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mercredi, 06 août 2014

Elementos n°74: Maurras y Barrès

Elementos n°74

Maurras y Barrès: los padres franceses de la derecha Espanola

 
 
Sumario
 
Charles Maurras, por Alain de Benoist
 
Charles Maurras, padre de la Derecha moderna, por José Luis Orella
 
Charles Maurras: camino intelectual hacia la monarquía, por Rubén Calderón Bouchet
 
Charles Maurras: de la duda a la fe, por Germán Rocca
 
La recepción del pensamiento maurrasiano en España (1914-1930), por Pedro Carlos González Cuevas
 
Charles Maurras en España, por Ernesto Milá
 
Apuntes para un estudio de la influencia de Maurras en Hispanoamérica, por José Díaz Nieva
 
Charles Maurras. El caos y el orden, de Stéphane Giocanti, por Valentí Puig
 
Maurice Barrès y España, por Pedro Carlos González Cuevas
 
La visita a Barrès, por Michel Winock
 
Las Españas de Maurice Barrès, por Jean Bécarud
 
El arraigo y la energía, principios informadores del héroe en Maurice Barrès, por Adelaida Porras Medrano

mardi, 15 juillet 2014

El neoliberalismo, la derecha y lo político

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El neoliberalismo, la derecha y lo político

Jerónimo Molina

Ex: http://www.galeon.com/razonespanola

1. Aquello que con tanta impropiedad como intención se denomina «a la derecha» se ha convertido, como el socialismo utópico y el liberalismo político en el siglo XIX, en el chivo expiatorio de la política superideologizada que se impuso en Europa desde el fin de la I guerra mundial. Entre tanto, «la izquierda», como todo el mundo sabe, se ha erigido en administradora «urbi et orbe» de la culpa y la penitencia del hemisferio político rival. La izquierda, consecuentemente, ha devenido el patrón de la verdad política; así pues, imperando universalmente la opinión pública, su infalibilidad no puede tomarse a broma. Por otro lado, la retahíla de verdades establecidas y neoconceptos políticos alumbrados por el «siglo socialista» no tiene cuento.

Removidas en su dignidad académica las disciplinas políticas polares (el Derecho político y la Filosofía política), caracterizadas por un rigor y una precisión terminológicas que hoy se nos antojan, al menos de momento, inigualables, el problema radical que atenaza al estudioso de la Ciencia política tiene una índole epistemológica, pues las palabras fallan en lo esencial y ni siquiera alcanzan, abusadas, a denunciar realidades. Agotado hasta la médula el lenguaje político de la época contemporánea, nadie que aspire a un mínimo rigor intelectual debe apearse del prejuicio de que «ya nada puede ser lo que parece». En esta actitud espiritual, dolorosamente escéptica por lo demás, descansa probablemente la más incomprendida de las mentalidades políticas, la del Reaccionario, que casi todo el mundo contrapone equívocamente al vicio del pensamiento político conocido como progresismo.

2. En las circunstancias actuales, configuradoras, como recordaba no hace mucho Dalmacio Negro, de una «época estúpida», lo último que se debe hacer, por tanto, es confiar en el sentido inmaculado de las palabras. Todas mienten, algunas incluso matan o, cuando menos, podrían inducir al suicidio colectivo, no ya de un partido o facción, sino de la «unidad política de un pueblo». Hay empero raras excepciones en la semántica política que curiosamente conducen al pensamiento hacia los dominios de la teología política (politische Theologie) cultivada por Carl Schmitt, Alvaro d'Ors y unos pocos más escritores europeos. Parece que en dicha instancia todavía conservan los conceptos su sentido. De la importancia radical de lo teológico político, reñida con la consideración que estos asuntos merecen de una opinión pública adocenada, pueden dar buena cuenta los esfuerzos del llamado republicanismo (Republicanism) para acabar con toda teología política, uno de cuyos postulados trascendentales es que todo poder humano es limitado, lo detente el Amigo del pueblo, el Moloch fiscal, la Administración social de la eurocracia de Bruselas o los guerreros filantrópicos neoyorquinos de la Organización de las Naciones Unidas. Este nuevo republicanismo, ideología cosmopolítica inspirada en el secularismo protestante adonde está llegando en arribada forzosa el socialismo académico, no tiene que ver únicamente con el problema de la forma de gobierno. Alrededor suyo, más bien, se ha urdido un complejo de insospechada potencia intelectual, un internacionalismo usufructuario de los viejos poderes indirectos, cuya fe se abarca con las reiterativas y, como recordaba Michel Villey, antijurídicas declaraciones universales y continentales de derechos humanos. Todo sea para arrumbar la teología política, reducto ultramínimo, junto al realismo y al liberalismo políticos tal vez, de la inteligencia política y la contención del poder. Ahora bien, este republicanismo cosmopolítico, que paradójicamente quiere moralizar una supuesta política desteologizada, no es otra cosa que una política teológica, íncubo famoso y despolitizador progeniado por Augusto Comte con más nobles intenciones.

3. A medida que el mito de la izquierda, el último de los grandes mitos de la vieja política, va desprendiéndose del oropel, los creyentes se ven en la tesitura de racionalizar míticamente el fracaso de su religión política secular. Una salida fácil, bendecida por casi todos, especialmente por los agraciados con alguna canonjía internacional, encuéntrase precisamente en el republicanismo mundial y pacifista, sombra ideológica de la globalización económica. Vergonzantes lectores del Librito Rojo y apóstatas venales de la acción directa predican ahora el amor fraternal en las altas esferas supraestatales y salvan de la opresión a los pueblos oprimidos, recordando a Occidente, una vez más, su obligación de «mourir pour Dantzig!». Estas actitudes pueden dar o acaso continuar el argumento de las vidas personales de los «intelectuales denunciantes», como llamaba Fernández-Carvajal a los «soixante huitards», mas resultan poca cosa para contribuir al sostenimiento de la paz y la armonía mundiales. Tal vez para equilibrar la balanza se ha postulado con grande alarde la «tercera vía», postrera enfermedad infantil del socialismo, como aconsejaría decir el cinismo de Lenin. Ahora bien, esta prestidigitante herejía política se había venido configurando a lo largo del siglo XX, aunque a saltos y como por aluvión. Pero no tiene porvenir esta huida del mito hacia el logos; otra cosa es que el intelectual, obligado por su magisterio, lo crea posible. Esta suerte de aventuras intelectuales termina habitualmente en la formación de ídolos.

Aunque de momento no lo parezca, a juzgar sobre todo por los artistas e intelectuales que marcan la pauta, la izquierda ha dejado ya de ser sujeto de la historia. ¿Cómo se explica, pues, su paradójica huida de los tópicos que constituyen su sustrato histórico? ¿A dónde emigra? ¿Alguien le ha encomendado a la izquierda por otro lado, la custodia de las fronteras de la tradición política europea? La respuesta conduce a la inteligencia de la autoelisión de la derecha.

Suena a paradoja, pero la huida mítico-política de la izquierda contemporánea parece tener como meta el realismo y el liberalismo políticos. Este proceso, iniciado hace casi treinta años con la aparición en Italia de los primeros schmittianos de izquierda, está llamado a marcar la política del primer tercio del siglo XXI. No cabe esperar que pueda ventilarse antes la cuestión de la herencia yacente de la política europea. Ahora bien, lo decisivo aquí, la variable independiente valdría decir, no es el derrotero que marque la izquierda, pues, arrastrada por la inercia, apenas tiene ya libertad de elección. Como en otras coyunturas históricas, heraldos de un tiempo nuevo, lo sustantivo o esencial tendrá que decidir sobre todo lo demás.

El horizonte de las empresas políticas del futuro se dibuja sobre las fronteras del Estado como forma política concreta de una época histórica. El «movimiento», la corrupción que tiraniza todos los asuntos humanos, liga a la «obra de arte» estatal con los avatares de las naciones, de las generaciones y, de manera especial, a los de la elite del poder. La virtud de sus miembros, la entereza de carácter, incluso el ojo clínico político determinan, como advirtió Pareto, el futuro de las instituciones políticas; a veces, como ha sucedido en España, también su pasado.

4. Precisamente, el cinismo sociológico paretiano -a una elite sucede otra elite, a un régimen otro régimen, etcétera- ayuda a comprender mejor la autoelisión de la derecha. La circulación de las elites coincide actualmente con el ocaso de la mentalidad político-ideológica, representada por el izquierdismo y el derechismo. En términos generales, la situación tiene algún parangón con la mutación de la mentalidad político-social, propia del siglo XIX. Entonces, las elites políticas e intelectuales, atenazadas por los remordimientos, evitaron, con muy pocas excepciones, tomar decisiones políticas. Llegó incluso a considerarse ofensivo el marbete «liberal», especialmente después de las miserables polémicas que entre 1870 y 1900 estigmatizaron el liberalismo económico. Son famosas las diatribas con que el socialista de cátedra Gustav Schmoller, factótum de la Universidad alemana, mortificó al pacífico profesor de economía vienés Karl Menger. Así pues, aunque los economistas se mantuvieron beligerantes -escuela de Bastiat y Molinari-, los hombres políticos del momento iniciaron transición al liberalismo social o socialliberalismo. La defección léxica estuvo acompañada de un gran vacío de poder, pues la elite europea había decidido no decidir; entre tanto, los aspirantes a la potestad, devenida res nullius. acostumbrados a desempeñar el papel de poder indirecto, que nada se juega y nada puede perder en el arbitrismo, creyeron que la política era sólo cuestión de buenas intenciones.

El mundo político adolece hoy de un vacío de poder semejante a aquel. La derecha, según es notorio, ha decidido suspender sine die toda decisión, mientras que la izquierda, jugando sus últimas bazas históricas, busca refugio en el plano de la «conciencia crítica de la sociedad». En cierto modo, Daniel Bell ya se ocupó de las consecuencias de este vacío de poder o «anarquía» en su famoso libro Sobre el agotamiento de las ideas políticas en los años cincuenta (1960). Al margen de su preocupación por la configuración de una «organización social que se corresponda con las nuevas formas de la tecnología», asunto entonces en boga, y, así mismo, con independencia de la reiterativa lectura de esta obra miscelánea en el sentido del anuncio del fin de las ideologías, Bell se aproximó a la realidad norteamericana de la izquierda para explicar su premonitorio fracaso. El movimiento socialista, del que dice que fue un sueño ilimitado, «no podía entrar en relación con los problemas específicos de la acción social en el mundo político del aquí y del ahora, del dar y tomar». La aparente ingenuidad de estas palabras condensa empero una verdad política: nada hay que sustituya al poder.

6. El florentinismo político de la izquierda, que en esto, como en otros asuntos, ha tenido grandes maestros, ha distinguido siempre, más o menos abiertamente, entre el poder de mando o poder político en sentido estricto, el poder de gestión o administrativo y el poder cultural, espiritual o indirecto. La derecha, en cambio, más preocupada por la cuestiones sustanciales y no de la mera administración táctica y estratégica de las bazas políticas, ha abordado el asunto del poder desde la óptica de la casuística jurídica política: legitimidad de origen y de ejercicio; reglas de derecho y reglas de aplicación del derecho; etcétera. La izquierda, además, ha sabido desarrollar una extraordinaria sensibilidad para detectar en cada momento la instancia decisiva y neutralizadora de las demás -pues el dominio sobre aquella siempre lleva implícito el usufructo indiscutido de la potestad-. De ahí que nunca haya perdido de vista desde los años 1950 lo que Julien Freund llamó «lo cultural».

En parte por azar, en parte por sentido de la política (ideológica), la izquierda europea más lúcida hace años que ha emprendido su peculiar reconversión a lo político, acaso para no quedarse fuera de la historia. Lo curioso es que este movimiento de la opinión se ha visto favorecido, cuando no alentado, por la «autoelisión de la derecha» o, dicho de otra manera, por la renuncia a lo político practicada sin motivo y contra natura por sus próceres.

La izquierda europea, depositaria del poder cultural y sabedora de la trascendencia del poder de mando, permítese abandonar o entregar magnánimamente a otros el poder de gestión o administrativo, si no hay más remedio y siempre pro tempore, naturalizando el espejismo de que ya no hay grandes decisiones políticas que adoptar. Resulta fascinante, por tanto, desde un punto de vista netamente político, el examen de lo que parece formalmente una repolitización de la izquierda, que en los próximos años, si bien a beneficio de inventario, podría culminar la apropiación intelectual del realismo y del liberalismo políticos, dejando al adversario -neoliberalismo, liberalismo económico, anarcocapitalismo- que se las vea en campo franco y a cuerpo descubierto con la «ciencia triste». Aflorarán entonces las consecuencias del abandono neoliberal de lo político.



Jerónimo Molina

mercredi, 11 juin 2014

‘Unstoppable’ by Ralph Nader, on building a left-right alliance

Book review:

‘Unstoppable’ by Ralph Nader, on building a left-right alliance

By Timothy Noah

The Washington Post & http://attackthesystem.com

Ralph Nader wants liberals and conservatives to work together. In his new book, “Unstoppable,” he cites many instances in which such cooperation ought to be possible, at least theoretically. But the book’s greater value may lie in the opportunity to contemplate, almost half a century after he first stepped onto the national stage, where Nader himself fits on the ideological spectrum.

Any discussion of Nader must begin with the acknowledgment that he is a great man. He created modern consumer advocacy when he published “Unsafe at Any Speed,” his 1965 book about auto safety, and he founded a network of nonprofits dedicated to muckraking and lobbying in the public interest, challenging the government on a host of regulatory issues that previously received scant attention. It’s a backhanded compliment to Nader that the stampede of corporate lobbyists into Washington starting in the 1970s began as an effort to counter him (before it acquired a fevered momentum of its own).

(Nation Books) – “Unstoppable: The Emerging Left-Right Alliance
to Dismantle the Corporate State” by Ralph Nader.

Most people would situate Nader on the left. That’s a reasonable judgment but also a simplistic one, because in many ways he is fairly conservative — conservative enough to harvest favorable book-jacket blurbs for “Unstoppable” from the likes of anti-tax activist Grover Norquist and anti-immigration activist Ron Unz. No doubt part of Nader’s appeal to such folks is their sheer gratitude that he helped keep Al Gore out of the White House (though with a margin as thin as the one in Florida’s vote count, you could blame Gore’s 2000 defeat — or, if you prefer, thwarted victory — on just about anything). But the right’s affinity for Nader is not based solely on partisan interest. He holds more beliefs in common with conservatives than is generally recognized.
 
Income distribution, a long-standing concern for the left, has seldom interested Nader, except insofar as government can be stopped from redistributing upward. He favors much stronger government regulation of corporations, but his argument is that corporations would otherwise avoid the sort of accountability that any well-functioning market demands. If a pro-regulatory, highly litigious libertarian can be imagined, that’s what Nader is.

“Any government intrusion into the economy,” he wrote in 1962, “deters the alleged beneficiaries from voicing their views or participating in civic life.” He probably wouldn’t put it so tea-party-ishly today. But he remains much less enamored than most liberals of representative government as a solution to life’s problems. Nader’s allegiance is not to politicians and bureaucrats, whom he routinely excoriates, but to the citizens who petition them, sue them and vote for or against them. His ideal is a small community (like Winsted, Conn., where he grew up) that unites to force corporations and unresponsive government to act in the public interest. Think of every Frank Capra movie you ever saw. People often assume that Capra was a New Deal Democrat, but in fact he was a lifelong Republican.

An entire chapter of “Unstoppable” celebrates the Southern Agrarians, a reactionary populist movement of the 1930s that cast “a baleful eye on both Wall Street and Washington, D.C.” Nader admires the Southern Agrarians not for their racial attitudes (most of them were notably racist and anti-Semitic) but because they believed fiercely in maintaining small-scale rural economies in which both ownership and control stayed local, often in the form of a co-op. Squint a little, and the Southern Agrarians may start to resemble today’s left-wing microbrewers and locavores.

Much of the left’s agenda, “Unstoppable” argues, can be justified by citing revered conservative authors. Adam Smith described the invisible hand but also the “bad effects of high profits.” Friedrich Hayek condemned certain cartels and monopolies. Russell Kirk, who feared untrammeled government and capitalism, wrote that John D. Rockefeller and Karl Marx “were merely two agents of the same social force — an appetite cruelly inimical to human individuation.”

Nader cites these and other examples to argue that left and right should band together against the common enemy of “corporatism.” It’s really more the Naderite left he’s talking about, and an ever-shrinking pool of principled conservatives. But let’s hear him out. The issues he has in mind for a left-right alliance break down into three categories.

Category One is the Centrist Agenda. This consists of ideas that are uncontroversial but difficult to achieve in practice. They include promoting more efficiency in government contracting and spending, requiring an annual audit of the Pentagon budget, reviving civic education in schools, and preventing private exploitation of “the commons,” i.e., anything that’s owned by everybody — public lands, public airwaves, the Internet, etc. (One of two people to whom Nader dedicates “Unstoppable” is my late friend Jonathan Rowe, a journalist whose 2013 book, “Our Common Wealth,” argues for better stewardship of the commons. Like Nader, Rowe makes the case that there are good conservative reasons to do this.)

Category Two is what I’d call the Right On Agenda. It consists of ideas that are controversial to some degree but (to my mind, at least) extremely worthwhile. These include adjusting the minimum wage automatically to inflation, as proposed by the Obama administration — and supported by Mitt Romney before he ran for president. One argument Nader could make here, but doesn’t, is that such automatic adjustments would deprive Democrats of a political stick with which they’ve lately been beating Republicans who don’t want to raise the minimum wage.

Another controversial but worthwhile idea is to break up the “too big to fail” banks. Several prominent conservatives already support such a move, including Washington Post columnist George Will; Richard Fisher, president of the Federal Reserve Bank of Dallas; and Sen. David Vitter (R-La.). Limiting the size of banks appeals to both left and right because it would eliminate any need to bail them out in the future. Now proponents just have to win over centrists such as former treasury secretary Tim Geithner, who has pronounced any effort to end “too big to fail” “quixotic” and “misguided.”

A third controversial but valuable idea suggested by Nader is to rein in commercial marketing to children, especially through TV. This is exploitation, plain and simple. Trying to stop it has been the life’s work of Peggy Charren, founder of the now-defunct liberal group Action for Children’s Television. Nader notes that the evangelical right is also troubled by the way toy companies and fast-food restaurants are permitted to hawk often-questionable products to kids.

Category Three is what I’d call the Nutty Agenda, a rubric that should be self-explanatory. Nader favors further direct democracy through initiative, referendum and recall, but the results from these have seldom been encouraging. California’s Proposition 13, for instance, launched a nationwide revolt against property taxes — Thomas Piketty’s worst nightmare — and hobbled California’s state budget for a generation. Nader’s advocacy in this instance reflects his too-severe impatience with representative democracy. It’s probably not too much of an exaggeration to say that his ideal republic would conduct government business almost entirely by plebiscite, with the rest settled in the courts.

Nader would also like to end fast-track trade agreements, a goal more in tune with the left (and less so, I think, with the right). But although I’m sympathetic to many of his pro-labor and environmental arguments, the damage done by fast-track trade deals would not, I believe, exceed the likely damage that protectionist Senate amendments would do to slower-track agreements.

“End unconstitutional wars,” another overlap on Nader’s left-right Venn diagram, sounds reasonable enough — Nader is correct that a strict reading of the Constitution assigns exclusive warmaking authority to Congress. But Congress has demonstrated in a thousand ways since 1941 that it doesn’t want to assume much responsibility, pro or con, for foreign interventions. How does one force it to? Nader is pretty vague about that in “Unstoppable,” but elsewhere he’s said he’d like to impeach President Obama for “war crimes.” He similarly wanted to impeach George W. Bush for waging war “based on false pretenses.” This seems indiscriminate, to say the least, and another sign that Nader deems representative government highly disposable.

Of course someone has to pay for all this politicking. One of the zanier directions Nader’s thinking has taken in recent years is the belief that public-interest-minded rich people can be relied on to restore political power to ordinary citizens. This is the theme of his 2009 novel, “Only the Super-Rich Can Save Us.” In the book, rich self-described “Meliorists” enact single-payer health insurance, elect Warren Beatty governor of California and persuade Wal-Mart to unionize.

Back here in the real world, though, the main way rich people have lately exerted significant power over the political process has been through conservative super PACs. During the 2012 Republican primaries, pashas such as Sheldon Adelson, Harold Simmons and Foster Friess were calling the shots as never before. One especially touching belief of Nader’s, expressed in a chapter of “Unstoppable” titled “Dear Billionaire,” is that rich patrons can be persuaded to cede control over how their money is spent in pursuit of the common weal.

Cooperation ought to be possible, even in this age of political bad faith, between left and right. That Nader is pursuing it so vigorously in the current hyper-partisan environment is yet another reason to admire the man. But at least to some extent, when Nader thinks he’s talking to conservatives, he’s actually talking to the quirky conservative within himself.

 

Timothy Noah is the author of “The Great Divergence: America’s Growing Inequality Crisis and What We Can Do About It.” He writes twice weekly for MSNBC.com.

UNSTOPPABLE - The Emerging Left-Right Alliance
to Dismantle the Corporate State

By Ralph Nader

Nation Books. 224 pp. $25.99

vendredi, 23 mai 2014

A Left-Right Convergence?

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A Left-Right Convergence?

By

Ex: http://www.lewrockwell.com

Last summer, in this capital of gridlock, a miracle occurred.

The American people rose as one and told the government of the United States not to drag us into another Middle East war in Syria.

Barack Obama was ready to launch air and missile strikes when a national uproar forced him to go to Congress for authorization. Congress seemed receptive until some Hill offices were swarmed by phone calls and emails coming in at a rate of 100-1 against war.

Middle America stopped the government from taking us into what even the president now concedes is “somebody else’s civil war.”

This triumphal coming together of left and right was a rarity in national politics. But Ralph Nader, in “Unstoppable: The Emerging Left-Right Alliance to Dismantle the Corporate State,” believes that ad hoc alliances of left and right to achieve common goals can, should, and, indeed, shall be our political future.

To call this an optimistic book is serious understatement.

Certainly, left and right have come together before.

In “Those Angry Days,” Lynne Olson writes of how future presidents from opposing parties, Gerald Ford and John F. Kennedy, backed the America First Committee to keep us out of war in 1941, and how they were supported by the far-left Nation magazine as well as Colonel Robert McCormick’s right-wing Chicago Tribune.

Two decades ago, Ross Perot and this writer joined Ralph and the head of the AFL-CIO to stop NAFTA, a trade deal backed by America’s corporate elite and its army of mercenaries on Capitol Hill.

Congress voted with corporate America — against the country.

Result: 20 years of the largest trade deficits in U.S. history. Transnational corporations have prospered beyond the dreams of avarice, as Middle America has seen its wages frozen for a generation.

In 2002, Hillary Clinton and John Kerry joined John McCain and George W. Bush in backing war on Iraq. Teddy Kennedy and Bernie Sanders stood with Ron Paul and the populist and libertarian right in opposing the war.

The Mises Institute and The American Conservative were as one with The Nation in opposing this unprovoked and unnecessary war.

The left-right coalition failed to stop the war, and we are living with the consequences in the Middle East, and in our veterans hospitals.

As America’s most indefatigable political activist since he wrote “Unsafe at Any Speed” in 1965, Ralph is calling for “convergences” of populist and libertarian conservatives and the left — for 25 goals.

Among these are many with an appeal to the traditionalist and libertarian right:

—Break up “Too Big to Fail” banks. Further direct democracy through use of the initiative, referendum and recall.

—End unconstitutional wars by enforcing Article 1, Section 8 of the Constitution, which gives Congress alone the power to declare war.

—Revise trade agreements to protect U.S. sovereignty. End “fast track,” those congressional surrenders of constitutional authority to amend trade treaties negotiated by the executive.

From the subtitle, as well as text, of his most recent book, one may instantly identify whom it is Ralph sees as the main enemy. It is megabanks and transnational corporations without consciences whose highest loyalty is the bottom line, the kind of men Jefferson had in mind when he wrote: “Merchants have no country. The mere spot they stand on does not constitute so strong an attachment as that from which they draw their gains.”

Where such men see a $17 trillion economy, we see a country.

Undeniably, there has been a growing gap and a deepening alienation between traditional conservatives and those Ralph calls the “corporate conservatives.” And it is not only inside the conservative movement and the GOP that the rift is growing, but also Middle America.

For America never voted for NAFTA, GATT, the WTO, mass immigration, amnesty, or more H-1Bs to come take the jobs of our workers. These votes have been forced upon members of Congress by leaders carrying out their assignments from corporate America and its PACs, which reward the compliant with campaign checks.

Both parties now feed at the same K Street and Wall Street troughs. Both have oligarchs contributing tens of millions to parties and politicians who do their bidding.

In 1964, a grassroots conservative movement captured the Republican Party and nominated Barry Goldwater. In 1972, a grassroots movement of leftist Democrats nominated George McGovern.

Neither movement would today survive the carpet-bombing of big money that would be called in if either came close to capturing a national party, let alone winning a national election.

Because they have principles and visions in conflict, left-right alliances inevitably fall out and fall apart. Because they are almost always on opposite sides of disputed barricades, it is difficult for both to set aside old wounds and grievances and come together.

A social, moral, and cultural divide that did not exist half a century ago makes it all the more difficult. But if the issue is keeping America out of unnecessary wars and restoring American sovereignty, surely common ground is not impossible to find.

vendredi, 21 mars 2014

Les Mémoires interrompus de Jean-Claude Valla

Les Mémoires interrompus de Jean-Claude Valla

par Georges FELTIN-TRACOL

 

Jean-Claude_Valla.tiff.pngDécédé le 25 février 2010 à l’âge de 65 ans, Jean-Claude Valla est une figure qui compte dans ce que la médiasphère a improprement appelé la « Nouvelle Droite » puisqu’il en fut l’un des co-fondateurs. Les éditions Alexipharmaque viennent d’éditer ses Souvenirs qui sont des Mémoires inachevés. Rédigé entre les années 1990 et le début de la décennie 2000, cet ouvrage intitulé Engagements pour la civilisation européenne retrace une partie de sa vie.

 

Né en 1944 à Marcigny dans le Sud de la Saône-et-Loire, le jeune Valla est très tôt happé par deux passions qui le tiendront jusqu’à la fin : la politique et la Bourgogne. Lycéen à Roanne, sous-préfecture et deuxième ville de la Loire, il fonde un fantomatique Comité des lycéens roannais pour l’Algérie française au lendemain de la semaine des barricades d’Alger en janvier 1960. Il s’affilie très jeune au mouvement poujadiste et rejoint sa branche juvénile, l’Union de défense de la jeunesse française dont il devient le responsable départemental car unique militant…

 

Il tempère son militantisme poujadiste par une adhésion quasi-charnelle à sa petite patrie qu’est la Bourgogne. Déjà épris d’histoire, Jean-Claude Valla aime sa terre natale. De son enfance passée à Marcigny, il a « conservé un attachement profond à la Bourgogne (p. 19) », particulièrement « la Bourgogne mythique des Nibelungen ou la Bourgogne héroïque du Téméraire (p. 21) ». Ce régionalisme original se concrétise en hiver 1972 par la sortie d’un périodique, Grande Bourgogne, qu’il co-anime avec Pierre Vial. Mais, faute d’audience et de succès, ce numéro n’a pas de suite.

 

Un profil populiste, régionaliste

et nationaliste révolutionnaire précoce

 

Le régionalisme de Valla peut se définir comme culturel et nullement folklorique (au sens désobligeant du terme). Son intérêt pour la politique l’incline aussi vers le nationalisme étatique, rénové et révolutionnaire. Élève dans une classe préparatoire à Lyon afin d’intégrer la « Grande Muette », il rêve en ce temps « d’une armée de type nassérien, capable de prendre le pouvoir lorsque les intérêts du peuple étaient en jeu et d’être le fer de lancer de la nation (p. 43) ». À la même époque, il rencontre un mouvement qui porte une vision nationaliste ardente et actualisée : la F.E.N. (Fédération des étudiants nationalistes) dont les motivations l’attirent, lui qui a « du nationalisme une conception plus dynamique, plus révolutionnaire, et surtout plus ouverte à l’Europe (p. 34).

 

Privilégiant l’activisme aux amphithéâtres universitaires, Jean-Claude Valla devient rapidement une personnalité connue des quelques militants lyonnais de la F.E.N. ainsi que des policiers qui l’arrêtent souvent pour le placer en garde à vue. Le livre contient des anecdotes savoureuses qui rappellent l’abjection permanente de la police du Régime. Remarqué par les instances dirigeantes, il monte à Paris à l’automne 1965, s’occupe de la logistique de la revue Europe Action et devient le factotum de Fabrice Laroche alias Alain de Benoist : « Je lui servais, par exemple, de coursier pour aller chez les éditeurs chercher ses livres en service de presse (p. 70). »

 

Militant dans la capitale des Gaules, Jean-Claude Valla a auparavant animé divers bulletins universitaires spécialisés dont Les Sept Couleurs conçu pour les étudiants en lettres. Sous le pseudonyme de Jacques Devidal, il publie en janvier 1965 un retentissant « Nous, les nationalistes de gauche » qui, malgré une évocation de José Antonio Primo de Riviera, indispose les éternels droitards compassés. Il y estime avec raison que « le nationalisme devait définitivement tourner le dos à la droite conservatrice (p. 49) ». Dans le même temps, ce « nationalisme » soucieux de justice sociale acquiert une autre dimension, au-delà de la simple nation politico-historique : « Nous étions européens, parce que nous étions conscients de la communauté de destin des peuples du Vieux Continent (p. 78). » Déjà s’élaborait instinctivement en lui la riche thématique des trois patries régionale, nationale et continentale complémentaires. Il n’est dès lors guère surprenant qu’il se réfère souvent à quelques figures « solidaristes » ou nationales-syndicalistes comme José Antonio, le Flamand Joris van Severen, les Allemands Ernst von Salomon et Ernst Jünger.

 

Toutefois, au moment où il entame cette rédaction, il revient un peu sur son engagement régional et européen. Il considère ainsi « que l’État-nation est une réalité encore bien vivante. Il m’arrive encore de le regretter, mais c’est ainsi. Des siècles d’histoire ont forgé cette entité. […] certes, après avoir subi pendant deux siècles la dictature des principes abstraits de la Révolution, il n’est pas mauvais que les Français redécouvrent leurs racines régionales et, au-delà de ces racines, prennent conscience de l’héritage culturel qu’ils ont en commun avec les autres Européens. Mais aujourd’hui, c’est notre survie collective qui est menacée, que ce soit par l’immigration, la construction de l’Europe de Maastricht ou l’impérialisme culturel américain. Nous avons un devoir de résistance et ce n’est pas le moment de détruire les dernières digues qui nous restent, aussi vermoulues soient-elles (p. 81) ». Est-ce si certain à l’heure de la post-modernité bouillonnante ?

 

Ces souvenirs incomplets rapportent aussi en trois chapitres la fondation et le développement du G.R.E.C.E. : Valla en fut le premier secrétaire général, le premier titulaire au « Secrétariat Études et Recherches », le premier rédacteur en chef de la revue Éléments et le principal responsable des Éditions Copernic. Sur la chronologie de la création de cette « société d’influence (p. 115) », il réfute le témoignage d’autres cofondateurs tels Maurice Rollet, Chancelier du G.R.E.C.E. Dans sa contribution au Mai 68 de la Nouvelle Droite, Maurice Rollet mentionne une réunion préparatoire en janvier 1968 autour de douze participants dont Valla. Or ce dernier faisait son service militaire en Allemagne à Villingen et était ce jour-là en pleines manœuvres hivernales dans la Forêt Noire. Qui se trompe ? Le témoignage d’autres participants serait éclairant…

 

Dégagé des obligations militaires, Jean-Claude Valla commence une carrière de journaliste pour plusieurs titres dont Valeurs actuelles où officie un ancien dirigeant de la F.E.N., François d’Orcival, devenu atlantiste et méfiant envers ses anciens camarades et dont le parcours professionnel le conduira bien plus tard à l’Institut. Il passe ensuite reporteur à Détective dont il garde un souvenir formateur. « Rien de tel que le fait divers pour former un journaliste, lui apprendre à se débrouiller, à découvrir la vie dans ce qu’elle peut avoir de sordide, à faire preuve de persuasion pour que celui qu’il doit interroger consente à lui ouvrir sa porte (p. 102). »

 

Au contact hebdomadaire de la vieille droite décatie

 

Il relate en outre le lancement du Figaro Magazine et des hostilités inattendues. On apprend que « les rapport entre Le Figaro Magazine et sa maison-mère n’étaient pas bons. […] les deux rédactions […] vivaient retranchées de part et d’autre de la rue du Mail (p. 165) ».

