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dimanche, 30 janvier 2011

?Etnocentrismo o etnopluralismo? Simplemente... Eurocentrismo

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¿Etnocentrismo o Etnopluralismo?
SIMPLEMENTE … EUROCENTRISMO
Sebastian J. Lorenz
No se trata de reproducir aquí el famoso debate entre el filósofo Alain de Benoist y el islamófobo Guillaume Faye, entre un etnopluralismo a la deriva que se ha desviado hacia el muticulturalismo pan-tercermundista y un etnonacionalismo eurocéntrico y monocultural, heterogeneidad contra homogeneidad, pero merece la pena recordarlo. Ésta es una aproximación a la tarea de superación tanto del diferencialismo biológico como del etnismo pluricultural, abogando por la aceptación de una “diversidad etnocultural”, pero ojo, no sólo hacia fuera de Europa sino, sobre todo, hacia una introspección de la riqueza histórico-cultural europea. A esto se le debería llamar “transeuropeísmo”, un término que evoca imágenes y conceptos revolucionarios, como transgresión de la modernidad, transformación de la realidad, transportación a los orígenes, transversalización de la europeidad. Aunque yo prefiero hablar de Urkulturalismo europeo, como un renacimiento de la cultura europea originaria en el sentido paleoeuropeo de la sabiduria del völk. Y tomamos Europa, no como el centro del mundo, sino como el núcleo de nuestros sentimientos: por esa razón, valoramos un etnopluralismo centrípeto (hacia dentro de los pueblos de Europa) y un etnocentrismo centrífugo (hacia afuera, respecto al resto del mundo).
El etnocentrismo es la concepción tribal y cerrada de un grupo, según la cual éste es el centro del mundo y punto referencial de valoración que identifica los ideales, los valores y las normas con el propio etnos, asumiento conductas discriminatorias o de rechazo contra los principios de otros grupos extraños. La psicología etnocéntrica se justifica a través de una serie de deformaciones aparentemente racionalizadas que, siguiendo a Pareto, reducen y humillan al grupo adverso a la posición simbólica del mal. Es el-grupo-de-nosotros frente a los-grupos-de-los-otros. Posiblemente haya sido así en la Europa de la edad moderna hasta 1945, pero la situación se ha invertido.
Las culturas superiores, humanísticas o técnicas, siempre han intentado imponer sus propios valores e instituciones, ya sea mediante el uso de la fuerza o de la razón, en términos de guerra o colonización, imperio o civilización. En el caso de Europa, en su peor versión “occidentalista”, se justifica el eurocentrismo con paradigmas o principios éticos que proclaman beneficios universales a cambio de una hegemónica superioridad. Esta visión provinciana –compartida desde Weber a Habermas- sobrevivió hasta el fin de la modernidad, coincidiendo con la pérdida de centralidad de Europa en el mundo. Pese a esta evidencia, la civilización europea ha seguido demonizándose con acusaciones de explotación y destrucción de las otras culturas para su beneficio propio, mientras los europeos sentimos un aburguesado sentimiento de culpabilidad hibridado con un falso altruismo paleo-cristiano que permite –y presume de ello- la creación de auténticos enclaves extra-europeos en nuestro viejo continente, como si se tratara de una compensación por nuestras injusticias históricas. Se hacía necesaria, pues, una reinterpretación de la etnicidad europea.
En tal proceso revisionista, Alain de Benoist abandonó progresivamente el diferencialismo biológico para adoptar un etnopluralismo que permitía reivindicar la identidad étnica europea en defensa tanto de su diversidad cultural, como del respeto a las identidades de los otros pueblos. Posteriormente, sin embargo, se produjo un giro radical con la aceptación del multiculturalismo, el tercermundismo y el asimilacionismo-integracionismo inmigratorio. Esto se llama “angelismo islámico”. Este cambio no lo entendieron, por ejemplo, ni Guillame Faye, ni tampoco Robert Steuckers, Pierre Vial o Pierre Krebs. El reconocimiento de una heterogeneidad étnica en Europa y el resto del mundo no debía cuestionar la homogeneidad biocultural europea. El derecho de las minorías a la diferencia no puede identificarse con la utopía de una Europa multicolor deseada por las ideologías igualitarias como el cristianismo y la doctrina de los derechos humanos. Así lo han entendido los grupos identitarios europeos, aunque el díscolo Faye, llevando al extremo su obsesiva islamofobia, busque ahora una alianza entre gentiles e israelitas.
El multiculturalismo no es sino una débil respuesta al fracaso del modelo USAmericano de integración social y racial de las diferencias conocida como melting pot, que luego ha querido exportarse a la pluriétnica Europa, como si fuera un “crisol de pueblos y culturas”. No puede admitirse sin debate la inmigración colectiva –desplazamiento masivo de poblaciones alógenas por diversos motivos socioeconómicos o ideológicos-, ni por motivos de invasión cultural o confesional (el caballo de Troya del Islam), ni por motivos de expansión comercial (las mafias asiáticas), ni por motivos de complejo post-colonial (la leyenda negra hispanoamericana), como les gustaría a los partidarios multiculturalistas de la “Internacional del Arco Iris”. Por el contrario, nada debe oponerse a la inmigración individual por motivos políticos o profesionales.
Pero el camino hacia el etnopluralismo europeo no se encuentra en la “asimilación” de los grupos inmigrantes extra-europeos (que presupone la superioridad de los patrones culturales de la mayoría dominante), ni en la “integración” (que supone la extensión de esos patrones a todas las minorías), ni tampoco en la “segregación” (que implica un reconocimiento de la auto-guetización). Precisamente, el multiculturalismo (ahora se habla ya de interculturalismo, ese moderno “interactuar entre culturas”) es una fuerza divisoria que perpetúa la escisión de la sociedad en grupos étnicos y constituye un factor de disgregación social.
Una sociedad europea regida por la comunicación, el intercambio y la convivencia entre las diversas culturas, como quiere Alain Toraine, es una utopía. Algo mejor es la propuesta de Jürgen Habermas: los derechos culturales de las minorías no pueder ser considerados derechos colectivos, sino individuales, garantizándolos al ciudadano, no al grupo por su adscripción étnica, cultural, confesional o sexual. Como dice Alberto Buela, el multiculturalismo es una trampa que sólo persigue la fusión cultural en el seno del mercado global. Al final, el multiculturalismo equivale a transformar el derecho a la diferencia en un ordenado deber de integración en otra identidad supuesta o impuesta, lo que, según Taguieff, acaba convirtiéndose en un peligroso “multirracismo” pues, contrariamente a lo que pretendía, provoca el “etnocidio” de las minorías culturales.
Bastante tiene Europa con acabar con sus agotadas naciones históricas, reconocer los derechos de sus propias etnias y sentar las bases para su re-unificación, pero hay que repensar el futuro caos étnico que supondrá la implosión de las comunidades árabes, bereberes, turcas, chinas, indias, latinoamericanas, etc, cada vez más numerosas y prolíficas. ¿Qué pasó con las migraciones tribales célticas, itálicas y germánicas? Que se fundieron por toda Europa por su parentesco biocultural indoeuropeo. ¿Que pasó con los emigrantes portugueses, españoles, italianos, polacos, rumanos, hacia el norte y el centro europeo en épocas recientes? Lo mismo. ¿Qué separa a un danés de un aragonés? Con mucho, el color del pelo o de los ojos.
¿Y qué separa a un gentleman inglés de un musulmán, un hindú o un peruano? Una forma de ser y convivir del “homo europeus”, incluso de combatir entre sí, que ha levantado un “nivel europeo” inalcanzable para otras culturas. Y un dato revelador: si el islam, la negritud, el criollismo, la indianidad, se reivindican precisamente frente a la europeidad, nosotros sólo podremos reencontrar nuestra perdida identidad comunitaria negando la suya en nuestro territorio, primero, y reconociéndola en el suyo, posteriormente. Eurosiberia contra Eurabia, para Faye; la nación Europa hasta Vladivostok de Thiriart; el eje París-Berlín-Moscú de Benoist.
El sociólogo y politólogo Robert Putnam, que ha estudiado las relaciones interétnicas en los USA, ha constatado que las redes que ligan a los miembros de una sociedad y las normas de reciprocidad, confianza y convivencia que derivan de las mismas tienden a desaparecer cuanto más se incrementa la diversidad étnica y cultural. Una verdad de perogrullo. Y terminamos con la conclusión de este “progresista” que contiene un doble rechazo digno de reflexión: «Sería una lástima que un progresismo “políticamente correcto” negara la realidad del desafío que constituye la diversidad étnica para la solidaridad social. Y sería igualmente lamentable que un conservadurismo ahistórico y etnocéntrico se negara admitir que ese desafío es a la vez deseable y posible.»

An Internal Clash of Civilizations

An Internal Clash of Civilizations

Dominique Venner

Ex: http://www.counter-currents.com/

Translated by Greg Johnson

History does not move like the course of a river, but like the invisible movement of a tide filled with eddies. We see the eddies, not the tide. Such is the present historical moment in which Europeans and the French live. The contradictory eddies of the present hide from them the inexorable tide of a clash of civilizations in their own lands.

Since 1993, Samuel Huntington has distinguished with rather remarkable prescience, one of the most important new phenomena of the post-Cold War era. His thesis of the “clash of civilizations” provoked indignant reactions and sometimes justified criticisms.[1] However, what he predicted is being slowly  confirmed by reality. In substance, Huntington predicted that, in the post-Cold War era, the distinctions, conflicts, or solidarity between powers would no longer be ideological, political, or national, but above all civilizational.

Is the “clash of civilizations” really a new phenomenon? One might say that there were always conflicts between civilizations in the past: Median wars, the Christianization of Rome, the Muslim conquests, the Mongol invasions, the European expansion beginning in the 16th century, etc.

The novelty of our time, although ill-discerned by Huntington, is due to the combination of three simultaneous historical phenomena: the collapse of longstanding European supremacy after the two World Wars, decolonization, and the demographic, political, and economic rebirth of old civilizations that one might have believed were defunct. Thus the Moslem countries, China, India, Africa, or South America mounted, against American power (equated with the West), the challenge of their reawakening and sometimes aggressive civilizations.

The other novelty of our time, an absolute novelty, a consequence of the same historical reversals, is the wave of immigration and settlement by Africans, Asians, and Muslims hitting all of Western Europe. Everywhere, its effects are becoming crushing, in spite of attempts to hide it by the political and religious oligarchies, which are its objective accomplices.

Beyond the questions of “security” whipped up during elections, everything indicates that a genuine clash of civilizations is mounting on European soil and within European societies. Nothing proves it better than the absolute antagonism between Muslims and Europeans on the question of sex and femininity. A question that one could describe as eternal, so far as it is already discernible in Antiquity between the East and the West, then throughout the Middle Ages and modern times.[2] The female body, the social presence of women, the respect for femininity are eloquent proofs of identities in conflict, incompatible ways of being and living which span time. One could add many other moral and behavioral oppositions concerning with the good manners, education, food, the respect for nature and the animal world.

A consequence of this fundamental otherness is that Europeans are being compelled to discover their membership in a common identity. This identity rises above old national, political, or religious antagonisms. French, Germans, Spaniards, or Italians discover little by little that they are adrift in the same leaky boat, confronted with the same vital challenge before which the political parties remain dumb, blind, or crippled.

In the face of this conflict of civilizations, the political answers of yesterday suddenly seem outmoded and absurd. What is at stake is not a question of regime or society, right or left, but a vital question: to be or to disappear. But before we find the strength to decide what must be done to save our identity, it would still be necessary it to have a strong awareness of it.[3] For lack of an identitarian religion, Europeans have never had this awareness. The immense ordeal we are going through will have to awaken it.

Notes

1. See Nouvelle Revue d’Histoire no. 7, pp. 27 and 57.

2. Denis Bachelot, L’Islam, le sexe et nous [Islam, Sex, and us] (Buchet-Chastel, 2009). See also the article of this author in Nouvelle Revue d’Histoire no. 43, pp. 60–62.

3. I discuss the question of identity in my essay Histoire et tradition des Européens (Le Rocher, nouvelle édition 2004).

Source: http://www.dominiquevenner.fr/#/edito-nrh-51choc-civilisations/3745095

Translator’s Note: I omitted the first paragraph of the French original, which makes sense only in the context of the journal in which it was originally published.

vendredi, 28 janvier 2011

Local contre global

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Terre & Peuple - Bannière Wallonie


 

 

Notre prochaine activité

 

ONZIEMES RENCONTRES DES IDENTITAIRES DE COLOMA

 

le samedi 12 février 2011

 

sur le thème
  

LOCAL CONTRE GLOBAL

 

L’utopie mondialiste globalitaire ne cesse de prouver sa nuisance et son inefficacité, sauf à permettre à une super-classe cosmopolite de s’enrichir monstrueusement.  Cette oligarchie tient les commandes de la manipulation macro-médiatique et macro-économique des masses.  C’est sur le plan de micro-structures que la résistance à l’aliénation doit et peut s’organiser.

 


François-Xavier Robert : Mondialisation et mondialisme : la mondialisation est une évolution naturelle millénaire; au contraire, le mondialisme, comme l’altermondialisme, sont des idéologies totalitaires.

Arnaud de Robert : La ré-appropriation par une information locale
Jonathan Le Clercq : La ré-appropriation par une monnaie locale

Table ronde :
Jean François, Lionel Franc, Gérald Fontaine, Xavier de Launay, Olivier Bonnet et Roberto Fiorini
La ré-appropriation par la culture locale, par les habitudes alimentaires locales, par les randonnées locales, par les traditions vestimentaires, les fêtes, les rites, les lieux sacrés locaux, l’économie équitable, le mouvement coopératif, le micro-capitalisme, la perma-culture biologique, les activités éducatives et sportives locales, etc

Conclusions : Une nouvelle résistance pacifique locale
Pierre Vial : Conclusions idéologiques et stratégiques
Hervé Van Laethem : Conclusions pratiques et tactiques

 

Accueil : 12h30  Ouverture de la séance : 14h

petite restauration, nombreux exposants,

Au Château Coloma, 25 rue J. De Pauw à Sint-Pieters-Leeuw


Itinéraire : Sur le ring ouest de Bruxelles, prendre la sortie 16 en direction de Leeuw-Saint-Pierre (le Château Coloma est fléché en blanc sur brun) ou prendre le bus H à la gare du Midi à Bruxelles (il a son arrêt au coin de la rue De Pauw)


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Terre et Peuple - Bannière Wallonie
http://www.terreetpeuple.com
Mail: tpwallonie@gmail.com
Tel: 0032/ 472 28 10 28
Compte: 310-0302828-80
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dimanche, 23 janvier 2011

D. Venner: l'homme de guerre et la Cité

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Dominique VENNER:

L'homme de guerre et la cité

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com/

En 1814, au terme des guerres napoléoniennes, l’écrivain en vue qu’était Benjamin Constant écrivait avec soulagement : « Nous sommes arrivés à l’époque du commerce, époque qui doit nécessairement remplacer celle de la guerre, comme celle de la guerre a dû nécessairement la précéder. » Naïf Benjamin ! Il reprenait l’idée très répandue d’un progrès indéfini favorisant l’avènement de la paix entre les hommes et les nations.

L’époque du doux commerce remplaçant celle de la guerre… On sait ce que l’avenir a fait de cette prophétie ! L’époque du commerce s’est imposée, certes, mais en multipliant les guerres. Sous l’effet du commerce, des sciences et de l’industrie, autrement dit du « progrès », elles ont même pris des proportions monstrueuses que personne n’aurait pu imaginer.

Il y avait cependant quelque chose de vrai dans la fausse prévision de Benjamin Constant. Si les guerres ont continué et même prospéré, en revanche, la figure du guerrier a perdu son prestige social au profit de la figure douteuse du commerçant. Telle est bien la nouveauté dans laquelle nous vivons encore provisoirement.

La figure du guerrier a été détrônée, et pourtant l’institution militaire a perduré en Europe plus qu’aucune autre après 1814. Elle perdurait même depuis l’Iliade – trente siècles - en se transformant, en s’adaptant à tous les changements d’époque, de guerre, de société ou de régime politique, mais en préservant son essence qui est la religion de la fierté, du devoir et du courage. Cette permanence dans le changement n’est comparable qu’à celle d’une autre institution imposante, l’Eglise (ou les églises).
Le lecteur sursaute. Surprenante comparaison ! Et pourtant...

Qu’est-ce que l’armée depuis l’Antiquité ? C’est une institution quasi religieuse, avec son histoire propre, ses héros, ses règles et ses rites. Une institution très ancienne, plus ancienne même que l’Église, née d’une nécessité aussi vieille que l’humanité, et qui n’est pas près de cesser. Chez les Européens, elle est née d’un esprit qui leur est spécifique et qui, à la différence par exemple de la tradition chinoise, fait de la guerre une valeur en soi. Autrement dit, elle est née d’une religion civique surgie de la guerre, dont l’essence tient en un mot, l’admiration pour le courage devant la mort.

Cette religion peut se définir comme celle de la cité au sens grec ou romain du mot. En langage plus moderne, une religion de la patrie, grande ou petite. Hector le disait déjà à sa façon voici trente siècle au XIIème chant de l’Iliade, pour écarter un présage funeste : « Il n’est qu’un bon présage, c’est de combattre pour sa patrie »  (XII, 243). Courage et patrie sont liés. Lors du combat final de la guerre de Troie, se sentant acculé et condamné, le même Hector s’arrache au désespoir par un cri : « Eh bien ! non, je n’entends pas mourir sans lutte ni sans gloire, ni sans quelque haut fait dont le récit parvienne aux hommes à venir » (XXII, 304-305). Ce cri de fierté tragique, on le trouve à toutes les époques d’une histoire qui magnifie le héros malheureux, grandi par une défaite épique, les Thermopyles, la Chanson de Roland, Camerone ou Dien Bien Phu.

Dans la succession chronologique, l’institution guerrière précède l’Etat. Romulus et ses belliqueux compagnons tracent d’abord les limites futures de la Ville et en fondent la loi inflexible. Pour l’avoir transgressée, Remus est sacrifié par son frère. Ensuite, mais ensuite seulement, les fondateurs s’emparèrent des Sabines pour assurer leur descendance. Dans la fondation de l’Etat européen, l’ordre des libres guerriers précède celui des familles. C’est pourquoi Platon voyait dans Sparte le modèle achevé de la cité grecque, plus et mieux qu’Athènes (1).

Aussi affaiblies soient-elles, les armées européennes d’aujourd’hui constituent des exceptions d’ordre dans un environnement délabré où des fictions d’Etats favorisent le chaos. Même diminuée, une armée reste une institution fondée sur une forte discipline participant à la discipline civique. C’est pourquoi cette institution porte en elle un germe génétique de restauration, non en prenant le pouvoir ni en militarisant la société, mais en redonnant la primauté à l’ordre sur le désordre. C’est ce que firent les compagnonnages de l’épée après la désagrégation de l’Empire romain et tant d’autres par la suite.

Dominique Venner

1. Dans Les métamorphoses de la cité, essai sur la dynamique de l’Occident, (Flammarion, 2010), s’appuyant sur la lecture d’Homère, Pierre Manent met en évidence le rôle des aristocraties guerrières dans la fondation de la cité antique.

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Jean-Claude Valla: l'histoire, un enjeu et des leçons


Jean-Claude Valla: l'histoire, un enjeu et des leçons

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samedi, 22 janvier 2011

Katerine Mabire: la littérature, une école de vie



Katerine Mabire: la littérature, une école de vie

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Terre & Peuple Magazine n°46 - Hiver 2010

Terre et Peuple Magazine n°46- Hiver 2010

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Éditorial de Pierre Vial : Les masques tombent

En Bref : Nouvelles d'ici et d'ailleurs

Nos traditions : Les fourneaux d'Epona 

Société : Que lire sur l'immigration ?

Traditions : Sanglier mon ami

Entretien : Les racines du Mondialisme Occidental

Les Hommes du système : De Proglio à Straus Kahn

Thalassopolitique: Géopolitique du Léviathan

Société : Qu'est ce qu'un chanteur Rock ?

 

Culture : Notes de lecture

Tradition : La Désalpe

Communauté : XV° Table Ronde de Terre et Peuple

DOSSIER - Le Soleil reviendra

Livre : La confession négative

Editorial de Pierre Vial:

Les masques tombent

Le site WikiLeads a fait un travail de salubrité publique en dévoilant bien des turpitudes de nos si bons amis américains. Qui, par exemple, exploitent à fond – c’est de bonne guerre – la servilité sarkozyenne à leur égard (voir page 4). Mais il y a bien d’autres révélations sur les dessous cachés de la politique américaine, qui habituellement restent dans le secret des bureaux feutrés des ambassades. Maintenant, tout s’étale sur la place publique et c’est bien ainsi car seuls les benêts et surtout les aveugles et sourds volontaires pourront dire qu’ils ne savaient pas…

Ainsi en est-il des consignes de flicage organisé, systématique données aux diplomates américains travaillant aux Nations Unis, qui doivent espionner leurs collègues des autres ambassades mais aussi les fonctionnaires de l’ONU. Un câble du 31 juillet 2009, signé Hillary Clinton et classé bien sûr « secret noforn », est sans ambiguïté à cet égard : il faut découvrir et transmettre aux services américains concernés (la « communauté du Renseignement », c’est à dire la NSA) les numéros de compte en banque des « cibles », leurs numéros de carte de fidélité des compagnies aériennes, leurs horaires de travail, leurs empreintes digitales, leur ADN, leur signature, leurs numéros de téléphone portable (avec les codes secrets, tout comme pour les adresses emails). Ceci vaut aussi, bien sûr, pour les soi-disant meilleurs alliés des Etats-Unis.

Ces derniers ont donc un compte à régler avec l’Australien Julian Assange, le fondateur de WikiLeeads. Qui vient opportunément d’être mis en prison en Angleterre suite à un mandat d’arrêt lancé contre lui en Suède pour une affaire de mœurs. « Une bonne nouvelle », a apprécié, sans rire, le secrétaire américain à la Défense Robert Gates. Tandis que WikiLeads, dès ses premières révélations,  était la cible de cyberattaques, le service de paiement sur Internet Paypal, puis les compagnies de carte de crédit MasterCard et Visa ont interrompu les transferts de fonds vers les comptes de WikiLeads et la banque suisse Postfinance a fermé le compte d’Assange, en gelant ses avoirs.

On ne pardonne pas à Assange d’avoir révélé que, dans tous les rapports entretenus par les Etats-Unis avec les divers pays du monde, règne un cynisme permanent. Tandis que sont démontrées certaines tendances lourdes de la politique américaine, comme le soutien inconditionnel apporté à Israël.

Voilà qui amène à faire le lien avec une affaire fort déplaisante. Il arrive que l’on regrette d’avoir eu raison et qu’on préférerait s’être trompé. Hélas…Les faits sont là et ils sont têtus.  Lorsque j’ai publié dans le n° 44 de Terre et Peuple « Grandes manœuvres juives de séduction à l’égard de l’extrême droite européenne », je n’ai pas voulu citer certains noms, au bénéfice du doute. Aujourd’hui le doute n’est plus permis.

En effet une délégation de représentants de mouvements nationalistes européens s’est rendue, début décembre, en « pèlerinage » en Israël. Elle était composée, entre autres, de Heinz-Christian Strache, président du Fpöe autrichien, Andreas Moelzer, député européen Fpöe, Filip Dewinter et Frank Creyelmans du Vlaams Belang (Creyelmans est président de la commission des Affaires étrangères du parlement flamand),  René Statkewitz, Patrick Brinkmann (pro NRW, Allemagne). Reçue à la Knesset, la délégation déposa une gerbe au mur des Lamentations (photos de Strache et Moelzer portant la kippa…), puis se rendit sur la frontière entre Israël et la Bande de Gaza, où elle rencontra des officiers israéliens de haut rang chargés d’expliquer la situation sur le terrain. Visite de la ville d’Ashkelon, réception par le maire de Sderot, entretiens avec le ministre du Likoud Ayoob Kara et le rabbin Nissim Zeev, député du mouvement Shas (catalogué « d’extrême droite »), actifs partisans du Grand Israël refusant l’évacuation des colonies juives de Cisjordanie…

La raison officielle de la présence de cette délégation était la participation à un colloque justifiant la politique israélienne contre les Palestiniens. D’où la « Déclaration de Jérusalem » présentée par les visiteurs européens et affirmant : « Nous avons vaincu les systèmes totalitaires comme le fascisme, le national-socialisme et le communisme. Maintenant nous nous trouvons devant une nouvelle menace, celle du fondamentalisme islamique, et nous prendrons part au combat mondial des défenseurs de la démocratie et des droits de l’homme ». Dewinter a précisé : « Vu qu’Israël est le poste avancé de l’Ouest libre, nous devons unir nos forces et combattre ensemble l’islamisme ici et chez nous ». Bref, le piège que je dénonçais précédemment a bien fonctionné.

Ces gens, guidés par le souci de réussir à tout prix une carrière politicienne, ont donc choisi ce que Marine Le Pen appelle la « dédiabolisation ». Autrement dit se mettre au service de Tel-Aviv. Pitoyable et sans doute inutile calcul.

Nous, nous avons une ligne claire : ni kippa ni keffieh, ni casher ni hallal, ni Tsahal ni Hamas. Nous ne nous battons que pour les nôtres. Contre les Envahisseurs et les exploiteurs. NON, NOUS NE MOURRONS PAS POUR TEL-AVIV.

 

Pierre VIAL

 

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vendredi, 21 janvier 2011

Guillaume Faye's Archeofuturism: Two Reviews

And yet one more review of . . .
Guillaume Faye’s Archeofuturism

Brett STEVENS

Ex: http://www.counter-currents.com/

Click here for more discussions of Archeofuturism

Click here for writings by Guillaume Faye, including an excerpt from Archeofuturism

Guillaume Faye
Archeofuturism: European Visions of the Post-Catastrophic Age
Arktos Media Ltd., 2010

archeofuturism.jpgAs humans, we study our world to estimate the best responses to its demands. We then make a choice, and act on it, then observe the results to see if our estimations were correct. If they were not, we correct while trying to learn from the error. That is well and good, when buying a cement mixer — but what about a whole civilization?

Sometime 400 years ago, as our civilization prospered, the decision was made to modernize. This came about through a belief in the equality of all human beings and a drive toward external mechanisms, namely technology and political control systems. Guillaume Faye, the seasoned rising star of the New Right movement in Europe, explores our correction of this mistake in his landmark book Archeofuturism: European Visions of the Post-Catastrophic Age.

One of the more important things I’ve read this year, this book upholds an offhand feel throughout; an honest, end-of-the-night, when the wine and cigarettes are low and people are too tired to do anything but blurt out the big ideas that haunt them in their dreams feel. The content is dynamic, especially the first half, but the real force of power here is the style, an excitedly taboo-breaking, honest and hopeful look at re-creating ourselves so we have a future. This is not a book of resentment, but of joyful charging ahead.

