una unidad política de alcance planetario, que no podría cumplir con lo que el Estado consiguió ad intra: la paz interior, la deposición de la enemistad intestina; en otras palabras, se perdería, a escala global, el vivere civile, la dimensión civilizatoria de la política. Pero a Schmitt no le interesó jamás cómo se articulaba hacia adentro, funcional y territorialmente, aquella paz interior. Lo seduce la unitas, pero no lo atrae   la universitas donde se articulan diversidades y diferencias. Así, deja a un lado la corriente de pensamiento medieval, con culminación en Dante, luego reaparecida con Altusio, que resulta basilar para la noción federativa. Los jurisconsultos del medioevo hablaban de una bóveda de universitates locales ordenadas desde el domus, el vicus, la civitas, la provincia, el regnum, el imperium. Es probable que nuestro autor viese en esta corriente una manifestación del romanticismo político que solía fulminar. Así, por ejemplo, en las fórmulas de Adam Müller acerca de una   concepción "orgánica" y estamental del Estado como una comunidad superior de comunidades, transmitidas por la obra de Gierke y recogidas por un contemporáneo de Schmitt, Othmar Spann. Schmitt polemizó en varias   ocasiones   con las teorías organicistas que asimilaban el Estado a las otras comunidades, tanto las menos como las más amplias, afectando así la summa potestas del soberano[15]. En "El Concepto de lo Político" (1927) hace referencia expresa a Gierke, cuya teología política, según nuestro autor, en la búsqueda de una unidad última, de un "cosmos' y de un "sistema" resulta "superstición y reminiscencia de la escolástica medieval"[16].   En "El Leviatán en la Teoría del Estado de Tomás Hobbes" (1938) señala que los mecanismos estamentales, generadores de un derecho de resistencia, conducen a la guerra civil, cuando la misión del Estado es ponerle un cierre definitivo[17]. Pero su ataque se concentró, especialmente, sobre las concepciones pluralistas de Harold Laski y G.D.H. Cole, que, entre 1914 y 1925, habían propiciado, desde posiciones cercanas al socialismo inglés y los fabianos, la descentralización y repartición del poder estatal. Aunque las notas polémico de Schmitt son de 1927[18], cuando Laski ya había abandonado el pluralismo o policratismo, le servían a nuestro autor para reafirmar su pensamiento nuclear de rechazo de toda forma de contestación o recorte de la superioridad ad intra del Estado.

Nuestro autor, como se sabe, desde los años 40 comienza a hablar de los imperios y de los grandes espacios, los Grosseraume, como las formas políticas surgentes tras la estatalidad. El mundo quedaría parcelado en una pluralidad de grandes espacios, pero como pluralidad de unidades estancas. Habría, en otras palabras, un nuevo jus publicum con menos protagonistas que el antiguo: "un equilibrio de varios grandes espacios que creen entre sí un nuevo derecho de gentes en un nuevo nivel y con dimensiones nuevas, pero, a la vez, dotado de ciertas analogías con el derecho de gentes europeo de los siglos dieciocho y diecinueve, que también se basaba en un equilibrio.de potencias, gracias al cual se conservaba su estructura"[19]. Nada nos dice de cómo se organizarían ad intra los grandes espacios: súlo sabemos que deberían mantener alguna homogeneidad interna y que algún Estado ejercería en ellos un papel hegemónico (el ejemplo es el papel de los EE.UU respecto al resto de América, luego de que la doctrina Monroe estableciera límites y exclusiones configuradoras de este gran espacio).

Los Grosseraume se plantean como alternativa al gran peligro, a la remoción del katéjon (es decir, lo que retiene, ataja   u obstaculiza, concepto recurrente en la teología política final de nuestro autor). El katéjon actúa en toda época y es, por lo tanto, variable con el decurso de aquéllas. El katéjon asienta o mantiene el Nomos epocal y desaparece con él[20]. Se lo menciona en Pablo de Tarso (II epístola a los tesalonienses, 2, 6/7), que lo considera el obstáculo o retardo, qui tenet nunc,   el que retiene   ahora la manifestación del Anticristo.   El Anticristo de Schmitt es la soberanía global, el mundo uno y uniforme correspondiente al pensamiento técnico-industrial. El sistema de Estados nacionales en pugna controlada, construcción de la racionalidad europea, edificadores al mismo tiempo, cada uno, de su propia paz interior, he allí el verdadero katéjon para Schmitt. Ninguna virtualidad le ve en ese sentido a la provisoria federación, contrato temporario de status, fuente de desestabilizaciones, que prefiere mostrar a contraluz o no mostrar, como dijimos al principio de este trabajo. Aunque, a pesar de su desconfianza hacia las formas federativas, dejó sobre ellas notables observaciones jurídico-políticas, como hemos visto. Quizás, alguien ha señalado, se consideraba el mismo Schmitt como el katéjon intelectual al  diseño maligno de la soberanía global desde la unidad política del mundo. De todos modos, advierte que un Nomos de la tierra desaparece y no ha apuntado el otro todavía. No alcanza a divisar si es posible un nuevo Nomos pluralístico donde la conflictualidad se canalice y yugule, sin proclamar su desaparición, como sueña la soberanía global mientras desarrolla sin pausa sus operaciones de policía humanitaria.

Schmitt advertía una sustancial oposición entre estatalidad y federalismo. Por eso decía que el Estado federal, seudonegocio jurídico nulo y equívoco se resuelve, como el federalismo hamiltoniano, en la forma de Estado unitario más o menos matizado. Hoy reaparece el federalismo de raíz lotaringio germánica, cuyo teórico más reciente fuera Proudhon, como visión comprensiva del mundo y de la sociedad, no como simple forma de Estado (su fórmula   podría ser, en lugar de   e pluribus, unum, del federalismo norteamericano, la de   ex uno, plures[21]). El katéjon schmittiano está removido. Una soberanía global es posible. Hasta hace poco, se pensaba que esa soberanía residía impersonal y ubicuamente en los mecanismos,   soportes y programas autosuficientes de las redes tecnológicas, de comunicación, informáticas y financieras que rodean el planeta[22]. Al no haber un Leviatán visible, se lo suponía muerto o dormido. Después del 11 de septiembre de 2001, Leviatán debe manifestarse otra vez, ahora para asegurar el globo ante la amenaza del terrorismo global y "privatizado".    En esa bufera o borrasca dantesca nos toca movernos, y las reflexiones schmittianas permiten allí algunos vislumbres. Decía Hölderlin que en el peligro crece también lo que salva. Y nuestro autor agregaba que, al borde del abismo, en la situación excepcional, "la mente se abre al arcano".

* Doctor en Ciencias Jurídicas, Universidad Católica Argentina.

NOTAS

[1]) Ver Otto von Gierke, "Teorías Políticas de la Edad Media",con introducción de F.W. Maitland, traducciónindirecta del ingléspor Julio Irazusta, Editorial Huemul, Bs. As., 1963, p. 108/109.

[2] )Tras la Segunda Guerra Mundial, la República Federal Alemana seconfiguró en 1949, como su nombre lo indica, bajo un sistemafederativo. La República Democrática Alemana, en cambio, como"Estado socialista de la nación alemana", se configuróbajo un sistema unitario. Anteriormente, bajo el III Reich, la Leyde Plenos Poderes del 24 de marzo de 1933, que en los hechos derogóla Constitución de Weimar, otorgó la potestad legislativa laGobierno del Reich, es decir, al Fuehrer., que designaba algobernador (Gauleiter) en cada uno de los distritos. La organizacióndel Reich fue asimilándose (Gleichschaltung) a la organizacióncentralizada y uniforme del Partido Nacional Socialista ObreroAlemán. Alemania, hoy, es un Estado federal.

[3] )Ver Carl Schmitt, "La Defensa de la Constitución", trad.de Manuel Sénchez Sarto, prólogo de Pedro de Vega, ed. Tecnos,Madrid, 1998, 2ª. Edición, p. 12

[4] )Carl Schmitt, "Teoría de la Constitución", traducción ypresentación de Francisco Aala, epílogo de Manuel García-Pelayo,Alianza editorial, Madrid, 1982, p. 348.

[5] )Schmitt solía adherir a la causa de los vencidos: victrix causadiis placuit, sed victa Catoni,la causa de los vencedores place alos dioses, pero la de los vencidos a Catón..y a Schmitt.

[6] )Contra James Madison en "El Federalista", XXXIX, XLIV yXLV: se propone una soberanía distributiva, donde los estadosfederados retienen una porción no delegada, un residuo inviolable,y la federación ejerce sólo la delegada. Ello es posible porque elpueblo, organizado en ciudadanía, no en masa, manifiesta suvoluntad soberana parcialmente en varias represdentaciones: comoindividuo, como miembro del estado federado, como miembro de lafederación. Ver Hamilton, Madison y Jay, "El Federalista",prólogo y traducción de Gustavo R. Velasco, FCE, Mexico,6ª.reimpresión, 1998. Para Schmitt, este deslinde, esta especie definium regundorum entre federación y estados miembros de la mismasoberanía, no resulta concebible. En la situación excepcional,quien decida, federación o estado miembro, resulta plenamentesoberano.

[7] )Op. cit. n. iv, p. 359

[8] )Sobre las dificultades de traducción de Ausnahmezustand como"estado" o "situación" excepcional puede versela nota del traductor, Jean-Louis Schlegel en "ThéologiePolitique, 1922,1969", Gallimard, 1988, p. 15. Para otrosdesarrollos sobre el concepto de soberano en Schmitt me remito a miprólogo a "Teología Política", Ed. Struhart y Cía.,2ª. Ed., Bs. As. 1998.

[9] )Op. cit nota iv, p. 369.

[10] )Op. cit. n. iii, p. 161.

[11] )José Caamaño Martínez: "El Pensamiento Juídico-Político deCarl Schmitt", prólogo de Luis Legaz y Lacambra, Ed. Porto yCía, Santiago de Compostela, 1950, p. 159.

[12] )Op. cit. n iv, p. 17

[13] )  Gary L. Ulmen en Paul Piccone y otros, "La RivoluzioneFederalista", Settimo Sigillo, Roma, 1995.

[14] )Carl Schmitt, "La Noción de lo Político", en Revista deEstudios Políticos, Instituto de Estudios Políticos, nº 132, Madrid, noviembre-diciembre 1963, p.6

[15] )Una de ellas fue en una conferencia de 1930 en honor de Hugo Preuss,discípulo de Gierke. Ver George Schwab, "Carl Schmitt, lasfida dell'eccezione", introducción de FrancoFerrarotti, traducción de Nicola Porto, Laterza, Bari, 1986, p.92

[16] )Carl Schmitt, "El Concepto de lo Político", trad. deFrancisco Javier Conde, en "Estudios Políticos", Doncel,Madrid, 1975, p. 118.

[17] ) Carl Schmitt, "El Leviatán en la Teoría del Estado de TomásHobbes", traducción de Francisco Javier Conde, Ediciones Haz,Madrid,1941 p. 72/73.

[18] )Op. cit. nota anteror, loc. cit. Un eco de este ataque al pluralismo"extremista" del "judío Laski" aparece en "ElConcepto de Imperio en el Derecho Internacional" (1940), trad.de Francisco Javier Conde, Revista de Estudios Políticos, Madrid,1941, p. 97.

[19] )Carl Schmitt, "La Unidad del Mundo", Ateneo, Madrid, 1951,p.24

[20] )Carl Schmitt, "El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentesdel jus publicum europaeum", trad. Dora Schilling Thon,Estudios Internacionales, Madrid, 1979, p. 37 y sgs.

[21] )Me remito a mi trabajo "El Federalismo Argentino en elNovecientos o de cémo perdimos el siglo", IV Congreso Nacionalde Ciencia Política, UCA -SAAP, Buenos Aires, RA, noviembre 17 al20 de 1999,.

[22] )Ver Bandieri, Luis María, "¿Soberanía Global vs. SoberaníaNacional? (Hacia una Micropolítica Federativa)" Ponencia en laPrimeras Jornadas nacionales de derecho Natural, San Luis, RA, 14 al16 de junio de 2001, RA

vendredi, 27 janvier 2012

¿Qué es una Guerra Escatológica?

¿Qué es una Guerra Escatológica?

Por Sergio Prince Cruzat

Ex: http://geviert.wordpress.com/

 

I.  Introducción

En este trabajo intento dilucidar el significado de la expresión ‘guerra escatológica’ acuñado por  J. Derrida (1930 – 2004).  La EXPLICACIÓN de la guerra escatológica, no se encuentra en las taxonomías tradicionales de la guerra. Se trata de una problematización propia del filósofo argelino pero que nunca desarrolló. Por lo demás los conceptos mismos de guerra y escatología nunca fueron objeto, por parte de Derrida, de una indagación sistemática. El análisis que yo propongo no es definitivo; constituye un conjunto de conjeturas más que una tesis. Se trata de la descripción de tres escatologías cuyos enunciados son importantes para el estudio de las relaciones internacionales. Lo que presento a la consideración del lector no es otra cosa que un modo de problematización del estudio de la guerra en el siglo XXI.

Cuando se estudia el significado del concepto ‘guerra’, encontramos numerosas taxonomías que remiten a expresiones tales como, guerra convencional, asimétrica, de cuarta generación y, últimamente, guerra irrestricta [1]. No aparece hasta ahora definición alguna de ‘guerra escatológica’. Esto se debe, en gran medida, a que la expresión fue acuñada en un ámbito aparentemente ajeno a los estudios políticos y estratégicos. Esta aparece en un escrito del filósofo posestructuralista francés Jaques Derrida (1930 – 2004). Éste se  titula De espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Data de 1993. En el capítulo II titulado Conjurar el marxismo, se refiere a la  guerra entre escatologías, la guerra por la “apropiación simbólica de Jerusalén”, la verdadera guerra mundial, que demuestra que la promesa neo – evangélica de Fukuyama (1992) no se ha cumplido y sigue siendo sólo eso: una promesa. Fukuyama afirmaba que la caída del comunismo y el triunfo de las democracias liberales marcaban el comienzo de la etapa final en la que no había más lugar para largas batallas ideológicas. En este sentido, la historia habría terminado. El “Fin de la historia”, afirmó Fukuyama, significaría el fin de las guerras y de las revoluciones sangrientas, los hombres podrían satisfacer sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas. Según Derrida (1992) este evangelio desempeña un papel que excede la trasnominación como cliché retórico e indica la mayor concentración sintomática o metonímica de lo que es irreductible en la coyuntura mundial que tenía [y aún tiene hoy] lugar en Medio Oriente. Allí se movilizan tres escatologías mesiánicas distintas, allí todas las fuerzas del mundo, todo el “orden mundial” participa en la guerra sin cuartel que mantienen, directa o indirectamente las tres religiones del Libro:

[…] la mayor concentración sintomática o metonímica de lo que permanece irreductible en la coyuntura mundial […] tiene su lugar, su imagen o la imagen de su lugar, en Oriente Medio: tres escatologías mesiánicas distintas movilizan allí todas las fuerzas del mundo y todo el “orden mundial” en la guerra sin cuartel que mantienen, directa o indirectamente; movilizan [...]

¿A qué se refiere Derrida cuando habla de la mayor concentración sintomática o metonímica de lo que irreductible en la coyuntura mundial? Veamos. Sintomático es lo que constituye un síntoma de algo y, síntoma, es un indicio que revela un trastorno funcional. Por otra  parte, la  metonimia[2] es un tropo que alude al sentido translaticio. Ambos términos hablan sobre algo haciendo referencia a un otro que se relaciona con el algo de algún modo. Síntoma y metonimia son un hablar, un decir indirecto sobre algo que no es lo hablado o lo dicho. Ambos términos nos indican la existencia de algo velado, inefable que es al mismo tiempo irreductible. En el Corán las metonimias, las metáforas no son un mero recurso retórico, sino que ponen de manifiesto, develan la semejanza entre lo oculto y lo visible. En el libro sagrado del Islam hay una palabra que indica esta conexión, tawhîd. Esta palabra denota la conexión interior entre el mundo espiritual y el material, se refiere a la conciencia de que todo está relacionado, nos recuerda que el mundo no es un conjunto de cosas, sino un conjunto de signos que denotan a otra cosa que no son sí mismo. Una montaña es una palabra, un río es otra, un paisaje es una frase. Todo dice, todo es lenguaje y permanece conectado. Ahora bien, para Derrida lo irreductible es la crisis que afecta una sociedad como resultado de la convergencia de un conjunto relevante de eventos tales como los equilibrios presupuestarios, los imperativos técnicos, económicos, científicos y militares, que están inefablemente vinculados al mundo espiritual. A mayor imposición de estos imperativos materiales  mayor es la irreductibilidad espiritual de una crisis (Derrida, 1991)[3]. Entonces, podemos entender la mayor concentración de metonimia como la mayor cantidad de argumentos espirituales indirectos que demuestran que la Historia se resiste a su fin. Estos argumentos espirituales y materiales se manifiestan con una claridad meridiana en los conflictos, en la crisis permanente que vive el Medio Oriente

Al refutar la tesis de Fukuyama, Derrida abrió,  un nuevo campo de estudio y la posibilidad de una nueva reflexión sobre los conflictos, la guerra y el terrorismo. Todo sintetizado en los acontecimientos del Medio Oriente, en esta guerra sin cuartel que mantienen, directa o indirectamente las religiones del Libro. Estas enfrentan el mundo globalizado en una lucha intestina que tiene rasgos de una guerra civil. Economía y política  de árabes, judíos y cristianos se enfrentan en una lucha sin cuartel que impide la paz prometida por la democracia liberal y el libre mercado que predicó el politólogo de origen nipón.

II.  Los mitemas de las escatologías

Revisemos la estructura o los mitemas[4] de las tres escatologías. Estas comparten la creencia  en una Edad de Oro, en una Teleología de la Historia, en un Demiurgo o un sujeto de la historia y en una sociedad futura: una Jerusalén reconstruida que vendrá al mundo para premiar a los justos.

En la guerra escatológica se enfrentan estructuras fundadas en la creencia de una verdad única, lo que imposibilita un dialogo racional. Cualquier toma y dacca se da entre elementos superficiales. Existe una suerte de dificultad ontológica que impide solucionar el conflicto o acabar con la guerra. El conflicto entre escatologías permite un acuerdo cosmético sólo sobre un tema: los orígenes de la humanidad. Las escatologías comparten lo que llamaré la estructura hesíodica del mito sobre el origen de la humanidad. Comparten la idea de una Edad de Oro que podemos rastrear hasta el poema Trabajos y Días, en donde el poeta relata el mito de las edades:

al principio, los Inmortales, en tiempos de Cronos, crearon una dorada estirpe de hombres mortales, quienes vivían en paz y armonía con los dioses, disfrutando de los deleites de una vida fácil, abundante en riquezas y comodidades, hasta que la vida se les acababa en sueños, sin sufrimiento. Luego, crearon una estirpe de inmortales de plata, de menor inteligencia y belleza. Los niños se criaban bajo la protección de su madre y, ya adultos, vivían poco tiempo lleno de sufrimiento debido a su falta de sabiduría, extremada violencia y falta de respeto por los dioses. Después de que muriera esta estirpe, Zeus creó una tercera, de bronce, interesada solo en la guerra, por lo que la edad de oro es la edad originaria, primigenia, en la cual se vive la unidad original (Hesíodo, [VIII a. C.] 2007).

En lo referente a  la teleología de la historia, su sentido, su finalidad no hay acuerdo posible a pesar de los esfuerzos del ecumenismo. Para las tres religiones del libro este es un tema fundamental ya que expresa el propósito de éstas y  explica la acción presente en pos de aquel futuro lejano. Los especialistas han  distinguido varias formas de teleología, en especial tendientes a diferenciar lo que se entiende por  “finalidad” en las ciencias naturales con lo que se entiende por “finalidad” o propósito en la filosofía y las humanidades en donde se utilizan las nociones de “tendencia, “aspiración”, “intencionalidad” y “propósito para explicar el significado del telos. El fin o el propósito de las religiones del libro es hacer que la fe en la escatología desempeñe un papel efectivo, práctico, reformando la vida humana, preparándola para el gran final.

Sobre este último punto, se presentan las diferencias que impiden el acuerdo de la paz  y que convocan a la guerra para imponer la recta ratio. Los judíos esperan el mesías, los cristianos esperan que el mesías vuelva a gobernar y los islamitas esperan el paraíso en el cual serán premiados con todos los placeres sensuales que les han sido privados en la vida en este mundo. Ni un cristiano ni un judío esperan el paraíso de Alá. Ni un buen islamita espera algo así como la venida del Mesías de origen humano o el Reino de Cristo al final de los tiempos. Así, parece lícito tratar de convertir a los otros a “verdad”. De allí que el otro pase de enimicus a hostis por no aceptar la verdad.

Tener que decidir quién es el sujeto de la historia, el Demiurgo, divide a  las escatologías. Esta decisión implica decidir quién transforma la realidad y mueve la Historia: ¿Yavé? ¿Cristo? ¿Alá? Los atributos de Dios son muy similares en las distintas escatologías, sin embargo, las especulaciones teológicas provocan un abismo insalvable entre ellos. El atributo que da rango de soberano a quienes gobiernan desde el “cielo a sus súbditos, hace imposible la decisión racional. Yavé, Melej haMelajim[5] (rey de reyes de Israel), Alá al-Maalik (el soberano)[6] y Cristo Rey, disputan la soberanía sobre el cuerpo y el espíritu de los seres  humanos.

Aquí surgen preguntas tal como: ¿Qué rey gobierna la historia? o ¿Qué rey gobernará al final de los siglos? En el Medio Oriente combaten los soldados de Dios, los soldados de  Yavé, Jesucristo y Alá. Luchan por establecer un reino, reino de paz, de justicia, de amor pero epistemológicamente excluyente y ontológicamente  intolerante. Por la fuerza de las armas Dios busca imponerse al igual que en las Cruzadas, en las Guerras de religión de Francia, en el Ulster, en los Balcanes, en el Líbano, y en las hostilidades que aún enfrentan a palestinos e israelíes.

En esta lucha del Oriente Próximo se juega el rostro, el carácter que tendrá el Fin de los Tiempos. Por esta razón Derrida pudo afirmar que la tesis del Fin de la Historia de Fukuyama (1992) estaba errada. Es obvio que entonces existían y aún existen fuerzas que luchan, que combaten, que guerrean con la finalidad de imponer su escatología. Una guerra escatológica, una guerra por el Fin de los Tiempos, no se entrega a las reglas del Arte de la Guerra propuestas por  Suntzu, Maquiavelo o Clausewitz. La guerra entre escatologías va más allá de toda regla, de todo límite, de todo concepto tradicional de “soldado” “arma”, y campo de batalla. Por ejemplo, la nueva conceptualización de arma en la guerra entre escatologías considera todos los medios que trascienden el ámbito militar, pero que aún pueden ser utilizados en operaciones de combate. Todo lo que puede beneficiar a la humanidad también puede hacerle daño (Faundes, 2010). Esto quiere decir que no hay nada en el mundo de hoy que no puede convertirse en un arma, y esto requiere pensar que se puede abrir el dominio del reino de armas de un solo golpe: un accidente en un solo mercado de valores, una invasión de virus o el rumor de una o escándalo que dé lugar a una fluctuación en los tipos de cambio del país enemigo o que exponga a los líderes enemigos en Internet, todos pueden ser incluidos en las filas de la nueva concepción de armas (Liang y Xiangsui. (1999:25)[7]

Faundes (2010) también nos dice que observando en detalle el fenómeno guerra, tal como lo describen los coroneles China Liang y Xiangsui (1999)[8], es posible entender que la sutileza es una nueva herramienta que se puede explotar, por medio de ataques imperceptibles que afecten el funcionamiento regular de un país, por ejemplo alterando la calidad del agua, atentando contra los productos de exportación, interviniendo el mercado financiero local, azuzando movimientos en contra del poder político (sindicales y étnicos, por ejemplo), efectuando ataques informáticos, etc. Con todo, una Estado puede estar en medio de una guerra escatológica sin siquiera saberlo, peor aún, desconociendo al adversario. Veamos un ejemplo. El 13 de septiembre de 2010 minuto digital.com[9] informó:

“que tal y como informa España y Libertad en su web, la última ofensiva mediática yihadista data del pasado miércoles: los radicales llaman al “boicot” y a “combatir” a España tras conocer que en Águilas se reabrió una discoteca de nombre La Meca. Los yihadistas, incluso, amenazan con una «gran guerra entre España y el pueblo del Islam”.

A pesar de la violencia del discurso yihadista, no todos los españoles saben que están en medio de un combate escatológico, como el que vivieron hace siglos. La guerra con el Islam no terminó con la conquista de Granada en 1492 y desde entonces las armas se han sofisticado hasta llegar a ser armas de la cotidianeidad. Liang y Xiangsui precisan:

“Lo que debe quedar claro es que el nuevo concepto de armas está en el proceso de creación de nuevas armas que están estrechamente relacionadas con la vida de la gente común”. Con el advenimiento de este nuevo concepto de las armas la guerra escatológica se elevará a un nivel insospechado por la gente común y los militares: “Creemos que algunas personas despertarán por la mañana para descubrir con sorpresa que algunos objetos amables y cotidianos han comenzado a tener características ofensivas y letales (Liang y Xiangsui, 1999:26).[10]

III. Los mitemas del soldado

El soldado que combate al alero de una escatología tiene clara la distinción entre el bien y el mal. Nada más necesario. Esta claridad que no existe entre los filósofos contemporáneos permite al soldado saber que su causa es justa en tanto él es servidor del bien. Esta licenciado y protegido por la bondad que encarna la patria, la patria celestial y / o llamada por Dios a ser el eje de la Historia Universal. Las distinciones entre Bien y Mal suelen coincidir con la distinción amigo enemigo y, siguiendo a Schmitt, puedo afirmar que enemigo, es para el soldado de la escatología, aquel el conjunto de hombres y mujeres  que de acuerdo con una posibilidad real se le opone combativamente. [11] Existe un enorme parecido entre el amigo y el enemigo schmittiano que también se observa entre el amigo enemigo escatológico; son una esencia que los hace existencialmente distintos en un sentido particularmente intensivo que hemos mencionado supra: ‘¿Qué Dios es el motor de la Historia?’ Responder a esta pregunta es lo que lleva, quizás, al punto más extremo de su relación ¿Existe alguien, fuera de ellos, que pueda intervenir en la decisión del conflicto? Schmitt responde a esta cuestión diciendo que sólo es posible intervenir en la medida en que se toma partido por uno o por otro, cuando el tercero se convierte en amigo o enemigo. No hay mediación posible, no hay neutralidad posible en el enfrentamiento entre diferentes telos. El conflicto sólo puede ser resuelto por los implicados, pues sólo a ellos les corresponde decidir si permiten su domesticación o viceversa como una forma de proteger su forma esencial de vida. Las opciones escatológicas se definen entre las escatologías, al combatiente sólo puede triunfar o morir. O vivir con honor o morir con gloria[12], es un emblema que indica la realidad del soldado que combate por el Fin de la Historia. El honor se da al vivir en la bondad, en la verdad, el haber alcanzado el telos, el fin. La gloria, la muerte gloriosa es como la que esperan los soldados del Islam, en una muerte Ad maiorem Dei gloriam.

Disciplina. El soldado de infantería, que llevaba una kipá, sacó una tarjeta colorida del bolsillo de su campera. En el exterior estaba impreso el “Shema” (que significa “Oye, Israel”), que es el credo judío. Y rodeado de coloridas ilustraciones de lugares judíos de todo Israel, se encontraba en la parte interior de la tarjeta una “oración para el combate”:

“¡Señor de los ejércitos, que tienes tu trono por encima de los ángeles! Tú nos has ordenado en tu Torá y nos has dicho: ‘Oye, Israel, vosotros os juntáis hoy en batalla contra vuestros enemigos; no desmaye vuestro corazón, no temáis, no os azoréis, ni tampoco os desalentéis delante de ellos; porque Jehová vuestro Dios va con vosotros, para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para salvaros’ (Dt. 20:3-4). … Puedas Tú ahora estar con los soldados del ejército israelí, con los mensajeros de Tu pueblo que hoy van a la batalla contra sus enemigos. Danos fuerza y valor. Protégenos y pelea Tú nuestra batalla. Fortalécenos, protégenos y guárdanos. Ayúdanos y sálvanos por amor a Tu bondad”[13].

 

 

Bibliografía sugerida

Cohn, Norman.(1995). El Cosmos, el caos y el mundo venidero.  Barcelona: Crítica – Grijalbo Mondadori.

Faundes, C. (2010). Desde la guerra total a la guerra irrestricta. La deconstrucción de un concepto. Tesis para optar al grado de Magíster en Seguridad y Defensa, mención Política de Defensa, Santiago de Chile: Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos.

Qiao Liang  y  Wang Xiangsui (1999). Unrestricted Warfare, Beijing: PLA Literature and Arts Publishing House. Disponible en formato pdf en www.c4i.org/unrestricted.pdf.  Visitado 12 septiembre 2010

Orozco, José Luis. (2001). De teólogos, pragmáticos y geopolíticos. Aproximación al globalismo norteamericano. Barcelona: Gedisa-UNAM

Schmitt, Carl. (1999), El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid..

 

[1]    La guerra irrestricta (超限战, literalmente “guerra allende los límites”) es una guerra combinada que trasciende los límites de las dimensiones y métodos en las dos principales áreas de asuntos militares y no-militares, se deben incluir todas las dimensiones que ejercen influencia sobre la seguridad nacional. Para que una guerra sea irrestricta lo suficiente es que se persiga un objetivo político por medio del ejercicio de la violencia en un sentido amplio, es decir, traspasando el dominio de lo militar para combinar de manera irrestricta elementos de las distintas dimensiones de la seguridad, sobrepasando sus fronteras, por medio de combinaciones en lo supra-nacional, supra-dominio, supra-medios y supra-niveles; todo con el objeto de controlar al adversario. En Latinoamérica, la guerra irrestricta ha sido estudiada por Faundes (2010).

[2] La metonimia (griego: μετ-ονομαζειν met-onomazein [metonomadz͡ein], «nombrar allende’, es decir, ‘dar o poner un nuevo nombre» ), o transnominación, es un fenómeno de cambio semántico por el cual se designa una cosa o idea con el nombre de otra, sirviéndose de alguna relación semántica existente entre ambas. Son casos frecuentes las relaciones semánticas del tipo causa-efecto, de sucesión o de tiempo o de todo-parte.

[3]  Derrida, J. (1991). El derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico. Edición On line disponible en http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/derecho_filosofia.htm#_edn2 [Consultado el 1 de agosto de 2010]

[4]  Levi-Strauss, C. (1955). El estudio estructural del mito en Journal of American Folklore, nº 68 p. 428-555. En el estudio de la mitología, un mitema es una porción irreducible de un mito, un elemento constante (a diferencia de un meme cultural) que siempre aparece intercambiado y reensamblado con otros mitemas relacionados de diversas formas, o unido en relaciones más complicadas, como una molécula en un compuesto. Por ejemplo, los mitos de Adonis y Osiris comparten varios elementos, lo que lleva a algunos investigadores a concluir que comparten una misma fuente.

[5] También se le nombra como Elohim, plural de Dios que se usa repetidamente con verbos singulares, y con adjetivos y pronombres en singular, de la que una de sus hipótesis de origen indicaría que podría ser un plural mayestático que significa ‘Dios por sobre todos los dioses’ o ‘Dios de todo’ o podría ser simplemente un plural de majestad para indicar la alta dignidad de la persona divina.

[6] Al-Asmā’ al-Husnà (الأسماء الحسنى), en árabe, “los nombres más hermosos”, también llamados los noventa y nueve nombres de Dios o noventa y nueve nombres de Alá, son las formas de referirse a dios en el Islam.  En su mayor parte son epítetos que hacen referencia a atributos divinos.

[7]  Liang y Xiangsui. 1999:25. Citado en Faundes (2010)

[8] Quiao Liang  and Wang Xiangsui (1999). Unrestricted Warfare, Beijing: PLA Literature and Arts Publishing House

[9]  http://tinyurl.com/365lqgs

[10]  Liang y Xiangsui, 1999:26. Citado en Faundes (2010)

[11] Schmitt, Carl. (1999), El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid.

[12] Esta postura de Schmitt cambia un poco cuando estudia la neutralidad

[13] Escrito encontrado en la libreta de combate del Sargento Mario Antonio Cisnero. Caído en combate en la Gesta de Malvinas en 1982. http://tinyurl.com/297fwsc

lundi, 26 décembre 2011

Carl Schmitt et la théologie politique...

Carl Schmitt et la théologie politique...

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

Les éditions du Cerf viennent de publier un recueil comportant quatre essais inédits du juriste et philosophe politique allemand Carl Schmitt. Le volume est présenté par Bernard Bourdin, professeur de philosophie et de théologie à l'université de Metz, et préfacé par Jean-François Kervégan, auteur récent d'un essai intitulé Que faire de Carl Schmitt ? (Gallimard, 2011).

 

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"L'expression « théologie politique » n'a jamais été utilisée en tant que telle par les théologiens chrétiens. Elle n'apparaît pour la première fois que dans le titre d'un ouvrage majeur de la philosophie du XVIIe siècle, le « Traité théologico-politique » de Spinoza. L'intention de son auteur était de conjoindre la souveraineté et la liberté de pensée, et par là même de régler le « problème théologico-politique ». Il faut attendre l'anarchiste Bakounine, au XIXe siècle, pour « réhabiliter » la théologie politique à des fins révolutionnaires, puis pour dénoncer le déisme de Mazzini.

En 1922, en rédigeant son premier texte sur la théologie politique, Carl Schmitt prend le contre-pied de l'anarchisme révolutionnaire. Avec le juriste rhénan, la théologie politique est désormais identifiée à la théorie de la souveraineté. C'est par une formule lapidaire, devenue célèbre, qu'il commence son essai : « Est souverain celui qui décide de la situation exceptionnelle. » Dès la fin du IIe Reich, puis dans le context de la république de Weimar, tout le projet intellectuel de Schmitt est d'articuler sa théorie du droit et du politique à une structure de pensée théologico-politique. Le problème de la démocratie libérale est son incapacité à disposer dune véritable théorie de la représentation, en raison de l'individualisme inhérent à la pensée libérale. Face à cette impuissance, le catholicisme, par sa structure ecclésiologique, offre au contraire tous les critères de la représentation politique et de la décision.

Les textes que Bernard Bourdin présente dans ce volume, parus entre 1917 et 1944, sont des plus explicites s'agissant de ces aspects de la théorie schmittienne : institution visible de l'Église, forme représentative et décisionnisme. Ils mettent de surcroît en évidence la double ambivalence de la pensée de Schmitt dans son rapport au christianisme (catholique) et à la sécularisation. En raison de son homologie de structure entre Dieu, État et Église, la nécessité d'une transcendance théologico-politique plaide paradoxalement pour une autre approche d'une pensée politique séculière. Ambivalence qui ne sera pas non plus sans équivoque."

samedi, 24 décembre 2011

The Myth of the Rule of Law and the Future of Repression

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The Myth of the Rule of Law and the Future of Repression

By Keith Preston

Ex: http://www.alternativeright.com/

Richard's post, "Obama's Ennabling Act," raises some interesting questions regarding the significance of the recently passed National Defense Authorization Act, and its probable impact, that I believe merit further discussion. The editorial issued on December 17 by the editors of Taki’s Magazine, “The Government v. Everyone,” represents fairly well the shared consensus of critics of the NDAA whose ranks include conservative constitutionalists and left-wing civil libertarians alike. While I share the opposition to the Act voiced by these critics, I also believe that Richard is correct to point out the questionable presumptions regarding legal and constitutional theory and alarmist rhetoric that have dominated the critics’ arguments.

Wholesale abrogation of core provisions of the U.S. Constitution is hardly rare in American history. The literature of leftist or libertarian historians of American politics is filled with references to the Alien and Sedition Act, Lincoln’s assumption of dictatorial powers during the Civil War, the repression of the labor movement during WWI, the internment of the Japanese during WW2 and so forth. Mainstream liberal critics of these aspects of American history will lament the manner by which America supposedly strays so frequently from her high-minded ideals, whereas more radical leftist critics will insist such episodes illustrate what a rotten society America always was right from the beginning.

Meanwhile, conservatives will lament how the noble, almost god-like efforts of the revered “Founding Fathers” have been perverted and destroyed by subsequent generations of evil or misguided liberals, socialists, atheists, or whomever, thereby plunging the nation into the present dark era of big government and moral decadence. These systems of political mythology not withstanding, a more realist-driven analysis of the history of the actual practice of American statecraft might conclude that such instances of the state stepping outside of its own proclaimed ideals or breaking its own rules transpire because, well, that’s what states do.

Carl Schmitt considered the essence of politics to be the existence of organized collectives with the potential to engage in lethal conflict with one another. Max Weber defined the state as an entity claiming a monopoly on the legitimate use of violence. Schmitt’s dictum, “Sovereign is he who decides on the state of exception,” indicates there must be some ultimate rule-making authority that decides what constitutes “legitimacy” and what does not, and that this sovereign entity is consequently not bound by its own rules. This principle is descriptive rather than prescriptive or normative in nature. Schmitt’s conception of the political is simply an analysis of “how things work” as opposed to “what ought to be.”

Like all other political collectives, the United States possesses a body of political mythology whose function is to convey legitimacy upon its own state. For Americans, this mythology takes on the form of what Robert Bellah identified as the “civil religion.” The tenets of this civil religion grant Americans a unique and exceptional place in history as the Promethean purveyors of “freedom,” “democracy,” “equality,” “opportunity,” or some other supposedly noble ideal. According to this mythology, America takes on the role of a providential nation that is in some way particularly favored by either a vague, deist-like divine force (Jefferson’s “nature’s god”) in the mainstream politico-religious culture, or the biblical god in the case of the evangelicals, or the progressive forces of history for left-wing secularists. The Declaration of Independence and the Constitution are the sacred writings of the American civil religion. It is no coincidence that constitutional fundamentalists and religious fundamentalists are often the same people. Prominent “founding fathers” such as Washington or Madison assume the role of prophets or patriarchs akin to Moses and Abraham.

In American political and legal culture, this civil religion and body of political mythology becomes intertwined with the liberal myth of the “rule of law.” According to this conception, “law” takes on an almost mystical quality and the Constitution becomes a kind of magical artifact (like the genie’s lantern) whose invocation will ostensibly ward off tyrants. This legal mythology is often expressed through slogans such as “We should be a nation of laws and not men” (as though laws are somehow codified by forces or entities other than mere mortal humans) and public officials caught acting outside strict adherence to legal boundaries are sometimes vilified for violation of “the rule of law.” (I recall comical pieties of this type being expressed during the Iran-Contra scandal of the late 1980s.) Ultimately, of course, there is no such thing as “the rule of law.” There is only the rule of the “sovereign.” The law is always subordinate to the sovereign rather than vice versa. Schmitt’s conception of the political indicates that the world is comprised first and foremost of brawling collectives struggling on behalf of each of their existential prerogatives. The practice of politics amounts to street-gang warfare writ large where the overriding principle becomes “protect one’s turf!” rather than “rule of law.”

 As an aside, I am sometimes asked how my general adherence to Schmittian political theory can be reconciled with my anarchist beliefs. However, it was my own anarchism that initially attracted me to the thought of Schmitt. His recognition of the essence of the political as organized collectives with the potential to engage in lethal conflict and his understanding of sovereignty as exemption from the rule-making authority of the state have the ironic effect of stripping away and destroying the systems of mythology on which states are built. Schmitt’s analysis of the nature of the state is so penetrating that it gives the game away. Politics is simply about maintaining power. Period.

Another irony is that Schmitt helped to clarify my anarchist beliefs considerably. I adhere to the dictionary definition of anarchism as the goal of replacing the state with a confederation or agglomeration of voluntary communities (while recognizing a certain degree of subjectivity to the question of what is “voluntary” and what is not). Theoretically, anarchist communities could certainly reflect the values of ideological anarchists like Kropotkin, Rothbard, or Dorothy Day. But such communities could also be organized on the model of South Africa’s Orania, or traditionalist communities like the Hasidim or Amish, or fringe cultural elements like UFO true-believers. Paradoxically, such communities could otherwise reflect the “normal” values of Middle America (minus the state).

The concept of fourth generation warfare provides a key insight as to how political anarchism can be reconciled with the political theory of Carl Schmitt. According to fourth generation theory as it has been outlined by Martin Van Creveld and William S. Lind, the state is in the process of receding as the loyalties of populations are being transferred to other entities such as religions, tribes, ideological movements, gangs, cults, paramilitaries, or whatever. Scenarios are emerging with increasing frequency where such non-state actors engage in warfare with states or in the place of states. Lebanon’s Hezbollah, which has essentially replaced the Lebanese state as both the defender of the nation and as the provider of necessary services on which the broader population depends, is a standard model of a fourth generation entity. In other words, Hezbollah has replaced the state as the sovereign entity in Lebanese society.

Another example is Columbia’s FARC, which has likewise dislodged the Colombian state as the sovereign in FARC-controlled territorial regions. The implication of this for political anarchism is that for the anarchist goal of autonomous, voluntary communities to succeed, a non-state entity (or collection of entities) must emerge that is capable of protecting the communities from conquest or subversion and possesses the will to do so. In other words, for anarchism to work there must be in place the equivalent of an anarchist version of Hezbollah  that replaces the state as the sovereign in the wider society, probably in the form of a decentralized militia confederation similar to that organized by the Anarchists of Catalonia during the Spanish Civil War…in case anyone was wondering.

The Future of Repression

Dealing with more immediate questions, the passage of the National Defense Authorization Act raises the issue of to what level repression carried out by the American state in the future will be taken, and of what particular form this repression will assume. I agree with Richard that it is improbable that NDAA represents any significant change of direction or dramatic acceleration in these areas. Therefore, it is highly unlikely that American political dissidents (the readers of AlternativeRight.Com, for instance) will be subject to mass arrests and indefinite detention without trial. Such tactics are likely to be reserved for individuals, primarily foreigners, genuinely involved or believed to be involved in the planning of acts of actual terrorism against American targets. There is at present very little of that within the context of domestic American society.