 

Jean-Claude Valla assure la liaison entre les deux titres et va chaque semaine dans le bureau de Max Clos, le directeur du quotidien, afin d’éviter les doublons. Mais, aigri, l’équipe du Figaro reprend les mêmes sujets avec son point de vue ringard au point que Valla est bientôt contraint de leur remettre de faux sommaires… Le succès du Figaro Magazine attise donc la rancœur d’une vieille garde qui « n’en tirait que jalousie et tremblait devant les censeurs de la presse de gauche (p. 166) ». Trente ans plus tard, hormis Thierry Maulnier naguère et aujourd’hui Éric Zemmour, ce journal est toujours le porte-parole d’un Hexagone imbécile, bourgeois, atlantiste et libéral-conservateur ! Quant à Max Clos, ce collectionneur des batailles perdues, il s’est réincarné en Yvan Rioufol dont le bloc-notes du vendredi exprime parfaitement les idées creuses de cette droite stérile dont le sarközysme est la dernière manifestation en date. Valla n’est pas dupe sur le lectorat du Figaro Magazine. « Cette France profonde était probablement trop frileuse pour prendre le risque d’un véritable affrontement. Aujourd’hui encore, elle prête une vieille complaisante aux marchands de sable du R.P.R. et de l’U.D.F. Cocue, mais toujours contente (p. 30). » Les récentes et gigantesques manifestations contre le mariage inverti et la politique gendériste de rejet des valeurs familiales confirment ce jugement sévère. Un certain dimanche 2013, les manifestants auraient pu occuper la « plus belle avenue du monde » et marcher sur l’Élysée, Flamby finissant alors comme un simple Ben Ali… Par couardise et légalisme naïf, ils ont rejeté cette possibilité dangereuse pour se donner à une U.M.P. encore plus nocive que son frère jumeau, le P.S. À ce public-là de Hexagons (Hexacons ?) catho bien élevés, on se doit de préférer un autre public, plus hardi, plus organisé, plus violent.

 

Malgré quelques critiques, il faut aussi regretter que Jean-Claude Valla ne fasse pas le bilan complet de l’entreprise métapolitique à laquelle il a étroitement participée. Il évoque en trois pages le cas du Club de l’Horloge qui, au départ, « ne s’adressait théoriquement qu’à de hauts fonctionnaires ou à des étudiants qui se destinaient à l’École nationale d’administration (E.N.A.) (p. 129) ». S’il revient sur les causes de la séparation entre ce club de pensée, créé par deux grécistes, Yvan Blot et Jean-Yves Le Gallou, et le G.R.E.C.E., Valla ne s’y attarde guère, peut-être parce que les deux stratégies employées (la métapolitique dans la sphère culturelle par l’entrisme dans le journalisme ou la parapolitique dans la sphère politicienne par l’entrisme dans des partis politiques) ont largement échoué. On peut même craindre que le « gramscisme technologique » suive un destin identique. Internet est un outil susceptible de favoriser un pseudo-activisme du clavier qui est une nouvelle forme de passivité militante. Les nouvelles techniques d’information et de communication ne remplacent pas le militantisme de rue.

 

Outre une différence d’ordre sociologique (le G.R.E.C.E. s’adresse à des journalistes, des enseignants et des étudiants tandis que le Club de l’Horloge cherche surtout de futurs hauts fonctionnaires), d’autres divergences majeures ont fait bifurquer sur des voies distinctes deux structures à l’origine proches :

 

— une divergence idéologique à propos du libéralisme, combattu par les grécistes et adapté dans un discours conservateur et national par les « horlogers »;

 

— une divergence géopolitique : le Club de l’Horloge soutient assez vite l’Occident et son fer de lance, les États-Unis d’Amérique, tandis que le G.R.E.C.E. prend dès le début de la décennie 1980 des positions neutralistes, tiers-mondistes et tiercéristes;

 

— une divergence politique avec le soutien gréciste à l’Europe impériale alors que les membres les moins anti-européens du Club de l’Horloge défendent au mieux une coopération intergouvernementale assez lâche;

 

— une divergence religieuse qui, avec la question du libéralisme, demeure un point déterminant d’achoppement. Alors que le G.R.E.C.E. n’a jamais caché son paganisme, le Club de l’Horloge défend pour le moins un christianisme catholique d’ailleurs bien affadi par l’Église conciliaire.

 

Par ailleurs, cet ouvrage comporte, hélas !, quelques règlements de compte propres au genre. Ainsi Roland Gaucher est-il qualifié de « roi de l’approximation (p. 70) ». Jean-Claude Valla se soucie de la souplesse intellectuelle d’Yvan Blot dont l’« évolution […] pouvait paraître plus inquiétante (p. 131) ». Finalement, il se « félicite aujourd’hui que son ralliement au Front national lui ait permis de retrouver sa liberté intellectuelle et de renouer sans honte avec ses vieux amis (p. 132) ». C’était bien sûr avant 1998…

 

Saluant au passage la personnalité bien oubliée de Louis Rougier, Jean-Claude Valla se montre en revanche fort critique envers Guillaume Faye. On est surpris qu’il regrette que « le G.R.E.C.E. soit devenu après mon départ, et en grande partie sous l’influence de Guillaume Faye, beaucoup plus monolithique et trop souvent prisonnier de la langue de bois (p. 126) ». Jugement abrupt et maladroit quand on consulte l’ensemble des travaux produits entre 1979 et 1986. On aurait plutôt apprécié lire une explication pertinente sur cette tentative avortée d’union (en fait absurde, voire insensée) entre des modérés libéraux et des révolutionnaires de droite dans le cadre de l’Alternative pour la France, cette entente illusoire du feu et de l’eau.

 

Du journaliste d’influence à l’historien de combat

 

Les souvenirs de Jean-Claude Valla s’arrêtent à son éviction du Figaro Magazine. Il tente ensuite l’aventure de Magazine Hebdo, vaincue par la complicité tacite de la gauche morale subventionnée et la pitoyable droite affairiste. Il en restera un bulletin confidentiel d’informations politiques, La Lettre de Magazine Hebdo. Au milieu des années 1980, Jean-Claude Valla va ensuite reprendre le titre d’une revue d’Emmanuel Berl de l’Entre-Deux-Guerres, Marianne (sans rapport avec le magazine éponyme fondé par de pseudo-rebelles…). Ce Marianne-là ne trouvera pas non plus son lectorat.

 

Valla rejoint un temps la rédaction de Minute. Puis, à partir du n° 29 de mai 1990, il entre au Choc du Mois, d’abord comme éditorialiste, puis comme chroniqueur impertinent dans la rubrique du « Carnet de voyage en Absurdie ». Il quitte Le Choc du Mois à son n° 60 de janvier 1993,pour prendre la direction de Minute. Certes, « Jacques Devidal » intervient encore dans le n° 65 de juin 1993 du Choc.

 

L’actualité va bientôt l’inciter à abandonner son habit de journaliste pour revêtir celui de l’historien rebelle. La scandaleuse affaire Touvier le révulse : il n’hésite pas à s’investir en faveur de l’ancien milicien et en tire en 1996 une contre-enquête remarquable. Auteur d’une biographie sur Doriot chez Pardès, il lance des Cahiers libres d’histoire qui examinent régulièrement un pan méconnu de la Seconde Guerre mondiale. En outre, à une époque où la liberté d’expression historique n’était pas encore pénalisée par des lois liberticides, il ne cachait pas son révisionnisme.

 

Véritable « contre-historien » qui va à l’encontre des vérités officielles judiciairement établies, il écrit dans deux publications successives d’un vieux compagnon de route, Dominique Venner : Enquête sur l’histoire, puis La Nouvelle Revue d’Histoire. Hors de tout cursus universitaire et académique – le jeune Valla n’a jamais passé le moindre examen -, il devient sur le tard un historien percutant, à mille lieux des dociles caniches de l’Alma mater.

 

Cet ouvrage posthume éclaire une partie de l’existence de la fameuse « Nouvelle Droite » mais son histoire intellectuelle reste toujours à faire.

 

Georges Feltin-Tracol

 

• Jean-Claude Valla, Engagements pour la civilisation européenne. Souvenirs, préface de Michel Marmin, Alexipharmaque, coll. « Les Réflexives », 2013, 191 p., 19 €. (B.P. 60 359, 64 141 Billère C.E.D.E.X.).

 


 

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mercredi, 16 octobre 2013

Armin Mohler und die Freuden des Rechtsseins

Armin Mohler und die Freuden des Rechtsseins

Martin Lichtmesz

Ex: http://www.sezession.de

arminmohler.jpgVor mir liegt ein frisch gedrucktes Büchlein, das mich wieder daran erinnert, was für eine große geistige Freude das „Rechtssein“ machen kann. Fast hätte ich es schon vergessen. Aber irgendeinen guten Grund muß ein Mensch ja haben, warum er sich all den Ärger antut, der damit einhergeht, nicht im linken Schafswolfsrudel mitzuheulen bzw. zu -blöken.

Die Rede ist von dem Kaplaken-Band „Notizen aus dem Interregnum“ [2], der dreizehn Kolumnen versammelt, die Armin Mohler [3] im Laufe des Jahres 1994 für die damals noch junge Junge Freiheit schrieb. Diese war eben auf das wöchentliche Format umgestiegen, und stand am Anfang ihres Siegeszuges als wichtigstes Organ und Sammelbecken der deutschen Rechten und Konservativen. Letzteres sind Begriffe, die Mohler meistens synonym oder alternierend gebrauchte, auch wenn es viele Rechte gibt, die sich nicht als „konservativ“ und viele Konservative, die sich nicht als „rechts“ betrachten. Außerhalb ihrer Milieus interessiert das allerdings bekanntlich keine Sau.

Die „Notizen“ sind, wie Götz Kubitschek im Nachwort formuliert, in einem „didaktisch-drängenden Ton“ verfaßt. Der 74jährige Mohler, einer der bedeutendsten Köpfe des deutschen Nachkriegskonservatismus, wollte mit seinen Kolumnen eine Art Orientierungshilfe, einen „Crash-Kurs“ im „Rechtssein“ bieten. So behandelte er noch einmal die Begriffe und Positionen, die in seinem Werk immer wiederkehren. Seine zentrale Formel war diese:

Bekannt ist der kokette Spruch: Wer nicht einmal links (oder wenigstens liberal) war, der wird kein richtiger Rechter. Der Schreibende hat jedoch Freunde, auf die das nicht zutrifft. Er sagt darum lieber: ein Rechter wird man durch eine Art von »zweiter Geburt«. Man hat sie durchlebt, wenn man sich – der eine früher, der andere später – der Einsicht öffnet, daß kein Mensch je die Wirklichkeit als Ganzes zu verstehen, zu erfassen und zu beherrschen vermag. Diese Einsicht stimmt manchen melancholisch, vielen aber eröffnet sie eine wunderbare Welt. Jedem dieser beiden Typen erspart sie, sein Leben mit Utopien, diesen Verschiebebahnhöfen in die Zukunft zu verplempern.

Das leuchtet wohl jedem unmittelbar ein, der die Erfahrung gemacht hat, daß eine zu eng gefaßte Weltanschauung blind für die Wirklichkeit machen kann, die nach einem Wort von Joachim Fest „immer rechts steht“. Ein Gitter von Abstraktionen verhindert, daß man sie sieht, wie sie ist (insofern man das eben mit seinen – stets beschränkten – Mitteln kann), daß man ihre Komplexität und Widersprüchlichkeit wahrnimmt und akzeptiert. (Damit ist aber nicht die typisch linke Rede von der „Komplexität“ gemeint, die genau auf das Gegenteil abzielt, nämlich eine Wahrnehmungschwäche kaschiert und sich um eine Entscheidung drücken will.)

Der von Mohler hochgeschätzte österreichische Schriftsteller Heimito von Doderer sprach an dieser Stelle gerne griffig von den „All-Gemeinheiten“ und von der „Apperzeptionsverweigerung“, einer nicht selten willentlichen Blockierung der Wahrnehmung, die zunächst zur Verdummung und schließlich gar zum Bösen führe.

Mohler kannte den Begriff der „political correctness“ noch nicht – aber es handelt sich hierbei um genau die Art von Abstraktionengitter, die er sein Leben lang bekämpfte. „Political correctness“ stellt zuerst ein Ideal auf, wie die Realität sein sollte, führt alsdann zu ihrer Leugnung (nach Doderer das „Dumme“), ob aus Angst (Doderer sprach vom „Kaltschweiß der Lebensschwäche“) oder aus Wunschdenken oder aus Opportunismus oder aus ideologischer Verblendung; dann aber zu unerbittlichen Verfolgung (nach Doderer wäre dies dann das „Böse“) all jener, die immer noch sehen und immer noch benennen,was sie eigentlich gar nicht sehen dürfen, etwa, daß der Kaiser nackt ist .

Auch das eng mit der „political correctness“ verbundene Gleichheitsdenken ist so eine Scheuklappe und „All-Gemeinheit“. In Notiz 7 (15. April 1994) diskutiert Mohler den italienischen Politologen Norberto Bobbio, der die Formel aufstellte, daß die Rechte vor allem mit dem beschäftigt sei, was die Menschen unterscheidet, und die Linke, mit dem, was die Menschen einander angleicht. Das geht soweit, daß der Linke die Gleichheit mit Gerechtigkeit gleichsetzt und zum absoluten moralischen Gut erhebt – die Menschen sollen „vernünftigerweise lieber gleicher als ungleich sein“.  Der Rechte dagegen bejaht die Ungleichheit, die es ja nur als relativen Begriff gibt. Erst die Ungleichheit gibt dem Leben seine Spannung, Vielfältigkeit und Farbe.

Die Absage an die prinzipielle „Durchschaubarkeit“ und daher „Machbarkeit“ aller Dinge ist kein Aufruf zum Nichthandeln – im Gegenteil. Vielmehr ergibt sich daraus die  Notwendigkeit einer Entscheidung, die Aufgabe, dem stetig sich wandelnden Chaos der Welt eine haltbare und dauerhafte Form abzutrotzen, mit dem Material zu bauen, das da ist, statt ständig auf das zu warten, was sein soll.

Das heißt allerdings nicht, daß man sich mit einem bloßen „Gärtnerkonservatismus“ begnügen muß. Vielmehr gilt es, aus dem Menschen das Bestmögliche herauszuholen und ihn an einer gewissen Intensität des Daseins teilhaben zu lassen, das auch immer „Agon“, also Wettstreit und Kampf ist – gegen die Unordnung, die Formlosigkeit, die Erschlaffung, den Verfall, den Tod, aber auch den konkreten Feind, den es immer geben wird.

Dem „Feind“ wird aber auch eine bestimmter Standort und ein prinzipielles Existenzrecht zugebilligt- er ist kein absoluter Feind, zu dem ihn bestimmte ideologische Zuspitzungen machen, insbesondere jene mit egalitärer Stoßrichtung. In der Notiz 9 vom 24. Juni 1994 untersucht Mohler den Begriff der „Mentalität“ . Dabei hat es ihm besonders eine Formulierung aus dem alten Brockhaus aus der Zeit vor dem Einbruch des „68er-Geistes“ angetan. „Mentalität“ bezeichnet

die geistig-seelische Disposition, die durch die Einwirkung von Lebenserfahrungen und Milieueindrücken entsteht, denen die Mitglieder einer sozialen Schicht unterworfen sind.

Das bedeutet nicht nur, daß der Mensch (hier folgt Mohler seinem großen Lehrmeister Arnold Gehlen) „anpassungsfähig“ ist, ein Wesen, das ebenso geformt wird, wie es selbst formend eingreift, „das sich selbst konstruiert, was er zum Überleben braucht“. Das heißt auch, daß jeder Mensch seinen soziologischen Ort, seine eigene Geschichte, seine eigenen guten oder schlechten Gründe und Beweggründe hat. Von hier aus wird auch eine rein moralistische Betrachtung und Verurteilung, eines einzelnen Menschen wie eines ganzen Volkes, unmöglich.

Mohlers Ansatz war verblüffend, besonders für solche Leser, die ein allzu vorgefaßtes Bild vom „Rechten“ mit sich herumtrugen. Dieser ist ja in der freien Wildbahn des Mainstreams eine geradezu geächtete Figur, im Gegensatz zu seinem umhätschelten Pendant, dem Linken, der „für seine guten Absichten belohnt wird“, und der auch dafür sorgt, daß vom Rechten möglichst nur Zerrbilder kursieren. „Rechts“ ist, wen er als solchen definiert, und wie er ihn definiert.

Es geht an dieser Stelle natürlich um den Rechten als Typus. Was die personifizierten Vertreter beider Lager angeht, so gibt es leider genug abschreckende Beispiele. Doderer sah sie als „Herabgekommenheiten“ – nicht etwa der nicht minder verabscheuungswürdigen „Mitte“ – sondern

jener Ebene, darauf der historisch agierende Mensch steht, der immer konservativ und revolutionär in einem ist, und diese Korrelativa als isolierte Möglichkeiten nicht kennt.

Mit einem Schlagwort: „konservative Revolution“. Das war für Mohler nicht nur das Etikett für ein bestimmtes, zeitlich eingegrenztes politisches Phänomen, sondern eine ganz grundsätzliche Idee, die er gerne vieldeutig schillern ließ. Seine Begriffe haben oft etwas bewußt Unscharfes, „Stimmungen“ Evozierendes, Wandelbares – sie müssen der jeweiligen konkreten Situation angepaßt werden.

Ich bin nun selber ein Initiat jener verschworenen Bruderschaft, die durch Mohler ihre entscheidenden politischen Impulse und Erweckungserlebnisse erfahren hat. Mit 25 Jahren verschlang ich in einer Nacht die Essaysammlung „Liberalenbeschimpfung“. Als ich das Buch zuklappte, war mir klar: wenn das nun „rechts“ ist, dann ist es nicht nur völlig legitim „rechts“ zu sein, dann bin ich es auch. Mir war bislang nur vorenthalten worden, daß es ein solches „Rechtssein“ auch gab – und das hatte mit einer Art zu denken ebenso wie mit einer Art zu schreiben und zu sprechen zu tun. Letztlich würde es aber vor allem, das betonte Mohler immer wieder, auch auf eine „Haltung“ und eine Art zu handeln ankommen, wobei er zugab, daß die Schreiber auch selten gleichzeitig „Täter“ sind.

Und hier fand ich nun die Quelle der „Freude“, von der ich oben sprach. Man erkennt, daß die Sprache eine Waffe ebenso wie ein Gefängnis sein kann, und daß ihre Grenzen schier unendlich erweiterbar sind. Dadurch stürzen die Begriffsgötzen und die falschen Autoritäten und die Laufgitter reihenweise ein und der Weg ins Freie wird sichtbar.

krd10.jpgFortan tat sich mir eine völlig neue und aufregende Welt auf. Zunächst war das nur eine Sache zwischen mir und meinem Bücherschrank. Ich suchte jahrelang keinerlei persönlichen Kontakt zu rechten oder konservativen „Milieus“, zum Teil aus Desinteresse, zum Teil aus weiterhin bestehenden Vorurteilen. Stattdessen ackerte ich sämtliche Hefte des „Criticón“ in der Berliner Staatsbibliothek durch, dem bedeutendsten Organ des konservativen Binnenpluralismus der 70er und 80er Jahre, und stieß dort auf die Namen all der konservativen Fabeltiere: neben Mohler auch Caspar von Schrenck-Notzing, Hans-Dietrich Sander, Günter Rohrmoser, Hellmut Diwald, Hans-Joachim Arndt, Günter Zehm, Wolfgang Venohr, Salcia Landmann, Robert Hepp, Gerd-Klaus Kaltenbrunner, Bernard Willms, Erik von Kuehnelt-Leddihn, Günter Maschke oder Alain de Benoist.

Und auf die großen Vordenker – Jünger, Blüher und Spengler waren mir schon bekannt, nun aber lernte ich Namen wie Carl Schmitt, Ernst Niekisch, Julius Evola, Edgar Julius Jung, Georges Sorel, Arnold Gehlen oder auch Donoso Cortés, Edmund Burke, Vilfredo Pareto usw. kennen. Ganz zu schweigen von all den schillernden Figuren, den Dichtern und Träumern, darunter eine erkleckliche Anzahl von poètes maudits, die ein verlockender Hauch des Hades umgab: Drieu La Rochelle, Yukio Mishima, Ezra Pound, Gabriele d‘Annunzio, Emile Cioran, Lucien Rebatet, Curzio Malaparte, Louis-Ferdinand Céline, Friedrich Hielscher, Alfred Schmid… man konnte wahrlich nicht klagen, daß es drüben am „rechten Ufer“ langweilig war.

Natürlich half auch das Internet enorm weiter, und früher oder später landete jeder mit einschlägigen Interessen bei der Jungen Freiheit, deren Netzarchive ich geradezu plünderte. Bald war ich begeisterter Abonnent, und entdeckte „neue“, aktuelle Stars:  Thorsten Hinz, Baal Müller (was für ein Name!), Manuel Ochsenreiter, Claus-Michael Wolfschlag, Angelika Willig. Viele Ausgaben der JF von 2002/3 habe ich heute noch aufgehoben und bewahre sie geradezu liebevoll und nostalgisch auf.

Bei der JF allein blieb es freilich nicht. Um den schwarzen Kontinent zu erobern, las ich zu diesem Zeitpunkt wie ein Scheunendrescher alles, wirklich „alles, was recht(s) ist“, frei nach einem Buchtitel von Karlheinz Weißmann, heute ein selbsterklärtes „lebendes Fossil der Neuen Rechten“, [4] der ebenfalls rasch in mein stetig wachsendes Pantheon aufgenommen wurde.

Besonders fielen mir jene Artikel in der JF und bald auch schon der Sezession auf, die von den Namen Ellen Kositza und Götz Kubitschek gezeichnet waren. Beide waren nur um wenige Jahre älter als ich, hatten markante Gesichter (dergleichen ist für mich bis heute von Bedeutung) und ihre Beiträge erklangen in einem frischen und zupackenden Ton  – unverkennbar die Mohler’sche Schule. Vor allem wurde darin nicht fade herumgeschwätzt, es ging darin um etwas: um unser jetziges, wirkliches Leben, um unsere Gegenwart und Zukunft, und ich erkannte, daß all dies auch etwas mit mir und meinem Leben zu tun hatte.

Gewiß war das Netz auch damals schon voll von Antifaseiten, die mal mehr, mal weniger offensichtlich ideologisch zugespitzt auftraten. Zentraler Anlaufpunkt war eine Seite namens „IDGR“- „Informationsdienst gegen Rechtsextremismus“, die freilich auch ganz hilfreich war, wenn man neue „Lesetips“ suchte. Was mich damals besonders empörte, war die Diskrepanz zwischen der hetzerisch-dummen, schablonenartigen, immer-gleichen Sprache dieser Seiten und dem, was die denunzierten Autoren tatsächlich geschrieben und gemeint hatten. Ich konnte nur krasse Desinformation, Verleumdung und Verzerrung erkennen, und das bestärkte mich umso mehr in dem Gefühl, auf der richtigen Spur zu sein.

Das fiel besonders bei Mohler auf. Es gab einerseits den Antifa-Popanz, andererseits den Autor, der mir freier, „liberaler“ und, ja, „toleranter“ und menschlicher erschien, als irgendeine rote Schranze, die ihre Säuberungswütigkeit mit hochtrabenden Ansprüchen schmückte. Besonders nahm mich seine Kunstsinnigkeit ein. Nicht nur vermochte er es, handfest und subtil zugleich über Belletristik, Lyrik und Malerei zu schreiben – er hatte auf jedes Thema, das er behandelte, einen unverwechselbaren Zugriff.

Und es gab ein Gebiet, wo Mohler eine besonders befreiende Wirkung ausübte: nämlich in seinen Betrachtungen zum Komplex der „Vergangenheitsbewältigung“ (ein Begriff, der heute kaum mehr benutzt wird, was der Praxis, die er bezeichnete, allerdings keinerlei Abbruch tut.) Diese Bücher, insbesondere „Der Nasenring“, haben endgültig mein Klischee von einem „Rechten“ zerstört. Ihre Argumentation erschien mir gescheit, realistisch, vernünftig, erwachsen, im besten Sinne humanistisch, auch wenn ich nicht immer d‘accord war.

Ich glaube, daß jeder denkende und fühlende Mensch, der in Deutschland oder Österreich geboren ist, irgendwann einmal mit der Geschichte seines Landes und den daraus folgenden Belastungen ins Klare kommen muß. Es ist wohl kein Zufall, daß Mohler gerade dieses Schlachtfeld wiederholt aufgesucht hat, denn keines ist dichter von „All-Gemeinheiten“, ahistorischen Abstraktionen, falschen Moralisierungen, „schrecklichen Vereinfachungen“, pauschalen Urteilen und so weiter umzäunt als dieses. Wohlfeile und wohlkalkulierte oder zur Gewohnheit eingerastete Instrumentalisierungen gehen hier mit deutschen Identitätsstörungen und unverarbeiteten Traumata einher, der nationale Selbsthaß mit dem „Klageverbot“ (so Hans-Jürgen Syberberg), die politische Erpressung mit der Unfähigkeit, zu trauern.

Mohlers Ausweg aus diesem Dschungel war genial. Er leitete sich aus seiner lebenslangen Begeisterung für die schöne Literatur [5]ab, die ihm als ein unentbehrlicher Weg zur „Welterfassung“ erschien.  Er lautete: dort wo, die Zangenbacken der ideologischen Abstraktionen und der moralistischen All-Gemeinheiten zubeißen wollen, dort soll man eine Geschichte erzählen.

Etwa die eines einzigen Menschen, der die Zeit des Dritten Reichs und des Zweitens Weltkriegs erlebt hat. Von Anfang an und nach der Reihe. Und dann die eines anderen, der genau das Gegenteil erlebt, und genau gegenteilig gedacht und gehandelt hat. Und dann eine dritte und eine vierte. Allmählich können wir auch wieder von Moral sprechen und von „Tätern und Opfern“, aber auf einer völlig veränderten Ebene. Diese Geschichten können Lebensberichte und Memoiren ebenso wie durchgestaltete Romane und Erzählungen sein.

Wer all dies wirklich in sich aufgenommen hat, wird zunehmends davor zurückscheuen, den Stab über vorangegangene Generationen zu brechen. Gerade die Deutschen müssen aufhören, über ihre Mütter und Väter, ihre Großmütter und Großväter, zu urteilen – sie sollten stattdessen versuchen, sie verstehen zu lernen.  Wir müssen unsere ganze Geschichte annehmen, und wir brauchen uns dazu auch nicht die schlechten Dinge schönzureden.

Schließlich aber, und hier war Mohler sehr scharf, kann ein richtiges Verhältnis zur eigenen Vergangenheit nicht gewonnen werden, wenn die historische Forschung zu stark politisiert wird, wenn Fragestellungen tabuisiert werden, wenn Historiker die Ächtung fürchten müssen (und es traf auch einen Diwald, einen Nolte, nicht nur einen Irving, der indes noch in den frühen Achtzigern mit Vorabdrucken im Spiegel rechnen konnte) und wenn per Gesetz entschieden wird, was historische Wahrheit ist und was nicht. Jeder Wissenschaftler, der hier noch seine Siebensachen beisammen hat [6], wird zugeben müssen, daß eine solche Praxis äußerst problematisch ist, und daß nicht damit geholfen ist, wenn man auf die Exzesse des lunatic fringe verweist.

Nun könnte man natürlich, etwa mit Egon Friedell, sagen, daß es eine rein „objektive“ und „interessenlose“ Geschichtsschreibung nicht gibt und nicht geben kann, daß man Historiographie, die wie die Künste einer Muse unterstellt ist, nicht so betreibt wie Naturwissenschaft – aber gerade dieser Gedanke ist in alle Richtungen hin gültig. Eine Buchveröffentlichung wie Stefan Scheils jüngster Kaplakenband „Polen 1939″ [7] steht von vornherein in einem politischen Raum, da die Vorgeschichte des Weltkriegs im Staatshaushalt der Bundesrepublik kein neutrales, sondern vielmehr ein mit politischer Bedeutung hoch aufgeladenes Feld ist. Dies gilt völlig unabhängig davon, ob sich Scheils Thesen als richtig oder falsch erweisen – sie bleiben so oder so ein Politikum.

Das nun also ist auch das eigentliche Thema von Mohlers Notiz 11 (5. August 1994), die sich in vermintes Gelände vorwagte, und darum von JF-Chefredakteur Dieter Stein von einer redaktionellen Infragestellung und einer Replik von Salcia Landmann [8] eingerahmt wurde. Man kann das alles im Kaplaken-Band nachlesen, darum will ich es an dieser Stelle nicht breittreten. Landmanns Antwort fiel, bei allem Respekt, zum Teil unterirdisch undifferenziert aus und schoß meilenweit und halbmanisch am eigentlichen Thema vorbei. Mohler kannte die sehr alte und sehr eigenwillige Dame noch aus Criticón-Tagen und nahm ihr selbst den Angriff nicht übel.

Anders erging es ihm allerdings mit dem Verhalten Dieter Steins. Dieser hatte im Grunde die „Notiz“ mit großen, roten Distanzierungsrufzeichen versehen, die vielleicht ein Spur zu dick aufgetragen waren. In seinem redaktionellen Beiwort wurde Mohler als eine Art seitenverkehrter, ebenfalls auf die Täter fixierter Habermas hingestellt, der lediglich die Deutschen exkulpieren wolle, wo der andere sie in pauschale Geiselhaft nahm.

Tatsächlich hatte Mohler in seiner „Notiz“aber genau vor diesem Ping-Pong des einseitigen Anschuldigens als auch einseitigen Exkulpierens gewarnt. Freillich hatte Stein das Recht, seine eigene Position zu markieren. Es ging hier aber vor allem um das „Wie“ des Vorgangs. Mohler fühlte sich verraten und in ungerechter Weise bloßgestellt, und schrieb an den noch sehr jungen Chefredakteur:

Was ist das für ein Kapitän, der einen aus der Mannschaft dem Feind zum Fraß vorwirft?

In der aktuellen JF [9] findet sich ein wie immer ausgezeichneter Leitartikel von Thorsten Hinz über die „Macht des Wortes“. Darin zeigt Hinz an konkreten Beispielen, was Gómez Dávila mit zwei Sätzen auf den Punkt gebracht hat.

 Wer das Vokabular des Feindes akzeptiert, ergibt sich ohne sein Wissen. Bevor die Urteile in den Sätzen explizit werden, sind sie implizit in den Wörtern.

Auf der Titelseite ist ein mir nicht bekannter Schauspieler namens Hannes Jaenicke zu sehen, der ein Buch mit dem Titel „Die große Volksverarsche“ geschrieben hat, in dem er „mit deutschen Journalisten abrechnet“, Zitat in der Schlagzeile: „Eure Blätter lese ich nicht mehr.“

Im Kulturteil ist skurrilerweiser versehentlich ein Old-School-Antifa-Bericht über den zwischentag [10] abgedruckt worden, der eigentlich in der taz erscheinen sollte. Der Autor, vermutlich ein Praktikant, legt darin den „Rechten“ die Freuden der sozialistischen Selbstkritik ans Herz. Er meint es gewiß nur gut, fragt sich bloß, mit wem. Vielleicht weiß auch die rechte Hand nicht mehr was die linke tut, oder irgendjemand ist mal wieder so listig wie die Tauben und so sanft wie die Schlangen, zu welchem Zweck auch immer.

Mein Artikel sollte aber von ganz anderen Freuden handeln. Aus diesem Grund will ich mit dem diesjährigen Neujahrsgeleitwort von Michael Klonovsky enden:

Lang leben die Völker dieser Erde! Es leben ihre Religionen, ihre Sitten, ihre Sprachen! Es lebe die traditionelle Familie! Es lebe die Ehe! Es leben die Geschlechterrollen! Es lebe die Weiblichkeit und die Männlichkeit! Vive la Mademoiselle! Es lebe die Monarchie! Es leben die Rassen und ihre fundamentalen Unterschiede! Es leben die Klassenschranken! Es lebe die soziale Ungerechtigkeit! Es lebe der Luxus! Es lebe die Eleganz! Es leben die Kathedralen, Kirchen und Tempel! Es lebe das Papsttum! Es lebe die Orthodoxie! Es leben die Atomkraft und die bemannte Raumfahrt! Es lebe der private Waffenbesitz! Es lebe der Aberglaube, der Geschichtsrevisionismus und der Biologismus! Es leben die Vorurteile und die Gemeinplätze! Es leben die Mythen! Es lebe alles Ehrwürdig-Althergebrachte! Es lebe die Meisterschaft in Kunst und Handwerk! Es lebe die Gewohnheit und die Regel! Es lebe der Alkohol, das Rauchen und das Fett im Essen! Es lebe die Aristokratie!  Es lebe die Meritokratie! Es lebe die Kallokratie! Es lebe das Versmaß, die Hochkultur und die Distinktion! Es lebe die Bosheit! Es lebe die Ungleichheit!