A large influence on this stylistic breathlessness is the composition of the book, which is a collection of essays and a short sci-fi story to show us these ideas in practice. The second section, a thorough and high-energy explication of where Nouvelle Droite beliefs lead, the reasons for them and finally, how they can be better applied toward a theory of the future, will interest new right and deep ecologists the most as it joins the ideas of both into not a resistant/revolutionary culture but a remaking/revolutionary one.

Archeofuturism, Faye writes, escapes the boutique right-wing airy intellectualism of GRECE, which he critiques in the first book. Pointing out the failure of “ambiguous and incomprehensible ideological axes,” he proposes instead a transition from the rearward-looking “conservative” outlook to one that acknowledges what was lost, and the current state of disaster in the West, and plans for rebuilding afterward.

In his new theory of Archeofuturism, Faye proposes a “vitalist constructivism” that implements a quasi-feudal, national but not jingoistic, united Europe that applies the traditional spirit and learning to a future in which technology plays a central role. His unstated point is that the tool must again serve the man, after centuries of the reverse; he appeals to a sense of both the pragmatic in finding historically valid solutions through tradition, and the spirit of tradition, which is one of a constructive, upward society.

He proposes that we adopt this new outlook through a voluntaristic method, first changing our values, then our art, and then finally our political expectations at about the same time a “convergence of catastrophes” (environmental, political, economic) devastate Europe. Faye’s call is for Europeans to return to being “soldiers of the Idea” again, and for them to take up not a corrective action, but a constructive desire to rebuild and build it bigger, better and more exciting than before.

This fusion of both conservative and revolutionary thought takes the best of liberalism and the best of conservatism and takes them out of their handily domesticated roles as token opponents. He points out that our current ideological menu is carved from “soft ideology,” or that which passively deals with splitting up the wealth of an industrialization binge. He emphasizes a number of points all conservatives and pro-Europid readers can enjoy:

  • Modernism is an attachment to the past. According to Faye, modernism is backward-looking as it tries to un-do conditions of nature that offend our egalitarian sentiment. What defines modernity is egalitarianism, or the idea that we’re all equal (in political power, in ability, in right to property). As a result, we’re constantly trying to force equality on nature while it resists us.
  • Extreme leftism is a token act which reinforces the power of the modern nation-state. This point struck me as the most controversial, yet most sensible. If you are in power, and want to stay there, you need to give your citizens petty acts of rebellion that feel extreme but are in fact a repetition of the dominant philosophy. The state and its corruptors benefit from equality because it keeps smarter voices from rising above the herd.
  • The modern world exists in a state of “soft totalitarianism” where those with unpopular opinions are simply ostracized, which in a liberal capitalist democracy effectively starves them into submission. He praises the American method of “soft imperialism” and shows how this is the future: indirect rule, with a reward/threat complex administered by social and business factors; the “1984″ vision is obsolete.
  • Romanticism. Faye writes convincingly of his efforts to join “Cartesian classicism,” or a sense of space as being equal in all directions, with “Romanticism” which he expresses here as the idea that will or will to power can change the world radically even if small in stature. The joining of these two represents the expression of both ancient philosophy and a new type of “freedom” for humanity.
  • Roots and method of modernity. Modern society consists of secularized evangelism, Anglo-Saxon mercantilism, and Enlightenment individualism, its methods are economic individualism, allegory of Progress, cult of quantitative development and abstract “human rights.” It is amazingly refreshing to see this spelled out so clearly and simply.
  • Multiple factors doom modernism which was always unrealistic. “Europe is turning into a third world country,” he writes, summing up the disasters. If you see this book in a store, pick it up to read page 59 for an insightful list of modernity’s failings.
  • Heterotelia. Following Nietzsche’s example, Faye needed a concept that explains how what we intend does not always result in a perpetuation of that state when put into practice. For example, political equality ends in inequality through social instability; multiculturalism ends in race war; letting economy lead ends in poverty because speculative finance is easier than generating real wealth. He explains our past failings and the need to be alert in the future through heterotelia, which means that “ideas do not necessarily yield the expected results.”
  • Ethno-masochism. Faye illustrates how the West, in a suicidal bid to become morally/socially impressed with itself, has inflicted upon itself the unworkable scheme of multiculturalism and in doing so, has imported Islam, an “imperial theocratic totalitarianism.” Unlike many new right writers, he endorses the idea of European culture as superior in addition to being worth saving for its unique virtues.
  • North versus South. History begins with anthropology, Faye writes, so we must see the conflict in humanity as one between Northern peoples who are prosperous, and the “third world” Southerners who are attempting to colonize the North on the back of its technology and liberal egalitarianism. He suggests a Eurosiberia stretching from the UK to the borders of China, and claims East-West conflict is less likely as a source of conflict.

Against this cataclysm Faye posits Archeofuturism, or a futurism equally balanced by the spirit of traditionalism, which is (a) learning from the past and (b) a type of reverence for life that emphasizes family, punishment being more important than prevention, duties coming before rights, solemn social rites, the aristocratic principle and a “freedom” defined not as the ability to act randomly, but as a sense of having a place and being freed from a chaotic society with excessive pointless competition. This synthesis of the best of capitalism, socialism and our monarchic past fully lives up to the title of this book.

Good luck finding a short review of this book. The first half of it is packed chock-full of interesting ideas that like new melodies can infect the head for days as it dissects them and their context. The second half both addresses common objections and provides background, and takes the form of a short science fiction story in the tradition of Asimov and Heinlein that explains how technology will help humans evolve. The concepts are mind-blowing and more daring than anything sci-fi has attempted since The Shockwave Rider, and this icing on the cake makes reading this book have a natural rhythm from the extreme, to the professorial, to the radical yet calming.

History is like a supertanker ship; it takes miles to begin to turn around and there are no brakes. The egalitarian experiment in Europe is only a few centuries old yet has wreaked utter havoc on all the subtler parts of existence, things that most people don’t notice because they are easily distracted by shiny objects. Faye brings these alive, shows us exactly why they are endangered, and then shows us a plausible and gradual (e.g. non apocalyptic, non-Utopian) solution toward which we can move if we believe life is worth saving. Clearly he does, and it infuses this book with a fervor and wisdom that few attain.

Source: http://www.amerika.org/books/archeofuturism-european-visi...

Another review of . . .
Guillaume Faye’s Archeofuturism

Michael WALKER

Ex: http://www.counter-currents.com/

Click here for more discussions of Archeofuturism

Click here for writings by Guillaume Faye, including an excerpt from Archeofuturism

Guillaume Faye
Archeofuturism: European Visions of the Post-Catastrophic Age
Arktos Media Ltd., 2010

sistema_copertina.jpgIn the 1980s Guillaume Faye was one of the best known member of GRECE and by far their most popular speaker. With humour, panache, invective and contempt thrown in at just the right moment-the dismissive “l’acteur Reagan” the contemptuous and venomous “monsieur Henri Levi surnommé le grand”, he had his audiences rolling in the aisles with delight. Every time I heard him speak at a GRECE conference he received a standing ovation.

GRECE was not only a school of thought, it was also a sort of social club, linking like-minded persons on a cultural, political and social level. However, its concentration on theory made the temptation in hard times great indeed to retreat from direct confrontation and reduce all issues to the level of academic debate. Faye explicates these and other criticisms in Archeofuturism (now available for the first time in English from the Arktos Press at the same time as it has become hard to obtain in the original French).

Structure

Archeofuturism suffers from coming from the pen of a man more at home before a gathering than a keyboard. It is unbalanced and paradoxically, given the content, in some respects extremely provincial and theoretical in its approach and design. At the same time, it owes nothing to the respectability and detachment from reality which can make cowards of many writers.

This is not to say that the book lacks structure. It has a very definite if unorthodox structure. It consists of three theses as Faye calls them: (1) the end of civilization as we know it owing to what Faye calls a “convergence of catastrophes”; (2) the necessity for revolution, notably in the European mindset, (3) propositions for the post-catastrophic world (and the title of his book expresses the essence of Faye’s solution).

The last chapter is a piece of science fiction, a story of a world in which the conflict of technics and tradition has been resolved by reconciling the two, and this is the underlying thread of Faye’s entire argumentation, that we must learn to reach back to our furthest yesterday and to the longest future.

Positions

One issue is the conflict between tradition and progress. On the one hand, technology is necessary as a tool of our will to power, something which Faye believes essential to the survival of the European. On the other hand, scientific and technical progress may prove and often does prove, destructive of tradition. Are religions just fables? It is hard to die for a fable. How is such belief possible in a world of scientific rationalism and progress?

Faye believes strongly that the world is hurtling towards multi-faceted disaster, less a clash of civilizations, although he seems to write at times in a similar vein to Huntington, with his view of Islam especially as a challenge in itself to the hegemony of European civilization, than what he terms a “convergence of catastrophes.” Like Huntington, Faye regards Islam as a single cultural, religious, political bloc with a an expansionist will.

On homosexuality :

. . . it is not a matter of advocating any repression of homosexuality, of banning homosexual couples or socially penalizing gay people; simply, the prospect of legalizing of a form of marriage for homosexuals would have a highly destructive symbolic value. Marriage and legal heterosexual unions enjoy forms of protection and public benefits that are accorded to couples capable of having children and hence of renewing the generations and thus of being of objective service to society. Legalising homosexual unions and awarding them financial privileges means protecting sterile unions. (pp. 106–107)

On demographics:

It is necessary to reflect on the issue of immigration, which represents a form of demographic colonization of Europe at the hands of mostly Afro-Asiatic peoples. . . . Three generations later, the colonization of Europe represents a form of revenge against European colonization . . . are we to accept or reject a substantial alteration oif the ethno-cultural substrate of Europe? The basis of intellectual honesty and the key to ideological success lie in the ability and courage to address the real problems, instead of attempting to avoid them. (p. 49)

On distraction:

The system only makes use of brutal censorship in very limited areas: it generally resorts to intellectual diversion, i.e. distraction, by constantly focusing people’s attention on side issues. What we are dealing with here is not simply the usual brutalization of the population via the increasingly specific mass-media apparatus of the society of spectacle — a veritable audiovisual Prozac-but rather a concealment of essential political problems (immigration, pollution, transportation policies, the aging of the population, the financial crisis of the social budgets expected to occur by 2010 etc. (p. 92)

Archeofuturism

It is a sad paradox, and one about which Faye is acutely aware in his book, that the European New Right in general has failed to make an impact at the very time that the march of events might have been expected to play into its hands: the end of the cold war, the decline of political Manicheanism (East versus West) , the decline of nationalism as a relevant political alternative to liberalism. Faye offers a number of explications for this failure. They can be summarized as a lack of media “savvy”, romantic isolationism, minimization of catastrophe, cultural relativism and a lack of understanding of and worse, interest in, economics (Faye alone among spokesmen of GRECE had written a treatise on economics).

Faye’s response is to deviate from the consensus among the new right and to insist on European exceptionalism. He returns to what might be called a traditional belief of the radical right when he claims, as he does here, that European civilization is superior to others and that as a superior civilization it has a duty to resist the challenge of immigration in general and Islam in particular. Cultural and racial superiority was the premise (sometimes asserted, sometimes unspoken) of all movements of the twentieth and nineteenth centuries which sought to preserve or halt a decline in the domination of the white man over the political destiny of the globe.

European radical right movements after the Second World War focused their propaganda very much on the restoration of national prestige and glory and a rejection of immigrants and outsiders.  GRECE stressed from the beginning the importance of what it called “the right to be different” arguing less in terms of European superiority than in terms of European uniqueness, Europe’s right to the nurture of its own identity and destiny. The great enemy was seen not so much as military or political threats as such, as the forces which sought to attenuate, reduce, trivialize and ultimately abolish differences. The great enemy in this respect was neither Islam nor communism but “the American way of Life,” the manifest destiny to reduce all peoples to consumers, whose sole struggles were ones of economic competition.

This developed in the course of time within GRECE into a position of ethnopluralism, which Faye and others subsequently denounced as cultural relativism. Simply put, it is the argument that all cultures are worthy of respect within their own terms and no culture is inherently superior to another. The obvious critique of such a position is that it ultimately disarms all willingness to disallow, challenge or oppose other cultures. Opposition even in its politest non-military form, can only be conducted on the premise that in some way one is superior or equipped with superior arguments or in the area of culture and religion, possesses a truer, superior culture and religion and one thereby and therewith seeks an opponent’s defeat.

There is another aspect — that of economic survival. A major criticism which Faye has of GRECE is that it ignores or glosses over demographic and economic warfare against the European. Faye argues that at a time of emergency, when Europe is threatened with being overwhelmed by non-Europeans whose demographics are reducing the significance of the European by the hour, it is a form of suicide to indulge in culturally relativist reflections and debate.

Faye spends no time in fleshing out his arguments about superiority and in what respects the European is “superior.” This is a pity because it would provide the book with a stabilizing effect. As it is, Faye assures us that he believes the European is superior and rushes on the next point. What Faye implies although I did not find it in this book explicitly stated, is that when we talk about the right of a people not only to an identity but to a destiny, there is likely to be a conflict between the destiny of a people compelled to expand and conquer and the right of another (conquered) people to an identity.

The notion of a “right” be it to identity or destiny is problematic: where does our “right” come from? A Nietzschean, as Faye claims to be, can answer this question. It could be baldly stated as the right to survival — the impulse of nature which all beings have the “right” to practice. Rights to be different are likely to conflict with the rights of others to be different. The right to conflict is therefore the right to survival of identity and it is Faye’s point that such a right can only be preserved by those who actively engage in the politics (as all politics in Faye’s view must be) of conflict. A defense of the identity of the European necessitates entering into a state of conflict with the prevailing hegemony.

Faye candidly states that he made the same mistake as other GRECE members in the expression of cultural relativism and an accompanying primary and fundamental anti-Americanism which took precedence over the ethnic question and the challenge of non-white immigration to Europe, (and presumably, the decline in relative numbers and influence of the Caucasian in North America). The “ethnopluralist” approach is exemplified by Alain de Benoist’s Europe-Tiers Monde: Même Combat where de Benoist argues that Europe and the Third World (even the term seems a little outdated today) are natural allies against the American and Soviet ways of life. Faye stresses that GRECE (and he willingly includes himself here) ignored the reality of the Islamic threat and that ethnopluralism paved the way for an inactive, “head in the sand” response to the long term significance of massive Mohammedan immigration into Europe.

Faye’s stress on the superiority of Europe in place of the right of Europeans to be different indeed avoids the danger of degenerating into an ineffective and compromising inactive pluralism. On the other hand, it shifts the focus of intent significantly towards a provocative, inevitably conflict laden project which is dear to Faye: the Eurasian Imperium. Faye is for better or for worse an imperialist. His vision of the future as outlined in this book is one of a vast Eurasian bloc, stretching from Lisbon to Vladivostok.

The implied direction, never explicitly stated of the archeofuturist project, is combat and conquest in a world divided into major power blocs jockeying for position. “Like in the Middle Ages or Antiquity, the future requires us to envisage the Earth as structured in vast, quasi-imperial unity in mutual conflict or cooperation.” (p. 77). Seen in this light, Faye’s admiration for atomic power implied in this work (and more explicitly indicated elsewhere, dramatically in his comic book Notre avant guerre, where he gleefully depicts a degenerate Europe being destroyed in mushroom clouds ) and futuristic technology in general is the ghost in the machine of Faye’s project.

However, unlike most modernizers, Faye does not duck the dilemma of reconciling a world of modern technology with a world of tradition, be it racial, political or other. How does one reconcile advanced technology and its implications with the preservation of continuity with the past? Faye faces this problem head on and if his solution is seems questionable and Utopian, he deserves the credit of highlighting the dilemma. Practically all radical rightists of whatever hue, fail to address the issue at all. Faye’s solution is what he calls “archeofuturism” the title of his book and the project to which he believes European revolutionaries (and Faye believes we must be revolutionaries to save European civilization and not conservatives) the assimilation of the future with the past, building a future not as modern or post modern but archeo-modern, a modernism acutely aware of and with its roots in a deep and profound past.

There will be a small elite of rulers with access to the highest forms of modern technology while the majority of less gifted will make do with crude forms of technical accomplishment-a completely two tier society in fact. This may sound familiar and not perhaps pleasantly so. It is this reviewer’s belief, one shared by many, that the ultimate aim of the ruling elite is the same: the division of mankind into two groups-the elite and the great majority of outsiders who no longer have a say in how public affairs are administered. This seems difficult to reconcile with Faye’s expressed support for populist initiatives. Be that as it may, this writer’s strength is his ability to fire the right questions rather than provide well prepared answers.

The “post catastrophic” world will be one, Faye believes, divided between the futuristic achievements of an elite and the archaic conditions and status of the majority, it will be archeofuturistic. Before we examine this idea more closely, it is worth taking a moment to consider the notions of growth and progress which Faye dismisses as overhauled. His chapter revealingly entitled “For a Two-Tier World Economy” opens with the bald assertion: “Progress” is clearly a dying idea, even if economic growth may be continuing”.

Anti-Growth

Faye’s rejection of what he calls “the paradigm of economic development” is simple:

An intellectual revolution is taking place: people are starting to perceive, without daring to openly state it, that the old paradigm according to which the life of humanity on both an individual and collective level is getting better and better every day thanks to science, the spread of democracy and egalitarian emancipation is quite simply false. . . . Today, the perverse effects of mass technology are starting to make themselves felt: new resistant viruses, the contamination of industrially produced food, shortage of land and a downturn in world agricultural production, rapid and widespread environmental degradation, the development of weapons of mass destruction in addition to the atomic bomb-not to mention that technology is entering its Baroque age. (pp. 162–63).

The last comment excepted (which is pure Spengler), this writing must strike the impartial reader as familiar. It is a fairly good example of the pessimism of environmentalist writers in general and it has been said many times before. Faye knows or should know, that there are very many people who are deeply aware of the heavy price which we are paying for making Progress our Baal. Faye is entirely right in my opinion, as thousands of others before him have been right, to question the cost but anyone expecting Faye to so much as nod with respect in the direction of the many organizations, groups, campaigns and initiatives to reverse this trend, will be disappointed.

On the contrary, Faye contemptuously dismisses the French Green movement in these words, “the political platform of the Green movement contain no real environmentalist suggestions, such as the transport of lorries by train instead of on highways, the creation of non-polluting cars (electric cars, LPG, etc.) or the fight against urban sprawl into natural habitats, liquid manure leaks, ground water contamination, the depletion of European fish stocks, chemical food additives, the overuse of insecticides and pesticides, etc. Each time I have tried to bring these specific and concrete issues up with a representative of the Greens, I got the impression that he was not really interested in them or that he had not really studied them” (p. 145). It is not clear (possibly a fault of the translator’s) whether Faye is referring to one or several spokesmen. Be that as it may, it is not my experience at all that environmentalists are not interested in these issues.

Futurism

Faye gives the impression throughout the book less of someone proposing ideas in a book for a wide readership as enjoying a discussion with someone who was with him in the days of GRECE over a “ballon de rouge” in a Paris café. Despite his provincialism, Faye has a sound instinct for homing in on some of the genuinely important issues of our time and viewing them in a global perspective, even when (and this is often the case here) his global perspective is obscured by the incidental historical luggage which weighs his book down. The reader should not be deterred by the book’s incidental references from letting Faye lead to key issues of our time and demanding our response to core questions.

The greatest quality of this book is that it gives a voice to the growing sense of frustration that is felt among persons form all walks of life that we are living in a transitory period, that the “end of history” is an utter illusion and that old structures are insufficient to contain the force of history. Faye cites the unlikely figure of Peter Mandelson as an “archeofuturist without knowing it” as someone who has recognized that democracy as we know it from the Mother of Parliaments is tired and no longer able to cope with the challenges which European man and indeed humankind is facing.

Faye’s examination of the real issues behind the palaver of most contemporary politicians is refreshing. Here is a taste:

The new societies of the future will finally abolish the aberrant egalitarian mechanism we have now, whereby everyone aspires to become an officer or a cadre or a diplomat, even though all evidence suggests that most people do not have the skills to fulfill those roles. This model engenders widespread frustration, failure and resentment. The societies that will be vivified by increasingly sophisticated technologies, in contrast, will ask for a return to the archaic and inegalitarian and hierarchical norms, whereby a competent and meritocratic minority is rigorously selected to take on leading assignments.

Those who perform subordinate functions in these inegalitarian societies will not feel frustrated: their dignity will not be called into question, for they will accept their own condition as something useful within the organic community-finally freed from the individualistic hubris of modernity, which implicitly and deceptively states that each person can become a scientist or a price.

“Individualistic hubris” indeed sums up for this reviewer one of the great malaises of our time: the exaggerated importance which mediocre individuals attach to their own boring lives. Faye at his best is very good indeed.

For all its failings this book is a valuable contribution to the growing awareness of persons of European descent of their time of crisis. It  provides a highly readable and often acute observations about what Faye stresses are the real issues of our time but the question nags steadily: to what extent has Faye provided a strategy for Europeans in the face of those issues? The answer is that there is no strategy, unless by “strategy” we mean a positioning (for example in favor of European federalism vis-à-vis reactionary nationalism or friendly competitiveness with the United States rather than blanket hostility to the American way of life).

Perhaps someone much younger than either Faye or this reviewer will read this book and know that they are able to provide that response. In that case, this book will have shown itself to be of the past and the future, in a word archeofuturistic.

Source: http://www.amerika.org/texts/archeofuturism-by-guillaume-...

jeudi, 20 janvier 2011

De la postmodernité en Amérique

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De la postmodernité en Amérique

par Georges FELTIN-TRACOL

En 1835, après un long séjour aux États-Unis où il avait l’intention d’étudier le système carcéral, Alexis de Tocqueville accéda vite à la gloire littéraire avec son essai sur De la démocratie en Amérique. Dans une remarquable biographie intellectuelle qui lui est consacré, Lucien Jaume propose l’hypothèse que Tocqueville regarde en creux la France de son époque (1).

Ancien dissident anticommuniste du temps de la Yougoslavie, réfugié politique aux États-Unis dont il a acquis la citoyenneté, ex-diplomate de la jeune Croatie indépendante et penseur anticonformiste reconnu, Tomislav Sunic publie enfin en français son Homo americanus. Saluons la belle traduction de Claude Martin et l’excellente initiative des courageuses éditions Akribeia de faire paraître cet ouvrage.

Rédigé directement en anglais et sorti en 2007, Homo americanus pourrait s’adresser en premier lieu aux Étatsuniens (2). Néanmoins, du fait de l’expansion planétaire de l’American way of life, voire aux nouveaux États développés, son propos concerne aussi les autres peuples dont les Européens.

La problématique postmoderne

Tomislav Sunic scrute la société étatsunienne en prise avec la postmodernité. Toutefois, le concept conserve une grande ambiguïté. « Dans un monde en mutation, un nouveau mot est entré dans l’usage à la fin du XXe siècle, celui de “ postmodernité ”. Ce mot imprécis, mais aussi quelque peu snob, est de plus en plus utilisé pour décrire l’Amérique et l’américanisme (pp. 59 – 60). » L’auteur donne au terme une réelle connotation négative. Il reconnaît que « la postmodernité est à la fois une rupture avec la modernité et son prolongement logique dans une forme hypertrophiée (p. 226) ». Il ajoute aussitôt que « la postmodernité est l’hypermodernité, dans la mesure où les moyens de communication rendent méconnaissables et disproportionnés les signes politiques (p. 227) ».

Il est évident que la notion de postmodernité garde une forte polysémie. Tomislav Sunic paraît ici très (trop ?) influencé par l’œuvre « chirurgicale » et « aseptisée » de Jean Baudrillard. Il semble en revanche totalement méconnaître les écrits de Michel Maffesoli qui envisage le fait postmoderne avec une sympathie certaine (3). Maffesoli juge la Post-Modernité dionysiaque, fluctuante, erratique et orgiaque, nullement clinique et glacée !

Pour notre part, au risque de verser dans la tautologie, osons distinguer la Post-Modernité en gestation qui peut se concevoir comme une remise en cause radicale du discours moderne anthropocentrique, y compris dans la présente phase tardive, d’un postmodernisme  relevant d’un masque grossier d’une néo-modernité, d’une hyper-modernité ou d’une ultra-modernité au déchaînement titanesque. Cette dernière modernité porte à son paroxysme, à son incandescence, des valeurs subversives à l’œuvre depuis l’ère des Lumières au moins. Si la Post-Modernité s’ouvre à des Figures archétypales incarnées par Dionysos, Apollon, Faust ou Hercule à la rigueur, le postmodernisme demeure, lui, foncièrement attaché à Prométhée et correspond pleinement à l’ethos d’Homo americanus tant il est vrai que « le langage postmoderne ne s’est pas écarté d’un pouce des dogmes inébranlables des Lumières, c’est-à-dire de sa croyance à l’égalitarisme et au progrès économique illimité. On peut donc affirmer que la postmodernité est un oxymore historique, un mot à la mode qui dissimule habilement le mensonge intellectuel (p. 221) ». Une postmodernité négative irradie donc les États-Unis. « Au début de la postmodernité, à la fin du XXe siècle, le conformisme américain s’est révélé être la structure sociale idéale pour assurer le fonctionnement parfait d’une société hautement industrialisée. Les partisans européens de la société traditionnelle et organique, aussi connus sous le nom de traditionalistes, nationalistes, conservateurs révolutionnaires nationaux, etc., nous prévient Sunic, devraient donc réfléchir à deux fois avant de reprocher à l’Amérique de constituer une menace pour la mémoire historique. Dans un système postmoderne mondial qui repose sur le satellite et les réseaux à fibre optique et sur une mentalité numérique en mutation rapide, l’ancien discours conservateur européen doit être réexaminé. C’est précisément le sentiment de conformisme social qui donna aux Américains cette grande aptitude au travail en équipe et à la solidarité fonctionnelle qui ne se rencontre pas en Europe et qui, cependant, est indispensable au bon fonctionnement d’un système postmoderne (p. 45). » La Post-Modernité est une invitation aux rectifications salutaires…

En fin observateur des sociétés développées et mettant à profit son expérience d’avoir grandi dans une société communiste titiste, Tomislav Sunic n’hésite pas à se référer aux écrits d’un autre Européen, fuyant lui aussi le communisme, et qui se montra toujours dubitatif face à la société qui l’avait accueilli, le Hongrois Thomas Molnar, auteur d’un prodigieux livre sur L’Américanologie (4). Il « espère […] que ce livre sera une bonne introduction pour de futures études de l’américanisme (p. 9) ».

Qu’est-ce que l’américanisme ?

Afin correctement saisir l’objet de sa recherche, Tomislav Sunic utilise les expressions d’américanisme et d’Homo americanus. Clin d’œil complice à Homo sovieticus forgé par le dissident soviétique Alexandre Zinoviev, il sait que « le néologisme à l’étymologie latine Homo americanus peut désigner de façon péjorative l’Américain et son mode de vie (p. 41) ». Mais qu’entend-il par américanisme ? Ce mot « a un sens légèrement péjoratif et est plus souvent utilisé en Europe qu’en Amérique du Nord. En général, le mot   “ américanisme ” désigne un ensemble de croyances quotidiennes et de modes de vie ainsi que le langage américain – qui tous pourraient être décrits comme des éléments de l’idéologie américaine (p. 41) ». Il ose employer le terme d’idéologie pour mieux expliquer les mécanismes étatsuniens, n’en déplaise à tous les libéraux et autres américanomanes et américanolâtres qui y voient une forme de Paradis terrestre.