However, the unwarranted nature of Alex Jones-style alarmism does not mean there is no danger on the horizon. What is needed is a healthy medium between panic and complacency. Richard has argued that our present systems of soft totalitarianism that we find in the contemporary Western world may well give way to hard totalitarianism as Cultural Marxism/Totalitarian Humanism continues to tighten its grip. While this is a concern that I share and a prophecy that I regrettably think has a considerable chance of fulfillment, the question arises of what form “hard” totalitarianism might take in the future of the West.

It is unlikely we will ever develop states in the West that are organized on the classical totalitarian model complete with over the top pageantry and heads of states with strange uniforms and facial hair, given the way in which these are inimical to the universalist ideology, globalist ambitions, commercial interests, and aesthetic values of Western elites. Rather, I suspect the future of Western repression will take on either one of two forms (or perhaps a combination of both).

One of these is a model where repression rarely involves long term imprisonment or state-sponsored lethal action against dissidents. Instead, such repression might take on the form of persistent and arbitrary harassment, or the ongoing escalation of the use of professional and economic sanctions, targeting the families and associates of dissidents, or the petty criminalization of those who speak or act in defiance of establishment ideology. Richard has discussed the recent events involving Emma West and David Duke, and well as his own treatment at the hands of the Canadian authorities, and I suspect it is state action of this type that will largely define Western repression in the foreseeable future.

The state may not murder you or put you in prison for decades without trial, but you may lose your job, have your professional licensees revoked or the social service authorities threaten to remove your children from your home, or be subject to significant but brief harassment by legal authorities. You man find yourself brought up on minor criminal charges (akin to those that might be levied against a shoplifter or a pot smoker) if you utter the wrong words. Likewise, the state will increasingly look the other way as the use of extra-legal violence by leftist and other pro-system thugs is employed against dissenters. Indeed, much of what I have outlined here is already taking place and it can be expected that such incidents will become much more frequent and severe in the years and decades ahead. What I have outlined in this paragraph largely defines the practice of political repression as it currently exists in the West, particularly outside the United States, where traditions upholding free speech do not run quite as deeply.

However, this by no means indicates that Americans are off the hook. An even greater issue of concern, particularly for the United States, involves the convergence of four factors within contemporary American society and statecraft. These are the decline of the American empire in spite of the continuation of America’s massive military-industrial complex, mass immigration and radical demographic transformation, rapid economic deterioration and the disappearance of the conventional American middle class, and the growth of the general apparatus of state repression over the last four decades (the prison-industrial complex frequently criticized by the Left, for instance).

The combination of mass Third World immigration and ongoing economic decline, if continued uninterrupted, will have the effect of replicating the traditional Third World model class system in the U.S. (and perhaps much of the West over time). A class system organized on the basis of an opulent few at the top and impoverished many among the masses (the Brasillian model, for instance) will likely be accompanied by escalating social unrest and political instability. Such trends will be ever more greatly exacerbated by growing social, cultural, and ethnic conflict brought about by demographic change.

The American state has at its disposal an enormous military industrial complex that, frankly, wants to remain in business even as foreign military adventures continue to become less politically and economically viable. Likewise, the ongoing domestic wars waged by the American state against drugs, crime, gangs, guns, et. al. have generated a rather large “police industrial complex” with American borders. Libertarian writers such as William Norman Grigg have diligently documented the ongoing process of the militarization of American law enforcement and the continued blurring of distinctions between the rules of engagement involving soldiers on the battlefield on one hand and policemen dealing with civilians on the other. The literature of libertarian critics is filled with horror stories of, for instance, small town mayors having their household pets blown away by SWAT team members during the course of bungled drug raids.

The point is that as economic and social unrest, along with increasingly intense demographic conflict, continues to arise as it likely will in the foreseeable American future, the state will have at its disposal a significant apparatus for the carrying out of genuinely brutal repression of the kind normally associated with Latin American or Middle Eastern countries. Recall, for example, the “disappeared” of Latin America during the 1970s and 1980s. It is not improbable that we dissidents in the totalitarian humanist states of the postmodern West will face a dangerous brush with such circumstances at some point in the future.

 

mardi, 01 novembre 2011

Piet Tommissen, gardien des sources

Robert Steuckers:

Piet Tommissen, gardien des sources

La communauté académique connait Pïet Tommissen comme un grand spécialiste de Vilfredo Pareto et surtout de Carl Schmitt, depuis la parution régulière de la collection “Schmittiana” chez Duncker & Humblot à Berlin. Comment l’oeuvre précise et minutieuse de cet homme a-t-elle pu voir le jour, comment a-t-elle émergé idiosyncratiquement? De son cheminement personnel, Piet Tommissen nous livre un récit émouvant, tendre, autobiographique en une langue néerlandaise naturelle et spontanée. Malheureusement, ce beau récit sera trop souvent négligé par la communauté scientifique, qui suivra ses traces, car les écrits en néerlandais ne sont que rarement pris en compte par ceux qui ne maîtrisent pas cette langue. A la fin de sa vie, dans son charmant petit appartement d’Uccle, près de Bruxelles, Piet Tommissen a rédigé deux courts volumes de souvenirs, intitulés “Een leven vol buitenissigheden” (= “Une vie pleine d’extravagances”). Ils nous livre la clef de l’oeuvre, le fil d’Ariane d’une quête que notre professeur disparu a menée jusqu’à son dernier souffle. La première de ces plaquettes évoque une jeunesse sans histoire, passée à Turnhout en Campine, une région de landes de bruyère, assez aride, en lisière de la frontière néerlandaise, où son père était fonctionnaire des douanes et accises. Il y terminera pendant la seconde guerre mondiale ses études secondaires au Collège Saint Victor. Après la guerre, il occupe un premier emploi dans la petite localité de Baulers, près de la belle ville de Nivelles en Brabant wallon. C’est une époque où il se rend fréquemment à Bruxelles pour visiter libraires et bouquinistes et pour acquérir les principales revues intellectuelles françaises de l’époque, comme “Les temps modernes” ou “Synthèses”.

“La petite fleur en papier doré”

Au cours d’une de ces promenades bibliophiliques dans le Bruxelles de la fin des années quarante, en 1947 plus précisément (car la mémoire des dates est proverbiale chez Tommissen), il pousse la porte d’un des plus charmants estaminets de la ville, qui porte encore et toujours aujourd’hui le nom poétique de “La petite fleur en papier doré”, rue des Alexiens. Cet estaminet était le lieu de rendez-vous des surréalistes bruxellois autour de Magritte, Scutenaire, Mariën et les autres. L’exploitant de l’époque était collectionneur d’art et tenait une galerie: il se nommait Geert van Bruaene. Quand Tommissen entre dans le local sombre et agréable de cet extraordinaire bistrot, chauffé par un poêle de charbon, c’est van Bruaene qui sert les bières aux clients: dans la conversation qu’il entame, il parle au nouveau venu du théoricien avant-gardiste flamand Paul Van Ostaijen. Quasi inconnu en dehors des Flandres et des Pays-Bas, ce jeune révolutionnaire des années 20 avait rédigé un manifeste avant-gardiste, où il préconisait, outre une certaine écriture automatique (comme le fera plus tard Henry Michaux, côté wallon), un retour aux sources de toutes les formes de mystique religieuse dans les cadres nationaux et linguistiques: pour rompre avec la modernité positiviste et rationaliste, il faut retourner, disait Van Ostaijen, aux pensées mystiques que les peuples avaient développées aux stades antérieurs de leur histoire. Ce recours aux formes mystiques n’était pas une simple nostalgie ni une volonté passéiste de revenir à une sorte de moyen âge intellectuel car, pour Van Ostaijen, la mystique est “anarque” par excellence: elle balaie par la hauteur, la fraîcheur, la simplicité et la puissance de sa pensée les lourdeurs des systèmes et les banalités des périodes triviales dans l’histoire des peuples et des sociétés. Les Flamands, pour Van Ostaijen, doivent revenir à leurs mystiques médiévales, avec le mouvement des béguines, Soeur Hadewych et surtout Ruusbroec l’Admirable, dont Maurice Maeterlinck, Prix Nobel de littérature en 1911, avait réalisé une traduction française, tout en indiquant que ce mystique médiéval, retiré à Groenendael dans la Forêt de Soignes en lisière de Bruxelles, représentait la quintessence des aspirations mystiques flamandes et brabançonnes, tout comme, sans nul doute, Maître Eckhart représentait en Rhénanie la quintessence des aspirations mystiques allemandes. Piet Tommissen venait de découvrir le monde des “avant-gardes”, qui restera toujours présents chez lui, derrière sa façade officielle de “Schmittien”. Un monde d’avant-gardes qui n’était toutefois pas fermé aux aspirations religieuses.

Urbain Van de Voorde, Leo Picard, Wies Moens

En fréquentant van Bruaene et les joyeux convives de “La petite fleur en papier doré”, Piet Tommissen finit par faire connaissance avec Urbain Van de Voorde, responsable des pages littéraires du quotidien flamand “De Standaard”. Il écrit: “Les conversations que j’ai eues avec Van de Voorde, à cette époque et plus tard, ont été enrichissantes à tous points de vue. J’ai entendu pour la première fois prononcer les noms de Gottfried Benn, d’August Stramm, de Guillaume Apollinaire, d’André Breton, de Michel de Ghelderode, etc. D’où, je puis dire avec sérénié que Van de Voorde et quelques autres, ..., sont à la base de mon intérêt pour les ‘ismes’ de l’histoire de l’art, qui se sont déployés en Europe avant et après la première guerre mondiale”(p. 32). Piet Tommissen devint ainsi collaborateur occasionnel des pages littéraires du “Standaard”. Il prend le goût d’écrire, le goût de la recherche aussi, du détail piquant qui explique la genèse d’une oeuvre, d’un poème ou d’une toile, d’une esquisse ou d’une somme philosophique. Dans le cadre de ses activités au “Standaard”, il rencontre l’historien flamand Leo Picard (qu’on ne confondra pas avec le leader socialiste belge Edmond Picard). Leo Picard avait été le disciple préféré de Henri Pirenne, dont on se souvient partout en Europe pour ses thèses sur l’histoire médiévale et sur l’époque carolingienne. Mais Pirenne opte pour une vision “nationale” de l’histoire belge. Pour cette vision pirennienne, la Belgique est née, du moins sur le plan territorial, de la reconquête des Pays-Bas du Sud par les armées royales espagnoles; elle est, depuis 1598, affirme-t-il, détachée de ses environnements septentrional (la Hollande calviniste devenue indépendante) et oriental (l’Allemagne en tant que Saint Empire fragmenté par la Kleinstaaterei). Leo Picard critique cette vision, estime que les liens avec le Nord et l’Est ont toujours subsisté et que la Belgique indépendante de 1830 a été dominée par une bourgeoisie sans autre idéologie qu’un mixte confus de positivisme et de cosmopolitisme, une bourgeoisie qui a coupé tous liens organiques avec le peuple, surtout avec sa composante flamande. La dimension socio-économique de la vision flamande de Picard mérite toujours le détour en Flandre et nourrit sans doute secrètement, ou par les multiples avataras qu’elle a suscités, les contestations radicales de l’établissement économique belge dans les cercles du patronat et des PME (= “petites et moyennes entreprises”) en Flandre, parmi lesquels sans doute le “Marnixkring”, dont Tommissen fut longtemps le zélé secrétaire. Notons qu’il y a passerelle entre l’écriture positiviste de l’historien Leo Picard, formé par Pirenne, et l’idéal organique et “expressionniste” d’un autre poète avant-gardiste flamand, Wies Moens, auquel Tommissen consacrera plusieurs études. Picard examine les structures du pouvoir et constate qu’il y a “placage” d’un pouvoir inorganique sur l’organisme national flamand; Wies Moens exalte pour sa part (et dans le sillage de Camille Lemonnier) la vigueur d’un peuple flamand appelé à secouer le joug de l’établissement. L’idéal que se forge Piet Tommissen à la fin des années 40 repose sur ce double pilier intellectuel: d’une part, l’analyse organique et positiviste de Picard, un homme formé par Pirenne; d’autre part, les idéaux vigoureux, expressionistes et mystiques (Moens et Van Ostaijen) des avant-gardes flamandes, réclamant l’avènement d’un populisme révolutionnaire et organique, traduction politique d’un certain expressionnisme.

Vesperkring, Erasmusgenootschap, Aristo-Groep

En dépit de cette marque très particulière, très vernaculaire flamande, difficilement communicable en dehors de l’espace linguistique néerlandais, Tommissen ne demeure nullement sourd, bien sûr, aux grands courants intellectuels qui traversent l’Europe en général et la France en particulier. La fin des années 40 et le début des années 50 sont marqués à Paris par l’existentialisme des Sartre, Camus et de Beauvoir, dont Tommissen suit les avatars via la revue “Les Temps modernes” mais le bon petit virus qui est en lui et qui lui a été communiqué par van Bruaene, lui-même “contaminé” par le manifeste de Van Ostaijen, a créé des garde-fous contre toutes les dérives abstraites et extrémistes, contre toutes les bouffoneries de l’existentialisme parisien/sartrien. Dans ses mémoires, Tommissen confesse avoir été marqué par la lecture des écrits existentialistes français mais conclut en disant que, pour lui, et pour ses compagnons des avant-gardes flamandes et de l’équipe du “Standaard” autour d’Urbain Van de Voorde, il était impossible de dissocier l’essence de l’existence, le corps de l’âme. Le personnalisme d’Emmanuel Mounier et de la revue “Esprit” rencontre sans doute davantage d’approbation, catholicisme oblige, mais c’est dans des cercles flamands ou néerlandais aujourd’hui disparus ou oubliés par les historiographes que Tommissen va parfaire sa formation intellectuelle et spirituelle: il cite, dans ses mémoires, le “Vesperkring” (= “Cercle Vesper”) du Père Kallist Fimmers de l’Abbaye de Tongerloo, l’ “Erasmusgenootschap” (= “Le Compagnonnage Erasme”) animé à Gand par le poète Johan van Mechelen et l’ “Aristo-Groep” (= Le “Groupe Aristo”) du fascinant prêtre hollandais Wouter Lutkie. Celui-ci, fils de négociant en peaux, est au départ un militant espérantiste, qui consacre son temps à toutes sortes d’oeuvres caritatives complètement dépolitisées, puis devient un prêtre “démocrate chrétien” animé par le principe de charité et par les encycliques de Léon XIII, pour lesquelles il faut agir avec dévouement et humilité sans développer d’idées politiques abstraites et séditieuses. Disciple des Français Léon Bloy et Ernest Hello, Lutkie en vient, dans une phase ultérieure de son itinéraire, à dénoncer, comme eux, les hypocrisies de la démocratie bourgeoise: celle-ci n’a rien à voir avec les vertus morales (qu’elle proclame bruyamment), avec les efforts en matières éthiques et caritatives préconisés par l’Evangile ou avec la religion tout court. La démocratie bourgeoise, disent Bloy et Lutkie, a basculé dans le mensonge, s’est muée en une “idéolâtrie du nombre”. Lutkie fait alors du zèle à la Bloy, fustige le “démocratisme” avec une langue au vitriol: l’évêque de ’s Hertogenbosch le démet de ses fonctions de chanoine. Il s’installe alors dans un “cottage” du village de Nuland, où il oeuvrera comme “prêtre-publiciste”, activité qui conduira à la création de l’Aristo-Groep. Deux autres prêtres philosophes, les frères Walgrave, influenceront l’itinéraire intellectuel de Tommissen; rappellons aussi que J. H. Walgrave fut en Flandre le seul grand hispaniste qui nous ait laissé une étude magistrale sur José Ortega y Gasset (tout en étant un grand spécialiste de l’oeuvre du Cardinal Newman). Cette errance fructueuse dans les cercles intellectuels flamands permettent à Tommissen d’amorcer son oeuvre: pour le compte de ces cercles, il écrit dans diverses publications à modestes tirages mais de haute voltige intellectuelle. Nous avions, à la charnière des années 40 et 50, un catholicisme exceptionnel, d’une densité intellectuelle inégalée, aujourd’hui disparu sous les coups du consumérisme et de l’américanisme généralisés, d’une vulgate démocratiste chrétienne marquée d’anti-intellectualisme, des positions démissionnaires de Vatican II et de ses multiples avatars “modernistes”.

Avec Armin Mohler à Bâle et à Zürich

Mais c’est la rencontre avec l’oeuvre d’Ernst Jünger qui sortira Tommissen d’un ancrage exclusivement flamand. Fidèle à sa mémoire des dates, Tommissen nous rappelle que c’est le 30 janvier 1949 qu’il acquiert à Anvers, chez le bouquiniste Moorthaemers, un exemplaire de “Der Krieg als inneres Erlebnis” (= “La guerre comme expérience intérieure”). Sur le trajet Anvers/Baulers, notre homme lit ce livre d’une seule traite. Enthousiasmé et bouleversé par la lecture de cet ouvrage, il veut impérativement rencontrer l’auteur. Via Van de Voorde et la rédaction du “Standaard”, il apprend qu’Ernst Jünger vit dans le Würtemberg. Tommissen écrit: il jette sa petite bouteille à la mer... Armin Mohler, alors secrétaire d’Ernst Jünger, lui répond. Le contact est pris. Et le 25 octobre 1950, Tommissen monte dans le train de nuit pour Bâle. Arrivé au petit matin dans la métropole alémanique, il est reçu par la chère Edith Weiland, la future épouse d’Armin Mohler. Le lendemain, il s’embarque pour Zürich, où Mohler avait organisé une causerie sur Oswald Spengler. Dans les débats qui s’ensuivirent, un des participants évoque la figure de Carl Schmitt. Tommissen avait entendu parler de ces deux géants de la “Konservative Revolution” allemande dans les monographies que leur avaient consacré le Professeur Victor Leemans et d’autres exposants de la “Politieke Akademie” de Louvain. Piet Tommissen a rendu hommage à maintes reprises au travail de cette “Politieke Akademie”, dont il entendait pérenniser ou ressusciter l’esprit.

C’est à la suite de ce voyage à Zürich que Piet Tommissen entamera sa longue quête schmittienne. Il quitte au même moment l’entreprise qui l’employait à Baulers. Pendant de longues journées, au fil des semaines, Piet Tommissen va travailler à la Bibliothèque Royale de Bruxelles pour extraire toutes les informations possibles et imaginables sur l’oeuvre et la personnalité de Carl Schmitt, méritant, dès cette étape de sa vie, le surnom dont l’affublait avec tendresse Armin Mohler: “l’écureuil des Flandres”, qui glâne avec fébrilité des notes, recense des articles, cherche dates de naissance et de décès, comme le rongeur roux de nos chênaies ramasse glands ou noisettes. Chaque découverte est aussitôt envoyée à Carl Schmitt, qui, heureux que l’on fasse ce travail pour lui, le proscrit de la nouvelle Allemagne, répond toujours chaleureusement et finit par inviter Tommissen et son épouse Agnes à Plettenberg dans le Sauerland. Le couple y restera deux semaines. Le destin de Tommissen est scellé. Il deviendra et demeurera le fidèle disciple.

A Plettenberg pour le premier “Liber Amicorum” des amis de Carl Schmitt

Cette double expérience suisse et allemande fait de lui le porte-paroles en Flandre de ce qui subsiste de la “Révolution Conservatrice” dans les pays germanophones. C’est au sein de la revue “De Tafelronde” d’Ivo Nelissen (un ancien du “Vesperkring”) qu’il s’exprimera sur ces sujets. Les discussions avec l’abondante rédaction de la revue, et surtout, rappelle Tommissen, avec Koen Van den Bossche, portaient sur tous les thèmes de cette “Révolution Conservatrice”. En juillet 1953, l’ “Academia Moralis”, qui regroupe les amis de Carl Schmitt, ceux qui entendent l’aider dans le besoin et la détresse de l’immédiat après-guerre, décide de publier un “Liber Amicorum”, à l’occasion des 65 ans du grand juriste. Pour marquer le coup au jour de cet anniversaire, l’ “Academia Moralis” sort également de presse une première bibliographie de Carl Schmitt, fruit du travail de Tommissen à la Bibliothèque Royale de Bruxelles. Le jour de la remise officielle du “Liber Amicorum” à Schmitt, chaque participant, face à un Tommissen rouge de confusion et de bonheur, reçoit un exemplaire de cette bibliographie. Victor Leemans est présent, avec l’éditeur anversois Albert Pelckmans; il dit à Tommissen: “Ta bibliographie est plus précieuse pour la recherche ultérieure que le Liber Amicorum lui-même”. Leemans présente alors à Tommissen le philosophe “révolutionnaire-conservateur” Hans Freyer auquel le professeur louvaniste avait consacré avant-guerre une courte monographie dans le cadre de la “Politieke Akademie”. C’est ainsi que l’on a pu dire, qu’après la disparition de Leemans, Piet Tommissen a été le véritable vulgarisateur des thèses de la “révolution conservatrice” allemande en Flandre.

Force est de dire que l’esprit politique schmittien n’a pas trop imprégné la pensée politique flamande contemporaine, même dans ses marges censées demeurer germanophiles: en effet, les modes de pensée en sociologie et en sciences politiques sont désormais calquées sur leurs équivalents anglo-saxons, notamment à cause du recul général de l’enseignement de l’allemand et de l’omniprésence de l’anglais (le même phénomène s’observe en philosophie et en théorie littéraire). Plusieurs étudiants flamands m’ont déclaré que de jeunes assistants en sciences politiques à Louvain, dans les années 90, ignoraient jusqu’au nom de Carl Schmitt! Cette ignorance doit certes être en recul aujourd’hui, vu l’abondance de publications sur Schmitt en français et en anglais. En revanche, il est exact que les nombreux articles de Tommissen, qui introduisaient le lecteur flamand aux thèmes et aux figures de la “Révolution Conservatrice”, publiés dès le début des années 50, ont permis de maintenir un intérêt général pour ces thématiques. Mais l’exemple que nous lègue Tommissen, son inlassable engagement pour défendre et illustrer l’oeuvre de Carl Schmitt ou pour rappeler l’excellence des travaux de la “Politieke Akademie” de Victor Leemans, est celui d’une fidélité. Mais d’une fidélité à quoi? Aux “sources”.

Sources politiques et sources mystiques

Reste à déterminer quelles sont ces sources pour Piet Tommissen. Elles se répartissent en deux catégories: d’une part, les idées et les lectures que fait naître dans l’esprit d’un jeune adulte le sentiment de vivre dans un Etat qui n’est pas harmonieux, qui constitue une sorte de “cacocratie” en dysfonctionnement permanent et ne tient pas compte des aspirations profondes du peuple ou d’une majorité du peuple, objectivement discernable par l’appartenance ethno-linguistique; pour mettre un terme à la domination de cette forme “cacocratique”, il faut oeuvrer à proposer sans relâche des formes nouvelles et positives, qui n’ont pas la négativité des idéaux habituellement classés comme “révolutionnaires” (les oeuvres d’Orwell et de Koestler nous indiquent clairement quels sont les vices rédhibitoires voire criminels du totalitarisme “révolutionnaire” des gauches européennes de l’entre-deux-guerres). D’autre part, les individualités inclassables, qui peuplent le monde sympathique des avant-gardes, proposent des provocations qui se veulent dissolvantes de l’ordre établi; mais toute dissolution volontaire d’un ordre établi postule de ne pas tomber ou retomber dans les schémas froids du révolutionnisme des gauches: dans l’aventure du surréalisme belge (et surtout bruxellois), l’équipe dominante, autour de Scutenaire, Mariën et Magritte, ajoutait à ses provocations avant-gardistes une adhésion a-critique et provocatrice au communisme, affichée bruyamment sans être concomittante d’une réflexion profonde et véritablement politique. Par le fait de cette lacune, cette posture du groupe surréaliste bruxellois est parfaitement qualifiable de “poncif”, selon la terminologie même adoptée par les surréalistes qui s’inscrivaient dans le sillage d’André Breton. Paul Van Ostaijen, lui, propose une nouvelle immersion dans l’héritage mystique, sans doute suite aux travaux de Maerterlinck sur le mystique médiéval brabançon, Ruusbroec l’Admirable: il n’aura qu’un disciple parmi la première équipe des surréalistes de Bruxelles, l’ami de Tommissen, le peintre Marc. Eemans. Dans ses travaux philosophiques, celui-ci réhabilitera d’abord la mystique flamande Soeur Hadewych, provoquant l’ire des surréalistes engoncés dans leurs poncifs rationalistes et “révolutionnistes”: pour eux, Eemans sombrait dans les bondieuseries et s’excluait ipso facto du cercle des “vrais révolutionnaires”.

Au cours des années 30, Marc. Eemans et son compagnon René Baert éditeront la revue philosophique “Hermès” qui suggèrera, par la publication de premiers textes introductifs, de réamorcer une étude systématique de l’héritage mystique médiéval de Flandre et de Rhénanie. Aujourd’hui, le “Davidsfonds”, fondation culturelle flamande de très haut niveau liée à l’Université Catholique de Louvain (KUL), propose à ses lecteurs diverses études sur Ruusbroec, dues à la plume de philosophes et de médiévistes patentés, comme Paul Verdeyen. Aux Pays-Bas, Geert Warnar a publié chez l’éditeur Athenaeum/Polak-Van Gennep, un ouvrage très pointu sur Ruusbroec: ce sont là des études bien plus fouillées que les textes pionniers de la revue “Hermès”. De même, Jacqueline Kelen, en France, vient de publier un premier ouvrage sur Soeur Hadewych. Une lacune a été comblée, mais, hélas, dans le désintérêt général de la culture aujourd’hui dominante.

Hugo Ball et Ruusbroec l’Admirable

L’intérêt de Tommissen pour les avant-gardes, ou pour des peintres comme Propser De Troyer, Edgard Tytgat ou Alfred Kubin, relève évidemment d’un intérêt esthétique général, que l’on comparera utilement au rapport qui a existé entre Carl Schmitt et Hugo Ball. On sait que l’ancien dadaïste allemand Hugo Ball, pacifiste pendant la première guerre mondiale parce qu’il critiquait l’évolution négative qu’avait suivie l’Allemagne depuis Luther jusqu’au militarisme post-prussien du Kaiser Guillaume II, à l’instar des cabarettistes bavarois d’avant 1914. Sa critique du complexe protestantisme/prussianisme, qui n’avait pas l’aval de Carl Schmitt qui y voyait un “occasionalisme” sans aucune rigueur, l’avait amené à se replonger dans un catholicisme vigoureux (comparable à celui de Bloy) et à briser quelques bonnes lances pour défendre, d’une manière fort originale, les positions théologico-politiques du Schmitt du début des années 20. Eemans, lui, partira de la mystique flamande, à l’instigation du manifeste de Van Ostaijen, pour déboucher, à la fin des années 70 dans l’étude de l’oeuvre de Julius Evola, lui aussi ancien dadaïste dans l’entourage de Tristan Tzara. Tommissen s’intéressera également à Evola, dont il analysera surtout la vision de la décadence, au moment où son ami Julien Freund consacrait un livre entier, et solidement charpenté, à ce sujet.

Pour Tommissen, la fusion entre les notions politiques schmittiennes ou “révolutionnaires-conservatrices” (surtout Spengler et Freyer) et l’héritage religieux (catholique en l’occurrence) se trouvait toute entière dans les travaux de la “Politieke Akademie”, également édités par le “Davidsfonds” avant 1940. La “Politieke Akademie” du Prof. Victor Leemans n’avait pas voulu suivre une tendance fâcheuse, observable dans le corps académique après 1918: celle d’abandonner tout contact avec la pensée allemande pour lui substituer des modes françaises ou anglo-saxonnes. Elle avait résolument pris le parti d’étudier et de vulgariser, à l’intention des étudiants de première année, les grands thèmes de la pensée non libérale et non marxiste qui germaient en Allemagne. Victor Leemans, pour résumer ses thèses de manière didactique et pour léguer une sorte de manifeste, avait publié en 1938 un opuscule intitulé “Hoogland”, qui se voulait sans doute une sorte de calque flamand de la revue catholique allemande “Hochland” (celle-là même où Hugo Ball avait publié son maître-article sur Schmitt en 1925). Le texte de ce manifeste fourmille de phrases clefs pour comprendre le milieu dans lequel Tommissen s’est inséré après la seconde guerre mondiale. Victor Leemans plaide pour que la priorité soit sans cesse donnée aux hommes (et aux peuples dont ils émanent) et non aux idéologies, pures constructions intellectuelles procédant de l’esprit de fabrication (Joseph de Maistre), déplore la “politisation” —au sens trivial du terme— de la vie sociale en Belgique, exhorte les intellectuels et les universitaires à communier avec le peuple, pour l’élever moralement, en passant d’un socialisme de société à un socialisme de communauté (Tönnies). Rien de ce texte, 73 ans après sa publication ne pourrait être incriminé ni rejeté: il est un témoignage de sérénité et de charité, un véritable code de déontologie pour le candidat à la vie politique. Et là, nous revenons à Ruusbroec, maître spirituel qui enseigne la sérénité; en parlant des apôtres, Ruusbroec écrivait: “Ils vivent dans l’esprit sans crainte, sans peur ni souci, sans chagrin. Ils savent en leur esprit, qui procède de l’esprit de Dieu, qu’ils sont les fils choisis de Dieu. Cette assurance, personne ne peut la leur ôter. Car ils sentent la vie éternelle en leur esprit” (cf. G. Warnar, p. 278). Piet Tommissen a géré les matières jugées explosives des doctrines “révolutionnaires-conservatrices” et schmittiennes avec cette sérénité exprimée par Ruusbroec. En quelque sorte, la boucle, qui va de Van Ostaijen à Schmitt, est bouclée: la matière schmittienne a été traitée avec la sérénité préconisée par Ruusbroec. Ou pour oser une hypothèse: avec la quiétude que recherchait Ball après les tumultes et soubresauts de sa vie agitée d’avant-gardiste?

Le doctorat sur Pareto

Sans diplôme autre que celui de ses études secondaires à Saint Victor de Turnhout, Tommissen ne pouvait faire valoir à fond le fruit de ses innombrables recherches. Son entourage l’exhorte à passer tous les examens requis pour ensuite présenter une thèse de doctorat. C’est le Professeur Ernst Nolte qui induira directement Piet Tommissen à franchir le Rubicon; de Berlin, il ne cessait de lui envoyer des doctorants (sur le rexisme, sur Pierre Drieu La Rochelle, etc.). Pour gagner en crédibilité, Tommissen avait besoin d’un diplôme universitaire: il commence par suivre un cours de langues anciennes (latin et grec) puis par s’inscrire à la “Handelshogeschool Sint-Aloysius” (“Haute Ecole Saint Aloïs”) à Bruxelles, où il obtiendra avec brio, au bout de cinq ans, le titre belge de “Licencié” (équivalant à quatre ou cinq ans d’études universitaires). Tommissen, âgé de près de quarante ans, travaillait le jour et suivait les cours après 17 heures, avec la bénédiction et les encouragements de son épouse Agnès: on admirera au passage le courage, l’opiniâtreté et l’abnégation de notre homme. Il sera ensuite le premier docteur reçu par la nouvelle Université d’Anvers, l’UFSIA, avec sa thèse sur “l’épistémologie économique de Vilfredo Pareto”. Piet Tommissen pouvait commencer sa carrière universitaire.

De 1973 à 1976, il publie une revue en français avec Marc. Eemans, “Espaces”, qui consacrera notamment un numéro entier à la figure de Paul Van Ostaijen. Piet Tommissen, en dépit de ces cinq années d’isolement universitaire et du travail considérable qu’avait exigé sa thèse de doctorat, demeurait fidèle à son engouement pour les avant-gardes.

“Gardien des sources”

Dans ses “Verfassungsrechtliche Aufsätze”, Schmitt rend hommage à Savigny et appelle à la défense d’un droit comme expression d’un “ordre concret”, inséparable de l’histoire en laquelle il a émergé, s’est déployé et dont il procède. Il conteste simultanément le “monopole de légalité” que s’arroge l’Etat légaliste (ou nomocratique), fustige aussi les “Setzungs-Orgien” (les “orgies légiférantes” ou la multiplication anarchique des réglements) qui sont le propre des “pouvoirs législatifs déchaînés”. Schmitt évoque alors Jacob Bachofen (dont on connaît l’influence sur Julius Evola et sur quantité d’autres auteurs dont Ludwig Klages) et écrit cette phrase capitale à mes yeux: “Il ne s’agit pas aujourd’hui de donner un tour de vis de nature réactionnaire (en lisant Bachofen et ses émules, ndt) mais de conquérir une richesse incroyable de connaissances nouvelles, qui pourraient s’avérer fécondes pour les sciences juridiques actuelles et dont nous devons nous emparer en les travaillant et les façonnant. En vue de cette tâche à accomplir, nous pouvons laisser le positivisme mort du 19ème siècle enterrer ses morts” (p. 416). Et Schmitt conclut: “Savigny argumente en évoquant l’enfance, la jeunesse et la maturité des peuples. Il perçoit comme signe de la jeunesse d’un peuple le fait que la science (des sources, des racines, ndt) guide la vie du droit et garde les sources. Savigny pose cette science du droit comme autonome, tant contre la théologie et la philosophie que contre le pur artisanat qu’est cet art de fabriquer des lois. C’est là que réside le sens de sa démarche ‘historique’ et de son retour au droit romain et aux sources pures” (p. 420). Ne peut-on pas inscrire la démarche de nos avant-gardistes (Van Ostaijen, Eemans, etc.) et celle de nos “académiciens politiques” (Leemans, Tommissen, etc.) dans le cadre que posent implicitement ces citations de Schmitt? C’est en ce sens que Tommissen, à la suite de Leemans et d’Eemans, a été un “gardien des sources”.

Après le décès prématuré de son épouse Agnès, Piet Tommissen se retirera dans un appartement à Uccle, au sud de Bruxelles, où il rédigera plusieurs opuscules et plaquettes, notamment sur bon nombre de sujets que nous avons évoqués dans le présent hommage, ainsi que les deux précieux petits volumes autobiographiques, qui abondent en renseignements divers sur la vie culturelle flamande entre 1945 et 1965, dans le sillage de Victor Leemans. Nous mesurons par là tout ce que les générations ultérieures, dont la mienne, ont perdu en intensité et en qualité. Mais dans ce récit autobiographique, qui rend hommage aux maîtres et aux compagnons de jadis, je crois déceler un appel un peu angoissé: ces matières, ces revues et cercles, ces hommes, ces prêtres de la trempe des frères Walgrave ou de Lutkie, seront-ils oubliés, définitivement, sans qu’un “Master” (en langage de Bologne) ou un doctorant ne se penche jamais sur leurs oeuvres? La part de travail de Tommissen est achevée. Celle des autres doit commencer. Tout de suite.

Robert Steuckers,

Forest-Flotzenberg, 29 octobre 2011.

Sources:

Piet TOMMISSEN, Een leven vol buitenissigheden, I, APSIS, La Hulpe, 2009.

Piet TOMMISSEN, Een leven vol buitenissigheden, II, APSIS, La Hulpe, 2010.

Adresse des éditions APSIS:  koenraad.tommissen@2bhunt.eu

 

lundi, 26 septembre 2011

Guerra y Estado

Guerra y Estado

Por Sergio Prince C.

http://geviert.wordpress.com/

Schmitt comparte con Hegel algunos aspectos fundamentales de la teoría del Estado, los que resultan de suma importancia al momento de estudiar la relación de la guerra con lo político. En general, las convergencias se dan en torno a la ética del Estado y a la importancia que ambos asignan al ius publicum europaeum y se pueden apreciar entre  los siguientes documentos:

a] la conferencia dictada por Schmitt en 1929, titulada en alemán Staatsethik und pluralistischer Staat [El Estado ético y el Estado pluralista] (Schmitt, 1999) que dice relación con la importancia que ambos autores asignan a la ética en el Estado y las obras de Hegel «La Filosofía del derecho» (Hegel, 2009) y  «La Constitucion de Alemania» (Hegel, 1972),

b] la obra del mismo Schmitt «El nomos de la tierra» (Schmitt, 2002) , donde el autor lleva a cabo su proyecto de reconstrucción del orden juridico estatal e interestatal de la Europa Moderna y la ya citada« Filosofía del derecho» (Hegel, 2009).

En [a],  la Conferencia de 1929, encontramos al menos dos coincidencias:

[1] Schmitt coincide con Hegel en el carácter ético del Estado. Dice nuestro autor:

El acto propio del Estado consiste en determinar la situación concreta, en el seno de la cual sólo puede estar en vigor, en un plano general, normas morales y jurídicas. En efecto, toda norma presupone una situación normal. No hay norma en vigoren el vacío, en una situación a – normal [con respecto a la norma]. Si el Estado «pone las condiciones exteriores de la vida ética», esto quiere decir que crea la situación normal (Kervégan, 2007, pág. 157).

En otras palabras, ambos autores estiman que el Estado es el requisito fundamental para que exista la vida ética a nivel jurídico – político y a nivel particular: la familia y la sociedad civil. Si bien es cierto que hay que buscar la raíces del Estado en estas instituciones, las dos son histórica y empíricamente posteriores a él, pues sólo la existencia del Estado permite que se diferencien  dos entidades éticas sin causar la disolución de la unidad política.

 

[2] Otra coincidencia entre el filósofo y el jurista  es que este último, haciendo uso del lenguaje hegeliano, se refiere al Estado  como “el divino terrestre”, el “Reino de la razón objetiva y la eticidad”, “la unidad monista del universum” y “los problemas que conciernen al Espíritu Objetivo”. Por otra parte, Schmitt cita de modo casi idéntico ciertas fórmulas de «La Constitución de Alemania» (Hegel, 1972) donde el filósofo de Jena opone al desorden político del Imperio alemán un Estado fuerte. Para Schmitt, la situación alemana al finalizar la República de Weimar es idéntica a la vivida por Hegel con el derrumbe del Sacro Imperio Romano Germano (Kervégan, 2007).

En [b],  «El Nomos de la Tierra», encontramos al menos una coincidencia:

[1] Schmitt reconoce a la FD como un monumento grandioso, como la expresión conceptual más elaborada de la forma – Estado y del derecho interestatal propio de este período de la historia. Este Estado ha actuado, al menos en el suelo europeo, como el portador del progreso en el sentido de una creciente racionalización y acotación de la guerra. Comenta Kervégan que, en el fondo, se trata de reconocer al Estado moderno “el mérito absoluto de haber asegurado la paz exterior e interior, gracias al monopolio que conquistó sobre el espacio político” (Schmitt, 2002, págs. 136-137) (Kervégan, 2007, págs. 159-160).

En resumen, hasta aquí, las coincidencias entre Schmitt y Hegel son 1] que ambos piensan en el Estado como una entidad fundamentalmente ética, 2] que ambos viven épocas similares, tiempos de desorden político que los hace pensar que la era del Estado y de la europäische Staatlichkeit [legislación europea] habían llegado a su fin y 3] ambos reconocen al Estado haber aportado a la paz. Para nuestro análisis, esto indica que, si la guerra es fundamento de lo político-jurídico, entonces es la guerra la creadora de la entidad ética fundamental, en el seno de la cual se configuran la familia y la sociedad civil como espacios éticos primordiales para la ordenación de la paz. Revisemos estas conclusiones provisorias.

Para Schmitt (Schmitt, 2006, pág. 64), la guerra es el horizonte de lo político, “es el presupuesto que está siempre dado como posibilidad real, que determina de una manera peculiar la acción y el pensamiento humanos, originando así una conducta específicamente política”. Por su parte, para Hegel la guerra es:

[1] La determinación del Estado que, por medio de la fuerza, acalla las divisiones e intereses particulares.

[2] Un medio que permite al Estado develarse y desempeñar de modo óptimo su función.

[2.1] La configuración que permite el predominio del Estado sobre la sociedad, la particularidad y la diversidad.

[2.2] La ordenación que une las esferas particulares en la unidad del Estado.

[2.3] La representación que afirma la naturaleza del Estado y del patriotismo exigiendo y obteniendo del individuo el sacrificio de lo que, en tiempos de paz, parecía constituir la esencia misma de su existencia: la familia, su propiedad, sus opiniones, su vida.

 

Escribe Hegel en FD §324: “Se hace un cálculo  muy equivocado cuando, en la exigencia de este sacrificio, el Estado es considerado sólo como Sociedad Civil, y como su fin último es solamente tenida en cuenta la garantía de la vida y la propiedad de los individuos; puesto que esa garantía no se obtiene con el sacrificio de lo que debe ser garantido, sino al contrario.”. “De este modo, aunque la guerra trae consigo la inseguridad de la propiedad y de la existencia, es una inseguridad saludable, conectada con la vida y el movimiento. La inseguridad y la muerte son desde luego necesarias, pero en el Estado se vuelven morales al ser libremente escogidas” (Hegel, 2009, pág. 264) (Hassner, 2006):

“La guerra […], constituye el momento en el cual la idealidad de lo particular alcanza su derecho y se convierte en realidad; ella consigue su más elevado sentido en que, por su intermedio, como ya lo he explicado en otro lugar “la salud ética de los pueblos se mantiene en su equilibrio frente al fortalecimiento de las determinaciones finitas del mismo modo que el viento preserva al mar de la putrefacción, a la cual la reduciría una durable  o más aún,  perpetua quietud.”

Ahora bien, toda esta vitalidad ética, este dinamismo que manifiesta la guerra no se reduce a la positividad de la igualdad consigo misma sino que se realiza, se objetiva en la enemistad, ante la presencia del enemigo. Esto como resultado de la soberanía que aparece, en primer lugar, como una relación de exclusión frente al otro, al extraño. La soberanía, la independencia es un ser para sí excluyente. Veamos brevemente cuál es la tesis de Carl Schmitt  sobre la enemistad. Primero, definamos antítesis  amigo-enemigo y, luego, revisemos algunas características de esta.

[1] La antítesis amigo-enemigo es una categoría conceptual, concreta y existencial de lo político. Sin enemigos no hay guerra, no hay política, no hay Estado, no hay Derecho. En palabras de Kervégan, para Schmitt “el enemigo es una determinación especulativa, la figura exteriorizada de la negatividad constitutiva de la identidad consigo positiva de la vida ética.” Así, la soberanía del Estado aparece como una relación de exclusión frente a otros Estados (Kervégan, 2007, pág. 161).