Ich sage dazu, auch mitten im Jahr, Ja und Amen, und Prost, Cheers, Sláinte, Skøl und Masel tov!

dimanche, 13 octobre 2013

Jünger und Mohler

Jünger und Mohler

Karlheinz Weißmann 

Ex: http://www.sezession.de

mohlereinband.jpgDie Beziehung zwischen Ernst Jünger und Armin Mohler hat sich über mehr als fünf Jahrzehnte erstreckt. Sie wird – wenn in der Literatur erwähnt – als Teil der Biographie Jüngers behandelt. Man hebt auf Mohlers Arbeit als Jüngers Sekretär ab und gelegentlich auf das Zerwürfnis zwischen beiden. Mit den Wilflinger Jahren hatte dieser Streit nichts zu tun. Seine Ursache waren Meinungsverschiedenheiten über die erste Ausgabe der Werke Jüngers. Der Konflikt beendete für lange das Gespräch der beiden, das mit einer Korrespondenz begonnen hatte, im direkten Austausch und dann wieder im – manchmal täglichen – Briefwechsel zwischen der Oberförsterei und dem neuen französischen Domizil Mohlers in Bourg-la-Reine fortgesetzt wurde. Von 1949, als Mohler seinen Posten in Ravensburg antrat, bis 1955, als Jünger seinen 60. Geburtstag feierte, war ihre Verbindung am intensivsten, aber es gab auch eine Vor- und eine Nachgeschichte von Bedeutung.

Die Vorgeschichte hängt zusammen mit Mohlers abenteuerlichem Grenzübertritt vom Februar 1942. Er selbst hat für den Entschluß, aus der Schweizer Heimat ins Reich zu gehen und sich freiwillig zur Waffen-SS zu melden, zwei Motive angegeben: die Nachrichten von der Ostfront, damit verknüpft das Empfinden, hier gehe es um das Schicksal Deutschlands, und die Lektüre von Jüngers Arbeiter. Die Verknüpfung mag heute irritieren, der Eindruck würde sich aber bei genauerer Untersuchung der Wirkungsgeschichte Jüngers verlieren. Denn, was er im Schlußkapitel des Arbeiters über den „Eintritt in den imperialen Raum“ gesagt hatte, war mit einem Imperativ verknüpft gewesen: „Nicht anders als mit Ergriffenheit kann man den Menschen betrachten, wie er inmitten chaotischer Zonen an der Stählung der Waffen und Herzen beschäftigt ist, und wie er auf den Ausweg des Glückes zu verzichten weiß. Hier Anteil und Dienst zu nehmen: das ist die Aufgabe, die von uns erwartet wird.“


Mohlers Absicht war eben: „Anteil und Dienst zu nehmen“. Es ging ihm nicht um „deutsche Spiele“, nicht um eine Wiederholung von Jüngers Abenteuer in der Fremdenlegion, sondern darum, in einer für ihn bezeichnenden Weise, Ernst zu machen. Daß daraus nichts wurde, hatte dann – auch in einer für ihn bezeichnenden Weise – mit romantischen Impulsen zu tun: der Sehnsucht nach intensiver Erfahrung, nach großen Gefühlen, dem „Bedürfnis nach Monumentalität“, ein Diktum des Architekturtheoretikers Sigfried Giedion, das Mohler häufig zitierte. Daß der nationalsozialistische „Kommissarstaat“ kein Interesse hatte, solches Bedürfnis abzusättigen, mußte Mohler rasch erkennen. Er zog sein Gesuch zurück und ging bis Dezember 1942 zum Studium nach Berlin. Dort saß er im Seminar von Wilhelm Pinder und hörte Kunstgeschichte. Vor allem aber verbrachte er Stunde um Stunde in der Staatsbibliothek, wo er seltene Schriften der „Konservativen Revolution“ exzerpierte oder abschrieb, darunter die von ihm als „Manifeste“ bezeichneten Aufsätze Jüngers aus den nationalrevolutionären Blättern. Dieser Textkorpus bildete neben dem Arbeiter, der ersten Fassung des Abenteuerlichen Herzens sowie Blätter und Steine die Grundlage für Mohlers Faszination an Jünger.

Zehn Jahre später schrieb er über die Wirkung des Autors Jünger auf den Leser Mohler: „Sein Stil könnte mit seiner Oberfläche auf mathematische Genauigkeit schließen lassen. Aber diese Gestanztheit ist Notwehr. Durch sie hindurch spiegelt sich im Ineinander von Begriff und Bild eine Vieldeutigkeit, welche den verwirrt, der nur die Eingleisigkeit einer universalistisch verankerten Welt kennt. In Jüngers Werk … ist die Welt nominalistisch wieder zum Wunder geworden.“ Wer das Denken Mohlers etwas genauer kennt, weiß, welche Bedeutung das Stichwort „Nominalismus“ für ihn hatte, wie er sich bis zum Schluß auf immer neuen Wegen eine eigenartige, den Phänomenen zugewandte Weltsicht, zu erschließen suchte. Er hatte dafür als „Augenmensch“ bei dem „Augenmenschen“ Jünger eine Anregung gefunden, wie sonst nur in der Kunst.


Es wäre deshalb ein Mißverständnis, anzunehmen, daß Mohler Jünger auf Grund der besonderen Bedeutung, die er den Arbeiten zwischen den Kriegsbüchern und der zweiten Fassung des Abenteuerlichen Herzens beimaß, keine Weiterentwicklung zugestanden hätte. Ihm war durchaus bewußt, daß Gärten und Straßen das Alterswerk einleitete und zu einer deutlichen – und aus seiner Sicht legitimen – Veränderung des Stils geführt hatte. Es ging ihm auch nicht darum, Jünger auf die Weltanschauung der zwanziger Jahre festzulegen, wenngleich das Politische für seine Zuwendung eine entscheidende Rolle gespielt und zum Bruch mit der Linken geführte hatte. Sein Freund Werner Schmalenbach schilderte die Verblüffung des Basler Milieus aus Intellektuellen und Emigranten, in dem sich Mohler bis dahin bewegte, als dessen Begeisterung für Deutschland und für Jünger klarer erkennbar wurde. Nach seiner Rückkehr in die Schweiz und dem Bekanntwerden seines Abenteuers wurde er in diesen Kreisen selbstverständlich als „Nazi“ gemieden. Beirrt hat Mohler das aber nicht, weder in seinem Interesse an der Konservativen Revolution, noch in seiner Verehrung für Jünger.
Die persönliche Begegnung zwischen beiden wurde dadurch angebahnt, daß Mohler 1946 in der Zeitung Weltwoche einen Aufsatz über Jünger veröffentlichte, der weit von den üblichen Verurteilungen entfernt war. Es folgte ein Briefwechsel und dann die Aufforderung Jüngers, Mohler solle nach Abschluß seiner Dissertation eine Stelle als Sekretär bei ihm antreten. Als Mohler dann nach Ravensburg kam, wo Jünger vorläufig Quartier genommen hatte, war die Atmosphäre noch ganz vom Nachkrieg geprägt. Man bewegte sich wie in der Waffenstillstandszeit von 1918/19 in einer Art Traumland – zwischen Zusammenbruch und Währungsreform –, und alle möglichen politischen Kombinationen schienen denkbar. Der Korrespondenz zwischen Mohler und seinem engsten Freund Hans Fleig kann man entnehmen, daß damals beide die Wiederbelebung der „Konservativen Revolution“ erwarteten: die „antikapitalistische Sehnsucht“ des deutschen Volkes, von der Gregor Strasser 1932 gesprochen hatte, war in der neuen Not ungestillt, ein „heroischer Realismus“ konnte angesichts der verzweifelten Lage als Forderung des Tages erscheinen, auch die intellektuelle Linke glaubte, daß die „Frontgeneration“ ein besonderes Recht auf Mitsprache besitze, und das Ausreizen der geopolitischen Situation mochte als Chance gelten, die Teilung Deutschlands zwischen den Blöcken zu verhindern. Wie man Mohlers Ravensburger Tagebuch, aber auch anderen Dokumenten entnehmen kann, waren Jünger solche Gedanken nicht fremd, wenngleich die Erwägungen – bis hin zu nationalbolschewistischen Projekten – eher spielerischen Charakter hatten.

Differenzen zwischen beiden ergaben sich auf literarischem Feld. Mohler hatte Schwierigkeiten mit den letzten Veröffentlichungen Jüngers. Ihn irritierten die Friedensschrift (1945) und der große Essay Über die Linie (1951), und den Roman Heliopolis (1949) hielt er für mißlungen. Die Sorge, daß Jünger sich untreu werden könnte, schwand erst nach dem Erscheinen von Der Waldgang (1951). Mohler begrüßte das Buch enthusiastisch und als Bestätigung seiner Auffassung, daß man angesichts der Lage den Einzelgänger stärken müsse. Was sonst zu sagen sei, sollte getarnt werden, wegen der „ausgesprochenen Bürgerkriegssituation“, in der man schreibe. Er erwartete zwar, daß der „Antifa-Komplex“ bald erledigt sei, aber noch wirkte die Gefährdung erheblich und der „Waldgänger“ war eine geeignetere Leitfigur als „Soldat“ oder „Arbeiter“.


71043472.jpgMohler betrachtete den Waldgang vor allem als erste politische Stellungnahme Jüngers nach dem Zusammenbruch, eine notwendige Stellungnahme auch deshalb, weil die Strahlungen und die darin enthaltene Auseinandersetzung mit den Verbrechen der NS-Zeit viele Leser Jüngers befremdet hatte. In der aufgeheizten Atmosphäre der Schulddebatten fürchteten sie, Jünger habe die Seiten gewechselt und wolle sich den Siegern andienen; Mohler vermerkte, daß in Wilflingen kartonweise Briefe standen, deren Absender Unverständnis und Ablehnung zum Ausdruck brachten.


Mohler schloß sich dieser Kritik ausdrücklich nicht an und hielt ihr entgegen, daß sie am Kern der Sache vorbeigehe. „Der deutsche ‚Nationalismus‘ oder das ‚nationale Lager‘ oder die ‚Rechte‘ … wirkt heute oft erschreckend verstaubt und antiquiert – und dies gerade in einem Augenblick, wo [ein] bestes nationales Lager nötiger denn je wäre. Die Verstaubtheit scheint mir daher zu kommen, daß man glaubt, man könne einfach wieder da anknüpfen, wo 1933 oder 1945 der Faden abgerissen war.“ Einige arbeiteten an einer neuen „Dolchstoß-Legende“, andere suchten die Schlachten des Krieges noch einmal zu führen und nun zu gewinnen, wieder andere setzten auf einen „positiven Nationalsozialismus“ oder auf eine Wiederbelebung sonstiger Formen, die längst überholt und abgestorben waren. In der Überzeugung, daß eine Restauration nicht möglich und auch nicht wünschenswert sei, trafen sich Mohler und Jünger.


Die Stellung Mohlers als „Zerberus“ des „Chefs“ war nie auf Dauer gedacht. Mohler plante eine akademische Karriere und betrachtete seine Tätigkeit als Zeitungskorrespondent, die er 1953 aufnahm, auch nur als Vorbereitung. Der Kontakt zu Jünger riß trotz der Entfernung nie ab. interessanterweise bemühten sich in dieser Phase beide um eine Neufassung des Begriffs „konservativ“, die ausdrücklich dem Ziel dienen sollte, einen weltanschaulichen Bezugspunkt zu schaffen.


Wie optimistisch Jünger diesbezüglich war, ist einer Bemerkung in einem Brief an Carl Schmitt zu entnehmen, dem er am 8. Januar 1954 schrieb, er beobachte „an der gesamten Elite“ eine „entschiedene Wendung zu konservativen Gedanken“, und im Vorwort zu seinem Rivarol – ein Text, der in der neueren Jünger-Literatur regelmäßig übergangen wird – geht es an zentraler Stelle um die „Schwierigkeit, ein neues, glaubwürdiges Wort für ‚konservativ‘ zu finden“. Jünger hatte ursprünglich vor, gegen ältere Versuche eines Ersatzes zu polemisieren, verzichtete aber darauf, weil er dann auch den Terminus „Konservative Revolution“ hätte einbeziehen müssen, was er aus Rücksicht auf Mohler nicht tat. Daß ihn seine intensive Beschäftigung mit den Maximen des französischen Gegenrevolutionärs „stark in die politische Materie“ führte, war Jünger klar. Wenn dagegen so wenig Vorbehalte zu erkennen sind, dann hing das auch mit dem Erfolg und der wachsenden Anerkennung zusammen, die er in der ersten Hälfte der fünfziger Jahre erfuhr. Zeitgenössische Beobachter glaubten, daß er zum wichtigsten Autor der deutschen Nachkriegszeit werde.

Dieser „Boom“ erreichte einen Höhepunkt mit Jüngers sechzigstem Geburtstag. Es gab zwar auch heftige Kritik am „Militaristen“ und „Antidemokraten“, aber die positiven Stimmen überwogen. Mohler hatte für diesen Anlaß nicht nur eine Festschrift vorbereitet, sondern auch eine Anthologie zusammengestellt, die unter dem Titel Die Schleife erschien. Der notwendige Aufwand an Zeit und Energie war sehr groß gewesen, die prominentesten Beiträger für die Festschrift, Martin Heidegger, Gottfried Benn, Carl Schmitt, bei Laune zu halten, ein schwieriges Unterfangen – Heidegger zog seinen Beitrag aus nichtigen Gründen zweimal zurück. Ganz zufrieden war der Jubilar aber nicht; Jünger mißfiel die geringe Zahl ausländischer Autoren, und bei der Schleife hatte er den Verdacht, daß hier suggeriert werde, es handele sich um ein Buch aus seiner Feder. Die Ursache dieser Verstimmung war eine kleine Manipulation des schweizerischen Arche-Verlags, in dem Die Schleife erschienen war, und der auf den Umschlag eine Titelei gesetzt hatte, die einen solchen Irrtum möglich machte.
Im Hintergrund spielte außerdem der Wettbewerb verschiedener Häuser um das Werk Jüngers mit, dessen Bücher in der Nachkriegszeit zuerst im Furche-, den man ihm zu Ehren in Heliopolis-Verlag umbenannt hatte, dann bei Neske und bei Klostermann erschienen waren. Außerdem versuchte ihn Ernst Klett für sich zu gewinnen. Wenn Klostermann die Festschrift herausbrachte, obwohl er davon kaum finanziellen Gewinn erwarten durfte, hatte das mit der Absicht zu tun, die Bindung Jüngers zu festigen. Deshalb korrespondierte der Verleger mit Mohler nicht nur wegen der Ehrengabe, sondern gleichzeitig auch wegen einer Edition des Gesamtwerks, die Jünger dringend wünschte.


Klostermann und Mohler waren einig, daß eine solche Sammlung nach „Wachstumsringen“ geordnet werden müsse, jedenfalls der Chronologie zu folgen und die ursprünglichen Fassungen zu bringen beziehungsweise Änderungen kenntlich zu machen habe. Bekanntermaßen ist dieser Plan nicht in die Tat umgesetzt worden. Rivarol war das letzte Buch, das Jünger bei Klostermann veröffentlichte, danach wechselte er zu Klett, dem er gleichzeitig die Verantwortung für die „Werke“ übertrug. In einem Brief vom 15. Dezember 1960 schrieb Klostermann voller Bitterkeit an Mohler, daß er die Ausgabe im Grunde für unbenutzbar halte und mit Bedauern feststelle, daß Jünger gegen Kritik immer unduldsamer werde. Zwei Wochen später veröffentlichte Mohler einen Artikel über die Werkausgabe in der Züricher Tat. Jüngers „Übergang in das Lager der ‚Universalisten‘“ wurde nur konstatiert, aber die Eingriffe in die früheren Texte scharf getadelt.


Noch grundsätzlicher faßte Mohler seine Kritik für einen großen Aufsatz zusammen, der im Dezember 1961 in der konservativen Wochenzeitung Christ und Welt erschien und von vielen als Absage an Jünger gelesen wurde. Mohler verurteilte hier nicht nur die Änderung der Texte, er mutmaßte auch, sie folgten dem Prinzip der Anbiederung, man habe „ad usum democratorum frisiert“, es gebe außerdem ein immer deutlicher werdendes „Gefälle“ im Hinblick auf die Qualität der Diagnostik, was bei den letzten Veröffentlichungen Jüngers wie An der Zeitmauer (1959) und Der Weltstaat (1960) zu einer Beliebigkeit geführt habe, die wieder zusammenpasse mit anderen Konzessionen Jüngers, um „sich mit der bis dahin gemiedenen Öffentlichkeit auszugleichen“. Mohler deutete diese Tendenz nicht einfach als Schwäche oder Verrat, sondern als negativen Aspekt jener„osmotischen“ Verfassung, die Jünger früher so sensibel für kommende Veränderungen gemacht habe.

Jünger brach nach Erscheinen des Textes den Kontakt ab. Daß Mohler das beabsichtigte, ist unwahrscheinlich. Noch im Juni 1960 hatte Jünger ihn in Paris besucht, kurz bevor Mohler nach Deutschland zurückkehrte, und im Gästebuch stand der Eintrag: „Wenige sind wert, daß man ihnen widerspricht. Bei Armin Mohler mache ich eine Ausnahme. Ihm widerspreche ich gerne.“ Jetzt warf Jünger Mohler vor, ihn ideologisch mißzuverstehen und äußerte in einem Brief an Curt Hohoff: „Das Politische hat mich nur an den Säumen beschäftigt und mir nicht gerade die beste Klientel zugeführt. Würden Mohlers Bemühungen dazu beitragen, daß ich diese Gesellschaft gründlich loswürde, so wäre immerhin ein Gutes dabei. Aber solche Geister haben ein starkes Beharrungsvermögen; sie verwandeln sich von lästigen Anhängern in unverschämte Gläubiger.“


Sollte Jünger Mohlers Text tatsächlich nicht gelesen haben, wie er hier behauptete, wäre ihm auch der Schlußpassus entgangen, in dem Mohler zwar nicht zurücknahm, was er gesagt hatte, aber festhielt, daß ein einziges der großen Bücher Jüngers genügt hätte, um diesen „für immer in den Himmel der Schriftsteller“ eingehen zu lassen: „An dessen Scheiben wir Kritiker uns die Nase plattdrücken.“ Die Ursache für Mohlers Schärfe war Enttäuschung, eine Enttäuschung trotz bleibender Bewunderung. Mohler warf Jünger mit gutem Grund vor, daß dieser in der zweiten Hälfte der fünfziger Jahre ohne Erklärung den Kurs geändert hatte und sich in einer Weise stilisierte, die ihn nicht mehr als „großen Beunruhiger“ erkennen ließ. Man konnte das wahlweise auf Jüngers „Platonismus“ oder sein Bemühen um Klassizität zurückführen. Tendenzen, mit denen Mohler schon aus Temperamentsgründen wenig anzufangen wußte.


Die Wiederannäherung kam deshalb erst nach langer Zeit und angesichts der Wahrnehmung zustande, daß Jünger eine weitere Kehre vollzog. Das Interview, das der Schriftsteller am 22. Februar 1973 Le Monde gab, wirkte auf Mohler elektrisierend, was vor allem mit jenen Schlüsselzitaten zusammenhing, die von der deutschen Presse regelmäßig unterschlagen wurden: Zwar hatte man mit einer gewissen Irritation Jüngers Äußerung gemeldet, er könne weder Wilhelm II. noch Hitler verzeihen, „ein so wundervolles Instrument wie unsere Armee vergeudet zu haben“, aber niemand wagte sein Diktum hinzuzufügen: „Wie hat der deutsche Soldat zweimal hintereinander unter einer unfähigen politischen Führung gegen die ganze wider ihn verbündete Welt sich halten können? Das ist die einzige Frage, die man meiner Ansicht nach in 100 Jahren stellen wird.“ Und nirgends zu finden war die Prophetie über das Schicksal, das den Deutschen im Geistigen bevorstand: „Alles, was sie heute von sich weisen, wird eines schönen Tages zur Hintertüre wieder hereinkommen.“


Mohler stellte die Rückkehr zum Konkret-Politischen mit der Wirkung von Jüngers Roman Die Zwille zusammen, ein „erzreaktionäres Buch“, so sein Urteil, das in seinen besten Passagen jene Fähigkeit zum „stereoskopischen“ Blick zeigte, die von Mohler bewunderte Fähigkeit, das Besondere und das Typische – nicht das Allgemeine! – gleichzeitig zu erkennen. Obwohl Mohler an seiner Auffassung vom „Bruch“ im Werk festhielt, hat der Aufsatz Ernst Jüngers Wiederkehr wesentlich dazu beigetragen, den alten Streit zu beenden. Die Verbindung gewann allmählich ihre alte Herzlichkeit zurück, und seinen Beitrag in der Festschrift zu Mohlers 75. Geburtstag versah Jünger mit der Zeile „Für Armin Mohler in alter Freundschaft“; beide telefonierten häufig und ausführlich miteinander, und wenige Monate vor dem Tod Jüngers, im Herbst 1997, kam es zu einer letzten persönlichen Begegnung in Wilflingen.


Nachdem Jünger gestorben war, gab ihm Mohler, obwohl selbst betagt und krank, das letzte Geleit. Er empfand das mit besonderer Genugtuung, weil es ihm nicht möglich gewesen war, Carl Schmitt diese letzte Ehre zu erweisen. Jünger und Schmitt hatten nach Mohlers Meinung den größten Einfluß auf sein Denken, mit beiden war er enge Verbindungen eingegangen, die von Schwankungen, Mißverständnissen und intellektuellen Eitelkeiten nicht frei waren, zuletzt aber Bestand hatten. Den Unterschied zwischen ihnen hat Mohler auf die Begriffe „Idol“ und „Lehrer“ gebracht: Schmitt war der „Lehrer“, Jünger das „Idol“. Wenn man „Idol“ zum Nennwert nimmt, dann war Mohlers Verehrung eine besondere – von manchen Heiden sagt man, daß sie ihre Götter züchtigen, wenn sie nicht tun, was erwartet wird.


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dimanche, 08 septembre 2013

La bipolarisation droite-gauche n'existe plus en milieu populaire

guilluy2.jpg

"La bipolarisation droite-gauche n'existe plus en milieu populaire"...

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

guilly.jpgNous reproduisons ci-dessous un entretien avec le géographe et sociologue Christophe Guilluy, publié cet été dans le quotidien Le Figaro. Christophe Guilluy est l'auteur d'un essai intitulé Fractures françaises (Bourin, 2010) qui a suscité de nombreux commentaires lors de sa publication. Cet essai, devenu introuvable, sera réédité début octobre chez Flammarion, dans la collection de poche Champs.

LE FIGARO. - Vous êtes classé à gauche mais vous êtes adulé par la droite. Comment expliquez-vous ce paradoxe ?

Christophe GUILLUY.- Je ne suis pas un chercheur classique. Ma ligne de conduite depuis quinze ans a toujours été de penser la société par le bas et de prendre au sérieux ce que font, disent et pensent les catégories populaires. Je ne juge pas. Je ne crois pas non plus à la posture de l’intellectuel qui influence l’opinion publique. Je ne crois pas non plus à l’influence du discours politique sur l’opinion. C’est même l’inverse qui se passe. Ce que j’appelle la nouvelle géographie sociale a pour ambition de décrire l’émergence de nouvelles catégories sociales sur l’ensemble des territoires.

Selon vous, la mondialisation joue un rôle fondamental dans les fractures françaises. Pourquoi ?

La mondialisation a un impact énorme sur la recomposition des classes sociales en restructurant socialement et économiquement les territoires. Les politiques, les intellectuels et les chercheurs ont la vue faussée. Ils chaussent les lunettes des années 1980 pour analyser une situation qui n’a aujourd’hui plus rien à voir. Par exemple, beaucoup sont encore dans la mythologie des classes moyennes façon Trente Glorieuses. Mais à partir des années 1980, un élément semble dysfonctionner : les banlieues. Dans les années 1970, on avait assisté à l’émergence d’une classe moyenne, c’est la France pavillonnaire.

Vous avez théorisé la coexistence de deux France avec, d’une part, la France des métropoles et de l’autre la France périphérique.

On peut en effet diviser schématiquement la France en deux : la France périphérique, que certains ont dénommée mal à propos France périurbaine, est cette zone qui regroupe aussi bien des petites villes que des campagnes. De l’autre côté, il y a les métropoles, complètement branchées sur la mondialisation, sur les secteurs économiques de pointe avec de l’emploi très qualifié. Ces métropoles se retrouvent dans toutes régions de France. Bien évidemment, cela induit une recomposition sociale et démographique de tous ces espaces. En se désindustrialisant, les villes ont besoin de beaucoup moins d’employés et d’ouvriers mais de davantage de cadres. C’est ce qu’on appelle la gentrification des grandes villes, avec un embourgeoisement à grande vitesse.

Mais en même temps que cet embourgeoisement, il y a aussi dans les métropoles un renforcement des populations immigrées.

Au moment même où l’ensemble du parc immobilier des grandes villes est en train de se « gentrifier », l’immobilier social, les HLM, le dernier parc accessible aux catégories populaires de ces métropoles, s’est spécialisé dans l’accueil des populations immigrées. On assiste à l’émergence de « villes monde » très inégalitaires où se regroupent avec d’un côté des cadres, et de l’autre des catégories précaires issues de l’immigration. Dans ces espaces, les gens sont tous mobiles, aussi bien les cadres que les immigrés. Surtout, ils sont là où tout se passe, où se crée l’emploi. Tout le monde dans ces métropoles en profite, y compris les banlieues et les immigrés. Bien sûr cela va à l’encontre de la mythologie de la banlieue ghetto où tout est figé. Dans les zones urbaines sensibles, il y a une vraie mobilité : les gens arrivent et partent.

Pourtant le parc immobilier social se veut universel ?

La fonction du parc social n’est plus la même que dans les années 1970. Aujourd’hui, les HLM servent de sas entre le Nord et le Sud. C’est une chose fondamentale que beaucoup ont voulu, consciemment ou non, occulter : il y a une vraie mobilité dans les banlieues. Alors qu’on nous explique que tout est catastrophique dans ces quartiers, on s’aperçoit que les dernières phases d’ascension économique dans les milieux populaires se produisent dans les catégories immigrées des grandes métropoles. Si elles réussissent, ce n’est pas parce qu’elles ont bénéficié d’une discrimination positive, mais d’abord parce qu’elles sont là où tout se passe.

La France se dirige-t-elle vers le multiculturalisme ?

La France a un immense problème où l’on passe d’un modèle assimilationniste républicain à un modèle multiculturel de fait, et donc pas assumé. Or, les politiques parlent républicain mais pensent multiculturel. Dans la réalité, les politiques ne pilotent plus vraiment les choses. Quel que soit le discours venu d’en haut, qu’il soit de gauche ou de droite, les gens d’en bas agissent. La bipolarisation droite-gauche n’existe plus en milieu populaire. Elle est surjouée par les politiques et les catégories supérieures bien intégrées mais ne correspond plus à grand-chose pour les classes populaires.

Les classes populaires ne sont donc plus ce qu’elles étaient…

Dans les nouvelles classes populaires on retrouve les ouvriers, les employés, mais aussi les petits paysans, les petits indépendants. Il existe une France de la fragilité sociale. On a eu l’idée d’en faire un indicateur en croisant plusieurs critères comme le chômage, les temps partiel, les propriétaires précaires, etc. Ce nouvel indicateur mesure la réalité de la France qui a du mal à boucler les fins de mois, cette population qui vit avec environ 1 000 euros par mois. Et si on y ajoute les retraités et les jeunes, cela forme un ensemble qui représente près de 65 % de la population française. La majorité de ce pays est donc structurée sociologiquement autour de ces catégories modestes. Le gros problème, c’est que pour la première fois dans l’histoire, les catégories populaires ne vivent plus là où se crée la richesse.

Avec 65 % de la population en périphérie, peut-on parler de ségrégation ?

Avant, les ouvriers étaient intégrés économiquement donc culturellement et politiquement. Aujourd’hui, le projet économique des élites n’intègre plus l’ensemble de ces catégories modestes. Ce qui ne veut pas dire non plus que le pays ne fonctionne pas mais le paradoxe est que la France fonctionne sans eux puisque deux tiers du PIB est réalisé dans les grandes métropoles dont ils sont exclus. C’est sans doute le problème social, démocratique, culturel et donc politique majeur : on ne comprend rien ni à la montée du Front national ni de l’abstention si on ne comprend pas cette évolution.

Selon vous, le Front national est donc le premier parti populaire de France ?

La sociologie du FN est une sociologie de gauche. Le socle électoral du PS repose sur les fonctionnaires tandis que celui de l’UMP repose sur les retraités, soit deux blocs sociaux qui sont plutôt protégés de la mondialisation. La sociologie du FN est composée à l’inverse de jeunes, d’actifs et de très peu de retraités. Le regard porté sur les électeurs du FN est scandaleux. On les pointe toujours du doigt en rappelant qu’ils sont peu diplômés. Il y a derrière l’idée que ces électeurs frontistes sont idiots, racistes et que s’ils avaient été diplômés, ils n’auraient pas voté FN.

Les électeurs seraient donc plus subtils que les sociologues et les politologues… ?

Les Français, contrairement à ce que disent les élites, ont une analyse très fine de ce qu’est devenue la société française parce qu’ils la vivent dans leur chair. Cela fait trente ans qu’on leur dit qu’ils vont bénéficier, eux aussi, de la mondialisation et du multiculturalisme alors même qu’ils en sont exclus. Le diagnostic des classes populaires est rationnel, pertinent et surtout, c’est celui de la majorité. Bien évidemment, le FN ne capte pas toutes les classes populaires. La majorité se réfugie dans l’abstention.

Vous avancez aussi l’idée que la question culturelle et identitaire prend une place prépondérante.

Les Français se sont rendu compte que la question sociale a été abandonnée par les classes dirigeantes de droite et de gauche. Cette intuition les amène à penser que dans ce modèle qui ne les intègre plus ni économiquement ni socialement, la question culturelle et identitaire leur apparaît désormais comme essentielle. Cette question chez les électeurs FN est rarement connectée à ce qu’il se passe en banlieue. Or il y a un lien absolu entre la montée de la question identitaire dans les classes populaires « blanches » et l’islamisation des banlieues.

Vaut-il parfois mieux habiter une cité de La Courneuve qu’en Picardie ?

Le paradoxe est qu’une bonne partie des banlieues sensibles est située dans les métropoles, ces zones qui fonctionnent bien mieux que la France périphérique, là où se trouvent les vrais territoires fragiles. Les élites, qui habitent elles dans les métropoles considèrent que la France se résume à des cadres et des jeunes immigrés de banlieue. Ce qui émerge dans cette France périphérique, c’est une contre-société, avec d’autres valeurs, d’autres rapports au travail ou à l’État-providence. Même s’il y a beaucoup de redistribution des métropoles vers la périphérie, le champ des possibles est beaucoup plus restreint avec une mobilité sociale et géographique très faible. C’est pour cette raison que perdre son emploi dans la France périphérique est une catastrophe.

Pourquoi alors l’immigration pose-t-elle problème ?

Ce qui est fascinant, c’est la technicité culturelle des classes populaires et la nullité des élites qui se réduit souvent à raciste/pas raciste. Or, une personne peut être raciste le matin, fraternelle le soir. Tout est ambivalent. La question du rapport à l’autre est la question du village et comment celui-ci sera légué à ses enfants. Il est passé le temps où on présentait l’immigration comme « une chance pour la France ». Ne pas savoir comment va évoluer son village est très anxiogène. La question du rapport à l’autre est totalement universelle et les classes populaires le savent, pas parce qu’elles seraient plus intelligentes mais parce qu’elles en ont le vécu.

Marine Le Pen qui défend la France des invisibles, vous la voyez comme une récupération de vos thèses ?

Je ne me suis jamais posé la question de la récupération. Un chercheur doit rester froid même si je vois très bien à qui mes travaux peuvent servir. Mais après c’est faire de la politique, ce que je ne veux pas. Dans la France périphérique, les concurrents sont aujourd’hui l’UMP et le FN. Pour la gauche, c’est plus compliqué. Les deux vainqueurs de l’élection présidentielle de 2012 sont en réalité Patrick Buisson et Terra Nova, ce think-tank de gauche qui avait théorisé pour la gauche la nécessité de miser d’abord sur le vote immigré comme réservoir de voix potentielles pour le PS. La présidentielle, c’est le seul scrutin où les classes populaires se déplacent encore et où la question identitaire est la plus forte. Sarkozy a joué le « petit Blanc », la peur de l’arrivée de la gauche qui signifierait davantage d’islamisation et d’immigration. Mais la gauche a joué en parallèle le même jeu en misant sur le « petit Noir » ou le « petit Arabe ». Le jeu de la gauche a été d’affoler les minorités ethniques contre le danger fascisant du maintien au pouvoir de Sarkozy et Buisson. On a pu croire un temps que Hollande a joué les classes populaires alors qu’en fait c’est la note Terra Nova qui leur servait de stratégie. Dans les deux camps, les stratégies se sont révélées payantes même si c’est Hollande qui a gagné. Le discours Terra Nova en banlieue s’est révélé très efficace quand on voit les scores obtenus. Près de 90 % des Français musulmans ont voté Hollande au second tour.

La notion même de classe populaire a donc fortement évolué.

Il y a un commun des classes populaires qui fait exploser les définitions existantes du peuple. Symboliquement, il s’est produit un retour en arrière de deux siècles. Avec la révolution industrielle, on a fait venir des paysans pour travailler en usines. Aujourd’hui, on leur demande de repartir à la campagne. Toutes ces raisons expliquent cette fragilisation d’une majorité des habitants et pour laquelle, il n’y a pas réellement de solutions. C’est par le bas qu’on peut désamorcer les conflits identitaires et culturels car c’est là qu’on trouve le diagnostic le plus intelligent. Quand on vit dans ces territoires, on comprend leur complexité. Ce que le bobo qui arrive dans les quartiers populaires ne saisit pas forcément.