Oui, « l’américanisme est un système idéologique fondé sur une vérité unique; un système décrit dans l’Ancien Testament et dans lequel l’ennemi doit être assimilé au mal – un ennemi qui, en conséquence, doit être exterminé physiquement. Bref, l’universalisme judéo-chrétien pratiqué en Amérique dans ses divers dérivés multiculturels et séculiers, ouvrit la voie aux aberrations égalitaires postmodernes et à la promiscuité totale de toutes les valeurs (p. 174, souligné par nous) ». L’auteur insiste en outre sur le fait que « l’américanisme n’a jamais été le fondement administratif du système politique américain, pas plus qu’il ne s’est implanté uniquement parmi les membres des élites politiques de Washington. L’américanisme, en tant que dénominateur commun de l’égalitarisme parfait, transcende les différents modes de vie, les différentes attaches politiques et les différentes confessions religieuses (pp. 86 – 87) ». « On pourrait ajouter, poursuit Sunic, que le monde américain globalisé et désenchanté, joint à la litanie des droits de l’homme, à la société œcuménique et multiraciale et à l’« État de droit », comporte des principes que l’on peut faire remonter directement au messianisme judéo-chrétien et qui refont surface aujourd’hui dans des formes profanes, sous l’habit élégant de l’idéologie américaine (p. 182, souligné par nous). »

Il est vrai que l’« Amérique » procède du calvinisme et, en particulier, de sa dissidence puritaine. Implanté en Nouvelle-Angleterre, « le puritanisme avait donné naissance à un type propre de fanatisme américain qui n’a pas d’équivalent nulle part ailleurs dans le monde (p. 201) ». Or les auteurs de la Tradition incriminent la Réforme du XVIe siècle parmi les facteurs d’avènement de la Modernité.

L’esprit puritain a modelé la psychologie d’Homo americanus. Sans exagérer, on pourrait dire que, pour détourner une analogie chère à Jules Monnerot pour qui le communisme était l’islam du XXe siècle (5), le puritanisme est l’islamisme de l’Occident. En effet, Tomislav Sunic note avec raison que « la différence entre l’américanisme et l’islamisme quant à l’agressivité et au fondamentalisme semble cependant marginale. Tous deux aspirent à créer une civilisation mondiale, bien  qu’usant d’un ensemble de valeurs différent. Tous deux désirent vivement convertir les non-croyants à leur seule cause (p. 218) ».

La terre bénie de Prométhée

Tomislav Sunic revient sur l’influence majeure des puritains anglais dans la postérité mentale des États-Unis. Le succès historique du modèle de leur modèle ne s’explique-t-il pas par la stricte application du protestantisme bien analysé par le sociologue allemand Max Weber (6) ? Il est établi que « l’Amérique est un pays caractérisé par un intégrisme religieux extrême, celui-ci étant cependant parfaitement compatible avec les entreprises capitalistes les plus brutales (p. 151) ». On est ici en présence d’une alliance (inattendue ?) entre Prométhée et le puritain au point que « la Bible et les affaires devinrent les deux piliers de l’américanisme (p. 153) ». Ce n’est pas pour rien que « l’Amérique est le pays de la Bible (p. 147) ». Et si les États-Unis n’étaient pas au fond la réalisation post-anglaise du projet de Cromwell ?

L’auteur a tort de mésestimer l’importance historique du Lord-Protector du Commonwealth d’Angleterre, d’Écosse et d’Irlande (1649 – 1660). Pour lui, « Oliver Cromwell apparaît comme une étoile filante qui ne laissa pas d’empreinte durable sur l’avenir du Royaume-Uni ou de l’Europe continentale (p. 148) ». Pourtant, en 1651, par l’Acte de Navigation, Cromwell poursuit et accentue la politique de puissance navale voulue par Élisabeth Ire, ce qui détache définitivement les Îles britanniques de l’orbe européen pour le Grand Large. Dorénavant, quelque soit le régime, Londres recherchera sur le Vieux Monde un équilibre entre puissances continentales et ambitionnera à bâtir sur les océans une hégémonie thalassocratique totale. On retrouve dans cette ambition géopolitique le prométhéisme que reprendra plus tard Washington.

En prométhéen volontariste, Homo americanus veut maîtriser son monde et l’utiliser, le rentabiliser. Ce type diffère de la matrice européenne. « Si l’on accepte [la thèse de Charles A. Beard], on peut alors en conclure que les citoyens américains, par suite de deux cents de sélection sociale et biologique, constituent aujourd’hui un type infra-européen particulier qui, même si son phénotype semble européen, a propension à se comporter comme un agent économique. […] On peut donc utiliser Homo economicus comme un synonyme d’Homo americanus, étant donné que les Américains postmodernes se concentrent exclusivement sur l’accumulation de marchandises, au point de devenir eux-mêmes des marchandises périssables (p. 67). »

Prométhéenne est donc la genèse du peuple des États-Unis. « On pourrait fort bien soutenir que la création de l’Amérique fut le résultat de la volonté de puissance suprême du génie européen, c’est-à-dire une forme ultime de prométhéisme européen, quelque chose d’inconnu dans les autres civilisations et de sans précédent dans toute l’histoire occidentale (pp. 43 – 44). » « Certes, l’Amérique, assure Sunic, est le pays le moins homogène de l’hémisphère occidental quant à l’origine de ses citoyens, à leurs modes de vie et aux rêves qu’ils nourrissent. Cependant, quelle que soit leur origine raciale et sociale ou leur situation, les Américains possèdent un trait commun caractéristique, à savoir le rejet de leurs racines, même si ce rejet peut traduire un désir secret de se re-projeter dans ce qu’ils étaient précédemment ou dans des racines enjolivées (pp. 42 – 43). » N’oublions jamais que cette Amérique-là s’est construite contre l’Europe, contrairement à l’Argentine, par exemple, qui synthétise l’Espagne et l’Italie et qui s’apprécie en tant que continuation de l’esprit européen dans le Nouveau Monde.

L’impératif puritain associé plus tard aux Lumières du XVIIIe siècle détache fatalement les futurs États-Unis de l’ensemble européen. La rupture avec la Couronne britannique concrétise cet éloignement définitif. Néanmoins, « on peut aussi soutenir, d’un point de vue racialiste et sociobiologique, que les premiers Américains, au moins jusqu’au milieu du XIXe siècle, constituaient un patrimoine héréditaire capable d’essuyer, au propre comme au figuré, les tempêtes que ceux qui étaient restés derrière eux en Europe, particulièrement aux XVIIIe et XIXe siècles, ne furent pas capables d’affronter, ni physiquement ni affectivement. “ Surhommes ” outre-Atlantique, les premiers Américains ont dû faire preuve d’une grande résistance physique pour répondre à la “ sélection naturelle ” dans leur nouvelle patrie. Il est incontestable que les rigueurs du climat et une vie difficile pleine d’impondérables dans l’Ouest de cette époque ont dû provoquer une sélection sociobiologique qui, avec le temps, donna naissance au fameux type américain. Les clivages sociaux entre et parmi les Américains, leur mobilité sociale sans précédent et leur profusion de modes de vie différents rendent donc impossible out stéréotype préconçu d’une espèce américaine “ unique ”, à savoir Homo americanus (p. 44) ». Cette dernière assertion est-elle vraiment fondée ? Homo americanus surgit du creuset fondateur des XVIIe et XVIIIe siècles, façonné à la fois par la lecture quotidienne de la Bible et de l’Encyclopédie. Pour mieux cerner cette idiosyncrasie nouvelle, américaine, Tomislav Sunic aurait pu mentionner les fameuses Lettres d’un cultivateur américain de Michel-Guillaume de Crèvecoeur. Ce témoin exceptionnel des débuts de l’homme américain montre que l’Américain est en réalité « un mélange d’Anglais, d’Écossais, d’Irlandais, de Français, de Hollandais, d’Allemands, de Suédois. De ce fonds bigarré, cette race qu’on appelle les Américains est née. […] Dans ce grand asile américain, les pauvres de l’Europe, par quelque moyen que ce soit, se sont rencontrés […]. Il est en même temps un Européen, de là cet étrange mélange de sang que nous ne trouverez dans aucun autre pays. […] Il est un Américain celui qui, laissant derrière lui tous ses anciens préjugés et ses anciennes manières, en prend de nouveaux dans le genre de vie qu’il a choisi, dans le nouveau gouvernement auquel il se soumet, dans la nouvelle charge qu’il occupe. […] Ici, les individus de toutes le s nations sont brassés et transformés en une nouvelle race d’hommes, dont les travaux et la postérité causeront un jour de grands changements dans le monde. L’Américain est un nouvel homme, qui agit selon de nouveaux principes; il doit par conséquent nourrir de nouvelles idées et se former de nouvelles opinions (7) ».

Malgré des flux consécutifs d’immigration aux XIXe et XXe siècles, la maturation psychique des États-Unis s’élabore dès l’époque des Lumières. Considérant que « la géographie est le destin de l’Amérique (p. 194) », les Insurgents, lecteurs des Philosophes et connaisseurs des révolutions anglaises du siècle précédent (celle de Cromwell et de la  « Glorieuse Révolution » de 1688 – 1689), appliquent à leur nouvel espace les théories de l’Encyclopédie, y compris les plus égalitaires. Quand en France l’Assemblée Nationale Constituante (1789 – 1791) souhaite remplacer les cadres administratifs complexes de l’Ancien Régime (les provinces, les pays d’États et d’élection, les généralités) par les départements, certains constituants entendent diviser le territoire français par un quadrillage géométrique. Finalement, l’Assemblée entérine une solution plus adaptée aux finages, au relief et aux particularités paysagères locales. Ce désir de géométrisation du territoire se retrouve aux États-Unis avec le township qui est l’unité cadastrale de base du maillage mis en place en 1785 à l’Ouest des Appalaches. Il s’agit d’un découpage de 6 à 54 miles carrés (soit 15,6 km2 à 140,4 km2) qui se divise souvent en trente-six sections et qui permet la délimitation tant administrative qu’agricole des espaces de l’Ouest. Pourquoi les États fédérés ont-ils une forme assez géométrique ? Pourquoi le Texas, par exemple, a-t-il des angles droits à ses frontières ? Il n’y a pas de mystère. Ce n’est que l’application du township quelque peu modifié parfois par la présence d’obstacles naturels comme la partie septentrionale de l’Idaho avec les Montagnes Rocheuses. Le township symbolise la volonté des esprits éclairés de rationaliser l’espace géographique afin de préserver la meilleure égalité possible au sein de l’Union.

Des frères jumeaux égalitaristes

Nonobstant leurs nombreuses grandes fortunes, les États-Unis se réclament toujours de l’égalité et de ses succédanés contemporains (la discrimination positive, l’antiracisme). « L’idéologie américaine interdit l’essor des valeurs éthiques et politiques qui justifient les différences hiérarchiques, telles qu’elles existaient au Moyen Âge (p. 271) ». Pire, « après la disparition de l’Union soviétique, des traits cryptocommunistes, qui étaient latents au sein de l’américanisme ou avaient été soigneusement dissimulés durant la guerre froide, commencèrent subitement à apparaître. Il fallait s’y attendre, étant donné que l’Amérique, tout comme l’ex-Union soviétique, s’ancre juridiquement dans les mêmes principes égalitaires (pp. 79 – 80) ». Fort  de son vécu dans le monde communiste, Tomislav Sunic attribue à Homo americanus et à Homo sovieticus une gémellité irréfragable : « la propension égalitaire, qui s’observait naguère chez l’Homo sovieticus communiste, est bien en marche et porte un nouveau nom en Amérique et dans l’Europe américanisée (p. 270) ».

Quitte à soulever l’indignation des bien-pensants, Tomislav Sunic estime que « les deux systèmes s’efforcèrent de créer un “ homme nouveau ”, délesté de son encombrant passé et prêt à entrer dans un monde insouciant et blasé à l’avenir égalitaire radieux (p. 80) ». « C’est donc une erreur de croire que le discours dominant sur l’égalité, accompagné du principe chiliastique de l’espérance, disparaîtra parce que l’Union soviétique communiste a disparu. Bien au contraire. En ce début de troisième millénaire, l’immense métarécit égalitaire, incarné par l’américanisme, est toujours en vie et actif, ce qui est particulièrement manifeste dans l’Université et dans les grands médias américains. La croyance utopique à l’égalité constitue le dernier grand espoir de millions de nouveaux arrivants non européens installés en Amérique (p. 82). » Ces millions d’immigrés, clandestins ou non, qui arrivent aux États-Unis restent fascinés par l’image qu’on leur en donne à travers les feuilletons télévisés et autres soaps sous-culturels. On arrive au moment crucial « que l’Amérique bien qu’elle soit une utopie qui s’est réalisée au début du XXIe siècle, demeure une utopie bancale, uniquement destinée aux immigrants du tiers-monde (p. 99) ». Il existait naguère une autre utopie réalisée quoique imparfaite qui se fracassa finalement sur la réalité : l’U.R.S.S.

Les États-Unis d’Amérique ne seraient-ils pas une Union soviétique occidentale ? La comparaison, osée certes, se justifie, car « il ne faut pas oublier que le communisme, tel qu’il fut mis en pratique en Russie et en Europe de l’Est, avait été conçu dans les universités d’Europe de l’Ouest et d’Amérique (p. 100) ». Le caractère soviétique des U.S.A. (ou les traits américanistes de l’U.R.S.S.) devient évident quand, d’une part,      « les deux systèmes – l’un révolu, l’autre toujours présent, sous couvert de démocratie, de progrès et de croissance économique illimitée – ont été fondés sur la notion philosophique de finitude et ont exclu les autres solutions idéologiques (p. 75) » et, d’autre part, « Homo sovieticus et Homo americanus furent et sont toujours tous deux des produits du rationalisme, des Lumières, de l’égalitarisme et de la croyance au progrès. Ils croient tous deux à un avenir radieux. Tous deux claironnent le slogan selon lequel tous les hommes sont créés égaux (p. 108) ».

L’ère moderne n’étant pas achevé, il est cohérent que le type américain atteigne un nouveau palier d’évolution (ou d’involution). « Après la fin de la guerre froide et, en particulier, après le choc provoqué par l’attentat terroriste du 11 septembre 2001 contre l’Amérique, Homo americanus s’est transformé en un type mondial postmoderne achevé qui, bien qu’originaire des États-Unis, se développe aujourd’hui dans toutes les parties du monde. Il ne se limite plus au territoire des États-Unis ou à une région spécifique du monde mais est devenu un type mondial complet, comparable à son ancien frère jumeau et pendant, Homo sovieticus, qui a achevé lamentablement son parcours historique (p. 83). » Homo americanus serait-il donc l’agent conscient et volontaire de l’État universel à venir ? Très probablement. Il n’y a qu’à voir « la Chine [qui] est un exemple concret d’une gigantesque société de masse qui a réussi à conjuguer avec pragmatisme économie planifiée et économie de marché. Il est probable que l’Amérique se livre à une expérience socio-économique similaire dans les prochaines années (p. 89) ».

L’Amérique-monde

L’expression « Amérique-monde » revient à l’essayiste néo-conservateur, ultra-libéral et ancien gauchiste hexagonal Guy Millière (8). Comme naguère l’U.R.S.S., les États-Unis véhiculent un messianisme séculier profondément puritain.

Tomislav Sunic pense toutefois que « c’est souvent contre sa propre volonté que l’Amérique est devenue une superpuissance militaire (p. 45) ». C’est une appréciation contestable. Une fois la conquête de l’Ouest achevé aux dépens des tribus amérindiennes exterminées et des Mexicains refoulés, dès la fin du XIXe siècle, Washington prend de l’assurance et s’affirme sur la scène internationale en tant que puissance montante. Qui sait qu’en 1914, les États-Unis sont déjà le premier créancier des États européens ? Si c’est sous la présidence fortuite de Théodore Roosevelt (1901 – 1909) que les États-Unis se lancent dans une forme de colonialisme, ils avaient déjà acheté en 1868 l’Alaska à la Russie. L’année 1898 est déterminante dans leur expansionnisme avec l’annexion des îles Hawaï et la guerre contre l’Espagne qui fait tomber dans leur escarcelle étoilée Cuba, les Philippines et l’île océanienne de Guam. En 1905, Roosevelt sert d’intermédiaire dans la résolution du conflit russo-japonais et envoie régulièrement les Marines en Amérique latine.

Contrairement aux sempiternels clichés, l’isolationnisme et l’interventionnisme ne sont que les deux facettes d’une seule et même finalité dans les relations internationales : la suprématie mondiale et la promotion du « modèle américain ». Les États-Unis se pensent comme nouveau « peuple élu » à l’échelle du monde ! Tomislav Sunic rappelle que « les mythes fondateurs américains s’inspirèrent de la pensée hébraïque (p. 157) » et que « l’américanisme postmoderne n’est que la dernière version laïque de la mentalité juive (p. 162) ». Sur ce point précis, l’auteur semble oublier que Cromwell fut le premier dirigeant européen à entériner la présence définitive de la communauté juive considérée comme une aînée respectable. Cette judéophilie  a traversé l’Atlantique. « La raison pour laquelle l’Amérique protège tant l’État d’Israël n’a pas grand-chose à voir avec la sécurité géopolitique de l’Amérique. En fait, Israël est un archétype et un réceptacle pseudo-spirituel de l’idéologie américaine et de ses Pères fondateurs puritains. Israël doit faire office de Surmoi démocratique à l’Amérique (p. 172) ». Plus loin, Sunic complète : « métaphysiquement, Israël est un lieu à l’origine spirituelle de la mission divine mondiale de l’Amérique et constitue l’incarnation de l’idéologie américaine elle-même (p. 212) ».

Les Étatsuniens ont par conséquent la certitude absolue d’avoir raison au mépris même d’une réalité têtue. Puisque « les maîtres du discours dans l’Amérique postmoderne disposent de moyens puissants pour décider du sens de la vérité historique et pour le donner dans leur propre contexte historique (p. 207) », « le système occidental moderne, qui s’incarne dans le néoprogressisme postmoderne et dont l’Amérique et son vecteur, Homo americanus, sont le fer de lance, a imposé son propre jargon, sa propre version de la vérité et son propre cadre d’analyse (p. 53) ».

Depuis 1945, l’antifascisme et le soi-disant multiculturalisme contribuent de façon consubstantielle au renouvellement permanent de l’américanisme. Les États-Unis virent dans la fin subite du bloc soviétique le signe divin de leur élection au magistère universel. Désormais, la fin de l’histoire était proche et l’apothéose de l’« Amérique » certaine. Pour Sunic, « il n’est pas exagéré de soutenir, à l’instar de certains auteurs, que le rêve américain est le modèle de la judaïté universelle, qui ne doit pas être limitée à une race ou à une tribu particulière en Amérique, comme elle l’est pour les Juifs ethnocentriques, lesquels sont bien conscients des sentiments raciaux de leur endogroupe. L’américanisme est conçu pour tous les peuples, toutes les races et les nations de la Terre. L’Amérique est, par définition, la forme élargie d’un Israël mondialisé et n’est pas réservé à une seule tribu spécifique. Cela signifie-t-il, partant, que notre fameux Homo americanus n’est qu’une réplique universelle d’Homo judaicus ? (p. 158) ». Serait-ce la raison que « le sens actuel de la postmodernité trouve en partie sa source dans ce que nous a légué la Seconde Guerre mondiale (p. 245) » ?

Il en résulte une glaciation des libertés réelles au profit d’une « liberté » incantatoire et fantasmatique. Les libertés d’opinion et d’expression se réduisent de plus en plus sous les actions criminogènes d’un « politiquement correct » d’émanation américaniste.

Un despotisme en coton

« L’hypermoralisme américain est un prêt-à-porter intemporel pour toutes les occasions et pour tous les modes de vie (p. 153). » Supposée être une terre de liberté et d’épanouissement individuel, les États-Unis en sont en réalité le mouroir dans lequel règne une ambiance de suspicion constante. « Dans le système atomisé de l’américanisme, la dispersion du pouvoir conduit inévitablement à une terreur dispersée dans laquelle la frontière entre la victime et le bourreau ne peut que disparaître (p. 268). » On atteint ici le summum de la surveillance panoptique avec un auto-contrôle mutuel idoine où tout le monde observe tout un chacun (et réciproquement !).

La mode de la « pensée conforme » se déverse en Europe où s’affirme progressivement Homo americanus. « L’Europe n’est-elle pas une excroissance de l’Amérique – quoique, du point de vue historique, de manière inversée ? Le type américain, Homo americanus, existe désormais dans toute l’Europe et a gagné en visibilité aux quatre coins de l’Europe – non seulement à l’Ouest, mais aussi à l’Est post-communiste. De là un autre paradoxe : la variante tardive d’Homo americanus, l’Homo americanus européen, semble souvent déconcentrer les Américains qui visitent l’Europe à la recherche d’un “ vrai ” Français, d’un “ vrai ” Allemand ou d’un “ vrai ” Hollandais insaisissable. À cause du processus de mondialisation et du fait que l’impérialisme culturel américain est devenu le vecteur principal d’une nouvelle hégémonie culturelle, il est de plus en plus difficile de faire la différence entre le mode de vie des citoyens américains et le mode de vie des citoyens européens (pp. 46 – 47). » Cette situation provient de l’ardente volonté de puissance géopolitique des États-Unis. Jusqu’à présent, « le grand avantage de l’Amérique est son caractère monolithique, son unité linguistique et son idéologie apatride fondée sur le concept de gouvernement mondial. C’est pour cette raison que le système américain a été jusqu’ici mieux placé que tout autre pour cultiver son hégémonie mondiale (pp. 190 – 191) ». Or, comme Samuel P. Huntington le constata avec effroi (9), la structure ethnique même des U.S.A. se brouille si bien qu’« en ce début de troisième millénaire, l’Amérique n’a d’autre choix que d’exporter son évangile démocratique universel et d’importer d’inépuisables masses d’individus non européens qui ne comprennent pas les anciennes valeurs européennes. Il est inévitable que l’Amérique devienne de plus en plus un plurivers racial (pp. 178 – 179) ». L’exemple étatsunien vire à la forme postmoderniste de totalitarisme mou ou du despotisme cotonneux inévitable pour gérer l’hétérogénéité ethno-raciale croissante sur son sol et les résistances extérieures à l’imposition de son idéologie. Dans l’histoire, les ensembles politiques trop composites sur le plan ethnique ne tiennent que par et grâce une autorité incontestée car féroce et sans pitié. « Dans une société multiraciale postmoderne comme celle de l’Amérique, tout cela était prévisible et inévitable. Il semble qu’une société multiraciale, comme la société américaine, devient vite extrêmement intolérante, pour la simple et bonne raison que chaque groupe racial ou ethnique qui la constitue veut faire prévaloir sa propre version de la vérité historique (p. 109). » On se trouve alors en présence d’une querelle des mémoires victimologiques que Tomislav Sunic développe dans La Croatie : un pays par défaut ? (10).

Legs du puritanisme et de l’Ancien Testament, l’intolérance constitue le cœur même de la société U.S. Ainsi, « en Amérique et en Europe, l’économie de marché elle-même est devenue une forme de religion laïque, dont les principes doivent être englobés dans le système juridique de chaque pays. […] L’efficacité économique est considérée comme le seul critère de toute interaction sociale. C’est la raison pour laquelle on regarde les individus qui peuvent avoir des doutes au sujet des mythes fondateurs de l’économie libérale comme des ennemis du système (p. 130). » Ensuite, assisté par les éternelles belles âmes, « l’Occident, sous la houlette des élites américaines, aime rappeler aux pays qui ne sont pas à son goût la nécessité de faire respecter les droits de l’homme. Cependant, tous les jours, des individus sont renvoyés, sanctionnés ou envoyés en prison sous l’inculpation de racisme, de xénophobie ou de “ délit motivé par la haine ” et, mystérieusement, tout cela passe inaperçu (p. 142) ».

Tomislav Sunic établit un parallèle entre la Reconstruction, cette période qui fait suite à la Guerre de Sécession de 1865 à 1877, et l’occupation anglo-saxonne de l’Allemagne après 1945. Avec près de cent ans d’écart, il remarque, horrifié, que « le Sud, après la guerre de Sécession, fut contraint de subir une rééducation semblable à la rééducation et au reformatage que les Américains firent subir aux esprits européens après 1945 (p. 254) ». Les Européens ignorent souvent que l’après-Guerre civile américaine fut terrible pour les États vaincus du Sud. Si le Tennessee ré-intègre l’Union dès 1866, les anciens États confédérés vivent une véritable occupation militaire. Dans le sillage des « Tuniques bleues » arrogantes déboulent du Nord des aventuriers yankees (les tristement fameux Carpetbaggers) et leurs supplétifs locaux, les Scalawags, alléchés par l’appât du gain et les possibilités de pillage légal. Ces réactions de résistance aux brigandages des Nordistes souvent liés au Parti républicain s’appellent le premier Ku Klux Klan, la Withe League et les Knights of the White Camelia. Au lendemain de la Seconde Guerre mondiale, fort du précédent sudiste, l’U.S. Army, cette fois-ci assisté par l’École de Francfort en exil et les universitaires marxistes, entreprend de laver le cerveau des Allemands et aussi des Européens. Certaines opinions cessent de l’être pour devenir des « délits » ou des « crimes contre la pensée » en attendant d’être assimilées à des « maladies mentales » et d’être traitées comme à l’époque soviétique par des traitements psychiatriques, le tout de manière feutrée, parce qu’« il est difficile de repérer la police de la pensée moderne, que ce soit aux États-Unis ou en Europe. Elle se rend invisible en se dissimulant sous des termes rassurants comme “ démocratie ” et “ droits de l’homme ” (p. 117) ». Pourtant, la discrétion répressive est moins de mise aujourd’hui et le soupçon se généralise… Ainsi, « le mot “ démocratie ” a acquis à la fin du XXe siècle une signification sacro-sainte; il est considéré comme le nec plus ultra du discours politique normatif. Mais il n’est pas exclu que, dans une centaine d’années, ce mot acquière un sens péjoratif et soit évité comme la peste par les futurs meneurs d’opinion ou la future classe dirigeante de l’Amérique (p. 10) » surtout si se renforcent les connivences entre microcosme politicien et médiacosme. « La médiacratie postmoderne américaine agit de plus en plus de concert avec le pouvoir exécutif de la classe dirigeante. Il s’agit d’une cohabitation corrective au sein de laquelle chaque partie établit les normes morales de l’autre (p. 223). » Faut-il après se scandaliser que politicards et journaleux convolent en justes noces ?