A la antítesis amigo-enemigo se pueden asignar muchas características pero, siguiendo a Herrero López, destaco tres de las más relevantes para mi investigación:

[1] El Enemigo «es el otro público», es otro extranjero, algo distinto y extraño con  quien se puede llegar a pelear una guerra. ¿Qué significa este otro? Resumiendo a Schmitt, responde Herrero López: Enemigo  es más que el sujeto individual, se refiere a la totalidad de los hombres que luchan por su vida. El enemigo privado es aquel que sólo me afecta “a mí”. Por el contrario, el otro público es el que afecta a toda la comunidad, al pueblo en su conjunto y sólo al final me molesta personalmente.

[2] El enemigo es hostis no inimicus. Esta es la distinción que introduce Schmitt para señalar el matiz enunciado supra [1]. Para hacerla, se funda en Platón, en los evangelios de Mateo (5, 44) y Lucas (6,27) y en el diccionario de latín Forcellini Lexicon totius Latinitatis. Platón, llama guerra sólo a aquella que se lucha entre helenos y bárbaros, entre griegos y extranjeros. Por su parte, los evangelios dicen “diligite inimicos vestros” pero no dicen “diligite hostis vestros”, lo que indica a Schmitt que existe una clara distinción entre inimicus y hostis. Como ejemplo, cita la lucha entre el cristianismo y el Islam diciendo que no se puede entregar Europa por amor a los sarracenos y que sólo en el ámbito individual tiene sentido el amor al enemigo. No se puede amar a quien amenaza destruir al propio pueblo, por lo tanto, en opinión de Schmitt, la sentencia bíblica no afecta al enemigo político. Ahora bien, consultando el diccionario Forcellini, Schmitt se encuentra con la definición de hostis que versa como sigue: “Hostis  is est cum quo publice Bellum habemus […] in quo ab inimico differt, qui est is, quoqum habemus privata odia.Dstingui etiam sic possunt in inimicus sit qui nos odit: hostis qui oppungat” (Herrero López, 1997).

[3] El hostis supone una enemistad pública y existencial que incluye la posibilidad extrema de su aniquilación física, de su muerte. Al concepto de enemigo y residiendo en el ámbito de lo real, corresponde la eventualidad de un combate. La guerra es el combate armado entre unidades políticas organizadas; la guerra civil es el combate armado en el interior de una unidad. Lo esencial en el concepto de “arma” es que se trata de un medio para provocar la muerte física de seres humanos. Al igual que la palabra “enemigo”, la palabra “combate” debe ser entendida aquí en su originalidad primitiva esencial. Los conceptos de amigo, enemigo y combate reciben su sentido concreto por el hecho de que se relacionan, especialmente, con la posibilidad real de la muerte física y mantienen esa relación. La guerra proviene de la enemistad puesto que ésta es la negación esencial de otro ser. La guerra es solamente la enemistad hecha real del modo más manifiesto. No tiene por qué ser algo cotidiano, algo normal; ni tampoco tiene por qué ser percibido como algo ideal o deseable. Pero debe estar presente como posibilidad real si el concepto de enemigo ha de tener significado (Schmitt, 2006).

Ya hemos dicho que Schmitt y Hegel piensan en el Estado como una entidad fundamentalmente ética creada por la guerra. Aún más, la guerra es el atributo que afirma la naturaleza del Estado exigiendo y obteniendo del individuo el sacrificio de lo que en tiempos de paz parecía constituir la esencia misma de su vida En otros términos el Estado, como espacio ético, requiere del valor militar para su consolidación y su defensa, lo que implica el enfrentar a un enemigo que tiene la intención y la posibilidad real de causarle la muerte.

Guerra, ética y  Estado

Más allá de las circunstancias y los acontecimientos que provocan la guerra, esta sobrelleva una necesidad que le confiere una grandeza ética. Dice Kervégan que la guerra hace accidental y material lo que es en sí y para sí accidental y material: la vida, la libertad, la propiedad, aquello que en la paz tiene mayor valía a los ojos de los individuos-ciudadanos. La guerra es la penosa advertencia de la verdad cardinal de la ética hegeliana del Estado: la supervivencia de éste es la condición de existencia toda otra disposición ética. La guerra hace insubstancial la frivolidad y la trivialidad. La guerra, por todos los sacrificios que impone, ilustra la sumisión positiva, racional, práctica y reflexiva de lo finito a lo infinito, de lo contingente a lo necesario, de lo particular a lo universal (Kervégan, 2007).

Asimismo, “porque el sacrificio por la individualidad del Estado consiste en la relación sustancial de todos y es, por lo tanto, un deber general, al mismo tiempo como un aspecto de la idealidad, frente a la realidad de la existencia particular y le es consagrada una clase propia: el valor militar. Ahora bien, para que llege a existir esta clase, para que existan ejércitos permanentes, se deben argumentar – las razones, las consideraciones de las ventajas y las desventajas, los aspectos exteriores e interiores como los gastos con sus consecuencias, los mayores impuestos-,  muy respetuosamente ante la conciencia de la Sociedad Civil.  (Hegel, 2009, págs. 265-266) (§ 325-326).

Es clara la relación entre valor militar y sociedad civil. Son un devenir dialéctico de la configuración y la reconfiguración permanente del Estado ante el espectro de la guerra presente en su horizonte. Pero ¿qué es el valor militar, cuáles son sus contenidos? Escribe Hegel que el valor militar es  por sí “una virtud formal, porque es la más elevada abstracción de la libertad de todos los fines, bienes, satisfacciones y vida particulares; pero esa negación existe en un modo extrínsecamente real y su manifestación como cumplimiento no es en sí misma de naturaleza espiritual: es interna disposición de ánimo, éste o aquel motivo; su resultado real no puede ser para sí, sino únicamente para los demás (Hegel, 2009, pág. 266) (§ 327). En otros términos, podemos decir que las principales características del valor militar son, al menos, cuatro. A saber, carácter axiológico, moralista, contingente y filantrópico:

[1] Carácter axiológico: Una virtud formal.

[2] Carácter moralista: Es la más elevada abstracción de la libertad

[3] Carácter contingente: No es de naturaleza espiritual

[4] Carácter filantrópico: Su resultado es para los demás

Siguiendo esta línea argumentativa, Hegel dirá que el contenido del valor militar, como disposición de ánimo, se encuentra en la Soberanía., es decir, por medio de la acción y la entrega voluntaria de la realidad personal la Soberanía es obra del fin último del valor militar. Este encierra el rigor de las cuatro grandes antítesis:

[1]  entrega – libertad. La entrega misma pero como existencia  de la libertad.

[2]  independencia – servicio. La independencia máxima del ser por sí cuya existencia es realidad, a la vez en el mecanismo de su orden exterior y del servicio

[3]  obediencia – decisión. La obediencia y el abandono total de la opinión y del razonamiento particular, por lo tanto, la ausencia de un espíritu propio; la presencia instantánea, bastante intensa y comprensiva del espíritu y de la decisión,

[4]  hostilidad – bondad. El obrar más hostil y personal contra los individuos, en la disposición plenamente indiferente, más bien buena, hacia ellos en cuanto individuos.

Comenta Hegel que arriesgar la vida es algo más que sólo temer la muerte pero, por esto mismo, arriesgar la vida es mera negación y no tiene ni determinación ni valor por sí. Sólo lo positivo, el fin y el contenido de este acto proporciona a este al valor militar ya que ladrones y homicidas también arriesgan la vida con su propio fin delictuoso, lo que es un acto de coraje pero carece de sentido. Ahora bien, el valor militar ha llegado a serlo en su sentido más abstracto ya que el uso de armas de fuego, de la artillería no permite que se manifieste el valor individual, sino que permite la demostración del valor por parte de una totalidad (Hegel, 2009).

El Estado, como espacio ético, requiere del valor militar para su consolidación y su defensa, lo que implica enfrentar a un enemigo que tiene la intención y la posibilidad real de causarle la muerte. Pero arriesgar la vida es un acto valioso dependiendo del objetivo así como la definición y las características del valor militar nos muestran que este existe en una tensión dialéctica ante el horizonte siempre actualizable de la guerra que viven la familia, la Sociedad Civil y el Estado. En otros términos, el valor militar sólo cobra sentido en la objetivación del todo jurídico-político, en su relación dialéctica con la Sociedad Civil. No es una virtud fuera de esta.

Conclusión

La unidad de pensamientos entre algunos escritos de Hegel y el pensamiento de Schmitt nos da señales de una unidad intelectual entre los dos filósofos tudescos, la que nos permitió realizar nuestro estudio del Valor Militar utilizando a Schmitt como un apoyo interpretativo de lo dicho por Hegel en la Filosofía del Derecho. Ambos dan señales claras de entender una relación clara entre guerra, política y Estado. Aún más, para estos autores, la guerra es el atributo que afirma la naturaleza del Estado exigiendo y obteniendo del individuo el sacrificio de lo que en tiempos de paz parecía constituir la esencia misma de su vida. En otros términos, el Estado, como espacio ético, requiere del valor militar para su consolidación y su defensa, lo que implica enfrentar a un enemigo que tiene la intención y la posibilidad real de causarle la muerte.

El Estado, como espacio ético, requiere del valor militar para su consolidación y su defensa, lo que involucra necesariamente enfrentar a un enemigo que tiene la intención y la posibilidad real de causarle la muerte, pero arriesgar la vida es un acto valioso dependiendo del objetivo así como la definición y las características del valor militar nos muestran que este existe en una tensión dialéctica ante el horizonte siempre actualizable de la guerra que viven la familia, la Sociedad Civil y el Estado.

Como ya hemos dicho, el valor militar sólo cobra sentido en la objetivación del todo jurídico-político, en su relación dialéctica con la Sociedad Civil. No es una virtud fuera de esta. Se sigue que el valor militar es una virtud abstracta propia del estamento militar, de las Fuerzas Armadas que tienen a cargo la Defensa del Estado. Se trata de una determinación propia de un cuerpo de profesionales que se manifiesta sólo en circunstancias extraordinarias, cuando está en peligro la existencia misma del Estado. La valentía militar es necesaria pero no es de naturaleza espiritual. Sin embargo, se caracteriza por lo que podríamos llamar altas virtudes espirituales en los ámbitos axiológico, moral, contingente y filantrópico.

Finalmente, son dignas de destacar las antítesis que componen la naturaleza del valor militar. Estas podrían llamarse con toda libertad, virtudes del soldado: la entrega, el servicio, la obediencia y la bondad. Todo en una tensión dialéctica que requiere de la inteligencia para poder equilibrarlas dentro de sus opuestos y así cumplir con su objetivo: defender la Soberanía de Chile.

Trabajos Citados

Hassner, P. (2006). George W. F. Hegel [1770-1831]. En L. Strauss, & J. Cropsey, Historia de la filosofía política (págs. 689-715). México: Fondo de Cutura Económica.

Hegel, G. (2009). Filosofía del derecho (1 ed., Vol. 1). (Á. Mendoza de Montero, Trad.) Buenos Aires, Argentina: Claridad.

Hegel, G. (1972). La Constitución de Alemania (1ª ed., Vol. 1). (D. Negro Pavon, Trad.) Madrid, España: Aguilar S.A.

Herrero López, M. (1997). ElNnomos y lo político: La filosofía Política de Carl Schmitt. Navarra: EUNSA.

Kervégan, J. F. (2007). Hegel, carl Schmitt. Lo político entre especulación y posotividad. Madrid: Escolar y Mayo.

Schmitt, C. (2006). El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial.

Schmitt, C. (2002). El nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del Ius Publicum Europaeum (1 ed., Vol. 1). (J. L. Moreneo Pérez, Ed., & D. S. Thou, Trad.) Granada, España: Editorial Comares S.L.

Schmitt, C. (1999). Ethic of State and Pluratistic State. En C. Mouffe, & C. Mouffe (Ed.), The Challenge of Carl Schmitt (Inglesa ed., Vol. 1, págs. 195 – 208). Londres, Inglaterra: Verso.

jeudi, 22 septembre 2011

Carl Schmitt toujours plus actuel

Carl Schmitt toujours plus actuel

par Georges FELTIN-TRACOL

 

« Une métamorphose de la notion d’espace est aujourd’hui en marche, en profondeur, sur un large front, dans tous les domaines de la pensée et de l’action humaines (p. 198) », relève en observateur avisé Carl Schmitt en 1941. Lancée par la Première Guerre mondiale, accélérée par la Seconde, amplifiée par la Décolonisation, la Guerre froide et la construction européenne, puis d’autres ensembles régionaux (A.S.E.A.N., Mercosur, Union africaine…), cette mutation majeure arrive à sa plénitude dans la première décennie du XXIe siècle.

 

Les deux textes de Carl Schmitt, « Le tournant vers le concept discriminatoire de la guerre » et « Le droit des peuples réglé selon le grand espace proscrivant l’intervention de puissances extérieures. Une contribution au concept d’empire en droit international », qu’éditent en un seul volume les Éditions Krisis, agrémentés d’une préface de Danilo Zolo, d’un appareil rigoureux de notes et d’explications réalisé par Günter Maschke et assortis en appendices de deux articles hostiles d’un juriste S.S., Werner Best, apportent une nouvelle fois une puissante confirmation au cours du monde. À l’heure où l’Occident bombarde la Libye, sanctionne la Syrie et l’Iran, intervient au Kossovo, en Irak, en Afghanistan, en Côte d’Ivoire ou au Congo ex-Zaïre, les pertinences de l’auteur de la Théorie de la Constitution apparaissent visionnaires.

 

 

En dépit d’approches apparentes dissemblables, ces deux écrits sont en réalité complémentaires. En juriste classique, Schmitt considère que « le droit international, jus gentium, donc droit des gens ou des peuples, est un ordre concret, que détermine d’abord l’appartenance des personnes à un peuple et à un État (p. 144) ». Or les traités de paix de 1919 et la fondation de la Société des nations (S.D.N.) explicitement responsable du maintien de la paix entre les États, modifient le cadre juridique traditionnel. Le S.D.N., organisme supranational et embryon d’une direction politique mondiale, réhabilite les notions de « guerre juste » et de « guerres injustes », ce qui est une véritable révolution. Jusqu’en 1914, « le droit international est bel et bien un “ droit de la guerre et de la paix ”, jus belli ac pacis, et le restera tant qu’il sera un droit des peuples autonomes, organisés dans un cadre étatique, c’est-à-dire : tant que la guerre entre États, et non une guerre civile internationale (p. 41) ». Avec la nouvelle donne, Schmitt remarque que « la problématique du droit de la S.D.N. […] a très clairement mis en évidence qu’il n’agit plus, et ce depuis longtemps, de normes nouvelles, mais d’ordres nouveaux auxquels de très concrètes puissances s’efforcent de donner forme concrète (p. 47) ». Émanant du trio occidental États-Unis – France – Grande-Bretagne, une soi-disant « communauté internationale » (qui ignore la Chine, l’Inde, le Brésil, la Russie) cherche à s’imposer avec la ferme intention d’exercer un droit de regard total sur les autres souverainetés étatiques. La S.D.N. semblait prêt à susciter un tel ensemble constitutionnel planétaire flou dont la loi fondamentale deviendrait un droit international supérieur au droit des États. Dans cette perspective, « tout individu est donc en même temps citoyen du monde (au plein sens juridique du terme) et citoyen d’un État (p. 59) ».

 

Carl Schmitt devine déjà le déclin de l’État-nation, d’autant que celui-ci se retrouve sous la menace permanente de rétorsion, car, dans cette nouvelle configuration, « pour défendre la vie et la liberté des individus, même ressortissants de l’État en question, les autres gouvernements, et tout particulièrement la S.D.N., possèdent en droit international la compétence de l’intervention […]. L’intervention devient une institution juridique normale, centrale dans ce système (p. 59) ». Il en résulte un incroyable changement de paradigme dans les relations inter-étatiques. « Dès lors par conséquent qu’un ordre de droit international distingue, en vertu d’une autorité supra-étatique reconnue par les États tiers, entre guerres justifiées et injustifiées (entre deux États), l’opération armée n’est autre, du côté justifié, que mise en œuvre du droit, exécution, sanction, justice ou police internationale; du côté injustifiée, elle n’est que résistance à une action légitime, rébellion ou crime, autre chose en tous cas que l’institution juridique connue sous le nom de “ guerre ” (pp. 86 – 87). » Ces propos présentent une tonalité particulièrement actuelle avec l’existence du T.P.I.Y. (Tribunal pénal international pour l’ex-Yougoslavie) ou de la C.P.I. (Cour pénale internationale).

 

Ne nous étonnons pas ensuite que les pouvoirs occidentaux violent leurs propres constitutions. De même qu’en 1939, contre la Serbie en 1999, puis contre la Libye en 2011, les organes législatifs étatsunien, britannique ou français n’ont jamais voté la moindre déclaration de guerre. Ils ne font qu’entériner a posteriori la décision belliciste de leurs exécutifs. Il ne s’agit pas, pour ces derniers, de combattre un ennemi; il s’agit plutôt d’extirper une manifestation du Mal sur Terre. Par ailleurs, les opinions manipulées n’aiment pas le mot « guerre ». En revanche, les expressions « maintien de la paix », « défense des populations civiles », « lutte contre la dictature sanguinaire et pour la démocratie et les droits de l’homme » permettent l’adhésion facile des masses aux buts de guerre de l’hyper-classe oligarchique.

 

Bien avant George W. Bush et ses « États-voyous », Carl Schmitt parle d’« État-brigand (p. 91) ». Mieux, dès 1937, il décrit la présente époque : « lorsqu’on exerce des sanctions ou des mesures punitives de portée supra-étatique, la “ dénationalisation ” de la guerre entraîne habituellement une différenciation interne à l’État et au peuple, dont l’unité et la cohésion subissent un clivage discriminatoire imposé de l’extérieur, du fait que les mesures coercitives internationales, à ce qu’on prétend du moins, ne sont pas dirigées contre le peuple, mais seulement contre les personnes se trouvant exercer le pouvoir et leurs partisans, qui cessent par lui-même de représenter leur État ou leur peuple. Les gouvernants deviennent, en d’autres termes, des “ criminels de guerre ”, des “ pirates ” ou – du nom de l’espèce moderne et mégalopolitaine du pirate – des “ gangsters ”. Et ce ne sont pas là des expressions convenues d’une propagande survoltée : c’est la conséquence logique, en droit, de la dénationalisation de la guerre, déjà contenue dans la discrimination (p. 90) ». On croirait que Schmitt commente les événements survenus à Belgrade, à Bagdad ou à Tripoli !

 

La distinction entre le peuple et ses dirigeants tend même à s’effacer. Pressentant l’hégémonie du tout-anglais simplifié, Carl Schmitt remarque : « lorsqu’un grand peuple fixe de sa propre autorité la manière de parler et même de penser des autres peuples, le vocabulaire, la terminologie et les concepts, c’est là un signe de puissance politique incontestable (note 53, p. 169) ». Et on n’était alors qu’aux balbutiements de la radio, du cinéma et de la télévision ! L’intervention n’est pas que militaire; elle comporte aussi des facettes économiques et culturelles indéniables. Plus que les dirigeants, les idéologies ou les États, ce sont les peuples que le nouveau droit international entend éliminer. Jugeant que « l’individualisme et l’universalisme sont les deux pôles entre lesquels se meut ce système de droit international (p. 57) », Carl Schmitt prévoit qu’« avant de supprimer le concept de guerre et de passer de la guerre des États à la guerre civile internationale, il faut supprimer l’organisation étatique des peuples (p. 93) ». En outre, il importe d’exclure dans ce nouveau contexte la notion de neutralité qui amoindrirait toute intervention militaire internationale.

 

En partant du fait que « tout ensemble ordonné de peuples sédentaires, vivant côte à côte en bonne intelligence et dans le respect réciproque, relève, outre les déterminations personnelles, de l’espace ordonné d’un territoire concret (p. 144) », Carl Schmitt préconise le recours au grand espace et à l’empire. « Les mots de “ grand espace ” expriment pour nous la métamorphose des représentations de l’espace terrestre et de ses dimensions qui dicte son cours à la politique internationale d’aujourd’hui […]. Le “ grand espace ” est pour nous une notion d’actualité, concrète, historico-politique (p. 145) ». Par maintes références, Schmitt montre qu’il a lu les écrits de Karl Haushofer et qu’il suit avec un intérêt certain les nombreux travaux des géographes allemands. Dès cette époque, il nourrit sa réflexion des apports du droit et de la géopolitique.

 

Admirateur de l’État-nation, en particulier dans ses formulations française et espagnole, l’auteur n’abandonne pas le concept. Il considère seulement que tous les peuples n’ont pas à avoir leur propre État parce qu’« il faut aujourd’hui, pour un nouvel ordre planétaire, pour être apte à devenir un sujet de premier plan du droit international, un potentiel énorme, non seulement de qualités “ naturelles ”, données telles quelles par la nature, mais aussi de discipline consciente, d’organisation poussée, et la capacité de créer par ses propres forces et de gouverner d’une main sûre l’appareil d’une collectivité moderne, qui mobilise un maximum d’intelligence humaine (p. 185) ». L’empire s’impose donc dès lors.

 

On ne doit pas croire pour autant que « l’empire est plus qu’un État agrandie (p. 192) ». L’empire dépasse, transcende les souverainetés étatiques, nationales, par sa souveraineté spatiale. « L’ordre du grand espace appartient à la notion d’empire, grandeur spécifique du droit international. […] Sont “ empires ” […] les puissances dirigeantes porteuses d’une idée politique rayonnant dans un grand espace déterminé, d’où elles excluent par principe les interventions de puissances étrangères. Le grand espace n’est certes pas identique à l’empire, au sens où l’empire serait lui-même le grand espace qu’il protège des interventions […]. Mais il est certain que tout empire possède un grand espace où rayonne son idée politique, et qui doit être préservé de l’intervention étrangère. La corrélation de l’empire, du  grand espace et du principe de non-intervention est fondamentale (pp. 175 – 176). » Carl Schmitt aimerait que l’empire et le grand espace soient l’alternative à la fallacieuse « communauté internationale ».

 

On sait que l’auteur a élaboré la théorie du grand espace à partir du précédent étatsunien avec la doctrine Monroe (« L’Amérique aux Américains »). Au cours d’un discours devant le Congrès en 1823, le président James Monroe (1817 – 1825) apporte son soutien à l’émancipation des colonies espagnoles d’Amérique et dénie à la Sainte-Alliance qu’il pense fomentée depuis Londres (1) le droit d’intervenir et de rétablir l’ordre colonial. Tout au long du XIXe siècle, l’hémisphère occidental, l’ensemble continental américain, du détroit de Béring au Cap Horn, va se transformer progressivement en un espace privilégié de l’influence, directe ou non, des Étatsuniens, leur « jardin », leur « arrière-cour ». Cette doctrine n’empêchera toutefois pas la guerre de l’Espagne contre le Pérou de 1864 à 1866. Napoléon III tentera, lui aussi, de contrecarrer cette logique de domination spatiale par son action militaire au Mexique entre 1861 et 1867. Longtemps tellurocratique avec la guerre contre le Mexique (1846 – 1848) et la « conquête de l’Ouest », les États-Unis prennent une nette orientation thalassocratique après la Guerre de Sécession (1861 – 1865) (2). Ils achètent à la Russie l’Alaska en 1867, annexent les îles Hawaï en 1898, battent l’Espagne la même année, imposent un protectorat à Cuba et aux Philippines, s’emparent de Porto Rico et d’une partie des îles Vierges dans les Antilles, fomentent la sécession du Panama contre la Colombie en 1903 et achèvent le creusement du canal transocéanique. Cette politique s’accomplit vraiment sous la présidence de Theodore Roosevelt (1901 – 1909) avec des interventions militaires répétées en Amérique centrale et la médiation de paix entre la Russie et le Japon en 1905. Toutes ces actions démontrent l’intention de Washington de surveiller le continent américain en l’encadrant par le contrôle des marges maritimes et océaniques. Dès la fin des années Trente, Schmitt comprend que la Mer est « un “ espace ” de domination humaine et de déploiement effectif de la puissance (p. 190) ».

 

Toutefois, Carl Schmitt ne souhaite pas généraliser son raisonnement. Il insiste sur l’inadéquation des perceptions géostratégiques étatsuniennes et britanniques. Le grand espace étatsunien va à l’encontre de la stratégie de Londres qui « ne porte pas sur un espace déterminé et cohérent, ni sur son aménagement interne, mais d’abord et avant tout sur la sauvegarde des liaisons entre les parties dispersées de l’empire. Le juriste, surtout de droit international, d’un tel empire universel tendra donc à penser, plutôt qu’en espaces, en routes et voies de communication (pp. 163 – 164) ». En effet, « l’intérêt vital des routes maritimes, des lignes aériennes (air-lines), des oléoducs (pipe-lines) est incontestable dans l’empire disséminé des Britanniques. Disparité et opposition, en droit international, entre pensée spatiale et pensée des voies et des routes, loin d’être abolies ou dépassées, ne font que se confirmer (p. 164) ». Au zonisme continental, Schmitt met donc en évidence le linéairisme ou le fluxisme du dessein britannique et surtout anglais depuis John Dee et le XVIe siècle (3). Il en ressort que « le mode de pensée juridique qui va de pair avec un empire sans cohérence géographique, dispersé sur toute la planète, tend de lui-même aux arguments universalistes (p. 163) ». Parce que les Britanniques entendent s’assurer de la sécurité de leurs voies de communication afin de garantir le commerce maritime et la sûreté de navigation, Londres pense le monde en archipels épars alors que Monroe et ses successeurs le voient en continents.

 

Devenue puissance mondiale au cours du XXe siècle, les États-Unis adoptent à leur tour la vision britannique au grand dam des « paléo-conservateurs » et pour le plus grand plaisir des néo-conservateurs ! Avant de connaître la passation définitive du sceptre de Neptune de Londres à Washington, Carl Schmitt explique que « la “ liberté ” n’est […] rien d’autre, dans les crises de la politique, qu’une périphrase de l’intérêt, aussi particulier que compréhensible, de l’empire britannique pour les grandes voies de circulation du monde (p. 168) ». Cela implique la dissolution de toute structure ferme et l’avènement d’un brouillard conceptuel perceptible dans la formulation du droit. « Aujourd’hui, la vraie question n’est donc plus : guerre juste ou injuste, autorisée ou non autorisée ? Mais : guerre ou non-guerre ? Quant au concept de neutralité, on est déjà rendu à l’alternative : y a-t-il encore neutralité ou n’y en a-t-il plus ? (p. 85) »

 

Contre cette tendance lourde, Carl Schmitt propose le grand espace et l’empire comme concepts ordonnateurs et vecteurs du nouvel ordre de la Terre garant de la pluralité des groupes politiques humains enchâssés sur leurs terrains, leurs sites, leurs terroirs parce que « tout ordre concret, toute communauté concrète ont des contenus locaux et spatiaux spécifiques (p. 205) ». De fort belles réflexions à lire d’urgence et à méditer longuement ! Gageons enfin que cette parution déplaira à Yves Charles Zarka. On s’en réjouit d’avance !

 

Georges Feltin-Tracol

 

Notes

 

1 : Cette hostilité envers la Grande-Bretagne n’est pas surprenante. La Seconde Guerre d’Indépendance américaine entre 1812 et 1815 était encore dans toutes les mémoires avec l’incendie en 1814 de la Maison Blanche de la Maison Blanche. L’apaisement définitif entre Londres et Washington se produira vers 1850.

 

2 : On peut néanmoins déceler des velléités thalassocratiques bien avant 1865. La Quasi-Guerre (1798 – 1800) contre la France est uniquement un conflit naval et économique. En août 1815, la marine de guerre étasunienne intervient en Méditerranée contre les pirateries d’Alger, de Tunis et de Tripoli (qui avait déclaré la guerre à la jeune République étatsunienne entre 1803 et 1805). En 1816, Washington négocia auprès du royaume des Deux-Siciles une base militaire et économique sur l’île de Lampedusa. Les États-Unis durent renoncer à ce projet devant le mécontentement de Londres.

 

3 : cf. Philippe Forget, « Liens de lutte et réseaux de guerre », dans Krisis, n° 33, « La guerre ? », avril 2010, en particulier pp. 149 – 153.

 

• Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grands espaces, Paris, Éditions Krisis (5, rue Carrière-Mainguet, 75011 Paris), 2011, 289 p., 25 €, préface de Danilo Zolo, notes et commentaires de Günter Maschke, traduction de François Poncet.


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lundi, 19 septembre 2011

Débat entre Aymeric Chauprade et Pierre Conesa sur la nécessité de l’ennemi pour imposer sa puissance


Débat entre Aymeric Chauprade et Pierre Conesa sur la nécessité de l’ennemi pour imposer sa puissance

samedi, 17 septembre 2011

Carl Schmitt: Volk und Menschheit

Carl Schmitt: Volk und Menschheit

mercredi, 14 septembre 2011

Vaart wel, professor Piet Tommissen

Vaart wel, professor Piet Tommissen
 
Peter W. LOGGHE
 
Ex: Nieuwsbrief - Deltastichting, Nr. 51 (september 2011)
 
Ik moet bekennen dat ik toch wel geëmotioneerd geraakte toen ik het overlijdensbericht van professor Piet Tommissen onder ogen kreeg. Weliswaar bereikte hij de gezegende leeftijd van 87 jaar en bleef hij nog zeer lang boeken uitgeven en artikels schrijven.  Maar deze Vlaamse economist, socioloog en overtuigd nationalist heeft ongetwijfeld bij een aantal mensen meer sporen nagelaten dan hij misschien wel heeft vermoed. Ook en vooral in het buitenland.
 
Professor Piet Tommissen is de Carl Schmitt-kenner en –specialist bij uitstek. De rechtsgeleerde en jurist Schmitt was – vanuit de vooroorlogse situatie in Duitsland natuurlijk – zowat de zondebok van de kringen van politicologie en juridische wetenschappen overal in Europa.  Maar tevens was het werk van Schmitt zeer vruchtbaar, zodat Roman Schnur over Schmitt zei: “Het is de eik waaronder de everzwijnen hun truffels kwamen zoeken”.  Piet Tommissen, toen nog een jonge knaap, zocht contact met Carl Schmitt en werd uiteindelijk goed bevriend. De eerste bibliografie over Schmitt werd door dezelfde Tommissen verzorgd, in het jaar 1953. Men moet zich de toestanden proberen voor te stellen: geen computers, geen fax- of kopiemachines, alles met stylo of potlood overschrijven. In de harde naoorlogse jaren naar Plettenburg reizen, zal ook al geen lachertje geweest zijn.

Nooit sant in eigen land

Vanaf 1990 zou Tommissen trouwens een soort jaarboeken uitgeven, “Schmittiana”, bij Duncker & Humblot in Berlijn. Jaarboeken gewijd aan de studie van de werken van Schmitt – de eerste drie Schmittiana  verschenen in 1988, 1990 en 1191 als dubbelnummers van de “Eclectica”-monografieën uitgegeven bij de EHSAL. Jaarboeken waar vele juristen, waar vele politicologen inspiratie hebben gevonden. IJkpunten zijn het geworden in de studie van Carl Schmitt. “Onze” Piet Tommissen.

Piet Tommissen volgde economische studies aan Handelshogeschool Sint-Aloysius in Brussel en de Universiteit te Antwerpen. Voor zijn doctoraatsthesis – een tweede belangrijk thema trouwens –  koos hij voor het onderwerp Vilfredo Pareto, wij hebben het over  1971. Kenners laten zich nog altijd zeer positief uit over het boek.  Tommissen toont hier al zijn kunnen: een interdisciplinaire waarnemer en een man met een grote eruditie.  Ook in de kunst kon hij zijn mannetje staan: ik verwijs graag naar zijn contacten met de laatste ‘Belgische’ surrealist Marc Eemans.
 
Hij was niet alleen een uitstekend kenner van Pareto en Schmitt, maar ook van Georges Sorel, Julien Freund en zovele andere Franse politieke en metapolitieke denkers. Toen het Franse luxetijdschrift van Nieuw Rechts, Nouvelle Ecole, in 2007 een nummer uitbracht over Georges Sorel, lazen wij met interesse de tekst daarin van de onvermoeibare Piet Tommissen.

Piet Tommissen was nooit sant in eigen land. In gelijk welk ander Europees land zou een man als Tommissen in de bloemen gezet worden, overstelpt met staatsfelicitaties. Niet zo in dit land. Piet Tommissen werd niet geëerd in België. Waarom? We hebben er het gissen naar. Was het omdat zijn politieke overtuiging zo sterk was? Was het omdat hij de Vlaamse zaak méér dan genegen was en eigenlijk sterk heel-Nederlands dacht (vandaar zijn engagement in de Marnixring, zijn bijdragen aan het vormingstijdschrift TeKoS)?

Ik zal professor Piet Tommissen niet licht vergeten. Ik zal hem niet licht vergeten omwille van zijn publicaties op latere leeftijd, de zogenaamde “Buitenissigheden’ waar hij met veel humor en zachte spot zijn wedervaren uit vroegere dagen opriep. Ik zal hem niet licht vergeten omdat hij mij Carl Schmitt liet ontdekken. Laten we vooral niet vergeten dat professor Tommissen waarschijnlijk ook een van de eersten is geweest die het Mohleriaans begrip ‘conservatieve revolutie’ in de Lage Landen heeft verspreid en een aantal Vlaamse en Nederlandse jongeren heeft geïnspireerd. En blijft inspireren.


Dank u, Piet Tommissen. Vaart wel, professor Piet Tommissen!

(P.L)

Voor rouwbetuigingen aan kunt u op deze verbinding terecht.

Piet Tommissen: le Grand Maître des notes en bas de page

Piet Tommissen: le Grand Maître des notes en bas de page

 

Modeste, il brisait les blocages mentaux

 

Hommage au Schmittien flamand Piet Tommissen

 

Par Günter MASCHKE

 

“La rcherche sur Carl Schmitt, c’est moi’”, aurait pu dire Piet Tommisen dès 1952, alors qu’il n’avait que vingt-sept ans. Ce Flamand était à l’époque un étudiant sans moyens, qui étudiait  seul l’économie politique et la sociologie, en autodidacte, alors qu’il avait un boulot banal. Sans cesse, il venait à Plettenberg dans le Sauerland pour rencontrer Carl Schmitt, après des voyages pénibles dans un pays totalement détruit. Et l’étudiant Tommissen posait des questions au Maître: il était très respectueux mais si curieux et si pressant qu’il exagérait parfois dans ses véritables interrogatoires, jusqu’à perdre la plus élémentaire des pitiés! A l’époque, il n’y avait pas de photocopieurs et Tommissen recopiait sur sa petite machine à écrire portable des centaines d’essais ou de documents, tout en pensant à d’autres chercheurs éventuels: il utilisait sans lésiner de gros paquets de papier carbone.

 

Sans Tommissen, la célébrité de Carl Schmitt aurait été plus tardive

 

Certes, Carl Schmitt, grand juriste et politologue allemand, diffamé et réprouvé après 1945, avait quelques autres amis fidèles mais il faut dire aujourd’hui que le travail le plus pénible pour le sortir de son isolement a été effectué par Piet Tommissen. Sans ce briseur de blocus venu de Flandre, la célébrité acquise par Schmitt aurait été bien plus tardive. Tommissen a établi la première bibliographie de Schmitt de bonne ampleur (cf. “Versuch einer Carl Schmitt-Bibliographie”, Academia Moralis, Düsseldorf, 1953); il a écrit une série impressionnante, difficilement quantifiable, de textes substantiels, en allemand, en français, en néerlandais, en espagnol, etc., sur la vie et l’oeuvre du plus récent de nos classiques allemands en sciences politiques; il a découvert et édité les multiples correspondances entre Schmitt, grand épistolier, et d’autres figures, telles Paul Adams, Hugo Fischer, Julien Freund, etc.; enfin, à partir de 1990, il a publié huit volumes de la série “Schmittiana” (chez Duncker & Humblot à Berlin), tous absolument indispensables pour qui veut s’occuper sérieusement de l’oeuvre de Schmitt. Tout véritable connaisseur de Schmitt devra dorénavant acquérir et potasser cette collection.

 

Tommissen était le maître incontesté d’un genre littéraire particulièrement noble: l’art de composer des notes en bas de page. Ses explications, commentaires, indices biographiques et bibliographiques réjouissent le “gourmet”, même après maintes lectures et relectures, et constituent les meilleurs antidotes contre les abominables simplifications qui maculent encore et toujours la littérature publiée sur Schmitt et son oeuvre. Dis-moi qui lit avec zèle les notes de Tommissen et je te dirai quelle est la valeur des efforts qu’il entreprend pour connaître Schmitt!

 

Tommissen était surtout la “boîte à connexions” dans la recherche internationale sur Schmitt ou, si on préfère, la “centrale de distribution”. Presque tout le monde lui demandait des renseignements, des indices matériels, des conseils. Ainsi, il savait tout ce qui se passait dans le monde à propos de Schmitt. Pour ne citer que quelques noms: tout ce à quoi travaillaient Jorge Eugenio Dotti en Argentine, Alain de Benoist en France, Antonio Caracciolo en Italie, Jeronimo Molina en Espagne ou moi-même, auteur de ces lignes nécrologiques, Tommissen le savait et c’est pour cette raison qu’il pouvait susciter de nombreux contacts fructueux. Tous ceux qui connaissent les cercles de la recherche intellectuelle s’étonneront d’apprendre que Tommissen a toujours su résister à la tentation de rationner ses connaissances ou de les monopoliser. Son mot d’ordre était: “Le meilleur de ce que tu peux savoir, tu dois toujours le révéler à tes étudiants!”.

 

Bon nombre d’admirateurs de Tommissen déploraient une chose: notre professeur ne prenait que fort rarement position et ne formulait qu’à contre-coeur des assertions théoriques fondamentales. Cette réticence n’était nullement la faiblesse d’un collectionneur impénitent mais le résultat d’une attitude toute de scrupules, indice d’une grande scientificité. Après une conversation de plusieurs heures avec Tommissen, mon ami Thor von Waldstein était tout à la fois enthousiasmé et perplexe: “Qui aurait cru cela! Cet homme incroyable creuse en profondeur. Il sait tout en la matière!”.

 

Il serait toutefois faux de percevoir Tommissen exclusivement comme un “schmittologue”. Il était aussi un excellent connaisseur des écrits de Vilfredo Pareto et de Georges Sorel, deux “mines d’uranium” comme les aurait définis Carl Schmitt. Il y a donc un mystère: comment un homme aussi paisible et aussi bienveillant que Tommissen ne s’est-il préoccupé que de ces “dinamiteros” intellectuels? Sa thèse de doctorat, qu’il n’a présentée qu’en 1971, et qui s’intitule “De economische epistemologie van Vilfredo Pareto” (Sint Aloysiushandelhogeschool, Bruxelles), lui a permis, après de trop nombreuses années dans le secteur privé, d’amorcer une carrière universitaire. Cette thèse restera à jamais l’un des travaux les plus importants sur le “solitaire de Céligny”, sur celui qui n’avait plus aucune illusion. Quant aux études très fouillées de Tommissen sur Sorel, cette géniale “plaque tournante” de toutes les idéologies révolutionnaires, devraient à l’avenir constituer une lecture obligatoire pour les lecteurs de Sorel, qui se recrutent dans des milieux divers et hétérogènes.

 

L’oeuvre majeure de Tommissen est une histoire des idées économiques

 

La place manque ici pour évoquer en long et en large les recherches de Tommissen sur la pensée politique française des 18ème et 19ème siècles, ses essais sur les avant-gardes surréalistes et dadaïstes en Europe. Pour mesurer l’ampleur de ces recherches-là, il faut consulter la bibliographie composée avec amour par son fils Koenraad Tommissen (“Een buitenissige biblografie”, La Hulpe, Ed. Apsis, 2010).

 

L’exemple le plus patent de l’excellence des travaux de Tommissen en sciences humaines (au sens large) est incontestablement son ouvrage majeur “Economische systemen” (Deurne, 1987). Dans l’espace relativement réduit de 235 pages, Tommissen nous brosse l’histoire des idées économiques de l’antiquité à la Chine post-maoïste, en complétant son texte, une fois de plus, d’innombrables notes de bas de page et d’indices substantiels. Il nous révèle non seulement l’histoire dramatique de l’économie politique à travers les siècles mais nous introduit également à l’étude du substrat politique, culturel et idéologique de “l’homme travaillant” au cours de l’histoire. Un bon livre nous épargne très souvent la lecture de centaines d’autres et nous encourage à en lire mille autres!

 

La personnalité de Piet Tommissen nous révèle aussi que le questionnement, la lecture, la compilation, la pensée, l’écriture ne connaissent jamais de fin, que ce travail est épuisant mais procure aussi énormément de bonheur.

 

“Si tu veux aller à l’infini

Borne-toi donc à arpenter le fini en tous ses recoins”

(“Willst Du ins Unendlichen schreiten,

Geh nur im Endlichen nach allen Seiten”),

nous dit l’Olympien de Francfort-sur-le-Main, de Weimar.

 

Piet Tommissen, né le 20 mars 1925 à Lanklaar dans le Limbourg flamand est décédé à Uccle le 21 août 2011.

 

Günter MASCHKE.

(article paru dans “Junge Freiheit”, Berlin, n°36/2011 – http://www.jungefreiheit.de ).

In Memoriam Piet Tommissen

“Scribens mortuus est”

In memoriam Piet Tommissen

(20 mars 1925 – 21 août 2011)

 

par Hans VERBOVEN

 

Dans la basilique Saint Servais de Grimbergen nombreux étaient les amis, les collègues, les voisins et les parents du Professeur Piet Tommissen rassemblés pour prendre congé de lui, le 26 août 2011. Le prêtre, Gereon van Boesschoten, o. praem., dès le début de la célébration eucharistique, a rappelé la signification du vers “Mijn schild ende betrouwen, zijt Gij o God mijn Heer” (“Ô Seigneur, Mon Dieu, Tu es mon bouclier et ma confiance”), qui ornait le faire-part. Filip de Vlieghere, président du Marnixring (“Cercle Marnix”), a évoqué les grandes qualités humaines et les capacités d’organisateur du défunt Piet Tommissen. Un collègue “émérite” de la haute école EHSAL, esquissa un portrait très pertinent de ce professeur d’université à l’immense érudition. La cérémonie fut sobre, de grand style, avec le drapeau flamand orné du lion noir et le drapeau du “Cercle Marnix” flanquant l’autel; elle se termina par le “Gebed voor het Vaderland” (“la Prière pour la Patrie”), particulièrement bien joué par l’organiste Kamiel D’Hooghe. C’est vraiment ainsi que le défunt l’aurait voulu.