Christoph Guilluy (Le Figaro, 19 juillet 2013)

 

*Christophe Guilluy est un géographe qui travaille à l’élaboration d’une nouvelle géographie sociale. Spécialiste des classes populaires, il a théorisé la coexistence des deux France : la France des métropoles et la France périphérique. Il est notamment l’auteur d’un ouvrage très remarqué : Fractures françaises.

mardi, 03 septembre 2013

Lage und Möglichkeiten der intellektuellen Rechten

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Geduld! – Lage und Möglichkeiten der intellektuellen Rechten

Karlheinz Weißmann

Ex: http://www.sezession.de

pdf der Druckfassung aus Sezession 55/ August 2013 hier herunterladen [1]

Im Zusammenhang mit der Klärung der Frage, ob die AfD ein für uns nicht nur interessantes, sondern sogar wichtiges Projekt sein könnte, bat Sezession Karlheinz Weißmann um einen grundlegenden Beitrag über die politische Rolle der metapolitisch ausgerichteten intellektuellen Rechten. Dieser Beitrag erschien in der 55. Sezession. Wir bringen ihn nun im Netz-Tagebuch, weil er die Debatte unterfüttert, die Kleine-Hartlage, Kubitschek und Lichtmesz angestoßen haben.

Es gibt verschiedene Gründe, einer weltanschaulichen Minderheit zuzugehören: Erbteil, Phlegma, Geltungsbedürfnis, Überzeugung. Tatsächlich erben manche Menschen Glauben oder Ideologie wie man ein Haus, ein Aktienpaket, ein Klavier oder eine alte Puppe erbt. Das hat damit zu tun, daß sie in einer Umwelt großgeworden sind, in der entsprechende Auffassungen vorherrschen. Sie haben sie angenommen, meistens schon als Kind, und früh als selbstverständlich zu betrachten gelernt. Ihre Überzeugungen sind Gewohnheiten.

Ein entsprechend geprägtes Milieu zu verlassen, ist schwierig, schon wegen des Trägheitsmoments, und erst recht, wenn man auf Grund von Schichtzugehörigkeit oder sektenartigem Einschluß mit Sanktionen für den Fall der Abtrünnigkeit zu rechnen hat. Es wird deshalb an der Mitgliedschaft festgehalten, trotz der unangenehmen Folgen, die das nach sich zieht, etwa der Feindseligkeit der Mehrheit. Minderheiten suchen den dadurch entstehenden Druck aufzufangen, indem sie Paral­lelkarrieren anbieten und (seltener) materielle oder (häufiger) immaterielle Prämien ausloben: das Spektrum solcher Kompensationen reicht vom Auserwähltheitsglauben aller über die Posten weniger bis zur Spitzenfunktion des einzelnen als »Meister«.

Derartige Möglichkeiten erklären bis zu einem gewissen Grad die Anziehungskraft von Minderheiten auf gescheiterte Existenzen, die in der Welt nicht Fuß fassen konnten, die tatsächlichen Ursachen ihres Versagens aber nicht wahrhaben wollen. Zur sozialen Realität von Klein- und Kleinstgruppen gehört außerdem der Mißbrauch herausgehobener Stellungen, deren Inhaber nur das zynische Kalkül treibt und die das Fehlen von Korrektiven nutzen. Es gibt aber selbstverständlich auch das echte Sendungsbewußtsein, das einhergeht mit jenem Einsatz und jener Opferbereitschaft, die die Anhänger begeistern und sie dazu bringen, trotz aller Widrigkeiten an der eigenen Überzeugung festzuhalten.

Eine Führer-Gefolgschaft-Struktur ist an vielen historischen Minoritäten nachzuweisen, aber nicht unabdingbar. Weltanschauliche Minderheiten existieren auch akephal, vor allem dann, wenn es sich um Denkfamilien handelt, also Gruppierungen, die in erster Linie eine Menge gemeinsamer Ideologeme und Konzepte zusammenhält. Bei der intellektuellen Rechten handelt es sich um so eine »kopflose« Minderheit. Aber das ist keineswegs ihre natürliche Verfassung. Der Status als Minderheit erklärt sich vielmehr aus einem Prozeß des Abstiegs, der mit der Niederlage von 1945 begann, die eben auch als Niederlage der Gesamtrechten im Kampf gegen die Gesamtlinke verstanden wurde. Sie schien aufgehalten durch die besonderen Bedingungen des Ost-West-Konflikts, setzte bei der Entspannung zwischen den Supermächten wieder ein und endete schließlich im Siegeszug der großen Emanzipation.

Eine rechte Strukturmehrheit war damit durch eine linke Strukturmehrheit ersetzt, was erklärt, warum sich in der rechten Minderheit nur noch diejenigen finden, die durch Erbteil, Phlegma, Geltungsbedürfnis oder Überzeugung hierher geraten sind. Denn alle Erwartungen eines »Rechtsrucks«, einer »Tendenzwende«, einer »Kulturrevolution von rechts«, eines »Rückrufs in die Geschichte«, einer »Gegenreformation« haben sich als vergeblich erwiesen, während die Substanz immer weiter schwand und mit ihr die Einflußmöglichkeiten, Karrierechancen oder wenigstens komfortablen Nischenexistenzen, die in einer Übergangsphase möglich waren.

Das hat die Zahl der »geborenen« Rechten wie der Phlegmatiker und Geltungsbedürftigen stark reduziert, und für die Intransigenten die Wahlmöglichkeiten drastisch eingeschränkt; es bleiben:

1. Resignation, sprich Aufgabe der bisher verfochtenen Meinung, Anpassung an die der Mehrheit,

2. Dekoration, das heißt Entwicklung eines wahlweise esoterischen oder ästhetischen Modells, das es erlaubt, im Verborgenen oder privatim die bisherigen Auffassungen festzuhalten, ohne daß deren Geltung noch nach außen vertreten würde,

3. Akzeleration, also Beschleunigung der Prozesse in dem Sinn, daß die bisher eingenommene Stellung verschärft und nach radikaleren Lösungswegen gesucht wird,

4. Konzeption, das heißt Aufrechterhaltung der Grundpositionen und deren Fortentwicklung bei dauernder Kritik und Korrektur der getroffenen Vorannahmen in der Erwartung, künftig doch zum Zug zu kommen.

Scheidet man die Varianten 1 und 2 aus, die im Grunde nur individuelle, keine politischen Lösungen bieten, bleiben die Möglichkeiten 3 und 4. Was die Radikalisierung angeht, schimmert bei ihren Protagonisten immer die Auffassung durch, daß die Probleme, die bestehen, nicht als vermeidbare Defekte zu betrachten sind, sondern als Konstruktionsfehler, wahlweise der Massengesellschaft, des Amerikanismus, des Parlamentarismus, der Demokratie. Um die zu beseitigen, müsse das »System« beseitigt werden. Einigkeit darüber, was an seine Stelle treten solle, besteht allerdings nicht, das Spektrum reicht vom Anarchokapitalismus bis zum Staatssozialismus, von der naturgebundenen Volksgemeinschaft bis zu irgend etwas Preußischem.

Nun ist solche Undeutlichkeit bei Alternativentwürfen eher Norm als Ausnahme und prinzipiell kein Einwand gegen sie. Etwas mehr Klarheit muß man aber erwarten bei Beantwortung der Frage, wie ans Ziel gekommen werden soll. Soweit erkennbar, versprechen sich die Befürworter der Akzeleration wenig von der Mitarbeit in einer bestehenden oder Gründung einer neuen Partei, aber auch die Schaffung irgendwelcher »Bünde« oder geheimer »Logen« scheint kaum Anhänger zu haben. Dagegen geistert immer wieder die Idee einer »Bewegung« durch die Köpfe, vor allem einer »Jugendbewegung«. Ist damit nicht gemeint, daß man die Fehlschläge von »Jungenstaat« oder »rotgrauer Aktion« nachspielen möchte, bliebe nur die Bedeutung von Jugendlichen und jungen Erwachsenen in historischen Revolutionen als Bezugspunkt.

Tatsächlich kann man sowohl die Jakobiner wie auch die Bolschewiki und auch die Faschisten oder die Träger der Arabellion als Jugendbewegungen beschreiben, aber es steht auch außer Frage, daß ihre Erfolge sich nicht aus diesem Charakteristikum erklärten. Schon die natürliche Unreife der Trägergruppen spricht dagegen, vor allem aber, daß Bewegungen als solche überhaupt keine Chance auf dauerhafte Wirkung haben. Sie können ein erster Aggregatzustand einer politischen Organisation sein, aber sie müssen in etwas anderes – gemeinhin eine Partei – übergehen. Wenn eine Partei versucht, ihren Bewegungscharakter auch nach der Institutionalisierung aufrechtzuerhalten, bedingt das zwangsläufig ihr Scheitern, oder es kommt zu politischem Mummenschanz. Der Erfolg der Grünen im Gegensatz zu allen möglichen Gruppierungen links der SPD hing ganz wesentlich mit deren Bereitschaft zusammen, den notwendigen Schritt zu machen und sich von allen zu trennen, die Reinheit und Zauber der Anfänge nicht losließen.

Um das Gemeinte noch an einem weiteren Beispiel zu illustrieren: Wer die Entwicklung der Identitären in Frankreich schon etwas länger beobachtet hat, registrierte das Irrlichternde dieser Bewegung, die Abhängigkeit von einzelnen Initiatoren, die ideologische Unklarheit, das Schwanken zwischen Zellen- oder Parteibildung, Kampf um die kulturelle Hegemonie oder Anlehnung an den Front National. Die Aufmerksamkeit, die man Ende vergangenen Jahres nach der Besetzung des Moscheeneubaus in Poitiers fand, erklärt sich denn auch nicht aus dem eigenen Potential der Identitären, sondern aus der Tatsache, daß der Vorfall von Marine Le Pen in einem Fernsehinterview erwähnt wurde. Erst dieses Zusammenwirken von Faktoren – Aktion, Hinweis durch eine Prominente, in einem bedeutenden Medium – zeigte Wirkung.

Allerdings hat auch das keine Initialzündung ausgelöst, was damit zusammenhängt, daß die für einen Durchbruch nötige Disziplin gerade den Bewegungsorientierten regelmäßig fehlt. Hinzugefügt sei noch, daß der FN nach einem kurzen Liebäugeln mit dem Thema »Identität« die Sache wieder fallengelassen hat: zu kopflastig, nichts für die breite Anhängerschaft und die militants, die die Arbeit an der Basis machen, zu uneindeutig, letztlich zu unpolitisch, das heißt zu unklar in bezug auf die Frage »Wer wen?« (Lenin dixit).

Eine Symbolpolitik, die sich, wie die der Identitären, an den Aktionsformen der Achtundsechziger orientiert, hat nur dann einen politischen Gehalt, wenn sie ein geeignetes Publikum – also eines, das mindestens interessiert, besser noch wohlwollend ist – findet. Wenn nicht, dann bleibt eine solche Strategie kontraproduktiv und bindet sinnlos Kräfte. Denn selbst wenn es auf diesem Weg gelingen sollte, den Kreis der Unbedingten zu erweitern, auf die »Mitte« kann man keinen Einfluß ausüben, und auf diesen Einfluß kommt es an. Das zu akzeptieren fällt dem Befürworter der Akzeleration natürlich schwer, weil er von der Notwendigkeit der Tat mit großem »T« überzeugt ist, weil er den Schmerz über die Dekadenz unerträglich findet und seine Verachtung der Unbewegten einen Grad erreicht hat, der ihn deren Haltung moralisch verwerflich erscheinen läßt. Umgekehrt traut er der Einsatzbereitschaft und der Willensanstrengung seiner Minderheit fast alles zu.

Vor allem dieser Voluntarismus ist dem Konzepter suspekt. Er vermutet dahinter den gleichen utopischen Wunsch, der auch den Gegner beherrscht, nämlich, »daß das Leben keine Bedingungen haben sollte« (Gehlen dixit). Für diese Bedingungen interessiert sich die vierte Gruppe am stärksten, was auch eine Temperamentsfrage sein mag, aber nicht nur. Es sind zuerst einmal in der Sache selbst liegende Ursachen, die es nahelegen, die Arbeit an den Grundlagen fortzusetzen. Dazu gehört vor allem die theoretische Schwäche der intellektuellen Rechten. Gemeint ist nicht, daß man es hier mit Dummköpfen zu tun hat, aber eben mit einer unliebsamen Konsequenz jener »nominalistischen« (Mohler dixit) Lagerung des konservativen Denkens, das lieber das Konkrete-Einzelne angeht als das Große-Ganze.

Faktisch hat es seit den 1960er Jahren keine umfassende Anstrengung von dieser Seite gegeben, so etwas wie einen ideologischen Gesamtentwurf zu schaffen, und selbst wenn man von den Problemen absieht, die es aufwirft, daß Generation für Generation durch die Begrifflichkeit des Gegners in ihren Vorstellungen bestimmt wird und die Faktenkenntnisse in einem dramatischen Tempo schwinden, bleibt es doch dabei, daß das Hauptproblem an diesem Punkt liegt: Wir haben keine »Politik«, kein Manual, auf das man jeden hinweisen, das man dem Interessierten in die Hand drücken kann und das den Schwankenden überzeugen würde.

Immerhin haben wir eine Zeitung, die als aktuelles Nachrichtenorgan unverzichtbar ist und die Geschehnisse aus unserer Sicht kommentiert, und ein Institut, das aus eigener Kraft mehr zustande gebracht hat, als sämtliche Stiftungen, Vorfeldorganisationen und Gesprächszirkel im Umfeld der bürgerlichen Parteien. Aber das sind nur erste Schritte, mühsam genug, dauernd gefährdet, nicht zuletzt durch die Mühsal und den Mangel an eindrücklichen Erfolgen. Es ist verständlich, daß das den einen oder anderen irre werden läßt an dem eingeschlagenen Weg und er nach Abkürzungen sucht, aber Metapolitik – denn darum handelt es sich für die vierte Fraktion – ist nur so und nicht anders zu treiben.

In Abwandlung einer berühmten Formel Max Webers kann man sagen »Metapolitik ist das langsame, geduldige Bohren dicker Bretter«. Selbstverständlich ist das nicht jedermanns Sache, begeistert das nur wenige, möchten die anderen »etwas machen«, wollen es »spannend«, »prickelnd« oder »sexy«, aber die Erfahrung, die große konservative Lehrerin, zeigt doch, daß nur die Verfügung über eine hinreichend gesicherte Faktenbasis und Klarheit der Kernbegriffe etwas bewirken kann. Etwas bewirken kann, nicht muß, das heißt: eine solche Arbeit setzt die Auffassung voraus, daß das, was da getan wird, in jedem Fall getan werden sollte, weil es das Richtige zur Kenntnis bringt und zu verbreiten sucht.

Selbstverständlich wird diese Tätigkeit nicht als Selbstzweck betrachtet, es bleibt das Ziel, mit den eigenen Überzeugungen auf die der anderen zu wirken. Der Linken ist das mehrfach gelungen – 1789 genauso wie 1968 –, aber nicht wegen der Macht ihrer Verschwörungen oder der Güte ihrer Einfälle, sondern weil die Lage günstig war. »Erkenne die Lage« (Schmitt dixit) ist die erste Forderung, die erfüllen muß, wer Einfluß gewinnen will. Und die Lage, die deutsche Lage, spricht jedenfalls dagegen, daß irgendeine schweigende Mehrheit nur auf die Einrede oder Ermutigung der rechten Minderheit wartet, um endlich zu sagen, was sie immer sagen wollte.

Die Stellung einer Partei wie der »Alternative für Deutschland« ist insofern symptomatisch. Dieser Versuch, den gesunden Menschenverstand zu organisieren, setzt auf die Mobilisierung der oben erwähnten Mitte, was angesichts der bestehenden Kräfteverhältnisse die einzig denkbare Option für ein anderes politisches Handeln ist. Was passiert, sobald diese Mobilisierung gelingt, steht auf einem ganz anderen Blatt, hängt wesentlich davon ab, ob sich die Entwicklung zuspitzt oder nicht. Sollte eine Zuspitzung erfolgen, wird das zwangsläufig zu einer Polarisierung führen und das heißt notwendig dazu, daß der Blick auch wieder auf die Rechte fällt und die Frage gestellt werden wird, ob sie etwas anzubieten hat, jenseits von Nostalgie, apokalyptischer Sehnsucht, Wünschbarkeiten und Parolen.

Der Konservative als »Mann der Krise« (Molnar dixit) kann dann Gehör finden, aber den Prozeß, der bis zu diesem Punkt führt, kann er nicht selbst einleiten und nur bedingt vorantreiben, denn es handelt sich um das Ergebnis des Handelns und Unterlassens der Mächtigen, mithin seiner politischen und ideologischen Gegner. Deshalb wird man sich in Geduld fassen müssen. – Daß Geduld eine konservative Tugend ist, liegt auf der Hand, aber man unterschätze nicht ihr Umsturzpotential.

Article printed from Sezession im Netz: http://www.sezession.de

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[3] : http://www.sezession.de/28250/erkenne-die-lage.html

[4] : https://www.destatis.de/DE/ZahlenFakten/GesellschaftStaat/Bevoelkerung/Wanderungen/Aktuell.html

[5] : https://www.destatis.de/DE/ZahlenFakten/Indikatoren/LangeReihen/Bevoelkerung/lrbev07.html

mardi, 02 avril 2013

Soral, de Marx à Maurras

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Soral, de Marx à Maurras

par Stéphane Blanchonnet

article d'abord paru sur a-rebours.fr puis repris dans L'AF2000

Ex: http://a-rebours.ouvaton.org/

« J’ai juré de vous émouvoir, d’amitié ou de colère, qu’importe ! » Cette formule de Bernanos, Alain Soral aurait pu la mettre en exergue de chacune de ses œuvres. Aucun de ses essais ne peut en effet laisser indifférent le lecteur de bonne volonté et tous ont contribué, d'une manière ou d'une autre, à entretenir la grande peur des bien pensants !
La publication récente chez Blanche et Kontre-Kulture, sous le titre de Chroniques d'avant-guerre, d'un recueil de ses articles parus dans le bimensuel Flash entre 2008 et 2011 ne fait pas exception à la règle. On y retrouve avec plaisir son talent de pamphlétaire, son flair de sociologue de terrain, son aisance à manier le concept, à faire bouger les lignes et à prendre le réel dans les mailles d'une dialectique qui n'hésite pas à s'inspirer des traditions intellectuelles les plus diverses.

L'art du boxeur

La forme brève qui est ici imposée par le genre du recueil d'articles n'est pas dépaysante pour le lecteur familier de Soral dont les ouvrages, même les plus construits, comme le roboratif Comprendre l'Empire, paru en 2011, se présentent généralement sous la forme d'une succession de textes brefs qui épuisent en quelque sorte leur sujet à la manière du boxeur enchaînant les directs, les crochets et les uppercuts pour mettre KO son adversaire.
La spécificité de ces Chroniques d'avant-guerre n'est donc pas à proprement parler la forme mais plutôt la composition générale. Là où des ouvrages comme Sociologie du dragueur ou Comprendre l'Empire (qui de l'aveu de l'auteur aurait pu s'intituler Sociologie de la domination) rassemblent les textes courts dont ils sont composés dans une progression logique en sept ou huit parties, les Chroniques d'avant-guerre progressent, elles, au fil de l'actualité des deux années et quelques mois de collaboration d'Alain Soral à Flash. Si l'impression de cohérence est moindre que dans Comprendre l'Empire, on prend un réel plaisir à revivre les événements grands ou petits de cette période. Le fait d'être parfois en désaccord avec l'auteur sur telle analyse de circonstance ou de ne pas épouser tous ses goûts et dégoûts ne nuit en rien à ce plaisir. Alain Soral a d'ailleurs lui-même l'honnêteté de montrer ses propres évolutions sur des sujets comme les printemps arabes ou sur des personnalités comme Jean-Luc Mélenchon ou Éric Zemmour. Sur ce dernier, nous appelons pour notre part de nos vœux une réconciliation entre les deux talentueux essayistes et polémistes. Sur le fond, et au-delà du cas particulier des Chroniques d'Avant-guerre, le principal intérêt de la lecture d'Alain Soral réside dans sa capacité à produire des axes à la fois politiques et stratégiques toujours cohérents, souvent audacieux, à travers lesquels, il va pouvoir donner une intelligibilité aux événements.

Gauche du travail, droite des valeurs

Le premier de ces axes est bien résumé par le slogan de son association Egalité et Réconciliation : « Gauche du travail, droite des valeurs ». A la manière de Christopher Lasch, de Jean-Claude Michéa, et à la suite de son maître en marxisme Michel Clousclard, Soral dénonce la collusion entre les libéraux et les libertaires, entre la droite et la gauche du capital comme dirait cet autre marxiste original qu'est Francis Cousin ; la gauche sociétale, soixante-huitarde, en fait libérale, ne faisant que s'acharner à détruire les reliquats de la société pré-capitaliste (« mettre une claque à sa grand-mère » selon l'expression de Marx) au nom d'un progressisme qu'elle partage avec la droite libérale, la droite des affaires, la droite du commerce ; la fonction objective de cette gauche étant de briser les moyens de résister au système que sont les solidarités traditionnelles comme la famille, la communauté, la nation. L'acharnement actuel du PS et des Verts à liquider le mariage civil en est une bonne illustration. Face à cette alliance des deux rives du libéralisme, Soral appelle à une unité militante de la gauche réellement sociale et de la droite contre-révolutionnaire. De Marx à Maurras en quelque sorte. Rappelons au passage que ce dernier écrivait qu'« un socialisme libéré de ses éléments démocratiques et cosmopolites peut aller au nationalisme comme un gant bien fait à une belle main. »


Le second axe soralien est une ligne de crête un peu comparable à celle sur laquelle s'était installé Maurras entre 1940 et 1944 quand il critiquait à la fois le camp des « Ya » et le camp des « Yes ». Elle consiste aujourd'hui à dénoncer la politique d'immigration voulue par le patronat et les libéraux de gauche comme de droite, autant d'un point de vue marxiste (l'armée de réserve du capital, la pression à la baisse sur les salaires, la destruction de l'esprit de solidarité et de lutte du prolétariat autochtone) que du point de vue de la défense de l'identité nationale, tout en refusant absolument toute forme d'islamophobie, et même en tendant la main aux musulmans. La thèse de Soral et de son mouvement est la suivante : il y a beaucoup de musulmans en France, une bonne partie d'entre eux a la nationalité française. Il est dans l'intérêt des Français de souche de s'entendre avec la partie la plus saine de cette population. Pour cela, il faut combattre énergiquement tout ce qui peut s'opposer à cette réconciliation : l'islamophobie laïciste de la gauche, l'islamophobie xénophobe de la droite, la poursuite de la politique immigrationniste, principale pourvoyeuse du racisme que ses propres promoteurs prétendent hypocritement combattre, la repentance coloniale permanente, qui entretient la haine entre les communautés et qu'il faudrait remplacer par une valorisation de notre histoire commune, les tentatives de puissances étrangères de financer ou de manipuler la population musulmane de France, le refus par la République de reconnaître la dimension catholique traditionnelle de la civilisation française, préalable pourtant indispensable à une discussion sur la place de l'Islam en France.

Tout pouvoir est une conspiration permanente

Un troisième axe est actuellement développé par Alain Soral qui n'est pas sans rapport avec le précédent. Il s'agit cette fois d'une synthèse entre Marx et l'école traditionaliste de René Guénon et Julius Evola. Sensible aux convergences entre son analyse marxiste de l'économie, en particulier de la crise financière que nous traversons, et les analyses de l'école traditionaliste comme de certains maîtres spirituels musulmans contemporains, Soral semble orienter sa réflexion vers une lecture plus spiritualiste, voire plus eschatologique des événements. Cette veine plus récente dans son œuvre, mais qui est associée à un souci chez lui beaucoup plus ancien de toujours chercher à débusquer les hommes et les intérêts derrière les idées, souci en lui-même très utile du point de vue méthodologique, peut parfois le conduire à s'intéresser à une lecture conspirationniste de l'Histoire, illustrée il est vrai par des personnalités éminentes, mais sur laquelle nous avons pour notre part quelques réserves. Cela dit, comme l'écrivait Balzac : « tout pouvoir est une conspiration permanente. » Il faudrait en effet être bien naïf pour imaginer que le monde fonctionne sur le seul mode du pilotage automatique ! Les analyses développées par Soral mais aussi par Michel Drac ou Aymeric Chauprade sur les stratégies conduites au niveau de l'Etat profond américain par les conseillers du Prince, néo-conservateurs ou autres, qui gravitent dans les sphères dirigeantes de l'Empire, sont d'ailleurs du plus grand intérêt pour comprendre la géopolitique du monde contemporain.


Pour finir, nous ne pouvons qu'encourager nos lecteurs, quelles que soient leurs réticences à l'égard de l'un ou l'autre des axes de la pensée soralienne, que nous avons tenté de résumer brièvement, à se faire une idée par eux-même en lisant ces textes qui présentent une forme toujours attrayante et une réflexion toujours stimulante. Ils y goûteront un climat intellectuel qui n'est pas sans rappeler celui des premiers années de l'Action française.

Stéphane BLANCHONNET

jeudi, 14 février 2013

The Right’s False Prophet

The Right’s False Prophet

Review of: Leo Strauss and the Conservative Movement in America, Paul Gottfried, Cambridge University Press, 182 pages

 

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When writing about the work of an academic historian or philosopher—as opposed to a polemicist, a politician, or a popularizer—there is an obvious threshold question with which to begin: is the writer’s work intrinsically interesting or compelling in some way? If this question is answered in the negative, then there is usually no reason to carry on.

The strange case of Leo Strauss, however, proves that there are definite exceptions to this rule. Strauss’s work is almost universally dismissed by philosophers and historians, yet he has attracted a following amongst political theorists (hybrid creatures most often associated with political science departments) and neoconservative political activists. So, while the verdict on the intellectual importance of Strauss’s historico-philosophical work has been that, like Gertrude Stein’s Oakland, there is no there there, the practical influence of Strauss, its manifestation as Straussianism, and Straussianism’s connection with neoconservatism still present themselves as intriguing problems in contemporary American intellectual history.

In Leo Strauss and the Conservative Movement in America Paul Gottfried, the Horace Raffensperger Professor of Humanities at Elizabethtown College, offers an explanation of the Straussian phenomenon that is concise and compelling. While treating Strauss’s work with considerable respect, Gottfried concludes that the historians’ and philosophers’ rejection of Strauss is, for the most part, justified. However, unlike critics on the left who suggest that Strauss is illiberal and anti-modern, Gottfried argues that Strauss’s appeal consists largely in his creation of a mythical account of the rise of liberal democracy and its culmination in a creedal conception of the American polity.

According to Gottfried, Strauss and his followers have always been more concerned with practical questions about contemporary politics than with intellectual history or complex philosophical questions. Their primary purpose, which allies the neoconservatives with them, is to develop an abstract legend of American politics that supports a moderate welfare state domestically and a quasi-messianic internationalism in foreign policy.

Gottfried comes to these conclusions from several directions. First, he offers an engaging contextual account of Strauss’s intellectual formation. Gottfried argues that three biographical facts are central to understanding Strauss’s work: “he was born a Jew, in Germany, at the end of the nineteenth century.” Strauss’s most important early intellectual encounter was with the neo-Kantian Hermann Cohen, who attempted to make Kant safe for Judaism and vice versa. Strauss was also influenced by Cohen’s sharply critical reading of Spinoza as a proto-liberal intent on conceiving of political life in a secular way that would allow for the successful assimilation of the Jewish people. According to Gottfried, “a profound preoccupation with his Jewishness runs through Strauss’s life” and plays a major role in Strauss’s development into an apologist for an ideological and universalist version of liberal democracy.

Strauss was also influenced by the intellectual battles being waged in Germany at the turn of the century. The Methodenstreit that was taking place amongst economists was also occurring amongst historians and philosophers, and it resulted in a series of conceptual dichotomies that would appear throughout Strauss’s later writings. His trio of bêtes noires (positivism, relativism, and historicism) was at the heart of the conflicts about methodology in Germany, and the outcome of these debates set the terms of critique for Strauss’s youth and beyond.

Finally, there was the political situation in Germany, especially after the disastrous end of World War I. The attractions of fascism to someone like Strauss, whose early inclinations were in a more social-democratic direction, would have been obvious, given the instability of Weimar. Nonetheless, it is unlikely that Strauss’s admiration for Mussolini outlasted the mid-1930s. Instead, the lesson that Strauss took from the fall of the Weimar government and the rise of Hitler and National Socialism was that liberalism was not capable of withstanding the onslaught of historicism, positivism, and moral relativism without solid quasi-religious and quasi-mythical foundations—and that he would be the one to provide those. Gottfried is certainly correct in arguing that for Strauss and his acolytes it is always September 1938 and we are always in Munich.

The second direction from which Gottfried approaches Strauss leads through an examination of the Straussian method and its products. Gottfried provides a critical account of the method and also notes the ahistorical, quasi-legendary, and often hagiographic character of the interpretations that the method produces. The Straussian method consists of two distinct doctrines, neither of which is particularly clear or convincing. First, Strauss asserts that understanding the work of a philosopher involves the reproduction of the author’s intention. Unfortunately, and as Gottfried argues, Strauss never explains what he means by “intention,” nor does he explain how one might reproduce an author’s intention. The second doctrine, however, renders the first irrelevant. Strauss argues that authentic philosophers hide their teaching from the casual reader and only initiates into the true philosophic art can decode the esoteric meaning of such texts. For Strauss and the Straussians, this is not an historical claim but a theoretical one, and it yields an interpretative strategy both naïve and paranoid.

The results of the Straussian method read like they were written by the intellectual offspring of Madame Blavatsky and Edgar Bergen. It may seem difficult to distinguish between the oracular pronouncements and the intellectual ventriloquism, but that’s because there is no real distinction to be made. As Gottfried notes, there is uncanny similarity between the Straussian reading of texts and the postmodern deconstruction of language. The esoteric claims provide cover for Straussian interpretive preferences and shield against criticism from anyone outside the clique. Cleanth Brooks once imagined what postmodern literary critics could have made of “Mary Had a Little Lamb,” and it makes just as much sense to ask what the Straussians could do with the nursery rhyme.

The two primary conclusions associated with Strauss’s esoteric reading of past texts are that all philosophers from the time of Plato onward were atheistic hyper-rationalists and that the United States emerged fully formed from the forehead of John Locke. Both of these conclusions are historically false, but it is inaccurate to call Strauss or his epigones bad historians because they are not historians at all.

Gottfried suggests correctly that Strauss and his followers are, in fact, engaged not in historical scholarship but in offering an extended civics lesson. He writes that the “celebration of the American present, as opposed to any march into the past, is a defining characteristic of the Straussians’ hermeneutics.” The Straussian professor understands himself as a prophet, a preacher, and a proselytizer, and at least in this consideration there is a significant element of commonality with the academic left. The Straussian past is composed of a collection of heroes and villains, and the story describes a teleological development of political life culminating in a highly abstract and ideologized version of the United States. This legend of American politics has proven to be the most influential of Strauss’s various tales of the mighty dead.

In his third approach to Strauss, Gottfried offers an appraisal of the influence of Straussianism on American politics generally and on American conservatism specifically. It is here that Gottfried makes what will likely be considered his most controversial arguments. He suggests that Strauss and the Straussians are best understood not as conservatives but as Cold War liberals and that their natural allies are the so-called neoconservatives. There are two Strausses and Straussianisms here. There are the West Coast Straussians (Harry Jaffa, Charles Kesler, and the Claremont crew), who read the master as a true-believing liberal democrat, and there are the East Coasters (Harvey Mansfield, Allan Bloom, Thomas Pangle, et al.) who view him as liberal democrat faute de mieux. However, as Gottfried points out, the similar practical conclusions reached by the two schools make the differences between them unimportant.

Indeed, one of the implicit claims that Gottfried makes is that there is not that great of an ideological difference between the American political parties, and there is no difference between neoconservatives and Cold War liberals. Thus the influence of the Straussians derives in part because, despite their sometimes bombastic rhetoric, their politics are center or center-left and not much different from the politics of both of the mainstream warfare/welfare-state parties in America.

Gottfried notes that both the Straussians and the neoconservatives “assume a certain right-wing style without expressing a right-wing worldview.” Neoconservatives serve to popularize the Straussians’ mythical account of American politics by “drawing their rhetoric and heroic models from Straussian discourse.” Staussians, on the other hand, profit from neoconservative largesse. Gottfried writes that the Straussians “have benefited from the neoconservative ascendency by gaining access to neoconservative-controlled government resources and foundation money and by obtaining positions as government advisors.”

For Gottfried, the primary effect that both neoconservatives and Straussians have had on the American conservative movement is to suck all the air out of it and ensure that there is no one to the right of them, while their primary effect on American politics generally has been to reinforce the ideologically charged notion that America is some sort of propositional nation constituted like a vast pseudo-religion by a set of tenets needing constant promulgation. It is a story of America as armed doctrine, and Gottfried is assuredly right in arguing that there is nothing conservative about it.