Sous l’égide des penseurs de l’École de Francfort, on encense une nouvelle religion séculière, le patriotisme constitutionnel qui « est désormais devenu obligatoire pour tous les citoyens de l’Union européenne [et qui] comprend la croyance en l’État de droit et à la prétendue société ouverte (p. 129) ». Une véritable chape de plomb s’abat en Europe. Il paraît désormais évident que « les dispositions constitutionnelles sur la liberté de parole et la liberté d’expression dont se vantent tant les pays européens sont en contradiction flagrante avec le code pénal de chacun d’entre eux qui prévoit l’emprisonnement pour quiconque minimise par l’écrit ou par la parole l’Holocauste juif ou dévalorise le dogme du multiculturalisme (pp. 126 – 127) ». Plutôt que pourchasser les trafiquants de drogue, les agresseurs de personnes âgées, les bandes de violeurs, flics, milices privées sous l’égide des ligues de petite vertu dites « antiracistes » et tribunaux préfèrent traquer écrits et sites Internet mal-pensants. « Une des caractéristiques fondamentales de l’américanisme et de son pendant, le néolibéralisme européen, est d’inverser le sens des mots, qui peuvent à leur tour être utilisés avec à-propos par les juges de chaque État européen pour faire taire ses hérétiques (p. 118) ». Il en est en outre inquiétant de lire que « le “ politiquement correct ”, type singulier du contrôle de la pensée, ne disparaîtra pas du jour au lendemain de la vie politique et intellectuelle de l’Amérique et de l’Europe postmoderne. En fait, en ce début de nouveau millénaire, il a renforcé son emprise sur toutes les sphères de l’activité sociale, politique et culturelle (p. 141) ». Son emprise déborde des médias, de l’État, de la politique et de l’école pour se répandre dans le sport et le monde de l’entreprise. On est sommé de suivre ces injonctions où qu’on soit !

Bien sûr, « l’atmosphère d’inquisition actuelle dans l’Europe postmoderne est due aux propres divisions idéologiques européennes, qui remontent à la Seconde Guerre mondiale et même à la Révolution française. Le climat de censure intellectuelle est devenu frappant après l’effondrement du communisme et l’émergence de l’américanisme, désormais seul référent culturel et politique (p. 193) ». Dans la perspective de briser cette « pensée en uniforme » (11), il ne faut pas négliger « d’examiner les origines judaïques du christianisme et la proximité de ces deux religions monothéistes qui constituent les fondements de l’Occident moderne. Il n’y a que dans le cadre du judéo-christianisme que l’on peut comprendre les aberrations démocratiques modernes et la prolifération de nouvelles religions civiques dans la postmodernité. Lorsque, par exemple, un certain nombre d’auteurs révisionnistes américains appellent l’attention sur les contradictions qui existent dans le récit historique de la Seconde Guerre mondiale ou examinent d’un œil critique l’Holocauste juif, ils semblent oublier les liens religieux judéo-chrétiens qui ont modelé la mémoire historique de tous les peuples européens. Les propos de ces historiens révisionnistes auront par conséquent très peu de cohérence. Le fait de dénoncer le mythe présumé de l’Holocauste juif, tout en croyant à la mythologie de la résurrection de Jésus-Christ, est la preuve d’une incohérence morale (p. 170) ».

Adversaires et partisans de l’américanisme possèdent bien souvent un fond intellectuel commun, d’où l’âpreté des conflits internes et des convergences avec le communisme. Il n’est pas paradoxal que les libéraux-libertaires défendent « sans relâche l’idéologie du multiculturalisme, de l’égalitarisme et du mondialisme, c’est-à-dire toutes les doctrines qui étaient autrefois destinées à constituer le système communiste parfait. La seule différence est que l’adoption du capitalisme des managers et de l’historiographie judéocentrique moderne a rendu plus efficace la variante américanisée du politiquement correct (pp. 141 – 142) ».

Le communisme, assomption de l’américanisme !

Pour paraphraser Marx, le spectre du communisme continue à hanter l’Occident, en particulier les États-Unis. Sunic constate que « le communisme a beau être mort en tant que religion programmatique, son substrat verbal est toujours vivant dans l’américanisme, non pas uniquement chez les intellectuels de gauche, mais aussi chez les Américains qui professent des opinions conservatrices (p. 105) ». À ce sujet, un conservatisme étatsunien est-il vraiment possible ? L’auteur répond que « le conservatisme moderne américain ne va pas jusqu’à constituer un oxymore historique et, d’ailleurs, on se demande s’il reste encore quelque chose à conserver en Amérique. L’américanisme, par définition, est une idéologie progressiste qui rejette toute idée d’une société et d’un État traditionnel européen. Par conséquent, le conservatisme américain est un anachronisme sémantique (p. 248) ». Et gare aux leurres de la radicalité qui témoignent du profond réductionnisme inhérent à l’américanisme tels que « l’eugénisme et le racialisme, bien qu’ils soient généralement associés à la droite radicale et au traditionalisme, sont aussi le produit des Lumières et de l’idéologie du progrès (p. 249) » !

Les milieux « conservateurs » américains témoignent par ailleurs d’un incroyable fétichisme envers la Constitution de 1787 pourvue de toutes les qualités et saturée de modernité lumineuse. Par le respect qu’elle suscite, ce texte constitutionnel est le Coran des États-Unis et les juges de la Cour suprême sont des théologiens qui décident de sa signification. En outre, de nombreux juges se déclarent strict constructionists : ils entendent respecter le texte de la Constitution à la lettre et se refusent à toute interprétation de son esprit. Les paléo-conservateurs hier, le Tea Party aujourd’hui prônent le retour littéral à la pratique fondatrice idéalisée. Ils se fourvoient. Il y a un nouveau paradoxe. « De nombreux conservateurs et racialistes américains supposent à tort qu’il serait possible de conserver l’héritage des Pères fondateurs, tant en établissant une société hiérarchique stricte fondée sur les mérites raciaux des Américains blancs dominants. Cependant, la dynamique historique de l’américanisme a montré que cela n’était pas possible. Une fois que la vanne est ouverte à l’égalitarisme – aussi modeste que cette ouverture puisse sembler au début -, la logique de l’égalité gagnera du terrain et finira par aboutir à une forme changeante de tentation protocommuniste (p. 87) (12). » Se détournant de possibilités conservatrices timorées, l’américanisme préfère le progressisme et même le communisme. Tomislav Sunic avance même que, « dans les prochaines années, les avantages sociaux communistes, aussi spartiates qu’ils parussent autrefois aux observateurs étrangers, seront très demandés par un nombre croissant de citoyens en Amérique et dans l’Europe américanisée (p. 89) ». L’avenir de l’Occident serait donc un système communiste perfectionné par rapport au cas soviétique désuet. « Curieusement, plaide-t-il, peu de spécialistes américains du communisme examinèrent les avantages cachés du communisme à la soviétique, tels que la sécurité économique et le confort psychologique dû à l’absence d’incertitude concernant le futur, toutes choses que la version soviétique du communisme était mieux à même de procurer à ses masses que le système américain (p. 84) ».

Dans un contexte de crise mondiale et de pénurie à venir, « le communisme est aussi un modèle social idéal pour les futures sociétés de masse, qui seront confrontées à une diminution des ressources naturelles et à une modernisation rapide (p. 88) ». L’hyper-classe oligarchique mondialiste n’est finalement qu’une nouvelle Nomenklatura planétaire…

Le recours néo-sudiste

S’« il s’agit surtout d’attaquer l’idéologie du progrès, qui est la clé de voûte de l’américanisme et du monde américanisé dans son ensemble, en particulier depuis 1945 (pp. 243 – 244) », les pensées conservatrices actuelles, trop mâtinées de libéralisme, n’ont aucune utilité. Il y a pourtant urgence, surtout aux États-Unis ! « Historiquement, souligne Sunic, le tissu social de l’Amérique est atomisé; cependant, avec l’afflux d’immigrants non européens, la société américaine risque de se balkaniser complètement. Les affrontements interraciaux et le morcellement du pays en petites entités semblent imminentes (p. 218). » N’est-ce pas une bonne nouvelle ? Non, parce qu’« il se peut que l’Amérique et sa classe dirigeante disparaissent un jour ou que l’Amérique se morcelle en entités américaines de plus petites dimensions, mais l’hyperréalité américaine continuera de séduire les masses dans le monde entier (p. 232) » comme Rome a séduit les peuples germaniques à l’aube du Haut Moyen Âge !

Puisque « en raison de son rejet radical des dogmes égalitaires, Nietzsche pourra être un moteur important de la renaissance des Américains d’origine européenne et de leur renouveau spirituel, une fois qu’ils se seront libérés du dogme puritain de l’hypermoralisme (p. 244) », la réponse ne viendrait-elle pas dans l’invention d’« un système américain qui, tout en rejetant la forme égalitaire de la postmodernité, pourrait remettre à l’honneur les idées et les conceptions des penseurs antipuritains américains antérieurs à l’ère des Lumières (p. 244) » ? Croyant que l’« Amérique » blanche peut encore se corriger et surseoir son déclin, Tomislav Sunic rend un vibrant hommage aux théoriciens « agrariens du Sud » dont les réflexions s’apparentent aux idées de la Révolution conservatrice européenne. Il aimerait qu’on distinguât enfin « l’américanisme nomade de l’américanisme traditionnel et enraciné du Sud (p. 239) ». Sunic invite les Étatsuniens à recourir au Sud. Mais attention ! « Le Sud n’était pas une simple partie géographique de l’Amérique du Nord; c’était une civilisation autre (p. 256). » Maurice Bardèche l’avait déjà proclamé dans son célèbre Sparte et les sudistes (13). Or un tel réveil relève de l’impossibilité. Du fait de la rééducation des esprits après 1865, le Sud est devenu une annexe du puritanisme le plus fondamentaliste (la fameuse Bible Belt) qui vote massivement pour les candidats républicains. Dixie est bien oubliée ! Certes, « on pourrait extrapoler et postmoderniser dans un nouveau contexte l’héritage du Sud perdu, tout en conservant ses principes, qui sont officiellement rejetés comme réactionnaires et “ non américains ” (p. 243) ».

Il n’empêche, le recours au Sud répondrait au défi postmoderniste. Y a-t-il aux États-Unis une prise de conscience néo-sudiste ? Si c’est le cas, « avec la mort du communisme et l’affaiblissement de l’américanisme postmoderne, il se pourrait que l’on assiste à la naissance d’une nouvelle culture américaine et au retour de l’antique héritage européen. Qui peut contester qu’Athènes fut la patrie de l’Amérique européenne avant que Jérusalem ne devienne son douloureux édifice ? (p. 183) ». Sunic n’est-il pas en proie au syndrome Scarlett O’Hara et à une idéalisation du Sud ? La Constitution de la Confédération des États d’Amérique reprenait largement la Constitution de 1787 et s’inscrivait dans la veine des Lumières… Pour lui, l’esprit néo-sudiste doit retrouver une européanité endormie, car « si les Américains d’origine européenne veulent éviter de sombrer dans l’anarchie spirituelle, il leur faudrait remplacer leur vision du monde monothéiste par une vision du monde polythéiste, qui seule peut garantir le “ retour des dieux ”, c’est-à-dire la pluralité de toutes les valeurs. À la différence de la fausse humilité et de la peur de Dieu des chrétiens, les croyances polythéistes et païennes mettent l’accent sur le courage, l’honneur personnel et le dépassement spirituel et physique de soi (p. 177) (14) ». Sunic assène même qu’« on peut soutenir que le rejet du monothéisme n’implique pas un retour à l’adoration des anciennes déités indo-européennes ou la vénération de certains dieux et de certaines déesses exotiques, et que ce dont il s’agit, c’est forger une nouvelle civilisation ou, plutôt, une forme modernisée de l’hellénisme scientifique et culturel, autrefois considéré comme le creuset commun de tous les peuples européens. On ne peut certainement pas soutenir qu’il faut une conquête de la terre; au contraire, qui dit polythéisme dit conception d’une nouvelle communauté de peuples européens en Amérique, dont le but devrait être la quête de leur héritage ancestral et non son rejet […]. Revenir à ses racines européennes, ce n’est pas adopter une conception sectaire d’une religion loufoque, comme c’est souvent le cas dans l’Amérique postmoderne. C’est retrouver la mémoire transcendante préchrétienne qui s’est perdue (p. 173) ».

Cette ré-orientation nécessaire de l’« Américain » permettrait-il enfin aux Boréens des deux rives de l’Atlantique de se retrouver et d’affronter ensemble les défis de leur temps ? L’auteur en imagine les conséquences : « Homo americanus, dans un contexte différent et dans un système de valeurs différent, pourrait être vu comme un type positif, c’est-à-dire comme le prototype d’un nouvel homme prométhéen dont les valeurs antimercantiles, anticapitalistes et anti-égalitaires diffèrent de celles qu’afficha l’homme qui débarqua du Mayflower et dont les descendants finiront à Wall Street. Si, comme le soutiennent les postmodernistes, l’Amérique devrait être une entité pluraliste et hétérogène, c’est-à-dire un pays formé de millions de récits multiculturels, alors il faut aussi accepter l’héritage de l’eugénisme et du racialisme et, surtout, l’incorporation des cultures traditionnelles européennes en son sein. Selon cette définition, l’Amérique pourrait conjuguer traditionalisme et hypermodernisme; elle pourrait devenir le dépositaire des valeurs traditionnelles et des valeurs postmodernes européennes (p. 245) ». Réserves faites à la référence à l’homme prométhéen éminemment postmoderniste (on aurait préféré à la rigueur l’homme faustien qui a, lui, le sens du tragique), à un matérialisme biologique fort réducteur et à un messianisme sudiste inversé au messianisme puritain nordiste, n’est-ce pas en dernière analyse un appel à l’archaïsme dans un univers mis en forme par la technique, un sous-entendu appuyé à l’archéofuturisme cher à Guillaume Faye ? Et puis, foin d’Homo americanus, d’Homo sovieticus et d’Homo occidentalis, que s’épanouisse Homo europeanus ! Comment ? En premier lieu, par le biais de mythes mobilisateurs. Or, ayant adopté malgré lui un pragmatisme propre aux Étatsuniens, Tomislav Sunic critique « diverses théories, inventées par des théoriciens européens anti-américains, notamment à propos d’un axe Berlin – Paris – Moscou ou de la perspective d’un empire eurasien, semblent stupides et traduisent les fantasmes caractéristiques des Européens de droite qui se sont mis eux-mêmes en marge de la vie politique. Ces théories ne reposent pas sur des faits empiriques solides (p. 190) ». Même si ces projets géopolitiques « non empiriques » ne se concrétiseront jamais, ils peuvent agir sur les mémoires collectives, leur imaginaire et leurs sensibilités, et les conduire sur une voie euro-identitaire sympathique. Non, les États-Unis ne sont pas notre aurore, mais notre crépuscule historique. America delenda est et leur indispensable ré-européanisation passera très certainement par une reconquista latino-américaine. On aura compris que l’essai de Tomislav Sunic apporte un regard original sur notre Modernité tardive et ses tares.

Georges Feltin-Tracol

Notes

1 : Lucien Jaume, Tocqueville. Les sources aristocratiques de la liberté, Fayard, Paris, 2008.

2 : Suivant une habitude lexicale généralisée au monde occidental, Tomislav Sunic parle de l’« Amérique » et des « Américains » pour désigner les États-Unis et leurs habitants. Or les États-Unis d’Amérique ne coïncident pas avec l’entièreté du continent américain puisqu’il y a les Antilles, l’Amérique centrale et l’Amérique du Sud, ni même avec le subcontinent nord-américain qui comporte encore le Canada et le Mexique. C’est un réductionnisme regrettable que d’assimiler un État, aussi vaste soit-il, à un continent entier.

3 : Sur les lectures « post-modernes » divergentes entre Jean Baudrillard et Michel Maffesoli, voir Charles Champetier, « Implosions tribales et stratégies fatales », Éléments, n° 101, mai 2001.

4 : Thomas Molnar, L’Américanologie. Triomphe d’un modèle planétaire ?, L’Âge d’Homme, coll. « Mobiles », Lausanne, 1991.

5 : Jules Monnerot, Sociologie du communisme, Gallimard, Paris, 1949.

6 : Max Weber, L’éthique protestante et l’esprit du capitalisme, Gallimard, Paris, 2003.

7 : Michel-Guillaume Jean, dit J. Hector St John, de Crèvecoeur, Lettres d’un cultivateur américain, écrites à William Seton, écuyer, depuis l’année 1770 jusqu’à 1786, Cuchet, Paris, 1787, disponible sur Gallica – Bibliothèque numérique, <http://gallica.bnf.fr/>, souligné par nous.

8 : Guy Millière, L’Amérique monde. Les derniers jours de l’empire américain, Éditions François-Xavier de Guibert, Paris, 2000.

9 : Samuel P. Huntington, Qui sommes-nous ? Identité nationale et choc des cultures, Odile Jacob, Paris, 2004.

10 : Tomislav Sunic, La Croatie : un pays par défaut ?, Avatar Éditions, coll. « Heartland », Étampes – Dun Carraig (Irlande), 2010.

11 : Bernard Notin, La pensée en uniforme. La tyrannie aux temps maastrichtiens, L’Anneau, coll. « Héritage européen », Ruisbroek (Belgique), 1996.

12 : Dans le même ordre d’idée, Tomislav Sunic estime, d’une part, que « les individus modernes qui rejettent l’influence juive en Amérique oublient souvent que leur névrose disparaîtrait en grande partie s’ils renonçaient à leur fondamentalisme biblique (p. 173) », et, d’autre part, que « les antisémites chrétiens en Amérique oublient souvent, dans leurs interminables lamentations sur le changement de la structure raciale de l’Amérique, que le christianisme est, par définition, une religion universelle dont le but est de réaliser un système de gouvernement panracial. Par conséquent, les chrétiens, qu’il s’agisse de puritains hypermoralistes ou de catholiques plus portés sur l’autorité, ne sont pas en mesure d’établir une société gentille complètement blanche ethniquement et racialement quand, dans le même temps, ils adhèrent au dogme chrétien de l’universalisme panracial (pp. 167 – 168) ». Les États-Unis sont un terreau fertile pour les rapprochements insolites et confus : des groupuscules néo-nazis exaltent la figure « aryenne » du Christ…

13 : Maurice Bardèche, Sparte et les Sudistes, Éditions Pythéas, Sassetot-le-Mauconduit, 1994.

14 : « Un système qui reconnaît un nombre illimité de dieux admet aussi la pluralité des valeurs politiques et culturelles, précise avec raison Tomislav Sunic. Un système polythéiste rend hommage à tous les “ dieux ” et, surtout, respecte la pluralité des coutumes, des systèmes politiques et sociaux et des conceptions du monde, dont ces dieux sont des expressions suprêmes (p. 182). »

• Tomislav Sunic, Homo americanus. Rejeton de l’ère postmoderne, avant-propos de Kevin MacDonald, Éditions Akribeia, 2010, 280 p., 25 € (+ 5 € de port). À commander à Akribeia, 45/3, route de Vourles, F – 69230 Saint-Genis-Laval.


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mercredi, 19 janvier 2011

Pierre Vial: Las Mascaras caen !

LAS MÁSCARAS CAEN (1)

 

Pierre VIAL (blog de Tierra y Pueblo )

 

vial01.jpgEl sitio (electrónico) WikiLeaks ha hecho un trabajo de salubridad pública al desvelar una gran cantidad de las vilezas de nuestros “grandísimos amigos americanos”. Quienes, por ejemplo, explotan a fondo –cuestión de juego limpio– el servilismo sarkozyano en beneficio propio (véase la página 4) (2).

 

Pero hay otras muchas revelaciones sobre los fondos ocultos de la política americana, que habitualmente permanecen en el secreto de los despachos afieltrados de las embajadas. Ahora, todo se extiende sobre la plaza pública y ello está bien así pues sólo los tontos y sobretodo los ciegos y los sordos voluntarios podrán decir que ellos no sabían nada...

 

 Así lo son las consignas de “vigilancia” organizada, sistemática, dadas a los diplomáticos americanos que trabajan en las Naciones Unidas, que deben espiar a sus colegas de las otras embajadas pero también a los funcionarios de la O.N.U. Un cablegrama del 31 de Julio de 2009, firmado por Hillary Clinton y clasificado por supuesto como “alto secreto”, no deja ninguna ambigüedad al respecto: Hay que descubrir y transmitir a los servicios americanos concernidos (la “Comunidad de la Información”, es decir la National Security Agency o N.S.A.) los números de las cuentas bancarias de los “objetivos”, sus números de las tarjetas de fidelización de las compañías aéreas, sus horarios de trabajo, sus huellas digitales, su ADN, su firma, sus números de teléfono móvil (con los códigos secretos, al igual que para las direcciones electrónicas). Valiendo ello también, por supuesto, para los sedicentes mejores aliados de los Estados Unidos.

 

 Estos últimos tienen pues una cuenta que saldar con el australiano Julian Assange, fundador de WikiLeeks. Quien acaba de ser oportunamente encarcelado en Inglaterra tras una orden de detención dictada contra él en Suecia por un “asunto de hábitos” –léase escándalo sexual. N. del T.–. Una “buena noticia”, apreció, sin reír, el secretario de la Defensa estadounidense Robert Gates. Mientras que WikiLeaks, desde sus primeras revelaciones, era el blanco de ataques cibernéticos, el servicio de pago por internet PayPal, después las compañías de tarjetas de crédito Visa y MasterCard interrumpían las transferencias de fondos hacia las cuentas de WikiLeaks y el banco suizo Postfinance cerraba la cuenta de Assange, congelando sus activos.

 

 No se le perdona a Assange haber revelado que, en todas las relaciones mantenidas por los Estados Unidos con los diversos países del mundo, reina un cinismo permanente. Mientras que son demostradas ciertas tendencias con mucho peso de la política americana, como el apoyo incondicional aportado a Israel.

 

 He aquí lo que nos lleva a enlazar con un asunto muy desagradable. Llegando a tener que lamentar haber tenido razón y que preferiríamos habernos equivocado. Desgraciadamente... Los hechos están ahí y son tozudos. Cuando publiqué en el número 44 de Terre et Peuple “Grandes maniobras judías de seducción hacia la extrema-derecha europea” (3), no quise citar a ciertos nombres, en beneficio de la duda. Hoy la duda ya no está permitida.

 

 De hecho, una delegación de representantes de movimientos “nacionalistas europeos” rendía visita en “peregrinación” a Israel a principios de Diciembre. Estaba compuesta, entre otros, por Heinz~Christian Strache, presidente del FPÖ austriaco, Andreas Moelzer, eurodiputado del FPÖ, Filip Dewinter y Frank Creyelmans, del Vlaams Belang (siendo Creyelmans presidente de la comisión de asuntos exteriores del Parlamento flamenco), René Statkewitz y Patrick Brinkmann (del alemán Pro NRW). Recibida en la Knesset, la delegación depositó una corona de flores ante el Muro de las Lamentaciones (ahí están las fotos de Strache y Moelzer tocados con la kipá...), después rindió visita a la frontera entre Israel y la Franja de Gaza, en la que se encontró con oficiales israelíes de alta graduación encargados de explicarle la situación sobre el terreno. Visita de la ciudad de Ashkelón, recepción por el alcalde de Sderot, entrevistas con el ministro Ayoob Kara, del Likud, y el rabino Nissim Zeev, diputado del movimiento Shas (catalogado como de “extrema-derecha”), ambos activos partidarios del Gran Israel que implica el rechazo de la evacuación de las colonias judías de Cisjordania...

 

La razón oficial de la presencia de tal delegación era la participación en un coloquio justificando la política israelita contra los palestinos. De ahí la Declaración de Israel presentada por los visitantes europeos y afirmando: «Hemos derrotado a sistemas totalitarios como el Fascismo, el Nacional~Socialismo y el Comunismo. Ahora nos encontramos ante una nueva amenaza, la del fundamentalismo islámico, y tomaremos parte en la lucha mundial de los defensores de la democracia y de los derechos del hombre». Dewinter precisó: «Visto que Israel es el puesto avanzado del Oeste libre, debemos unir nuestras fuerzas y luchar juntos contra el islamismo aquí y en nuestra casa». En pocas palabras, la trampa que ya denuncié con anterioridad ha funcionado muy bien.

 

 Esa gente, guiada por la preocupación de lograr a cualquier precio una carrera politicastra, ha elegido lo que Marine Le Pen llama la “desdiabolización”. Dicho de otro modo ponerse al servicio de Tel Aviv. Lamentable y sin duda inútil cálculo.

 

 Nosotros, tenemos una línea clara: Ni kipá ni kuffiya, ni kosher ni halal, ni Tsahal ni Hamás. No luchamos más que por los nuestros. Contra los invasores y los explotadores. ¡NO, NO MORIREMOS POR TEL AVIV!

 

Pierre VIAL

 

Traducción a cargo de Tierra y Pueblo

 

Notas del Traductor

 

1.- Artículo, a modo de editorial, aparecido originalmente en el número 46, correspondiente al Solsticio de Invierno de 2010, de la revista identitaria gala y europea Terre et Peuple. Magazine y en la página electrónica de la propia asociación identitaria homónima que la edita (véase aquí).

 

2.- En la página 4 del mismo número 46 de la referida revista Terre et Peuple y bajo el título de «Sarkozy, “el presidente más proamericano desde la Segunda Guerra Mundial”» encontramos las siguientes líneas respecto al inequívoco servilismo del “gran” presidente “francés” Nicolas Sarkozy al “gran faro de Occidente”:

No somos nosotros quienes lo decimos si no uno de los 250.000 cablegramas diplomáticos del Departamento de Estado americano revelados por el sitio electrónico WikiLeaks, que se ha dado como cometido hacer públicos a través de internet documentos oficiales que no estaban destinados a serlo (Le Monde, 30 de Noviembre y 2 de Diciembre de 2010). Dieciséis meses antes de anunciarlo al pueblo francés, Sarkozy informa, el 1º de Agosto de 2005, al embajador americano en París Craig Stapleton y al consejero económico del presidente Bush, Allan Hubbard, que será candidato en las elecciones presidenciales de 2007. Sarkozy, escribe Le Monde, «hace, durante tal encuentro, una verdadera declaración de amor a los americanos», denunciando el veto de la Francia de Chirac y de Villepin en el Consejo de Seguridad de la O.N.U. contra la invasión de Irak por los Estados Unidos, en Febrero de 2002, como “una reacción injustificable”. Tras su elección en 2007, los diplomáticos americanos que han tenido que tratar algún asunto con Sarkozy dicen adorar de él «el liberalismo, el atlantismo y el comunitarismo». ¿Comunitarismo? ¿Con relación a qué comunidad? La embajada de los Estados Unidos en Francia responde: «La herencia judía de Sarkozy y su afinidad por Israel son célebres». Tanto que nombró a la cabeza del Quai d’Orsay –sede oficial del ministerio inherente. N. del T.– a Bernard Kouchner, «el primer ministro de asuntos exteriores judío de la Vª República», de quien hay que alabar su “dedicación” cuando fue jefe de la O.N.U. en Kosovo. Y después hay que felicitarse también por el nombramiento de Jean~David Lévitte, antiguo embajador en los Estados Unidos, como consejero diplomático en el Elíseo –sede oficial de la presidencia. N. del T.–. Así como del nombramiento en el ministerio de la Defensa de Hervé Morin: «Próximo de la embajada –americana, por supuesto. N. de la R.–, amigable y directo, asume su afección por los Estados Unidos y está entre los más atlantistas de los diputados». Sarkozy no esconde su pretensión de querer el «retorno de Francia al corazón de la familia occidental» (en claro: El reingreso completo de Francia en el seno de la O.T.A.N.). En los tiempos en que, antes de 2007, Sarkozy no era todavía más que el presidente de la U.M.P., Hervé de Charrette se personó para rendir pleitesía, en su nombre, ante la embajada americana, afirmando que el futuro presidente de la República (francesa) quería que «la relación con los Estados Unidos sea la base de la diplomacia de Francia». Sarkozy, una vez convertido en el huésped del Elíseo, es ya, apuntan los diplomáticos americanos, «EL partenaire de los Estados Unidos en Europa». Algo de lo más normal, habida cuenta de «su identificación personal con los valores americanos».