 

Lorsque je rendis visite au Professeur Tommissen, pour la dernière fois, à Uccle, au début de cette année, j’avais amené, à sa demande, une photo de mes enfants. A l’arrière de la photo, il a inscrit leurs noms et leurs dates de naissance. C’était typique de lui, de l’homme qu’il était, de cet archiviste invétéré, de ce collectionneur. Chaque rencontre, chaque conversation téléphonique commençait toujours par un petit débat sur les heurs et malheurs de la vie familiale: seulement après cette brève enquête, on parlait du “boulot”. Son fils Koenraad, ses petits-enfants et ses arrière-petits-enfants étaient sa grande passion.

 

Attendri et avec beaucoup d’emphase, il me parlait toujours des visites de ses plus jeunes descendants. Lors de notre dernière rencontre, je lui ai offert un livre, avec la dédicace suivante: “Pour le Professeur Tommissen, en remerciement de son amitié et de ses conversations grand-paternelles”. Pour moi aussi, il était un grand-père, dans tous les sens du terme. Il était cordial et prévenant, d’une gentillesse totale et il avait la sagesse et le raffinement que seule procure une longue vie. En vérité, un grand homme!

 

Le Professeur Tommissen était un grand savant et, surtout, le fondateur et le “grand seigneur” de toutes les recherches entreprises autour de l’oeuvre et de la personnalité du penseur et juriste allemand Carl Schmitt. Bon nombre de professeurs d’université allemands venaient lui demander conseil et lui soumettaient leurs manuscrits pour qu’il les corrige. Ses connaissances sur Vilfredo Pareto, Ernst Jünger, Victor Leemans et Georges Sorel, entre autres personnalités, étaient immenses, sans pareilles. Armin Mohler le nommait le “petit écureuil des Flandres”, allusion à cette pulsion qui était la sienne et le poussait à collectionner avec acribie et scientificité détails, notes, anecdotes et références. Outre sa riche bibliothèque, il possédait une énorme correspondance, composée de milliers de lettres et échangée avec les personnalités les plus diverses et les plus renommées de l’intelligence européenne de notre après-guerre. Il faut savoir que sa qualité de professeur n’était pas une vocation tardive, bien qu’elle ne put s’accomplir que fort tard dans sa vie.

 

Au cours des premières années de son mariage, il avait eu bien d’autres chats à fouetter. Tommissen fut un homme qui dut se tailler seul un sentier dans la vie, accompagné par sa chère épouse, Agnès Donders, morte beaucoup trop tôt. Sa thèse de doctorat, à l’UFSIA d’Anvers, fut la toute première qui fut défendue dans cette célèbre université dirigée par les Jésuites. Le poste d’enseignement universitaire qu’il obtint auprès de la haute école EHSAL à Bruxelles et de la LUC au Limbourg fut bel et bien la récompense méritée de son dévouement et de sa persévérance. Tommissen travaillait et s’occupait de sa famille sans fléchir: le résultat fut un flot ininterrompu d’articles dans toutes sortes de revues et de monographies. Son fils, le Dr. Koenraad Tommissen, en établissant la bibliographie de son père, a compté pas moins de 614 publications (cf. “Een buitenissige bibliografie”, La Hulpe, 2010).

 

Piet Tommissen était un grand Flamand, conscient de l’être, qui joua un rôle fort important dans la renaissance de la vie culturelle flamande après la seconde guerre mondiale. Les revues “Golfslag” et “De Tafelronde” sont étroitement liées à sa personne. Dès le départ, en 1956, il collabora à “Dietsland-Europa”, où il signait ses contributions de son propre nom, ce qui n’était guère évident en une époque où les conséquences de la répression gouvernementale étaient partout perceptibles. Tommissen fournit également des articles de bonne facture à “Teksten, Kommentaren en Studies” et à “Kultuurleven”. Ensuite, il participa à la création du “Marnixkring Zennedal” (“Cercle Marnix – Vallée de la Senne”) et fut, pendant un certain temps, le président de ce club de service d’inspiration nationale flamande.

 

J’ai lu beaucoup de ce qu’a écrit Piet Tommissen mais les textes de lui, que j’ai préférés, sont ceux qui furent, au cours de ces dernières années, consignés dans ses “Buitenissigheden”, ses “Extravagances”, une série de petits livres où notre homme a couché sur le papier de véritables petites perles: certaines d’entre elles étaient nouvelles, d’autres étaient anciennes et retravaillées, toutes concernaient des sujets variés. Deux d’entre ces “Extravagances” sont autobiographiques. Elles sont toutes d’une prose épurée, d’un ton doux et humoristique. Je les ai lues et je les relirai. En effet, celui qui écrit, demeure. Mais nous regretterons tous amèrement les bonnes conversations que nous avons eues avec ce gentil professeur.

 

Hans VERBOVEN.

(Hommage paru dans “’t Pallieterke”, Anvers, 31 août 2011).

jeudi, 08 septembre 2011

Piet Tommissen o dell'ostinazione - In Memoriam

Piet Tommissen o dell'ostinazione 

In memoriam (1925-2011)

Günter Maschke

Si è spento lo scorso 21 agosto Piet Tommissen, sociologo ed economista belga, noto per i suoi studi su Vilfredo Pareto e Carl Schmitt, del quale fu amico e bibliografo e alla cui opera, a lungo negletta, ha dedicato una quantità di scritti che hanno contribuito a diffonderla su scala internazionale. Molto stretto fu anche il suo rapporto con Julien Freund. Tommissen – “il matto” come lo definiva amabilmente Gianfranco Miglio – è stato senz’altro uno degli esponenti più in vista della tradizione del realismo politico europeo e un punto di riferimento per tutti i giovani studiosi che a questa tradizione si sono richiamati nel corso degli anni. Lo ricordiamo pubblicando l’omaggio che in occasione dei suoi 75 anni, nel 2000, gli ha dedicato Günter Maschke, a sua volta amico ed editore di Schmitt, nonché curatore di alcune sue importanti raccolte di scritti.

Cicerone disse una volta: «Niente fa più impressione dell’ostinazione». Questa frase potrebbe applicarsi perfettamente alla vita e all’opera dell’economista politico fiammingo Piet Tommissen, che ha festeggiato lo scorso 20 marzo i suoi 75 anni conservando intatta la sua impressionante energia lavorativa.

Quanti cercano ancora la prova dell’evidenza che ogni cultura riposa sull’atto gratuito, sul lavoro prestato senza remunerazione, la troveranno nella persona di Piet Tommissen. Dopo la Seconda guerra mondiale, Carl Schmitt era il capro espiatorio favorito nella sfera delle scienze giuridiche e politiche tedesche, ma anche, occorre ripeterlo, la «quercia sotto cui i cinghiali venivano a cercare i loro tartufi» (Roman Schnur dixit). Durante questo buio periodo, il giovane Piet Tommissen ha dato la sua amicizia a Schmitt, insieme ad alcuni, rari fedeli amici tedeschi; ha presto redatto la prima bibliografia di Carl Schmitt in condizioni difficili (Versuch einer Carl-Schmitt-Bibliographie, Academia Moralis, Düsseldorf 1953). E quando dico «condizioni difficili», voglio ricordare ai miei contemporanei che Tommissen ha effettuato questo lavoro molto prima che esistessero ovunque, come oggi, delle fotocopiatrici in cui è possibile riprodurre testi a bizzeffe. Tommissen ritrascriveva a mano, con la sua penna a inchiostro, centinaia di articoli di Schmitt o li batteva su una vecchia macchia per scrivere da viaggio, con carta carbone, per aspera ad astra. Ha effettuato questo lavoro quand’era uno studente senza mezzi, nei duri anni del dopoguerra in cui ogni viaggio esplorativo verso Plettenberg (dove Schmitt si era ritirato) presentava continue difficoltà finanziarie. È dunque con inizi così difficili che Tommissen, nel corso degli anni, è divenuto il migliore esperto, e il più meticoloso, dell’opera di Carl Schmitt.

I frutti di questo lavoro così disinteressato si ritrovano oggi in innumerevoli articoli e studi, in nuove bibliografie e, a partire dal 1990, in una collana di libri battezzata «Schmittiana» che esce presso Duncker & Humblot a Berlino. Oggi noi riteniamo tutti che simili lavori siano facili da realizzare, ma fu lungi dall’essere così all’epoca eroica del giovane studente e del giovane economista Tommissen. Direi persino di più: senza la marea di contributi e di dettagli apportati e scoperti da Tommissen, l’impresa di diffamazione internazionale che ha orchestrato il boicottaggio e l’ostracismo contro Schmitt – e contribuito così alla sua gloria! – apparirebbe ancora più sciocca e pietosa perché non avrebbe alcun valido argomento, né saprebbe nulla delle tante sfaccettature delle sua persona.

Tommissen, che ha studiato le scienze economiche alla Haute Ecole économique Sint-Aloysius a Bruxelles e all’Université des Jésuites di Anversa, ha dovuto lavorare, accanto alle sue ricerche, per guadagnarsi il pane come procuratore industriale. Accede al titolo di dottore nel 1971 presentando una tesi su Vilfredo Pareto. Intitolata De economische epistemologie van Vilfredo Pareto (Sint-Aloysius Handelshogeschool, Bruxelles 1971), questa tesi può essere considerata come una delle più importanti e fondamentali opere mai redatte sul grande uomo. Ogni ricercatore che desiderasse dedicarsi seriamente all’italiano Pareto dovrebbe acquisire almeno una conoscenza passiva dell’olandese. Il che non mi impedisce di rimpiangere che Tommissen non abbia scritto il suo libro in tedesco o in francese: ma, ahimè, la gloria è ingiusta, mostruosa per le lingue minoritarie. In questo lavoro, noi incontriamo già tutto Tommissen: un osservatore interdisciplinare che si serve di questa interdisciplinarietà con la massima naturalezza, come se fosse evidente; un autore che possiede la grande arte di mettere in esergo i legami tra le cose più diverse. Alla lettura di questa tesi, non acquisiremo solo conoscenza dei problemi fondamentali dell’economia politica europea fino agli anni che hanno immediatamente seguito la Prima guerra mondiale, ma anche di tutto lo sfondo politico, filosofico e psicologico che animava il «solitario di Céligny». Tommissen ci restituisce con amore e espressività tutto questo sfondo, di solito ignorato da molti autori, troppo legati alla superficie dei testi. Nessun altro studio dettagliato renderà pertanto la tesi di Tommissen caduca.

Ma si capirebbe male il personaggio Tommissen se lo si considerasse solo come uno specialista di Schmitt e Pareto, lui che ha insegnato dal 1972 al 1990 alla Haute Ecole d’Economie Sint-Aloysius di Bruxelles in cui curava la collana «Eclectica» che contiene montagne di tesori, di aneddoti e dettagli sempre inaspettati su Schmitt. Pochi ricercatori sanno in Germania che conosce anche bene Georges Sorel, Julien Freund e il pensiero politico francese del XIX e del XX secolo. Tommissen ha sempre dichiarato, expressis verbis, che voleva praticare le «scienze umane nel senso più ampio del termine».

Un esempio particolarmente sorprendente di concretizzazione di questa volontà è il suo libro Economische Systemen (Uitgeverij N.V., Deurne, 1987). In poche pagine, Tommissen vi abbozza la storia delle idee economiche dall’antichità alla Cina post-maoista e le innumerevoli note e considerazioni fondate che ha aggiunto al testo ci aprono a quel dramma che è la storia economica dell’umanità e ci comunicano le radici e le fondamenta politiche, culturali e ideologiche dell’uomo lavoratore nel corso della storia. Un buon libro rende la lettura di cento altri superflua e ci incoraggia a leggerne ancora altre migliaia. Ecco! Straordinarie conoscenze in letteratura e storia dell’arte… Ma in tutti i lavori di economia e scienze politiche scritti da Tommissen il lettore è costantemente sorpreso dalle sue straordinarie conoscenze della letteratura e della storia dell’arte, poiché aveva a lungo accarezzato l’idea di studiare la filologia germanica e la storia dell’arte. Conosce ad esempio il dadaismo e il surrealismo europei in tutte le loro varianti. Non aveva ancora trent’anni quando invitava già nelle Fiandre per tenervi delle conferenze autori tedeschi come Heinz Piontek e Heinrich Böll (e sarei tentato di aggiungere: quando questi erano ancora degli scrittori interessanti!).

Solo quanti sono consapevoli dell’enorme lavoro prestato da Tommissen hanno il diritto di pronunciare una critica: questo maestro della nota a piè di pagina esagera talvolta nel suo zelo di voler dire tutto, poiché sottovaluta spesso le conoscenze dei suoi lettori. Ma in Tommissen non vi è alcun orgoglio a motivare la sua azione, né alcuna vanità, perché è il calore umano incarnato. Per lui, l’uomo è nato per aiutare il suo prossimo e per ricevere da questo un aiuto equivalente. Tanto che Tommissen, l’eminenza, non ha alcuna vergogna di imparare qualcosa, anche d’infima importanza, in uno scrittoretto appena uscito dalla pubertà e senza esperienza.

Una fedele dedizione a Pareto e Schmitt

Sempre felice di dare un’informazione, sempre alla ricerca di informazioni da altri con la più squisita amabilità, Tommissen ha permesso la nascita di molti lavori scientifici e ha seminato molto più di quanto i tanti ingrati lascino intendere al loro pubblico. Un uomo di questa natura così particolare e valida merita i nostri omaggi perché ha dedicato volontariamente e fedelmente una grande parte della sua vita a quelli che considera i suoi maestri: Vilfredo Pareto e Carl Schmitt. Viene in mente un brillante saggista e sovrano narratore come Adolf Frisé che per molti decenni non ha esitato a esplorare l’opera di Robert Musil e a diffonderla. Spesso la luce che brilla sotto il moggio è la più viva! Ad multos annos, Piet Tommissen!

lundi, 05 septembre 2011

Adieu au Professeur Piet Tommissen (1925-2011)

 

Adieu au Professeur Piet Tommissen (1925-2011)

 

Quelques jours après avoir lu l’hommage publié par “Junge Freiheit” suite au décès du Professeur Helmut Quaritsch, l’ancien éditeur de la revue “Der Staat” (Berlin), j’apprenais, jeudi 1 septembre, en feuilletant sur le comptoir même du marchand de journaux mon “’t Pallieterke” hebdomadaire, dont je venais de prendre livraison, la mort du Professeur Piet Tommissen, qu’évoque avec une belle émotion le journal satirique anversois. Deux géants mondiaux des sciences politiques viennent donc de disparaître cet été, nous laissant encore plus orphelins depuis les disparitions successives de Panayotis Kondylis, de Julien Freund, de Gianfranco Miglio ou d’Armin Mohler.

 

A la recherche de Pareto et Schmitt

 

J’avais appris, tout au début de mon itinéraire personnel, où, forcément, les tâtonnements dominaient, qu’un certain Professeur Tommissen avait publié des ouvrages sur Vilfredo Pareto et Carl Schmitt. Nous savions confusément que ces auteurs étaient extrêmement importants pour tous ceux qui, comme nous, refusaient la pente de la décadence que l’Occident avait empruntée dès les années 60, immédiatement après les “technomanies” et les américanismes des années 50. Nous voulions une sociologie et, partant, une politologie offensives, contructrices de sociétés ayant réagi vigoureusement, “quiritairement” contre l’éventail d’injustices, de dysfonctionnements, d’enlisements, de déliquescences que le complexe bourgeoisisme/économicisme/libéralisme/parlementarisme avait induit depuis la moitié du 19ème siècle. Pareto démontrait (et Roberto Michels plus sûrement encore après lui...) quelles étaient les étapes de l’ascension et du déclin des élites politiques, destinées au bout de trois ou quatre générations à vasouiller ou à se “bonzifier” (Michels). Nous voulions être une nouvelle élite ascendante. Nous voulions bousculer les “bonzes”, leur indiquer la porte de sortie. Naïveté de jeunesse: ils sont toujours là; pire, ils ont coopté les laquais de leur laquais. Nous connaissions moins bien Schmitt à l’époque mais nous devinions que sa définition du “politique” impliquait d’aller à l’essentiel et permettait de trier le bon grain de l’ivraie dans le kaléidoscope des agitations politiques et politiciennes du 20ème siècle: que ce soit sous la république de Weimar, dans le marais politicard de la pauvre Belgique de l’entre-deux-guerres (le “gâchis des années 30” dira le Prof. Jean Vanwelkenhuyzen), dans les turpitudes des Troisième et Quatrième Républiques en France auxquelles De Gaulle, formé par René Capitant, disciple de Carl Schmitt, tentera de mettre un terme à partir de 1958.

 

Première rencontre avec Piet Tommissen dans la rue du Marais à Bruxelles

 

Il y avait donc sur la place de Bruxelles, un professeur d’université qui s’occupait assidûment de ces deux géants de la pensée politique européenne du 20ème siècle. Il fallait donc se procurer ses ouvrages et les lire. J’avais vu une photo du Professeur Tommissen dans un numéro d’ “Eléments” ou dans une autre publication du “Groupe de Recherches et d’Etudes sur la Civilisation Européenne”. Ce visage rond et serein m’avait frappé. J’avais retenu ces traits lisses et doux et voilà qu’en février ou en mars 1975, en sortant des bâtiments réservés aux romanistes et germanistes des Facultés Universitaires Saint-Louis, rue du Marais à Bruxelles, je vois tout à coup le Prof. Piet Tommissen, campé devant l’entrée du 113, à l’époque occupé par la “Sint-Aloysius Handelhogeschool”, où il dispensait ses cours. Il était impressionnant, non seulement par la taille mais aussi, faut-il le dire, par le joyeux embonpoint qu’il affichait, lui qui fut aussi un très fin gourmet et un bon amateur de ripailles estudiantines, ponctuées de force hanaps de blonde cervoise. Je suis allé vers lui et lui ai demandé, sans doute un peu emprunté: “Bent u Prof. Tommissen?”. Une certaine appréhension me tourmentait: allait-il envoyer sur les roses le freluquet que j’étais? Que nenni! Le visage rond et lisse de la photo, ancrée dans le recoin d’une de mes circonvolutions cérébrales, s’est aussitôt illuminé d’un sourire inoubliable, effet d’une sérénité intérieure, d’une modestie et d’une bonté naturelles (et sans pareilles...). Cette amabilité contrastait avec l’arrogance qu’affichaient jadis trop d’universitaires, souvent à fort mauvais escient. Le Prof. Tommissen était à l’évidence heureux qu’un quidam cherchait à se procurer ses ouvrages sur Pareto et Schmitt. Il m’a indiqué comment les obtenir et je les ai achetés.

 

Piet Tommissen et Marc. Eemans

 

Ensuite, plus aucune nouvelle de Tommissen pendant au moins trois longues années. Je le retrouve plus tard dans le sillage de son ami Marc. Eemans, avec qui il avait édité de 1973 à 1976 la revue “Espaces”. Je rencontre Eemans, comme j’ai déjà eu plusieurs fois l’occasion de le rappeler, à l’automne 1978, sans imaginer que le peintre surréaliste et évolien était lié d’une amitié étroite avec le spécialiste insigne de Pareto et Schmitt. L’histoire de cette belle amitié, ancienne, profonde, intense, n’a pas encore été explorée, n’a pas (encore) fait l’objet d’une étude systématique. De tous les numéros d’ “Espaces”, je n’en possède qu’un seul, depuis quelques semaines seulement, trouvé chez l’excellent bouquiniste ixellois “La Borgne Agasse”: ce numéro, c’est celui qui a été consacré par le binôme Tommissen/Eemans à l’avant-gardiste flamand Paul Van Ostaijen, dont on connait l’influence déterminante sur l’évolution future de Marc. Eemans, celui-là même qui deviendra, comme l’a souligné Tommissen lui-même, “un surréaliste pas comme les autres”. A signaler aussi dans les colonnes d’ “Espaces”: une étude de Tommissen sur la figure littéraire et politique que fut l’étonnant Pierre Hubermont (auquel un étudiant de l’UCL a consacré naguère plusieurs pages d’analyses, surtout sur son itinéraire de communiste dissident et sur son socialisme particulier dans un mémoire de licence centré sur l’histoire du “Nouveau Journal”; cf. Maximilien Piérard, “Le Nouveau Journal 1940-1944 - Conservation révolutionnaire et historisme politique – Grandeur et décadence d’une métapolitique quotidienne”; promoteur: Prof. Michel Dumoulin; Louvain-la-Neuve, 2002).

 

“De Tafelronde” et “Kultuurleven”

 

Tommissen, comme Schmitt d’ailleurs, n’était pas exclusivement cantonné dans les sciences politiques ou l’économie: il était un fin connaisseur des avant-gardes littéraires et artistiques, s’intéressait avec passion et acribie aux figures les plus originales qui ont animé les marges enivrantes de notre paysage intellectuel, des années 30 aux années 70. On devine aussi la présence de Tommissen en coulisses dans l’aventure de la fascinante petite revue d’Eemans et de Gaillard, “Fantasmagie”. “Espaces” fut une aventure francophone de notre professeur flamand, par ailleurs très soucieux de maintenir et d’embellir la langue de Vondel. Mais ses initiatives et ses activités dans les milieux d’avant-gardes ne se sont pas limitées au seul aréopage réduit (par les circonstances de notre après-guerre) qui entourait Marc. Eemans. En Flandre, Tommissen fut l’une des chevilles ouvrières d’une revue du même type qu’ “Espaces”: “De Tafelronde”, à laquelle il a donné des articles sur Ernst Jünger, Jean-Paul Sartre, Stefan George, Apollinaire, Edgard Tijtgat, Alfred Kubin, etc. Parallèlement à “Espaces” et à “De Tafelronde”, Piet Tommissen collaborait à “Kultuurleven”, qui a accueilli bon nombre de ses articles de sciences politiques, avec des contributions consacrées à Henri De Man, Carl Schmitt, Vilfredo Pareto et des notules pertinentes sur Thom et sa théorie des catastrophes, sur René Girard, Rawls et Baudrillard, sans oublier Heidegger, Theodor Lessing et Otto Weininger.

 

“Dietsland Europa”

 

Tommissen n’avait pas peur de “se mouiller” dans des entreprises plus audacieuses sur le plan politique comme “Dietsland-Europa”, la revue du “flamingant de choc”, un coeur d’or sous une carapace bourrue, je veux parler du regretté Bert Van Boghout qui, souvent, par ses aboiements cinglants, ramenait les ouailles égarées vers le centre du village. On sait le rôle joué par des personnalités comme Karel Dillen, futur fondateur du “Vlaams Blok”, et par le Dr. Roeland Raes, dans le devenir de cette publication qui a tenu le coup pendant plus de quarante années sans faiblir. Tommissen et moi, nous nous sommes ainsi retrouvés un jour, en l’an de grâce 1985, au sein de la rédaction d’un numéro spécial de la revue de Van Boghout sur Julius Evola, dossier qui sera repris partiellement par la revue évolienne française “Totalité” de Georges Gondinet. C’était au temps béni du meilleur adjoint que Van Boghout ait jamais eu: l’étonnant, l’inoubliable Frank Goovaerts, qui pratiquait les arts martiaux japonais jusque dans l’archipel nippon, traversait chaque été la France en moto, jouait au bridge comme un lord anglais et était ouvrier sur les docks d’Anvers; il fut assassiné dans la rue par un dément en 1991. Dans les colonnes de “Dietsland-Europa”, Tommissen a évoqué son cher Carl Schmitt, qui le méritait bien, le livre de Bertram sur Nietzsche, Hans Freyer (dont on ne connait que trop peu de choses dans l’espace linguistique francophone), Pareto, les courants de droite sous la République de Weimar, la théorie schmittienne des grands espaces et la notion évolienne de décadence.

 

L’appel de Carl Schmitt: devenir des “Gardiens des Sources”

 

Au cours de cette période —j’ai alors entre 18 et 24 ans— j’apprends, sans doute de la bouche d’Eemans, que la Flandre, et plus particulièrement l’Université de Louvain, avait connu pendant l’entre-deux-guerres, à l’initiative du Prof. Victor Leemans, une “Politieke Academie”, dynamique think tank focalisé sur tous les thèmes de la sociologie et de la politologie qui nous intéressaient. Tommissen s’est toujours voulu incarnation de l’héritage, réduit à sa seule personne s’il le fallait et s’il n’y avait pas d’autres volontaires, de cette “Politieke Academie”. Il a oeuvré dans ce sens, en laissant un maximum de traces écrites car, on le sait, “les paroles s’envolent, les écrits restent”. C’est la raison pour laquelle il est resté un “octogénaire hyperactif”, comme le soulignait très récemment Peter Wim Logghe, rédacteur en chef de “Teksten , Kommentaren en Studies”. Pourquoi? Parce que, dans ses “Verfassungsrechtlichen Aufsätze” et plus particulièrement dans la 5ème subdivision de la 17ème partie de ce recueil, intitulée “Savigny als Paradigma der ersten Abstandnahme von der gesetzesstaatlichen Legalität”, Carl Schmitt a réclamé, non pas expressis verbis mais indirectement, l’avènement d’une sorte de centrale intellectuelle et spirituelle, qu’il évoquait sous le nom poétique de “Hüter der Quellen”, “les Gardiens des Sources”. Voilà ce que Tommissen a voulu être: un “Gardien des Sources”, dût-il se maintenir à son poste comme le soldat de Pompéi ou d’Herculanum, en dépit des flots de lave qui s’avançaient avec fureur face à lui. Quand la lave refroidit et se durcit, on peut en faire de bons pavés de porphyre, comme celui de Quenast. Avec la boue “enchimiquifiée” et les eaux résiduaires de la société de consommation, on tuera jusqu’à la plus indécrottable des chienlits. Petite méditation spenglerienne et pessimiste...

 

La “Politieke Academie”

 

Nous aussi, nous interprétions, sans encore connaître ce texte fondamental de Schmitt, notre démarche métapolitique, au dedans ou en dehors de la “nouvelle droite”, peu importait, comme une démarche de “gardien des sources”. Alors qu’avons nous fait? Nous avons entamé une recherche de textes émanant de cette “Politieke Academie” et de ce fascinant Prof. Leemans. Nous avons trouvé son Sombart, son Marx, son Kierkegaard, que nous comparions aux textes sombartiens édités par Claudio Mutti et Giorgio Freda en Italie, aux rares livres de Sombart encore édités en Allemagne, notamment chez DTV; nous cherchions à redéfinir les textes marxiens à la lumière des dissidents de la IIème et de la IIIème Internationales (Lassalle, Dühring, De Man,...). Mais la “Politieke Academie” avait des successeurs indirects: nous plongions dans les trois volumes de monographies didactiques sur la vie et l’oeuvre des grands sociologues contemporains que la célèbre collection “Aula” offrait à la curiosité des étudiants néerlandais et flamands (“Hoofdfiguren uit de sociologie”); seul germaniste dans le groupe, j’ajoutais les magnifiques ouvrages de Helmut Schoeck (dont: “Geschichte der Soziologie – Ursprung und Aufstieg der Wissenschaft von der menschlichen Gesellschaft”). Tout cela constituait un complexe de sociologie et de sciences politiques tonifiant; avec cela, nous étions à des années-lumière des petits exercices insipides de statistiques étriquées et de meccano “organisationnel” à l’américaine, nappé de la sauce vomitive du “politiquement correct”, qu’on propose aujourd’hui aux étudiants, en empêchant du même coup l’avènement d’une nouvelle élite, prête à amorcer un nouveau cycle sociologique parétien, en coupant l’herbe sous les pieds d’avant-gardistes qui sont tout à la fois révolutionnaires et “gardiens des sources”.

 

A cette époque de grande effervescence intellectuelle et de maturation, nous avons rencontré le Professeur Tommissen à la tribune du “Centro Studi Evoliani” de Marc. Eemans, où il a animé une causerie sur Pareto et une autre sur Schmitt. Nous connaissions mieux Pareto grâce à l’excellent ouvrage de Julien Freund sur le sociologue et économiste italien, paru à l’époque chez Seghers. Notre rapport à Schmitt, à l’époque, était indirect: il passait invariablement par l’ouvrage de Freund: “Qu’est-ce que le politique?”. De Carl Schmitt lui-même, nous ne disposions que de “La notion du politique”, publié chez Calmann-Lévy, grâce à l’entremise de Julien Freund, sans que nous ne connaissions véritablement le contexte de l’oeuvre schmittienne. Celle-ci n’était accessible que via des travaux académiques allemands, difficilement trouvables à Bruxelles. Finalement, j’ai obtenu les références nécessaires pour aller commander les ouvrages-clefs du “solitaire de Plettenberg” chez ce cher librairie de la rue des Comédiens, au coeur de la vieille ville de Bruxelles. Résultat: une ardoise, alors considérable, de 5000 francs belges, que mon père est allé apurer, tout à la fois catastrophé et amusé. Une bêtise d’étudiant, à ses yeux... Nous étions au printemps de l’année 1980 et une partie de l’ardoise (il n’y avait pas seulement les 5000 francs résiduaires payés par mon géniteur...) avait été généreusement offerte par le Bureau de traduction de Mr. Singer, chez qui j’avais effectué mon stage pratique obligatoire de fin d’études. Singer, germanophone issu de la communauté israélite berlinoise, aimait les étudiants qui avaient choisi la langue allemande: il voulait toujours leur offrir des livres qui exprimaient la pensée nationale allemande, sinon des ouvrages qui communiquaient à leurs lecteurs l’esprit prussien de discipline. Quand je lui ai suggéré de me financer du Carl Schmitt, Singer, déjà octogénaire et toujours sur la brèche, était enchanté. Et voilà comment, de Tommissen à Singer, et de “Over en in zake Carl Schmitt” jusqu’à la pharamineuse commande au libraire de la rue des Comédiens, a commencé mon itinéraire personnel de schmittien en herbe. Inutile de préciser, que cet itinéraire est loin d’être achevé...

 

“Nouvelle école”: Tommissen à mon secours

 

En 1981, très exactement à la date du 15 mars, je débarque avec mes parents et mes bagages à Paris, où me reçoivent les amis Gibelin et Garrabos. J’étais devenu le secrétaire de rédaction de “Nouvelle école”, la très belle revue de l’inénarrable et fantasque de Benoist. Celui-ci, avec l’insouciance et l’impéritie de l’autodidacte parisien prétentieux, avait décidé de me faire fabriquer des numéros de “Nouvelle école” sur Pareto et sur Heidegger. C’est évidemment de la candeur de journaliste. Comment peut-on demander à un galopin de tout juste 25 ans, qui n’a pas étudié les sciences politiques ou la philosophie, de fabriquer de tels dossiers en un tourne-main? Tout simplement parce qu’on est un farfelu. Mais, moi, on ne m’a jamais appris à discuter, d’ailleurs Schmitt abhorrait la discussion à l’instar de Donoso Cortès. Il fallait obéir aux ordres et aux consignes: il fallait agir et produire ce qu’il fallait produire. Donc il a bien fallu que je m’exécute, sans trop gaffer. Comment? Eh bien, en m’adressant aux deux seules personnes, que je connaissais, qui avaient pratiqué Pareto à niveau universitaire: Bernard Marchand et Piet Tommissen! Bernard Marchand avait rédigé un mémoire à l’UCL sur les néo-machiavéliens, tels que James Burnham les avait présentés. Il nous a livré, à titre d’introduction, une version adaptée et complétée de son mémoire. Tommissen est ensuite venu à mon secours et m’a confié des textes de lui-même et d’un certain Torrisi. Guillaume Faye, plus branché sur les sciences politiques, a commis un excellent texte sur la notion de doxanalyse qu’il avait tiré de sa lecture très attentive des oeuvres de Jules Monnerot. D’où: première mission accomplie! Réaction grognone de de Benoist, dans l’affreux bouge dégueulasse de restaurant, qui se trouvait à côté des bureaux du GRECE, rue Charles-Lecocq dans le 15ème, et où il avait l’habitude de se “restaurer”: “C’est la colonisation belge... Je vais finir par m’appeler Van Benoist et, toi, Guillaume, tu t’appeleras Van Faye...”. Il ne manquait plus que “Van Vial” et “Van Valla” au tableau... Après cette parenthèse parisienne, où les anecdotes truculentes et burlesques ne manquent pas, il fallait que j’accomplisse mon service militaire et que je mette la  dernière main à mon mémoire de fin d’études, commencé en 1980.

 

La défense orale de mon mémoire: encore Tommissen à mon secours!

 

Vu la maladie puis le départ à la retraite de mon promoteur de mémoire, Albert Defrance, je ne présente mon pensum au jury qu’en septembre 1983. Ce n’est pas un mémoire transcendant. Ecole de traduction oblige, il s’agit d’une modeste traduction, annotée, justifiée et explicitée dans son contexte. Mais elle entrait dans le cadre des sciences politiques, telles que nous les concevions. Au début, j’avais souhaité traduire un des ouvrages de Helmut Schoeck mais ceux-ci étaient tous trop volumineux pour un simple mémoire dit de “licence” (selon le vocabulaire belge, avant l’introduction du vocabulaire de Bologne). Finalement, le seul ouvrage court brossant un tableau intéressant des pistes sociologiques et politologiques que nous aimions explorer était celui d’Ernst Topitsch et de Kurt Salamun sur la notion d’idéologie. Mais problème: Defrance s’intéressait à la question mais il n’était plus là. Mon cher professeur de grammaire allemande, Robert Potelle, reprend le flambeau mais avoue, avec la trop grande modestie qui le caractérise, qu’il n’est pas habitué à manier le vocabulaire propre à ces disciplines. Frau Costa, notre professeur d’histoire allemande, fait preuve de la même modestie exagérée (“Wie haben Sie einen solchen Wortschatz meistern können?”), alors que son cours sur le passage de Weimar au national-socialisme, avec la fameuse “Ermächtigungsgesetz” fut une excellente introduction à une problématique abordée par Schmitt. Que faire? Comment trouver un universitaire germanophone spécialisé dans la thématique? C’est simple: appeler Tommissen pour qu’il soit l’un de mes lecteurs extérieurs. Rendez-vous est pris à Grimbergen, dans le foyer, antre et bibliothèque de notre professeur. Tommissen accepte: il aime la clarté et la concision de Topitsch et Salamun. Lors de la défense orale, Tommissen aiguille le débat sur une note, que j’avais ajoutée, sur la notion wébérienne de “Wertfreiheit”. Ce terme est intraduisible en français. Seul Julien Freund avait forgé une traduction acceptable: “neutralité axiologique”. En effet, si je suis “libre”, donc “frei” donc en état de “liberté”, de “Freiheit”, et si je suis dépourvu de tout “jugement impromptu de valeur”, donc si je suis “neutre”, quand j’observe une réalité sociologique ou politique, qui, elle, véhicule des valeurs, je suis en bout de course “libre de toute valeur”, donc “axiologiquement neutre”, chaque fois que je pose un regard scientifique sur un phénomène social ou politique. Weber plaçait aussi cette notion de “Wertfreiheit” dans le contexte de sa distinction entre “éthique de la responsabilité” (“Verantwortungsethik”) et “éthique de la conviction” (“Gesinnungsethik”). Ni l’une ni l’autre ne sont dépourvues de “valeur” mais la responsabilité implique un recul, un usage parcimonieux et raisonnable des ressources axiologiques tandis que la conviction peut, le cas échéant, déboucher sur des confrontations et des blocages, des paralysies ou des déchaînements, justement par absence de recul et de parcimonie comportementale.

 

Voilà ce que j’ai pu répondre, en bon allemand, et ainsi obtenir une distinction. Je la dois indubitablement à l’ascendant de Tommissen et à sa manière habile de poser effectivement la question principale qu’il convenait de poser face à ce mémoire, modeste traduction.

 

La bibliothèque de Grimbergen

 

L’un des premiers textes de Piet Tommissen fut un récit de son voyage, avec son épouse Agnès, chez Carl Schmitt, à Plettenberg en Westphalie. Avec grande tendresse, Tommissen a décrit ce voyage, la réception profondément amicale que lui avait prodiguée Carl Schmitt. A mon tour de raconter aussi deux ou trois impressions de ma visite à Grimbergen, pendant l’été 1983: accueil chaleureux d’Agnès et Piet Tommissen, visite de la bibliothèque. Dans la pièce de séjour, il y avait ce fauteuil du maître des lieux, tout entouré d’étagères construites sur mesure, croulant sous le poids des livres du mois, potassés pour écrire le prochain article ou essai. Tout, dans la maison, était agencé pour faciliter la lecture. La bibliothèque de Grimbergen était fabuleuse: elle mérite bien la comparaison avec les autres grandes bibliothèques privées que j’ai eu l’occasion de visiter: celle d’Alain de Benoist évidemment; celle de Mohler, vue à Munich en plein été torride de 1984; celle, luxuriante et chaotique de Pierre-André Taguieff, véritable labyrinthe où évoluait un gros chat teigneux et espiègle; celle, somptueuse, dans la villa de Miglio, vue en mai 1995 à Côme et celle de Peter Bossdorf, la plus magnifiquement agencée, vue en automne 2010. Cette évocation des grandes bibliothèques est évidemment un clin d’oeil à Tommisen: celui-ci s’enquerrait toujours des livres achetés par ses hôtes et leur demandait d’évoquer leurs bibliothèques...

 

Pierre-André Taguieff à Bruxelles

 

Plus tard, début des années 90, quand Pierre-André Taguieff préparait son ouvrage “Sur la nouvelle droite”, paru en 1994 chez Descartes & Cie, il avait sollicité un rendez-vous avec Tommissen et avec moi-même: le soir de cette journée, nous avons dîné dans un restaurant minuscule, uniquement destiné aux gourmets, en compagnie de mon camarade Frédéric Beerens et d’un majestueux ami de Tommissen, affublé d’une énorme barbe rousse qui lui couvrait un poitrail de taureau. Discussion à bâtons rompus, surtout entre Taguieff et Tommissen sur la personnalité de Julien Freund. On reproche à Taguieff certains travaux jugés inquisitoriaux sur la “nouvelle droite” ou sur les mouvements populistes (l’ouvrage de Taguieff sur “L’illusion populiste” est d’ailleurs le plus faible de ses ouvrages: les chapitres concernant la Flandre et l’Autriche ne comportent aucune référence en langue néerlandaise ou allemande!). Mais il faut rendre hommage au philosophe qui a critiqué le “bougisme” contemporain et a assorti cette critique d’un appel à la résistance de toutes les forces politiques qui n’entendent pas s’aligner sur les poncifs dominants. Ensuite, l’oeuvre majeure de Pierre-André Taguieff, “L’effacement de l’avenir” deviendra indubitablement un grand classique: on y découvre un excellent constat de faillite du “progrès”, une critique extrêmement pointue du présentisme ainsi qu’une critique fort pertinente des nouvelles formes de fausse démocratie qui ne sont, explique Taguieff, que des “expertocraties”. On peut évoquer ici le “double langage” de Taguieff, non pas au sens orwellien du terme, où la “liberté” serait l’ “esclavage”, mais dans le sens où nous avons affaire à un théoricien en vue de la gauche mitterrandienne et post-mitterrandienne, obsédé par le joujou “racisme” comme il y avait un “joujou nationalisme” du temps de Rémy de Gourmont, un intellectuel post-mitterrandien qui a pondu une triclée de travaux sur cette notion-joujou qui n’a pas d’autre existence ou de statut que ceux de “bricolages médiatiques”; au fond: s’il existe à l’évidence des préjugés raciaux, cela n’empêchera nullement le pire des racistes de trouver un jour son bon “nègre”, son “bon arbi” ou son juif favori. Même le Troisième Reich recrutait Blancs, Blacks et Beurs, et Indiens bouddhistes, hindouistes, musulmans ou sikhs, pourvu qu’il s’agissait de lutter contre la ploutocratie britannique. Et le plus acharné des anti-racistes fulminera un jour contre un représentant quelconque d’une autre race que la sienne ou sera agité par un prurit antisémite; dans la vie quotidienne les exemples sont légion. Quant aux Blancs, ils sont tout aussi victimes de préjugés raciaux que les autres.

 

Taguieff situe ses propres travaux sur le racisme et l’anti-racisme dans le cadre d’un axe de recherches inauguré par l’Américain Gordon W. Allport (“The Nature of Prejudice”, 1ère éd., 1954): le danger que recèle ce genre de démarche, qui est propre à un certain libéralisme totalitaire, est d’amorcer une critique des “préjugés” qui amènera à un rejet puis à un arasement des “valeurs”, posées derechef comme des “irrationalités” à gommer, des  valeurs sans lesquelles aucune société ne peut toutefois fonctionner, sans lesquelles toute société devient, pour reprendre la terminologie du Prof. Marcel De Corte, principal collaborateur d’Eemans au temps de la revue “Hermès” (1933-1939), une “dissociété”. Taguieff est conscient de ce danger car son idéologie “républicaine” (certes plus nuancée que les insupportables vulgates que l’on entend ânonner à longueur de journées) n’est pas dépourvue de “valeurs”, notamment de “valeurs citoyennes”, qui risquent l’arasement au même titre que les valeurs catholiques, conservatrices ou “raciques” (dans la mesure où elles sont vernaculaires), pour le plus grand bénéfice de l’idéologie présentiste qui conçoit la société non pas comme une communauté de destin mais comme un supermarché. Taguieff est donc ce penseur post-mitterrandien, qui a partagé l’illusion de la grande foire multiraciale annoncée par les “saturnales de touche-pas-à-mon-pote” (dixit Louis Pauwels), et, simultanément, le penseur d’une “nouvelle révolution conservatrice” à la française, une “révolution conservatrice” qui critique de fond en comble la notion fétiche de progrès. C’est en ce sens que j’ai voulu présenter ses ouvrages lors d’une université d’été de “Synergies Européennes” en Basse-Saxe. Taguieff mérite maintenant plus que jamais ce titre de “théoricien révolutionnaire-conservateur” car il a oeuvré d’arrache-pied pour poursuivre, défendre et illustrer l’oeuvre de Julien Freund. Quant à la critique des préjugés, mieux vaut se plonger dans les écrits et les pamphlets de ceux qui luttent contre le festivisme (Philippe Muray), facteur d’un impolitisme total, ou contre les vrais préjugés et débilités du “politiquement correct” comme Elizabeth Lévy, Emmanuelle Duverger ou Robert Ménard. Ce sont là critiques bien plus tonifiantes.