Strauss was at best a mediocre scholar whose thought expressed a confused bipolarity between a very German and ahistorical Grecophilia on the one hand and a scattered, dogmatic, and unsophisticated apology for an American version of liberal universalism on the other. Amongst prominent European philosophers, Strauss was taken seriously only by Hans-Georg Gadamer, until Gadamer concluded that Strauss was a crank, and by Alexandre Kojève, whose work reads today as if it were a parody of trendy French Marxism. In Britain, neither Strauss nor the Straussians have ever been taken seriously.

Strauss’s argument about esotericism is both historically and philosophically incoherent and useless in any methodological sense. It calls to mind something that Umberto Eco called cogito interruptus:

cogito interruptus is typical of those who see the world inhabited by symbols or symptoms. Like someone who, for example, points to the little box of matches, stares hard into your eyes, and says, ‘You see, there are seven…,’ then gives you a meaningful look, waiting for you to perceive the meaning concealed in that unmistakable sign.

 

Finally, regarding the phenomenon of Straussianism, the cult took hold here for the same reasons that cults generally succeed in the U.S.: ignorance, inexperience, and a desire to have a simple answer to complex problems.

Kenneth B. McIntyre is assistant professor at Concordia University in Montreal and is the author of Herbert Butterfield: History, Providence, and Skeptical Politics.

mardi, 10 juillet 2012

Interview with Paul Gottfried

"Attack the System"

Interview with Paul Gottfried

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mardi, 17 avril 2012

Caspar von Schrenck-Notzing, RIP

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Caspar von Schrenck-Notzing, RIP

Paul Gottfried (2009)
 

PAUL GOTTFRIED is the Raffensperger Professor of Humanities at Elizabethtown College in Pennsylvania.

The death of Caspar von Schrenck- Notzing on January 25, 2009, brought an end to the career of one of the most insightful German political thinkers of his generation. Although perhaps not as well known as other figures associated with the postwar intellectual Right, Schrenck- Notzing displayed a critical honesty, combined with an elegant prose style, which made him stand out among his contemporaries. A descendant of Bavarian Protestant nobility who had been knights of the Holy Roman Empire, Freiherr von Schrenck- Notzing was preceded by an illustrious grandfather, Albert von Schrenck-Notzing, who had been a close friend of the author Thomas Mann. While that grandfather became famous as an exponent of parapsychology, and the other grandfather, Ludwig Ganghofer, as a novelist, Caspar turned his inherited flair for language toward political analysis.

Perhaps he will best be remembered as the editor of the journal Criticón, which he founded in 1970, and which was destined to become the most widely read and respected theoretical organ of the German Right in the 1970s and 1980s. In the pages of Criticón an entire generation of non-leftist German intellectuals found an outlet for their ideas; and such academic figures as Robert Spämann, Günter Rohrmöser, and Odo Marquard became public voices beyond the closed world of philosophical theory. In his signature editorials, Criticón's editor raked over the coals the center-conservative coalition of the Christian Democratic (CDU) and the Christian Social (CSU) parties, which for long periods formed the postwar governments of West Germany.

Despite the CDU/CSU promise of a "turn toward the traditional Right," the hoped-for "Wende nach rechts" never seemed to occur, and Helmut Kohl's ascent to power in the 1980s convinced Schrenck- Notzing that not much good could come from the party governments of the Federal Republic for those with his own political leanings. In 1998 the aging theorist gave up the editorship of Criticón, and he handed over the helm of the publication to advocates of a market economy. Although Schrenck-Notzing did not entirely oppose this new direction, as a German traditionalist he was certainly less hostile to the state as an institution than were Criticón's new editors.

But clearly, during the last ten years of his life, Schrenck-Notzing had lost a sense of urgency about the need for a magazine stressing current events. He decided to devote his remaining energy to a more theoretical task—that of understanding the defective nature of postwar German conservatism. The title of an anthology to which he contributed his own study and also edited, Die kupierte Alternative (The Truncated Alternative), indicated where Schrenck-Notzing saw the deficiencies of the postwar German Right. As a younger German conservative historian, Karl- Heinz Weissmann, echoing Schrenck- Notzing, has observed, one cannot create a sustainable and authentic Right on the basis of "democratic values." One needs a living past to do so. An encyclopedia of conservatism edited by Schrenck-Notzing that appeared in 1996 provides portraits of German statesmen and thinkers whom the editor clearly admired. Needless to say, not even one of those subjects was alive at the time of the encyclopedia's publication.

What allows a significant force against the Left to become effective, according to Schrenck-Notzing, is the continuity of nations and inherited social authorities. In the German case, devotion to a Basic Law promulgated in 1947 and really imposed on a defeated and demoralized country by its conquerors could not replace historical structures and national cohesion. Although Schrenck-Notzing published opinions in his journal that were more enthusiastic than his own about the reconstructed Germany of the postwar years, he never shared such "constitutional patriotism." He never deviated from his understanding of why the post-war German Right had become an increasingly empty opposition to the German Left: it had arisen in a confused and humiliated society, and it drew its strength from the values that its occupiers had given it and from its prolonged submission to American political interests. Schrenck-Notzing continually called attention to the need for respect for one's own nation as the necessary basis for a viable traditionalism. Long before it was evident to most, he predicted that the worship of the postwar German Basic Law and its "democratic" values would not only fail to produce a "conservative" philosophy in Germany; he also fully grasped that this orientation would be a mere transition to an anti-national, leftist political culture. What happened to Germany after 1968 was for him already implicit in the "constitutional patriotism" that treated German history as an unrelieved horror up until the moment of the Allied occupation.

For many years Schrenck-Notzing had published books highlighting the special problems of post-war German society and its inability to configure a Right that could contain these problems. In 2000 he added to his already daunting publishing tasks the creation and maintenance of an institute, the Förderstiftung Konservative Bildung und Forschung, which was established to examine theoretical conservative themes. With his able assistant Dr. Harald Bergbauer and the promotional work of the chairman of the institute's board, Dieter Stein, who also edits the German weekly, Junge Freiheit, Schrenck-Notzing applied himself to studies that neither here nor in Germany have elicited much support. As Schrenck-Notzing pointed out, the study of the opposite of whatever the Left mutates into is never particularly profitable, because those whom he called "the future-makers" are invariably in seats of power. And nowhere was this truer than in Germany, whose postwar government was imposed precisely to dismantle the traditional Right, understood as the "source" of Nazism and "Prussianism." The Allies not only demonized the Third Reich, according to Schrenck-Notzing, but went out of their way, until the onset of the Cold War, to marginalize anything in German history and culture that was not associated with the Left, if not with outright communism.

This was the theme of Schrenck-Notzing's most famous book, Charakterwäsche: Die Politik der amerikanischen Umerziehung in Deutschland, a study of the intent and effects of American re-education policies during the occupation of Germany. This provocative book appeared in three separate editions. While the first edition, in 1965, was widely reviewed and critically acclaimed, by the time the third edition was released by Leopold Stocker Verlag in 2004, its author seemed to be tilting at windmills. Everything he castigated in his book had come to pass in the current German society—and in such a repressive, anti-German form that it is doubtful that the author thirty years earlier would have been able to conceive of his worst nightmares coming to life to such a degree. In his book, Schrenck-Notzing documents the mixture of spiteful vengeance and leftist utopianism that had shaped the Allies' forced re-education of the Germans, and he makes it clear that the only things that slowed down this experiment were the victories of the anticommunist Republicans in U.S. elections and the necessities of the Cold War. Neither development had been foreseen when the plan was put into operation immediately after the war.

Charakterwäsche documents the degree to which social psychologists and "antifascist" social engineers were given a free hand in reconstructing postwar German "political culture." Although the first edition was published before the anti-national and anti-anticommunist German Left had taken full power, the book shows the likelihood that such elements would soon rise to political power, seeing that they had already ensconced themselves in the media and the university. For anyone but a hardened German-hater, it is hard to finish this book without snorting in disgust at any attempt to portray Germany's re-education as a "necessary precondition" for a free society.

What might have happened without such a drastic, punitive intervention? It is highly doubtful that the postwar Germans would have placed rabid Nazis back in power. The country had had a parliamentary tradition and a large, prosperous bourgeoisie since the early nineteenth century, and the leaders of the Christian Democrats and the Social Democrats, who took over after the occupation, all had ties to the pre-Nazi German state. To the extent that postwar Germany did not look like its present leftist version, it was only because it took about a generation before the work of the re-educators could bear its full fruit. In due course, their efforts did accomplish what Schrenck-Notzing claimed they would—turning the Germans into a masochistic, self-hating people who would lose any capacity for collective self-respect. Germany's present pampering of Muslim terrorists, its utter lack of what we in the U.S. until recently would have recognized as academic freedom, the compulsion felt by German leaders to denigrate all of German history before 1945, and the freedom with which "antifascist" mobs close down insufficiently leftist or anti-national lectures and discussions are all directly related to the process of German re-education under Allied control.

Exposure to Schrenck-Notzing's magnum opus was, for me, a defining moment in understanding the present age. By the time I wrote The Strange Death of Marxism in 2005, his image of postwar Germany had become my image of the post-Marxist Left. The brain-snatchers we had set loose on a hated former enemy had come back to subdue the entire Western world. The battle waged by American re-educators against "the surreptitious traces" of fascist ideology among the German Christian bourgeoisie had become the opening shots in the crusade for political correctness. Except for the detention camps and the beating of prisoners that were part of the occupation scene, the attempt to create a "prejudice-free" society by laundering brains has continued down to the present. Schrenck-Notzing revealed the model that therapeutic liberators would apply at home, once they had fi nished with Central Europeans. Significantly, their achievement in Germany was so great that it continues to gain momentum in Western Europe (and not only in Germany) with each passing generation.

The publication Unsere Agenda, which Schrenck-Notzing's institute published (on a shoestring) between 2004 and 2008, devoted considerable space to the American Old Right and especially to the paleoconservatives. One drew the sense from reading it that Schrenck-Notzing and his colleague Bergbauer felt an affinity for American critics of late modernity, an admiration that vastly exceeded the political and media significance of the groups they examined. At our meetings he spoke favorably about the young thinkers from ISI whom he had met in Europe and at a particular gathering of the Philadelphia Society. These were the Americans with whom he resonated and with whom he was hoping to establish a long-term relationship. It is therefore fitting that his accomplishments be noted in the pages of Modern Age. Unfortunately, it is by no means clear that the critical analysis he provided will have any effect in today's German society. The reasons are the ones that Schrenck-Notzing gave in his monumental work on German re-education. The postwar re-educators did their work too well to allow the Germans to become a normal nation again.

jeudi, 01 mars 2012

Why Conservatives Always Lose

Why Conservatives Always Lose

By Alex Kurtagic

In our modern Western societies, liberals do all the laughing, and conservatives do all the crying. Liberals may find this an extraordinary assertion, given that over the past century their preferred political parties have spent more time out of power than their conservative rivals, and, indeed, no radical Left party has ever held a parliamentary or congressional majority. Yet, this view is only possible if one regards a Labour or a Democratic party as ‘the Left’, and a Conservative or a Republican party as ‘the Right’—that is, if one considers politics to be limited to liberal politics, and regards the negation of liberalism as a negation of politics. The reality is that in modern Western societies, both ‘the Left’ and ‘the Right’ consist of liberals, only they come in two flavours: radical and less radical. And whether one is called liberal or conservative is simply a matter of degree, not of having a fundamentally different worldview. The result has been that the dominant political outlook in the West has drifted ever ‘Leftwards’. It has been only the speed of the drift that has changed from time to time.

This is not to deny the existence of conservatism. Conservatism is real. This is to say that conservatism, even in its most extreme forms, operates against, and is inevitably dragged along by, this Leftward-drifting background. And this is crucial if we are to have a true understanding of modern conservatism and why conservatives are always losing, even when electoral victories create the illusion that conservatives are frequently winning.

It would be wrong, however, to attribute the endless defeat of conservatism entirely to the Leftward drift of the modern political cosmos. That would an abrogation of conservatives’ responsibility for their own defeats. Conservatives are responsible for their own defeats. The causes stem less from liberalism’s dominance, than from the very premise of conservatism. Triumphant liberalism is made possible by conservatism, while triumphant conservatism leads eventually to liberalism. Anyone dreaming of ‘taking back his country’ by supporting the conservative movement, and baffled by its inability to stop the march of liberalism, has yet to understand the nature of his cause. The brutal truth: he is wasting his time.

Defeating liberalism requires acceptance of two fundamental statements.

  • Traditionalism is not conservatism.
  • Liberal defeat implies conservative defeat.

Much of our ongoing conversation about the future of Western society has focused on the deconstruction of liberalism. Not much of it has focused on a deconstruction of conservatism. Most deconstructions of conservatism have come from the Left, and, as we will see, there is good reason for this. It is time conservatism be deconstructed from outside the Left (and therefore also the Right). I say ‘also’ because neither conservatism nor traditionalism I class as ‘the Right’. Neither do I accept that ‘Right wing’ is the opposite of ‘Left wing’; ‘the Right’ is predicated on ‘the Left’, and is therefore not independent of ‘the Left’. Consequently, any use of the terms ‘Left’ and ‘Right’ coming from this camp is and has always been expedient; I expect such terms to disappear from current usage once the political paradigm has fundamentally changed.

Below I describe eight salient traits that define conservatism, explain the long-term pattern of conservative defeats, and show how liberalism and conservatism are complementary and mutually reinforcing partners, rather than contrasting enemies.

Anatomy of Conservatism

Fear

Proponents of the radical Left like to describe the politics of the Right as ‘the politics of fear’. Leftist propaganda may be full of invidious characterisations, false dichotomies, and outright lies, but this is one observation that, when applied to conservatism, is entirely correct. The reason conservatives conserve and are suspicious of youth and innovation is that they fear change. Conservatives prefer order, fixity, stability, and predictable outcomes. One of their favourite refrains is ‘if it ain’t broke, don’t fix it’. There is some wisdom in that, and there are, indeed, advantages to this view, since it requires less effort, permits forward planning, and reduces the likelihood of stressful situations. Once a successful business or living formula is found, one can settle quite comfortably into a reassuring routine in a slow world of certainties, which at best allows for gradual and tightly controlled evolution. Change ends the routine, breaks the formula, disrupts plans, and lead to stressful situations that demand effort and speed, cause stress and uncertainty, and may have unpredictable outcomes. Conserving is therefore an avoidance strategy by risk-averse individuals who do not enjoy the challenge of thinking creatively and adapting to new situations. For conservatives change is an evil to be feared.

No answers

We can deduce then that the reason conservatives fear change is that they are not very creative. Creativity, after all, involves breaking the mould, startling associations, unpredictability. Conservatives are disturbed by change because they generally know not how to respond. This is the primary reason why, when change does occur, as it inevitably does, their response tends to be slow and to focus on managing symptoms rather than addressing causes. This is also the primary reason why they either plan well ahead against every imaginable contingency or remain in a state of denial until faced with immediate unavoidable danger. Conservatives are first motivated by fear and then paralysed by it.

Defensive

Unfortunately for conservatives, the world is ever changing, the universe runs in cycles, and anything alive is always subject to unpredictable changes in state. Because they generally have no answers, this puts conservatives always on the defensive. The only time conservatives take aggressive action is when planning against possible disruptions to their placid life. They are the last to show initiative in anything else because being a pioneer is risky, fraught with stress and uncertainties. Thus, conservatism is always a resistance movement, a movement permanently on the back foot, fighting a tide that keeps on coming. The conservatives’ main preoccupation is holding on to their positions, and ensuring that, when retreat becomes inevitable, their new position is as close as possible to their old one. Once settled into a new position, any lull in the tide becomes an opportunity to recover the previous position. However, because lulls do not last long enough and recovering lost positions is difficult, the recovery is at best partial, never wholly successful. Conservatives are consequently always seen as failures and sell-outs, since eventually they are always forced to compromise.

Necrophiles

Their lack of creativity leads conservatives to look for answers in the past. This goes beyond learning the lessons from history. Averse to risk, they mistrust novelty, which makes their present merely a continuation of the past. In this they contrast against both liberals and traditionalists: for the former the present is a delay of the future, for the latter it is a moment between what was and will be. At the same time, conservatives resemble the liberals, and contrast against traditionalists more than they think. One reason is that they confuse tradition with conservation, overlooking that tradition involves cyclical renewal rather than museological restoration. Museological restoration is what conservatives are about. Their domain is the domain of the dead, embalmed or kept alive artificially with systems of life support. Another reason is that both liberals and conservatives are obsessed with the past: because they love it much, conservatives complain that things of the past are dying out; because they hate it much, liberals complain that things of the past are not dying out soon enough! One is necrophile, the other a murderer. Both are about death. In contrast, traditionalism is about life, for life is a cycle of birth, growth, maturity, death, and renewal.

Boring

Fear, resistance to change, lack of creativity, and an infatuation with dead things makes conservatives boring. Dead things can be interesting, of course, and in our modern throwaway society, dead things can have the appeal of the exotic, particularly since they belong to a time when the emphasis was on quality rather than quantity. Quality, understood both as high quality and possessing qualities, is linked to rarity or uniqueness, excitement or surprise, and, therefore, creativity or unpredictability. Conservatives, however, conserve because they long for a world of certainties—slow, secure, comfortable, and with predictable outcomes. Granted: such an existence can be pleasant given optimal conditions, and it may indeed be recommended in a variety of situations, but it is not exciting. Excitement involves precisely the conditions and altered states that conservatives fear and seek to avoid. It thus becomes difficult to get excited about anything conservative.

Old

There are good reasons why conservatism is associated with old age. As a person grows old he loses his taste for excitement; his constitution is less robust, he has less energy, he has fewer reserves, he has rigidified in mind and body, and he is less capable of the rapid, flexible responses demanded by intense situations and sudden shocks. It makes sense for a person to become more conservative as he grows old, but this is hardly a process relished by anyone. Once old enough to be taken seriously, the desire is always to remain young and delay the signs of old age. Expressing boredom by saying that something ‘got old’ implies a periodic need for change. Conservatives oppose change, so they get old very fast.

Irrelevant

Preoccupation with the past, resistance to change, and mistrust of novelty eventually makes conservatives irrelevant. This is particularly the case in a world predicated on the desirability of progress and constant innovation. Conservatives end up becoming political antiquarians, rather than effective powerbrokers: they operate not as leaders of men, but as curators in a museum.

Losers

Sooner of later, through their refusal to adapt until they become irrelevant, conservatives are constantly left behind, waving a fist at the world with angry incomprehension. Because eventually survival necessitates periodic surrenders and regroupings at positions further to the Left, conservatives come to be seen as spineless, as people always in retreat, as, in short, losers. The effective function of a conservative in present-day society is to organise surrender, to ensure retreats are orderly, to keep up vain hopes or a restoration, so that there is never risk of a revolutionary uprising.

Liberalism’s Best Ally

With the above in mind, it is hard not to see conservatism as liberalism’s own controlled opposition: it may not be that way, but the effect is certainly the same. Conservatism provides periodic respite after a bout of liberalism, allowing citizens to adapt and grow accustomed to its effects before the next wave of liberalisation. Worse still, conservative causes, because they eventually always become irrelevant, provide a rationale for liberalism, supplying proof for the Left of why it is and should remain the only game in town. Liberals love conservatives.

Conservatism and Tradition

Conservatism does not have to be liberalism’s best ally: conservatism can be the best ally of any anti-establishment movement, since it always comes to represent the boring alternative. Conservatives defend the familiar, but familiarity breeds contempt, so over time people lose respect for what is and grow willing to experience some turbulence—results may be unpredictable and may indeed turn out to be negative, but at least the turbulence makes people feel alive, like there is something they can be actively involved in. In the age of liberalism, conservatism is fundamentally liberal: it does not defend tradition, since liberalism has caused it to be forgotten for the most part, but an earlier version of liberalism. In an age of tradition, conservatism could well be the best ally of a rival tradition, since conservatism always stagnates what is, thus increasing receptivity over time to any kind of change. Thus conservatism sets the conditions for destructive forms of change.

By contrast, tradition is evolution, and so long as it avoids the trap of conservatism (stagnation), those within the tradition remain engaged with it. This is not to say that traditions are immune from self-destructive events and should never be abandoned: hypertely, maladaption, or pathological evolution, for example, can destroy a tradition from within. However, that is outside our scope here.

Confusion of Tradition and Conservation

In the age of liberalism, because it has forgotten tradition, tradition is confused with conservation. Thus some conservatives describe themselves as traditionalists, even though they are just archaic liberals. Some self-described traditionalists may erroneously adopt conservative traits, perhaps out of a confused desire to reject liberalism’s notions of progress. Tradition and conservation are distinct and separate processes. Liberalism may contain its own traditions. Liberalism may also become conservative in its rejection of tradition. Likewise for conservatism, except that it rejects liberalism and does so only ostensibly, not in practice.

End of Liberalism

Ending liberalism requires an end to conservatism. We should never call ourselves conservatives. The distinction between tradition and conservation must always be made, for transcending the present ‘Left’-‘Right’ paradigm of modern democratic politics in the West demands a great sorting of what is traditional from what is conservative, so that the former can be rediscovered, and the latter discarded as part of the liberal apparatus.

In doing so we must be alert to the trap of reaction. Reactionaries are defined by their enemies, and thus become trapped in their enemies’ constructions, false dichotomies, and unspoken assumptions. Rather than rejection, the key word is transcendence. The end of liberalism is achieved through its transcendence, its relegation into irrelevance.

Given the confusion of our times, it must be stressed that tradition is not about returning to an imagined past, or about reviving a practice that was forgotten so that it may be continued exactly as it was when it was abandoned. There may have been a valid reason for abandoning a particular practice, and the institution of a new practice may have been required in order for the tradition successfully to continue. A tradition, once rediscovered, must be carried forward. Continuation is not endless replication.

After Liberalism

The measure of our success in this enterprise will be seen in the language.

We know liberalism has been successful because many of us ended up defining ourselves as a negation of everything that defined liberalism. Many of the words used to describe our political positions are prefixed with ‘anti-‘. This represented an adoption by ‘anti-liberals’ of negative identities manufactured by liberals for purposes of affirming themselves in ways that suited their convenience and flattered their vanity.

Ending liberalism implies, therefore, the development of a terminology that transcends liberalism’s constructions. Only when they begin describing themselves as a negation of what we are will we know we have been successful, for their lack of an affirmative, positive vocabulary will be indicative that their identity has been fully deconstructed and is then socially, morally, and philosophically beyond the pale.

Developing such a vocabulary, however, is a function of our determining once again who we are and what we are about. Without a metaphysics to define the tradition and drive it forward, any attempt at a cultural revolution will fail. A people need a metaphysics if they are to tell their story. If the story of who we are and where we are going cannot be told for lack of a defining metaphysic, any attempt at a cultural revolution will need to rely on former stories, will therefore lapse into conservatism, and thus into tedium and irrelevance.

After Conservatism

One cannot be for Western culture if one is not for the things that define Western culture. A metaphysics, and therefore ‘our story’, is defined through art. Art, in the broadest possible sense, gives expression to values, ideals, and sentiments that a people share and feel in the core of their beings, but which often cannot be articulated in words. Therefore, the battle for Western identity is waged at this level, not in the political field, even if identity is a political matter. Similarly, any attempt to use art for political purposes fails, because politics, being merely the art of the possible, is defined by culture, not the other way around.

In the search for ‘our story’, we must not confuse art with craft. Craftmanship may be defined by tradition, and a tradition may find expression in crafts, making them ‘traditional’, but the two are not synonymous. Similarly, craftsmanship may improve art, but craft is not art anymore than art is craft. Art explores and defines. Craft reproduces and perpetuates. Thus, art is to tradition what craft is to conservatism. This is why contemporary art, being an extreme expression of liberal ideals, is without craftsmanship, and why art with craftsmanship is considered conservative, illustration, or ‘outsider’.

Those concerned with the continuity of the West often treat reading strictly non-fiction and classics as proof of their seriousness and dedication, but ironically it will be when they start reading fiction and making new fiction that they will be at their most serious and dedicated. If tradition implies continuity and not simple replication, then it also implies ongoing creation and not simple preservation.

After Tradition

No tradition has eternal life. Ours will some day end. Liberalism sees its fulfilment as the end of history, but that is their cosmology, not ours. Therefore, liberalism does not—and should never—indicate to us that we have reached the end of the line. The degeneration of the West is tied to the degeneration of liberalism. The West will be renewed when the liberals come crashing down. They will be reduced to an obsolete and irrelevant subculture living off memories and preoccupied with conserving whatever they have left. Once regenerated, the West will continue until its tradition self-destructs or is replaced by another. Whatever tradition replaces ours may be autochthonous, but it could well be the tradition of another race. If that proves so, that will be the end of our race. Thus, so long as our race remains vibrant, able to give birth to new metaphysics when old ones die, we may live on, and be masters of our destiny.

mardi, 24 janvier 2012

L'insolence des anarchistes de droite

L'insolence des anarchistes de droite
 
ADG

Article de Dominique Venner dans Le Spectacle du Monde de décembre 2011

Ex: http://www.dominiquevenner.fr/

Les anarchistes de droite me semblent la contribution française la plus authentique et la plus talentueuse à une certaine rébellion insolente de l’esprit européen face à la « modernité », autrement dit l’hypocrisie bourgeoise de gauche et de droite. Leur saint patron pourrait être Barbey d’Aurévilly (Les Diaboliques), à moins que ce ne soit Molière (Tartuffe). Caractéristique dominante : en politique, ils n’appartiennent jamais à la droite modérée et honnissent les politiciens défenseurs du portefeuille et de la morale. C’est pourquoi l’on rencontre dans leur cohorte indocile des écrivains que l’on pourrait dire de gauche, comme Marcel Aymé, ou qu’il serait impossible d’étiqueter, comme Jean Anouilh. Ils ont en commun un talent railleur et un goût du panache dont témoignent Antoine Blondin (Monsieur Jadis), Roger Nimier (Le Hussard bleu), Jean Dutourd (Les Taxis de la Marne) ou Jean Cau (Croquis de mémoire). A la façon de Georges Bernanos, ils se sont souvent querellés avec leurs maîtres à penser. On les retrouve encore, hautins, farceurs et féroces, derrière la caméra de Georges Lautner (Les Tontons flingueurs ou Le Professionnel), avec les dialogues de Michel Audiard, qui est à lui seul un archétype.

Deux parmi ces anarchistes de la plume ont dominé en leur temps le roman noir. Sous un régime d’épais conformisme, ils firent de leurs romans sombres ou rigolards les ultimes refuges de la liberté de penser. Ces deux-là ont été dans les années 1980 les pères du nouveau polar français. On les a dit enfants de Mai 68. L’un par la main gauche, l’autre par la  main droite. Passant au crible le monde hautement immoral dans lequel il leur fallait vivre, ils ont tiré à vue sur les pantins et parfois même sur leur copains.

À quelques années de distances, tous les deux sont nés un 19 décembre. L’un s’appelait Jean-Patrick Manchette. Il avait commencé comme traducteur de polars américains. Pour l’état civil, l’autre était Alain Fournier, un nom un peu difficile à porter quand on veut faire carrière en littérature. Il choisit donc un pseudonyme qui avait le mérite de la nouveauté : ADG. Ces initiales ne voulaient strictement rien dire, mais elles étaient faciles à mémoriser.

En 1971, sans se connaître, Manchette et son cadet ADG ont publié leur premier roman dans la Série Noire. Ce fut comme une petite révolution. D’emblée, ils venaient de donner un terrible coup de vieux à tout un pan du polar à la française. Fini les truands corses et les durs de Pigalle. Fini le code de l’honneur à la Gabin. Avec eux, le roman noir se projetait dans les tortueux méandres de la nouvelle République. L’un traitait son affaire sur le mode ténébreux, et l’autre dans un registre ironique. Impossible après eux d’écrire comme avant. On dit qu’ils avaient pris des leçons chez Chandler ou Hammett. Mais ils n’avaient surtout pas oublié de lire Céline, Michel Audiard et peut-être aussi Paul Morand. Ecriture sèche, efficace comme une rafale bien expédiée. Plus riche en trouvailles et en calembours chez ADG, plus aride chez Manchette.

Né en 1942, mort en 1996, Jean-Patrick Manchette publia en 1971 L’affaire N’Gustro directement inspirée de l’affaire Ben Barka (opposant marocain enlevé et liquidé en 1965 avec la complicité active du pouvoir et des basses polices). Sa connaissance des milieux gauchistes de sa folle jeunesse accoucha d’un tableau véridique et impitoyable. Féministes freudiennes et nymphos, intellos débiles et militants paumés. Une galerie complète des laissés pour compte de Mai 68, auxquels Manchette ajoutait quelques portraits hilarants de révolutionnaires tropicaux. Le personnage le moins antipathique était le tueur, ancien de l’OAS, qui se foutait complètement des fantasmes de ses complices occasionnels. C’était un cynique plutôt fréquentable, mais il n’était pas de taille face aux grands requins qui tiraient les ficelles. Il fut donc dévoré.

Ce premier roman, comme tous ceux qu’écrivit Manchette, était d’un pessimisme intégral. Il y démontait la mécanique du monde réel. Derrière le décor, régnaient les trois divinités de l’époque : le fric, le sexe et le pouvoir.

Au fil de ses propres polars, ADG montra qu’il était lui aussi un auteur au parfum, appréciant les allusions historiques musclées. Tour cela dans un style bien identifiable, charpenté de calembours, écrivant « ouisquie » comme Jacques Perret, l’auteur inoubliable et provisoirement oublié de Bande à part.

Si l’on ne devait lire d’ADG qu’un seul roman, ce serait Pour venger Pépère (Gallimard), un petit chef d’œuvre. Sous une forme ramassée, la palette adégienne y est la plus gouailleuse. Perfection en tout, scénario rond comme un œuf, ironie décapante, brin de poésie légère, irrespect pour les « valeurs » avariées d’une époque corrompue.

L’histoire est celle d’une magnifique vengeance qui a pour cadre la Touraine, patrie de l’auteur. On y voit Maître Pascal Delcroix, jeune avocat costaud et désargenté, se lancer dans une petite guerre téméraire contre les puissants barons de la politique locale. Hormis sa belle inconscience, il a pour soutien un copain nommé « Machin », journaliste droitier d’origine russe, passablement porté sur la bouteille, et « droit comme un tirebouchon ». On s’initie au passage à la dégustation de quelques crus de Touraine, le petit blanc clair et odorant de Montlouis, ou le Turquant coulant comme velours.

Point de départ, l’assassinat fortuit du grand-père de l’avocat. Un grand-père comme on voudrait tous en avoir, ouvrier retraité et communiste à la mode de 1870, aimant le son du clairon et plus encore la pêche au gardon. Fier et pas dégonflé avec çà, ce qui lui vaut d’être tué par des malfrats dûment protégés. A partir de là on entre dans le vif du sujet, c’est à dire dans le ventre puant d’un système faisandé, face nocturne d’un pays jadis noble et galant, dont une certaine Sophie, blonde et gracieuse jeunes fille, semble comme le dernier jardin ensoleillé. Rien de lugubre pourtant, contrairement aux romans de Manchettes. Au contraire, grâce à une insolence joyeuse et un mépris libérateur.

Au lendemain de sa mort (1er novembre 2004), ADG fit un retour inattendu avec J’ai déjà donné, roman salué par toute la critique. Héritier de quelques siècles de gouaille gauloise, insolente et frondeuse, ADG avait planté entre-temps dans la panse d’une république peu recommandable les banderilles les plus jubilatoires de l’anarchisme de droite.

Notes

Alain Fournier, dit ADG (1947-2004), un pseudonyme choisi à partir des initiales de son tout premier nom de plume, Alain Dreux-Gallou. Une oeuvre jubilatoire plein d ‘irrespect contre les “valeurs” avariées d’une époque corrompue.

samedi, 03 décembre 2011

Equidad (epieikéia), la excepción ante la ley

Equidad (epieikéia), la excepción ante la ley

Alberto Buela (*)

Cuando algo no se tiene claro en filosofía lo primero que se recomienda es comenzar por la cuestión del nombre, el quid nominis, qué es lo que significa el término.

Equidad, una palabra cada vez más en desuso, proviene del latín aequitas que es la traducción del término griego epiéikeia. Vocablo constituido por el prefijo épi= alrededor de, sobre, acerca de, y el verbo éiko= semejar, ser conveniente, estar bien, cuyo participio presente eikós significa: parecido, semejante, conveniente, razonable, natural verosímil, vemos entonces como todos estos conceptos se pueden resumir en el término “equitativo”.

Aristóteles, siempre Aristóteles, fue el primero que se detuvo a pensar sobre la equidad, y en su principal obra sobre el obrar humano, La ética nicomaquea, afirma: “lo equitativo es una corrección de los justo legal= tò  nomikón (1137 b 13). Y en  La Retórica lo confirma cuando sostiene que: “lo equitativo es aquello justo que está más allá de la ley escrita= parà tón gegramménon nómon (1374 a 28).

Como la ley considera lo que se da las más de las veces, el legislador busca encontrar una expresión universal pero sabiendo va a haber excepciones a la ley, ya sean errores o casos no contemplados, porque no es posible abarcar todos los casos en su singularidad, entonces interviene la equidad.