 

3.- El artículo “Grandes maniobras judías de seducción hacia la extrema-derecha europea” es la lógica consecuencia de un texto previo del mismo Pierre Vial titulado Por una estrategia identitaria en Europa y hecho público el 5 de Abril de 2010. Este último puede ser consultado por el lector en la página electrónica válida de Tierra y Pueblo, tierraypueblo.blogspot.com. Mientras que el artículo sobre las referidas “grandes maniobras judías...” también puede ser consultado, originalmente en francés, en el portal electrónico de Terre et Peuple, terreetpeuple.com; y, en su versión en castellano, en el sitio electrónico de Tribuna de Europa, tribunadeeuropa.com. Otros no menos interesantes artículos relacionados con este tema fundamental que implica y marca una separación absoluta y clara entre el genuino movimiento identitario y social-patriota revolucionario europeo {representado, entre otros, por Terre et Peuple en Francia y Walonia, Thule~Seminar en Alemania, Tierra y Pueblo –hay que recordar que total y satisfactoriamente depurada, refundada y reorganizada por el propio Pierre Vial en Las Navas de Tolosa el 1º de Mayo de 2010–, M.S.R. y Frente Nacional en España, etcétera...} y la innegable extrema-derecha burguesa, liberal, atlantista y, cómo no, prosionista hasta la médula {representada, entre otros, por Vlaams Belang en Bélgica, FPÖ en Austria, Pro NRW en Alemania, Sverigedemokraterna en Suecia, los autoproclamados “Identitaires” en Francia, su correa de transmisión estratégica en España, cierto “andamiaje catalán”, etcétera...} también pueden ser consultados en el mismo sitio electrónico de Tribuna de Europa (artículo 1, artículo 2, artículo 3, artículo 4, artículo 5, artículo 6, artículo 7) y en el del Foro Frentismo, frentismo.crearforo.com.

 

vendredi, 14 janvier 2011

Un choc interne des civilisations

UN CHOC INTERNE DES CIVILISATIONS

1244568071.jpg Par Dominique Venner

Editoral de la Nouvelle Revue d'Histoire n°51 (cliquez ici)

Les comparaisons historiques sont toujours stimulantes. Celles que propose notre dossier sur les années 30 montrent à quel point nous sommes entrés dans une autre histoire et une tout autre époque.

L’histoire n’évolue pas comme le cours d’un fleuve, mais comme le mouvement invisible d’une marée scandée de ressacs. Nous voyons les ressacs, pas la marée. Ainsi en est-il du moment historique actuel que vivent les Européens et les Français. Les ressacs contradictoires de l’actualité leur masquent la marée inexorable d’un choc des civilisations sur leur propre sol.

Avec une prescience assez remarquable, dès 1993, Samuel Huntington avait discerné l’une des grandes nouveautés de l’époque qui a suivi la fin de la guerre froide. Sa thèse du « choc des civilisations » suscita des réactions indignées et des critiques parfois justifiées (1). Pourtant, ce qu’elle annonçait s’est peu à peu inscrit dans la réalité. En substance, Huntington avait prévu que, dans le monde nouveau d’après la guerre froide, les distinctions, les conflits ou les solidarités entre les puissances ne seraient plus idéologiques, politiques ou nationales, mais surtout civilisationnelles. 

Le « choc des civilisations » est-il vraiment un phénomène neuf ? On répondra qu’il y a toujours eu des conflits de civilisations dans le passé, guerres médiques, passage de la romanité au christianisme, conquêtes musulmanes, invasions mongoles, expansion européenne à partir du XVIe siècle, etc.

La nouveauté de notre époque, d’ailleurs mal discernée par Huntington, tient à la combinaison de trois phénomènes historiques simultanés : l’effondrement de l’ancienne suprématie européenne après les deux guerres mondiales, la décolonisation et la renaissance démographique, politique et économique d’anciennes civilisations que l’on aurait pu croire disparues. C’est ainsi que les pays musulmans, la Chine, l’Inde, l’Afrique ou l’Amérique du Sud dressent, face à la puissance américaine assimilée à l’Occident, le défi de leurs civilisations renaissantes et parfois agressives.

L’autre nouveauté de l’époque, une nouveauté absolue, conséquence des mêmes retournements historiques, est l’immigration de peuplement d’origine africaine, orientale et musulmane qui frappe toute l’Europe occidentale. Partout, ses effets deviennent écrasants, en dépit des efforts de dissimulation des oligarchies politiques et religieuses, objectivement complices.

Au-delà des questions de « sécurité », agitées dans des intentions électorales, tout montre que s’exacerbe en réalité un véritable choc des civilisations sur le sol européen et au sein des sociétés européennes. Rien ne le prouve mieux que l’antagonisme absolu entre Musulmans et Européens sur la question du sexe et de la féminité. Question que l’on pourrait qualifier d’éternelle, tant elle est déjà discernable dans l’Antiquité entre l’Orient et l’Occident, puis tout au long du Moyen Age et des époques modernes (2). Le corps de la femme, la présence sociale de la femme, le respect pour la féminité sont des révélateurs éloquents d’identités en conflit, de façons d’être et de vivre irréductibles qui traversent le temps. On pourrait ajouter quantité d’autres oppositions de mœurs et de comportement, touchant au savoir-vivre, à l’éducation, à la nourriture, au respect de la nature et du monde animal.

Par contre coup, cette altérité fondamentale fait découvrir aux Européens leur appartenance à une identité commune. Celle-ci surclasse les anciens antagonismes nationaux, politiques ou religieux. Français, Allemands, Espagnols ou Italiens découvrent peu à peu qu’ils sont embarqués dans un même bateau menacé, confrontés au même défi vital devant lequel les partis restent muets, aveugles ou désemparés.

Face à ce conflit de civilisation, les réponses politiques d’autrefois apparaissent soudain dérisoires et périmées. Ce qui est en cause n’est pas une question de régime ou de société, de droite ou de gauche, mais une question vitale : être ou disparaître. Mais avant de trouver l’énergie de décider ce qui doit être fait pour sauver notre identité, encore faudrait-il avoir de celle-ci une conscience forte (3). Faute d’une religion identitaire, cette conscience a toujours manqué aux Européens. L’immense épreuve qu’ils traversent se chargera de l’éveiller.

1) Voir la NRH n° 7, p. 27 et p. 57.

2) Denis Bachelot, L’Islam, le sexe et nous (Buchet-Chastel, 2009). Voir aussi l’article de cet auteur dans la NRH n° 43, p. 60-62.

3) Sur cette question de l’identité, je renvoie à mon essai Histoire et tradition des Européens (Le Rocher, nouvelle édition 2004).

La Nouvelle Revue d'Histoire est en vente dans toutes les Maisons de la Presse.

jeudi, 13 janvier 2011

Tomislav Sunic à Villeurbanne!

Samedi prochain, 15 janvier, conférence de Tomislav Sunic à Villeurbanne organisée par Terre et peuple

imagesCAOILG1Y.jpgCe Samedi 15 janvier 2011, Tomislav Sunic est l’invité de Terre et Peuple. Le rendez vous est fixé à 19 h 00 précise, au 58 cours Tolstoï, à Villeurbanne (69) .

 

Il viendra nous présenter son dernier livre, Homo Americanus

 

Ayant vécu sous le communisme et possédant une connaissance directe du fonctionnement de la terreur d’État, Tomislav Sunic se trouve dans une position unique pour décrire le glissement actuel de l’Amérique vers ce qu’il qualifie à juste titre de “totalitarisme mou”.

 

De l’Ancien Testament au totalitarisme mou…

 

Mais les origines bibliques de l’Homo americanus ont d’autres conséquences. Pour Sunic, en particulier depuis la Guerre de Sécession et la défaite du Vieux Sud encore si européen à tant d’égards, « le rêve américain est le modèle de la judaïté universelle, qui ne doit pas être limitée à une race ou à une tribu particulière (…) L’américanisme est conçu pour tous les peuples, toutes les races et les nations de la terre. L’Amérique est, par définition, la forme élargie d’un Israël mondialisé (…) Cela signifie-t-il que notre fameux Homo americanus n’est qu’une réplique universelle de l’Homo judaicus ? »

 

Tomislav Sunic, essayiste croate et traducteur, ayant longuement séjourné aux États-Unis où il a enseigné la science politique, vit actuellement dans son pays d’origine.

 

Regroupez vous et venez nombreux…

mercredi, 12 janvier 2011

Postmodern Challenges: Between Faust & Narcissus

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Robert STEUCKERS (1987):

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 1

In Oswald Spengler’s terms, our European culture is the product of a “pseudomorphosis,” i.e., of the grafting of an alien mentality upon our indigenous, original, and innate mentality. Spengler calls the innate mentality “the Faustian.”

The Confrontation of the Innate and the Acquired

The alien mentality is the theocentric, “magical” outlook born in the Near East. For the magical mind, the ego bows respectfully before the divine substance like a slave before his master. Within the framework of this religiosity, the individual lets himself be guided by the divine force that he absorbs through baptism or initiation.

There is nothing comparable for the old-European Faustian spirit, says Spengler. Homo europeanus, in spite of the magic/Christian varnish covering our thinking, has a voluntarist and anthropocentric religiosity. For us, the good is not to allow oneself to be guided passively by God, but rather to affirm and carry out our own will. “To be able to choose,” this is the ultimate basis of the indigenous European religiosity. In medieval Christianity, this voluntarist religiosity shows through, piercing the crust of the imported “magism” of the Middle East.

Around the year 1000, this dynamic voluntarism appears gradually in art and literary epics, coupled with a sense of infinite space within which the Faustian self would, and can, expand. Thus to the concept of a closed space, in which the self finds itself locked, is opposed the concept of an infinite space, into which an adventurous self sallies forth.

 

From the “Closed” World to the Infinite Universe

According to the American philosopher Benjamin Nelson,[1] the old Hellenic sense of physis (nature), with all the dynamism this implies, triumphed at the end of the 13th century, thanks to Averroism, which transmitted the empirical wisdom of the Greeks (and of Aristotle in particular) to the West. Gradually, Europe passed from the “closed world” to the infinite universe. Empiricism and nominalism supplanted a Scholasticism that had been entirely discursive, self-referential, and self-enclosed. The Renaissance, following Copernicus and Bruno (the tragic martyr of Campo dei Fiori), renounced geocentrism, making it safe to proclaim that the universe is infinite, an essentially Faustian intuition according to Spengler’s criteria.

In the second volume of his History of Western Thought, Jean-François Revel, who formerly officiated at Point and unfortunately illustrated the Americanocentric occidentalist ideology, writes quite pertinently: It is easy to understand that the eternity and infinity of the universe announced by Bruno could have had, on the cultivated men of the time, the traumatizing effect of passing from life in the womb into the vast and cruel draft of an icy and unbounded vortex.”[2]

The “magic” fear, the anguish caused by the collapse of the comforting certitude of geocentrism, caused the cruel death of Bruno, that would become, all told, a terrifying apotheosis . . . Nothing could ever refute heliocentrism, or the theory of the infinitude of sidereal spaces. Pascal would say, in resignation, with the accent of regret: “The eternal silence of these infinite spaces frightens me.”

 

From Theocratic Logos to Fixed Reason

To replace magical thought’s “theocratic logos,” the growing and triumphant bourgeois thought would elaborate a thought centered on reason, an abstract reason before which it is necessary to bow, like the Near Easterner bows before his god. The “bourgeois” student of this “petty little reason,” virtuous and calculating, anxious to suppress the impulses of his soul or his spirit, thus finds a comfortable finitude, a closed off and secured space. The rationalism of this virtuous human type is not the adventurous, audacious, ascetic, and creative rationalism described by Max Weber[3] which educates the inner man precisely to face the infinitude affirmed by Giordano Bruno.[4]

 

From the end of the Renaissance, Two Modernities are Juxtaposed

The petty rationalism denounced by Sombart[5] dominates the cities by rigidifying political thought, by restricting constructive activist impulses. The genuinely Faustian and conquering rationalism described by Max Weber would propel European humanity outside its initial territorial limits, giving the main impulse to all sciences of the concrete.

From the end of the Renaissance, we thus discover, on the one hand, a rigid and moralistic modernity, without vitality, and, on the other hand, an adventurous, conquering, creative modernity, just as we are today on the threshold of a soft post-modernity or of a vibrant post-modernity, self-assured and potentially innovative. By recognizing the ambiguity of the terms “rationalism,” “rationality,” “modernity,” and “post-modernity,” we enter one level of the domain of political ideologies, even militant Weltanschauungen.

The rationalization glutted with moral arrogance described by Sombart in his famous portrait of the “bourgeois” generates the soft and sentimental messianisms, the great tranquillizing narratives of contemporary ideologies. The conquering rationalization described by Max Weber causes the great scientific discoveries and the methodical spirit, the ingenious refinement of the conduct of life and increasing mastery of the external world.

This conquering rationalization also has its dark side: It disenchants the world, drains it, excessively schematizes it. While specializing in one or another domain of technology, science, or the spirit, while being totally invested there, the “Faustians” of Europe and North America often lead to a leveling of values, a relativism that tends to mediocrity because it makes us lose the feeling of the sublime, of the telluric mystique, and increasingly isolates individuals. In our century, the rationality lauded by Weber, if positive at the beginning, collapsed into quantitativist and mechanized Americanism that instinctively led by way of compensation, to the spiritual supplement of religious charlatanism combining the most delirious proselytism and sniveling religiosity.

Such is the fate of “Faustianism” when severed from its mythic foundations, of its memory of the most ancient, of its deepest and most fertile soil. This caesura is unquestionably the result of pseudomorphosis, the “magian” graft on the Faustian/European trunk, a graft that failed. “Magianism” could not immobilize the perpetual Faustian drive; it has—and this is more dangerous—cut it off from its myths and memory, condemned it to sterility and dessication, as noted by Valéry, Rilke, Duhamel, Céline, Drieu, Morand, Maurois, Heidegger, or Abellio.

 

Conquering Rationality, Moralizing Rationality, the Dialectic of Enlightenment, the “Grand Narratives” of Lyotard

Conquering rationality, if it is torn away from its founding myths, from its ethno-identitarian ground, its Indo-European matrix, falls—even after assaults that are impetuous, inert, emptied of substance—into the snares of calculating petty rationalism and into the callow ideology of the “Grand Narratives” of rationalism and the end of ideology. For Jean-François Lyotard, “modernity” in Europe is essentially the “Grand Narrative” of the Enlightenment, in which the heroes of knowledge work peacefully and morally toward an ethico-political happy ending: universal peace, where no antagonism will remain.[6] The “modernity” of Lyotard corresponds to the famous “Dialectic of the Enlightenment” of Horkheimer and Adorno, leaders of famous “Frankfurt School.”[7] In their optic, the work of the man of science or the action of the politician, must be submitted to a rational reason, an ethical corpus, a fixed and immutable moral authority, to a catechism that slows down their drive, that limits their Faustian ardor. For Lyotard, the end of modernity, thus the advent of “post-modernity,” is incredulity—progressive, cunning, fatalistic, ironic, mocking—with regard to this metanarrative.

Incredulity also means a possible return of the Dionysian, the irrational, the carnal, the turbid, and disconcerting areas of the human soul revealed by Bataille or Caillois, as envisaged and hoped by professor Maffesoli,[8] of the University of Strasbourg, and the German Bergfleth,[9] a young nonconformist philosopher; that is to say, it is equally possible that we will see a return of the Faustian spirit, a spirit comparable with that which bequeathed us the blazing Gothic, of a conquering rationality which has reconnected with its old European dynamic mythology, as Guillaume Faye explains in Europe and Modernity.[10]

Notes

1. Benjamin Nelson, Der Ursprung der Moderne, Vergleichende Studien zum Zivilisationsprozess [The Origin of Modernity: Comparative Studies of the Civilization Process] (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1986).

2. Jean-François Revel, Histoire de la pensée occidentale [History of Western Thought], vol. 2, La philosophie pendant la science (XVe, XVIe et XVIIe siècles) [Philosophy and Science (Fifteenth-, Sixteenth-, and Seventeenth-Centuries)] (Paris: Stock, 1970). Cf. also the masterwork of Alexandre Koyré, From the Closed World to the Infinite Universe (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1957).

3. Cf. Julien Freund, Max Weber (Paris: P.U.F., 1969).

4. Paul-Henri Michel, La cosmologie de Giordano Bruno [The Cosmology of Giordano Bruno] (Paris: Hermann, 1962).

5. Cf. essentially: Werner Sombart, Le Bourgeois. Contribution à l’histoire morale et intellectuelle de l’homme économique moderne [The Bourgeois: Contribution to the Moral and Intellectual History of Modern Economic Man] (Paris: Payot, 1966).

6. Jean-François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, trans. Geoff Bennington and Brian Massumi. (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984).

7. Max Horkheimer and Theodor Adomo, The Dialectic of Enlightenment, trans. Edmund Jephcott (Stanford: Stanford University Press, 2002). Cf. also Pierre Zima, L’École de Francfort. Dialectique de la particularité [The Frankfurt School: Dialectic of Particularity] (Paris: Éditions Universitaires, 1974). Michel Crozon, “Interroger Horkheimer” [“Interrogating Horkheimer”] and Arno Victor Nielsen, “Adorno, le travail artistique de la raison” [“Adorno: The Artistic Work of Reason”], Esprit, May 1978.

8. Cf. chiefly Michel Maffesoli, L’ombre de Dionysos: Contribution à une sociologie de l’orgie [The Shadow of Dionysus: Contribution to a Sociology of the Orgy] (Méridiens, 1982). Pierre Brader, “Michel Maffesoli: saluons le grand retour de Dionysos” [Michel Maffesoli: Let us Greet the Great return of Dionysos], Magazine-Hebdo no. 54 (September 21, 1984).

9. Cf. Gerd Bergfleth et al., Zur Kritik der Palavernden Aufklärung [Toward a Critique of Palavering Reason] (Munich: Matthes & Seitz, 1984). In this remarkable little anthology, Bergfleth published four texts deadly to the “moderno-Frankfurtist” routine: (1) “Zehn Thesen zur Vernunftkritik” [“Ten Theses on the Critique of Reason”]; (2) “Der geschundene Marsyas” [“The Abuse of Marsyas”]; (3) “Über linke Ironie” [“On Leftist Irony”]; (4) “Die zynische Aufklärung” [“The Cynical Enlightnement”]. Cf. also R. Steuckers, “G. Bergfleth: enfant terrible de la scène philosophique allemande” [“G. Bergfleth: enfant terrible of the German philosophical scene”], Vouloir no. 27 (March 1986). In the same issue, see also M. Kamp, “Bergfleth: critique de la raison palabrante” [“Bergfleth: Critique of Palavering Reason”] and “Une apologie de la révolte contre les programmes insipides de la révolution conformiste” [“An Apology for the Revolt against the Insipid Programs of the Conformist Revolution”]. See also M. Froissard, “Révolte, irrationnel, cosmicité et . . . pseudo-antisémitisme,” [“Revolt, irrationality, cosmicity and . . . pseudo-anti-semitism”], Vouloir nos. 40–42 (July–August 1987).

10. Guillaume Faye, Europe et Modernité [Europe and Modernity] (Méry/Liège: Eurograf, 1985).

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 2

Once the Enlightenment metanarrative was established—“encysted”—in the Western mind, the great secular ideologies progressively appeared: liberalism, with its idolatry of the “invisible hand,”[1] and Marxism, with its strong determinism and metaphysics of history, contested at the dawn of the 20th century by Georges Sorel, the most sublime figure of European militant socialism.[2] Following Giorgio Locchi[3]—who occasionally calls the metanarrative “ideology” or “science”—we think that this complex “metanarrative/ideology/science” no longer rules by consensus but by constraint, inasmuch as there is muted resistance (especially in art and music[4]) or a general disuse of the metanarrative as one of the tools of legitimation.

The liberal-Enlightenment metanarrative persists by dint of force and propaganda. But in the sphere of thought, poetry, music, art, or letters, this metanarrative says and inspires nothing. It has not moved a great mind for 100 or 150 years. Already at the end of the 19th century, literary modernism expressed a diversity of languages, a heterogeneity of elements, a kind of disordered chaos that the “physiologist” Nietzsche analyzed[5] and that Hugo von Hoffmannstahl called die Welt der Bezuge (the world of relations).

These omnipresent interrelations and overdeterminations show us that the world is not explained by a simple, neat and tidy story, nor does it submit itself to the rule of a disincarnated moral authority. Better: they show us that our cities, our people, cannot express all their vital potentialities within the framework of an ideology given and instituted once and for all for everyone, nor can we indefinitely preserve the resulting institutions (the doctrinal body derived from the “metanarrative of the Enlightenment”).

The anachronistic presence of the metanarrative constitutes a brake on the development of our continent in all fields: science (data-processing and biotechnology[6]), economics (the support of liberal dogmas within the EEC), military (the fetishism of a bipolar world and servility toward the United States, paradoxically an economic enemy), cultural (media bludgeoning in favor of a cosmopolitanism that eliminates Faustian specificity and aims at the advent of a large convivial global village, run on the principles of the “cold society” in the manner of the Bororos dear to Lévi-Strauss[7]).

 

The Rejection of Neo-Ruralism, Neo-Pastoralism . . .

The confused disorder of literary modernism at the end of the 19th century had a positive aspect: its role was to be the magma that, gradually, becomes the creator of a new Faustian assault.[8] It is Weimar—specifically, the Weimar-arena of the creative and fertile confrontation of expressionism,[9] neo-Marxism, and the “conservative revolution”[10]—that bequeathed us, with Ernst Jünger, an idea of “post-metanarrative” modernity (or post-modernity, if one calls “modernity” the Dialectic of the Enlightenment, subsequently theorized by the Frankfurt School). Modernism, with the confusion it inaugurates, due to the progressive abandonment the pseudo-science of the Enlightenment, corresponds somewhat to the nihilism observed by Nietzsche. Nihilism must be surmounted, exceeded, but not by a sentimental return, however denied, to a completed past. Nihilism is not surpassed by theatrical Wagnerism, Nietzsche fulminated, just as today the foundering of the Marxist “Grand Narrative” is not surpassed by a pseudo-rustic neoprimitivism.[11]

In Jünger—the Jünger of In Storms of Steel, The Worker, and Eumeswil—one finds no reference to the mysticism of the soil: only a sober admiration for the perennialness of the peasant, indifferent to historical upheavals. Jünger tells us of the need for balance: if there is a total refusal of the rural, of the soil, of the stabilizing dimension of Heimat, constructivist Faustian futurism will no longer have a base, a point of departure, a fallback option. On the other hand, if the accent is placed too much on the initial base, the launching point, on the ecological niche that gives rise to the Faustian people, then they are wrapped in a cocoon and deprived of universal influence, rendered blind to the call of the world, prevented from springing towards reality in all its plenitude, the “exotic” included. The timid return to the homeland robs Faustianism of its force of diffusion and relegates its “human vessels” to the level of the “eternal ahistoric peasants” described by Spengler and Eliade.[12] Balance consists in drawing in (from the depths of the original soil) and diffusing out (towards the outside world).

In spite of all nostalgia for the “organic,” rural, or pastoral—in spite of the serene, idyllic, aesthetic beauty that recommend Horace or Virgil—Technology and Work are from now on the essences of our post-nihilist world. Nothing escapes any longer from technology, technicality, mechanics, or the machine: neither the peasant who plows with his tractor nor the priest who plugs in a microphone to give more impact to his homily.

 

The era of “Technology”

Technology mobilizes totally (Total Mobilmachung) and thrusts the individual into an unsettling infinitude where we are nothing more than interchangeable cogs. The machine gun, notes the warrior Jünger, mows down the brave and the cowardly with perfect equality, as in the total material war inaugurated in 1917 in the tank battles of the French front. The Faustian “Ego” loses its intraversion and drowns in a ceaseless vortex of activity. This Ego, having fashioned the stone lacework and spires of the flamboyant Gothic, has fallen into American quantitativism or, confused and hesitant, has embraced the 20th century’s flood of information, its avalanche of concrete facts. It was our nihilism, our frozen indecision due to an exacerbated subjectivism, that mired us in the messy mud of facts.

By crossing the “line,” as Heidegger and Jünger say,[13] the Faustian monad (about which Leibniz[14] spoke) cancels its subjectivism and finds pure power, pure dynamism, in the universe of Technology. With the Jüngerian approach, the circle is closed again: as the closed universe of “magism” was replaced by the inauthentic little world of the bourgeois—sedentary, timid, embalmed in his utilitarian sphere—so the dynamic “Faustian” universe is replaced with a Technological arena, stripped this time of all subjectivism.

Jüngerian Technology sweeps away the false modernity of the Enlightenment metanarrative, the hesitation of late 19th century literary modernism, and the trompe-l’oeil of Wagnerism and neo-pastoralism. But this Jüngerian modernity, perpetually misunderstood since the publication of Der Arbeiter [The Worker] in 1932, remains a dead letter.

Notes

1. On the theological foundation of the doctrine of the “invisible hand” see Hans Albert, “Modell-Platonismus. Der neoklassische Stil des ökonomischen Denkens in kritischer Beleuchtung” [“Model Platonism: The Neoclassical Style of Economic Thought in Critical Elucidation”], in Ernst Topitsch, ed., Logik der Sozialwissenschaften [Logic of Social Science] (Köln/Berlin: Kiepenheuer & Witsch, 1971).

2. There is abundant French literature on Georges Sorel. Nevertheless, it is deplorable that a biography and analysis as valuable as Michael Freund’s has not been translated: Michael Freund, Georges Sorel, Der revolutionäre Konservatismus [Georges Sorel: Revolutionary Conservatism] (Frankfurt a.M.: Vittorio Klostermann, 1972).

3. Cf. G. Locchi, “Histoire et société: critique de Lévi-Strauss” [“History and Society: Critique of Lévi-Strauss”], Nouvelle Ecole, no. 17 (March 1972) and “L’histoire” [“History”], Nouvelle Ecole, nos. 2728 (January 1976).