 

Après le dîner avec Tommissen et son ami barbu, Beerens et moi avons ramené notre bon Taguieff à son hôtel: n’ayant pas le coffre et l’estomac breugheliens comme les nôtres, il est revenu de nos agapes en état de franche ébriété; sur la banquette arrière de la petite Volkswagen de Beerens, il émettait de joyeuses remarques: “je suis un être dédoublé, ha ha ha, un bon joueur d’échecs, hi hi hi, je parle avec tout le monde, hu hu hu, et je roule tout le monde, ha ha ha!”. Enfin un intellectuel parisien qui se comportait comme nos joyeux professeurs qui manient allègrement la chope de bière, comme Tommissen ou l’angliciste Heiderscheidt, ou comme l’heideggerien Gadamer, qui participait, presque centenaire, aux canti de ses étudiants et tenait à respecter les règles des festivités estudiantines. Dommage que Taguieff ne soit pas resté longtemps ou ne soit jamais revenu: on en aurait fait un bon disciple de Bacchus et du Roi Gambrinus! En réalité, c’est vrai, il est un “être dédoublé”, in vino veritas, mais il ne “roule” pas tout le monde, il séduit tout le monde, tant les tenants de la gôôôche de toujours que les innovateurs qui puisent dans le vrai corpus de la “révolution conservatrice”!

 

La Foire du Livre à Francfort

 

Mais où Tommissen était le plus présent, sans y être physiquement, c’était à la Foire du Livre de Francfort, que j’ai visitée de 1984 à 1999, ainsi qu’en 2003. Pour moi, la Foire du Livre de la métropole hessoise a toujours été “maschkinocentrée”, c’est-à-dire centrée autour de la truculente personnalité de Günter Maschke, cet ancien révolutionnaire de mai 68, devenu schmittien, un des plus grands schmittiens de la Planète Terre au fil du temps. Et qui dit Günter Maschke, dit Carl Schmitt et tout l’univers des schmittiens. Après avoir arpenté pendant toute la journée les énormes halls de la Foire, nous nous retrouvions fourbus le soir chez Maschke, pour discuter de tout, mais pas dans une ambiance compassée, faite de sérieux papal: nous avons sorti les pires énormités, en riant comme des collégiens ou des soudards qui venaient d’achever une bataille. A la table, outre le grand expert militaire suisse Jean-Jacques Langendorf, et le Dr. Peter Weiss, directeur de la maison d’édition “Karolinger Verlag”, nous avions très souvent le bonheur d’accueillir le grand philosophe grec Panayotis Kondylis et l’écrivain allemand Martin Mosebach. Dans ces joyeuses retrouvailles annuelles, Maschke évoquait toujours Tommissen avec le plus grand respect. En effet, de 1988 à 2003, Piet Tommissen a publié ses miniatures sur Carl Schmitt dans la série “Schmittiana”, chez le prestigieux éditeur berlinois Duncker & Humblot, acquerrant la célébrité dans l’univers restreint des bons politologues, qui sont tous, évidemment, des schmittiens, où qu’ils vivent sur le globe! Le système Tommissen, celui de la note pertinente, y a fait merveille: en quoi consiste l’excellence de ce système? Eh bien, il aiguille le train de la recherche vers des voies souvent insoupçonnées. Schmitt a rencontré telle personnalité, lu tel livre, participé à tel colloque: Tommissen explicitait en peu de mots l’intérêt de cette rencontre, de cette lecture ou de cette participation pour le reste ou la suite de l’oeuvre et ouvrait simultanément des perspectives nouvelles et inédites sur la personnalité rencontrée, l’auteur du livre lu par Schmitt ou les organisateurs du colloque qui avait bénéficié de sa participation. La même méthode vaut bien entendu pour Eemans et le champs énorme que celui-ci a couvert en tant que peintre avant-gardiste, éditeur de revues originales, historien de l’art. On a pu se moquer de cette méthode: à première vue et pour un esprit borné, elle peut paraître désuète mais, à l’analyse, elle porte des fruits insoupçonnés. Enfin, en 1997, nous avons pu célébrer la parution de “In Sachen Carl Schmitt” auprès de “Karolinger Verlag”, avec une analyse des textes satiriques de Carl Schmitt et une autre sur la correspondance Schmitt/Michels.

 

Alberto Buela et Horacio Cagni à Bruxelles

 

J’ai eu aussi le bonheur de recevoir un jour à Bruxelles le Dr. Alberto Buela et le Dr. Horacio Cagni du CNRS argentin. Ils voulaient voir trois personnes: Tommissen, dont ils n’avaient pas l’adresse, Christopher Gérard, l’éditeur de la revue “Antaios”, et moi-même. Ce ne furent que joie et libations. D’abord en l’estaminet aujourd’hui disparu que fut “Le Père Faro” à Uccle, ensuite sur la terrasse de “chez Karim”, Place de l’Altitude Cent, où la faconde de Buela, philosophe, professeur d’université, sénateur et rancher argentin, fascinait les autres clients et même les passants qui s’arrêtaient et commandaient un verre de vin, pour avoir l’insigne plaisir de l’entendre discourir! Bref, comme me disait en juin dernier un animateur de la radio “Méridien Zéro” (Paris): la métapolitique par la joie ! “Metapolitik durch Freude”! Le lendemain: à quatre, Buela, Cagni, Gérard et moi, nous prenions le train vers Vilvorde, où nous attendait Tommissen pour nous véhiculer jusqu’à Grimbergen. Nouvelle visite de la bibliothèque où le maître des lieux me montre une collection complète de mes “Orientations”, magnifiquement reliée et placée dans la bibliothèque aux côtés d’autres revues du même acabit. Et toujours le fauteuil, entouré d’étagères sur mesure... Ensuite, libations dans une salle jouxtant l’Abbaye et la Collégiale Saint Servais de Grimbergen: les bières de l’Abbaye, généreusement offertes par Tommissen, ont coulé dans nos gosiers. Thème du fructueux débat entre Tommissen et Buela: Carl Schmitt et l’Amérique latine. On sait que Buela écrit inlassablement des articles philosophiques à dimensions véritablement politiques (au sens de Schmitt et de Freund),  et qui gardent une mesure grecque, au départ d’auteurs hispaniques, marqués par la tradition espagnole et par l’antilibéralisme de Donoso Cortès, qui ont tant fasciné Carl Schmitt.

 

Visite à Uccle

 

Après la mort prématurée de son épouse Agnès, Tommissen, au fond, était inconsolable. La grande maison de Grimbergen était devenue bien vide, sans la bonne fée du foyer. Notre professeur a pris alors la décision de s’établir à Uccle, dans un complexe résidentiel pour seniors, où il s’est acheté un studio, dans lequel il a empilé la quintessence de sa bibliothèque. Là il rédigera ses “Buitenissigheden”, ses “Extravagances”, et sans doute les dernières livraisons de ses “Schmittiana”. Je lui ai rendu visite deux fois, d’abord avec ma future épouse Ana, ensuite avec mon fils. Lors de notre première visite, il m’a offert ses “Nieuwe Buitenissigheden”, avec de la matière à traiter fort bientôt car, en effet, ce petit volume aux apparences fort modestes, contient trois thématiques qui m’intéressent: Wies Moens comme avant-gardiste et “révolutionnaire conservateur” flamand et nationaliste. Un auteur qui fascinait également Eemans et a sans doute contribué à déterminer ses choix, quand il entra en dissidence définitive et orageuse par rapport au groupe surréaliste bruxellois, autour de Magritte, Mariën, Scutenaire et les autres. Il me reste à travailler cette matière “Moens” et à l’exposer un jour au public francophone. Deuxième thématique: la “Politieke Academie”, dont il s’agira de réactiver les projets jusqu’à la consommation des siècles. Troisième thématique: la théorie de Brück, qui fascinait les rois Albert I et Léopold III, et qui sous-tend une variante du “suprématisme” anglo-saxon. Mais, infatigable, et porté par la ferme volonté d’écrire jusqu’à son dernier souffle, pour témoigner, révéler, arracher à l’oubli ce que ne méritait pas de l’être, Tommissen avait également sorti en 2005, “Driemaal Spengler”, un recueil de trois maîtres articles sur Oswald Spengler, parmi lesquels une étude sur la réception de l’auteur du “Déclin de l’Occident” en Flandre. La réception, lors de cette première visite à l’appartement d’Uccle, fut joviale. Notre professeur était au mieux de sa forme.

 

Juillet 2011: ultime visite

 

Notre dernière visite, début juillet 2011, cinq semaines avant sa disparition et sous une chaleur caniculaire, avait pour objet premier de lui communiquer, entre autres documents, une copie d’un entretien que l’on m’avait demandé sur Marc. Eemans et le “Centro Studi Evoliani”. Cet entretien se référait souvent à la monographie que Tommissen avait consacrée au “surréaliste pas comme les autres”. Cet entretien a plu à beaucoup de monde, y compris au nationaliste révolutionnaire évolien Christian Bouchet et à l’inclassable post-communiste Alain Soral qui l’ont immédiatement affiché sur leurs sites respectifs. Pour définir les positions d’Eemans dans cet univers avant-gardiste et surréaliste, je ne pouvais pas trouver de meilleur inspirateur que Tommissen. J’ai trouvé notre Professeur assez fatigué mais il faut dire aussi que l’après-midi de notre visite était particulièrement chaud, lourd et malsain. La conversation s’est déroulée en trois volets: Eemans et les cercles politico-littéraires ou politico-philosophiques des années 30 en Belgique, avec surtout la présence à Pontigny de Raymond De Becker qui y évoqua le néo-socialisme de De Man et Déat, un thème récurrent dans les recherches de Tommissen; le cercle “Communauté” fondé par Henry Bauchau et De Becker; leur “académie” à laquelle participait Marcel De Corte, également collaborateur de la revue “Hermès” d’Eemans; l’évolution de Bauchau et De Becker vers la psychanalyse jungienne (et les retombées de cet engouement sur Hergé) et la participation de De Becker à la revue “Planète” de Louis Pauwels. Sans compter l’impasse dans laquelle s’est retrouvée l’intelligentsia “conservatrice” ou “révolutionnaire-conservatrice” ou “non-conformiste des années 30” en Belgique, à partir du moment où l’Action Française de Maurras est condamnée par le Vatican en 1926; pour remplacer l’idole Maurras, désormais à l’index, une partie de cette intelligentsia va changer de gourou et adopter Jacques Maritain. Les vicissitudes de cette transition, que n’a pas vécu l’intelligentsia flamande, expliquent sans doute le peu de rapports entre les intellectuels des deux communautés linguistiques, ou le caractère très ténu de leurs références communes. Enfin, l’étude de Tommissen sur le rapport entre Francis Parker Yockey et la chorégraphe flamande Elsa Darciel (cf. euro-synergies.hautetfort.com/ ). Au cours de l ‘entretien, mon fiston et moi-même fûmes gâtés: deux volumes autobiographiques de Tommissen (“Een leven vol buitenissigheden”) et un volume avec la bibliographie complète des oeuvres de notre professeur. Deuxième volet: Tommissen n’a cessé d’interroger mon fils sur les innovations à la KUL, sur l’état d’esprit qui y règne, sur les matières qui y sont enseignées, etc. Troisième volet, avec mon épouse; Tommissen n’importunait jamais les dames avec ses engouements politiques ou philosophiques, il passait aux thèmes de la vie quotidienne et de la famille. Il nous a dit: “Aimez-vous et profitez des bons côtés de la vie”. Ce fut notre dernière rencontre.

 

Nous avions promis de nous revoir en septembre pour poursuivre nos conversations: cette année les voies du dépaysement estival nous ont menés tour à tour en Zélande, dans l’Eifel et les Fagnes, au Cap Blanc-Nez et sur la côte d’Opale, dans la Baie de la Somme, à Oslo, dans les Vosges et en Franche-Comté, sur le Chasseral suisse et sur les bords du Lac de Neuchâtel. Le 21 août, deux jours après notre retour de cette escapade dans le Jura, Piet Tommissen s’éteignait à Uccle. Une magnifique et émouvante cérémonie a eu lieu à Grimbergen le 26 août, ponctuée par le “Gebed aan ’t Vaderland”.

 

Avec la disparition de Piet Tommissen, ce sont des pans entiers de souvenirs, de la mémoire intellectuelle de la Flandre, qui disparaissent. Mais, avec lui, une chose est sûre: nous savons ce que nous devons faire jusqu’à notre dernier souffle de vie. Nous devons témoigner, lire, recenser, repérer des anecdotes en apparence futiles mais qui expliquent les transitions, notamment les transitions qui partent de la gauche officielle pour aboutir à des gauches non conformistes comme celles que parcoururent Pierre Hubermont ou Walter Dauge en Wallonie, celles qu’empruntèrent Eemans ou Moens qui, tous deux, mêlent étroitement avant-gardes, militantisme flamand et engouements philosophiques traditionnels. Nous devons aussi rester des schmittiens, attentifs à tous les aspects de l’oeuvre du “catholique prussien du Sauerland”. Car il s’agit de demeurer, envers et contre toutes les déchéances, tous les impolitismes et tous les festivismes, des “Gardiens des sources”.

 

En attendant, nous devons encore dire “Merci! Mille mercis!” à Piet Tommissen, pour sa gentillesse et pour son érudition.

 

Robert STEUCKERS.

Rédigé, grande tristesse au coeur, à Forest-Flotzenberg, le 4 septembre 2011.

samedi, 13 août 2011

Towards a New World Order: Carl Schmitt's "The LandAppropriation of a New World"

 

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Towards a New World Order: Carl Schmitt's "The Land Appropriation of a New World"

Gary Ulmen

Ex: http://freespeechproject.com/

 

The end of the Cold War and of the bipolar division of the world has posed again the question of a viable international law grounded in a new world order. This question was already urgent before WWI, given the decline of the ius publicum Europaeum at the end of the 19th century. It resurfaced again after WWII with the defeat of the Third Reich. If the 20th century is defined politically as the period beginning with the "Great War" in 1914 and ending with the collapse of the Soviet empire in 1989, it may be seen as a long interval during which the question of a new world order was suspended primarily because of the confrontation and resulting stalemate between Wilsonianism and Leninism. Far from defining that period, as claimed by the last defenders of Left ideology now reconstituted as "anti-fascism," and despite their devastating impact at the time, within such a context fascism and Nazism end up automatically redimensioned primarily as epiphenomenal reactions of no lasting historical significance. In retrospect, they appear more and more as violent geopolitical answers to Wilsonianism's (and, to a lesser extent, Leninism's) failure to establish a new world order.

Both the League of Nations and the United Nations have sought to reconstitute international law and the nomos of the earth, but neither succeeded. What has passed for international law throughout the 20th century has been largely a transitory semblance rather than a true system of universally accepted rules governing international behavior. The geopolitical paralysis resulting from the unresolved conflict between the two superpowers created a balance of terror that provided the functional equivalent of a stable world order. But this state of affairs merely postponed coming to terms with the consequences of the collapse of the ius publicum Europaeum and the need to constitute a new world order. What is most significant about the end of the Cold War is not so much that it brought about a premature closure of the 20th century or a return to the geopolitical predicament obtaining before WWI, but that it has signaled the end of the modern age--evident in the eclipse of the nation state, the search for new political forms, the explosion of new types of conflicts, and radical changes in the nature of war. Given this state of affairs, today it may be easier to develop a new world order than at any time since the end of the last century.

At the beginning of the 20th century, Ernest Nys wrote that the discovery of the New World was historically unprecedented since it not only added an immense area to what Europeans thought the world was but unified the whole globe.(n1) It also resulted in the European equilibrium of land and sea that made possible the ius publicum Europaeum and a viable world order. In his "Introduction" to The Nomos of the Earth, Carl Schmitt observes that another event of this kind, such as the discovery of some new inhabitable planet able to trigger the creation of a new world order, is highly unlikely, which is why thinking "must once again be directed to the elemental orders of concrete terrestrial existence."(n2) Despite all the spatial exploration and the popular obsession with extra-terrestrial life, today there is no event in sight comparable to the discovery of a New World. Moreover, the end of the Cold War has paved the way for the further expansion of capitalism, economic globalization, and massive advances in communication technologies. Yet the imagination of those most concerned with these developments has failed so far to find any new alternatives to the prevailing thinking of the past decades.



Beyond the Cold War


The two most prominent recent attempts to prefigure a new world order adequate to contemporary political realities have been made by Francis Fukuyama and Samuel P. Huntington.(n3) Fukuyama thinks the West has not only won the Cold War but also brought about the end of history, while Huntington retreats to a kind of "bunker mentality" in view of an alleged decline of the West.(n4) While the one suffers from excessive optimism and the other from excessive pessimism, both fail primarily because they do not deal with the "elemental orders of concrete terrestrial existence" and troth remain trapped in an updated version of Wilsonianism assuming liberal democracy to be the highest achievement of Western culture. While Fukuyama wants to universalize liberal democracy in the global marketplace, If Huntington identifies liberalism with Western civilization. But Huntington is somewhat more realistic than Fukuyama. He not only acknowledges the impossibility of universalizing liberalism but exposes its particularistic nature. Thus he opts for a defense of Western civilization within an international helium omnium contra omnes. In the process, however, he invents an "American national identity" and extrapolates from the decline of liberal democracy to the decline of the West.

Fukuyama's thesis is derived from Alexandre Kojeve's Heideggerian reading of Hegel and supports the dubious notion that the last stage in human history will be a universal and homogeneous state of affairs satisfying all human needs. This prospect is predicated on the arbitrary assumption of the primacy of thymos--the desire for recognition--which both Kojeve and Fukuyama regard as the most fundamental human longing. Ultimately, according to Fukuyama, "Kojeve's claim that we are at the end of history . . . stands or falls on the strength of the assertion that the recognition provided by the contemporary liberal democratic state adequately satisfies the human desire for recognition."(n5) Fukuyama's own claim thus stands or falls on his assumption that at the end of history "there are no serious ideological competitors to liberal democracy."(n6) This conclusion is based on a whole series of highly dubious ideological assumptions, such as that "the logic of modern natural science would seem to dictate a universal evolution in the direction of capitalism"(n7) and that the desire for recognition "is the missing link between liberal economics and liberal politics."(n8)

According to Fukuyama, the 20th century has turned everyone into "historical pessimists."(n9) To reverse this state of affairs, he challenges "the pessimistic view of international relations . . . that goes variously under the titles 'realism,' realpolitik, or 'power politics'."(n10) He is apparently unaware of the difference between a pessimistic view of human nature, on which political realism is based, and a pessimistic view of international relations, never held by political realists such as Niccolo Machiavelli or Hans Morgenthau--two thinkers Fukuyama "analyzes" in order to "understand the impact of spreading democracy on international politics." As a "prescriptive doctrine," he finds the realist perspective on international relations still relevant. As a "descriptive model," however, it leaves much to be desired because: "There was no 'objective' national interest that provided a common thread to the behavior of states in different times and places, but a plurality of national interests defined by the principle of legitimacy in play and the individuals who interpreted it." This betrays a misunderstanding of political realism or, more plausibly, a deliberate attempt to misrepresent it in order to appear original. Although he draws different and even antithetical conclusions, Fukuyama's claim is not inconsistent with political realism.(n11)

Following this ploy, Fukuyama reiterates his main argument that: "Peace will arise instead out of the specific nature of democratic legitimacy, and its ability to satisfy the human longings for recognition."(n12) He is apparently unaware of the distinction between legality and legitimacy, and of the tendency within liberal democracies for legality to become its own mode of legitimation.(n13) Even in countries in which legality remains determined independently by a democratic legislative body, there is no reason to believe it will be concerned primarily or at all with satisfying any "human longing for recognition"; rather, it will pursue whatever goals the predominant culture deems desirable. Consequently, it does not necessarily follow that, were democratic legitimacy to become universalized with the end of the Cold War, international conflict would also end and history along with it. Even Fukuyama admits that: "For the foreseeable future, the world will be divided between a post-historical part, and a part that is still stuck in history. Within the post-historical part, the chief axis of interaction between states would be economic, and the old rules of power politics would have decreasing relevance."(n14)

This is nothing more than the reconfiguration of a standard liberal argument in a new metaphysical guise: the old historical world determined by politics will be displaced by the new post-historical world determined by economics. Schmitt rejected this argument in the 1920s: according to liberals, the "concept of the state should be determined by political means, the concept of society (in essence nonpolitical) by economic means," but this distinction is prejudiced by the liberal aversion to politics understood as a domain of domination and corruption resulting in the privileging of economics understood as "reciprocity of production and consumption, therefore mutuality, equality, justice, and freedom, and finally, nothing less than the spiritual union of fellowship, brotherhood, and justice."(n15) In effect, Fukuyama is simply recycling traditional liberal efforts to eliminate the political(n16)--a maneuver essential for his thesis of the arrival of "the end of history" with the end of the Cold War. Accordingly: "The United States and other liberal democracies will have to come to grips with the fact that, with the collapse of the communist world, the world in which they live is less and less the old one of geopolitics, and that the rules and methods of the historical world are not appropriate to life in the post-historical one. For the latter, the major issues will be economic."(n17) Responding to Walter Rathenau's claim in the 1920s that the destiny then was not politics but economics, Schmitt said "what has occurred is that economics has become political and thereby the destiny."(n18)

For Fukuyama, the old historical world is none other than the European world: "Imperialism and war were historically the product of aristocratic societies. If liberal democracy abolished the class distinction between masters and slaves by making the slaves their own masters, then it too should eventually abolish imperialism."(n19) This inference is based on a faulty analogy between social and international relations. Not surprisingly, Fukuyama really believes that "international law is merely domestic law writ large."(n20) Compounded with an uncritical belief in the theory of progress and teleological history, this leads him to generalize his own and Kojeve's questionable interpretation of the master-slave dialectic (understood as the logic of all social relations) to include international relations: "If the advent of the universal and homogeneous state means the establishment of rational recognition on the level of individuals living within one society, and the abolition of the relationship of lordship and bondage between them, then the spread of that type of state throughout the international system of states should imply the end of relationships of lordship and bondage between nations as well--i.e., the end of imperialism, and with it, a decrease in the likelihood of wars based on imperialism."(n21) Even if a "universal and homogeneous state" were possible today, in an age when all nation-states are becoming ethnically, racially, linguistically and culturally heterogeneous, it is unclear why domestic and international relations should be isomorphic. Rather, the opposite may very well be the case: increasing domestic heterogeneity is matched by an increasingly heterogeneous international scene where "the other" is not regarded as an equal but as "a paper tiger," "the Great Satan," "religious fanatics," etc.

At any rate, imperialism for Fukuyama is not a particular historical phenomenon which came about because of the discovery of the New World at the beginning of the age of exploration by the European powers. Rather, it is seen as the result of some metaphysical ahistorical "struggle for recognition among states."(n22) It "arises directly out of the aristocratic master's desire to be recognized as superior--his megalothymia."(n23) Ergo: "The persistence of imperialism and war after the great bourgeois revolutions of the eighteenth and nineteenth centuries is therefore due not only to the survival of an atavistic warrior ethos, but also to the fact that the master's megalothymia was incompletely sublimated into economic activity."(n24) Thus the formal market relation between buyer and seller, both reduced to the level of the hyper-rational and calculating homo oeconomicus, comes to displace the master-slave dialectic whereby, miraculously, the interaction between these economic abstractions generates as much recognition as anyone would want, rendering conflict obsolete and putting an end to history.

In terms of Fukuyama's own formulation, the real end of history, as he understands it, is not even close. In his scenario, since there are still a lot of unresolved conflicts between the historical and the post-historical worlds, there will be a whole series of "world order" problems and "many post-historical countries will formulate an abstract interest in preventing the spread of certain technologies to the historical world, on the grounds that world will be most prone to conflict and violence."(n25) Although the failure of the League of Nations and the UN has led to the general discrediting of "Kantian internationalism and international law," in the final analysis, despite his Heideggerian Hegelianism, Fukuyama does not find the answer to the end of history in Hegel, Nietzsche or even Kojeve,(n26) but rather in Kant, who argued that the gains realized when man moved from the state of nature to civilization were largely nullified by wars between nations. According to Fukuyama, what has not been understood is that "the actual incarnations of the Kantian idea have been seriously flawed from the start by not following Kant's own precepts," by which he means that states based on republican principles are less likely than despotisms to accept the costs of war and that an international federation is only viable if it is based on liberal principles.

Although Huntington has a much better grasp of international relations than Fukuyama, his decline of the West scenario is equally unconvincing. The central theme of his book is that "culture and cultural identities, which at the broadest level are civilization identities, are shaping the patterns of cohesion, disintegration, and conflict in the post-Cold War world."(n27) But whereas Fukuyama couches his thesis in terms of a universal desire for recognition, Huntington couches his thesis in terms of a global search for identity: "Peoples and nations are attempting to answer the most basic question humans can face: Who are we?"(n28) The result is a "multipolar and multi-civilizational" world within which the West should abandon its presumed universalism and defend its own particular identity: "In the clash of civilizations, Europe and America will hang together or hang separately. In the greater clash, the global 'real clash,' between Civilization and barbarism, the worlds great civilizations . . . will also hang together or hang separately. In the emerging era, clashes of civilizations are the greatest threat to world peace, and an international order based on civilizations is the surest safeguard against world war."(n29)

In Huntington's new world, "societies sharing civilizational affinities cooperate with each other."(n30) Leaving aside his cavalier blurring of the differences between cultures, civilizations and societies, what does Huntington regard as the essence of Western particularism? Here he is ambiguous: he first mentions Christianity, then some secular residues of Christianity, but when he adds up the civilizational core of the West it turns out to be none other than liberalism. As Stephen Holmes points out, it is "the same old ideology, plucked inexplicably from the waste-bin of history that once united the West against Soviet Communism."(n31) But Huntington also claims that the West had a distinct identity long before it was modern (since he insists that modernization is distinct from Westernization, so that non-Western societies can modernize without Westernizing, thus retaining their civilizational distinctiveness). In this case, however, the West cannot really be identified with liberalism, nor can its heritage be equated sic et nunc with "American national identity." While liberalism may very well be declining, this need not translate into a decline of the West as such. Similarly, if "American national identity" is threatened by "multiculturalism,"(n32) it need not signal the arrival of barbarians at the gates but may only mark another stage in the statist involution of liberalism. Huntington's fears of a decline of the West at a time when it is actually at the acme of its power and vigor is the result of the unwarranted identification of Western civilization with liberalism and what he understands by "American national identity." Today liberalism has degenerated into an opportunistic statist program of "a small but influential number of intellectuals and publicists," and "American national identity" into a fiction invented as part of a failed project after the War between the States to reconfigure the American federation into a nation-state.(n33)

According to Huntington? the assumption of the universality of Western culture is: false, because others civilizations have other ideals and norms; immoral, because "imperialism is the logical result of universalism"; and dangerous, because it could lead to major civilizational wars.(n34) His equation of universalism and imperialism, however, misses the point of both it misunderstands the philosophical foundations of Western culture and the historical roots of Western imperialism. Other civilizations do have their own ideals and norms, but only Western civilization has an outlook broad enough to embrace all other cultures, which explains why it can readily sponsor and accommodate even confused and counterproductive projects such as "multiculturalism." Of course, Europeans set forth on their journeys of discovery and conquest not only in order to bring Christianity and "civilization" to the world but also to plunder whatever riches they could find. But whatever the reasons, Europeans were the ones who opened the world to global consciousness and what Schmitt called "awakened occidental rationalism."

Until recently, largely because of American cultural hegemony and technological supremacy, the goal of the rest of the world has been "Westernization," which has come to be regarded as synonymous with modernization. In Huntington's "realist" view, however: "A universal civilization requires universal power. Roman power created a near universal civilization within the limited confines of the Classical world. Western power in the form of European colonialism in the nineteenth century and American hegemony in the twentieth century extended Western culture throughout much of the contemporary world. European colonialism is over; American hegemony is receding."(n35) The real question is whether continued American world hegemony is primarily a function of the persistence of colonialism. Despite his emphasis on culture and civilization, Huntington does not appreciate the importance of cultural hegemony.? Had he not restricted the Western tradition to late 20th century liberalism, he may have appreciated the extent to which the rest of the world is becoming increasingly more, rather than less dependent on the US--in communication technologies, financial matters and even aesthetic forms. Today the Internet is potentially a more formidable agency of cultural domination and control than was the British Navy at the peak of the Empire. Here McNeill is right: Huntington's gloomy perception of the decline of the West may merely mistake growing pains for death throes.

If Huntington's salon Spenglerianism were not bad enough, he also adopts a kind of simplistic Schmittianism (without ever mentioning Schmitt). Complementing his "birds of a feather flock together" concept of civilizations --with "core states" assuming a dominant position in relation to "fault line" states--he pictures an "us versus them" type of friend/enemy relations based on ethnic and religious identities. But Schmitt's friend/enemy antithesis is concerned with relations between political groups: first and foremost, states. Accordingly, any organized group that can distinguish between friends and enemies in an existential sense becomes thereby political. Unlike Huntington (or Kojeve, who also explicitly drew geopolitical lines primarily along religious lines(n36), Schmitt did not think in terms of ethnic or religious categories but rather territorial and geopolitical concepts. For Schmitt, the state was the greatest achievement of Western civilization because, as the main agency of secularization, it ended the religious civil wars of the Middle Ages by limiting war to a conflict between states.(n37) In view of the decline of the state, Schmitt analyzed political realities and provided a prognosis of possible future territorial aggregations and new types of political forms.

Huntington finds the "realist" school of international affairs "a highly useful starting point," but then proceeds to criticize a straw man version of it, according to which "all states perceive their interests in the same way and act in the same way." Against it, not only power but also "values, culture, and institutions pervasively influence how states define their interests.... In the post-Cold War world, states increasingly define their interests in civilizational terms."(n38) Had Huntington paid more careful attention to hans Morgenthau, George Kennan or other reputable political realists, he would have concluded that their concept of power is not as limited as his caricature of it. In particular, had he read Schmitt more closely he would not have claimed that nation-states "are and will remain the most important actors in world affairs"(n39)--at a time when economic globalization has severely eroded their former sovereignty and they are practically everywhere threatened with internal disintegration and new geopolitical organizations. At any rate, political realism has been concerned primarily with the behavior of states because they were the main subjects of political life for the past three centuries.(n40) If and when they are displaced by other political forms, political realism then shifts its focus accordingly.

Huntington attempts to think beyond the Cold War. But since he cannot think beyond the nation-state, he cannot conceive of new political forms. When he writes that cultural commonality "legitimates the leadership and order-imposing role of the core state for both member states and for the external powers and institutions,"(n41) he seems to have in mind something akin to the concept of GroBraum.(n42) But Schmitt's model was the American Monroe Doctrine excluding European meddling in the Western Hemisphere. At that time (and well into the 20th century), the US was not a nation-state in the European sense, although it assumed some of these trappings thereafter. Thus it generally followed George Washington's policy--because of the "detached and distant situation" of the US, it should avoid entangling alliances with foreign (primarily European) powers. The Monroe Doctrine simply expanded on the reality and advantages of this situation. Schmitt rightly saw the global line of the Western Hemisphere drawn by the Monroe Doctrine as the first major challenge to the international law of the ius publicum Europaeum.

Given the current understanding of national sovereignty, it is difficult to see what Huntington means by "core state." Despite the title of his book, he has no concept of international law or of world order. Not only does he abandon hope for global regulations governing the behavior of states and civilizations, but he reverts to a kind of anthropological primitivism: "Civilizations are the ultimate human tribes, and the clash of civilizations is tribal conflict on a global scale."(n43) All he can suggest for avoiding major inter-civilizational wars is the "abstention rule" (core states abstain from conflicts in other civilizations), and the "mediation rule" (core states negotiate with each other to halt fault line wars).(n44) Huntington's vision is thus surprisingly conformist--it merely cautions the US from becoming embroiled in the Realpolitik of countries belonging to other civilizational blocs while defending a contrived liberal notion of"Western" civilization.

Anti-Colonialism and Appropriation
The anti-colonialism of both Fukuyama and Huntington is consistent with the predominant 20th century ideology directed primarily against Europe. Anti-colonialism is more historically significant than either anti-fascism and anti-communism. As Schmitt pointed out in 1962: "Both in theory and practice, anti-colonialism has an ideological objective. Above all, it is propaganda--more specifically, anti-European propaganda. Most of the history of propaganda consists of propaganda campaigns which, unfortunately, began as internal European squabbles. First there was France's and England's anti-Spanish propaganda--the leyenda negra of the 15th and 16th centuries. Then this propaganda became generalized during the 18th century. Finally, in the historical view of Arnold Toynbee, a UN consultant, the whole of Europe is indicted as a world aggressor."(n45) Thus it is not surprising that the 500th anniversary of the "discovery" of America was greeted with more condemnation than celebration.(n46)

Anti-colonialism is primarily anti-European propaganda because it unduly castigates the European powers for having sponsored colonialism.(n47) Given that there was no international law forbidding the appropriation of the newly discovered lands--in fact, European international and ecclesiastical law made it legal and established rules for doing so--the moral and legal basis for this judgment is unclear. On closer analysis, however, it turns out to be none other than the West's own universalistic pretenses. Only by ontologizing their particular Western humanist morality--various versions of secularized Christianity--as universally valid for all times and all places can Western intellectuals indict colonialism after the fact as an international "crime." Worse yet, this indictment eventually turns into a wholesale condemnation of Western culture (branded as "Eurocentrism") from an abstract, deterritorialized and deracinated humanist perspective hypostatized to the level of a universally binding absolute morality. Thus the original impulse to vindicate the particularity and otherness of the victims of colonialism turns full circle by subsuming all within a foreign Western frame-work, thereby obliterating the otherness of the original victims. The ideology of anti-colonialism is thus not only anti-European propaganda but an invention of Europeans themselves, although it has been appropriated wholesale and politically customized by the rest of the world.

As for world order, this propaganda has even more fundamental roots: "The odium of colonialism, which today confronts all Europeans, is the odium of appropriation,"(n48) since now everything understood as nomos is allegedly concerned only with distribution and production, even though appropriation remains one of its fundamental, if not the most fundamental, attributes. As Schmitt notes: "World history is a history of progress in the means and methods of appropriation: from land appropriations of nomadic and agricultural-feudal times, to sea appropriations of the 16th and 17th centuries, to the industrial appropriations of the industrial-technical age and its distinction between developed and undeveloped areas, to the present day appropriations of air and space."(n49) More to the point, however, is that "until now, things have somehow been appropriated, distributed and produced. Prior to every legal, economic and social order, prior to every legal, economic or social theory, there is the simple question: Where and how was it appropriated? Where and how was it divided? Where and how was it produced ? But the sequence of these processes is the major problem. It has often changed in accordance with how appropriation, distribution and production are emphasized and evaluated practically and morally in human consciousness. The sequence and evaluation follow changes in historical situations and general world history, methods of production and manufacture--even the image human beings have of themselves, of their world and of their historical situation."(n50) Thus the odium of appropriation exemplified by the rise of anti-colonialism is symptomatic of a changed world situation and changed attitudes. But this state of affairs should not prevent our understanding of what occurred in the past or what is occurring in the present.

In order to dispel the "fog of this anti-European ideology," Schmitt recalls that "everything that can be called international law has for centuries been European international law. . . [and that] all the classical concepts of existing international law are those of European international law, the ius publicum Europaeum. In particular, these are the concepts of war and peace. as well as two fundamental conceptual distinctions: first, the distinction between war and peace, i.e., the exclusion of an in-between situation of neither war nor peace so characteristic of the Cold War; and second, the conceptual distinction between enemy and criminal, i.e. exclusion of the discrimination and criminalization of the opponent so characteristic of revolutionary war--a war closely tied to the Cold War."(n51) But Schmitt was more concerned with the "spatial" aspect of the phenomenon: "What remains of the classical ideas of international law has its roots in a purely Eurocentric spatial order. Anti-colonialism is a phenomenon related to its destruction.... Aside from ... the criminalization of European nations, it has not generated one single idea about a new order. Still rooted, if only negatively, in a spatial idea, it cannot positively propose even the beginning of a new spatial order."(n52)

Having discovered the world as a globe, Europeans also developed the Law of Nations. Hugo Grotius is usually credited with establishing this new discipline with his De lure belli ac pacts (Paris: 1625), since he was the first to deal with the subject as a whole (although various European scholars had dealt at length with themes such as the justice of war, the right of plunder, the treatment of captives, etc.). Nys writes: ". . . from the I 1th to the 1 2th century the genius of Europe developed an association of republics, principalities and kingdoms, which was the beginning of the society of nations. Undoubtedly, some elements of it had been borrowed from Greek and Roman antiquity, from Byzantine institutions, from the Arabo-Berber sultanates on the coast of Africa and from the Moorish kingdoms of Spain. But at the time new sentiments developed, longing for political liberty. The members of this association were united by religious bonds; they had the same faith; they were not widely separated by speech and, at any rate, they had access to Latin, the language of the Church; they admitted a certain equality or at least none of them claimed the right to dominate and rule over the others. A formula came into use to describe this state of affairs: respublica a Christiana, res Christina."(n53)

Steeped in Roman law, 1 3th and 1 4th century jurists opposed any "Law of Nations" recognizing political distinctions between different peoples. In the Roman system, different peoples were only "parts of the Roman Empire." Thus, in a wider sense, ius gentium extended to all civilized peoples and included both public and private law. In a narrower sense, however, it also dealt with the rules governing relations between Romans and foreigners. Understood in this narrower sense, ius gentium promoted the constitution of distinct peoples and consequently kingdoms, intercourse and conflicts between different political communities, and ultimately wars. For this reason, those who still believed in the viability of the Holy Roman Empire thought that this interpretation of ius gentium led to disintegration. This is why the Law of Nations--European public law and international law--did not become a distinct "science" until the Middle Ages.

Spanish theologians first articulated the theoretical and practical problems of ius gentium understood as the Law of Nations. Chief among them was Francisco de Vitoria, whose Relectiones theologicae on the Indians and the right of a "just war" have become classics.(n54) In his lectures, Vitoria invokes the Law of Nations--the ius gentium. At the beginning of the third section of his account of the Spaniards' relations with the aborigines in the New World, he treats them as one people among others, and therefore subject to ius gentium: "The Spaniards have a right to travel into the lands in question and to sojourn there, provided they do no harm to the natives, and the natives may not prevent them. Proof of this may in the first place be derived from the law of nations (ius gentium), which either is natural law or is derived from natural law."(n55) That he understands peoples in the sense of "nations" becomes even more clear when he speaks about gentes nationes. He distinguishes between the political community--the respublica--and the private individual. The latter may defend his person and his property, but he may not avenge wrongs or retake goods after the passage of time. This is the respublica's prerogative--it alone has authority to defend itself and its members. Here Vitoria identifies the prince's authority with that of the state: "The prince is the issue of the election made by the respublica.... The state, properly so called, is a perfect community, that is to say, a community which forms a whole in itself, which, in other words, is not a part of another community, but which possesses its own laws, its own council, its own magistrates."(n56)

Clearly, what developed in Europe from antiquity to the respublica Christiana, from the origin of the sovereign state and ius publicum Europaeum to the Enlightenment and beyond, was as unique and significant as the discovery of the "New World." Yet, given today's predominant ideology, European culture has almost become the truth that dare not speak its name. Not only is Columbus demonized, but the whole Age of Discovery and all of European (Western) culture is dismissed as "imperialistic," "racist?" "sexist," etc. The Nomos of the Earth is a much needed antidote to this anti-European propaganda, which is only a symptom of the crisis of European identity and consciousness.(n57) All the major themes of Schmitt's book are either implicit or explicit in "The Land Appropriation of a New World": the origin and significance of the European and Eurocentric epoch of world history; the discovery of the New World and the American challenge to the European order; the search for a new nomos of the earth; the critique of the discriminatory concept of war; the critique of universalism and the danger of total relativism.

The Conquest of America and the Concept of a "Just War"


In the 20th century, the ideology of anti-colonialism was articulated most prominently by Woodrow Wilson and Vladimir Lenin, signaling the end of European domination in world history. Now, after the collapse of the Soviet Union and the end of communism, some American intellectuals have turned this anti-European propaganda against the US, seemingly unaware that their critique is possible only within the orbit of the European culture they otherwise castigate and dismiss. To attack European culture is tantamount to attacking American culture as well, since the latter is but a special case of the former, which is precisely why it has been able to accept and absorb peoples and influences not only from the Western hemisphere but from all over the world. American universalism is but an extension of that same Christian universalism which for centuries has defined European identity. As Schmitt emphasized, the European equilibrium of the ius publicum Europaeum presupposed a seemingly homogeneous Christian Europe, which lasted well into the 19th century. The American project has always been a fundamentally heterogeneous undertaking and Americans have always come from the most diverse ethnic, racial, religious and linguistic backgrounds. But if there had not been some homogeneous culture to unity this diversity, there would have been no distinct American culture which, unfortunately, today many educated Europeans and Americans no longer understand and therefore have come to despise.