Ahora bien, la equidad no surge por una falencia de la ley o un error del legislador sino que está fundada en la naturaleza de la cosa, pues así es la materia concerniente a las acciones de los hombres. Es que el obrar humano se mueve en el plano de la verosímil, de la plausible, de la contingencia y no podemos exigirle a él la exactitud matemática, sino a lo sumo el rigor moral de hacer el bien y evitar el mal.

La equidad viene a socorrer a la ley y corregir su omisión en los casos singulares. “Y esa es la naturaleza de lo equitativo: ser corrección de la ley en tanto que ésta incurre en omisiones a causa de su índole general” (1137 b 26-27).

Así lo equitativo siendo lo justo es mejor que lo justo “relativamente”, en la aplicación de los casos particulares, pero no es mejor que lo justo “absolutamente”. Lo justo es aplicable al género mientras que lo equitativo a cada una de sus especies.

Como todo no se puede legislar, existen infinidad de cosas y situaciones que no se pueden someter a la ley. Para ello los gobiernos cuentan con los “decretos”, que a diferencia de la ley= nómos, que es de carácter general, se aplican a una situación o caso singular. El hombre equitativo, el spoudaios, no se atiene a la rigidez de la ley sino que va más acá o más allá y cede en orden al castigo fijado por la ley,  buscando la indulgencia y diferenciando entre el error, el acto desafortunado y el acto injusto, pero teniendo siempre “a la ley como defensora” (1138 a 2). La equidad no deroga la ley sino que aprovecha el propio pliegue o resquicio no contemplado por la universalidad de la ley. Es un correctivo a la justicia legal.

Para la jurisprudencia romana, la aequitas  era la moderación del rigor de la ley por causas éticas, políticas o culturales, mientras que para la patrística cristiana era la  moderación por causas o motivos de caridad y misericordia.   

Para la teólogos escolásticos medievales era la justicia supralegal, sobre lo especial y excepcional. Retoman, en cierta medida, la visión griega clásica con el adagio: summun ius, summa inuria, mientras que para la ciencia jurídica moderna, es la interpretación de la ley, caracterizada por un máximo de libertad y flexibilidad.

Para el denominado ius naturalismo contemporáneo, es la justicia natural, o derecho justo, mientras que para la jurisprudencia anglosajona, la equidad, es un cuerpo especial de la norma jurídica consuetudinaria.

La equidad es una virtud,  que como tal, es considerada como un término medio entre dos extremos opuestos, sea por exceso o sea por defecto. Así por exceso desemboca en la permisividad y por defecto, no tiene nombre ese vicio. Pero como toda virtud moral no se encuentra en un término medio matemático, la equidad se encuentra más inclinada hacia la permisividad que hacia el rigor. “Ser indulgente con las cosas humanas es también de equidad”  (Retorica, 1374 b 11).

En el 2002 el máximo representante de los liberals norteamericanos, John Rawls publicó un libro titulado Justicia como equidad en donde responde a las críticas a su libro Teoría de la justicia de 1971. Allí sostiene que solo el socialismo democrático o liberal pueden constituir una sociedad equitativa, el resto de las opciones contemporáneas violan elementos o principios de justicia. “Los individuos bajo un velo de ignorancia eligen el principio de igual trato” (sic).

El esfuerzo teórico de Rawls, si bien loable, no supera la ideología del igualitarismo liberal nacido hace doscientos años y que se resuelve en una vacía formalidad de ordenanzas y decretos, que nos recuerdan “el como sí” de la máxima kantiana.

La equidad no se funda en la igualdad de trato, ni en la igualdad de oportunidades ni en la igualdad ante la ley, sino que tiene su fundamento en el spoudaios, en el hombre íntegro, noble y cabal que como tal se alza como norma del obrar humano, incluso sobre la ley misma en aquello que falla.

Y es en la formación de este tipo de hombre en que radica la mayor y mejor equidad de nuestras sociedades.

Surge aquí una vez más la clara distinción entre aquellos, como Rawls y Kant que privilegian el deber sobre el bien, y así para ellos el hombre es bueno o equitativo (en este caso) cuando realiza actos buenos, esto es, actos que debe realizar. En cambio para otros, aquellos que privilegian el bien, el hombre realiza actos buenos porque ya es bueno, este hombre no obra por deber sino por inclinación de su propia índole, que se fue formando a través de su tiempo de vida, principalmente en la niñez y juventud. (Siempre hay que recordar el viejo dicho criollo: Burro viejo, no agarra trote).

La pregunta por el bien es más amplia que la pregunta por el deber, puesto que no podemos saber qué hacer sino sabemos qué es el bien. Así como posee mayor jerarquía moral un “hombre bueno” que un “buen hombre”. Pues este último hace lo que debe hacer, mientras que aquél va más allá del deber y la justicia.

Esta disyuntiva fatal se nota en forma evidente en la vida espiritual cuando erróneamente se le exige a todos igual capacidad de sacrificio y privaciones, por el deber de realizarlas. Cuando en realidad, en la vida del espíritu cada uno tiene su tope o maximun y no se le puede exigir más pues, de lo contrario, fracasan y terminan abandonando la tarea propuesta y malográndose personalmente. Cuantas vocaciones laudables se han fracasado por un rigorismo moral inadecuado a la naturaleza del postulante. Y cómo ello ha funcionado como fuente del resentimiento espiritual que, en la práctica, no tiene cura.

En la vida del espíritu es donde más y mejor se nota la desigualdad entre los hombres. Es donde se pone de manifiesto que, no solo somos personas: seres singulares e irrepetibles, morales y libres sino que además tenemos distintas jerarquías. La plenitud de uno puede ser mínima pero es plenitud (una copa pequeña pero llena hasta el tope) y la plenitud de otros puede ser mediana o máxima pero es plenitud (copas más grandes pero hasta el tope). De lo contrario se fracasa por exigencia en exceso.

Esto, está magníficamente reflejado en le grito desesperado de Salieri, aquel oscuro músico que se comparaba con el genio de Mozart cuando arrojando el crucifijo al fuego, grita: “Toma, porqué me has dado la vocación y no los talentos”.

El hombre equitativo es el que auna en sí: talento y vocación para llenar el vacío que dejo la universalidad de la ley en el caso singular. Funciona así como criterio de los actos para los cuales la ley es insuficiente.

(*) alberto.buela@gmail.com

Para aquellos que privilegian el deber el hombre es bueno cuando realiza actos buenos, esto es, los actos que debe realizar. En cambio para los otros, los que privilegian el bien, el hombre realiza actos buenos porque es bueno, este hombre no obra por deber sino por inclinación de su buena índole.

Al respecto, alguna vez comentando el mito platónico de Giges hemos sostenido que: “Esta teoría (la de la justicia, la del obrar por deber) tiene una limitación, y es que muchas veces y en muchas ocasiones, el hombre honrado para ser justo, para seguir siendo “buen hombre” debe ir más allá de la justicia, hecho no contemplado por John Rawls. Así por ejemplo, quien se deja calumniar sin defenderse para no traicionar la confianza de un amigo. Quien no vuelve la espalda a un hombre injustamente perseguido y la da cobijo. Quien da consejo en una disputa familiar a riesgo de ser odiado por ambas partes. Quien paga una deuda de un hermano o de un amigo sin tener obligación de hacerlo. En todos estos casos, aquél “buen hombre” se transforma en un “hombre bueno”.” [1]

Este ejemplo nos muestra objetivamente como la pregunta por el bien es más amplia que la pregunta por el deber, puesto que no podemos saber qué hacer sino sabemos qué es el bien.

 


[1] Buela, Alberto: Los mitos platónicos vistos desde América, Ed. Theoría, Buenos Aires, 2009, p. 28

 

lundi, 12 septembre 2011

Entretien avec Paul Gottfried

Entretien avec Paul Gottfried : les étranges métamorphoses du conservatisme

Propos recueillis par Arnaud Imatz

Ex: http://www.polemia.com/

gootfried.jpgProfesseur de Lettres classiques et modernes à l’Elizabethtown College, président du Henry Louis Mencken Club, co-fondateur de l’Académie de Philosophie et de Lettres, collaborateur du Ludwig von Mises Institute et de l’Intercollegiate Studies Institute, Paul Edward Gottfried est une figure éminente du conservatisme américain. Il est l’auteur de nombreux livres et articles sur notamment le paléo et néoconservatisme. Proche de Pat Buchanan, qui fut le candidat républicain malheureux aux primaires des présidentielles face à George Bush père (1992), Paul Gottfried a été l’ami de personnalités politiques comme Richard Nixon et intellectuelles prestigieuses telles Sam Francis, Mel Bradford, Christopher Lasch…

1. Au début des années 1970 vous sympathisiez avec le courant dominant du conservatisme américain. Quarante ans plus tard, le spécialiste notoire du conservatisme américain que vous êtes, déclare ne plus se reconnaître dans ce mouvement. Que s’est-il passé ?

L’explication tient dans le fait qu’il n’y a pas de véritable continuité entre le mouvement conservateur américain des années 1950 et celui qui a pris sa place par la suite. Sur toutes les questions de société, le mouvement conservateur actuel, « néo-conservateur », est plus à gauche que la gauche du Parti démocrate dans les années 1960. Depuis cette époque, et surtout depuis les années 1980, les néo-conservateurs [1] dominent la fausse droite américaine. Leur préoccupation essentielle, qui éclipse toutes les autres, est de mener une politique étrangère fondée sur l’extension de l’influence américaine afin de propager les principes démocratiques et l’idéologie des droits de l’homme.

2. Selon vous, les conservateurs authentiques croient en l’histoire et aux valeurs de la religion ; ils défendent la souveraineté des nations ; ils considèrent l’autorité politique nécessaire au développement de la personne et de la société. Aristote, Platon, Saint Thomas, Machiavel, Burke ou Hegel sont, dites vous, leurs références à des titres divers. Mais alors comment les néo-conservateurs, partisans de la croissance du PNB, du centralisme étatique, de la démocratie de marché, du multiculturalisme et de l’exportation agressive du système américain, ont-ils pu s’imposer?

J’ai essayé d’expliquer cette ascension au pouvoir des néo-conservateurs dans mon livre Conservatism in America. J’ai souligné un point essentiel : à l’inverse de l’Europe, les États-Unis n’ont jamais eu de véritable tradition conservatrice. La droite américaine de l’après-guerre n’a été, en grande partie, qu’une invention de journalistes. Elle se caractérisait par un mélange d’anticommunisme, de défense du libre marché et de choix politiques prosaïques du Parti républicain. Il lui manquait une base sociale inébranlable. Son soutien était inconstant et fluctuant. Dans les années 1950, le mouvement conservateur a essayé de s’enraciner parmi les ouvriers et les salariés catholiques ouvertement anti-communistes et socialement conservateurs. Mais à la fin du XXème siècle cette base sociale n’existait plus.

Les néo-conservateurs proviennent essentiellement de milieux juifs démocrates et libéraux. Antisoviétiques pendant la guerre froide, pour des raisons qui étaient les leurs, ils se sont emparés de la droite à une époque ou celle-ci était épuisée et s’en allait littéralement à vau-l’eau. J’ajoute que les conservateurs de l’époque, qui faisaient partie de l’establishment politico-littéraire et qui étaient liés à des fondations privées, ont presque tous choisi de travailler pour les néo-conservateurs. Les autres se sont vus marginalisés et vilipendés.

3. (…)

4. (…)

5. Vous avez payé le prix fort pour votre indépendance d’esprit. Vos adversaires néo-conservateurs vous ont couvert d’insultes. Votre carrière académique a été torpillée et en partie bloquée. La direction de la Catholic University of America a fait l’objet d’incroyables pressions pour que la chaire de sciences politiques ne vous soit pas accordée. Comment expliquez-vous que cela ait pu se produire dans un pays réputé pour son attachement à la liberté d’expression ?

Il n’y a pas de liberté académique aux États-Unis. La presque totalité de nos universités sont mises au pas ( gleichgeschaltet ) comme elles le sont dans les pays d’Europe de l’Ouest, pour ne pas parler du cas de l’Allemagne « antifasciste » ou la férule a des odeurs nauséabondes. Tout ce que vous trouvez en France dans ce domaine s’applique également à la situation de notre monde académique et journalistique. Compte tenu de l’orientation politique de l’enseignement supérieur aux États-Unis, je ne pouvais pas faire une véritable carrière académique.

6. (…)

7. (…)

8. Vos travaux montrent qu’en Amérique du Nord comme en Europe l’idéologie dominante n’est plus le marxisme mais une combinaison d’État providence, d’ingénierie sociale et de mondialisme. Vous dites qu’il s’agit d’un étrange mélange d’anticommunisme et de sympathie résiduelle pour les idéaux sociaux-démocrates : « un capitalisme devenu serviteur du multiculturalisme ». Comment avez-vous acquis cette conviction ?

Mon analyse de l’effacement du marxisme et du socialisme traditionnel au bénéfice d’une gauche multiculturelle repose sur l’observation de la gauche et de sa pratique aux États-Unis et en Europe. Le remplacement de l’holocaustomanie et du tiers-mondisme par des analyses économiques traditionnelles s’est produit avant la chute de l’Union soviétique. Au cours des années 1960-1970, les marqueurs politiques ont commencé à changer. Les désaccords sur les questions économiques ont cédé la place à des différends sur les questions culturelles et de société. Les deux « establishments », celui de gauche comme celui de droite, ont coopéré au recentrage du débat politique : la gauche s’est débarrassée de ses projets vraiment socialistes et la droite a accepté l’Etat protecteur et l’essentiel des programmes féministes, homosexuels et multiculturalistes. Un exemple : celui du journaliste vedette, Jonah Goldberg. Ce soi-disant conservateur a pour habitude de célébrer la « révolution féministe et homosexuelle » qu’il considère comme « un accomplissement explicitement conservateur ». Sa thèse bizarre ne repose évidemment sur rien de sérieux… Mais il suffit qu’une cause devienne à la mode parmi les membres du « quatrième pouvoir » pour qu’une pléiade de journalistes néo-conservateurs la présentent immédiatement comme un nouveau triomphe du conservatisme modéré.

9. Vos analyses prennent absolument le contrepied des interprétations néo-conservatrices. Vous rejetez comme une absurdité la filiation despotique entre le réformisme d’Alexandre II et le Goulag de Staline. Vous récusez comme une aberration la thèse qui assimile les gouvernements allemands du XIXème siècle à de simples tyrannies militaires. Vous réprouvez la haine du « relativisme historique » et la phobie de la prétendue « German connection ». Vous contestez l’opinion qui prétend voir dans le christianisme le responsable de l’holocauste juif et de l’esprit nazi. Vous dénoncez l’instrumentalisation de l’antifascisme « outil de contrôle au main des élites politiques ». Vous reprochez aux protestants américains d’avoir pris la tête de la défense de l’idéologie multiculturelle et de la politique culpabilisatrice. Vous affirmez que les chrétiens sont les seuls alliés que les Juifs puissent trouver aujourd’hui. Enfin, comble du « politiquement incorrect », vous estimez que la démocratie présuppose un haut degré d’homogénéité culturelle et sociale. Cela dit, en dernière analyse, vous considérez que le plus grave danger pour la civilisation occidentale est la sécularisation de l’universalisme chrétien et l’avènement de l’Europe et de l’Amérique patchworks. Pourquoi ?

En raison de l’étendue et de la puissance de l’empire américain, les idées qu’il propage, bonnes ou mauvaises, ne peuvent manquer d’avoir une influence significative sur les européens. Oui ! effectivement, je partage le point de vue de Rousseau et de Schmitt selon lequel la souveraineté du peuple n’est possible que lorsque les citoyens sont d’accords sur les questions morales et culturelles importantes. Dans la mesure où l’État managérial et les médias ont réussi à imposer leurs valeurs, on peut dire, qu’en un certain sens, il existe une forme d’homonoia aux États-Unis.

En fait, la nature du nationalisme américain est très étrange. Il est fort proche du jacobinisme qui fit florès lors de la Révolution française. La religion civique américaine, comme sa devancière française, repose sur la religion postchrétienne des droits de l’homme. La droite religieuse américaine est trop stupide pour se rendre compte que cette idéologie des droits de l’homme, ou multiculturaliste, est un parasite de la civilisation chrétienne. L’une remplace l’autre. Le succédané extraie la moelle de la culture la plus ancienne et pourrit sa substance.

Pour en revenir au rapide exposé que vous avez fait de mes analyses, je dirai que je suis globalement d’accord. Mais il n’est pas inutile de préciser pourquoi je considère aussi essentiel, aux États-Unis, le rôle du protestantisme libéral dans la formation de l’idéologie multiculturelle. Le pays est majoritairement protestant et la psychologie du multiculturalisme se retrouve dans le courant dominant du protestantisme américain tout au long de la deuxième moitie du XXème siècle. Bien sûr, d’autres groupes, et en particulier des intellectuels et des journalistes juifs ont contribué à cette transformation culturelle, mais ils n’ont pu le faire que parce que le groupe majoritaire acceptait le changement et trouvait des raisons morales de le soutenir. Nietzsche avait raison de décrire les juifs à demi assimilés comme la classe sacerdotale qui met à profit le sentiment de culpabilité de la nation hôte. Mais cette stratégie ne peut jouer en faveur des Juifs ou de tout autre outsider que lorsque la majorité se vautre dans la culpabilité ou identifie la vertu avec la culpabilité sociale. Je crois, qu’à l’inverse de la manipulation bureaucratique des minorités disparates et du lavage de cerveau des majorités, la vraie démocratie a besoin d’un haut degré d’homogénéité culturelle. Je suis ici les enseignements de Platon, Rousseau, Jefferson ou Schmitt, pour ne citer qu’eux.

10. Parmi les adversaires du néo-conservatisme, à coté des « vieux » conservateurs, souvent stigmatisés comme « paléo-conservateurs », on peut distinguer trois courants : le populisme, le fondamentalisme évangélique et le Tea Party. Pouvez-vous nous dire en quoi ces trois tendances diffèrent du vrai conservatisme ?

Je ne crois pas que l’on puisse trouver du « paléo-conservatisme » dans l’un ou l’autre de ces courants. Les membres du Tea Party et les libertariens sont des post-paléo-conservateurs. Les évangéliques, qui n’ont jamais partagé les convictions des vieux conservateurs, sont devenus les « idiots utiles » des néo-conservateurs, qui contrôlent les medias du GOP (Grand Old Party ou Parti Républicain). Actuellement, les « paléos » ont sombré dans le néant. Ils ne sont plus des acteurs importants du jeu politique. À la différence des libertariens, qui peuvent encore gêner les néo-conservateurs, les « paléos » ont été exclus de la scène politique. Faute de moyens financiers et médiatiques, ils ne peuvent plus critiquer ou remettre en cause sérieusement les doctrines et prétentions néo-conservatrices. Le pouvoir médiatique ne leur permet pas de s’exprimer sur les grandes chaînes de télévision. Ils ont été traités comme des lépreux, des « non-personnes », comme l’on fait les médias britanniques avec le British National Party. Pat Buchanan, qui fut un conseiller de Nixon, de Ford et de Reagan et qui est connu pour sa critique des va-t-en-guerre, a survécu, mais il est interdit d’antenne sur FOX, la plus grand chaîne de TV contrôlée par les néo-conservateurs. Il ne peut paraître que sur MSBNBC, une chaîne de la gauche libérale, où il est habituellement présenté en compagnie de journalistes de gauche.

11. Vous avez été traité d’antisémite pour avoir écrit que les néo-conservateurs sont des vecteurs de l’ultra-sionisme. En quoi vous différenciez-vous du sionisme des néo-conservateurs ?

Les néo-conservateurs sont convaincus que seule leur conception de la sécurité d’Israël doit être défendue inconditionnellement. Il est pourtant tout-à-fait possible d’être du côté des israéliens sans mentir sur leur compte. Que les choses soient claires : il n’y a aucun doute que les deux parties, les israéliens et les palestiniens, se sont mal comportés l’un vis-à-vis de l’autre. Cela dit, c’est une hypocrisie scandaleuse, une tartufferie révoltante, que de refuser à d’autres peuples (disons aux Allemands et aux Français) le droit à leur identité historique et ethnique pour ensuite traiter les Juifs comme un cas particulier, parce qu’ils ont connu des souffrances injustes qui les autoriseraient à conserver leurs caractères distinctifs.

12. Quels livres, revues ou sites web représentatifs du conservatisme américain recommanderiez-vous au public francophone ?

Je recommanderai mon étude la plus récente sur le mouvement conservateur  Conservatism in America  (Palgrave MacMillan, 2009) et le livre que je suis en train de terminer pour Cambridge University Press sur Leo Strauss et le mouvement conservateur en Amérique. Vous trouverez également les points de vue des conservateurs, qui s’opposent aux politiques des néo-conservateurs, sur les sites web : www.americanconservative.com 
www.taking.com [2]

13. Vos amis les néo ou postsocialistes Paul Piccone et Christopher Lasch, estimaient que les différences politiques entre droite et gauche se réduisent désormais à de simples désaccords sur les moyens pour parvenir à des objectifs moraux semblables ? Considérez-vous aussi que la droite et la gauche sont inextricablement mêlées et que les efforts pour les distinguer sont devenus inutiles ?

Je suis tout-à-fait d’accord avec mes deux amis aujourd’hui décédés. Les différences politiques entre droite et gauche se réduisent de nos jours à des désaccords insignifiants entre groupements qui rivalisent pour l’obtention de postes administratifs. En fait, ils ergotent sur des vétilles. Le débat est très encadré ; il a de moins en moins d’intérêt et ne mérite aucune attention. J’avoue que j’ai de plus en plus de mal à comprendre l’acharnement que mettent certains droitistes - censés avoir plus d’intelligence que des coquilles Saint-Jacques - à collaborer aux activités du Parti Républicain et à lui accorder leurs suffrages. Plutôt que d’écouter les mesquineries mensongères d’une classe politique qui ne cesse de faire des courbettes au pouvoir médiatique, je préfère encore assister à un match de boxe.

14. Dans les années 1990, deux universitaires néo-conservateurs ont soulevé de farouches polémiques en Europe : Francis Fukuyama, qui a prophétisé le triomphe universel du modèle démocratique, et Samuel Huntington, qui a soutenu que le choc des civilisations est toujours possible parce que les rapports internationaux ne sont pas régis par des logiques strictement économiques, politiques ou idéologiques mais aussi civilisationnelles. Ce choc des civilisations est-il pour vous une éventualité probable ou un fantasme de paranoïaque?

Je ne vois pas une différence fondamentale entre Fukuyama et Huntington. Les deux sont d’accords sur la nature du Bien : l’idéologie des droits de l’homme, le féminisme, le consumérisme, etc. La principale différence entre ces deux auteurs néo-conservateurs est que Fukuyama (du moins à une certaine époque car ce n’est plus le cas aujourd’hui) était plus optimiste qu’Huntington sur la possibilité de voir leurs valeurs communes triompher dans le monde. Mais les deux n’ont d’autre vision historique de l’Occident que le soutien du consumérisme, les revendications féministes, l’égalitarisme, l’inévitable emballage des préférences américaines urbaines c’est-à-dire le véhicule valorisant du hic et nunc.

Je ne doute pas un instant que si la tendance actuelle se poursuit les non-blancs ou les antichrétiens non-occidentaux finiront par occuper les pays d’Occident. Ils remettront en cause les droits de l’homme, l’idéologie multiculturaliste et la mentalité qui les domine aujourd’hui. Les nations hôtes (qui ne sont d’ailleurs plus des nations) sont de moins en moins capables d’assimiler ce que le romancier Jean Raspail appelle « un déluge d’envahisseurs ». En fait, l’idéologie des droits de l’homme n’impressionne vraiment que les chrétiens égarés, les Juifs et les autres minorités qui ont peur de vivre dans une société chrétienne traditionnelle. Pour ma part, je doute que l’idéologie ou le patriotisme civique de type allemand puisse plaire au sous-prolétariat musulman qui arrive en Europe. Cette idéologie ne risque pas non plus d’avoir la moindre résonance sur les latino-américains illettrés qui se déversent sur les États-Unis. Dans le cas ou les minorités revendicatrices deviendraient un jour le groupe majoritaire, une fois les immigrés parvenus au pouvoir, il y a bien peu de chances pour qu’ils s’obstinent à imposer les mêmes doctrines multiculturelles. En quoi leurs serviraient-elles ?

15. Vous avez anticipé ma dernière question sur les risques que devront affronter l’Europe et l’Amérique au XXIème siècle…

Je voudrais quand même ajouter quelques mots. La dévalorisation systématique du mariage traditionnel, qui reposait hier sur une claire définition du rôle des sexes et sur l’espoir d’une descendance, est la politique la plus folle menée par n’importe quel gouvernement de l’histoire de l’humanité. Je ne sais pas où cette sottise égalitariste nous conduira mais le résultat final ne peut être que catastrophique. Peut être que les musulmans détruiront ce qui reste de civilisation occidentale une fois parvenus pouvoir, mais je doute qu’ils soient aussi stupides que ceux qui ont livré cette guerre à la famille. Si ça ne tenait qu’à moi, je serai ravi de revenir au salaire unique du chef de famille. Et si on me considère pour cela anti-libertarien et anticapitaliste, je suppose que j’accepterai cette étiquette. Je ne suis pas un libertarien de cœur mais un rallié à contrecœur.

Propos recueillis par Arnaud Imatz
31/08/2011

Notes :

[1] Les figures les plus connues du conservatisme américain de l’après-guerre furent M. E. Bradford, James Burnham, Irving Babbitt, le premier William Buckley (jusqu’à la fin des années 1960), Will Herberg, Russell Kirk, Gerhart Niemeyer, Robert Nisbet, Forrest McDonald et Frank Meyer. Celles du néo-conservatisme sont Daniel Bell, Allan Bloom, Irving Kristol, S. M. Lipset, Perle, Podhoretz, Wattenberg ou Wolfowitz (N.d.A.I.).
[2] Dans son livre Conservatism in America, Paul Gottfried recommande trois autres sources qui peuvent aussi être consultées avec profit : l’enquête de George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America Since 1945 (2ème éd., Wilmington, DE : ISI, 1996), l’anthologie de textes de Gregory L. Schneider, Conservatism in America Since 1930 (New York, New York University Press, 2003) et l’encyclopédie publiée par l’Intercollegiate Studies Institute, American Conservatism : An Encyclopedia (ISI, 2006), (N.d.A.I.).

Correspondance Polémia - 5/08/2011

mardi, 12 juillet 2011

La droite et le socialisme

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La droite et le socialisme

par Pierre LE VIGAN

Il est d’usage de considérer la droite comme le contraire du socialisme. La droite serait anti-socialiste pour la simple raison qu’elle serait une anti-gauche, ce qui revient à dire que la gauche, ce serait, peu ou prou, d’une manière ou d’une autre, le socialisme. Paradoxal alors que le socialisme a longtemps excédé les catégories de droite et de gauche, avant l’affaire Dreyfus.

Or l’opposition au socialisme n’est pas constante dans l’histoire de la droite, de même que la gauche est fort loin de se définir principalement par l’adhésion à l’idée socialiste – aussi variée et polymorphe que puisse être cette idée. Les choses sont en effet plus compliquées. D’une part, les courants d’idées que sont le socialisme, le nationalisme, etc., ne se situent pas sur le même plan que les catégories de droite et de gauche. D’autre part, droite et gauche elles-mêmes ne sont pas les symétriques l’une de l’autre.

Un détour est ainsi nécessaire par la gauche pour comprendre la droite. Raymond Huard défend à propos de la gauche l’hypothèse suivante :  la question ne serait pas de savoir si la gauche est une ou plurielle (« les gauches »), mais serait plutôt de se demander si la gauche est une donnée permanente de la vie politique française ou si « elle se construit dans certaines conjonctures historiques alors qu’à d’autres moments, cette notion (de gauche) n’est pas opératoire pour décrire les forces politiques, ne correspond pas à une réalité objective, ni même à l’impression subjective des individus (1) ».

Cette hypothèse est convaincante. Elle consiste à voir en la gauche un rassemblement qui ne prend forme que dans des circonstances historiques précises – et rares. On peut estimer qu’une définition de la droite relèverait d’une définition non symétrique. À savoir qu’on pourrait toujours repérer la présence d’une droite dans l’histoire française des deux derniers siècles, et que celle-ci se définirait par le souhait de maintenir l’ordre établi.

Naturellement, cet ordre changeant régulièrement, la droite change aussi, c’est-à-dire qu’elle change pour que rien ne change. En ce sens, cette droite dite « conservatrice » est aussi, et surtout, une droite moderne; elle conserve ce qui est compatible avec les mutations de la modernité : c’est-à-dire, en dehors du pouvoir de l’argent, pas grand chose. Cette droite se définit toujours  par le refus du constructivisme. Cette droite est en ce sens naturellement anti-socialiste : parce que c’est une droite « libérale », c’est-à-dire tolérante envers les évolutions qui se font sans contrôle humain conscient, alors qu’une droite conservatrice (radicalement conservatrice) peut être constructiviste, dans la mesure où la volonté de conserver, de maintenir (certains équilibres, certaines mœurs, etc.) n’équivaut pas au « laisser-faire » (comme le montre l’exemple de l’écologie). D’où la possibilité – entrevue par la « Nouvelle Droite », autour de la revue Éléments, d’un conservatisme révolutionnaire, tendance qui peut amener cette droite (radicale, ou dite « extrême » par ses ennemis ou ceux qui tout simplement ne la comprennent pas) à considérer certaine variante de socialisme comme la plus apte à restaurer certains principes qui sont les siens, par exemple l’unité de la communauté du peuple, la souveraineté nationale, la justice au sein du peuple, etc. Si la droite classique, au pouvoir ou proche du pouvoir depuis deux siècles, est anti-socialiste, paradoxalement, c’est parce qu’elle vient de la gauche, d’une certaine gauche de 1789, celle qui se définit par un principe d’opposition aux structures communautaires et une volonté de « naturaliser » le social, cette gauche de 89 qui a historiquement évolué vers la droite pour laisser la place à d’autres gauches selon un processus de sinistrisme parfaitement élucidé par Albert Thibaudet (2).

Les rapports de la droite au socialisme sont donc évolutifs pour plusieurs raisons. Tout d’abord parce que le socialisme en France connaît des mutations idéologiques considérables, et que sous le nom de « socialistes » cœxistent parfois des conceptions totalement incompatibles, de la gauche « progressiste » à la « gauche réactionnaire » (3).

Ensuite parce que, si l’« on ne se pose qu’en s’opposant », la droite change en fonction de l’évolution de la gauche, et de la « seconde naissance » que connaît celle-ci, en 1848-49, quand la Montagne  (Ledru-Rollin, Schoelcher, et les démocrates socialistes) se rapproche des socialistes, et quand la gauche, comme l’a justement remarqué Maurice Agulhon, commence à s’identifier, non seulement à la Révolution de 89-93, à la République, et au suffrage universel, mais aussi à « l’espérance sociale ». Comme le signalait Karl Marx (Les luttes de classes en France) en 1849, l’union du parti des ouvriers, et celui de la petite bourgeoisie était considérée comme « le parti rouge ». D’où un lien entre socialisme modéré et radical-socialisme (4). En d’autres termes, le changement social et la République deviennent une espérance commune à partir du milieu du XIXe siècle.

Enfin parce qu’il existe une droite non libérale dont le rapport au socialisme oscille entre le refus de toute eschatologie « progressiste » et néanmoins la sympathie pour l’esprit communautaire et organique dont le socialisme peut être porteur.

Dès Babeuf, des convergences entre un certain socialisme et les positions d’une certaine droite apparaissent. L’opposition entre les « ventres creux » et « le million doré » évoque l’opposition du « peuple » et des « Gros » (Pierre Birnbaum) généralement repérée comme un des thèmes de la droite radicale. Il y a aussi dans le communisme de Babeuf une composante libertaire et une passion du peuple réel contre les abstractions universalistes qui le conduisent à s’insurger contre ce qu’il appelle le « populicide » vendéen.

Si l’égalitarisme de Babeuf ne rencontre pas de sympathie à droite, son populisme et son esprit libertaire trouvent un écho dans la droite radicale. Mais c’est un autre socialisme qui prend forme tout au long du XIXe siècle. Il se réclame de la transparence et de la rationalité et Karl Marx en représente la figure centrale. À la « fausse science » libérale, il oppose la « vraie science » des rapports sociaux. « L’humanité est en dehors de l’économie politique, l’inhumanité est en elle », écrit Marx. Au pessimisme d’une certaine théocratie pour qui « l’homme est un diable », Marx oppose l’idée selon laquelle rien de ce qui est diabolique ne serait humain, le mal étant seulement concentré dans la phase bourgeoise de l’évolution humaine, propos symétrique et tout aussi absurde. Le mal ne serait qu’un produit de circonstance de l’économie bourgeoise, qui dépossède l’homme de lui-même, et lui enlève sa « mienneté » (Paul  Ricoeur).