4. Cf. G. Locchi, “L’idée de la musique’ et le temps de l’histoire” [“The ‘Idea of Music’ and the Times of History”], Nouvelle Ecole, no. 30 (November 1978) and Vincent Samson, “Musique, métaphysique et destin” [“Music, Metaphysics, and Destiny”], Orientations, no. 9 (September 1987).

5. Cf. Helmut Pfotenhauer, Die Kunst als Physiologie: Nietzsches äesthetische Theorie und literarische Produktion [Art as Physiology: Nietzsche’s Aesthetic Theory and Literary Production] (Stuttgart: J. B. Metzler, 1985). Cf. on Pfotenhauer’s book: Robert Steuckers, “Regards nouveaux sur Nietzsche” [“New Views of Nietzsche”], Orientations, no. 9.

6. Biotechnology and the most recent biocybernetic innovations, when applied to the operation of human society, fundamentally call into question the mechanistic theoretical foundations of the “Grand Narrative” of the Enlightenment. Less rigid, more flexible laws, because adapted to the deep drives of human psychology and physiology, would restore a dynamism to our societies and put them in tune with technological innovations. The Grand Narrative—which is always around, in spite of its anachronism—blocks the evolution of our societies; Habermas’ thought, which categorically refuses to fall in step with the epistemological discoveries of Konrad Lorenz, for example, illustrates perfectly the genuinely reactionary rigidity of the neo-Enlightenment in its Frankfurtist and current neo-liberal derivations. To understand the shift that is taking place regardless of the liberal-Frankfurtist reaction, see the work of the German bio-cybernetician Frederic Vester: (1) Unsere Welt—ein vernetztes System, dtv, no. l0,118, 2nd ed. (München, 1983) and (2) Neuland des Denkens. Vom technokratischen zum kybernetischen Zeitalter (Stuttgart: DVA, 1980). The restoration of holist (ganzheitlich) social thought by modern biology is discussed, most notably, in Gilbert Probst, Selbst-Organisation, Ordnungsprozesse in sozialen Systemen aus ganzheitlicher Sicht (Berlin: Paul Parey, 1987).

7. G. Locchi, “L’idée de la musique’ et le temps de l’histoire.”

8. To tackle the question of the literary modernism in the 19th century, see: M. Bradbury, J. McFarlane, eds., Modernism 1890–1930 (Harmondsworth: Penguin, 1976).

9. Cf. Paul Raabe, ed., Expressionismus. Der Kampf um eine literarische Bewegung (Zürich: Arche, 1987)—A useful anthology of the principal expressionist manifestos.

10. Armin Mohler, La Révolution Conservatrice en Allemagne, 1918–1932 (Puiseaux: Pardès, 1993). See mainly text A3 entitled “Leitbilder” (“Guiding Ideas”).

11. Cf. Gérard Raulet, “Mantism and the Post-Modern Conditions” and Claude Karnoouh, “The Lost Paradise of Regionalism: The Crisis of Post-Modernity in France,” Telos, no. 67 (March 1986).

12. Cf. Oswald Spengler, The Decline of the West, 2 vols., trans. Charles Francis Atkinson (New York: Knopf, 1926) for the definition of the “ahistorical peasant” see vol. 2. Cf. Mircea Eliade, The Sacred and the Profane: The Nature of Religion, trans. Willard R. Trask (San Diego: Harcourt, 1959). For the place of this vision of the “peasant” in the contemporary controversy regarding neo-paganism, see: Richard Faber, “Einleitung: ‘Pagan’ und Neo-Paganismus. Versuch einer Begriffsklärung,” in Richard Faber and Renate Schlesier, Die Restauration der Götter: Antike Religion und Neo-Paganismus [The Restoration of the Gods: Ancient Religion and Neo-Paganism] (Würzburg: Königshausen & Neumann, 1986), 10–25. This text was reviewed in French by Robert Steuckers, “Le paganisme vu de Berlin” [“Paganism as Seen in Berlin”], Vouloir no. 28–29, April 1986, pp. 5–7.

13. On the question of the “line” in Jünger and Heidegger, cf. W. Kaempfer, Ernst Jünger, Sammlung Metzler, Band 20l (Stuttgart, Metzler, 1981), pp. 119–29. Cf also J. Evola, “Devant le ‘mur du temps’” [“Before the ‘Wall of Time’”] in Explorations: Hommes et problems [Explorations: Men and Problems], trans. Philippe Baillet (Puiseaux: Pardès, 1989), pp. 183–94. Let us take this opportunity to recall that, contrary to the generally accepted idea, Heidegger does not reject technology in a reactionary manner, nor does he regard it as dangerous in itself. The danger is due to the failure to think of the mystery of its essence, preventing man from returning to a more originary unconcealment and from hearing the call of a more primordial truth. If the age of technology seems to be the final form of the Oblivion of Being, where the anxiety suitable to thought appears as an absence of anxiety in the securing and the objectification of being, it is also from this extreme danger that the possibility of another beginning is thinkable once the metaphysics of subjectivity is completed.

14. To assess the importance of Leibniz in the development of German organic thought, cf. F. M. Barnard, Herder’s Social and Political Thought: From Enlightenment to Nationalism (Oxford: Clarendon Press, 1965), 10–12.

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 3

In 1945, the tone of ideological debate was set by the victorious ideologies. We could choose American liberalism (the ideology of Mr. Babbitt) or Marxism, an allegedly de-bourgeoisfied version of the metanarrative. The Grand Narrative took charge, hunted down any “irrationalist” philosophy or movement,[1] set up a thought police, and finally, by brandishing the bogeyman of rampant barbarism, inaugurated an utterly vacuous era.

Sartre and his fashionable Parisian existentialism must be analyzed in the light of this restoration. Sartre, faithful to his “atheism,” his refusal to privilege one value, did not believe in the foundations of liberalism or Marxism. Ultimately, he did not set up the metanarrative (in its most recent version, the vulgar Marxism of the Communist parties[2]) as a truth but as an “inescapable”categorical imperative for which one must militate if one does not want to be a “bastard,” i.e., one of these contemptible beings who venerate “petrified orders.”[3] It is the whole paradox of Sartreanism: on the one hand, it exhorts us not to adore “petrified orders,” which is properly Faustian, and, on another side, it orders us to “magically” adore a “petrified order” of vulgar Marxism, already unhorsed by Sombart or De Man. Thus in the Fifties, the golden age of Sartreanism, the consensus is indeed a moral constraint, an obligation dictated by increasingly mediatized thought. But a consensus achieved by constraint, by an obligation to believe without discussion, is not an eternal consensus. Hence the contemporary oblivion of Sartreanism, with its excesses and its exaggerations.

The Revolutionary Anti-Humanism of May 1968

With May ’68, the phenomenon of a generation, “humanism,” the current label of the metanarrative, was battered and broken by French interpretations of Nietzsche, Marx, and Heidegger.[4] In the wake of the student revolt, academics and popularizers alike proclaimed humanism a “petite-bourgeois” illusion. Against the West, the geopolitical vessel of the Enlightenment metanarrative, the rebels of ’68 played at mounting the barricades, taking sides, sometimes with a naive romanticism, in all the fights of the 1970s: Spartan Vietnam against American imperialism, Latin-American guerillas (“Ché”), the Basque separatists, the patriotic Irish, or the Palestinians.

Their Faustian feistiness, unable to be expressed though autochthonous models, was transposed toward the exotic: Asia, Arabia, Africa, or India. May ’68, in itself, by its resolute anchorage in Grand Politics, by its guerilla ethos, by its fighting option, in spite of everything took on a far more important dimension than the strained blockage of Sartreanism or the great regression of contemporary neo-liberalism.  On the right, Jean Cau, in writing his beautiful book on Che Guevara[5]  understood this issue perfectly, whereas the right, which is as fixated on its dogmas and memories as the left, had not wanted to see.

With the generation of ’68—combative and politicized, conscious of the planet’s great economic geopolitical issues—the last historical fires burned in the French public spirit before the great rise of post-history and post-politics represented by the narcissism of contemporary neoliberalism.

The Translation of the Writings of the “Frankfurt School” announces the Advent of Neo-Liberal Narcissism

The first phase of the neo-liberal attack against the political anti-humanism of May ’68 was the rediscovery of the writings of the Frankfurt School: born in Germany before the advent of National Socialism, matured during the California exile of Adorno, Horkheimer, and Marcuse, and set up as an object of veneration in post-war West Germany. In Dialektik der Aufklärung, a small and concise book that is fundamental to understanding the dynamics of our time, Horkheimer and Adorno claim that there are two “reasons” in Western thought that, in the wake of Spengler and Sombart, we are tempted to name “Faustian reason” and “magical reason.” The former, for the two old exiles in California, is the negative pole of the “reason complex” in Western civilization: this reason is purely “instrumental”; it is used to increase the personal power of those who use it. It is scientific reason, the reason that tames the forces of the universe and puts them in the service of a leader or a people, a party or state. Thus, according to Herbert Marcuse, it is Promethean, not Narcissistic/Orphic.[6] For Horkheimer, Adorno, and Marcuse, this is the kind of rationality that Max Weber theorized.

On the other hand, “magical reason,” according to our Spenglerian genealogical terminology, is, broadly speaking, the reason of Lyotard’s metanarrative. It is a moral authority that dictates ethical conduct, allergic to any expression of power, and thus to any manifestation of the essence of politics.[7] In France, the rediscovery of the Horkheimer-Adorno theory of reason near the end of the 1970s inaugurated the era of depoliticization, which, by substituting generalized disconnection for concrete and tangible history, led to the “era of the vacuum” described so well by Grenoble Professor Gilles Lipovetsky.[8] Following the militant effervescence of May ’68 came a generation whose mental attitudes are characterized quite justly by Lipovetsky as apathy, indifference (also to the metanarrative in its crude form), desertion (of the political parties, especially of the Communist Party), desyndicalisation, narcissism, etc. For Lipovetsky, this generalized resignation and abdication constitutes a golden opportunity. It is the guarantee, he says, that violence will recede, and thus no “totalitarianism,” red, black, or brown, will be able to seize power. This psychological easy-goingness, together with a narcissistic indifference to others, constitutes the true “post-modern” age.

 

There are Various Possible Definitions of “Post-Modernity”

On the other hand, if we perceive—contrary to Lipovetsky’s usage—“modernity” or “modernism” as expressions of the metanarrative, thus as brakes on Faustian energy, post-modernity will necessarily be a return to the political, a rejection of para-magical creationism and anti-political suspicion that emerged after May 68, in the wake of speculations on “instrumental reason” and “objective reason” described by Horkheimer and Adorno.

The complexity of the “post-modern” situation makes it impossible to give one and only one definition of “post-modernity.” There is not one post-modernity that can lay claim to exclusivity. On the threshold of the 21st century, various post-modernities lie fallow, side by side, diverse potential post-modern social models, each based on fundamentally antagonistic values fundamentally antagonistic, primed to clash. These post-modernities differ—in their language or their “look”—from the ideologies that preceded them; they are nevertheless united with the eternal, immemorial, values that lie beneath them. As politics enters the historical sphere through binary confrontations, clashes of opposing clans and the exclusion of minorities, dare to evoke the possible dichotomy of the future: a neo-liberal, Western, American and American-like post-modernity versus a shining Faustian and Nietzschean post-modernity.

 

The “Moral Generation” & the “Era of the Vacuum”

This neo-liberal post-modernity was proclaimed triumphantly, with Messianic delirium, by Laurent Joffrin in his assessment of the student revolt of December 1986 (Un coup de jeune [A Coup of Youth], Arlea, 1987). For Joffrin, who predicted[9] the death of the hard left, of militant proletarianism, December ’86 is the harbinger of a “moral generation,” combining in one mentality soft leftism, lazy-minded collectivism, and neo-liberal, narcissistic, and post-political selfishness: the social model of this hedonistic society centered on commercial praxis, that Lipovetsky described as the era of the vacuum. A political vacuum, an intellectual vacuum, and a post-historical desert: these are the characteristics of the blocked space, the closed horizon characteristic of contemporary neo-liberalism. This post-modernity constitutes a troubling impediment to the greater Europe that must emerge so that we have a viable future and arrest the slow decay announced by massive unemployment and declining demographics spreading devastation under the wan light of consumerist illusions, the big lies of advertisers, and the neon signs praising the merits of a Japanese photocopier or an American airline.

On the other hand, the post-modernity that rejects the old anti-political metanarrative of the Enlightenment, with its metamorphoses and metastases; that affirms the insolence of a Nietzsche or the metallic ideal of a Jünger; that crosses the “line,” as Heidegger exhorts, leaving behind the sterile dandyism of nihilistic times; the post-modernity that rallies the adventurous to a daring political program concretely implying the rejection of the existing power blocs, the construction of an autarkic Eurocentric economy, while fighting savagely and without concessions against all old-fashioned religions and ideologies, by developing the main axis of a diplomacy independent of Washington; the post-modernity that will carry out this voluntary program and negate the negations of post-history—this post-modernity will have our full adherence.

In this brief essay, I wanted to prove that there is a continuity in the confrontation of the “Faustian” and “magian” mentalities, and that this antagonistic continuity is reflected in the current debate on post-modernities. The American-centered West is the realm of “magianisms,” with its cosmopolitanism and authoritarian sects.[10] Europe, the heiress of a Faustianism much abused by “magian” thought, will reassert herself with a post-modernity that will recapitulate the inexpressible themes, recurring but always new, of the Faustianness intrinsic to the European soul.

Notes

1. The classic among classics in the condemnation of “irrationalism” is the summa of György Lukács, The Destruction of Reason, 2 vols. (1954). This book aims to be a kind of Discourse on Method for the dialectic of Enlightenment-Counter-Enlightenment, rationalism-irrationalism. Through a technique of amalgamation that bears a passing resemblance to a Stalinist pamphlet, broad sectors of  German and European culture, from Schelling to neo-Thomism, are blamed for having prepared and supported the Nazi phenomenon. It is a paranoiac vision of culture.

2. To understand the fundamental irrationality of Sartre’s Communism, one should read Thomas Molnar, Sartre, philosophie de la contestation (Paris: La Table Ronde, 1969). In English: Sartre: Ideologue of Our Time (New York : Funk & Wagnalls, 1968).

3. Cf. R.-M. Alberes, Jean-Paul Sartre (Paris: Éditions Universitaires, 1964), 54–71.

4. In France, the polemic aiming at a final rejection of the anti-humanism of ’68 and its Nietzschean, Marxist, and Heideggerian philosophical foundations is found in Luc Ferry and Alain Renaut, French Philosophy of the Sixties: An Essay on Anti-Humanism, trans. Mary H. S. Cattani (Amherst: University of Massachusetts Press, 1990) and its appendix ’68–’86. Itinéraires de l’individu [’68-’86: Routes of the Individual] (Paris: Gallimard, 1987). Contrary to the theses defended in first of these two works, Guy Hocquenghem in Lettre ouverte à ceux qui sont passés du col Mao au Rotary Club [Open Letter to those Went from Mao Jackets to the Rotary Club] (Paris: Albin Michel, 1986) deplored the assimilation of the hyper-politicism of the generation of 1968 into the contemporary neo-liberal wave. From a definitely polemical point of view and with the aim of restoring debate, such as it is, in the field of philosophical abstraction, one should read Eddy Borms, Humanisme—kritiek in het hedendaagse Franse denken [Humanism: Critique in Contemporary French Thought (Nijmegen: SUN, 1986).

5. Jean Cau, the former secretary of Jean-Paul Sartre, now classified as a polemist of the “right,” who delights in challenging the manias and obsessions of intellectual conformists, did not hesitate to pay homage to Che Guevara and to devote a book to him. The “radicals” of the bourgeois accused him of “body snatching”! Cau’s rigid right-wing admirers did not appreciate his message either. For them, the Nicaraguan Sandinistas, who nevertheless admired Abel Bonnard and the American “fascist” Lawrence Dennis, are emanations of the Evil One.

6. Cf. A. Vergez, Marcuse (Paris: P.U.F., 1970).

7. Julien Freund, Qu’est-ce que la politique? [What is Politics?] (Paris: Seuil, 1967). Cf Guillaume Faye, “La problématique moderne de la raison ou la querelle de la rationalité” [“The Modern Problem of Reason or the Quarrel of Rationality”] Nouvelle Ecole no. 41, November 1984.

8. G. Lipovetsky, L’ère du vide: Essais sur l’individualisme contemporain [The Era of the Vacuum: Essays on contemporary individualism] (Paris: Gallimard, 1983). Shortly after this essay was written, Gilles Lipovetsky published a second book that reinforced its viewpoint: L’Empire de l’éphémère: La mode et son destin dans les sociétés modernes [Empire of the Ephemeral: Fashion and its Destiny in Modern Societies] (Paris: Gallimard, 1987). Almost simultaneously François-Bernard Huyghe and Pierre Barbès protested against this “narcissistic” option in La soft-idéologie [The Soft Ideology] (Paris: Laffont, 1987). Needless to say, my views are close to those of the last two writers.

9. Cf. Laurent Joffrin, La gauche en voie de disparition: Comment changer sans trahir? [The Left in the Process of Disappearance: How to Change without Betrayal?] (Paris: Seuil, 1984).

10. Cf. Furio Colombo, Il dio d’America: Religione, ribellione e nuova destra [The God of America: Religion, Rebellion, and the New Right] (Milano: Arnoldo Mondadori, 1983).

dimanche, 09 janvier 2011

Dominique Venner sur l'identité nationale

 

 

Dominique Venner sur l'identité nationale (1 + 2)

mardi, 04 janvier 2011

Synthèse de Terre & Peuple Magazine (n°45)

Synthèse de T&P Magazine n°45

Réalisée par le prévôt de la bannière Wallonie de TP

 

TP45.jpgLe numéro 45 de notre revue TERRE & PEUPLE Magazine est construit autour d’un dossier sur le thème ‘Croire et combattre’. En tête de ce dossier Pierre Vial, qui dans son éditorial a souligné l’insécurité grandissante, prévient que ‘l’arbre Rom ne doit pas dissimuler la forêt africaine’. Il nous avertit que ne survivront que ceux qui sont déterminés à combattre, ceux qui ont la foi en eux-mêmes, alors qu’on nous invite à nous résigner. Il dénonce, dans cette démission, le poison de la ‘modernité’, pensée issue de la renaissance, qui méprisant les traditions et les valeurs médiévales donnera naissance aux prétentions cartésiennes. Et, bientôt, au rationalisme matérialiste, aux Lumières et au scientisme du XIXe siècle, ce positivisme sur lequel la bourgeoisie va asseoir un économisme forcené, qui conduit la désacralisation du monde. Dans cette inversion des valeurs, les frères jumeaux libéralisme et marxisme se donnent mission de réordonner l’humanité. En réaction à cette agression du capitalisme bourgeois, un socialisme français est né, produit par de hautes figures : Proudhon, Blanqui, Sorel. La vision de ceux-ci est la nôtre : refus de l’exploitation de l’homme par l’homme, de la dictature de l’argent et de la prévalence d’intérêts individuels sur l’intérêt communautaire. Nous épousons la cause des Communards, prêts à combattre jusqu’au sacrifice. Pour offrir sa vie, il faut avoir la foi. La foi en quoi ? La croyance en notre communauté. La croyance de notre communauté, car comme le disait encore Alain de Benoist en 2009 : « Il n’y a pas de communautés d’hommes sans relation concrète formelle (…) ». La religion romaine reposait sur l’accomplissement scrupuleux des rites et le sénat avait dans ses fonctions d’y veiller. Chez les Celtes et les Germains comme en Grèce, c’est également avec le ciel qu’on tisse les liens qui resserrent la communauté. Voilà  près de 2000 ans, une religion étrangère, qui faisait miroiter une fascinante évasion hors d’un réel trop lourd à porter, nous a été imposée comme unique et obligatoire. A une phase radicale, où le martial saint Martin détruit les sanctuaires et les arbres sacrés, succédera une phase de récupération par l’Eglise d’une large part des anciens cultes :  nombre de cathédrales sont élevées sur d’anciens sites sacrés. Récupération aussi de traditions païennes, tel le compagnonnage guerrier qui produira la chevalerie et les ordres militaires (celui du Temple notamment). Aujourd’hui, nous devons revivifier le grand élan communautaire des croisades contre des envahisseurs, à qui l’islam sert avant tout d’alibi. Tous croyants, chrétiens comme païens, nous devons nous unir pour cette guerre qui sera très longue (la Reconquista a duré quelques siècles). Par foi en nous-mêmes, en nos enfant et en les enfants de nos enfants. Pierre Vial complète ce texte par un portrait de ‘Blanqui l’Enfermé’ (qui a passé trente-trois ans de sa vie en prison) et par celui du mouvement ‘Thule Seminar’ qu’a fondé notre ami Pierre Krebs afin de restituer au peuple allemand, en même temps que la mémoire qu’on lui a volée, la conscience de son identité. Il souligne à cet égard une‘libération de la parole’ qui est consacrée aujourd’hui en Allemagne par le livre de Thilo Sarrazin, haut responsable politique qui démontre le danger mortel de l’immigration-invasion et rencontre une énorme adhésion.

 

Robert Dragan, qui est l’auteur (sous la direction de Pierre Vial) du beau livre ‘Fêtes païennes des quatre saisons’, se laisse une fois encore interroger par lui sur le rôle déterminant qu’a joué la finance américaine dans l’aboutissement de la révolution bolchevique. La source essentielle de l’information sur cette matière se trouve dans trois livres d’une série consacrée à Wall Street par Anthony Sutton, de l’université Stanford le tout synthétisé par Pierre de Villemarest dans ‘Complicité et financement soviéto-nazi’. Qu’il y ait eu une source allemande au financement de la révolution bolchevique n’est que logique : l’Allemagne, prise entre deux fronts, avait un intérêt vital à affaiblir l’armée tsariste. Au contraire, un financement par les Américains apparaît comme paradoxal au moment même où les Etats-Unis s’engagent sur le front de l’ouest et que les bolcheviques vont libérer l’armée allemande du front de l’est. C’est précisément cette trahison cynique des capitalistes qui a motivé l’auteur à mener sa recherche, au moment où les marchands d’armes de son pays vendaient au Vietnam de quoi tuer les jeunes Américains. Mais ce n’était pas que leur sordide intérêt que poursuivaient les banquiers anglo-américains. En finançant non seulement la révolution bolchévique, mais la construction de l’URSS (Staline n’a-t-il pas déclaré en 1944 à Harriman : « Les deux tiers de nos industries de base sont dus à votre aide et assistance technique. »), c’est leur objectif mondialiste qu’ils poursuivent. La Russie tsariste était la seule puissance occidentale à refuser la création d’une banque centrale privée. Otto Kahn, d’American International Corp, pourra dire aux bolcheviques: “Ce qui nous oppose, ce n’est pas tant ce qui doit arriver que comment cela arrivera.”

Le dossier est complété par la recension du livre de Philippe Martin ‘A la recherche d’une éducation nouvelle. Histoire de la jeunesse allemande’. Il y retrace le grand mouvement du peuple allemand en réaction contre les méfait de l’industrialisation, par le retour vers l’éducation physique et sportive, artistique et musicale, le travail artisanal et l’aide sociale d’une jeunesse rebelle à la vie dans les villes industrielles.

 

 

 

Jean-Paul Lorrain clôture le dossier en tressant une couronne de martyr au communard Louis Rossel, figure sublime d’un officier français fusillé pour désertion, alors qu’il avait décidé au contraire de reprendre le combat, indigné par « la capitulation d’une forteresse intacte gardée par une armée intacte ». Sa lettre de demande de grâce au président de la république est tout sauf une supplique et elle restitue, paradoxalement, toute sa dimension héroïque à son sacrifice.

 

Roberto Fiorini accuse le trait du libéralisme qu’on béatifie, alors qu’on diabolise le protectionnisme qui n’est pourtant que la résistance des peuples à la destruction systématique de leur identité. La Chine, qu’on se plaît à leur dénoncer, ne fait pourtant rien d’autre que profiter du système mondialiste libéral, lequel corrompt politiciens et syndicalistes pour tenter de légaliser le laisser faire et le laisser délocaliser. Pendant ce temps, les capitaux sont orientés vers la spéculation financière plutôt que vers la production, moins rentable mais créatrice d’emplois. Les Chinois ne sont plus limités à recopier nos produits à bas prix, ils forment des spécialistes et n’auront bientôt plus besoin de nos compétences. Grâce aux montagnes d’argent accumulées par leurs exportations, ils rachètent nos entreprises, les matières premières précieuses, les terres agricoles afin d’avoir la maîtrise alimentaire. Disposant d’un pouvoir autoritaire fort, ils sont en mesure de contraindre leur main-d’œuvre à produire à des conditions rentables. Finançant nos dettes (dont les intérêts leur sont servis par nos populations), ils ont les moyens de nous prendre à la gorge. Il est temps de réagir et de protéger notre communauté contre ses prédateurs. Non, le protectionnisme n’est pas la guerre. Le commerce est déjà une forme de guerre.  Maurice Allais, prix Nobel d’économie, avertissait en décembre 2009 encore de l’urgente nécessité d’un protectionnisme à l’échelle européenne.  Seule une telle vision politique nous sortira des griffes du piège économique.