A paradigmatic example of this general anti-European syndrome is Tzvetan Todorov's The Conquest of America. In an effort to vindicate the particularity of "the other," the author ends up castigating West European culture as a whole by deploying a secularized version of Christian universalism. Openly acknowledging the moralistic objectives and "mythological" character of his account,(n58) Todorov develops a "politically correct" postmodern interpretation of the Spanish conquista not to understand its historical significance but to show how it has shaped today's Western imperialist identity--one allegedly still unable to come to terms with "the other" and therefore inherently racist, ethnocentric, etc. The book closes with a discussion of "Las Casas' Prophesy" concerning the wrath that "God will vent" not only upon Spain but all of Western Europe because of its "impious, criminal and ignominious deeds perpetrated so unjustly, tyrannically and barbarously."(n59)

Todorov overlooks not only the generally religious framework of Las Casas' prophesy, but also the idiosyncratically Western concept of justice the Dominican bishop deployed. Having ontologized a humanism derived from the Western axiological patrimony, he does not realize the extent to which his postmodernism has already reduced "the other" to "the same," precisely in his effort to vindicate its particularity.(n60) Worse yet, inhibited by his "politically correct" moralism, he not only provides a ridiculous, if academically fashionable, explanation for the Spaniards' success,(n61) but he manages to subvert his own arguments with the very evidence he adduces to support them. He claims that the "present" is more important to him than the past, but in defining genocide he makes no reference whatsoever to either the Armenians or the Holocaust as reference points. Consequently, his claim that "the sixteenth century perpetuated the greatest genocide in human history"(n62) remains not only unsubstantiated but falsified. By his own account, most of the victims died of diseases and other indirect causes: "The Spaniards did not undertake a direct extermination of these millions of Indians, nor could they have done so." The main causes were three, and "the Spaniards responsibility is inversely proportional to the number of victims deriving from each of them: 1. By direct murder, during wars or outside them: a high number, nonetheless relatively small; direct responsibility. 2. By consequence of bad treatment: a high number; a (barely) less direct responsibility. 3. By diseases, by `microbe shock': the majority of the population; an indirect and diffused responsibility."(n63)

Todorov does acknowledge that Columbus was motivated by the "universal victory of Christianity" and that it was Columbus' medieval mentality that led him "to discover America and inaugurate the modern era."(n64) His greatest infraction, however, was that he conquered land rather than people, i.e., he was more interested in nature than in the Indians, which he is treated as "the other", "Columbus summary perception of the Indians [is] a mixture of authoritarianism and condescension . . . In Columus' hermeneutics human beings have no particular place."(n65) Had Todorov set aside his abstract moralizing, he may have realized that the conquest of the New World was primarily a land appropriation. It is not surprising, therefore, that the conquerors thought they were bringing "civilization" to those they conquered--something probably also true of the Mongols who invaded and colonized China, Russia and a few other which, by contrast, had higher than thier own.

The ideological slant of The Conquest of America is by no means unusual. Long before, Schmitt noted that non-European peoples who have undertaken conquest, land appropriations, etc. were not being tarred with the same brush as Europeans.(n66) Unlike Todorov's moralistic tirade, The Nomos of the Earth is dressed to historians and jurists. In no ways does Schmitt excuse the atrocities committed by the Spanish, but rather explains how they were possible in the given circumstances. "The Land Appropriation of a New World" begins with a discussion of the lines drawn by the European powers to divide the world. In this connection, Schmitt discusses the meaning of "beyond the line," which meant beyondn the reach of European law: " At this`line' Europe ended and `New World' began. At any rate, European law -- `European public law' -- ended. Consequently, so did the bracketing of war achieved by the former European international law, meaning the struggle for land appropriations knew no bounds. Beyond the line was an `overseas' zone in which, for want of any legal limits to war, only, the law of the stronger applied."n(67) For Todorov, it is a much simpler explanation: "Far from central government, far from royal law, all prohibitions give way, the social link, already loosened, snaps, revealing not a primitive nature, the beast sleeping in each of us, but a modern being? one with a great future in fact, restrained by no morality and inflicting death because and when he pleases."(n68) The Spaniards are simply racist, ethno-centric, ruthless exploiters, etc., i.e., modern -- they already exhibited traits Todorov claims are characteristic of Western identity.

Of particular interest here are Todorov's comments on Vitoria and the concept of a "just war," since most of Schmitt's chapter is devoted to these subjects. By his own admission, Todorov mixes (in fact, confuses) medieval and modern categories. This is particularly true in the case of Vitoria. Todorov observes that: "Vitoria demolishes the contemporary justifications of the wars waged in America, but nonetheless conceives that `just wars' are possible."(n69) More to the point: "We are accustomed to seeing Vitoria as a defender of the Indians; but if we question, not the subject's intentions, hut the impact of his discourses, it is clear that . . . under the cover of an international law based on reciprocity, he in reality supplies a legal basis to the wars of colonization which had hitherto had none (none which, in any case, might withstand serious consideration)."(n70) But there was no "international law based on reciprocity." Here Todorov is simply transposing modern categories to medieval matters for his own ideological purposes.

Unlike Todorov, Schmitt places the problem in perspective: "For 400 years, from the 16th to the 20th century, the structure of European international law was determined by a fundamental course of events the conquest of the New World. Then, as later, there were numerous positions taken with respect to the justice or injustice of the conquista. Nevertheless, the fundamental problem the justification of European land appropriations as a whole -- was seldom addressed in any systematic way outside moral and legal questions. In fact, only one monograph deals with this problem systematically and confronts it squarely in terms of international law.... It is the famous relectiones of Francisco de Vitoria."(n71) Vitoria rejected the contrary opinions of other theologians and treated Christians and non-Christians alike. He did not even accept discovery, which was the recognized basis of legal title from the 1 6th to the 1 8th century, as legitimate. More to the point, he considered global lines beyond which the distinction between justice and injustice was suspended not only a sin but an appalling crime. However: "Vitoria's view of the conquista was ultimately altogether positive. Most significant for him was the fait accompli of Christianization. . . . The positive conclusion is reached only by means of general concepts and with the aid of objective arguments in support of a just war.... If barbarians opposed the right of free passage and free missions, of liberum commercium and free propaganda, then they would violate the existing rights of the Spanish according to ius gentium; if the peaceful treaties of the Spanish were of no avail, then they had grounds for a just war."(n72)

The papal missionary mandate was the legal foundation of the conquista. This was not only the pope's position but also that of the Catholic rulers of Spain. Vitoria's arguments were entirely consistent with the spatial order and the international law of the respublica Christiana. One cannot apply modern categories to a medieval context without distorting both: "In the Middle Ages, a just war could he a just war of aggression. Clearly, the formal structure of the two concepts of justice are completely different. As far as the substance of medieval justice is concerned, however, it should be remembered that Vitoria's doctrine of a just war is argued on the basis of a missionary mandate issued by a potestas spiritualis that was not only institutionally stable but intellectually self-evident. The right of liberum commercium as well as the ius peregrinandi are to facilitate the work of Christian missions and the execution of the papal missionary mandate.... Here we are interested only in the justification of land appropriation--a question Vitoria reduced to the general problem of a just war. All significant questions of an order based on international law ultimately meet in the concept of a just war."(n73)

 

 

The Question of a New Nomos of the Earth


Following chapters on "The Land Appropriation of a New World" and "The Ius Publicum Europaeum," Schmitt concludes his book with a chapter titled "The Question of a New Nomos of the Earth, which is concerned primarily with the transformation of the concept of war. Clearly, this problem was uppermost in Schmitt's mind following Germany's total defeat in WWII and the final destruction of the European system of states. But he had already devoted a treatise to the development of a discriminatory concept of war following WWI,(n74) and in 1945 he wrote a legal opinion on the criminality of aggressive war.(n75) Despite whatever self-serving motives he may have had in writing these works,(n76) they are consistent with the historical and juridical structure of international law during the respublica Christiana, the ius publicum Europaeum, and what remains of international law today.

This progression can be put into perspective by following Schmitt's discussion of Vitoria's legacy: "Vitoria was in no sense one of the `forerunners of modern lawyers dealing with constitutional questions.'. . . Abstracted entirely from spatial viewpoints, Vitoria's ahistorical method generalizes many European historical concepts specific to the ius gentium of the Middle Ages (such as yolk prince and war) and thereby strips them of their historical particularity."(n77) In this context, Schmitt mentions the works of Ernest Nys, which paved the way for the popularization of Vitoria's ideas after WWI but who, because of his belief in humanitarian progress, also contributed to the criminalization of aggressive war. This was also true of James Brown Scott, the leading American expert on international law, who blatantly instrumentalized Vitoria's doctrines concerning free trade (liberum commercium, the freedom of propaganda, and a just war) to justify American economic imperialism. Schmitt sums up Sctott's argument as follows: "War should cease to be simply a legally recognized matter or only one of legal indifference; rather, it should again become a just war in which the aggressor as such is declared a felon in the full criminal sense of the word. The former right to neutrality, grounded in the international law of the ius publicum Europaeum and based on the equivalence of just and unjust war, should also and accordingly be eliminated."(n78)

Here then is the crux of the matter. Vitoria's thinking is based on the international law obtaining during the Christian Middle Ages rather than on the international law between states established with the ius publicum Europaeum. Moreover, as Schmitt points out, Vitoria was not a jurist but a theologian: "Based on relations between states, post-medieval international law from the 1 6th to the 20th century sought to repress the iusta causa. The formal reference point for the determination of a just war was no longer the authority of the Church in international law but rather the equal sovereignty of states. Instead of iusta causa, the order of international law between states was based on iustus hostis; any war between states, between equal sovereigns, was legitimate. On the basis of this juridical formalization, a rationalization and humanization--a bracketing--of war was achieved for 200 years." The turn to "the modern age in the history of international law was accomplished by a dual division of two lines of thought that were inseparable in the Middle Ages -- the definitive separation of moral-theological from juridical-political arguments and the equally important separation of the question of iusta causa, grounded in moral arguments and natural law," from the juridical question of iustus hostis, distinguished from the criminal, i.e., from object of punitive action."(n79)

With the end of the ius publicum Europaeum, the concept of war changed once again: moralistic (rather than theologically-based) arguments became confused with political arguments, and the iusta causa displaced the just enemy (iustus hostis). Accordingly, war became a crime and the aggressor a criminal, which means that the current distinction between just and unjust war lacks any relation to Vitoria and does not even attempt to determine the iusta causa.(n80) According to Schmitt: "If today some formulas of the doctrine of a just war rooted in the concrete order of the medieval respublica Christiana are utilized in modern and global formulas, this does not signify a return to, but rather a fundamental transformation of concepts of enemy, war, concrete order and justice presupposed in medieval doctrine."(n81) This transformation is crucial to any consideration of a new nomos of the earth because these concepts must be rooted in a concrete order. Lacking such an order or nomos, these free-floating concepts do not constitute institutional standards but have only the value of ideological slogans.

Unimpressed with the duration of the Cold War and its mixture of neither war nor peace, Schmitt speculated on the possibility of the eventual development of what he called GroBetaraume(n82) -- larger spatial entities, similar to but not synonymous with federations or blocs --displacing states and constituting a new nomos.(n83) Since his death in 1985 and the subsequent collapse of communism, the likelihood of his diagnosis and prognosis has increased. While the international situation remains confused and leading intellectuals such as Fukuyama and Huntington, unable to think behind predominant liberal democratic categories, can only recycle new versions of the old Wilsonianism, Schmitt's vision of a world of GroBetaraume as a new geopolitical configuration may well be in the process of being realized.

vendredi, 12 août 2011

Carl Schmitt's Decisionism

Carl Schmitt's Decisionism

Paul Hirst

Ex: http://freespeechproject.com/

 

politik.gifSince 1945 Western nations have witnessed a dramatic reduction in the variety of positions in political theory and jurisprudence. Political argument has been virtually reduced to contests within liberal-democratic theory. Even radicals now take representative democracy as their unquestioned point of departure. There are, of course, some benefits following from this restriction of political debate. Fascist, Nazi and Stalinist political ideologies are now beyond the pale. But the hegemony of liberal-democratic political agreement tends to obscure the fact that we are thinking in terms which were already obsolete at the end of the nineteenth century.

Nazism and Stalinism frightened Western politicians into a strict adherence to liberal democracy. Political discussion remains excessively rigid, even though the liberal-democratic view of politics is grossly at odds with our political condition. Conservative theorists like Hayek try to re-create idealized political conditions of the mid nineteenth century. In so doing, they lend themselves to some of the most unsavoury interests of the late twentieth century - those determined to exploit the present undemocratic political condition. Social-democratic theorists also avoid the central question of how to ensure public accountability of big government. Many radicals see liberal democracy as a means to reform, rather than as what needs to be reformed. They attempt to extend governmental action, without devising new means of controlling governmental agencies. New Right thinkers have reinforced the situation by pitting classical liberalism against democracy, individual rights against an interventionist state. There are no challenges to representative democracy, only attempts to restrict its functions. The democratic state continues to be seen as a sovereign public power able to assure public peace.

The terms of debate have not always been so restricted. In the first three decades of this century, liberal-democratic theory and the notion of popular sovereignty through representative government were widely challenged by many groups. Much of this challenge, of course, was demagogic rhetoric presented on behalf of absurd doctrines of social reorganization. The anti-liberal criticism of Sorel, Maurras or Mussolini may be occassionally intriguing, but their alternatives are poisonous and fortunately, no longer have a place in contemporary political discussion. The same can be said of much of the ultra-leftist and communist political theory of this period.

Other arguments are dismissed only at a cost. The one I will consider here - Carl Schmitt's 'decisionism' - challenges the liberal-democratic theory of sovereignty in a way that throws considerable light on contemporary political conditions. His political theory before the Nazi seizure of power shared some assumptions with fascist political doctrine and he did attempt to become the 'crown jurist' of the new Nazi state. Nevertheless, Schmitt's work asks hard questions and points to aspects of political life too uncomfortable to ignore. Because his thinking about concrete political situations is not governed by any dogmatic political alternative, it exhibits a peculiar objectivity.

Schmitt's situational judgement stems from his view of politics or, more correctly, from his view of the political as 'friend-enemy' relations, which explains how he could change suddenly from contempt for Hitler to endorsing Nazism. If it is nihilistic to lack substantial ethical standards beyond politics, then Schmitt is a nihilist. In this, however, he is in the company of many modern political thinkers. What led him to collaborate with the Nazis from March 1933 to December 1936 was not, however, ethical nihilism, but above all concern with order. Along with many German conservatives, Schmitt saw the choice as either Hitler or chaos. As it turned out, he saved his life but lost his reputation. He lived in disrepute in the later years of the Third Reich, and died in ignominy in the Federal Republic. But political thought should not be evaluated on the basis of the authors' personal political judgements. Thus the value of Schmitt's work is not diminished by the choices he made.

Schmitt's main targets are the liberal-constitutional theory of the state and the parliamentarist conception of politics. In the former, the state is subordinated to law; it becomes the executor of purposes determined by a representative legislative assembly. In the latter, politics is dominated by 'discussion,' by the free deliberation of representatives in the assembly. Schmitt considers nineteenth-century liberal democracy anti-political and rendered impotent by a rule-bound legalism, a rationalistic concept of political debate, and the desire that individual citizens enjoy a legally guaranteed 'private' sphere protected from the state. The political is none of these things. Its essence is struggle.

In The Concept of the Political Schmitt argues that the differentia specifica of the political, which separates it from other spheres of life, such as religion or economics, is friend-enemy relations. The political comes into being when groups are placed in a relation of emnity, where each comes to perceive the other as an irreconcilable adversary to be fought and, if possible, defeated. Such relations exhibit an existential logic which overrides the motives which may have brought groups to this point. Each group now faces an opponent, and must take account of that fact: 'Every religious, moral, economic, ethical, or other antithesis transforms itself into a political one if it is sufficiently strong to group human beings effectively according to friends and enemy.' The political consists not in war or armed conflict as such, but precisely in the relation of emnity: not competition but confrontation. It is bound by no law: it is prior to no law.

For Schmitt: 'The concept of the state presupposes the concept of the political.' States arise as a means of continuing, organizing and channeling political struggle. It is political struggle which gives rise to political order. Any entity involved in friend-enemy relations is by definition political, whatever its origin or the origin of the differences leading to emnity: 'A religious community which wages wars against members of others religious communities or engages in other wars is already more than a religious community; it is a political entity.' The political condition arises from the struggle of groups; internal order is imposed to pursue external conflict. To view the state as the settled and orderly administration of a territory, concerned with the organization of its affairs according to law, is to see only the stabilized results of conflict. It is also to ignore the fact that the state stands in a relation of emnity to other states, that it holds its territory by means of armed force and that, on this basis of a monopoly of force, it can make claims to be the lawful government of that territory. The peaceful, legalistic, liberal bourgeoisie is sitting on a volcano and ignoring the fact. Their world depends on a relative stabilization of conflict within the state, and on the state's ability to keep at bay other potentially hostile states.

For Hobbes, the political state arises from a contract to submit to a sovereign who will put an end to the war of all against all which must otherwise prevail in a state of nature - an exchange of obediance for protection. Schmitt starts where Hobbes leaves off - with the natural condition between organized and competing groups or states. No amount of discussion, compromise or exhortation can settle issues between enemies. There can be no genuine agreement, because in the end there is nothing to agree about. Dominated as it is by the friend-enemy alternative, the political requires not discussion but decision. No amount of reflection can change an issue which is so existentially primitive that it precludes it. Speeches and motions in assemblies should not be contraposed to blood and iron but with the moral force of the decision, because vacillating parliamentarians can also cause considerable bloodshed.

In Schmitt's view, parliamentarism and liberalism existed in a particular historical epoch between the 'absolute' state of the seventeenth century and the 'total state' of the twentieth century. Parliamentary discussion and a liberal 'private sphere' presupposed the depoliticization of a large area of social, economic and cultural life. The state provided a legally codified order within which social customs, economic competition, religious beliefs, and so on, could be pursued without becoming 'political.' 'Politics' as such ceases to be exclusively the atter of the state when 'state and society penetrate each other.' The modern 'total state' breaks down the depoliticization on which such a narrow view of politics could rest:

 

Heretofore ostensibly neutral domains - religion, culture, education, the economy - then cease to be neutral. . . Against such neutralizations and depoliticizations of important domains appears the total state, which potentially embraces every domain. This results in the identity of the state and society. In such a state. . . everything is at least potentially political, and in referring to the state it is no longer possible to assert for it a specifically political characteristic.

 



Democracy and liberalism are fundamentally antagonistic. Democracy does away with the depoliticizations characteristic of rule by a narrow bourgeois stratum insulated from popular demands. Mass politics means a broadening of the agenda to include the affairs of all society - everything is potentially political. Mass politics also threatens existing forms of legal order. The politicization of all domains increases pressure on the state by multiplying the competing interests demanding action; at the same time, the function of the liberal legal framework - the regulating of the 'private sphere' - become inadequate. Once all social affairs become political, the existing constitutional framework threatens the social order: politics becomes a contest of organized parties seeking to prevail rather than to acheive reconciliation. The result is a state bound by law to allow every party an 'equal chance' for power: a weak state threatened with dissolution.

Schmitt may be an authoritarian conservative. But his diagnosis of the defects of parliamentarism and liberalism is an objective analysis rather than a mere restatement of value preferences. His concept of 'sovereignty' is challenging because it forces us to think very carefully about the conjuring trick which is 'law.' Liberalism tries to make the state subject to law. Laws are lawful if properly enacted according to set procedures; hence the 'rule of law.' In much liberal-democratic constitutional doctrine the legislature is held to be 'sovereign': it derives its law-making power from the will of the people expressed through their 'representatives.' Liberalism relies on a constituting political moment in order that the 'sovereignty' implied in democratic legislatures be unable to modify at will not only specific laws but also law-making processes. It is therefore threatened by a condition of politics which converts the 'rule of law' into a merely formal doctrine. If this 'rule of law' is simply the people's will expressed through their representatives, then it has no determinate content and the state is no longer substantially bound by law in its actions.

Classical liberalism implies a highly conservative version of the rule of law and a sovereignty limited by a constitutive political act beyond the reach of normal politics. Democracy threatens the parliamentary-constitutional regime with a boundless sovereign power claimed in the name of the 'people.' This reveals that all legal orders have an 'outside'; they rest on a political condition which is prior to and not bound by the law. A constitution can survive only if the constituting political act is upheld by some political power. The 'people' exist only in the claims of that tiny minority (their 'representatives') which functions as a 'majority' in the legislative assembly. 'Sovereignty' is thus not a matter of formal constitutional doctrine or essentially hypocritical references to the 'people'; it is a matter of determining which particular agency has the capacity - outside of law - to impose an order which, because it is political, can become legal.

Schmitt's analysis cuts through three hundred years of political theory and public law doctrine to define sovereignty in a way that renders irrelevant the endless debates about principles of political organization or the formal constitutional powers of different bodies.

 

From a practical or theoretical perspective, it really does not matter whether an abstract scheme advanced to define sovereignty (namely, that sovereignty is the highest power, not a derived power) is acceptable. About an abstract concept there will be no argument. . . What is argued about is the concrete application, and that means who decides in a situation of conflict what constitutes the public interest or interest of the state, public safety and order, le salut public, and so on. The exception, which is not codified in the existing legal order, can at best be characterized as a case of extreme peril, a danger to the existence of the state, or the like, but it cannot be circumscribed factually and made to conform to a preformed law.

 



Brutally put: ' Sovereign is he who decides on the exception.' The sovereign is a definite agency capable of making a decision, not a legitimating category (the 'people') or a purely formal definition (plentitude of power, etc.). Sovereignty is outside the law, since the actions of the sovereign in the state of exception cannot be bound by laws since laws presuppose a normal situation. To claim that this is anti-legal is to ignore the fact that all laws have an outside, that they exist because of a substantiated claim on the part of some agency to be the dominant source of binding rules within a territory. The sovereign determines the possibility of the 'rule of law' by deciding on the exception: 'For a legal order to make sense, a normal situation must exist, and he is sovereign who definitely decides whether this normal situation actually exists.'

Schmitt's concept of the exception is neither nihilistic nor anarchistic, it is concerned with the preservation of the state and the defence of legitimately constituted government and the stable institutions of society. He argues that ' the exception is different from anarchy and chaos.' It is an attempt to restore order in a political sense. While the state of exception can know no norms, the actions of the sovereign within the state must be governed by what is prudent to restore order. Barbaric excess and pure arbitrary power are not Schmitt's objecty. power is limited by a prudent concern for the social order; in the exception, 'order in the juristic sense still prevails, even if it is not of the ordinary kind.' Schmitt may be a relativist with regard to ultimate values in politics. But he is certainly a conservative concerned with defending a political framework in which the 'concrete orders' of society can be preserved, which distinguishes his thinking from both fascism and Nazism in their subordination of all social institutions to such idealized entities as the Leader and the People. For Schmitt, the exception is never the rule, as it is with fascism and Nazism. If he persists in demonstrating how law depends on politics, the norm on the exception, stability on struggle, he points up the contrary illusions of fascism and Nazism. In fact, Schmitt's work can be used as a critique of both. The ruthless logic in his analsysis of the political, the nature of soveriegnty, and the exception demonstrates the irrationality of fascism and Nazism. The exception cannot be made the rule in the 'total state' without reducing society to such a disorder through the political actions of the mass party that the very survival of the state is threatened. The Nazi state sought war as the highest goal in politics, but conducted its affairs in such a chaotic way that its war-making capacity was undermined and its war aims became fatally overextended. Schmitt's friend-enemy thesis is concerned with avoiding the danger that the logic of the political will reach its conclusion in unlimited war.

Schmitt modernizes the absolutist doctrines of Bodin and Hobbes. His jurisprudence restores - in the exception rather than the norm - the sovereign as uncommanded commander. For Hobbes, lawas are orders given by those with authority - authoritas non veritas facit legem. Confronted with complex systems of procedural limitation in public law and with the formalization of law into a system, laws become far more complex than orders. Modern legal positivism could point to a normal liberal-parliamentary legal order which did and still does appear to contradict Hobbes. Even in the somewhat modernized form of John Austin, the Hobbesian view of sovereignty is rejected on all sides. Schmitt shared neither the simplistic view of Hobbes that this implies, nor the indifference of modern legal positivism to the political foundation of law. He founded his jurisprudence neither on the normal workings of the legal order nor on the formal niceties of constitutional doctrine, but on a condition quite alien to them. 'Normalcy' rests not on legal or constitutional conditions but on a certain balance of political forces, a certain capacity of the state to impose order by force should the need arise. This is especially true of liberal-parliamentary regimes, whose public law requires stablization of political conflicts and considerable police and war powers even to begin to have the slightest chance of functioning at all. Law cannot itself form a completely rational and lawful system; the analysis of the state must make reference to those agencies which have the capacity to decide on the state of exception and not merely a formal plentitude of power.

In Political Theology Schmitt claims that the concepts of the modern theory of the state are secularized theological concepts. This is obvious in the case of the concept of sovereignty, wherein the omnipotent lawgiver is a mundane version of an all-powerful God. He argues that liberalism and parliamentarism correspond to deist views of God's action through constant and general natural laws. His own view is a form of fundamentalism in which the exception plays the same role in relation to the state as the miracles of Jesus do in confirming the Gospel. The exception reveals the legally unlimited capacity of whoever is sovereign within the state. In conventional, liberal-democratic doctrine the people are sovereign; their will is expressed through representatives. Schmitt argues that modern democracy is a form of populism in that the people are mobilized by propaganda and organized interests. Such a democracy bases legitimacy on the people's will. Thus parliament exists on the sufferance of political parties, propaganda agencies and organized interest which compete for popular 'consent.' When parliamentary forms and the rule of 'law' become inadequate to the political situation, they will be dispensed with in the name of the people: 'No other constitutional institution can withstand the sole criterion of the people's will, however it is expressed.'

Schmitt thus accepts the logic of Weber's view of plebiscitarian democracy and the rise of bureaucratic mass parties, which utterly destroy the old parliamentary notables. He uses the nineteenth-century conservatives Juan Donoso Cortes to set the essential dilemma in Political Theology: either a boundless democracy of plebiscitarian populism which will carry us wherever it will (i.e. to Marxist or fascist domination) or a dictatorship. Schmitt advocates a very specific form of dictatorship in a state of exception - a "commissarial' dictatorship, which acts to restore social stability, to preserve the concrete orders of society and restore the constitution. The dictator has a constitutional office. He acts in the name of the constitution, but takes such measures as are necessary to preserve order. these measures are not bound by law; they are extralegal.

Schmitt's doctrine thus involves a paradox. For all its stress on friend-enemy relations, on decisive political action, its core, its aim, is the maintenance of stability and order. It is founded on a political non-law, but not in the interest of lawlessness. Schmitt insists that the constitution must be capable of meeting the challenge of the exception, and of allowing those measures necessary to preserve order. He is anti-liberal because he claims that liberalism cannot cope with the reality of the political; it can only insist on a legal formalism which is useless in the exceptional case. He argues that only those parties which are bound to uphold the constitution should be allowed an 'equal chance' to struggle for power. Parties which threaten the existing order and use constitutional means to challenge the constitution should be subject to rigorous control.

Schmitt's relentless attack on 'discussion' makes most democrats and radicals extremely hostile to his views. He is a determined critic of the Enlightenment. Habermas's 'ideal speech situation', in which we communicate without distortion to discover a common 'emancipatory interest', would appear to Schmitt as a trivial philosophical restatement of Guizot's view that in representative government, ' through discussion the powers-that-be are obliged to seek truth in common." Schmitt is probably right. Enemies have nothing to discuss and we can never attain a situation in which the friend-enemy distinction is abolished. Liberalism does tend to ignore the exception and the more resolute forms of political struggle.

jeudi, 11 août 2011

Carl Schmitt: The Conservative Revolutionary Habitus and the Aesthetics of Horror

Carl Schmitt: The Conservative Revolutionary Habitus and the Aesthetics of Horror

Richard Wolin

Ex: http://freespeechproject.com/

 

"Carl Schmitt's polemical discussion of political Romanticism conceals the aestheticizing oscillations of his own political thought. In this respect, too, a kinship of spirit with the fascist intelligentsia reveals itself."
—Jürgen Habermas, "The Horrors of Autonomy: Carl Schmitt in English"

"The pinnacle of great politics is the moment in which the enemy comes into view in concrete clarity as the enemy."
—Carl Schmitt, The Concept of the Political (1927)

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Only months after Hitler's accession to power, the eminently citable political philosopher and jurist Carl Schmitt, in the ominously titled work, Staat, Bewegung, Volk, delivered one of his better known dicta. On January 30, 1933, observes Schmitt, "one can say that 'Hegel died.'" In the vast literature on Schmitt's role in the National Socialist conquest of power, one can find many glosses on this one remark, which indeed speaks volumes. But let us at the outset be sure to catch Schmitt's meaning, for Schmitt quickly reminds us what he does not intend by this pronouncement: he does not mean to impugn the hallowed tradition of German étatistme, that is, of German "philosophies of state," among which Schmitt would like to number his own contributions to the annals of political thought. Instead, it is Hegel qua philosopher of the "bureaucratic class" or Beamtenstaat that has been definitely surpassed with Hitler's triumph. For "bureaucracy" (cf. Max Weber's characterization of "legal-bureaucratic domination") is, according to its essence, a bourgeois form of rule. As such, this class of civil servants—which Hegel in the Rechtsphilosophie deems the "universal class"—represents an impermissable drag on the sovereignty of executive authority. For Schmitt, its characteristic mode of functioning, which is based on rules and procedures that are fixed, preestablished, calculable, qualifies it as the very embodiment of bourgeois normalcy—a form of life that Schmitt strove to destroy and transcend in virtually everything he thought and wrote during the 1920s, for the very essence of the bureaucratic conduct of business is reverence for the norm, a standpoint that could not exist in great tension with the doctrines of Carl Schmitt himself, whom we know to be a philosopher of the state of emergency—of the Auhsnamhezustand (literally, the "state of exception"). Thus, in the eyes of Schmitt, Hegel had set an ignominious precedent by according this putative universal class a position of preeminence in his political thought, insofar as the primacy of the bureaucracy tends to diminish or supplant the perogative of sovereign authority.

But behind the critique of Hegel and the provocative claim that Hitler's rise coincides with Hegel's metaphorical death (a claim, that while true, should have offered, pace Schmitt, little cause for celebration) lies a further indictment, for in the remarks cited, Hegel is simultaneously perceived as an advocate of the Rechtsstaat, of "constitutionalism" and "rule of law." Therefore, in the history of German political thought, the doctrines of this very German philosopher prove to be something of a Trojan horse: they represent a primary avenue via which alien bourgeois forms of political life have infiltrated healthy and autochthonous German traditions, one of whose distinguishing features is an rejection of "constitutionalism" and all it implies. The political thought of Hegel thus represents a threat—and now we encounter another one of Schmitt's key terms from the 1920s—to German homogeneity.

Schmitt's poignant observations concerning the relationship between Hegel and Hitler expresses the idea that one tradition in German cultural life—the tradition of German idealism—has come to an end and a new set of principles—based in effect on the category of völkish homogeneity (and all it implies for Germany's political future)—has arisen to take its place. Or, to express the same thought in other terms: a tradition based on the concept of Vernuft or "reason" has given way to a political system whose new raison d'être was the principle of authoritarian decision—whose consummate embodiment was the Führerprinzep, one of the ideological cornerstones of the post-Hegelian state. To be sure, Schmitt's insight remains a source of fascination owing to its uncanny prescience: in a statement of a few words, he manages to express the quintessence of some 100 years of German historical development. At the same time, this remark also remains worthy insofar as it serves as a prism through which the vagaries of Schmitt's own intellectual biography come into unique focues: it represents an unambiguous declaration of his satiety of Germany's prior experiments with constitutional government and of his longing for a total- or Führerstaat in which the ambivalences of the parliamentary system would be abolished once and for all. Above all, however, it suggest how readily Schmitt personally made the transition from intellectual antagonist of Weimar democracy to whole-hearted supporter of National Socialist revolution. Herein lies what one may refer to as the paradox of Carl Schmitt: a man who, in the words of Hannah Arendt, was a "convinced Nazi," yet "whose very ingenious theories about the end of democracy and legal government still make arresting reading."

The focal point of our inquiry will be the distinctive intellectual "habitus" (Bourdieu) that facilitated Schmitt's alacritous transformation from respected Weimar jurist and academician to "crown jurist of the Third Reich." To understand the intellectual basis of Schmitt's political views, one must appreciate his elective affinities with that generation of so-called conservative revolutionary thinkers whose worldview was so decisive in turning the tide of public opinion against the fledgling Weimar republic. As the political theorist Kurt Sontheimer has noted: "It is hardly a matter of controversy today that certain ideological predispositions in German thought generally, but particularly in the intellectual climate of the Weimar Republic, induced a large number of German electors under the Weimar Republic to consider the National Socialist movement as less problematic than it turned out to be." And even though the nationalsocialists and the conservative revolutionaries failed to see eye to eye on many points, their respective plans for a new Germany were sufficiently close that a comparison between them is able to "throw light on the intellectual atmosphere in which, when National Socialism arose, it could seem to be a more or less presentable doctrine." Hence "National Socialism . . . derived considerable profit from thinkers like Oswald Spengler, Arthur Moeller van den Bruck, and Ernst Jünger," despite their later parting of the ways. One could without much exaggeration label this intellectual movement protofascistic, insofar as its general ideological effect consisted in providing a type of ideological-spiritual preparation for the National Socialist triumph.

 

Schmitt himself was never an active member of the conservative revolutionary movement, whose best known representatives—Spengler, Jünger, and van den Bruck—have been named by Sontheimer (though one might add Hans Zehrer and Othmar Spann). It would be fair to say that the major differences between Schmitt and his like-minded, influential group of right-wing intellectuals concerned a matter of form rather than substance: unlike Schmitt, most of whose writings appeared in scholarly and professional journals, the conservative revolutionaries were, to a man, nonacademics who made names for themselves as Publizisten—that is, as political writers in that same kaleidoscope and febrile world of Weimar Offentlichkeit that was the object of so much scorn in their work. But Schmitt's status as a fellow traveler in relation to the movement's main journals (such as Zehrer's influential Die Tat, activities, and circles notwithstanding, his profound intellectual affinities with this group of convinced antirepublicans are impossible to deny. In fact, in the secondary literature, it has become more common than not simply to include him as a bona fide member of the group.

The intellectual habitus shared by Schmitt and the conservative revolutionaries is in no small measure of Nietzschean derivation. Both subscribed to the immoderate verdict registered by Nietzsche on the totality of inherited Western values: those values were essentially nihilistic. Liberalism, democracy, utlitarianism, individualism, and Enlightenment rationalism were the characteristic belief structures of the decadent capitalist West; they were manifestations of a superficial Zivilisation, which failed to measure up to the sublimity of German Kultur. In opposition to a bourgeois society viewed as being in an advanced state of decomposition, Schmitt and the conservative revolutionaries counterposed the Nietzschean rites of "active nihilism." In Nietzsche's view, whatever is falling should be given a final push. Thus one of the patented conceptual oppositions proper to the conservative revolutionary habitus was that between the "hero" (or "soldier") and the "bourgeois." Whereas the hero thrives on risk, danger, and uncertainity, the life of bourgeois is devoted to petty calculations of utility and security. This conceptual opposition would occupy center stage in what was perhaps the most influential conservative revolutionary publication of the entire Weimar period, Ernst Jünger's 1932 work, Der Arbeiter (the worker), where it assumes the form of a contrast between "the worker-soldier" and "the bourgeois." If one turns, for example, to what is arguably Schmitt's major work of the 1920s, The Concept of the Political (1927), where the famous "friend-enemy" distinction is codified as the raison d'être of politics, it is difficult to ignore the profound conservative revolutionary resonances of Schmitt's argument. Indeed, it would seem that such resonances permeate, Schmitt's attempt to justify politics primarily in martial terms; that is, in light of the ultimate instance of (or to use Schmitt's own terminology) Ernstfall of battle (Kampf) or war.

Once the conservative revolutionary dimension of Schmitt's thought is brought to light, it will become clear that the continuities in his pre- and post-1933 political philosophy and stronger than the discontinuities. Yet Schmitt's own path of development from arch foe of Weimar democracy to "convinced Nazi" (Arendt) is mediated by a successive series of intellectual transformations that attest to his growing political radicalisation during the 1920s and early 1930s. He follows a route that is both predictable and sui generis: predictable insomuch as it was a route traveled by an entire generation of like-minded German conservative and nationalist intellectuals during the interwar period; sui generis, insofar as there remains an irreducible originality and perspicacity to the various Zeitdiagnosen proffered by Schmitt during the 1920s, in comparison with the at times hackneyed and familar formulations of his conservative revolutionary contemporaries.

The oxymoronic designation "conservative revolutionary" is meant to distinguish the radical turn taken during the interwar period by right-of-center German intellectuals from the stance of their "traditional conservative" counterparts, who longed for a restoration of the imagined glories of earlier German Reichs and generally stressed the desirability of a return to premodern forms of social order (e.g., Tönnies Gemeinschaft) based on aristocratic considerations of rank and privilege. As opposed to the traditional conservatives, the conservative revolutionaries (and this is true of Jünger, van den Bruck, and Schmitt), in their reflections of the German defeat in the Great War, concluded that if Germany were to be successful in the next major European conflagaration, premodern or traditional solutions would not suffice. Instead, what was necessary was "modernization," yet a form of modernization that was at the same time compatible with the (albeit mythologized) traditional German values of heroism, "will" (as opposed to "reason"), Kultur, and hierarchy. In sum, what was desired was a modern community. As Jeffrey Herf has stressed in his informative book on the subject, when one searches for the ideological origins of National Socialism, it is not so much Germany's rejection of modernity that is at issue as its selective embrace of modernity. Thus
National Socialist's triumph, far from being characterized by a disdain of modernity simpliciter, was marked simultaneously by an assimilation of technical modernity and a repudiation of Western political modernity: of the values of political liberalism as they emerge from the democratic revolutions of the eighteenth century. This describes the essence of the German "third way" or Sonderweg: Germany's special path to modernity that is neither Western in the sense of England and France nor Eastern in the sense of Russia or pan-slavism.

Schmitt began his in the 1910s as a traditonal conservative, namely, as a Catholic philosopher of state. As such, his early writings revolved around a version of political authoritarianism in which the idea of a strong state was defended at all costs against the threat of liberal encroachments. In his most significant work of the decade, The Value of the State and the Significance of the Individual (1914), the balance between the two central concepts, state and individual, is struck one-sidely in favour of the former term. For Schmitt, the state, in executing its law-promulgating perogatives, cannot countenance any opposition. The uncompromising, antiliberal conclusion he draws from this observation is that "no individual can have full autonomy within the state." Or, as Schmitt unambiguously expresses a similar thought elsewhere in the same work: "the individual" is merely "a means to the essence, the state is what is important." Thus, although Schmitt displayed little inclination for the brand of jingoistic nationalism so prevalent among his German academic mandarin brethern during the war years, as Joseph Bendersky has observed, "it was precisely on the point of authoritarianism vs. liberal individualism that the views of many Catholics [such as Schmitt] and those of non-Catholic conservatives coincided."

But like other German conservatives, it was Schmitt's antipathy to liberal democratic forms of government, coupled with the political turmoil of the Weimar republic, that facilitated his transformation from a traditional conservative to a conservative revolutionary. To be sure, a full account of the intricacies of Schmitt's conservative revolutionary "conversion" would necessitate a year by year account of his political thought during the Weimar period, during which Schmitt's intellectual output was nothing if prolific, (he published virtually a book a year). Instead, for the sake of concision and the sake of fidelity to the leitmotif of the "conservative revolutionary habitus," I have elected to concentrate on three key aspects of Schmitt's intellectual transformation during this period: first, his sympathies with the vitalist (lebensphilosophisch) critique of modern rationalism; second, his philosophy of history during these years; and third, his protofascistic of the conservative revolutionary doctrine of the "total state." All three aspects, moreover, are integrally interrelated.

II.


The vitalist critique of Enlightenment rationalism is of Nietzschean provenance. In opposition to the traditional philosophical image of "man" qua animal rationalis, Nietzsche counterposes his vision of "life [as] will to power." In the course of this "transvaluation of all values," the heretofore marginalized forces of life, will, affect, and passion should reclaim the position of primacy they once enjoyed before the triumph of "Socratism." It is in precisely this spirit that Nietzsche recommends that in the future, we philosophize with our affects instead of with concepts, for in the culture of European nihilism that has triumphed with the Enlightenment, "the essence of life, its will to power, is ignored," argues Nietzsche; "one overlooks the essential priority of the spontaneous, aggressive, expansive, form-giving forces that give new interpretations and directions."

It would be difficult to overestimate the power and influence this Nietzschean critique exerted over an entire generation of antidemocratic German intellectuals during the 1920s. The anticivilizational ethos that pervades Spengler's Decline of the West—the defence of "blood and tradition" against the much lamented forces of societal rationalisation—would be unthinkable without that dimension of vitalistic Kulturkritik to which Nietzsche's work gave consummate expression. Nor would it seem that the doctrines of Klages, Geist als Widersacher der Seele (Intellect as the Antagonist of the Soul; 1929-31), would have captured the mood of the times as well as they did had it not been for the irrevocable precedent set by Nietzsche's work, for the central opposition between "life" and "intellect," as articulated by Klages and so many other German "anti-intellectual intellectuals" during the interwar period, represents an unmistakably Nietzschean inheritance.

While the conservative revolutionary components of Schmitt's worldview have been frequently noted, the paramount role played by the "philosophy of life"—above all, by the concept of cultural criticism proper to Lebensphilosophie—on his political thought has escaped the attention of most critics. However, a full understanding of Schmitt's status as a radical conservative intellectual is inseparable from an appreciation of an hitherto neglected aspect of his work.

In point of fact, determinate influences of "philosophy of life"—a movement that would feed directly into the Existenzphilosophie craze of the 1920s (Heidegger, Jaspers, and others)—are really discernable in Schmitt's pre-Weimar writings. Thus, in one of his first published works, Law and Judgment (1912), Schmitt is concerned with demonstrating the impossibility of understanding the legal order in exclusively rationalist terms, that is, as a self-sufficient, complete system of legal norms after the fashion of legal positivism. It is on this basis that Schmitt argues in a particular case, a correct decision cannot be reached solely via a process of deducation or generalisation from existing legal precedents or norms. Instead, he contends, there is always a moment of irreducible particularity to each case that defies subsumption under general principles. It is precisely this aspect of legal judgment that Schmitt finds most interesting and significant. He goes on to coin a phrase for this "extralegal" dimension that proves an inescapable aspect of all legal decision making proper: the moment of "concrete indifference," the dimension of adjudication that transcends the previously established legal norm. In essence, the moment of "concrete indifference" represents for Schmitt a type of vital substrate, an element of "pure life," that forever stands opposed to the formalism of laws as such. Thus at the heart of bourgeois society—its legal system—one finds an element of existential particularity that defies the coherence of rationalist syllogizing or formal reason.