Les critiques marxiennes mettront cinquante ans à avoir un écho à droite, avec la Jeune Droite de Thierry Maulnier et les spiritualistes des années Trente, qui ne se réduisent pas à la droite anti-conformiste, mais lui sont liés de maintes façons (5). Ce délai de réaction de la droite peut paraître long. Mais les critiques de Marx sont aussi longues à influer sur le socialisme français lui-même. En effet, l’idée socialiste en France, à partir de la IIe République, et malgré Proudhon dont les points de vue originaux font le « Rousseau du socialisme »,  se confond souvent avec un « maximalisme de la République » (Ernest Labrousse). Le socialisme est dans cette perspective la République « poussée jusqu’au bout », idée que l’on trouve très présente chez Jean Jaurès et jusqu’à, toute proportion gardée, Max Gallo dans les années 1980. Avec ce socialisme-là, ni la droite libérale, ni la droite radicale ne se reconnaisse d’affinités. Pour la première, la République, pour être acceptable, ne saurait être autre chose qu’un orléanisme sans roi. Pour la seconde, la République est une imposture sous sa forme libérale, qui ne cache que la domination de l’Argent-Roi.

À la fin du XIXe siècle apparaît un autre socialisme français qui éveille des sympathies à droite. C’est un socialisme peu républicain, ou du moins critique par rapport à la tradition républicaine inaugurée en 1792, un socialisme anti-autoritaire, anti-belliciste (qui se rappelle justement le rôle funeste de la Gironde dans l’embrasement de l’Europe en 1792), et « mutuelliste » et fédéraliste (on peut être fédéraliste tout en critiquant bien entendu le rôle belliciste objectif de la Gironde en 1792). C’est le socialisme de Proudhon qui influence, outre le mouvement ouvrier, l’essentiel de l’anarchisme en France. Ce socialisme est aussi en partie celui de la C.G.T. naissante (alors que la S.F.I.O. est plus marquée par le « maximalisme de la République »). L’éclosion de ce socialisme libertaire et anti-parlementaire est suivie avec intérêt par Maurras, pour qui la royauté doit être une fédération de « libres républiques », et pour qui le socialisme uni à la monarchie comme « un gant va à une belle main ».

Le socialisme est à ce moment pris dans les contradictions que l’aventure de Boulanger, puis l’affaire Dreyfus, avait mis en évidence. Première crise : le boulangisme. Certains socialistes, comme Paul Brousse et les « possibilistes de droite » se rangent résolument  dans le camp de la légalité parlementaire, tandis que d’autres, bien qu’anti-boulangistes, dénoncent aussi les « républicains bourgeois » dont « l’amour du lucre » est, disent-ils, la cause du boulangisme. Dans ce dernier camp se situe Jean Allemane, figure centrale du socialisme de l’époque, et les « possibilistes de gauche ». Proche de cette position est le Parti ouvrier français dont le mot d’ordre est : « Ni Ferry, ni Boulanger » (6). D’autres socialistes encore, comme Benoît Malon, comme les blanquistes (et c’est aussi la tentation de Lafargue), voient en Boulanger le moyen de renverser la République anti-ouvrière de Jules Ferry.

Deuxième moment de clivage : l’affaire Dreyfus. Elle divise à nouveau le socialisme, entre hommes de gauche privilégiant les « droits de l’homme », et anti-bourgeois intransigeants. Ceux-ci rencontrent des sympathies à droite, d’autant que la droite, même dans ses composantes radicales, est, avant la naissance de l’Action française, ralliée à la République (la Ligue de la Patrie française de Jules Lemaître, futur maurrassien, se donne alors pour objectif d’instaurer une « République de tous », qui soit protectrice des ouvriers, de même que François Duprat parlera vers 1970 d’instaurer l’« État du peuple tout entier »).

Aussi s’élaborent des rapprochements entre un socialisme de la base, principalement « un syndicalisme qui, entre 1906 et 1910, avait fait craindre la révolution à la société bourgeoise » (Michel Winock)  et une certaine droite radicale, autour de la jeune Action française. C’est notamment l’expérience, en 1911, du Cercle Proudhon (7).

Cette configuration favorable à un rapprochement entre opposants de droite et de gauche est de courte durée. Dès avant 1914, c’est le socialisme comme « républicanisme de gauche » qui devient dominant. Pour autant, le caractère agonal de certaines influences perdure. Dans les années Trente, des conceptions corporatistes comme celles de François Perroux et de  Maurice Bouvier-Ajam sont imprégnées de l’esprit du socialisme fédéraliste et « auto-gestionnaire » de Proudhon. Il en sera de même pour les thèmes des gaullistes (principalement les gaullistes dits « de gauche ») concernant la participation comme troisième voie. De même, la « dérive fasciste » (Philippe Burrin) d’une certaine classe politique de la fin des années Trente et de l’Occupation concerne tout autant des hommes politiques originaires de la gauche que de la droite. Il est même assuré que ceux qui viennent de la gauche furent ceux qui mirent dans l’adhésion à un socialisme national fascisant le plus de souci de « rigueur » doctrinale et surtout de continuité idéologique (voir en ce sens les Mémoires de Marcel Déat et ses écrits politiques d’avant et pendant l’Occupation, Mémoires politiques, Denoël, 1989).

La gauche aime en effet la rigueur intellectuelle, y compris quand elle devient le contraire de la rigueur humaine. C’est ce qui la mène à professer, parfois, plus qu’un césarisme en épaulettes, ce que Péguy appelait « un césarisme en veston ». Dans le même temps, un certain nombre d’hommes classés « à droite », de Charles Péguy à Alain de Benoist, considèrent que la misère est un obstacle au développement de la vie intérieure, et qu’il n’y a pas de communauté qui vaille sans que règne l’équité entre ses membres. De ce fait, si une certaine droite, de Leroy-Beaulieu au Club de l’Horloge professe depuis cent ans un anti-socialisme viscéral, une autre droite (radicale ou révolutionnaire) n’a cessé d’avoir de profondes convictions sociales. Droite moderne et droite contre-moderne n’ont cessé de s’opposer ici d’une manière plus profonde que l’opposition dite « droite – gauche ».

Pierre Le Vigan

Notes

1 : Raymond Huard, in La Pensée, n° 291, 1993.

2 : Albert Thibaudet, Les idées politiques de la France, 1932.

3 : cf. Marc Crapez, La gauche réactionnaire, Berg, 1996, et Naissance de la gauche, Michalon, 1998.

4 : cf. Cahiers d’histoire de l’Institut de recherches marxistes, n°1, « Le radicalisme », 1980.

5 : cf. Jean-Louis  Loubet del Bayle, Les non-conformistes des années Trente, Le Seuil, 1969, réédition en 1987.

6 : cf. Claude Mainfroy, « Sur le phénomène radical », in Cahiers d’histoire de l’Institut de recherches marxistes, op. cit.

7 : Les Cahiers du Cercle Proudhon furent réédités dans les années 1980 par ce qui était alors la Nouvelle Action française de Bertrand Renouvin, puis l’ont été par Avatar Éditions, « La culture sans barrières », Cahiers du Cercle Proudhon, 2007, introduction d’Alain de Benoist.

Le présent article, remanié pour Europe Maxima, est paru dans Arnaud Guyot-Jeannin (sous la direction de), Aux sources de la droite, L’Âge d’Homme, 2000.


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dimanche, 10 juillet 2011

La droite et le libéralisme

La droite et le libéralisme

par Pierre LE VIGAN

Maurras rappelle une réticence classique des droites vis-à-vis du libéralisme quand il énonce : « la liberté de qui ? la liberté de quoi ? c’est la question qui est posée depuis cent cinquante ans au libéralisme. Il n’a jamais pu y répondre » (Maurras, Dictionnaire politique et critique, 1938). Pour comprendre cette réticence, il faut remonter aux origines de la droite.

Août – septembre 1789 : à l’occasion du débat constitutionnel, les partisans du veto absolu (et non suspensif) du roi se situent à droite de l’assemblée. À gauche se placent les partisans d’un pouvoir royal faible. Dans le même temps, une partie des droites se prononce en faveur d’une constitution à l’anglaise fondée sur le bicaméralisme. De quoi s’agit-il ? Exactement de deux rapports très différents au libéralisme, et qui concernent dés l’origine les familles politiques qui se situent « à droite ». Être partisan d’un veto royal absolu signifie refuser l’autorité venue « d’en bas », c’est-à-dire du Parlement. C’est, d’emblée, défendre une conception transcendante du pouvoir, et considérer, avec Joseph de Maistre, qu’on ne peut « fonder l’État sur le décompte des volontés individuelles ». À l’inverse, être partisan du bicaméralisme signifie se méfier du peuple tout autant que du pouvoir. Tout en ayant comme point commun l’opposition à la toute-puissance de l’Assemblée constituante, ce sont là deux façons très différentes d’être « à droite ». Le paysage se complique plus encore en prenant en compte les arrière-pensées de chaque position.

Si le bicaméralisme est l’expression constitutionnelle assez claire d’un souci d’alliance ou de compromis entre la bourgeoisie montante et l’aristocratie déclinante, par contre, la revendication d’un pouvoir royal fort peut – et c’est une constante de l’histoire des familles politiques de droite – se faire en fonction de préoccupations non seulement différentes mais contradictoires : s’agit-il de donner au roi les moyens de liquider au profit de la bourgeoisie les pouvoirs nobiliaires qui s’incarnaient dans les anciens parlements, ou au contraire s’agit-il de pousser le roi à s’arc-bouter sur la défense de ces privilèges nobiliaires, ou bien encore de nouer une nouvelle alliance entre roi et  peuple contre la montée de la bourgeoisie ? De même, le bicaméralisme a pour préoccupation d’affaiblir le camp des « patriotes » (c’est-à-dire de la gauche), et rencontre donc des soutiens « à droite ». Pour autant, est-il « de droite » dans la mesure où il relève d’une  méfiance devant tout principe d’autorité ? En tant que moyen d’empêcher la toute-puissance de l’Assemblée constituante, ne relève-t-il pas indiscutablement du libéralisme, c’est-à-dire d’une attitude moderne qu’exècrent une grande partie des droites ?

Cette attitude moderne a ses racines, comme l’a bien vu Benjamin Constant, dans un sens différent de la liberté chez les Anciens et les Modernes. Le bonheur étant passé dans le domaine privé, et étant, sous cette forme, devenu « une idée neuve en Europe » (Saint-Just), la politique moderne consiste à ne pas tout attendre de l’action collective. La souveraineté doit ainsi être limitée, ce qui va plus loin que la simple séparation des pouvoirs. « Vous avez beau diviser les pouvoirs : si la somme totale du pouvoir est illimitée, les pouvoirs divisés n’ont qu’à former une coalition et le despotisme est sans remède » (Benjamin Constant). Tel est le principe de fond du libéralisme : la séparation tranchée des sphères privées et publiques. Conséquence : la crainte du pouvoir en soi. Car dans le même temps, la désacralisation du monde aboutit à ce que chacun estime – comme l’avait vu Tocqueville, avoir « un droit absolu sur lui-même », par déficit de sentiment de  participation à la totalité du monde. En sorte que la volonté souveraine ne peut sortir que de « l’union des volontés de tous ». La réunion des conditions d’une telle unanimité étant à l’évidence difficile, – ou dangereuse – le libéralisme y supplée en affirmant le caractère « naturel » – et par là indécidable – de toute une sphère de la vie sociale : la sphère économique, celle de la production et reproduction des conditions de la vie matérielle. Rien de moins.

Un tel point de vue par rapport à l’économie et aux rapports de travail dans la société n’est caractéristique que de l’une des droites – une droite qui n’est pas « née » à droite mais qui a évolué vers le freinage d’un mouvement qu’elle avait elle-même contribué à engendrer. C’est en quelque sorte la droite selon le « droit du sol » contre la droite selon le « droit du sang ». Relève de la première l’homme politique et historien François Guizot, valorisant la marche vers le libéralisme avant 1789, mais cherchant à l’arrêter à cette date. C’est la droite orléaniste. Les autres droites, celles qui le sont par principe – et parce qu’elles croient aux principes  – prônent l’intervention dans le domaine économique et social. « Quant à l’économie, on ne saurait trop souligner combien le développement d’une pensée sociale en France doit à la droite, remarque François Ewald. […] Il ne faut pas oublier que les premiers critiques de l’économie bourgeoise et des méfaits du capitalisme ont été des figures de droite (Villeneuve de Barjemont, Sismonde de Sismondi) (1). »

Cette critique des sociétés libérales par certaines droites n’est pas de circonstance. Elle s’effectue au nom d’une autre vision  de l’homme et de la société que celle des libéraux. « Il y a une sociologie de droite, précise encore François Ewald, peut-être occultée par la tradition durkheimienne, dont Frédéric Le Play est sans doute avec Gabriel de Tarde le représentant le plus intéressant ». La pensée anti-libérale de droite est, de fait, jalonnée par un certain nombre d’acteurs et de penseurs importants. Joseph de Maistre et Louis de Bonald voient dans l’irréligion, le libéralisme, la démocratie des produits de l’individualisme. Le catholique Bûchez (1796 – 1865), pour sa part,  défend les idées de l’association ouvrière par le biais du journal L’Atelier. Le Play, de son côté, critique « les faux dogmes de 1789 » : la perfection originelle de l’homme (qui devrait donc être restaurée), sa liberté systématique, l’aspiration à l’égalité comme droit perpétuel à la révolte. La Tour du Pin, disciple de Le Play, critique la séparation (le « partage ») du pouvoir, considérant que celui-ci doit s’incarner dans un prince, mais propose la limitation du pouvoir et la consultation de la société (civile) notamment par la représentation corporative : le refus du libéralisme n’équivaut pas à une adhésion automatique à l’autoritarisme.

Par contre, le refus d’une société réduite à des atomes individuels est une constante de la pensée de droite, de l’école contre-révolutionnaire aux divers traditionalismes. Maurras a défendu l’idée, dans ses Réflexions sur la révolution de 1789, que la loi Le Chapelier interdisant l’organisation des travailleurs était un des actes les plus néfastes de la Révolution. Il établit un lien entre celle-ci et le libéralisme pour, tous les deux, les condamner. « L’histoire des travailleurs au XIXe siècle, écrit Maurras, se caractérise par une ardente réaction du travailleur en tant que personne à l’encontre de son isolement en tant qu’« individu », isolement imposé par la Révolution et maintenu par le libéralisme (2). » Thierry Maulnier résumait de son côté l’opinion d’une Jeune Droite composante essentielle des « non-conformistes de années Trente » en écrivant : « Il devait être réservé à la société de structure libérale d’imposer à une catégorie d’individus un mode de dépendance qui tendait, non à les attacher à la société, mais à les en exclure (3) ».

L’Espagnol José Antonio Primo de Rivera formulait un point de vue largement répandu dans la droite française extra-parlementaire quand il évoquait, en 1933, la signification du libéralisme économique. « L’État libéral est venu nous offrir l’esclavage économique, en disant aux ouvriers : vous êtes libres de travailler; personne ne vous oblige à accepter telle ou telle condition. Puisque nous sommes les riches, nous vous offrons les conditions qui nous conviennent; en tant que citoyens libres, vous n’êtes pas obligés de les accepter; mais en tant que citoyens pauvres, si vous ne les acceptez pas, vous mourrez de faim, entourés, bien sûr, de la plus haute dignité libérale. »

Les critiques à l’égard du libéralisme énoncées par une partie des droites sont parallèles à celles énoncées d’un point de vue catholique par Louis Veuillot, puis par René de La Tour du Pin et Albert de Mun, promoteurs des Cercles catholiques d’ouvriers, qui furent confortés par l’encyclique Rerum Novarum (1891), mais dont les positions annonçaient avec cinquante ans d’avance celles de Divini Redemptoris (1937). C’est à ce moment que se met en forme, à droite (avec Thierry Maulnier, Jean-Pierre Maxence, Robert Francis, etc.), une critique du productivisme complémentaire de la critique du libéralisme. La Jeune Droite rejoignait sur ce point la critique d’auteurs plus inclassables (Drieu La Rochelle, Robert Aron, Arnaud Dandieu, …).

Si l’anti-productivisme, comme l’anti-économisme (celui par exemple de la « Nouvelle Droite » du dernier quart du XXe siècle) apparaissent par éclipse à droite, la condamnation du libéralisme est le noyau commun de la pensée de droite. Caractéristique dans sa banalité droitière même est le propos de Pierre Chateau-Jobert : « Le libéralisme, écrit-il, […] a pris la liberté pour seule règle. Mais pratiquement, c’est le plus fort, ou le moins scrupuleux, ou le plus riche, qui est le plus “ libre ”, puisqu’il a le plus de moyens (4) ». Droitiste d’une envergure plus considérable, Maurice Bardèche ira jusqu’à déclarer que, comme Jean-Paul Sartre, il « préfère la justice à la liberté ».

Cette conception de la liberté comme toujours subordonnée à d’autres impératifs explique que la droite soit à l’origine de nombreuses propositions sociales. En 1882, Mgr Freppel demande la création de retraites ouvrières. En 1886, Albert de Mun propose la limitation de la journée de travail à dix heures et, en 1891, demande la limitation du travail des femmes et des enfants. En 1895, le même de Mun demande que soit reconnue aux syndicats la possibilité de posséder de biens à usage collectif. En 1913, Jean Lerolle réclame l’instauration d’un salaire minimum pour les ouvrières à domicile (5).

Les projets de réorganisation des rapports sociaux de Vichy (la Charte du travail soutenue par nombre de syndicalistes) comportent  de même des aspects socialement protecteurs. Enfin, la difficulté de réaliser des transformations sociales qu’a montré l’expérience de gauche de 1981 à 1983 permet de réévaluer les projets de participation et de « troisième voie » du Général de Gaulle et de certains de ses soutiens venus de la droite radicale comme Jacques Debu-Bridel, d’ailleurs anciens du Faisceau de Georges Valois.

La critique du libéralisme par la droite – hormis le courant orléaniste -, concerne tout autant l’économie que le politique. Le parlementarisme, expression concrète du libéralisme politique selon la droite est, jusqu’à l’avènement de la Ve République, accusé de fragmenter l’expression de la souveraineté nationale, et de la soumettre aux groupes de pression. Pour Barrès, « le parlementarisme aboutit en fait à la constitution d’une oligarchie élective qui confisque la souveraineté de la nation ». D’où sa préférence pour le plébiscite comme « idée centrale constitutive » : « le plébiscite reconstitue cette souveraineté parce qu’il lui donne un mode d’expression simple, le seul dont elle puisse s’accompagner ».

De son côté, Déroulède précise : « Vouloir arracher la République au joug des parlementaires, ce n’est pas vouloir la renverser, c’est vouloir tout au contraire instaurer la démocratie véritable ». Péguy, pour sa part, dénonce en 1902 le parlementarisme comme une « maladie ». Trente années plus tard, André Tardieu (1876 – 1945), chef d’une droite modernisatrice de 1929 à 1936, créateur des assurances sociales, député de Belfort (ville se dotant souvent de députés originaux), auteur de La révolution à refaire voit dans le parlementarisme « l’ennemi de la France éternelle ». Dans un contexte singulièrement aggravé, et énonçant le point de vue de la « Révolution nationale », Charles-Emmanuel Dufourcq, dans Les redressements français (6) concentre aussi ses attaques contre le parlementarisme et l’autorité « venue d’en-bas » comme causes, tout au long de l’histoire de France, des affaiblissements dont le pays n’est sorti que par le recours à l’autorité indiscutée d’un roi, d’un Napoléon ou d’un Pétain. Il manifestait ainsi une remarquable continuité – ou une étonnante absence d’imagination selon le point de vue – avec les tendances théocratiques de la Contre-Révolution.

En revanche, plus marginaux sont les secteurs de la droite qui se sont sentis concernés par la critique du parlementarisme effectuée par le juriste Carré de Malberg, qui inspirera René Capitant et les rédacteurs de la Constitution de 1958.  Dès le XIXe siècle, aussi bien la droite dans ses composantes non-orléanistes que la gauche des démocrates et des socialistes – de Ledru-Rollin à Proudhon – sont en porte à faux par rapports aux mythes fondateurs de la modernité française. « L’objectif de 1789 […] consiste, indique Pierre Rosanvallon, à démocratiser, “ politiquement ”, le système politique, qui est d’essence absolutiste, et à libéraliser, “ sociologiquement ”, la structure sociale, qui est d’essence féodale (7) ».

La difficulté du processus tient dans sa simultanéité (et c’est la différence avec l’Angleterre). D’un côté, la gauche socialiste veut « républicaniser la propriété » (Jules Guesde), de l’autre, une certaine droite met en cause « les responsabilités des dynasties bourgeoises » (Emmanuel Beau de Loménie) et le libéralisme qui les a laissé prendre tant de place. Rien d’étonnant à ce que des convergences apparaissent parfois (le Cercle Proudhon avant 1914, les planistes et « non-conformistes des années Trente », le groupe Patrie et Progrès au début de la Ve République, …).

En effet, pour toute la période qui va du milieu du XIXe siècle à nos jours, la distinction proposée par René Rémond en 1954 entre trois droites, légitimiste, orléaniste, bonapartiste, apparaît peu adaptée. D’une part, l’appartenance du bonapartisme à la droite est très problématique : c’est un centrisme césarien. D’autre part, l’orléanisme est écartelé dès son origine entre conservatisme et libéralisme : conservatisme dont François Guizot est une figure centrale, qualifiée par Francis-Paul Benoît de « conservateur immobile, donc non libéral (8) », le libéralisme étant représenté, plus que par les économistes « classiques », par les saint-simoniens modernistes ralliés à Napoléon III.

À partir de 1870, le clivage qui s’établit, « à droite », oppose, plutôt que les trois droites de la typologie de René Rémond, une droite radicale (radicalement de droite, et non conjoncturellement radicalisée), voire une « droite révolutionnaire » (Zeev Sternhell) en gestation, et une droite libérale-conservatrice. L’organisation d’une « droite » libérale au plan économique, conservatrice au plan politique est en effet ce qui permet après le Second Empire le passage, sinon sans heurts, du moins sans révolutions de la France dans l’univers bourgeois et capitaliste. C’est à l’évidence à cette droite que pensait un jour François Mitterrand disant : « la droite n’a pas d’idées, elle n’a que des intérêts ». C’est la droite comme la désigne désormais le sens commun.

Entre la droite révolutionnaire (forme extrême de la droite radicale) et la droite libérale (qui n’est conservatrice que dans la mesure où un certain conservatisme, notamment moral, est le moyen de faire accepter le libéralisme), la vision de la politique est toute différente. Du point de vue libéral, dans la mesure où la souveraineté ne peut venir que du consensus, le champ de la « naturalité » économique et sociale doit être étendu le plus possible. À la suite des penseurs libéraux français comme Bastiat, Hayek affirme que « le contrôle conscient n’est possible que dans les domaines où il est vraiment possible de se mettre d’accord » (ils ne sont évidemment pas très nombreux).

Tout autre est l’attitude du radicalisme de droite (appelé souvent « extrême droite » avec de forts risques de contresens). Jean-François Sirinelli, coordinateur d’une Histoire des droites en France (9), remarque que « l’extrême droite aspire rien moins qu’à un état fusionnel de la politique ». Certes. En d’autres termes, elle aspire à retrouver – ou à inventer – un critère d’indiscutabilité du principe d’autorité, et du lien social lui-même. Conséquence : cette droite radicale tend à ne pas décliner son identité comme celle d’une droite, s’affirmant « ni de droite, ni de gauche » (Barrès, Valois, Bertrand de Jouvenel, Doriot, les hommes des Équipes d’Uriage, le Jean-Gilles Malliarakis des années 80, …), ou encore « simultanément de droite et de gauche » (la « Nouvelle Droite »).

La difficulté de caractériser la droite par des idées à amener certains analystes comme Alain-Gérard Slama à essayer de la définir par un tempérament. Celui-ci consisterait, selon Slama, dans la recherche du compromis. Cette hypothèse ne fait que souligner l’existence de deux droites, une droite libérale, et la droite radicale, que presque tout oppose. Si la première recherche effectivement les accommodements, la droite radicale se caractérise plutôt par la recherche d’un dépassement synthétique des contradictions du monde moderne. À divers égards, sous des formes et à des niveaux très différents, c’est ce qui rassemble Le Play, Péguy, Bernanos, Drieu la Rochelle, Charles de Gaulle. Dépassement des contradictions de la modernité : vaste programme que ces hommes – pas toujours « à droite », mais sans doute « de droite » – n’ont jamais envisagé de mettre en œuvre par des moyens par principe libéraux.

Pierre Le Vigan

Notes

1 : François Ewald, Le Magazine littéraire, « La droite. Idéologies et littérature », décembre 1992.

2 : cité dans Thomas Molnar, La Contre-Révolution, La Table Ronde, 1981.

3 : Thierry Maulnier, Au-delà du nationalisme, Gallimard, 1938, p. 153.

4 : Pierre Chateau-Jobert, Manifeste politique et social, Diffusion de la pensée française, 1973.

5 : Cf. Charles Berrias et Michel Toda, Enquête sur l’histoire, n° 6, 1992, p. 13.

6 : Charles-Emmanuel Dufourcq, Les redressements français, Lardanchet, 1943.

7 : François Furet, Jacques Julliard, Pierre Rosanvallon, La République du centre. La fin de l’exception française, Calmann-Lévy, 1988.

8 : Francis-Paul Benoît, Les idéologies politiques modernes. Le temps de Hegel, P.U.F., 1980, p. 314.

9 : cf. Histoire des droites en France, Gallimard, trois volumes, 1992.

Le présent article, remanié pour Europe Maxima, est paru dans Arnaud Guyot-Jeannin (sous la direction de), Aux sources de la droite, L’Âge d’Homme, 2000.


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vendredi, 13 mai 2011

Gerd-Klaus Kaltenbrunner is overleden

Gerd Klaus Kaltenbrunner is overleden
 
Ex: Deltanieuwsbrief nr. 47 - Mei 2011

Gerd Klaus Kaltenbrunner“Conservatisme is een ‘elitaire’, men kan ook zeggen ‘esoterische’ aangelegenheid (…).  Het misverstand als zou de conservatief een theorielozen, een onfilosofische, ja, zelfs antifilosofische pragmaticus zijn, lijkt onuitroeibaar. Ik heb nochtans met veel kracht en overtuiging aangetoond dat het een misverstand is, toen ik het over die domeinen had, die man als ‘conservatieve mystiek’ zou kunnen omschrijven (…). Een zekere zin voor de onoplosbare complexiteit van de werkelijkheid, de erkenning van het feit dat men over het leven slechts brokstukgewijs rationeel kunnen spreken, de aandacht voor de tegenstelling, voor het tragische en voor het gedeeltelijk demonische dat door de geschiedenis waart, een constitutionele scepsis tegenover de ‘grote oplossingen’”. Woorden van Gerd Klaus Kaltenbrunner, een grote Oostenrijkse mijnheer, die bij menig jonge Europeaan de grondvesten van een degelijke conservatieve ideeënwereld heeft gelegd.

Kaltenbrunner werd in 1939 in Wenen geboren, maar na zijn studies in de Rechten in 1962 trok hij naar Duitsland en werkte er bij uitgeverijen als lektor. In 1972 publiceerde hij een verzamelwerk Rekonstruktion des Konservatismus, en ontwierp hiermee, enkele jaren na 1968, de basis voor een conservatieve tegenactie. Hij ging in het werk uit van de idee dat het conservatisme eerst de hegemonie op het geestelijke vlak moet veroveren, vooraleer politieke consequenties te trekken.

Gerd Klaus Kaltenbrunner wou niet zomaar ‘conserveren’: hij was er veeleer op uit het ‘moderne’ conservatieve denken mee gestalte te geven – met daarin natuurlijk dat wat eeuwig een Europese waarde had. De door hem opgezette en gepubliceerde Herderbücherei Initiative  - een reeks die liep van 1974 tot 1988 – bracht op een hoog niveau conservatieve auteurs, wetenschappers, onderzoekers en andere bijeen, die rond bepaalde thema’s (soms) baanbrekende bijdragen brachten.  Interessante titels waren (en zijn): Die Zukunft der Vergangenheid (1975), Plädoyer für die Vernunft: Signale einer Tendenzwende (1974).  Gerd Klaus Kaltenbrunner legde ook een bijzondere ijver aan de dag om de bronnen voor het conservatieve denken open en toegankelijk te houden. Hij publiceerde een driedelig werk Europa. Seine geistigen Quellen in Porträts aus zwei Jahrtausenden (1981-1985). Ook het werk Vom Geist Europas heeft niets van zijn waarde verloren en verdient het zeker op opnieuw gelezen te worden.

Hierna werd het stil rond Kaltenbrunner. Hij trok zich – na de ontgoocheling over het uitblijven van een échte conservatieve wende – terug als een lekenmonnik in Kandern, afgesneden van alle moderne communicatiemiddelen. Hij trok ook voorgoed een streep onder het metapolitieke werk. Nochtans loont het de moeite, zeker in deze tijden van ideeënarmoede ter linker en rechter zijde de moeite om de stijl en de onderwerpen die Gerd Klaus Kaltenbrunner nauw aan het hart lagen, te bestuderen.  Met TeKoS hebben wij in elk geval niet op het overlijden van deze bescheiden, overtuigdconservatieve intellectueel gewacht om bijdragen van hem te publiceren. In ons nummer 127 brachten wij een vertaling van Elite. Erziehung für den Ernstfall, in het Nederlands: Zonder Elite gaat het niet. Wij groeten u met bijzondere veel respect, meester Kaltenbrunner!

(Peter Logghe)

mercredi, 04 mai 2011

Armin Mohler / Eine politische Biographie

Armin Mohler. Eine politische Biographie

Götz KUBITSCHEK

Ex: http://www.sezession.de/

 

mohlereinband 121x200 Armin Mohler. Eine politische BiographieHeute wäre Armin Mohler 91 Jahre alt geworden. Ich konnte ihn Mitte der neunziger Jahre noch kennenlernen und habe meinen Verlag nicht zuletzt gegründet, weil Ellen Kositza, Karlheinz Weißmann und ich im Jahre 2000 Mohler zum 80. eine Festschrift überreichen wollten. Es wird keinem Antaios-Leser unbemerkt geblieben sein, daß das Erbe Mohlers und sein besonderer Ton in Schnellroda auffindbar und virulent gehalten werden.

Nun hat Karlheinz Weißmann jahrelange Arbeiten in Form gebracht und legt Armin Mohler. Eine politische Biographie vor (hier subskribieren!). Weißmann ist der beste Kenner des Werks und der Denkweise Mohlers, hat auch Teile von dessen Nachlaß übernehmen können und in vielen persönlichen Gesprächen Details erfahren und Zusammenhänge notiert, die nirgends schriftlich niedergelegt sind.

Weißmanns Arbeit ist eine politische Biographie, weil Mohler ein politisch denkender, strategisch und taktisch im Sinne einer modernen deutschen Rechten agierender Kopf war. Man liest von der Nähe zur Macht (im Umfeld Josef Strauß‘), erfährt, was in den sechziger und siebziger Jahren an Debatten noch alles möglich war und verneigt sich vor der Prinzipientreue Mohlers, der Respekt nie mit Undeutlichkeit oder einer Schleimspur verwechselte.

Dies zeigt sich deutlich in den Großkapiteln über Mohlers Zeit als Sekretär von Ernst Jünger und über die Kontakte mit Carl Schmitt: In keinem Fall war er so etwas wie Goethes Eckermann (am Kaffeetisch sitzend und glühend vor Glück die Gespräche notierend), sondern ein Gesprächs- und Briefpartner auf Augenhöhe, der sich ja zuletzt nicht scheute, Jüngers Frühwerk gegen den Autor öffentlich zu verteidigen (was zum Bruch mit Jünger führte).

Dies alles breitet Weißmann in seiner Biographie aus, und natürlich auch all die anderen, für uns bis heute so wichtgen Aspekte: Mohler rettete das Erbe der Konservativen Revolution, sezierte die Mechanismen der Vergangenheitsbewältigung, verfaßte elektrisierende Essays – wir pflegen sein Erbe zurecht, und zurecht sind viele, die sich – dem Zeitgeist folgend – über ihn erhoben und über ihn urteilten heute so richtig und ganz und gar vergessen …

+ Weißmanns Mohler-Biographie kann man hier für 19 € subskribieren (bis zum 30. April). Später kostet sie 22 €, erscheinen wird sie Mitte, Ende Mai.
+ Von der dreibändigen Mohler-Ausgabe, die wir 2001 und 2002 aufgelegt haben, sind Reste der Bände 1 und 2 noch erhältlich. Wir bieten sie günstig im Doppelpack für 24 € an (in Einzelbänden: 44 €). Bestellen Sie hier.
+ Mohlers Essay Gegen die Liberalen (mit einem Nachwort von Martin Lichtmesz) wird derzeit in 2. Auflage gedruckt. Informationen und eine Bestellmöglichkeit gibts hier.

dimanche, 20 mars 2011

The Enigma of American Fascism in the 1930s

The Enigma of American Fascism in the 1930s 
  
German American Bund rally in Madison Square Garden, NY, 1939

The Enigma of American Fascism in the 1930s

by Michael Kleen

Ex: http://www.alternativeright.com/

In the third decade of the Twentieth Century, as the Great Depression dragged on and the unemployment rate climbed above 20 percent, the United States faced a social and political crisis. Franklin Delano Roosevelt was swept to power in the election of 1932, forcing a political realignment that would put the Democratic Party in the majority for decades. In 1933, President Roosevelt proposed a “New Deal” that he claimed would cure the nation of its economic woes. His plan had many detractors, however, and at the fringes of mainstream politics, disaffected Americans increasingly looked elsewhere for inspiration.