 

Jean-Patrick Arteaud reprend sa conversation avec Pierre Vial sur ‘Les racines du mondialisme occidental’ en remarquant que le mondialisme anglo-saxon est avant tout américain. Si seules les sources britanniques ont été explorées jusqu’ici (Ruskin, Oxford, le Bloc Cecil Rhodes et le Groupe Milner, la Fédération mondiale dans la foulée du Commonwealth), les Etats-Unis sont naturellement appelés à réintégrer cette fédération impériale, quitte à en déplacer le centre vers l’Amérique. C’est Philip Kerr, un aristocrate anglais (il est le petit-fils du Duc de Norfolk), qui va être l’acteur de ce recentrage. Brillant produit d’Oxford et lié à plusieurs membre du Milner Kindergarten, il va être bientôt l’éditeur de la revue du groupe, ‘The Round Table’. Il le restera jusqu’en 1917, pour devenir le secrétaire du Premier Ministre Lloyd George. Entre temps, il est fréquemment ‘missionnaire’ de l’idée anglophone en Amérique. Pour lui, cette idée, hors de tout racialisme, est un mélange de démocratie contrôlée, de confiance dans le progrès, d’individualisme et de capitalisme libéral. Aux Etats-Unis, son problème est de faire des Noirs de bons Anglophones. Mais un autre aspect de sa mission est de contrer la menace de l’Empire allemand : ses colonies africaines font obstacle au projet de Cecil Rhodes d’unifier le continent ; son fort développement industriel porte ombrage à l’industrie britannique ; le Kaiser ne cesse de renforcer sa puissante flotte de guerre ; enfin, autocratie militariste, l’Allemagne est comparable à la rude Sparte. Comme Athènes pour les guerres du Péloponnèse, l’Angleterre, brillante et cultivée, doit pour défendre la civilisation en péril se trouver des alliés. Pour Philippe Kerr, quel meilleur allié se faire que les Etats-Unis. Il se voue alors à la mise en place d’une fédération anglo-saxonne qui doit dominer les mers, garantir la paix et mettre en échec l’impérialisme germanique. Il se lie au journaliste américain Walter Lippmann qu’il va aider à lancer un journal, The New Republic, qui sera à la fois d’orientation sociale (Fabian Society) et de soutien, dès le déclenchement de la guerre, au point de vue britannique tel qu’il est exprimé par The Round Table. Bien que Lippmann ait soutenu Theodor Roosevelt, candidat aux présidentielles évincé par Woodrow Wilson, le conseiller de ce dernier, le ‘colonel’ Mandell House, ne le choisit pas moins pour faire partie de The Inquiry et d’en devenir bientôt secrétaire général. Il s’agit d’ule n groupe de travail qui prépare les fameux 14 points de Wilson, dans lesquels il introduit la pensée de la Table Ronde. Lippmann est alors une des chevilles ouvrières du CFR, le Council of Foreign Relations, cénacle du mondialisme anglo-saxon. Cette institut international financé par la fondation Carnegie (J.P. Morgan et Rockefeller) est la réplique américaine d’une institution privée financée par le Groupe Milner sous la dénomination Royal Institute of International Affaires (RIIA) et ensuite sous le nom de son siège, Chattam House. D’un côté comme de l’autre, on professe que les valeurs anglo-saxonne sont le summum humain, que la masse populaire doit être élevée (formatée) et que la démocratie est la bonne voie, pour autant que le peuple fasse le bon choix. On parviendra à l’y amener grâce aux ‘agents psychologiques du changement’, outils de manipulation des masses de formes très diverses (y compris la terreur, notamment par le bombardement des villes allemandes) et des méthodes nouvelles de propagande, que Lippmann appelle la fabrique du consentement. Ce qui devrait faire douter de la possibilité de persuader les peuples par des idées pertinentes.

 

 

 

Eric Delcroix reprend cette balle au bond à propos des prétentions à l’action métapolitique de la Nouvelle Droite telles qu’elles sont exprimées dans le numéro d’été de la revue Eléments. Notre ami reboutonne paternellement Alain de Benoist qui y a affirmé n’avoir nullement changé de cap, mais avoir été mal compris à l’origine. Eric Delcroix, qui lui n’a rien oublié, le rappelle à l’ordre, mais sans l’ombre d’une acidité, veillant même à larder la langue de ses conclusions, sinon d’une précision raffinée, de l’une ou l’autre expression populaire à la fois juteuse et croustillante. Michel Marmin, cité pour mémoire, tient à rassurer les peuples : son violon n’est pas désaccordé et il aime autant l’avenir qui nous est promis, si pas mieux.

 

Alain Cagnat, dans ‘L’Afrique sans les Blancs’, administre un vomitif, avec le catalogue révoltant des faillites, des gabegies, des coups d’état, des dictatures sordides, des mascarades démocratiques, des cascades de chaos en ethnocides et de mutineries en débâcles sanitaires, pour le profit de quelques clans de repus, de quelques ONG et d’entreprises américaines et chinoises. Le texte de ce catalogue ne se résume pas : c’est un révulsif qui s’avale d’un coup, sans sucrette, en se pinçant le nez. Avec la consolation de l’aveu de quelques sages Africains, tel Jean-Paul Ngoupandé : « Crevons donc, si tel est notre choix, mais ne nous en prenons qu’à nous-mêmes. »

 

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lundi, 03 janvier 2011

Guillaume Faye dit tout...

 

Guillaume Faye dit tout...

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samedi, 01 janvier 2011

L'Histoire

L'Histoire

par Giorgio Locchi

Ex: http://tprovence.wordpress.com/

klio.pngChacun s’interroge aujourd’hui sur le « sens de l’histoire », c’est-à-dire à la fois sur le but et sur la signication des phénomènes historiques. L’objet de cet article est d’examiner les réponses que notre époque donne à cette double interrogation, en tentant de les ramener, en dépit de leur multitude apparente, à 2 types fondamentaux, rigoureusement antagonistes et contradictoires.

Mais il est d’abord nécessaire de mettre en lumière la signification que, dès l’abord, nous allons donner ici au mot « histoire ». Cette question de vocabulaire a son importance. Nous parlons parfois d’« histoire naturelle », d’« histoire du cosmos », d’« histoire de la vie ». Il s’agit là, bien sûr, d’images analogiques. Mais toute analogie, en même temps qu’elle souligne poétiquement une ressemblance, implique aussi logiquement une diversité fondamentale. L’univers macrophysique, en réalité, n’a pas d’histoire : tel que nous le percevons, tel que nous pouvons nous le représenter, il ne fait que changer de configuration à travers le temps. La vie non plus n’a pas d’histoire : son devenir consiste en une évolution ; elle évolue.

On s’aperçoit en fait que l’histoire est la façon de devenir de l’homme (et de l’homme seul) en tant que tel : seul l’homme devient historiquement. Par conséquent, se poser la question de savoir si l’histoire a un sens, c’est-à-dire une signification et un but, revient au fond à se demander si l’homme qui est dans l’histoire et qui (volontairement ou non) fait l’histoire, si cet homme a lui-même un sens, si sa participation à l’histoire est ou non une attitude rationnelle.

Trois périodes successives

De toutes parts, aujourd’hui, l’histoire est en accusation. Il s’agit, comme nous le verrons, d’un phénomène ancien. Mais aujourd’hui, l’accusation se fait plus véhémente, plus explicite que jamais. C’est une condamnation totale et sans appel de l’histoire que l’on nous demande de prononcer. L’histoire, nous dit-on, est la conséquence de l’aliénation de l’humanité. On invoque, on propose, on projette la fin de l’histoire. On prêche le retour à une sorte d’état de nature enrichi, l’arrêt de la croissance, la fin des tensions, le retour à l’équilibre tranquille et serein, au bonheur modeste mais assure qui serait celui de toute espèce vivante. Les noms de quelques théoriciens viennent ici à l’esprit, et d’abord ceux de Herbert Marcuse et de Claude Lévi-Strauss, dont les doctrines sont bien connues.

L’idée d’une fin de l’histoire peut apparaître comme on ne peut plus moderne. En réalité, il n’en est rien. Il suffit en effet d’examiner les choses de plus près pour s’apercevoir que cette idée n’est que l’aboutissement logique d’un courant de pensée vieux d’au moins 2.000 ans et qui, depuis 2.000 ans, domine et conforme ce que nous appelons aujourd’hui la « civilisation occidentale ». Ce courant de pensée est celui de la pensée égalitaire. Il exprime une volonté égalitaire, qui fut instinctive et comme aveugle à ses débuts, mais qui, à notre époque, est devenue parfaitement consciente de ses aspirations et de son objectif final. Or, cet objectif final de l’entreprise égalitaire est précisément la fin de l’histoire, la sortie de l’histoire.

La pensée égalitaire a traversé au fil des siècles 3 périodes successives. Dans la première, qui correspond à la naissance et au développement du christianisme, elle s’est constituée sous la forme d’un mythe. Ce terme, soulignons-le, ne sous-entend rien de négatif. Nous appelons « mythe » tout discours qui, en se développant par lui-même, crée en même temps son langage, donnant ainsi aux, mots un sens nouveau, et fait appel, en ayant recours à des symboles, à l’imagination de ceux auxquels il s’adresse. Les éléments structurels d’un mythe s’appellent les mythèmes. Ils constituent une unité de contraires, mais ces contraires, n’étant pas encore séparés, restent d’abord cachés, pour ainsi dire invisibles.

Dans le processus du développement historique, l’unité de ces mythèmes éclate, donnant alors naissance à des idéologies concurrentes. Il en a été ainsi avec le christianisme, dont les mythèmes ont fini par engendrer des églises, puis des théologies et enfin des idéologies concurrentes (comme celles de la Révolution américaine et de la Révolution française). L’éclosion et la diffusion de ces idéologies correspond à la seconde période de l’égalitarisme. Par rapport au mythe, les idéologies proclament déjà des principes d’action, mais elles n’en tirent pas encore toutes leurs conséquences, ce qui fait que leur pratique est soit hypocrite, soit sceptique, soit naïvement optimiste. On arrive enfin à la troisième période, dans laquelle les idées contradictoires engendrées par les mythèmes originels se résorbent dans une unité, qui est celle du concept synthétique. La pensée égalitaire, animée désormais par une volonté devenue pleinement consciente, s’exprime sous une forme qu’elle décrète « scientifique ». Elle prétend être une science. Dans le développement qui nous intéresse, ce stade correspond à l’apparition du marxisme et de ses dérivés.

Le mythe, les idéologies, la prétendue science égalitaire expriment donc, si l’on peut dire, les niveaux successifs de conscience d’une même volonté. Œuvre d’une même mentalité, ils présentent toujours la même structure fondamentale. Il en va de même, naturellement, pour les conceptions de l’histoire qui en dérivent, et qui ne diffèrent entre elles que par la forme et le langage utilisé dans le discours. Quelle que soit sa forme historique, la vision égalitaire de l’histoire est une vision eschatologique, qui attribue à l’histoire une valeur négative et ne lui reconnaît un sens que dans la mesure où le mouvement historique tend, de par son propre mouvement, à sa négation et à sa fin.

Restitution d’un moment donné

Si l’on examine l’Antiquité païenne, on s’aperçoit qu’elle a oscillé entre 2 visions de l’histoire, dont l’une n’était d’ailleurs que l’antithèse relative de l’autre : toutes 2 concevaient le devenir historique comme une succession d’instants dans laquelle chaque instant présent délimite toujours, d’un côté le passé, et de l’autre l’avenir. La première de ces visions propose une image cyclique du devenir historique. Elle implique la répétition éternelle d’instants, de phases ou de périodes donnés. C’est ce qu’exprime la formule Nihil sub sole novi (« Rien de nouveau sous le soleil »). La seconde, qui finira d’ailleurs par se résorber dans la première, propose l’image d’une droite ayant un commencement, mais n’ayant pas de fin, du moins pas de fin imaginable et prévisible.

Le christianisme a opéré en quelque sorte une synthèse de ces 2 visions antiques de l’histoire, en leur substituant une conception de l’histoire que l’on a appelée « linéaire », et qui est en réalité segmentaire. Dans cette vision, l’histoire a bien un commencement, mais elle doit aussi avoir une fin. Elle n’est qu’un épisode, un accident dans l’être de l’humanité. Le véritable être de l’homme est extérieur à l’histoire. Et c’est la fin de l’histoire qui est censée le restituer, en le sublimant, tel qu’il était avant le commencement. Comme dans la vision cyclique, il y a donc dans la vision fragmentaire conclusion par restitution d’un moment donné, mais, contrairement à ce qui se passe avec le cycle, ce moment est situé désormais hors de l’histoire, hors du devenir historique : à peine restitué, il se figera dans une immuable éternité : le mouvement historique, étant achevé, ne se reproduira plus. De même, comme dans la vision qui implique une droite en progression perpétuelle, il y a, dans la vision segmentaire, un commencement de l’histoire, mais à ce commencement s’ajoute une fin, si bien que la véritable éternité humaine n’est plus celle du devenir, mais celle de l’être.

Cet épisode qu’est l’histoire est perçu, dans la perspective chrétienne, comme une véritable malédiction. L’histoire résulte d’une condamnation de l’homme par Dieu, condamnation au malheur, au travail, à la sueur et au sang, qui sanctionne une faute commise par l’homme. L’humanité, qui vivait dans la bienheureuse innocence du jardin d’Éden, a été condamnée à l’histoire parce qu’Adam, son ancêtre, a transgressé le commandement divin, a goûté le fruit de l’arbre de science, et s’est voulu pareil à Dieu. Cette faute d’Adam, en tant que péché originel, pèse sur tout individu venant au monde. Elle est par définition inexpiable, puisque l’offensé est Dieu lui-même.

Mais Dieu, dans son infinie bonté, accepte de se charger lui-même de l’expiation : il se fait homme en s’incarnant dans la personne de Jésus. Le sacrifice du Fils de Dieu introduit dans le devenir historique le fait essentiel de la Rédemption. Sans doute celle-ci ne concerne-t-elle que les seuls individus touchés par la Grâce. Mais elle rend désormais possible le lent cheminement vers la fin de l’histoire, à laquelle la communauté des saints devra désormais préparer l’humanité. Enfin, un jour viendra où les forces du Bien et du Mal se livreront une dernière bataille, laquelle aboutira à un Jugement dernier et, par-delà ce Jugement, à l’instauration d’un Royaume des cieux ayant son pendant dialectique dans l’abîme de l’Enfer.

Éden d’avant le commencement de l’histoire, péché originel, expulsion du jardin d’Éden, traversée de cette vallée de larmes qu’est le monde, lieu du devenir historique, Rédemption, communauté des saints, bataille apocalyptique et Jugement dernier, fin de l’histoire et instauration d’un Royaume des cieux : tels sont les mythèmes qui structurent la vision mythique de l’histoire proposée par le christianisme, vision dans laquelle le devenir historique de l’homme a une valeur purement négative et le sens d’une expiation.

La vision marxiste

Les mêmes mythèmes se retrouvent sous une forme laïcisée et prétendument scientifique dans la vision marxiste de l’histoire. (En employant ce mot, de « marxiste », nous n’entendons pas participer au débat, très à la mode aujourd’hui, sur ce que serait la « véritable pensée » de Marx. Au cours de son existence, Kart Marx a pensé des choses assez différentes et l’on pourrait discuter pendant des heures pour savoir quel est le « vrai » Marx. Nous nous référerons donc ici à ce marxisme reçu qui a été très longtemps, et qui reste en fin de compte la doctrine des partis communistes et des États se réclamant de l’interprétation de Lénine). Dans cette doctrine, l’histoire est présentée comme le résultat d’une lutte de classes, c’est-à-dire d’une lutte entre groupes humains se définissant par rapport à leurs conditions économiques respectives.

Le jardin d’Éden de la préhistoire se retrouve dans cette vision avec le « communisme primitif » pratiqué par une humanité encore plongée dans l’état de nature et purement prédatrice. Tandis que dans l’Éden, l’homme subissait les contraintes résultant des commandements de Dieu, les sociétés communistes préhistoriques vivaient sous la pression de la misère. Cette pression a conduit à l’invention des moyens de production agricoles, mais cette invention s’est aussi révélée une malédiction. Elle implique en effet, non seulement l’exploitation de la nature par l’homme, niais aussi la division du travail, l’exploitation de l’homme par l’homme et, par conséquent, l’aliénation de tout homme à lui-même. La lutte des classes est la conséquence implicite de cette exploitation de l’homme par l’homme. Son résultat est l’histoire.

Comme on le voit, ici, ce sont les conditions économiques qui déterminent les comportements humains. Par enchaînement logique, ces derniers aboutissent à la création de systèmes de production toujours nouveaux, lesquels entraînent à leur tour des conditions économiques nouvelles, et surtout une misère grandissante des exploités. Cependant, là aussi, une rédemption intervient. Avec l’avènement du système capitaliste, la misère des exploités atteint en effet son comble : elle devient insupportable. Les prolétaires prennent alors conscience de leur condition, et cette prise de conscience rédemptrice a pour effet l’organisation des partis communistes, exactement comme la Rédemption de Jésus avait abouti à la fondation d’une communauté des saints.

Les partis communistes entreprendront une lutte apocalyptique contre les exploitants. Celle-ci pourra être difficile, mais elle sera nécessairement victorieuse (c’est le « sens de l’histoire »). Elle aboutira à l’abolition des classes, mettre fin à l’aliénation de l’homme, permettra l’instauration d’une société communiste immuable et sans classes. Et comme l’histoire est le résultat de la lutte des classes, il n’y aura évidemment plus d’histoire. Le communisme préhistorique se trouvera restitué, tel le jardin d’Éden par le Royaume des cieux, mais d’une façon sublimée : alors que la société communiste primitive était affligée par la misère matérielle, la société communiste post-historique jouira d’une satisfaction parfaitement équilibrée de ses besoins.

Ainsi, dans la vision marxiste, l’histoire reçoit également une valeur négative. Née de l’aliénation originelle de l’homme, elle n’a de sens que dans la mesure où, en augmentant sans cesse la misère des exploités, elle contribue finalement à créer les conditions dans lesquelles cette misère disparaîtra, et « travaille » en quelque sorte à sa propre fin.

Une détermination de l’histoire

Ces 2 visions égalitaires de l’histoire, la vision religieuse chrétienne et la vision laïque marxiste, toutes les 2 segmentaires, toutes les 2 eschatologiques, impliquent logiquement l’une et l’autre une détermination de l’histoire qui n’est pas le fait de l’homme, mais de quelque chose qui le transcende. Christianisme et marxisme ne s’en efforcent pas moins de le nier. Le christianisme attribue à l’homme un libre arbitre, ce qui lui permet d’affirmer qu’Adam, ayant librement « choisi » de pécher, est seul responsable de sa faute, c’est-à-dire de son imperfection. Il reste pourtant que c’est Dieu qui a fait (et a donc voulu) qu’Adam soit imparfait.

De leur côté, les marxistes affirment parfois que c’est l’homme qui fait l’histoire, ou plus exactement les hommes en tant qu’ils appartiennent à une classe sociale. Il reste pourtant que les classes sociales sont définies et déterminées par les conditions économiques. Il reste aussi que c’est la misère originelle qui a contraint les hommes à entrer dans le sanglant enchaînement de la lutte des classes. L’homme n’est donc finalement agi que par sa condition économique. Il est le jouet d’une situation qui trouve son origine dans la nature elle-même en tant que jeu de forces matérielles. D’où il résulte que lorsque l’homme joue un rôle dans les visions égalitaires de l’histoire, c’est un rôle d’une pièce qu’il n’a pas écrite, qu’il ne saurait avoir écrite ; et cette pièce est une farce tragique, honteuse et douloureuse. La dignité comme la vérité authentique de l’homme se situent hors de l’histoire, avant l’histoire et après l’histoire.

Toute chose possède en elle-même sa propre antithèse relative. La vision eschatologique de l’histoire possède son antithèse relative, égalitaire elle aussi, qui est la théorie du progrès indéfini. Dans cette théorie, le mouvement historique est représenté comme tendant constamment vers un point zéro qui n’est jamais atteint. Ce « progrès » peut aller dans le sens d’un « toujours mieux », excluant cependant l’idée d’un bien parfait et absolu : c’est un peu la vision naïve de l’idéologie américaine, liée à l’american way of life, et aussi celle d’un certain marxisme désabusé. Il peut aller aussi dans le sens d’un « toujours pire », sans que la mesure du mal n’atteigne jamais son comble : c’est un peu la vision pessimiste de Freud, qui ne voyait pas comment ce « malheur » qu’est la civilisation pourrait cesser un jour de se reproduire. (À noter d’ailleurs que cette vision pessimiste du freudisme est en passe actuellement d’être résorbée, notamment par Marcuse et les freudo-marxistes, dans la thèse eschatologique du marxisme, après avoir joué le rôle que joue toute antithèse depuis l’invention du diable, c’est-à-dire le rôle de faire-valoir).

Animer une autre volonté

Comme chacun le sait, c’est à Friedrich Nietzsche que remonte la réduction du christianisme, de l’idéologie démocratique et du communisme au commun dénominateur de l’égalitarisme. Mais c’est aussi à Nietzsche que remonte le deuxième type de vision de l’histoire, qui, à l’époque actuelle, s’oppose (souterrainement parfois, mais avec d’autant plus de ténacité) à la vision eschatologique et segmentaire de l’égalitarisme. Nietzsche, en effet, n’a pas seulement voulu analyser, mais aussi combattre l’égalitarisme. Il a voulu inspirer, susciter un projet opposé au projet égalitaire, animer une autre volonté, conforter un jugement de valeur diamétralement différent.

De ce fait, son œuvre présente 2 aspects, tous 2 complémentaires. Le premier aspect est proprement critique ; on pourrait même dire scientifique. Son but est de mettre en lumière la relativité de tout jugement de valeurs, de toute morale et, aussi, de toute vérité prétendument absolue. De la sorte, il dévoile la relativité des principes absolus proclamés par l’égalitarisme. Mais à côté de cet aspect critique, il en existe un autre, que nous pourrions appeler poétique, puisque ce mot vient du grec poïein, qui signifie « faire, créer ». Par ce travail poétique, Nietzsche s’efforce de donner naissance à un nouveau type d’homme, attaché à de nouvelles valeurs et tirant ses principes d’action d’une éthique qui n’est pas celle du Bien et du Mal, d’une éthique qu’il est légitime d’appeler surhumaniste.

Pour nous donner une image de ce que pourrait être une société humaine fondée sur les valeurs qu’il propose, Nietzsche a presque toujours recours à l’exemple de la société grecque archaïque, à la plus ancienne société romaine, voire aux sociétés ancestrales du « fauve blond » indo-européen, aristocrate et conquérant. Cela, presque tout le monde le sait. En revanche, on ne prête pas suffisamment attention au fait que Nietzsche, dans le même temps, met en garde contre l’illusion consistant à croire qu’il serait possible de « ramener les Grecs », c’est-à-dire de ressusciter le monde antique préchrétien. Or, ce détail est d’une importance extrême, car il nous offre une clef nécessaire pour bien comprendre la vision nietzschéenne de l’histoire. Nietzsche a volontairement caché, « codé » pourrait-on dire, le système organisateur de sa pensée. Il l’a fait, comme il le dit lui-même expressément, conformément à un certain sentiment aristocratique : il entend interdire aux importuns l’accès de sa maison. C’est la raison pour laquelle il se contente de nous livrer tous les éléments de sa conception de l’histoire, sans jamais nous révéler comment il faut les relier ensemble.

En outre, le langage adopté par F. Nietzsche est le langage du mythe, ce qui ne fait qu’ajouter aux difficultés de l’interprétation. La thèse qui est exposée ici n’est donc rien de plus qu’une interprétation possible du mythe nietzschéen de l’histoire ; mais il s’agit d’une interprétation qui a son poids historique, puisqu’elle a inspiré tout un mouvement métapolitique aux prolongements puissants, celui de la Révolution conservatrice, et qu’elle est aussi l’interprétation de ceux qui, se réclamant de Nietzsche, adhèrent le plus intimement à ses intentions anti-égalitaires déclarées.

Les éléments, les mythèmes qui se rattachent à la vision nietzschéenne de l’histoire sont principalement au nombre de 3 : le mythème du dernier homme, celui de l’avènement du surhomme, enfin celui de l’Éternel retour de l’Identique.

L’Éternel retour

Aux yeux de Nietzsche, le dernier homme représente le plus grand danger pour l’humanité. Ce dernier homme est de la race inextinguible des pucerons. Il aspire à un petit bonheur qui serait égal pour tout le monde. Il veut la fin de l’histoire, car l’histoire est génératrice d’événements, c’est-à-dire de conflits et de tensions qui menacent ce « petit bonheur ». Il se moque de Zarathoustra, qui prêche, lui, l’avènement du surhomme. Pour Nietzsche, en effet, l’homme n’est qu’un « pont entre la bête et le surhomme », ce qui signifie que l’homme et l’histoire n’ont de sens que dans la mesure où ils tendent à un dépassement et, pour ce faire, n’hésitent pas à accepter leur propre disparition. Le surhomme correspond à un but, un but donné à tout moment et qu’il est peut-être impossible d’atteindre ; mieux, un but qui, à l’instant même qu’il est atteint, se repropose sur un nouvel horizon. Dans une telle perspective, l’histoire se présente donc comme un perpétuel dépassement de l’homme par l’homme.

Cependant, dans la vision de Nietzsche, il est un dernier élément qui paraît à première vue contradictoire par rapport au mythème du surhomme, c’est celui de l’Éternel retour. Nietzsche affirme en effet que l’Éternel retour de l’Identique commande lui aussi le devenir historique, ce qui à première vue semble indiquer que rien de nouveau ne peut se produire, et que tout dépassement est exclu. Le fait est, d’ailleurs, que ce thème de l’Éternel retour a souvent été interprété dans le sens d’une conception cyclique de l’histoire, conception qui rappelle fortement celle de l’Antiquité païenne. Il s’agit là, à notre avis, d’une sérieuse erreur, contre laquelle Friedrich Nietzsche lui-même a mis en garde. Lorsque, sous le Portique qui porte le nom d’Instant, Zarathoustra interroge l’Esprit de Pesanteur sur la portée des 2 chemins éternels qui, venant de directions opposées, se rejoignent à cet endroit précis, l’Esprit de Pesanteur répond : « Tout ce qui est droit est mensonger, la vérité est courbe, le temps aussi est un cercle ». Alors Zarathoustra réplique avec violence : « Ne te rends pas, ô nain, les choses plus faciles qu’elles ne le sont ».

Dans la vision nietzschéenne de l’histoire, contrairement à ce qui était le cas dans l’Antiquité païenne, les instants ne sont donc pas vus comme des points se succédant sur une ligne, que celle-ci soit droite ou circulaire. Pour comprendre sur quoi repose la conception nietzschéenne du temps historique, il faut plutôt mettre celle-ci en parallèle avec la conception relativiste de l’univers physique quadridimensionnel. Comme ou le sait, l’univers einsteinien ne peut être représenté « sensiblement », puisque notre sensibilité, étant d’ordre biologique, ne peut avoir que des représentations tridimensionnelles. De même, dans l’univers historique nietzschéen, le devenir de l’homme est conçu comme un ensemble de moments dont chacun forme une sphère à l’intérieur d’une « supersphère » quadridimensionnelle, où chaque moment peut, par conséquent, occuper le centre par rapport aux autres. Dans cette perspective, l’actualité de chaque moment ne s’appelle plus « présent ». Bien au contraire, présent, passé et avenir coexistent dans tout moment : ils sont les 3 dimensions de tout moment historique. Les oiseaux de Zarathoustra ne chantent-ils pas à leur Maître : « En tout moment, commence l’Être. Autour de tout Ici s’enroule la sphère Là. Partout est le centre. Courbe est le sentier de l’Éternité ».

Le choix offert à notre époque

Tout cela peut paraître compliqué, tout comme la théorie de la relativité est elle-même « compliquée ». Pour nous aider, ayons recours à quelques images. Le passé, pour Nietzsche, ne correspond nullement à ce qui a été une fois pour toutes, élément figé à jamais que le présent laisserait derrière lui. De même, l’avenir n’est plus l’effet obligatoire de toutes les causes qui l’ont précédé dans le temps et qui le déterminent, comme dans les visions linéaires de l’histoire. À tout moment de l’histoire, dans toute « actualité », passé et avenir sont pour ainsi dire remis en cause, se configurent selon une perspective nouvelle, conforment une autre vérité. On pourrait dire, pour user d’une autre image, que le passé n’est rien d’autre que le projet auquel l’homme conforme son action historique, projet qu’il cherche à réaliser en fonction de l’image qu’il se fait de lui-même et qu’il s’efforce d’incarner. Le passé apparaît alors comme une préfiguration de l’avenir. Il est, au sens propre, l’« imagination » de l’avenir : telle est l’une des significations véhiculées par le mythème de l’Éternel retour.