The foregoing account of concrete indifference is a matter of more than passing or academic interest insofar as it proves a crucial harbinger of Schmitt's later decisionistic theory of sovereignty, for its its devaluation of existing legal norms as a basis for judicial decision making, the category of concrete indifference points towards the imperative nature of judicial decision itself as a self-sufficient and irreducible basis of adjudication. The vitalist dimension of Schmitt's early philosophy of law betrays itself in his thoroughgoing denigration of legal normativism—for norms are a product of arid intellectualism (Intelligenz) and, as such, hostile to life (lebensfeindlick)—and the concomitant belief that the decision alone is capable of bridging the gap between the abstractness of law and the fullness of life.

The inchoate vitalist sympathies of Schmitt's early work become full blown in his writings of the 1920s. Here, the key text is Political Theology (1922), in which Schmitt formulates his decisionist theory of politics, or, as he remarks in the work's often cited first sentance: "Sovereign is he who decides the state of exception [Ausnahmezustand]."

It would be tempting to claim from this initial, terse yet lapidry definition of sovereignty, one may deduce the totality of Schmitt's mature political thought, for it contains what we know to the be the two keywords of his political philosophy during these years: decision and the exception. Both in Schmitt's lexicon are far from value-neutral or merely descriptive concepts. Instead, they are both accorded unambiguously positive value in the economy of his thought. Thus one of the hallmarks of Schmitt's political philosophy during the Weimar years will be a privileging of Ausnahmezustand, or state of exception, vis-à-vis political normalcy.

It is my claim that Schmitt's celebration of the state of exception over conditions of political normalcy—which he essentially equates with legal positivism and "parliamentarianism"—has its basis in the vitalist critique of Enlightenment rationalism. In his initial justification of the Ausnahmezustand in Political Theology, Schmitt leaves no doubt concerning the historical pedigree of such concepts. Thus following the well-known definition of sovereignty cited earlier, he immediantly underscores its status as a "borderline concept"—a Grenzbegriff, a concept "pertaining to the outermost sphere." It is precisely this fascination with extreme or "boundry situations" (Grenzsituationen—K. Jaspers—those unique moments of existential peril that become a proving ground of individual "authenticity"—that characterizes Lebensphilosophie's sweeping critique of bourgeois "everydayness." Hence in the Grenzsituationen, Dasein glimpses transcendence and is thereby transformed from possible to real Existenz." In parallel fashion, Schmitt, by according primacy to the "state of exception" as opposed to political normalcy, tries to invest the emergency situation with a higher, existential significance and meaning.

According to the inner logic of this conceptual scheme, the "state of exception" becomes the basis for a politics of authenticity. In contrast to conditions of political normalcy, which represent the unexalted reign of the "average, the "medicore," and the "everyday," the state of exception proves capable of reincorporating a dimension of heroism and greatness that is sorely lacking in routinized, bourgeois conduct of political life.

Consequently, the superiority of the state as the ultimate, decisionistic arbiter over the emergency situation is a matter that, in Schmitt's eyes, need not be argued for, for according to Schmitt, "every rationalist interpretation falsifies the immediacy of life." Instead, in his view, the state represents a fundamental, irrefragable, existential verity, as does the category of "life" in Nietzsche's philosophy, or, as Schmitt remarks with a characteristic pith in Political Theology, "The existence of the state is undoubted proof of its superiority over the validity of the legal norm." Thus "the decision [on the state of exception] becomes instantly independent of argumentative substantiation and receives autonomous value."

But as Franz Neumann observes in Behemoth, given the lack of coherence of National Socialist ideology, the rationales provided for totalitarian practice were often couched specifically in vitalist or existential terms. In Neumann's words,

 

[Given the incoherence of National Socialist ideology], what is left as justification for the [Grossdeutsche] Reich? Not racism, not the idea of the Holy Roman Empire, and certainly not some democratic nonsense like popular sovereignty or self-determination. Only the Reich itself remains. It is its own justification. The philosophical roots of the argument are to be found in the existential philosophy of Heidegger. Transferred to the realm of politics, exisentialism argues that power and might are true: power is a sufficient theoretical basis for more power.

 


[Excerpts from The Seduction of Unreason: The Intellectual Romance with Fascism from Nietzsche to Postmodernism (2004).]

samedi, 23 juillet 2011

Carl Schmitt: Total Enemy, Total State & Total War

Total Enemy, Total State, & Total War

Carl SCHMITT

Ex: http://www.counter-currents.com/

 Translated by Simona Draghici

Editor’s Note:

The following translation from Carl Schmitt appears online for the first time in commemoration of Schmitt’s birth on July 11, 1888. The translation originally appeared in Carl Schmitt, Four Essays, 1931–1938, ed. and trans. Simona Draghici (Washington, D.C.: Plutarch Press, 1999).

I

cs.jpgIn a certain sense, there have been total wars at all times; a theory of the total war, however, presumably dates only from the time of Clausewitz who would talk of “abstract” and “absolute” wars.”[1] Later on, under the impact of the experiences of the last Great War, the formula of total war has acquired a specific meaning and a particular effectiveness. Since 1920, it has become the prevailing catchword. It was first brought out in sharp relief in the French literature, in book titles like La guerre totale. Afterwards, between 1926 and 1928, it found its way into the language of the proceedings of the disarmament committee at Geneva. In concepts such as “war potential” (potentiel de guerre), “moral disarmament” (désarmement moral) and “total disarmament” (désarmement total). The fascist doctrine of the “total state” came to it by way of the state; the association yielded the conceptual pair: total state, total war. In Germany, the publication of the Concept of the Political has since 1927 expanded the pair of totalities to a set of three: total enemy, total war, total state. Ernst Jünger’s book of 1930 Total Mobilization made the formula part of the general consciousness. Nonetheless, it was only Ludendorff’s 1936 booklet entitled Der Totale Krieg (The Total War) that lent it an irresistible force and caused its dissemination beyond all bounds.

The formula is omnipresent; it forces into view a truth whose horrors the general consciousness would rather shun. Such formulas, however, are always in danger of becoming widespread nationally and internationally and of being degraded to summary slogans, to mere gramophone records of the publicity mill. Hence some clarifications may be appropriate.

(a) A war may be total in the sense of summoning up one’s strength to the limit, and of the commitment of everything to the last reserves.[2] It may also be called total in the sense of the unsparing use of war means of annihilation. When the well-known English author J. F. C. Fuller writes in a recent article, entitled “The First of the League Wars, Its Lessons and Omens,” that the Italian campaign in Abyssinia was a modern total war, he only refers to the use of efficacious weapons (airplanes and gas), whereas looked at from another vantage point, Abyssinia in fact was not capable of waging a modern total war nor did Italy use its reserves to the limit, reach the highest intensity, and lead to an oil blockade or to the closing of the Suez Canal, because of the pressure exerted through the sanctions imposed by the League of Nations.

(b) A war may be total either on both sides or on one side only. It may also be deliberately limited, rationed and measured out, because of the geographical situation, the war technique in use, and also the predominant political principles of both sides. The typical 18th-century war, the so-called “cabinet war,” was essentially and deliberately a partial war. It rested on the clear segregation of the soldiers participating in the war from the non-participant inhabitants and non-combatants. Nevertheless, the Seven Years War of Frederick the Great was relatively total, on Prussia’s side, when compared with the other powers’ mobilization of forces. A situation, typical of Germany, showed itself readily in that case: the adversity of geographical conditions and the foreign coalitions compelled a German state to mobilize its forces to a higher degree than its more affluent and fortunate bigger neighbors.[3]

(c) The character of the war may change during the belligerent showdown. The will to fight may grow limp or it may intensify, as it happened in the 1914–1918 world war, when the war trend on the German side towards the mobilization of all the economic and industrial reserves soon forced the English side to introduce general conscription.

(d) Finally, some other methods of confrontation and trial of strength, which are not total, always develop within the totality of war. Thus for a time, everyone seeks to avoid a total war which naturally carries a total risk. In this way, after the world war, there were the so-called military reprisals (the 1923 Corfu Conflict, Japan-China in 1932), followed by the attempts at non-military, economic sanctions, according to Article 16 of the Covenant of the League of Nations (against Italy, autumn 1935), and finally, certain methods of power testing on foreign soil (Spain 1936–1937) emerged in a way that could be correctly interpreted only in close connection with the total character of modern warfare. They are intermediate and transitional forms between open war and true peace; they derive their meaning from the fact that total war looms large in the background as a possibility, and an understandable caution recommends itself in the delineation of the conflictual spaces. Likewise, it is only from this point of view that they can be grasped by the science of international law.

II

The core of the matter lies in warfare. From the nature of the total war one may grasp the character and the whole aspect of state totality; from the special character of the decisive weapons one may deduce the peculiar character and aspect of the totality of war. But it is the total enemy that gives the total war its meaning.[4]

The different services and types of warfare, land warfare, sea warfare, air warfare, they each experience the totality of war in a particular way. A corresponding world of notions and ideas piles on each of these types of warfare. The traditional notions of “levée en masse” (levy), “nation armée” (nation in arms), and “Volk in Waffen” (the people in arms) belong to land warfare.[5] Out of these notions emerged the continental doctrine of total war, essentially as a doctrine of land warfare, and that thanks mainly to Clausewitz. Sea warfare, on the other hand, has its own strategic and tactical methods and criteria; moreover, until recently, it has been first and foremost a war against the opponent’s trade and economy, whence a war against non-combatants, an economic war, which by its laws of blockade, contraband, and prizes, drew neutral trade into the hostilities, as well. Air warfare has not so far built up a similar fully-fledged and independent system of its own. There is no doctrine of air warfare yet that would correspond to the world of notions and concepts accumulated with regard to land and sea warfare. Nonetheless, as a consequence of air warfare, the overall configuration sways in the main towards a three-dimensional total war.

The “if” of a total war is beyond any doubt today. The “how” may vary. The totality is perceptible from opposite vantage points. Hence the standard type of guide and leader in a total war is necessarily different. It would be too simple an equation to accept that the soldier will step into the centre of this totality as the prevailing type in a total war to the same extent as in other kinds of wars previously.[6] If, as it has been said, total mobilization abolishes the separation of the soldier from the civilian, it may very well happen that the soldier changes into a civilian as the civilian changes into a soldier, or both may change into something new, a third alternative. In reality, it all depends on the general character of the war. A real war of religion turns the soldiers into the tools of priests or preachers. A total war that is waged on behalf of the economy becomes the tool of economic power groups. There are other forms in which the soldier himself is the typical model and the ascending expression of the character of the people. Geographical conditions, racial and social peculiarities of all kinds, are factors that determine the type of warfare waged by great nations. Even today it is unlikely that a nation could engage in all the three kinds of warfare to a degree equal to the three-dimensional total war. It is probable that the centre of gravity in the deployment of forces will always rest with one or the other of the three kinds of warfare and the doctrine of total war will draw on it.[7]

Until now the history of the European peoples has been dominated by the contrast of the English sea warfare with the Continental land warfare. It is not a matter of “traders and heroes” or that sort of thing, but rather the recognition that any of the various kinds of warfare may become total, and out of its own characteristics generate a special world of notions and ideals as its own doctrine and also relevant to international and constitutional law, particularly in the assessment of the soldier’s worth and of his position in the general body of the people. It would be a mistake to regard the English sea warfare of the last three centuries in the light of the total land warfare of Clausewitz’s theory, essentially as mere trade and economic but not total warfare, and to misinterpret it as unconnected with and markedly different from totality. It is the English sea warfare that generated the kernel of a total world view.[8]

The English sea warfare is total in its capacity for total enmity. It knows how to mobilize religious, ideological, spiritual, and moral forces as only few of the great wars in world history have done. The English sea warfare against Spain was a world-wide combat of the Germanic and Romance peoples, between Protestantism and Catholicism, Calvinism and Jesuitism, and there are few instances of such outbursts of enmity as intense and final as Cromwell’s against the Spaniards. The English war against Napoleon likewise changed from a sea war into a “crusade.” In the war against Germany between 1914 and 1918, the world-wide English propaganda knew how to whip up enormous moral and spiritual energies in the name of civilization and humanity, of democracy and freedom, against the Prussian-German “militarism.” The English mind had also proved its ability to interpret the industrial-technical upsurge of the 19th century in the terms of the English worldview. Herbert Spencer drew an extremely effective picture of history that was disseminated all over the world, in countless works of popularization, the propagandistic force of which proved its worth in the 1914–1918 World War. It was the philosophy of mankind’s progress, presented as an evolution from feudalism to trade and industry, from the political to the economic, from soldiers to industrialists, from war to peace. It portrayed the soldier essentially as Prussian-German, eo ipso “feudal reactionary,” a “medieval” figure standing in the way of progress and peace. Moreover, out of its specificity, the English sea warfare evolved a full, self-contained system of international law. It asserted itself and its own concepts held on their own against the corresponding concepts of Continental international law throughout the 19th century. There is an Anglo-Saxon concept of enemy, which in essence rejects the differentiation between combatants and non-combatants, and an Anglo-Saxon conception of war that incorporates the so-called economic war. In short, the fundamental concepts and norms of this English international law are total as such and certainly indicative of an ideology in itself total.

Finally, the English constitutional regulations turned the subordination of the soldiers to the civilians into an ideological principle and imposed it upon the Continent during the liberal 19th century. By those standards, civilization lies in the rule of the bourgeois, civilian ideal which is essentially unsoldierly. Accordingly, the constitution is always but a civil-bourgeois system in which, as Clemenceau put it, the soldier’s only raison d’être is to defend the civilian bourgeois society, while basically he is subject to civilian command. The Prussian soldier state carried on a century-long political struggle on the home front against this bourgeois constitutional ideal. It succumbed to it in the Autumn of 1918. The history of Prussian Germany’s home politics from 1848 to 1918 was a ceaseless conflict between the army and parliament, an uninterrupted battle which the government had to fight with the parliament over the structure of the army, and the army budget necessary to make ready for an unavoidable war, that were determined not by the necessities of foreign policy but rather by compromises regarding internal policy. The dictate of Versailles, which stipulated the army’s organization and its equipment to the smallest detail, in an agreement of foreign policy, was preceded by half a century of periodical agreements of internal policy between the Prussian-German soldier state and its internal policy opponents, in which all the details of the organization and the equipment of the army had been decided by the internal policy. The conflict between bourgeois society and the Prussian soldier state led to an unnatural isolation of the War Office from the power of command and to many other separations, consistently rooted in the opposition between a bourgeois constitutional ideal imported from England either directly or through France and Belgium, on the one hand, and the older constitutional ideal of the German soldiery, on the other.[9]

Today Germany has surmounted that division and achieved a close integration of its soldier force.[10] Indeed, attempts will not fail to be made to describe it as militarism, in the manner of earlier propaganda methods, and to hold Germany guilty of the advent of total war. Such questions of guilt too belong to the totality of the ideological wrangles. Le combat spirituel est aussi brutal que la bataille d’hommes (spiritual combat is as brutal as the battles of men). Nonetheless, before nations stagger into a total war once more, one must raise the question whether a total enmity truly exists among the European nations nowadays. War and enmity belong to the history of nations. But the worst misfortune only occurs wherever the enmity is generated by the war itself, as in the 1914–1918 war, and not as it would be right and sensible, namely that an older, unswayed enmity, true and total to the Day of Judgment, should led to a total war.

Translator’s Notes

Originally published in Völkerbund und Völkerrecht, vol. 4, 1937, this essay was reproduced in Posirionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Gent-Versailles, 1929–1939, (Hamburg, 1940), pp. 235–239.

1. General Carl von Clausewitz (1780–1831) is best known for his book Vom Kriege, never finished and published posthumously, which incidentally has been translated into English under the title On War. There are numerous versions available in print.

2. Carl Schmitt’s own political principles of “will” and “energy,” components of his qualitative concept of total state, derive from this characteristic feature of “total war”: collective determination to assume a cause considered worthwhile and unreserved commitment to its fulfillment. As a generalized rallying around and enthusiasm for a cause and a particular course of action, it is a frequent phenomenon of social psychology, yet its usually ephemeral character makes it unfit as a durable basis of any social structure. I remember the enthusiasm with which in 1982, to a man, the Argentines, for instance, rallied to the idea of going to war to free the Maldives and hurried to put it into practice, and the accompanying hatred which grew against the British. The enthusiasm cooled off quickly, but not the hatred, which lingered on. To perpetuate the enthusiasm, a plethora of other factors have to be brought in, of which, in the case of Germany at the beginning of the ’thirties, Carl Schmitt actually had not a clue.

3. The “lesson” is in keeping with the Hitlerite Frederician cult and legitimating tradition and does not claim to be historically accurate. Although a digression that seems out of place, it has a certain significance for the time it was made. In the autumn of 1936, Hitler circulated a memorandum revealing his expansionist intentions. Then in 1937, the organization of the nation to serve those intentions began, a process which coincided with the rise of the SS state. In November of the same year the German media were ordered to keep silent about the preparations for a “total war.” Bearing all that in mind, Schmitt’s short digression reads more as a warning of danger than a point of military strategy.

4 . What is interesting here is his insistence on the existential essence of the phenomenon, which is consonant with his earlier definition of the political and at the same time renders the distinction between the professional soldier and the civilian meaningless. Moreover, total enmity with its implicit elimination of the adversary excludes any prospect of a peace treaty, as the war is to go on until one of the belligerents is annihilated.

5. Das Volk in Waffen (The Nation in Arms) happens to be the title of a work on total war by Colmar von der Goltz (1843–1916), published in 1883, and which is an important stepping stone in the reflection on modern warfare that led to Ludendorff’s book.

6. At the beginning of February 1938, Adolf Hitler became commander in chief of the German armed forces, appointing General Keitel his assistant at the head of the High Command of the Armed Forces, as the War Ministry was dissolved.

7. Eventually only the Soviet Union came closest to Carl Schmitt’s expectations, while the United States waged a fully-fledged three-dimensional war, dictated by its geographical position and sustained by its vast economic and technical resources most of which remained outside the battle zone.

8. For a broader treatment of the subject-matter see Carl Schmitt’s Land und Meer, which as Land and Sea is available in an English translation (Washington, D.C.: Plutarch Press, 1997).

9. The conflict between the civil society and the military in Germany was the subject-matter of a longer essay by Carl Schmitt, published in Hamburg in 1934 under the title Staatsgefüge und Zusammenbruch des Zweites Reiches. Der Sieg des Burgers über den Soldaten (The State Structure and the Collapse of the Second Reich. The Burghers’ Victory Over the Soldiers).

 

10. Röhm, the ideological soldier, had been eliminated in 1934, at the same time as the political soldiers, the Generals von Schleicher and von Bredow. Furthermore, as already mentioned in note 6 above, the War Ministry ceased to exist at the beginning of 1938, while the Commander in Chief, Field Marshal Werner von Blomberg was removed from his post for having compromised himself by marrying a “lady with a past,” and his prospective successor, General von Fritsch was forced to resign on a trumped-up Charge of homosexuality. At the same time, sixteen other generals were retired and forty-four were transferred. Göring who had been very active in carrying out this “integration” got for it only the title of field marshal, as Hitler kept for himself the supreme military command.

 


Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

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mardi, 31 mai 2011

Wertvollzug

 
CSjeuen.jpgWertvollzug
 
Ex: http://rezistant.blogspot.com/
 
Die Wertlehre feiert in der Erörterung der Frage des gerechten Krieges ihre eigentlichen Triumphe. Das liegt in der Natur der Sache. Jede Rücksicht auf den Gegner entfällt, ja sie wird zum Unwert, wenn der Kampf gegen diesen Gegner ein Kampf für die höchsten Werte ist. Der Unwert hat kein Recht gegenüber dem Wert, und für die Durchsetzung des höchsten Wertes ist kein Preis zu hoch. Hier gibt es dann infolgedessen nur noch Vernichter und Vernichtete. Alle Kategorien des klassischen Kriegsrechts des Jus Publicum Europaeum - gerechter Feind, gerechter Kriegsgrund, Verhältnismässigkeit der Mittel und das geordnete Vorgehen, der debitus modus - fallen dieser Wertlosigkeit hoffnungslos zum Opfer. Der Drang zur Wertdurchsetzung wird hier ein Zwang zum unmittelbaren Wertvollzug.

Carl Schmitt, Die Tyrannei der Werte, 1960.

samedi, 19 février 2011

La politique actuelle d'un point de vue schmittien

LA POLITIQUE ACTUELLE D’UN POINT DE VUE SCHMITTIEN

Ex: http://agoradedroite.fr/

Chronique de Julien Rochedy

Nous le savons, Carl Schmitt est un politologue controversé : ne lui furent pas pardonnées ses accointances avec le national-socialisme triomphant en Allemagne, son pays, même s’il fut, à la fin, surveillé par la SS ; ou même s’il fut, avant 33, un opposant à Hitler. Qu’on le prenne avec des pincettes ou non, il reste un des plus grands spécialistes de la sociologie politique du XXe siècle, digne héritier de Max Weber et écrivain extrêmement prolixe, dans de nombreux domaines, qui vont du droit constitutionnel à la polémologie.

Nous le savons aussi, la définition de Schmitt de la « politique », au sens strict, a de quoi surprendre par son apparence violente : la politique, ce serait pour lui le lieu du conflit, le domaine dans lequel naitrait et vivrait une opposition caractérisable par une dialectique ami/ennemi. En somme, un groupement politique comme un parti doit nécessairement se fixer un ennemi, et toute son idiosyncrasie à son encontre doit être d’une humeur belliqueuse, conflictuelle, afin qu’il soit, à proprement parler, politique.

Regardons donc notre politique actuelle avec des yeux schmittiens, et tâchons de saisir les différentes oppositions ami/ennemi qui doivent, normalement, la constituer. La gauche et la droite semblent être toujours les deux adversaires principaux, les deux parties au conflit qu’est la politique. Cependant, lorsque nous regardons le PS et l’UMP, il est difficile d’appréhender l’ennemi que chacun détermine pour son camps ; précisons : il y a fort à parier qu’en demandant aux cadres respectifs de ces deux grands partis quel serait leur ennemi, ils répondent chacun de manière floue, car idéologiquement parlant, ces deux comparses sont sur la même ligne, s’échangent même parfois les ministres grâce au principe de « l’ouverture », et mènent, peu ou proue, une politique semblable, pour la simple et bonne raison qu’ils ont tous deux les mêmes amis : l’Union Européenne, la mondialisation, les Etats-Unis, la politique libérale, etc. Ayant les mêmes amis, comment, dès lors, discerner une opposition réelle entre eux ? Comment croire que « l’ennemi », dans la dialectique qui fonde le politique, soit pour eux, dans le même temps, l’ami de leurs amis ? C’est donc que cette opposition est biaisée ; or, si cette dialectique est défaillante, c’est qu’il n’existe plus en eux, chez eux, de politique à proprement parler. Par conséquent, Le PS et l’UMP, si l’on s’arrêtait à leur conflit d’apparat, ne feraient en vérité plus de politique.

Mais puisque ces deux partis majoritaires sont dans le jeu politique, le dominent et le mènent, il faut bien tout de même qu’ils aient des ennemis, même s’ils ne sont pas officiels. Quoique, là encore, un peu de perspicacité, quelques coups d’œil et un brin de probité permettent de découvrir que leur ennemi principal se trouve être, en vérité, celui qui remet en cause le système libéral dont ils sont à la fois les gérants et les humbles exécutants. Officiellement, ils ne disent pas tout à fait cela, surtout à gauche où l’on s’accommode parfaitement du système, mais pas encore du mot (libéral). Comme ersatz rhétoriques, ils disent combattre « l’intolérant », le « fanatique » ou « l’extrémiste », qui est en fin de compte, presque à chaque fois, qu’un simple opposant à ce système.

Les partis dits « extrémistes », l’extrême-gauche et l’extrême-droite, seraient donc les seuls à assumer complètement, dans une vraie transparence, la dialectique ami/ennemi. Car autant pour l’un que pour l’autre, c’est le système libéral mondialiste qui est l’ennemi, et eux ne se partagent pas les amis (sauf pour l’extrême-gauche, qui coltine parfois avec les partis au pouvoir dans tout ce qui a trait aux conséquences du libéralisme mondialisé : la révolution des mœurs, l’immigration etc.). La logique du conflit étant plus prégnante chez eux, l’opposition étant plus claire, plus assumée, plus nette – c’est à croire que la politique, au sens schmittien, n’existerait réellement que chez eux. Seuls les partis que l’échiquier en vigueur placerait aux extrêmes feraient, en somme, de la politique. Le reste ne serait que du secrétariat.

Ce point de vue schmittien de la politique, s’il est original et sans doute pas tout à fait valable à cent pour cent, a au moins le mérite de nous faire réfléchir et de remettre en cause l’idée que la politique ne serait faite que par ceux qui seraient véritablement aux manettes, les autres n’ayant qu’une fonction tribunicienne, et qui devraient toujours souffrir du reproche de leur soi-disant inutilité. En effet, combien de fois avons-nous entendu des membres de l’UMP dirent à ceux du Front National qu’ils ne servaient à rien, si ce n’est râler, sous prétexte qu’ils n’obtenaient jamais le pouvoir ? Et de même aujourd’hui pour le PS à l’égard du Front de gauche de Mélenchon ?

Mais si, en fait, il n’y avait plus qu’eux qui faisaient de la… politique ?

The horizontally totalitarian future-world

The horizontally totalitarian future-world

Ex: http://majorityrights.com/

robot_A.jpgLast February, by way of an introduction, I put up a post about the great German jurist Carl Schmitt.  He is a highly useful guide to the ways of Power.  His elucidation of the theoretics of state power in extraordinary times established the framework employed by many, and probably most, thinkers in this, let’s say, increasingly topical field.  In particular, Schmitt’s concepts of the decision and the state of exception open up the operation of total power for examination like a dead butterfly on a display board.

 

As Tom Sunic wrote in Homo Americanus: child of the postmodern age:-

Carl Schmitt ... realized an age old truth; namely, political concepts acquire their true meanings only when the chief political actor, i.e. the state and its ruling class, find themselves in a sudden and unpredictable state of emergency. Then all former interpretations of “self-evident” truths become obsolete. One could witness that after the terrorist attack of 9/11 in America — an event that was never fully elucidated — the ruling class in America used that opportunity to redefine the legal meaning of the expressions “human rights” and “freedom of speech.” After all, is not the best way to curb real civic rights the adoption of abstract incantations, such as “human rights” and “democracy”?

What just about everyone with a triple-digit IQ understands is that the events of 11th September 2001 and the subsequent War on Terror have been ruthlessly exploited throughout the West to advance a profoundly undemocratic and disturbing domestic security agenda.  Whether a true state of exception ever existed is highly doubtful.  But Power decides what is moral and what is, in a vulgar sense, true.  It has decided that its officers shall usurp the legal code at will, and shall stipulate on their own authority the terms under which its citizens go about their business.

I happen to live under the most abusive of any Western government in this respect.  The UK authorities have the Civil Contingencies Act already, and a growing DNA database to which it is intent upon adding us all, and on top of that it is constructing the complete surveillance society.  But the trend is appearing everywhere.

What this amounts to is an impressively uniform and aggressive war on the defence of civic liberties which have informed Western legal codes for centuries.  Its significance is vast and unmistakable: the foundations are being laid for a different kind of political regime, to be conducted in a permanent state of exception.  The Executive is strengthening and freeing itself as a body empowered, but in no way constrained, by ad hoc procedural law subject only to official decision.

The big question is: what structure of global/local government will emerge out of this new strength and freedom?

In local, day-to-day terms, it will decide for domestic policy blandness and irrelevance - the towering racial injustice of an anti-white MultiCult make that inevitable.  Meanwhile, the moral duty of government and public alike will be directed to far-flung places where “profitable problems” require corporate-military intervention.

To all intents and purposes, this will be a totalitarianism or dictatorship, if only because it must regulate more and more social relations in the interests of racial panmixia in order to resolve the problem of the European natives.  But I can’t see how any form of world-wide imperial police state can emerge from the new dispensation, even given the coming of global economic unity. 

If one assumes, as I do, that this dispensation represents the deepest political convictions of a diverse, internationalist power elite, and not only the will of bankers and mega-corporations, it is apparent that there is no “centre” capable of, or needful of, global government through a totalitarian vertical heirarchy.  Schmitt holds the key.  A permanent, global state of exception and the distribution of decision are enough.  The governing class will operate as it does today, patronised and informed of its obligations by the higher elites without those elites ever comprising a structured global government themselves.

In a word, the deracinated, de-sovereignised, and legally denuded post-nation ...

“There is no place in modern Europe for ethnically pure states. That is a 19th-century idea, and we are trying to transition into the 21st century, and we are going to do it with multi-ethnic states.”
Wesley Clark, to a CNN reporter in 1999

“The president believes the world will be a better place if all borders are eliminated—from a trade perspective, from the viewpoint of economic development and in welcoming [the free movement of] people from other cultures and countries.”
Tom Hogan, president of Vignette Corporation, speaking after a convseration with Bill Clinton in Australia in 2001

... can be governed by a structure no different than the one that governs it now.

The future will, then, continue to be plural, and yet will be totalitarian.  Our lives will be free in the ways that we are required to live them, but will be regulated in every other.  We shall have “nothing to fear if we are innocent” from a non-law that is subject wholly to the decision of the, of course, always benign official.

Leviathan will command a near borderless world of super-diversity filled with national symbols.  And we WILL be happy, although it will be as impossible to struggle for happiness as it will for political freedom.

lundi, 07 février 2011

Mircea Eliade über Carl Schmitt und René Guénon

Mircea Eliade über Carl Schmitt und René Guénon

Ex: http://traditionundmetaphgysik.wordpress.com/

Er [Carl Schmitt] sagt mir, er sei ein Optimist in Bezug auf die Zukunft Europas. Nationalismus wie Internationalismus sind gleichermaßen überholte Modelle.
(Eintrag vom Mai 1944, S. 108)

eliadeJP.jpgDie State University of New York Press hat die englische Übersetzung des „portugiesischen Tagebuchs“ (Jurnalul portughez) von Mircea Eliade – er war von 1941-45 rumänischer Botschafter in Lissabon – veröffentlicht:


Mircea Eliade: The Portugal Journal. Translated with a preface and notes by Mac Linscott Ricketts. SUNY Press, 296 Seiten, Hardcover/Paperback, Neu-York 2010.
(Rumänische Ausgaben:

Ernst Jünger hatte in den „Strahlungen“, seinem Kriegstagebuch, Carl Schmitts Bericht von Eliades Besuch in Berlin wiedergegeben (Eintrag vom 15.11.1942, über Jüngers Gespräch mit Schmitt über Eliade wird dieser wiederum am 27.12.1942 informiert, siehe S. 54). In Eliades Tagebuch findet sich nun sein Bericht über die Begegnung, demzufolge Eliade von Schmitts Werk nur „Die romantische Politik“ [recte: Politische Romantik] kenne, die in Rumänien großen Einfluß auf Nae Ionescu und dessen Kreis ausgeübt habe. Aber Schmitt zeigt kein Interesse, das Gespräch in diese Richtung lenken zu lassen, lieber spricht er über die Politik der Regierung Salazars. Allerdings noch mehr lebt Schmitt zu dieser Zeit im symbolischen Gehalt des „Leviathan“ auf (vier Jahre nach Erscheinen des Buches, aber sicher vor allem auch im Hinblick auf die im Jahr 1942 erscheinende weltgeschichtliche Betrachtung „Land und Meer“), erwähnt selbstverständlich „Moby Dick“ und wünscht sich von Eliade entsprechende Literatur über Mythen und Symbolik, insbesondere „Zalmoxis“. Und nun unsere Übersetzung des restlichen Eintrags, der nur auf „Berlin, September [1942]“ datiert ist:

Was mich an Schmitt beeindruckt, ist sein metaphysischer Mut, sein Nonkonformismus, die Weite seiner Sicht. Er bietet uns eine Flasche Rheinwein an und bedauert, daß ich morgen bereits nach Madrid abreise. Er sagt, der interessanteste lebende Mensch ist René Guénon (und er ist erfreut, daß ich ihm zustimme).
(S. 32)


In „Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Sinn und Fehlschlag eines politischen Symbols“ (1938, Nachdruck Köln 1982) erwähnt Schmitt bekanntlich Guénons „La crise de la monde moderne“ aus dem Jahr 1927 in einer Fußnote auf S. 44 mit dessen Feststellung daß

„die Schnelligkeit, mit der die ganze mittelalterliche Zivilisation dem Vorstoß des 17. Jahrhunderts unterlag, unbegreiflich sei, ohne Annahme einer rätselhaften, im Hintergrund bleibenden ‘volonté directrice’ und eine ‘idée préconçue’.“

Die von Schmitt zitierte Stelle lautet in der deutschen Übersetzung „Die Krisis der Neuzeit“ (Köln 1950), S. 33:

Wir wollen uns hier nicht unterfangen, den gewiß sehr verwickelten Beweggründen nachzugehen, die sich zu diesem Wandel vereinigten. So grundstürzend war er, daß schwerlich anzunehmen ist, er habe ganz von selbst eintreten können ohne das Eingreifen einer lenkenden Willensmacht, deren wahres Wesen notwendigerweise rätselhaft genug bleibt. Es gibt da Umstände, die im Hinblick darauf doch recht sonderbar sind: Dinge, die in Wirklichkeit längst bekannt waren, werden zu einem bestimmten Zeitpunkt der Allgemeinheit zugänglich gemacht und dabei als neu entdeckte hingestellt; bis dahin waren sie um gewisser ihrer Nachteile willen, die ihre Vorteile aufzuheben drohten, in der Öffentlichkeit unbekannt geblieben.

Schmitt erwähnt dies im Zusammenhang mit den rosenkreuzerischen Verbindungen des offiziellen Vaters der Neuzeit, René Descartes. Interessanterweise hat Schmitt gerade, wie wir seit Mehrings Biographie wissen, in dem Jahr der Enstehung des „Leviathan“ häufiger Julius Evola getroffen (ebenso Johann von Leers, der eine Besprechung des „Leviathan“ für den „Weltkampf“ verfaßt und ironischerweise in den Fünfziger Jahren – wie Guénon – nach Kairo übersiedeln und sich zum Islam bekennen wird.)

eliade_portugal_journal.jpgEvola hat 1942 „Il filosofo mascherato“, die Besprechung eines Buches von Maxime Leroy über Descartes’ deviantes Rosenkreuzertum und seine Rolle im Rahmen der Gegeninitiation, in „La Vita Italiana“ veröffentlicht. (Deutsche Übersetzung: Der Philosoph mit der Maske, in: Kshatriya-Rundbrief, Nr. 7, 2000) Schmitts „Leviathan“ besprach Evola bereits 1938 in „La Vita Italiana“ (nachgedruckt in zwei weiteren wichtigen italienischen Zeitschriften). Evola kommt im übrigen in Eliades Tagebuch laut Index nicht vor.

Am 17. Februar 1943 trifft Eliade jedenfalls den Pariser Korrespondenten der „Kölnischen Rundschau“, Dr. Mário, der einst für den „Cuvântul“ geschrieben hat und sich als Freund von Nae Ionescu bezeichnet.

Wir sprachen eine lange Zeit. Er ist gerade aus Paris gekommen. Er scheint kein großer Anhänger von Hitler zu sein. Er ist der Überzeugung, daß René Guénon die interessanteste Person unserer Zeit sei. (Ich glaube das nicht immer, tue es aber oft. Obwohl ich Aurobindo Ghose für „verwirklichter“ halte.)
(…) Ich berichte ihm über mein Gespräch mit Carl Schmitt im Sommer vergangenen Jahres. Er ist überrascht, daß Schmitt Guénon schätzt.
(S.37)

Selbstverständlich finden sich in Eliades Tagebuch zahlreiche Eintragungen über Nae Ionescu, Emil Cioran, Constantin Noica, und im Westen weniger bekannte Vertreter dieses Kreises, und auch über den eigenständigen Religionsphilosophen Lucian Blaga (in dessen Raumkonzeption Schmitt interessante Aspekte zu finden hoffte, den er aber in Bukarest nicht treffen konnte, S. 108).

Zum Kontext des Kreises der „Generaţia nouă“ um ihren Lehrer Nae Ionescu und „Cuvântul“ siehe:

Corneliu Codreanu und die „Federn“ des Erzengels
Constantin Noica, der letzte große Metaphysiker

Cristiano Grottanelli hat das Gespräch Eliade/Schmitt über den abwesenden Guénon bereits zum Thema eines Aufsatzes gemacht:

Mircea Eliade, Carl Schmitt, René Guénon, 1942.

Jurnalul portughez si alte scrieri, Bukarest 2006, Jurnalul portughez, Bukarest 2010)

samedi, 05 février 2011

De lo politico en el pensamiento de Carl Schmitt

charlemagne.jpg

 

De lo político en el pensamiento de Carl Schmitt

Dick Tonsmann Vásquez



Vamos a comenzar esta parte con la definición de Schmitt de lo político. Como se verá, se trata de un concepto sustancialista asociado al origen de las naciones y a la posibilidad de la guerra. En esta marco, hablaremos del sentido o sinsentido que tendría hablar de una guerra contra la humanidad y, sobre ello, nos referiremos al ‘enemigo absoluto’ desde la distinción entre régimen y Estado. Y esto nos llevará finalmente hacia algunas conclusiones del tipo de la filosofía práctica para los sucesos contemporáneos de la política peruana.

Para comenzar, la definición de Schmitt sobre lo político se basa en el criterio de distinción amigo – enemigo, de la misma forma que la moral requiere de la distinción entre el bien y el mal, y la estética posee el criterio de la distinción entre lo bello y lo feo. Una comparación analógica que no debe significar en ningún caso una equiparación entre lo bueno y el amigo o entre lo malo y el enemigo, de la misma manera que lo bello tampoco puede identificarse ni con lo bueno ni con el amigo. Además, es importante indicar que lo político no se reduce a una identificación con lo estatal, pues en las sociedades democráticas contemporáneas el Estado no tiene el monopolio de lo político sino que ámbitos tales como la religión, la cultura o la economía misma, que son instancias sociales, dejan de ser neutrales y se vuelven potencialmente políticas. Así, el Estado tal y como lo conocemos ya no puede ser considerado como un ámbito distintivo de lo que llamamos precisamente ‘lo político’.

Las razones de un conflicto pueden ser religiosas, culturales o económicas, pero lo que las hace eminentemente políticas es el carácter mismo de conflicto que subyace a la lucha política en cuanto tal. Esto significa que la autonomía de tal criterio no supone necesariamente una independencia en la realidad pero sí supone un diferente modo de ser constitutivo de lo humano. Lo que ocurre es que la manifestación del conflicto en esas otras áreas es sólo la expresión de una naturaleza más originaria del hombre y del Estado. Así, esta concepción esencialista de la política subyace al origen de las naciones cuya naturaleza es entendida desde una perspectiva romántica en tanto que apela a la idea de una especie de sentimientos originarios puros. Desde esta perspectiva es que se afirma que los pueblos se definen en tanto que se agrupan como amigos y por negación de sus enemigos.

Ahora bien, el surgimiento de las nacionalidades y de los Estados – nación es un hecho que, generalmente, tendemos a ubicar en la Reforma Luterana. Sin embargo, el carácter conflictivo de la naturaleza política en su sentido óntico parecería estar inscrito en todo individuo si nos ceñimos a la concepción sustancialista de Schmitt. Por lo tanto, los Estados – nación que conocemos no serían sino una de las últimas expresiones de este concepto de lo político. Estados que, incluso, al ser invadidos por la sociedad civil, como se ha señalado, no suponen ya una identificación simple con el hecho político.

De la misma forma, este carácter esencial de la distinción amigo – enemigo también se puede referir a las diferencias partidarias que se producen en el interior de un Estado. Así, no se entienden como simples discusiones sino que la “lucha partidaria” conlleva necesariamente la idea de “lucha hostil”, entendida ésta como posibilidad eventual siempre presente dada su naturaleza existencial. Por ello, desde esta perspectiva, el nivel máximo de la enemistad encuentra su cumplimiento en la guerra, ya sea como guerra externa o como guerra civil. Esto no hay que entenderlo en el sentido de Clausewitz, para quien la guerra no era sino la continuación de la política por otros medios. Sino que ha de comprenderse en el sentido de que la guerra es el presupuesto de la política en tanto que es una posibilidad real siempre presente a partir de la cual se origina la misma conducta política.

Así, se puede considerar que Schmitt no tiene propiamente un discurso belicista mi militarista pues asume que, incluso, una actuación políticamente correcta en contra de la guerra presupondría la distinción amigo – enemigo. También la neutralidad conlleva la posibilidad de que el Estado neutral pueda aliarse con otro Estado como amigo en contra de otro que considera como enemigo. Esto significa un concepto esencialista de la política pero que no resulta determinante de una realidad concreta sino que permite diversas formas de realización existencial. Aunque la definición de Schmitt de lo político no significa por sí mismo un criterio valorativo, puede permitir pensar de manera valorativa la acción política. Una tal valoración a posteriori no anula la descripción a priori ni viceversa. Tampoco debemos entender el principio sustancial de la relación amistad – enemistad como un principio zoológico a la manera de Hobbes, quien repetía la famosa sentencia homo homini lupus, sino que la determinación existencial sobre quién en concreto es el amigo y quién el enemigo procede invariablemente de la libertad del hombre que le es consustancial. Por lo cual, la sentencia latina antes señalada resulta ser cambiada por la afirmación de que “el hombre es el hombre para el hombre”.

Aunque la definición del enemigo depende del ejercicio de dicha libertad en el marco de las agrupaciones políticas, tal libertad no puede llegar razonablemente al punto en que se pueda pensar en una lucha de la humanidad toda en su conjunto pues, entonces, ¿quién sería el enemigo? Ni siquiera el enemigo deja de ser hombre de modo que no hay aquí ninguna distinción específica”.