Charles_Coughlin

Catholic priest and radio-personality Charles Coughlin’s Christian Front, the German American Bund, the Black Legion, and a variety of nationalist, anti-Semitic, and/or isolationist groups opposed to President Roosevelt, “Moneyed Interests,” and Marxism attracted over a million members and supporters during that decade. Collectively, these groups have long been considered to be a particularly American expression of the same type of fascism that swept Europe in the 1920s and 1930s. The application of the term “fascism” to such a wide variety of individuals and organizations has proved troublesome, however, and the historiography on the subject is conflicted. Did European-style fascism appeal to Americans? Could an “American fascism” have kept the United States out of World War 2?

In order to answer those questions, we must first determine what American fascism was and was not, and then we have to understand why these groups and individuals failed to form any kind of broad coalition against Roosevelt, the New Deal, or liberal democracy itself.

Depending on the historian, American fascism began either as a far-ranging, populist-inspired movement and later degenerated into a number of fringe groups and fanatics, or it began as an isolated phenomenon that lost credibility during the Second World War and simply disappeared. Its adherents either consisted of a wide spectrum of Americans, or of a few thousand recently naturalized immigrants and two or three intellectuals.

“In the United States there were all kinds of fascist or parafascist organizations,” Walter Laqueur asserted in Fascism: Past, Present, Future (1996), “but they never achieved a political breakthrough.”[i] A decade earlier, historian Peter H. Amann took an opposite track. “It seems clear that there were far fewer authentically fascist movements in Depression America than was thought at the time,” he argued.[ii] Conversely, Victor C. Ferkiss, writing in the 1950s, contended that American fascism “was a basically indigenous growth,” and that a broad fascist movement “arose logically from the Populist creed.”[iii]

According to Ferkiss, American fascism was defined as a movement that appealed to farmers and small merchants who felt “crushed between big business . . . and an industrial working class,” espoused nationalism in the form of isolationism, believed that authority came from popular will and not from “liberal democratic institutions” that had been corrupted by moneyed interests, and possessed “an interpretation of history in which the causal factor is the machinations of international financiers.”[iv] According to Peter Amann, all fascism (even the American type) was characterized by an opposition to Marxism and representative government, advocacy of a “revolutionary, authoritarian, nationalist state,” the presence of a charismatic leader and a militarized mass movement, and commonly (although not universally) racist and anti-Semitic views.[v]

These two divergent portrayals, one inclusive and one exclusive, mark the ends of the spectrum in regards to defining fascism in the United States during the 1930s. The former portrays fascism as a legitimate threat to the status quo, and the latter nearly calls its existence into question because so few groups actually fit this model.

American fascism’s cultural roots raise questions as well. Where did the members of these organizations come from? Did American culture encourage or condemn their growth? The data shows a complex picture. American fascism may have been encouraged by some aspects of American culture, but was vigorously condemned by others. The diversity of American interests made a unified fascism that posed a genuine threat to the social order nearly impossible. For instance, while the main constituency of Father Charles Coughlin’s movement was Irish Catholic,[vi] and the members of the German-American Bund mostly recent immigrants,[vii] the Black Legion of the Midwest was fiercely nativist and only accepted Protestants into its ranks.[viii]

What was it about American history and culture doomed openly fascist or fascoid movements? All historians, in their answers, point to our differing conceptions of individual liberty, suspicion of authority, and the commitment to republican government. “No country with a deeply rooted liberal or democratic tradition went fascist,” Peter Amann argued.[ix] For American intellectuals, Victor Ferkiss wrote, “fascism was by definition un-American.”[x] Even the openly racialist and white supremacist South overwhelmingly rejected any comparison to Nazi Germany, and denied it’s Ku Klux Klan had anything to do with fascism.[xi] It seemed that even while incorporating fascist elements, very few Americans openly advocated fascism according to the European model.

Victor C. Ferkiss was far more liberal in his assessment of American fascism than later historians. In his essays “Ezra Pound and American Fascism” (1955) and “Populist Influences on American Fascism” (1957), he attempted to link American fascist groups of the 1930s to the Populist movement of the 1890s, and he broadened the definition of fascism to include prominent aspects of Populism in the United States.

Ezra Pound, American expatriate, poet, and supporter of Benito Mussolini, was the lynchpin of Ferkiss’ argument for an inclusive definition of American fascism. Pound’s ideas, in the widest sense, mirrored those of others in the United States who were known as fascists by their detractors. Ferkiss justified his application of the term by arguing that those individuals and groups “espouse sets of beliefs which have more in common with one another and with European fascism than they do with any other broad area of political thought.”[xii] He listed Huey Long, Gerald L. K. Smith, Father Charles E. Coughlin, and Lawrence Dennis as among those individuals, regardless of how few commonalities their ideas they may have actually shared with European fascist thought.

With this list in hand, Ferkiss held Populism directly responsible for these individual’s fascist tendencies. “American fascism had its roots in American populism,” he declared. “These populist beliefs and attitudes form the core of Pound’s philosophy, just as they provide the basis of American fascism generally.”[xiii] His definition of American fascism followed from that broad interpretation of the commonalities of American fascist thought, even though he acknowledged some fundamental differences. Ezra Pound’s “main divergence from [Lawrence] Dennis is the emphasis which, along with Father Coughlin and Huey Long, he places on the role of finance capitalism as a direct cause of war,” he explained. “For Pound, democracy is a sham.”[xiv]

Ferkiss argued that American fascists viewed the American Revolution as a revolt against the international banking system of England, and that “Mussolini’s objectives are those of Thomas Jefferson,” in his effort to free his country from the power of banks and usury.[xv] That focus on the fascist powers of Europe as defenders of money reform lent to their American supporter’s isolationism, but Ferkiss failed to take into account that approval or agreement does not directly translate into political imitation.

As for the constituency of American fascism, Ferkis argued that “the America First Committee provided the culture in which the seeds of American fascism were to grow.” The AFC was predominantly made up of Midwesterners and a few prominent businessmen, but also had chapters in large Eastern and Western cities. While the AFC was not overtly fascist, “a considerable portion of its chapters were dominated by fascists or their friends,” Ferkiss explained.[xvi] Ezra Pound was also a Midwesterner, having been born in Idaho. He later took a teaching job in Indiana, but he was let go for being “too European” and “unconventional.”[xvii] He emigrated to Europe shortly thereafter.

German_American_Bund

Written at the same time as Victor Ferkiss’ essays, Joachim Remak’s article “'Friends of the New Germany': The Bund and German-American Relations” (1957) chronicled the nearly universal American reaction against one of the few American fascist groups to consciously model itself after and receive direct inspiration from a European fascist regime: the German-American Bund. Even though the German government forbid its citizens from becoming members of the Bund, and requested that the Bund cease using National Socialist emblems in 1938, most Americans still believed the organization was a foreign entity. “The Americans on its rolls were all of them recent immigrants” from Nazi Germany, Remak explained. “German-Americans had no use for the Bund… the president of the highly conservative Steuben Society called on the [German] embassy to say that his group felt compelled to issue a public repudiation of the Bund.”[xviii]

Remak argued that the German-American Bund, rather than appealing to some broad pro-fascist sympathy in the United States, only harmed relations with National Socialist Germany by demonstrating to Americans the nature of European fascism. “Naziism, with its brutality and its suppression of basic liberties and decencies, could hold no greater appeal for the German-Americans than for the rest of the nation,” he argued.[xix] The rejection of an explicitly fascist organization by those Americans who Victor Ferkiss believed made up the core of ‘American fascism’ is instructive.

Along the same lines, Leland V. Bell, in his book, In Hitler's Shadow: the Anatomy of American Nazism (1973), argued that the real supporters of fascism in the United States were few and far between. In the 1930s, the Nazi party’s pleas for money from American contributors like Henry Ford and the Ku Klux Klan fell on deaf ears. Teutonia, one of the first pro-Nazi groups in the United States, numbered less than one hundred members in 1932, and the typical members of those groups were “young, rootless German immigrants,” and “arrogant, resolute, fanatics.”[xx] When Heinz Spanknoebel formed the Friends of the New Germany in July 1933, “a storm of public protest” greeted them. Four months later, Spanknoebel, like Ezra Pound had earlier, fled the United States.[xxi] The Friends of the New Germany failed to attract significant support from German Americans, who by that time “were accepted, respected citizens and easily assimilated into American life,” Bell explained.[xxii]

In 1936, Fritz Kuhn, a naturalized American citizen who had served in the German army during the First World War, became head of the organization. He renamed it the German-American Bund to attract more American nationals. Most of the constituency of the Bund was made up of recent German immigrants, however, despite Adolf Hitler having banned German citizens from becoming members of the organization. In contrast to Victor Ferkiss’ claim that supporters of American fascism were predominantly rural, the Bund was an urban lower-middle-class movement.[xxiii]

 

It is clear from Joachim Remak and Leland Bell’s analysis of the German-American Bund that Americans were generally suspicious of overtly fascist groups along the European model. Even the ethnic Germans who had established themselves in the Midwest as farmers and craftsmen, who generally supported isolationism before both World Wars, were not sympathetic to the anti-Democratic, outspokenly pro-Hitler Bundists.

One of the intellectual proponents of American fascism mentioned by Victor Ferkiss was Seward Collins, editor and publisher of the journal American Review. In his article “Seward Collins and the American Review: Experiment in Pro-Fascism, 1933-37” (1960), historian Albert E. Stone argued that Collins’ attempts to “define fascism and apply it to American life” not only produced nothing but controversy, but also undermined his project by alienating his supporters.

Seward Collins’ definition of fascism was unique compared to those covered thus far. According to Stone, Collins amalgamated four schools of thought—two English and two American—which he trumpeted in the American Review: Distributism, Neo-Scholasticism, Humanism, and Southern Agrarianism. Stone explained, “Where these four bodies of thought converged, Collins believed, could be found a definition of fascism which should be offered to thoughtful Americans.”[xxiv] For Seward Collins, fascism meant an end to parliamentary government, but not necessarily an end to democracy. Instead of a president, the head of state would be a monarch― “A strong man at the head of government,”[xxv] which would be coupled by nationalism undivided by rival oppositions.

Collins asserted that the essence of fascism was “the revival of monarchy, property, the guilds, the security of the family and the peasantry, and the ancient ways of European life.”[xxvi] However, that conception of fascism seemed to be a Collins’ own invention and was certainly far afield from the views of Ezra Pound or the German-American Bund. Also, Collins’ espoused anti-Semitism “bore virtually no trace of racial superiority.” He wished to exclude Jews from his fascist state only because they represented social and political rivals, as well as potential dissenters. There was no place in his mind for ideas of Nordic racial superiority, which he called “nonsense.”[xxvii] That would also distinguish him from organizations like the Black Legion and the German-American Bund.

According to Albert Stone, Collins’ views on monarchy and nationalism ultimately alienated one of his important constituencies in the United States, Southern Agrarians. “Southern Agrarians opposed in theory a strong central government,” Stone explained. They were also suspicious of nationalism, deeply isolationist, and “welcomed regional, social and racial differences as healthy manifestations of time, place and tradition.”[xxviii] During a January 1936 interview with the pro-communist magazine FIGHT, Seward Collins colorfully explicated his desire for a monarchy and a return to a medieval society, disparaged liberal education, and voiced admiration for Hitler and Mussolini.

Almost immediately after the interview was published, the American Review’s Southern Agrarian writers left in protest. The Distributists also distanced themselves. Herbert Agar, a prominent member of that bloc, stated, “I would die in order to diminish the chances of fascism in America.”[xxix] The American Review ceased publication in 1937. In the end, it seemed that the majority of Seward Collins’ contributors wanted nothing to do with his views.

 

In “Vigilante Fascism: The Black Legion as an American Hybrid” (1983) and “A 'Dog in the Nighttime' Problem: American Fascism in the 1930s” (1986), Peter H. Amann argued for a narrow definition of fascism that held closely to the European model and therefore excluded most American groups. Instead, he employed the terms “protofascist” or “fascoid” to describe American organizations that embraced certain aspects or appearances of fascism, but failed to develop into mature fascist political movements.

One such group was the Black Legion, a secret offshoot of the Midwestern Ku Klux Klan. An Ohioan named Dr. William Jacob Shepard formed the Legion during the late 1920s, but never intended the group to take on a life of its own. He was a Northerner who idolized the old South, and he “spouted, and apparently believed, the most rotund platitudes about southern chivalry.”[xxx] He was also a baptized Catholic who hated Catholics, and a doctor who did not shy away from violence.

His Black Legion donned black robes instead of white and held secret initiation rituals. “They were asked to endorse the standard nativist anti-immigrant, anti-Negro, and anti-Catholic positions,” Amann explained, and “pledge support to lynch law.”[xxxi] Initiates were often coaxed or deceived into coming to meetings, and then threatened with death if they did not join.[xxxii] The membership of the Legion was spread across Ohio, Indiana, Michigan, and parts of Illinois, and the majority of members were urban and working class.[xxxiii]

The Black Legion became more violent and more revolutionary as time went on, bringing them closer to the European fascist model. Bert Effinger, their defacto leader during the 1930s, even planned “to kill one million Jews by planting in every American synagogue during Yon Kippur time-clock devices that would simultaneously release mustard gas.”[xxxiv]

Amann argued that the secretive nature of the group prevented them from becoming an effective organization. They were powerful in some ways, but their secrecy made it impossible for them to appeal to a mass audience. No one outside of their organization knew they existed—not even their enemies—so fear and intimidation became a useless tactic. They attempted to create front organizations to infiltrate established political parties but, ultimately, “by pretending to be mere Republicans, Legionnaires ended up acting as mere Republicans.”[xxxv]

Despite their failure, the Black Legion did share many characteristics with European fascist groups. According to Amann, they shared many of the same hatreds, revolutionary goals, and dictatorial tendencies. However, their initiation ceremonies, because of their ultra secrecy, never held the same weight as the mass rallies and rituals of European fascists. Also, the Legion’s nativism was patriotic in a crucial way: the American system may have been corrupt, but there was no alternative to the Constitution or the Republic. Their goal was only to purify the current system, not overthrow it. The history of the Black Legion ultimately shows, Amann argued, that “vigilante nativism and revolutionary-fascism were fundamentally incompatible.”[xxxvi] Additionally, he concluded, “by no stretch of anyone’s imagination can the Black Legion under Dr. Shepard be described as fascist. His Night Riders were to fascism what the Shriners are to Islam.”[xxxvii]

Similarly, the ultra-patriotic societies of the 1930s that evolved into the America First Committee, which Victor Ferkiss believed provided the cultural basis for American fascism, lacked the same crucial ingredients as their alleged European counterparts. “Whatever emphasis prevailed,” Amann explained, “there was never any thought of attacking the American constitutional system, the incumbent politicians, or the two major parties. Nor was there any attempt at mass mobilization.” The Ku Klux Klan, for example, never formed a political party or sought to change the political or economic system of the United States. Therefore, Amann concluded, “the overlap between American nativism and the European type of fascism is… more apparent than real.”[xxxviii]

The nature of these diverse groups also prevented them from working together to present a united front. “The nativist inheritance included… a divisive traditional anti-Catholicism that led the Black Legion to plant explosives in Father Charles Coughlin’s shrine rather than to seek him out as a potential ally,” Peter Amann pointed out.[xxxix] Additionally, genuinely fascist groups like the German-American Bund, with their “aping” of European fascist models, had their patriotic credentials routinely called into question. “It became obvious that in the United States such a nationalism could not be imported from abroad without looking both foolish and unpatriotic,” Amann argued.[xl] A genuine American fascism appealed to very few Americans in the 1930s, and every protofascist organization fell apart the more violent and overtly fascist in appearance and action it became.

In his book Hoods and Shirts: the Extreme Right in Pennsylvania (1997), Philip Jenkins tackled the problem of American fascism from a different angle. He argued that fascism was “polychromatic rather than monotone,” and embraced a spectrum of beliefs across Europe that was also reflected in the United States.[xli] If historians were not hesitant to label such diverse groups as Na Léinte Gorma in Ireland and the Croatian Ustashi (who were lead by church figures and clergymen) as fascist, he reasoned, then they should not be hesitant to label an organization like Father Coughlin’s Christian Front in the same manner.

However, the issue is complicated by the fact that fascist groups in the United States hesitated to call themselves as such. “The organizations most enthusiastic about European Nazism or fascism rarely included these provocative terms in their titles,” he explained. Most often, “Christian” and “Nationalist” were substituted instead because their appeal to American patriotism precluded foreign ideologies. In his own words, “a denial of fascism was phrased as part of a general rejection of any foreign theories.”[xlii]

Father Coughlin’s Christian Front was one of the primary organizations profiled in Hoods and Shirts. According to Jenkins, the Christian Front was founded on “traditions of Irish nationalism” and “anti-British feeling.”[xliii] Although Coughlin himself broadcast his radio messages from Michigan, the Front’s membership was heavily Irish and centered in large cities such as New York, Chicago, Baltimore, Cleveland, Boston and Philadelphia. Jenkins described Father Coughlin as akin to Spanish Nationalist leader Francisco Franco, to whom Coughlin had given moral support during the Spanish Civil War.

 

Coughlin’s movement linked Jews with communism and saw the Spanish Civil War as a war between good and evil. “Sympathy for Jews was indistinguishable from providing aid and comfort for Communist subversion,” Jenkins explained. The Christian Front allied itself with an assortment of groups, including the German-American Bund, in support of attacks on Jewish synagogues and businesses.[xliv] These activities, along with some outspoken statements in favor of Adolf Hitler, led to the arrest of dozens of movement members. Not all Irish Catholics supported those activities. After one particularly violent incident, an Irish Catholic magistrate “accused the Coughlinites of attempting to spread ‘European’ conditions in Philadelphia.”[xlv] Other Catholics regularly denounced Coughlin in newspapers and journals.[xlvi]

The Christian Front did welcome members from other backgrounds, as evidenced by its willingness to work together with Bund members as well as Italian-Americans. “In New York City over half of all Catholic clergy serving predominantly Italian parishes demonstrated sympathy for the Fascist cause and thus cooperated with the emerging Front,” Jenkins explained.[xlvii] African-American anti-Semites, especially those involved with Black Muslim sects, also attended gatherings and supported Front anti-Jewish activities. Some African Americans in large cities saw Jews as “exploitative landlords and grasping merchants,”[xlviii] which echoed the crusade against “moneyed interests” that was so central to Victor Ferkiss’ definition of American fascism.

As the Second World War broke out in Europe, the Christian Front faced increasing public opposition, as well as persecution by the FBI. Jenkins concluded that both its supporters and its enemies exaggerated the impact of the movement, but it represented one of the only fascoid groups in the United States during the 1930s to have been genuinely domestic in origin. “Of all the activist groups,” he argued, “this had perhaps the greatest potential to become a genuine mass movement around which others could coalesce.”[xlix] Even still, like every other American group on the far right, the political movement it sought to inspire fizzled out when the United States entered the war.

The historical record is very clear. The range of individuals and organizations surveyed by Victor Ferkiss, Peter Amann, and Philip Jenkins all show a similar arch: a steady rise in popularity followed by radicalization, which then ran up against resistance when the group’s activities were exposed. The end result was the rapid dissolution of the organization or the exile of the individual. By 1941, no one who openly came out as being supportive of fascism survived very long in the public eye.

Although a certain cultural undercurrent was needed in order to support the existence of these groups, that cultural undercurrent was undermined by the American democratic tradition they sought to oppose. It seems that, at least in the atmosphere of 1930s America, one could not be both a fascist in any meaningful sense of the word and also be supported by the majority of Americans who saw fascism as a threat to their liberal democratic institutions. The experiences of groups such as the German-American Bund, the Black Legion, Father Coughlin’s Christian Front, and individuals like Seward Collins and Ezra Pound seem to confirm that fascism was by definition a fundamentally “European” phenomenon.



[i] Walter Laqueur, Fascism: Past, Present, Future (New York: Oxford University Press, 1996), 17.

[ii] Peter H. Amann, “A 'Dog in the Nighttime' Problem: American Fascism in the 1930s,” The History Teacher 19 (August 1986): 574.

[iii] Victor C. Ferkiss, “Populist Influences on American Fascism,” The Western Political Quarterly 10 (June 1957): 350, 352.

[iv] Ibid., 350-351.

[v] Amann, 560.

[vi] Ibid., 574.

[vii] Leland V. Bell, In Hitler's Shadow: the Anatomy of American Nazism (Port Washington, NY: Kennikat Press, 1973), 21.

[viii] Peter H. Amann, “Vigilante Fascism: The Black Legion as an American Hybrid,” Comparative Studies in Society and History 25 (July 1983): 496.

[ix] Amann, “A ‘Dog in the Nighttime Problem”: 559.

[x] Ferkiss, “Populist Influences on American Fascism”: 350.

[xi] Johnpeter Horst Grill and Robert L. Jenkins, “The Nazis and the American South in the 1930s: A Mirror Image?,” The Journal of Southern History 58 (November 1992): 688.

[xii] Ferkiss, “Ezra Pound and American Fascism”: 173-4.

[xiii] Ibid., 174.

[xiv] Ibid., 186.

[xv] Ibid., 190.

[xvi] Ferkiss, “Populist Influences on American Fascism”: 367-8.

[xvii] Ferkiss, “Ezra Pound and American Fascism”: 175.

[xviii] Joachim Remak, “'Friends of the New Germany': The Bund and German-American Relations,” The Journal of Modern History 29 (March 1957): 40.

[xix] Ibid., 41.

[xx] Leland V. Bell, In Hitler's Shadow: the Anatomy of American Nazism (Port Washington, NY: Kennikat Press, 1973), 7.

[xxi] Ibid., 13.

[xxii] Ibid., 15-16.

[xxiii] Ibid., 21.

[xxiv] Albert E. Stone, Jr., “Seward Collins and the American Review: Experiment in Pro-Fascism, 1933-37,” American Quarterly 12 (Spring 1960): 6.

[xxv] Ibid., 7.

[xxvi] Ibid., 9.

[xxvii] Ibid., 12.

[xxviii] Ibid., 13.

[xxix] Ibid., 17.

[xxx] Peter H. Amann, “Vigilante Fascism”: 494.

[xxxi] Ibid., 496.

[xxxii] Ibid., 498.

[xxxiii] Ibid., 509.

[xxxiv] Ibid., 512.

[xxxv] Ibid., 515.

[xxxvi] Ibid., 524.

[xxxvii] Ibid., 501.

[xxxviii] Peter H. Amann, “A 'Dog in the Nighttime' Problem”: 562.

[xxxix] Ibid., 567.

[xl] Ibid., 569.

[xli] Philip Jenkins, Hoods and Shirts: the Extreme Right in Pennsylvania, 1925-1950 (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1997), 27.

[xlii] Ibid., 25-26.

[xliii] Ibid., 166.

[xliv] Ibid., 173.

[xlv] Ibid., 174.

[xlvi] Ibid., 187-8.

[xlvii] Ibid., 183.

[xlviii] Ibid., 185.

[xlix] Ibid., 191.

Michael Kleen

Michael Kleen

Michael Kleen is the Editor-in-Chief of Untimely Meditations, publisher of Black Oak Presents, and proprietor of Black Oak Media. He holds a master’s degree in American history and is the author of The Britney Spears Culture, a collection of columns regarding issues in contemporary American politics and culture. His columns have appeared in various publications and websites, including the Rock River Times, Daily Eastern News, World Net Daily, and Strike-the-Root.

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vendredi, 04 mars 2011

Le nationalisme corse bascule massivement à droite

Le nationalisme corse bascule massivement à droite

abb10_gr.jpgBREIZATAO – CORSICA (19/02/2011) L’IFOP a publié en 2008 une étude très intéressante sur les glissements politiques en cours en Corse au sein de la mouvance nationaliste. Constat le plus frappant: la nouvelle génération se tourne résolument vers un nationalisme de droite affirmée.

On apprenait ainsi qu’en 2008 près d’un Corse sur dix se disait proche d’un parti politique nationaliste (11,6%). Tendance ayant augmenté après ce sondage et caractérisé par le triomphe des élus nationalistes aux scrutins récents.

Quand on demande aux Corses de quel parti politique français ils se sentent le plus proche ou le moins éloigné, 39,7% répondaient en citant une formation de gauche contre 50,6% pour les Français.

Le portrait socio-démographique du nationalisme corse: surreprésentation des jeunes

Il démontre une plus forte présence masculine avec 52% d’hommes alors qu’ils représentent 48% de la population insulaire.

Fait très marquant, les rangs nationalistes sont marqués par un grand nombre de jeunes, près du double de leur nombre moyen au sein de la population. Ainsi alors que les moins de 35 ans représentent 25% de la population, ils sont 35% chez les sympathisants nationalistes.

Les professions surreprésentées sont les professions indépendantes (artisans, petits patrons) et notamment les agriculteurs.

Les sympathisants nationalistes sont légèrement plus présents dans les villages ou villes moyennes (de 2000 à 20 000 habitants).

Les opinions des nationalistes corses : refus de l’immigration

Les sympathisants nationalistes corses estiment à 83% contre 55% pour la moyenne insulaire que les attentats ont permis d’éviter le bétonnage des côtes. C’est un soutien massif en faveur de l’action clandestine.

Les nationalistes corses et leurs sympathisants estiment à 75% (contre 53% pour les Français) qu’il y a trop d’immigrés en France. C’est donc une opinion partagée par les 3/4 des sympathisants nationalistes corses. Le mythe d’un nationalisme corse de gauche est une pure vision de l’esprit et ne se réduit qu’à une partie de la génération précédente.

Les sympthisants nationalistes sont en outre massivement favorable à la libéralisation de l’économie et au recul de l’état dans celle-ci avec 87% d’opinions favorables. Ils sont 63% en France.

Jean Marie Le Pen recueille massivement la sympathie des nationalistes corses

Dans le cas d’une élection présidentielle, seuls 14% des sympathisants nationalistes corses choisiraient  Olivier Besancenot, Gérard Schivardi, Arlette Laguiller ou José Bové. Ils sont 32% à choisir Jean Marie Le Pen.

L’indépendance cède la place à l’identité et l’autonomie

Fait intéressant, la vieille génération issue de 68 dotée du logiciel marxiste anti-colonial cède la place à une nouvelle largement tournée vers la défense de l’identité. Seuls 41% des nationalistes corses et de leurs sympathisants veulent l’indépendance de leur île.

lundi, 03 janvier 2011

Guillaume Faye dit tout...

 

Guillaume Faye dit tout...

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mardi, 28 décembre 2010

Dominique Venner: un maestro para el euroculturalismo

Dominique Venner: UN MAESTRO PARA EL EUROCULTURALISMO

Ex: http://urkultur-imperium-europa.blogspot.com/

 

Sebastian J. Lorenz
Con buen criterio, Áltera ha publicado el excelente ensayo histórico “Europa y su destino” de Dominique Venner, que viene a cubrir un vacío en el mundo editorial español, si exceptuamos la edición de “Baltikum” (la historia de los cuerpos francos). Venner es seguramente, junto a Thiriart, el padre de un nuevo europeísmo revolucionario y uno de los primeros maestros de la “Nouvelle Droite” francesa, y del pensador galo Alain de Benoist. Pero echemos un vistazo a su vida y su obra.
Miembro del movimiento “Jeune Nation”, Venner abogó desde el principio por la creación de una organización nacionalista europea y revolucionaria. En 1962 escribe su famoso ensayo “Pour une crítique positive” (1962) y se convierte en uno de los principales inspiradores de la “Féderation d´Etudiants Nationalistes” (FEN), organización en la que un joven Alain de Benoist publica sus primeros ensayos filosóficos. En 1963 Venner funda el grupo “Europe Action” que Alain empieza a frecuentar. El encuentro entre el veterano y la joven promesa será decisivo y se materializará en un nacionalismo europeísta, antiliberal y anticristiano.
El impacto de este ensayo en el ámbito del nacional-europeísmo francés, limitado hasta entonces al nacional-comunitarismo de Jean Thiriart- debió ser tremendo. La reflexión intelectual y filosófica, hasta el momento despreciada por el nacionalismo europeo, más proclive a la acción que a la meditación, será la fuente de inspiración para la creación del GRECE (Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne). El nacional-europeísmo de Venner será determinante en la formación –y posterior evolución– de toda una generación de pensadores europeístas, cuyos tempranos escritos se mueven entre la ética nacionalista y la identidad étnica pero, gracias al influjo de Venner, este nuevo nacionalismo europeo se desprende del romanticismo decimonónico, del historicismo eurocéntrico y del universalismo modernista, para reclamar la prioridad identitaria de una Europa superior –en términos civilizatorios- etnoculturalmente.
En el citado ensayo, Venner establece los principios básicos de una nueva estrategia metapolítica: la necesidad de una nueva elaboración doctrinal y el desplazamiento del combate hacia la lucha ideológica y cultural. Algunos cronistas han comparado la obra de Venner con el “¿Qué hacer?” de Lenin, afirmando que en determinados aspectos de autocrítica, estrategia política y doctrina, supone un auténtico “giro leninista”, que los neo-revolucionario-conservadores europeos adoptará en lo sucesivo. ¿No son conocidos los autores de la “Konservative Revolution” alemana como los “trotskistas” del totalitarismo de entreguerras?
Dentro de esta dinámica, Venner constituye en 1966 el “Mouvement Européen de la Liberté”. El fracaso de todas estas iniciativas políticas impulsó el movimiento de “Europe Action”, ya planteado como una fracción intelectual nacida de la derrota política, que no ideológica. A principios de la década de los 70 del siglo pasado, Venner abandona toda actividad política, centrándose en la elaboración ensayística, especialmente en la investigación histórica.
La estrategia de “purificación doctrinal y cultural”, siguiendo las pautas de un “gramscismo de derecha”, resituará el centralismo nacionalista en un nuevo proyecto revolucionario-conservador europeo. Frases como “la unidad revolucionaria es imposible sin unidad de doctrina” o “la revolución es menos la toma de poder que su uso en la construcción de una nueva sociedad”, serán las aspiraciones metapolíticas de esta corriente de pensamiento, cuya estrategia asumirá la vía de la lucha de las ideas para conseguir, primero, el poder cultural, y, posteriormente, la hegemonía política y la transformación social.
El pensador francés lanzará en su famoso “Manifeste” una serie de consignas anticapitalistas, anticomunistas y anti-igualitarias, en las que expresa la trascendencia y la necesidad de retomar una perspectiva europea del nacionalismo francés, con el objetivo de alcanzar “la reconstrucción de Francia y Europa”. Esa idea de regeneración europea estará presente en toda su obra posterior, como lo demuestra la publicación en 2002 de “Histoire et tradition des Européens: 30.000 ans d´identité” y en 2006 del compendio “Le Siécle de 1914. Utopies, guerres et révolutions en Europe au Xxe siécle”. Desde 2002 Venner dirige la “Nouvelle Reveu d´Histoire”.
Venner coincidirá –en vínculos y objetivos- con Jean Mabire en la realización de una síntesis del oxímoron “revolución-conservación”. Mabire dirá que “toda revolución es, antes que nada, revisión de las ideas recibidas”, en la creencia de “que los reaccionarios, es decir, aquellos que reaccionan, son obligatoriamente revolucionarios”. Es, en definitiva, el segundo acto de una “Revolución Conservadora Europea”. Y a ello consagrarán su vida y su obra una serie de pensadores europeos para quienes Venner ha sido un referente ideológico fundamental. Paganismo, europeismo, socialismo, tradicionalismo y etnoculturalismo, consignas para una transmodernidad del siglo XXI.
La primera y agradable impresión al leer el libro “Europa y su destino”es el sorprendente conocimiento que Venner tiene de la historia de España y, en especial, de la obra filosófica de nuestro Ortega y Gasset. El documento parte de una idea temporal: el siglo del 14, símbolo de la catástrofe europea derivada del primer acto de la gran guerra civil europea, fecha que marca a toda una “generación de combate” –como las califica el propio Ortega- o Frontgeneration. En España la “generación de la re-generación” será la del 98, con Miguel de Unamuno como máximo exponente, un grupo de intelectuales que pretendían salvar el declive de España a través de Europa, y a este movimiento le sucedería la llamada “generación del 14”, en la que se encuadra el propio Ortega -como señaló Robert Wohl-, el cual tuvo una especial relación y vinculación con los autores de la Konservative Revolution alemana. La gran guerra provocó el deseo de crear nuevos valores y derribar y abandonar los ya caducos entre los inútiles escombros del conflicto bélico (la modernidad). El viejo continente había perdido su “orden europeo” (Venner), la “capacidad de mando civilizadora” (Ortega), dejando un tremendo vacío, pero resurgiendo con fuerza una nueva idea, la recuperación de la identidad europea. Y a ello se dedica Venner en su libro, pero ya no cuento nada más, hay que comprarlo y leerlo.