Si pensamos en la humanidad como el conjunto de todos los seres humanos es imposible pensar en un enemigo de tal humanidad de forma que toda ella pueda agruparse frente a un enemigo común en el sentido de otra agrupación o pueblo de hombres.

Sería posible pensar en un enemigo de la humanidad en el sentido de alguien que desee exterminar la raza humana por considerarse un ser superior más que humano. Sin embargo, Schmitt podría responder que esta última disquisición no tiene que ver con su criterio teórico en tanto que principio distintivo de carácter óntico, sino que podría explicarse como una retórica política que pretende justificar una guerra apelando a un conjunto de nociones alteradas de la idea propia de humanidad. En ese sentido, también aquellos que actuarían en las guerras posteriores bajo la idea de que están defendiendo tal humanidad, lo que en realidad hacen, por contrapartida, es convertir al enemigo en un ser inhumano por razones morales y proclamar su necesario aniquilamiento. Se trata, en este último caso, de la utilización de un criterio moral en un área distinta de la suya, subsumiendo lo político de tal forma que el enemigo termina siendo degradado a la condición de criminal. Una intromisión de discursos que, en realidad, se podría entender como una manipulación del discurso moral para justificar una agresión de carácter hegemónico o en pro de un imperialismo económico. De esta manera, el concepto de humanidad no sólo se impondría acríticamente eliminando el significado de lo político mismo, sino que, además, se convierte en uno de los tantos conceptos ideológicos antifaz hechos para justificar lo injustificable.

Si pensamos estrictamente en una reducción de lo político a categorías morales tal como lo entiende Schmitt, se ha convertido al enemigo en criminal de guerra. Pero habría que diferenciar si se trata de una ideologización previa (como cuando Bush hablaba de la “libertad infinita”), con lo cual la intromisión de lo moral en lo político resulta ser simplemente tendenciosa e hipócrita; o si se trata de la consecuencia de la violación de los usos de la guerra del Derecho Internacional establecido. Una cosa es un gobierno genocida y otra cosa es una unidad política cuya existencia va más allá de un régimen eventual y pasajero. No era lo mismo combatir a los nazis que luchar contra Alemania ¿o acaso correspondió el holocausto con una forma de ser de la unidad política alemana? Por consiguiente, la criminalización del enemigo no puede significar la criminalización de todo un país o una nación. Una absolutización del concepto de enemigo que sí ha ocurrido en la retórica del caso de Irak con la estigmatización del Islam y, en consecuencia, con la criminalización de tal religión.

Por otro lado, en la obra El concepto de lo político, redactada en el período de entreguerras, se criticaba a la liga existente en aquellos años por confundir lo interestatal con lo internacional. El primero de estos conceptos se refiere a la garantía del status quo de las fronteras nacionales por parte de la Liga. Pero el concepto de internacional, como en el caso de la Internacional Socialista, supone una sociedad universal despolitizada al responder a la tendencia imprecisa de buscar el Estado único como un postulado ideal. Para Schmitt queda claro que sólo un Estado ideal apolítico, es capaz de dar tal paso y convertir el enemigo en un criminal.

Sin embargo, tal Estado es para Schmitt una imposibilidad práctica, aunque se preconice teóricamente. Las tendencias hacia esta situación vienen del lado de un liberalismo individualista que, buscando eliminar todo lo que puede coaccionar su libertad (incluyendo el propio Estado y su correspondiente monopolio organizado de la violencia legítima), termina por entronizar el imperio de lo económico y poniendo el aspecto ético – espiritual en la dinámica de una eterna discusión. Precisamente por el lado de lo económico es que tal Estado único resulta ser tan sólo una ficción pues lo que ocurre, en realidad, es que la economía se vuelve en un hecho político al desarrollar nuevos tipos de oposición que llevarían claramente a la guerra, aunque ésta no deba ser entendida necesariamente en el sentido de la lucha de clases marxista. Lo mismo ocurre bajo la idea de declarar una “guerra contra la guerra”, pues ello haría dividir la humanidad entre dos agrupaciones políticas y el criterio amigo – enemigo seguiría siendo la distinción específica de lo político. Ningún autoproclamado Estado universal podría anular lo que es una naturaleza de carácter óntico. Sólo podrá haber el intento de una agrupación de países de apropiarse del derecho a la guerra estructurando el Derecho Internacional bajo sus propios intereses. Así se entiende a la ley positiva como la búsqueda de la legitimación de una situación en la que los interesados sólo pretenderían encontrar estabilidad para su ventaja económica y poder político aunque lo disfracen de discursos moralistas.

Para Schmitt, a pesar de la voluntad de los juristas internacionales de que esto no sea así, ningún sistema de leyes puede evitar la diferenciación sustancial entre enemigos que presupone la guerra. Esto no significa que no se deba trabajar en beneficio de un nuevo orden que establezca “nuevas líneas de amistad” entre los pueblos, al margen de la eficacia o ineficacia de la actual ONU. Para Schmitt, el error está en que el organismo surgido de la Segunda Guerra Mundial fue una construcción de los vencedores que creyeron que su victoria era la victoria definitiva y ello los incapacitaba para poder plantear nuevas respuestas a los Challenges de la historia. ¿No son los sucesos contemporáneos, además de un nuevo Challenge, una nueva llamada de atención sobre la futilidad de un modelo liberal de carácter monista? Schmitt vislumbró que el orden futuro del mundo se convertiría en un pluralismo multipolar y que, aquello que marcará el desarrollo de los grandes espacios, dependerá de la fuerza en que una agrupación de pueblos o de naciones puede mantener el proceso de desarrollo industrial siendo fieles a sí mismos y no sacrificando su identidad por el carácter tecnológico de dicho desarrollo, “no solamente por la técnica, sino también por la sustancia espiritual de los hombres que colaboraron en su desarrollo, por su religión y su raza, su cultura e idioma y por la fuerza viviente de su herencia nacional”.

En otras palabras, que el orden del globo dependerá de un comunitarismo amplio de mundos de la vida fuertes ante toda racionalización sistémica dominante de la techne y el progreso.

Ahora bien, las consecuencias de esta reflexión para la comprensión de los sucesos políticos contemporáneos que nos impelen directamente deberían ser más que evidentes. Tanto si hablamos de los sucesos de Bagua, como de la situación del VRAE o de las relaciones entre el Perú y los demás Estados en los momentos de una aparente carrera armamentista. Una vez que el Estado peruano ha sido invadido por la Sociedad Civil, se pierde paulatinamente el principio del monopolio de la violencia. ONGs, movimientos políticos de naturaleza anarquista con características delictivas, así como partidos de carácter revanchista que estigmatizan al Estado colaboran para la destrucción de cualquier tipo de unidad sustancial o espiritual nacional que debería personalizar nuestro sistema político. Así se termina haciéndole el juego al liberalismo económico y político internacional cuyo resultado no puede ser otro que la crisis mundial.

El ideal de nuestro Estado ha de ser que las formas políticas expresen nuestra herencia cultural y ello no parece haber ocurrido precisamente a lo largo de nuestra república en todo sentido. El desprecio por comunidades andinas o del oriente peruano de parte de un régimen que, por ejemplo, se dedica principalmente a Tratados de Libre Comercio, significa, a la larga, una destrucción física y moral que justificaría una lucha constante contra este sistema. Ello, por supuesto con las salvedades apropiadas: no se justifica ninguna intervención extranjera ni tampoco el terrorismo indiscriminado porque eso precisamente destruye las comunidades que pretendemos defender.

Por otra parte, así como las Convenciones por sí solas no son suficientes para evaluar la justicia en la Guerra, la terquedad en aferrarse a leyes positivas es una ingenuidad jurídica, además de ser un abandono de las experiencias humanas morales que están a la base de cualquier sistema de Derecho. Las relaciones entre personas son más primigenias que las relaciones jurídicas y esto es algo que se ha olvidado tanto en el ámbito internacional como en el ámbito de nuestro país. Asimismo las políticas de la amistad no pueden ser tan ingenuas como para creer que no va a haber conflicto porque nos sometemos a los Tratados

Es en esta línea en que se debe plantear la cuestión de los Derechos. Tan malo es una imposición jurídica de Derechos entendidos en sentido liberal moderno a la manera norteamericana, como el desprecio por la vida y la libertad. Así, la defensa de la comunidad debe verse como defensa de la riqueza cultural, alimentada por la naturaleza material propia. Ni la salvaguarda de un modelo liberal ni la repetición de rebeliones de países vecinos resulta auténtica.

Bagua, el VRAE o lo que se venga en las relaciones internacionales es y será precisamente el resultado de este conflicto irresoluble sintéticamente entre la globalización y la defensa de la comunidad. Así, hemos asistido, y probablemente seguiremos asistiendo, a conflictos sociales con el peligro de que devengan en cosas mayores; y todo es y será el resultado tanto del eterno y dinosáurico paternalismo económico que, no solo está fuera de nuestras fronteras, sino que está dentro y que, incluso, nos gobierna, así como de la marginación y el caos burocrático. Razón que nos lleva a repetir una vez más, junto con las encíclicas sociales de la Iglesia Católica que “No habrá paz sin una verdadera justicia social”.

 

dimanche, 19 décembre 2010

The Return of Carl Schmitt

The Return of Carl Schmitt

 Scott Horton

 

"Woe unto him who has no enemy, for at the Last Judgment I shall be his enemy."
- Carl Schmitt, Ex Captivitate Salus (1950)

 

Schmitt_nomos_de_la_terre-23a63.jpgA recent study points to 108 deaths in detention in the War on Terror, with a substantial part clearly linked to the Bush Administration’s controversial new coercive interrogation practices. Some of the most egregious cases involve the CIA. In this week’s New Yorker, Jane Mayer takes a close look at one case – that of Manadel al-Jamadi. Approximately two years ago, Jamadi died at the infamous Abu Ghraib prison near Baghdad. His death was quickly ruled a homicide, a CIA investigation found clear indicia of criminal wrongdoing, and with that the matter was placed in the hands of Paul McNulty – the U.S. Attorney for the Eastern District of Virginia and now the Bush Administration’s new nominee to serve as Deputy Attorney General. Since that time, from all appearances nothing has been done – the file has languished “in a Justice Department drawer,” in the words of one of Mayer’s informants.

Mayer, whose earlier writings have greatly contributed to the public understanding of the detainee abuse scandal, astutely recognizes the wide-ranging significance of the case. Justice in a homicide case is important enough, but this case raises another and potentially far more troublesome question: Has the Department of Justice been corrupted by its “torture memoranda”? Would a prosecution expose indelible links between the crime and the highest echelons of the Department of Justice? The question is not far-fetched. Indeed, its potential to rock the Bush Administration dwarfs that of the Plamegate scandal. As Marty Lederman established in a lengthy series of posts, the “torture memoranda” served a concrete double function: they overcame Agency objections that certain interrogation techniques violated the law (by furnishing an Attorney General opinion that they were lawful), and they offered effective impunity to CIA agents who uses these techniques. I caution that this is the function they were intended to serve. Whether memoranda of the Office of Legal Counsel can actually shield those who rely on them from prosecution is doubtful.

Let us assume that the techniques employed on Jamadi – including the likely fatal “Palestinian hanging” approach – were within the scope of the torture memoranda. Were charges to be brought against the agent who had custody of Jamadi and used the fatal technique, he would certainly plead the torture memoranda as an affirmative defense. Confronted with such claims, a truly independent prosecutor would have to consider the possibility that the authors of these memoranda counseled the use of lethal and unlawful techniques, and therefore face criminal culpability themselves. That, after all, is the teaching of United States v. Altstötter, the Nuremberg case brought against German Justice Department lawyers whose memoranda crafted the basis for implementation of the infamous “Night and Fog Decree.” Who can imagine Paul McNulty, now nominated to serve as Alberto Gonzales’ deputy, undertaking such an investigation of his boss? Hence, McNulty’s dilemma is understandable, but his failure to act should not be lightly dismissed.

Mayer’s article raises fair and compelling questions about McNulty’s handling of the Jamadi homicide case – and about the role of the Department of Justice in the investigation of detainee homicides generally.

But Mayer’s article is significant for another reason. It sheds new light on one of two of the “torture memoranda” which is not yet in the public domain, but has long been viewed as critical to understanding the inhumane practices that became commonplace in Iraq beginning in the fall of 2003.



A March [14], 2003, classified memo was “breathtaking,” the same source said. The document dismissed virtually all national and international laws regulating the treatment of prisoners, including war-crimes and assault statutes, and it was radical in its view that in wartime the President can fight enemies by whatever means he sees fit. According to the memo, Congress has no constitutional right to interfere with the President in his role as Commander-in-Chief, including making laws that limit the ways in which prisoners may be interrogated. Another classified Justice Department memo, issued in August, 2002, is said to authorize numerous “enhanced” interrogation techniques for the C.I.A. These two memos sanction such extreme measures that, even if the agency wanted to discipline or prosecute agents who stray beyond its own comfort level, the legal tools to do so may no longer exist. Like the torture memo, these documents are believed to have been signed by Jay Bybee, the former head of the Office of Legal Counsel, but written by a Justice Department lawyer, John Yoo, who is now a professor of law at Berkeley.



As has been noted in this space before, the March 14, 2003 Yoo memorandum has assumed a “Rosetta Stone” quality. It was transmitted to the Department of Defense as advice at a critical juncture – as the Iraq War moved off the drawing boards and into reality, and questions were repeatedly raised about how the Geneva Conventions were to be applied. But that's not all. Mayer's article now suggests the existence of other advice which explicitly addressed the situation in Iraq:

By the summer of 2003, the insurgency against the U.S. occupation of Iraq had grown into a confounding and lethal insurrection, and the Pentagon and the White House were pressing C.I.A. agents and members of the Special Forces to get the kind of intelligence needed to crush it. On orders from Secretary of Defense Donald Rumsfeld, General Geoffrey Miller, who had overseen coercive interrogations of terrorist suspects at Guantánamo, imposed similar methods at Abu Ghraib. In October of that year, however—a month before Jamadi’s death—the Justice Department’s Office of Legal Counsel issued an opinion stating that Iraqi insurgents were covered by the Geneva Conventions, which require the humane treatment of prisoners and forbid coercive interrogations. The ruling reversed an earlier interpretation, which had concluded, erroneously, that Iraqi insurgents were not protected by international law.



SCHMITT_HamletHecuba_MED.gifDocuments which have circulated in connection with the Fay/Jones and Taguba Reports made clear that following the issuance of high-level legal advice outside normal Department of Defense channels, command authorities in Iraq no longer considered the Geneva Conventions to restrain them in their handling of detainees. Internal email traffic among military intelligence units is consistent: Once you label the insurgent detainees as “terrorists,” “they have no rights, Geneva or otherwise.” It seems highly improbable that officers carefully trained in the Geneva rules would suddenly discard them on their own initiative. To the contrary, it is reasonably clear that instructions to that effect were transmitted from a very high source. The Yoo memoranda are critical to understanding what happened, and the March 14, 2003 combined with the initial OLC advice concerning treatment of insurgents in Iraq are likely the most significant pieces of the puzzle not yet in place.

But where exactly did Yoo come up with the analysis that led to the purported conclusions that the Executive was not restrained by the Geneva Conventions and similar international instruments in its conduct of the war in Iraq? Yoo’s public arguments and statements suggest the strong influence of one thinker: Carl Schmitt.

The Friend/Foe Paradigm
Perhaps the most significant German international law scholar of the era between the wars, Schmitt was obsessed with what he viewed as the inherent weakness of liberal democracy. He considered liberalism, particularly as manifested in the Weimar Constitution, to be inadequate to the task of protecting state and society menaced by the great evil of Communism. This led him to ridicule international humanitarian law in a tone and with words almost identical to those recently employed by Yoo and several of his colleagues.


Beyond this, Yoo’s prescription for solving the “dilemma” is also taken straight from the Schmittian playbook. According to Schmitt, the norms of international law respecting armed conflict reflect the romantic illusions of an age of chivalry. They are “unrealistic” as applied to modern ideological warfare against an enemy not constrained by notions of a nation-state, adopting terrorist methods and fighting with irregular formations that hardly equate to traditional armies. (Schmitt is, of course, concerned with the Soviet Union here; he appears prepared to accept that the Geneva and Hague rules would apply on the Western Front in dealing with countries such as Britain and the United States). For Schmitt, the key to successful prosecution of warfare against such a foe is demonization. The enemy must be seen as absolute. He must be stripped of all legal rights, of whatever nature. The Executive must be free to use whatever tools he can find to fight and vanquish this foe. And conversely, the power to prosecute the war must be vested without reservation in the Executive – in the words of Reich Ministerial Director Franz Schlegelberger (eerily echoed in a brief submission by Bush Administration Solicitor General Paul D. Clement), “in time of war, the Executive is constituted the sole leader, sole legislator, sole judge.” (I take the liberty of substituting Yoo’s word, Executive; for Schmitt or Schlegelberger, the word would, of course, have been Führer). In Schmitt’s classic formulation: “a total war calls for a total enemy.” This is not to say that in Schmitt’s view the enemy was somehow “morally evil or aesthetically unpleasing;” it sufficed that he was “the other, the outsider, something different and alien.” These thoughts are developed throughout Schmitt’s work, but particularly in Der Begriff des Politischen (1927), Frieden oder Pazifismus (1933) and Totaler Feind, totaler Krieg, totaler Staat (1937).

A Practical Guide to Evasion of the Geneva Conventions
Given this philosophical predisposition, how was a lawyer then to evade the application of the Geneva and Hague Conventions? Here an answer can be drawn not from Schmitt’s academic works, but from a series of determinations by the German General Staff which quite transparently reflected the influence of the then-Prussian State Councilor Carl Schmitt. A careful review of the original materials shows that the following rationales were advanced for decisions not to apply or to restrict the application of the Geneva Conventions of 1929 and the Hague Convention of 1907 during the Second World War:




(1) Particularly on the Eastern Front, the conflict was a nonconventional sort of warfare being waged against a “barbaric” enemy which engaged in “terrorist” practices, and which itself did not observe the law of armed conflict.
(2) Individual combatants who engaged in “terrorist” practices, or who fought in military formations engaged in such practices, were not entitled to protections under international humanitarian law, and the adjudicatory provisions of the Geneva Conventions could therefore be avoided together with the substantive protections.
(3) The Geneva and Hague Conventions were “obsolete” and ill-suited to the sort of ideologically driven warfare in which the Nazis were engaged on the Eastern Front, though they might have limited application with respect to the Western Allies.
(4) Application of the Geneva Conventions was not in the enlightened self-interest of Germany because its enemies would not reciprocate such conduct by treating German prisoners in a humane fashion.
(5) Construction of international law should be driven in the first instance by a clear understanding of the national interest as determined by the executive. To this end niggling, hypertechnical interpretations of the Conventions that disregarded the plain text, international practice and even Germany’s prior practice in order to justify their nonapplication were entirely appropriate.
(6) In any event, the rules of international law were subordinated to the military interests of the German state and to the law as determined and stated by the German Führer.


The similarity between these rationalizations and those offered by John Yoo in his hitherto published Justice Department memoranda and books and articles is staggering. It is of course possible that John Yoo came upon all of this on his own, like a scholar laboring in some parallel universe unaware of the work of others. Possible. But not probable.

It is more likely that Yoo’s work is a faithful, through crude and occasionally flawed interpretation of Schmitt. I say "crude" principally because Schmitt expresses from the outset the severest moral reservations about his concept of "demonization." It is, he fears, subject to "high political manipulation" which "must at all costs be avoided." The use of this technique, he writes, may only be available when "the survival of the people is at stake." Der Begriff des Politischen, pp. 20-33. Yoo expresses no comparable hesitation, preferring simply to place all confidence in the Executive, and justifying this implausibly in the writings of the Founding Fathers.

But Yoo's conclusions are rendered even more inexplicable by another point. After World War II was over and the full horror of what the Axis Powers had done was apparent, a consensus was reached to overhaul the Geneva Conventions with the express intention of repudiating the German evasions of the Conventions listed above. So, while these positions may have been arguable with respect to the two 1929 Geneva Conventions, they hardly could be invoked with respect to the 1949 Conventions. But Yoo continues to cite them, oblivious to the shifts in text and commentary that occurred in 1949.

So how does Yoo come by the work of Carl Schmitt, and why does he fail to acknowledge it in his publications? Yoo is currently a scholar in residence at the American Enterprise Institute, the center stage of the American Neoconservative movement. That movement traces itself back to Leo Strauss, the political philosopher who lived and taught for many years in Chicago. Though a Jew forced to flee Nazi Germany, Strauss was a lifelong admirer of Carl Schmitt, a scholar and teacher of his works. Moreover, Strauss’ early work in Germany played a key role in development of the Begriff des Politischen, and Schmitt’s intercession helped Strauss obtain a key scholarship that made his escape from Germany possible. Though arrested by the Americans and accused of complicity in Nazi crimes, Schmitt achieved a partial rehabilitation late in his life - thanks in large part to Leo Strauss. Indeed, Schmitt emerged as an essential part of the Neocon canon, and his work – including all the relatively obscure works cited here – were translated into English and published by the University of Chicago Press (also Yoo’s publisher). It is therefore hardly plausible to suggest that Yoo would be unfamiliar with the writings of Carl Schmitt. On the other hand, it is easy to surmise why he would fail to acknowledge his reliance on such a highly stigmatized writer. After all, Schmitt was a notorious antisemite best known for crafting the legal cover for Hitler's Machtergreifung.

Why Carl Schmitt Hates America
Carl Schmitt was a rational man, but he was marked by a hatred of America that bordered on the irrational. He viewed American articulations of international law as fraught with hypocrisy, and saw in American practice in the late nineteenth and early twentieth centuries a menacing new form of imperialism (“this form of imperialism… presents a particular threat to a people forced in a defensive posture, like we Germans; it presents us with the greater threat of military occupation and economic exploitation” he writes in 1932 – at a time of almost unprecedented American isolationism)(Die USA und die völkerrechtlichen Formen des modernen Imperialismus, p. 365). He saw in the peculiarly American notion of consensus-democracy an unsustainable foolishness, and in the Jeffersonian vision of small government with a maximum space for individual freedom a threat to his peculiar Catholic values.

Today, President Bush has again defended his indefensible treatment of detainees and claimed for himself rights that all his predecessors firmly disavowed. As president, he has cast aside the values of George Washington, Abraham Lincoln and Dwight Eisenhower – values on which the country was founded and built – and embraced instead those of Carl Schmitt, the lawyer who prostituted his genius to the cause of Fascism and fervently prayed for America’s destruction. What a great irony.

John Yoo and his colleagues present their critique of international humanitarian law as a validation of the sovereigntist tradition of the American Founding Fathers. That such claims can be taken seriously reflects a failure of critical thought in contemporary America. Yoo’s views on international humanitarian law have absolutely nothing to do with the Founding Fathers. They are a cheap, discredited Middle European import from the twenties and thirties. Viewed this way, it becomes increasingly clear where they would lead us.

mercredi, 01 décembre 2010

Un grand catholique: Carl Schmitt

Un grand catholique : Carl Schmitt

par Rémi Soulié

Ex: http://stalker.hautetfort.com/ 

Série: (Infréquentables, 6) - Tous les infréquentables.

Le texte de Rémi Soulié, ci-dessous légèrement amendé, a paru dans le numéro spécial de La Presse littéraire consacré aux écrivains infréquentables.

«Je tiens Carl Schmitt pour un profond penseur catholique…»
Jacob Taubes.


carl_schmitt9999.jpgAucun bricolage néo-kantien ne pourra longtemps masquer le nihilisme démocratique et la vacuité moderne – d’autant moins d’ailleurs que cet excellent lecteur de Kant que fut Jacobi diagnostiqua parmi les premiers la maladie nihiliste que les trois Critiques incubèrent fort peu de temps avant qu’elle ne se déclare. L’Europe, c’est-à-dire très exactement la chrétienté selon Novalis, ne pourra réagir qu’en opposant son antidote souverain : le catholicisme. On peut prendre la question dans tous les sens, ce n’est qu’en réactivant l’interrogation théologico-politique, comme l’ont compris Joseph de Maistre, Donoso Cortès, Carl Schmitt, mais aussi Leo Strauss et Jacob Taubes d’un point de vue juif, donc, en dernière analyse, chrétien, que l’on pourra faire rendre gorge au néant. L’adhésion très temporaire de Carl Schmitt au NSDAP (après d’ailleurs qu’il a mis tout Weimar en garde, dès 1932, sur le danger national-socialiste et l’urgence à interdire, par l’article 48 de la Constitution, les partis communiste et nazi) ne s’explique là encore que par la mystique au sens de Péguy – et non la politique: le catholique conséquent croyant en l’existence de l’univers invisible et donc des mauvais anges peut être abusé par les ruses et les séductions de l’Ennemi (au sens schmittien, d’une certaine façon, nous y reviendrons) jusqu’à prendre des vessies pour des lanternes et le point culminant du nihilisme actif (et non passif, celui-ci relevant de la juridiction démocratique) pour le paroxysme de la vérité. À la lettre oxymorique, il côtoie toujours les cimes des abîmes, comme un abbé Donissan ou un curé d’Ambricourt et à la différence de n’importe quel démocrate-chrétien. Les enfileurs de perles et les analystes du rien, hommes du ni oui ni non, font aujourd’hui écran au théologien politique, homme des affirmations absolues et des négations souveraines fidèle à l’Évangile («Que votre oui soit oui, que votre non soit non», Mt 5, 37) alors que ce dernier est évidemment requis par la tiédeur infernale. Le libéralisme, hostile à toute forme de vision, ne voit bien entendu se profiler aucune eschatologie à l’horizon de sa myopie : il rassemble l’alpha et l’oméga de l’Histoire – formule inadéquate quoique révélatrice de la parodie – dans l’alternance, le marché, l’hédonisme, le sentimentalisme et l’humanitarisme (ce que Schmitt appellera, non sans mépris, «la décision morale et politique dans l’ici-bas paradisiaque d’une vie immédiate, naturelle, et d’une «corporéité» sans problèmes» ou «les faits sociaux purs de toute politique»). Qui décidera de l’état d’exception en cas de guerre civile ? Le souverain, soit, personne (l’anti-personne démoniaque – en ceci, le désespoir demeure en politique une sottise absolue, puisque aussi bien le diable porte pierre).

Né en 1888 dans une famille catholique de Rhénanie lointainement originaire de Lorraine, le jeune Carl Schmitt se définit ainsi : «J’étais un jeune homme obscur, d’ascendance modeste […]. Je n’appartenais ni aux couches dirigeantes, ni à l’opposition […]. La pauvreté et la modestie sociale étaient les anges gardiens qui me tenaient dans l’ombre. C’était un peu comme si, me tenant dans un noir total […] j’avais depuis mon poste observé une pièce vivement éclairée […]. La tristesse qui me remplissait me rendait plus distant et suscitait chez les autres distance et antipathie. Pour les couches dirigeantes, quiconque ne vibrait pas à l’idée de les côtoyer était un corps étranger. Il s’agissait de s’adapter ou de se retirer. Je demeurai donc à l’extérieur.» Il poursuit : «Pour moi, la foi catholique est la religion de mes ancêtres. Je suis catholique non pas seulement par confession, mais par origine historique, et si j’ose dire, par la race» (où l’on notera, avec ce dernier terme, l’influence de Péguy).
Lecteur de L’Action Française, francophile, classique, latin, Carl Schmitt s’inscrit également dans la lignée des penseurs qui refusèrent l’absolutisation de la raison trop humaine aux côtés du Karl Barth commentateur de l’Épître aux Romains dans le domaine protestant ou de Martin Buber dans les études juives, fussent-elles hétérodoxes. Si, comme il l’affirme, tous les concepts fondamentaux de la théorie moderne de l’État sont des concepts théologiques sécularisés – ainsi, par exemple, de l’état d’urgence pensé en analogie avec le miracle puisque dans l’un et l’autre cas, la législation naturelle ou politique est rompue par ceux-là mêmes qui l’ont instituée –, seule la théologie permettra de cerner la vérité des sociétés qui croient s’être affranchies de l’une et de l’autre. Le libéralisme nie l’essence de la haute politique qui suppose, en termes schmittiens, un ennemi c’est-à-dire un conflit (chez les pères de l’Église et saint Augustin en particulier, l’Ennemi, c’est le Mauvais, ce qui peut être également le cas chez Schmitt dès lors que la dramaturgie historique oppose in fine le Christ et l’Antéchrist). En niant l’immortalité de l’âme ou en renvoyant cette croyance dans la sphère privée – ce qui revient au même –, le libéral tente de remplacer la tragédie par le vaudeville. La haute politique présuppose la croyance dans le péché originel, la discrimination de l’ami et de l’ennemi qu’elle induit, la dénonciation des leurres de l’Antéchrist – paix perpétuelle, harmonie universelle, gouvernement mondial («Vous savez vous-mêmes que le Jour du Seigneur arrive comme un voleur en pleine nuit. Quand les hommes se diront : Paix et Sécurité ! c’est alors que tout d’un coup fondra sur eux la perdition, comme les douleurs sur la femme enceinte, et ils ne pourront y échapper» (I Thessaloniciens, 5, 2-3) -, l’acceptation de notre condition de créature, donc d’être limité voué à la mort voire au «sérieux» du sacrifice, la décision, enfin, dont l’infaillibilité pontificale pourrait être l’un des modèles. Avec Donoso Cortès, Carl Schmitt considère que le libéralisme et la démocratie consistent soit à ne pas répondre à la question «le Christ ou Barrabas ?» en multipliant les motions de renvoi en commission ou, mieux, en créant une commission d’enquête, soit à y répondre nécessairement par la libération de Barabbas, comme Hans Kelsen en convient d’ailleurs mais pour s’en féliciter, c’est-à-dire par la mise à mort de Dieu – ou, dirait Benny Lévy d’un point de vue juif donc chrétien, par le «meurtre du Pasteur». (L’établissement de la République, en France, releva encore partiellement du domaine politique et donc non libéral puisque les républicains avaient désigné en l’Église catholique l’ennemi «schmittien», et c’était de bonne guerre cela va de soi; la «lutte millénaire entre le christianisme et l’islam» (La Notion de politique ) en est un autre exemple).
Comme aucun discours véridique ne peut être proféré sans que son auteur ne subisse d’une manière ou d’une autre la persécution de ceux-là mêmes à qui il s’adresse ou qu’il défend – toute l’histoire biblique l’atteste –, Schmitt, à l’instar de Maurras, souffrit par l’Église catholique. Sur un coup de tête, il épouse à Munich, pendant la Grande Guerre, une affreuse mythomane originaire de Bohême, Paula Dorotic, qui s’enfuit peu de temps après avec, comble de l’horreur, une partie de sa bibliothèque. Le mariage est annulé civilement le 18 janvier 1924 mais la «bureaucratie de célibataires» que peut être aussi la sainte Église catholique, apostolique et romaine refuse par deux fois d’annuler cette union malencontreuse. Schmitt se résout à se remarier et fut ainsi privé des sacrements jusqu’en 1950, date de la mort de sa seconde épouse. Voilà un signe supplémentaire attestant de son élection.
Excellent papiste, il prend la défense de l’Inquisition, même s’il déplore qu’elle ait été hélas pervertie par l’usage de la torture : «Ce fut une mesure terriblement humaine que la création du «droit inquisitorial» par le pape Innocent III. L’Inquisition fut sans doute l’institution la plus humaine qu’on puisse imaginer, puisqu’elle partait de l’idée qu’aucun accusé ne pouvait être condamné sans aveux […]. En termes d’histoire du droit, l’idée d’Inquisition ne peut guère être contestée, même aujourd’hui» (1).
(On ne s’étonnera pas qu’il argumente une fois encore dans des termes voisins de ceux de Péguy, dans un ordre comparable : «La politique de frapper les têtes (les mauvaises têtes) est une politique d’économie, et même la seule politique d’économie […]. Rien n’est humain comme la fermeté. C’est Richelieu qui est humain – et c’est Robespierre qui est humain. C’est la Convention nationale qui est en temps de guerre le régime de douceur et de tendresse. Et c’est l’Assemblée de Bordeaux et le gouvernement de Versailles qui est la brutalité de la brute et l’horreur et la cruauté. [… ] Tout mon vieux sang révolutionnaire me remonte et […] je ne mets rien au- dessus de ces excellentes institutions d’ancien régime, qui se nomment le Tribunal Révolutionnaire et le Comité de Salut Public et même je pense le Comité de Sûreté Générale… […] et je ne mets rien au-dessus de Robespierre dans l’ancien régime»).

Car Schmitt défendra bien entendu le Grand Inquisiteur contre l’orthodoxe Dostoïevski. En ces temps qui sont les derniers, autrement dit en régime apocalyptique, il écoute les derniers prophètes : «Remarquez-le bien, il n’y a déjà plus de résistances ni morales ni matérielles. Il n’y a plus de résistances matérielles : les bateaux à vapeur et les chemins de fer ont supprimé les frontières, et le télégraphe électrique a supprimé les distances. Il n’y a plus de résistances morales : tous les esprits sont divisés, tous les patriotismes sont morts […]. Il s’agit de choisir entre la dictature qui vient d’en bas et la dictature qui vient d’en haut : je choisis celle qui vient d’en haut, parce qu’elle vient de régions plus pures et plus sereines. Il s’agit de choisir, enfin, entre la dictature du poignard et la dictature du sabre : je choisis la dictature du sabre, parce qu’elle est plus noble».
Une chose est sûre : «Le monde avance à grands pas vers l’établissement du despotisme le plus violent et le plus destructeur que les hommes aient jamais connu […]. Je tiens pour assurer et évident que, jusqu’à la fin, le mal triomphera du bien et que le triomphe sur le mal sera, en quelque sorte, réservé à Notre Seigneur. Il n’est donc aucune période historique qui ne soit destinée à s’achever en catastrophe.»
Ainsi s’exprimait Donoso Cortès au parlement espagnol le 4 janvier 1849 dans son Discours sur la dictature. À Ernst Jünger, Schmitt confiera qu’il considère ce texte comme «le plus extraordinaire discours de la littérature mondiale sans excepter ni Périclès et Démosthène, ni Cicéron ou Mirabeau ou Burke».
Carl Schmitt continue de lire Dostoïevski, Sorel, Bloy, pour qui il a de la «vénération» – c’est lui qui introduit d’ailleurs Jünger à la lecture du Belluaire. Il saluera plus tard «la magnifique confrontation d’un Allemand avec Léon Bloy» dans le Journal de Jünger, qui est «le plus grand document de la spiritualité européenne contemporaine.» Comme tout homme bien né, Schmitt attend donc les Cosaques et le Saint-Esprit, soit, la Rédemption – d’où son influence sur Benjamin, qui lui envoie ses Origines du drame baroque allemand et l’assure de l’influence méthodologique de La Dictature sur ses propres réflexions esthétiques mais aussi de sa dette à l’endroit de sa «présentation de la doctrine de la souveraineté au XVIIe siècle», sur Leo Strauss également ou sur l’«archijuif» – comme il se définissait lui-même – Jacob Taubes. Une étude sérieuse des relations entre Carl Schmitt, les Juifs et le judaïsme, que l’on attend toujours (2), devrait également intégrer la notion cardinale de Nomos : si Schmitt se refuse de la traduire par «loi», ce qui pourrait être hâtivement interprété comme une oblitération du judaïsme, il la comprend à partir des trois catégories fondamentales qui y sont incluses – prendre, partager et paître – ce dernier terme engageant certes le Bon Pasteur christique mais également… David ou Moïse (3). Sans mythe structurant, les agnostiques modernes, eux, collaborent pendant ce temps à la damnation du monde tout en jacassant.
Mais c’est surtout par l’analyse de la figure essentielle du katékhon que Carl Schmitt manifeste une hauteur de vue et un sens aigu de l’Histoire toujours sainte dont la pertinence demeure bouleversante. Pour la comprendre, il faut se reporter à un passage particulièrement difficile de la deuxième Épître aux Thessaloniens de saint Paul concernant ce qui précèdera la parousie : «Il faut que vienne d’abord l’apostasie et que se révèle l’Homme de l’impiété, le Fils de la perdition […]. Et maintenant, vous savez ce qui le retient [tò katékhon], pour qu’il ne soit révélé qu’en son temps. Car le mystère de l’impiété est déjà à l’œuvre; il suffit que soit écarté celui qui le retient [ho katékhon] à présent. Alors se révèlera l’Impie, que le Seigneur Jésus détruira du souffle de sa bouche» (2, 3-9). Qui est ce Katékhon, ce «Rétenteur» ou «Retardateur» dont le rôle est ambigu puisqu’à la fois il empêche la survenue des catastrophes finales mais en même temps retarde d’autant la seconde venue du Christ en gloire et donc de la fin de l’histoire puis du Jugement ? Est-il personnel ? Impersonnel ? Saint Jérôme et saint Jean Chrysostome l’identifièrent avec l’Empire romain; dans la terminologie schmitienne, ce rôle semble tenu successivement par le dictateur commis ou souverain, le défenseur de la Constitution ou le Léviathan, ceci étant révélateur de sa propre hésitation entre la nécessité de conserver partiellement ce qui est et sa non moins nécessaire liquidation partielle ou totale (où Bloy s’impatiente, Schmitt temporise). Voilà pour l’interprétation positive. Sur un plan mystique, ce thème manifeste la nécessité de maintenir ouverte la brèche qui déchire la terre, monte au ciel et plonge en enfer, pendant le règne vermineux du dernier homme (règne possiblement antéchristisque, ce qui infirmerait la pérennité de l’action katékhontique). En elle est serti le roc de Pierre, le Corps visible de Jésus-Christ que cette tension ne parvient pas à écarteler. La mission katékhontique relève peut-être de l’Église catholique, et en particulier de l’ordre jésuite, comme Schmitt le suggère dans son Glossarium : elle seule détiendrait le pouvoir mystérieux de prononcer en même temps le «Marana Tha» de l’Apocalypse – «Viens, Seigneur Jésus !» – et la demande d’un délai de grâce (Schmitt sait que le temps n’est pensable qu’en terme de délai, comme tous les Juifs conséquents). D’une manière énigmatique, comme il convient d’évoquer ces questions, il écrit à Pierre Linn en 1932 : «Vous connaissez ma théorie du katékhon. Je crois qu’il y a en chaque siècle un porteur concret de cette force et qu’il s’agit de le trouver. Je me garderai d’en parler aux théologiens, car je connais le sort déplorable du grand et pauvre Donoso Cortès. Il s’agit d’une présence totale cachée sous les voiles de l’histoire». Jacob Taubes, grand interlocuteur de Schmitt, comprend simplement le katékhon, dans sa Théologie politique de Paul, comme une tentative de dominer le chaos par la forme.
À ceux qui prétendent que l’Église catholique a désamorcé la charge évangélique, Schmitt répond que la juridisation est la réalisation : «Car qu’est-ce que le droit ? La réponse de Hegel est : le droit est l’Esprit se rendant effectif. […] L’Église romaine est réalité historique». Théodore Paléologue a donc raison de considérer que «la politisation schmittienne du katékhon répond à la conviction que l’Esprit doit se rendre effectif et que toute idée chrétienne est une idée incarnée».
«Homme de contemplation», comme il se définissait lui-même, dont «le centre inoccupable» de la pensée «n’est pas une idée, mais un événement historique, l’Incarnation du Fils de Dieu», grand démystificateur des impuissances libérales et de leur juridisme – lequel ne serait que ridicule s’il n’était enclin au totalitarisme – Carl Schmitt a dénoncé le misérable «affect anti-romain» sous la domination duquel nous survivons. Comme Heidegger, dit Jacob Taubes, il a posé des questions fondamentales, en ceci précisément intolérables au libéralisme (qui ne tolère que les insignifiantes), d’où son éviction et la «récitation» obligatoire, dit toujours Taubes, de «l’ABC démocratique» qui doit s’en suivre. Schmitt définit «la clé secrète de toute [son] existence spirituelle et de toute [son] activité d’auteur» comme «le combat pour la radicalisation authentiquement catholique», laquelle constitue sans doute aussi le «savoir intègre» qu’il appelait de ses vœux, au service de la «pensée concrète de l’ordre». Une certitude néanmoins : «Jusqu’au retour du Christ, le monde ne connaîtra pas l’ordre».

Carl Schmitt est mort le dimanche de Pâques 7 avril 1985.

Notes
(1) En 1936 (N.d.a.), Schmitt s’inscrit ici dans la lignée de Joseph de Maistre pour qui «L’inquisition est, de sa nature, bonne, douce, conservatrice».
(2) Je ne méconnais pas l’étude de Raphaël Gross, Carl Schmitt et les Juifs (PUF, 2005, préface d’Yves-Charles Zarka, traduction de Denis Trierweiler) mais elle est hélas exclusivement à charge.
(3) Voir, à nouveau, le très beau livre de Benny Lévy, Le Meurtre du Pasteur (Grasset, 2002) mais, également, Rémi Soulié, Avec Benny Lévy (Le Cerf, 2009).

Bibliographie succincte
- Carl Schmitt, Théologie politique (Gallimard, 1988).
- Heinrich Meier, Carl Schmitt, Leo Strauss et la notion de politique. Un dialogue entre absents (Julliard, 1990).
- Sous la direction de Carlos-Miguel Herrera, Le droit, le politique. Autour de Max Weber, Hans Kelsen, Carl Schmitt (L’Harmattan, 1995).
- Jacob Taubes, La Théologie politique de Paul. Schmitt, Benjamin, Nietzsche et Freud, Seuil, 1999 et En divergent accord. À propos de Carl Schmitt (Payot, 2003).
- Théodore Paléologue, Sous l’œil du Grand Inquisiteur. Carl Schmitt et l’héritage de la théologie politique (Cerf, 2004).
- David Cumin, Carl Schmitt. Biographie politique et intellectuelle (Cerf, 2005).
- Gopal Balakrishnan, L’Ennemi. Un portrait intellectuel de Carl Schmitt (Éditions Amsterdam, 2006).

L'auteur
Rémi Soulié, né en 1968 en Rouergue. Essayiste, critique littéraire au Figaro Magazine, il a récemment consacré un essai à Benny Lévy (Le Cerf, 2009) et prépare une étude, De l'Histoire sainte : Joseph de Maistre, Donoso Cortès, Carl Schmitt.