Par voie de conséquence, il est clair que dans la vision que nous propose Nietzsche, l’homme porte l’entière responsabilité du devenir historique. L’histoire est son fait. Ce qui revient à dire qu’il porte aussi l’entière responsabilité de lui-même, qu’il est véritablement et totalement libre : faber suae fortunae. Cette liberté là est une liberté authentique, non une « liberté » conditionnée par la Grâce divine ou par les contraintes d’une situation matérielle économique. C’est aussi une liberté réelle, c’est-à-dire une liberté consistant en la possibilité de choisir entre 2 options opposées, options données à tout moment de l’histoire et qui, toujours, remettent en cause la totalité de l’être et du devenir de l’homme. (Si ces options n’étaient pas toujours réalisables, le choix ne serait qu’un faux choix, la liberté, une fausse liberté, l’autonomie de l’homme, un faux-semblant).

Or, quel est le choix offert aux hommes de notre époque ? Nietzsche nous dit que ce choix est à faire entre le « dernier homme », c’est-à-dire l’homme de la fin de l’histoire, et l’élan vers le surhomme, c’est-à-dire la régénération de l’histoire. Nietzsche considère que ces 2 options sont aussi réelles que fondamentales. Il affirme que la fin de l’histoire est possible, qu’elle doit être sérieusement envisagée, exactement comme est possible son contraire : la régénération de l’histoire. En dernier ressort, l’issue dépendra donc des hommes, du choix qu’ils opéreront entre les 2 camps, celui du mouvement égalitaire, que Nietzsche appelle le mouvement du dernier homme, et l’autre mouvement, que Nietzsche s’est efforcé de susciter, qu’il a déjà suscité et qu’il appelle son mouvement.

Deux sensibilités

Vision linéaire, vision sphérique de l’histoire : nous nous trouvons confrontés ici à 2 sensibilités différentes qui n’ont cessé de s’opposer, qui s’opposent et qui continueront de s’opposer. Ces 2 sensibilités coexistent à l’époque actuelle. Dans un spectacle tel que celui des Pyramides, par ex., la sensibilité égalitaire verra, du point de vue moral, un symbole exécrable, puisque seuls l’esclavage, l’exploitation de l’homme par l’homme, ont permis de concevoir et de réaliser ces monuments. L’autre sensibilité, au contraire, sera d’abord frappée par l’unicité de cette expression artistique et architecturale, par tout ce qu’elle suppose de grand et d’effroyable dans l’homme qui ose faire l’histoire et désire égaler son destin.

Prenons un autre exemple. Oswald Spengler, dans une page fameuse, a rappelé le souvenir de cette sentinelle romaine qui, à Pompéi, s’était laissée ensevelir sous les cendres parce qu’aucun supérieur ne lui avait donné l’ordre d’abandonner son poste. Pour une sensibilité égalitaire, liée à une vision segmentaire de l’histoire, un tel geste est totalement dépourvu de sens. En dernière analyse, elle ne peut que le condamner, en même temps qu’elle condamne l’histoire, car à ses yeux, ce soldat a été victime d’une illusion ou d’une erreur « inutile ». Au contraire, le même geste deviendra immédiatement exemplaire du point de vue de la sensibilité tragique et surhumaniste, qui comprend, intuitivement pourrait-on dire, que ce soldat romain n’est véritablement devenu un homme qu’en se conformant à l’image qu’il se faisait de lui-même, c’est-à-dire à l’image d’une sentinelle de la Ville impériale.

Nous venons de citer Spengler. Cela nous amène à poser, après lui, le problème du destin de l’Occident. Spengler, comme on le sait, était pessimiste. Selon lui, la fin de l’Occident est proche, et l’homme européen ne peut plus, tel le soldat de Pompéi, que tenir son rôle jusqu’au bout, avant de périr en héros tragique dans l’embrasement de son monde et de sa civilisation. Mais en 1975, c’est à la fin de toute histoire que tend l’Occident. C’est le retour au bonheur immobile de l’espèce qu’il appelle de ses vœux, sans rien voir de tragique dans cette perspective, bien au contraire. L’Occident égalitaire et universaliste a honte de son passé. Il a horreur de cette spécificité qui a fait sa supériorité pendant des siècles, tandis que dans son subconscient cheminait la morale qu’il s’était donnée.

Car cet Occident bimillénaire est aussi un Occident judéo-chrétien qui a fini par se découvrir tel, et qui en tire aujourd’hui les conséquences. Certes, cet Occident a aussi véhiculé pendant longtemps un héritage grec, celtique, romain, germanique, et il en a fait sa force. Mais les masses occidentales, privées de véritables maîtres, renient cet héritage indo-européen. Seules les petites minorités, éparses çà et là, regardent avec nostalgie les réalisations de leurs plus lointains ancêtres, s’inspirent des valeurs qui étaient les leurs, et rêvent de les ressusciter. De telles minorités peuvent sembler dérisoires, et peut-être le sont-elles effectivement. Et pourtant, une minorité, fût-elle infime, peut toujours arriver à valoir une masse. Telle est la raison pour laquelle l’Occident moderne, cet Occident né du compromis constantinien et de l’in hoc signo vinces, est devenu schizophrène. Dans son immense majorité, il veut la fin de l’histoire et aspire au bonheur dans la régression. Et en même temps, de petites minorités cherchent à fonder une nouvelle aristocratie et espèrent un Retour qui, en tant que tel, ne pourra jamais se produire (« on ne ramène pas les Grecs »), mais qui peut se muer en régénération de l’histoire.

Vers une régénération du temps

Ceux qui ont adopté une vision linéaire ou segmentaire de l’histoire ont la certitude d’être du côté de Dieu, comme le disent les uns, d’aller dans le sens de l’histoire, comme le disent les autres. Leurs adversaires, eux, ne peuvent avoir nulle certitude. Croyant que l’histoire est faite par l’homme et par l’homme seul, que l’homme est libre et que c’est librement qu’il forge son destin, il leur faut admettre du même coup que cette liberté peut, à la limite, remettre en cause et peut-être abolir l’historicité de l’homme. Il leur faut, répétons-le, considérer que la fin de l’histoire est possible, même si c’est une éventualité qu’ils repoussent et contre laquelle ils se battent. Mais si la fin de l’histoire est possible, la régénération de l’histoire l’est aussi, à tout moment. Car l’histoire n’est ni le reflet d’une volonté divine, ni le résultat d’une lutte de classes prédéterminée par la logique de l’économie, mais bien la lutte que se livrent entre eux les hommes au nom des images qu’ils se font respectivement d’eux-mêmes et auxquelles ils entendent s’égaler en les réalisant.

À l’époque où nous vivons, certains ne trouvent de sens à l’histoire que dans la mesure où celle-ci tend à la négation de la condition historique de l’homme. Pour d’autres, au contraire, le sens de l’histoire n’est autre que le sens d’une certaine image de l’homme, une image usée et consumée par la marche du temps historique. Une image donnée dans le passé, mais qui conforme toujours leur actualité. Une image qu’ils ne peuvent donc réaliser que par une régénération du temps historique. Ceux-là savent que l’Occident n’est plus qu’un amoncellement de ruines. Mais avec Nietzsche, ils savent aussi qu’une étoile, si elle doit naître, ne peut jamais jaillir que d’un chaos de poussières obscures.

► Giorgio LOCCHI, Nouvelle École n°27/28, 1975.

mardi, 28 décembre 2010

Dominique Venner: un maestro para el euroculturalismo

Dominique Venner: UN MAESTRO PARA EL EUROCULTURALISMO

Ex: http://urkultur-imperium-europa.blogspot.com/

 

Sebastian J. Lorenz
Con buen criterio, Áltera ha publicado el excelente ensayo histórico “Europa y su destino” de Dominique Venner, que viene a cubrir un vacío en el mundo editorial español, si exceptuamos la edición de “Baltikum” (la historia de los cuerpos francos). Venner es seguramente, junto a Thiriart, el padre de un nuevo europeísmo revolucionario y uno de los primeros maestros de la “Nouvelle Droite” francesa, y del pensador galo Alain de Benoist. Pero echemos un vistazo a su vida y su obra.
Miembro del movimiento “Jeune Nation”, Venner abogó desde el principio por la creación de una organización nacionalista europea y revolucionaria. En 1962 escribe su famoso ensayo “Pour une crítique positive” (1962) y se convierte en uno de los principales inspiradores de la “Féderation d´Etudiants Nationalistes” (FEN), organización en la que un joven Alain de Benoist publica sus primeros ensayos filosóficos. En 1963 Venner funda el grupo “Europe Action” que Alain empieza a frecuentar. El encuentro entre el veterano y la joven promesa será decisivo y se materializará en un nacionalismo europeísta, antiliberal y anticristiano.
El impacto de este ensayo en el ámbito del nacional-europeísmo francés, limitado hasta entonces al nacional-comunitarismo de Jean Thiriart- debió ser tremendo. La reflexión intelectual y filosófica, hasta el momento despreciada por el nacionalismo europeo, más proclive a la acción que a la meditación, será la fuente de inspiración para la creación del GRECE (Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne). El nacional-europeísmo de Venner será determinante en la formación –y posterior evolución– de toda una generación de pensadores europeístas, cuyos tempranos escritos se mueven entre la ética nacionalista y la identidad étnica pero, gracias al influjo de Venner, este nuevo nacionalismo europeo se desprende del romanticismo decimonónico, del historicismo eurocéntrico y del universalismo modernista, para reclamar la prioridad identitaria de una Europa superior –en términos civilizatorios- etnoculturalmente.
En el citado ensayo, Venner establece los principios básicos de una nueva estrategia metapolítica: la necesidad de una nueva elaboración doctrinal y el desplazamiento del combate hacia la lucha ideológica y cultural. Algunos cronistas han comparado la obra de Venner con el “¿Qué hacer?” de Lenin, afirmando que en determinados aspectos de autocrítica, estrategia política y doctrina, supone un auténtico “giro leninista”, que los neo-revolucionario-conservadores europeos adoptará en lo sucesivo. ¿No son conocidos los autores de la “Konservative Revolution” alemana como los “trotskistas” del totalitarismo de entreguerras?
Dentro de esta dinámica, Venner constituye en 1966 el “Mouvement Européen de la Liberté”. El fracaso de todas estas iniciativas políticas impulsó el movimiento de “Europe Action”, ya planteado como una fracción intelectual nacida de la derrota política, que no ideológica. A principios de la década de los 70 del siglo pasado, Venner abandona toda actividad política, centrándose en la elaboración ensayística, especialmente en la investigación histórica.
La estrategia de “purificación doctrinal y cultural”, siguiendo las pautas de un “gramscismo de derecha”, resituará el centralismo nacionalista en un nuevo proyecto revolucionario-conservador europeo. Frases como “la unidad revolucionaria es imposible sin unidad de doctrina” o “la revolución es menos la toma de poder que su uso en la construcción de una nueva sociedad”, serán las aspiraciones metapolíticas de esta corriente de pensamiento, cuya estrategia asumirá la vía de la lucha de las ideas para conseguir, primero, el poder cultural, y, posteriormente, la hegemonía política y la transformación social.
El pensador francés lanzará en su famoso “Manifeste” una serie de consignas anticapitalistas, anticomunistas y anti-igualitarias, en las que expresa la trascendencia y la necesidad de retomar una perspectiva europea del nacionalismo francés, con el objetivo de alcanzar “la reconstrucción de Francia y Europa”. Esa idea de regeneración europea estará presente en toda su obra posterior, como lo demuestra la publicación en 2002 de “Histoire et tradition des Européens: 30.000 ans d´identité” y en 2006 del compendio “Le Siécle de 1914. Utopies, guerres et révolutions en Europe au Xxe siécle”. Desde 2002 Venner dirige la “Nouvelle Reveu d´Histoire”.
Venner coincidirá –en vínculos y objetivos- con Jean Mabire en la realización de una síntesis del oxímoron “revolución-conservación”. Mabire dirá que “toda revolución es, antes que nada, revisión de las ideas recibidas”, en la creencia de “que los reaccionarios, es decir, aquellos que reaccionan, son obligatoriamente revolucionarios”. Es, en definitiva, el segundo acto de una “Revolución Conservadora Europea”. Y a ello consagrarán su vida y su obra una serie de pensadores europeos para quienes Venner ha sido un referente ideológico fundamental. Paganismo, europeismo, socialismo, tradicionalismo y etnoculturalismo, consignas para una transmodernidad del siglo XXI.
La primera y agradable impresión al leer el libro “Europa y su destino”es el sorprendente conocimiento que Venner tiene de la historia de España y, en especial, de la obra filosófica de nuestro Ortega y Gasset. El documento parte de una idea temporal: el siglo del 14, símbolo de la catástrofe europea derivada del primer acto de la gran guerra civil europea, fecha que marca a toda una “generación de combate” –como las califica el propio Ortega- o Frontgeneration. En España la “generación de la re-generación” será la del 98, con Miguel de Unamuno como máximo exponente, un grupo de intelectuales que pretendían salvar el declive de España a través de Europa, y a este movimiento le sucedería la llamada “generación del 14”, en la que se encuadra el propio Ortega -como señaló Robert Wohl-, el cual tuvo una especial relación y vinculación con los autores de la Konservative Revolution alemana. La gran guerra provocó el deseo de crear nuevos valores y derribar y abandonar los ya caducos entre los inútiles escombros del conflicto bélico (la modernidad). El viejo continente había perdido su “orden europeo” (Venner), la “capacidad de mando civilizadora” (Ortega), dejando un tremendo vacío, pero resurgiendo con fuerza una nueva idea, la recuperación de la identidad europea. Y a ello se dedica Venner en su libro, pero ya no cuento nada más, hay que comprarlo y leerlo.

samedi, 25 décembre 2010

Hommage à Saint-Loup

Hommage à Saint-Loup

Pierre VIAL

Ex: http://tpprovence.wordpress.com/

Il y a vingt ans aujourd’hui disparaissait Saint-Loup. En la mémoire de ce héros, nous publions un texte de Pierre Vial, L’Homme du Grand Midi, paru dans Rencontres avec Saint-Loup, publié par l’association des Amis de Saint-Loup. C’est du même ouvrage que sont extraits les illustrations de Marienne.

L’Homme du Grand Midi

europe-saint-loup.jpgJ’ai découvert Saint-Loup en décembre 1961. J’avais dix-huit ans et me trouvais en résidence non souhaitée, aux frais de la Ve République, pour incompatibilité d’humeur avec la politique qui était alors menée dans une Algérie qui n’avait plus que quelques mois à être française. On était à quelques jours du solstice d’hiver – mais je ne savais pas encore, à l’époque, ce qu’était un solstice d’hiver, et ce que cela pouvait signifier. Depuis j’ai appris à lire certains signes.

Lorsqu’on se retrouve en prison, pour avoir servi une cause déjà presque perdue, le désespoir guette. Saint-Loup m’en a préservé, en me faisant découvrir une autre dimension, proprement cosmique, à l’aventure dans laquelle je m’étais lancé. à corps et à cœur perdus, avec mes camarades du mouvement Jeune Nation. Brave petit militant nationaliste, croisé de la croix celtique, j’ai découvert avec Saint-Loup, et grâce à lui, que le combat, le vrai et éternel combat avait d’autres enjeux, et une toute autre ampleur, que l’avenir de quelques malheureux départements français au sud de la Méditerranée. En poète – car il était d’abord et avant tout un poète, c’est-à-dire un éveilleur – Saint-­Loup m’a entraîné sur la longue route qui mène au Grand Midi de Zarathoustra. Bref, il a fait de moi un païen, c’est-à-dire quelqu’un qui sait que le seul véritable enjeu, depuis deux mille ans, est de savoir si l’on appartient, mentalement, aux peuples de la forêt ou à cette tribu de gardiens de chèvres qui, dans son désert, s’est autoproclamée élue d’un dieu bizarre – « un méchant dieu », comme disait 1’’ami Gripari.

J’ai donc à l’égard de Saint-Loup la plus belle et la plus lourde des dettes – celle que l’on doit à qui nous a amené à dépouiller le vieil homme, à bénéficier de cette seconde naissance qu’est toute authentique initiation, au vrai et profond sens du terme. Oui, je fais partie de ceux qui ont découvert le signe éternel de toute vie, la roue, toujours tournante, du Soleil Invaincu.

Chaque livre de Saint-Loup est, à sa façon. un guide spirituel. Mais certains de ses ouvrages ont éveillé en moi un écho particulier. Je voudrais en évoquer plus particulièrement deux – sachant que bien d’autres seront célébrés par mes camarades.

Au temps où il s’appelait Marc Augier, Saint-Loup publia un petit livre, aujourd’hui très recherché, Les Skieurs de la Nuit. Le sous-titre précisait : Un raid de ski-camping en Laponie finlandaise. C’est le récit d’une aventure, vécue au solstice d’hiver 1938, qui entraîna deux Français au-delà du Cercle polaire. Le but ? « Il fallait,se souvient Marc Augier, dégager le sens de l’amour que je dois porter à telle ou telle conception de vie, déterminer le lieu où se situent les véritables richesses. »

Le titre du premier chapitre est, en soi, un manifeste : « Conseil aux campeurs pour la conquête du Graal. » Tout Saint-Loup est déjà là. En fondant en 1935, avec ses amis de la SFIO et du Syndicat national des instituteurs, les Auberges laïques de la Jeunesse, il avait en effet en tête bien autre chose que ce que nous appelons aujourd’hui « les loisirs » – terme dérisoire et même nauséabond, depuis qu’il a été pollué par Trigano.

Marc Augier s’en explique, en interpellant la bêtise bourgeoise : « Vous qui avez souri, souvent avec bienveillance, au spectacle de ces jeunes cohortes s’éloignant de la ville, sac au dos, solidement chaussées, sommairement vêtues et qui donnaient à partir de 1930 un visage absolument inédit aux routes françaises, pensiez-vous que ce spectacle était non pas le produit d’une fantaisie passagère, mais bel et bien un de ces faits en apparence tout à fait secondaires qui vont modifier toute une civilisation ? La chose est vraiment indiscutable. Ce départ spontané vers les grands espaces, plaines, mers, montagnes, ce recours au moyen de transport élémentaire comme la marche à pied, cet exode de la cité, c’est la grande réaction du XXe siècle contre les formes d’habitat et de vie perfectionnées devenues à la longue intolérables parce que privées de joies, d’émotions, de richesses naturelles. J’en puise la certitude en moi-même. À la veille de la guerre, dans les rues de New York ou de Paris, il m’arrivait soudain d’étouffer, d’avoir en l’espace d’une seconde la conscience aiguë de ma pauvreté sensorielle entre ces murs uniformément laids de la construction moderne, et particulièrement lorsqu’au volant de ma voiture j’étais prisonnier, immobilisé pendant de longues minutes, enserré par d’autres machines inhumaines qui distillaient dans l’air leurs poisons silencieux. Il m’arrivait de penser et de dire tout haut : « Il faut que ça change… cette vie ne peut pas durer » ».

Conquérir le Graal, donc. En partant à ski, sac au dos, pour mettre ses pas dans des traces millénaires. Car, rappelle Marc Augier, « au cours des migrations des peuples indo-européens vers les terres arctiques, le ski fut avant tout un instrument de voyage ». Et il ajoute : « En chaussant les skis de fond au nom d’un idéal nettement réactionnaire, j’ai cherché à laisser derrière moi, dans la neige, des traces nettes menant vers les hauts lieux où toute joie est solidement gagnée par ceux qui s’y aventurent ». En choisissant de monter, loin, vers le Nord, au temps béni du solstice d’hiver, Marc Augier fait un choix initiatique.

« L’homme retrouve à ces latitudes, à cette époque de l’année, des conditions de vie aussi voisines que possible des époques primitives. Comme nous sommes quelques-uns à savoir que l’homme occidental a tout perdu en se mettant de plus en plus à l’abri du combat élémentaire, seule garantie certaine pour la survivance de l’espèce, nous avons retiré une joie profonde de cette confrontation [...]. Les inspirés ont raison. La lumière vient du Nord… [...] Quand je me tourne vers le Nord, je sens, comme l’aiguille aimantée qui se fixe sur tel point et non tel autre point de l’espace, se rassembler les meilleures et les plus nobles forces qui sont en moi ».

Dans le grand Nord, Marc Augier rencontre des hommes qui n’ont pas encore été pollués par la civilisation des marchands, des banquiers et des professeurs de morale.

Les Lapons nomades baignent dans le chant du monde, vivent sans état d’âme un panthéisme tranquille, car ils sont : « en contact étroit avec tout un complexe de forces naturelles qui nous échappent complètement, soit que nos sens aient perdu leur acuité soit que notre esprit se soit engagé dans le domaine des valeurs fallacieuses. Toute la gamme des croyances lapones (nous disons aujourd’hui « superstitions » avec un orgueil que le spectacle de notre propre civilisation ne paraît pas justifier) révèle une richesse de sentiments, une sûreté dans le choix des valeurs du bien et du mal et, en définitive, une connaissance de Dieu et de l’homme qui me paraissent admirables. Ces valeurs religieuses sont infiniment plus vivantes et, partant, plus efficaces que les nôtres, parce qu’incluses dans la nature, tout à fait à portée des sens, s’exprimant au moyen d’un jeu de dangers, de châtiments et de récompenses fort précis, et riches de tout ce paganisme poétique et populaire auquel le christianisme n’a que trop faiblement emprunté, avant de se réfugier dans les pures abstractions de l’âme ».

Le Lapon manifeste une attitude respectueuse à l’égard des génies bienfaisants, les Uldra, qui vivent sous terre, et des génies malfaisants, les Stalo, qui vivent au fond des lacs. Il s’agit d’être en accord avec l’harmonie du monde :

« passant du monde invisible à l’univers matériel, le Lapon porte un respect et un amour tout particuliers aux bêtes. Il sait parfaitement qu’autrefois toutes les bêtes étaient douées de la parole et aussi les fleurs, les arbres de la taïga et les blocs erratiques… C’est pourquoi l’homme doit être bon pour les animaux, soigneux pour les arbres, respectueux des pierres sur lesquelles il pose le pied. »

C’est par les longues marches et les nuits sous la tente, le contact avec l’air, l’eau, la terre, le feu que Marc Augier a découvert cette grande santé qui a pour nom paganisme. On comprend quelle cohérence a marqué sa trajectoire, des Auberges de Jeunesse à l’armée européenne levée, au nom de Sparte, contre les apôtres du cosmopolitisme.

Après avoir traversé, en 1945,  le crépuscule des dieux. Marc Augier a choisi de vivre pour témoigner. Ainsi est né Saint-Loup, auteur prolifique, dont les livres ont joué, pour la génération à laquelle j’appartiens, un rôle décisif. Car en lisant Saint-Loup, bien des jeunes, dans les années 60, ont entendu un appel. Appel des cimes. Appel des sentiers sinuant au cœur des forêts. Appel des sources. Appel de ce Soleil Invaincu qui, malgré tous les inquisiteurs, a été, est et sera le signe de ralliement des garçons et des filles de notre peuple en lutte pour le seul droit qu’ils reconnaissent – celui du sol et du sang.

Cet enseignement, infiniment plus précieux, plus enrichissant, plus tonique que tous ceux dispensés dans les tristes et grises universités, Saint-Loup l’a placé au cœur de la plupart de ses livres. Mais avec une force toute particulière dans La Peau de l’Aurochs.

Ce livre est un roman initiatique, dans la grande tradition arthurienne : Saint-Loup est membre de ce compagnonnage qui, depuis des siècles, veille sur le Graal. Il conte l’histoire d’une communauté montagnarde, enracinée au pays d’Aoste, qui entre en résistance lorsque les prétoriens de César – un César dont les armées sont mécanisées – veulent lui imposer leur loi, la Loi unique dont rêvent tous les totalitarismes, de Moïse à George Bush. Les Valdotains, murés dans leur réduit montagnard, sont contraints, pour survivre, de retrouver les vieux principes élémentaires : se battre, se procurer de la nourriture, procréer. Face au froid, à la faim, à la nuit, à la solitude, réfugiés dans une grotte, protégés par le feu qu’il ne faut jamais laisser mourir, revenus à l’âge de pierre, ils retrouvent la grande santé : leur curé fait faire à sa religion le chemin inverse de celui qu’elle a effectué en deux millénaires et, revenant aux sources païennes, il redécouvre, du coup, les secrets de l’harmonie entre l’homme et la terre, entre le sang et le sol. En célébrant, sur un dolmen, le sacrifice rituel du bouquetin – animal sacré car sa chair a permis la survie de la communauté, il est symbole des forces de la terre maternelle et du ciel père, unis par et dans la montagne –, le curé retrouve spontanément les gestes et les mots qui calment le cœur des hommes, en paix avec eux-mêmes car unis au cosmos, intégrés – réintégrés – dans la grande roue de l’Éternel Retour.

De son côté, l’instituteur apprend aux enfants de nouvelles et drues générations qui ils sont, car la conscience de son identité est le plus précieux des biens : « Nos ancêtres les Salasses qui étaient de race celtique habitaient déjà les vallées du pays d’Aoste. » et le médecin retrouve la vertu des simples, les vieux secrets des femmes sages, des sourcières : la tisane des violettes contre les refroidissements, la graisse de marmotte fondue contre la pneumonie, la graisse de vipère pour faciliter la délivrance des femmes… Quant au paysan, il va s’agenouiller chaque soir sur ses terres ensemencées, aux approches du solstice d’hiver, et prie pour le retour de la la lumière.

Ainsi, fidèle à ses racines, la communauté montagnarde survit dans un isolement total, pendant plusieurs générations, en ne comptant que sur ses propres forces – et sur l’aide des anciens dieux. Jusqu’au jour où, César vaincu, la société marchande impose partout son « nouvel ordre mondial ». Et détruit, au nom de la morale et des Droits de l’homme, l’identité, maintenue jusqu’alors à grands périls, du Pays d’Aoste. Seul, un groupe de montagnards, fidèle à sa terre, choisit de gagner les hautes altitudes, pour retrouver le droit de vivre debout, dans un dépouillement spartiate, loin d’une « civilisation » frelatée qui pourrit tout ce qu’elle touche car y règne la loi du fric.

Avec La Peau de l’Aurochs, qui annonce son cycle romanesque des patries charnelles, Saint-Loup a fait œuvre de grand inspiré. Aux garçons et filles qui, fascinés par l’appel du paganisme, s’interrogent sur le meilleur guide pour découvrir l’éternelle âme païenne, il faut remettre comme un viatique, ce testament spirituel.

Aujourd’hui, Saint-Loup est parti vers le soleil.

Au revoir camarade. Du paradis des guerriers, où tu festoies aux côtés des porteurs d’épée de nos combats millénaires, adresse-nous, de tes bras dressés vers l’astre de vie, un fraternel salut. Nous en avons besoin pour continuer encore un peu la route. Avant de te rejoindre. Quand les dieux voudront.

Pierre Vial

Source : Club Acacias.

samedi, 18 décembre 2010

A Serious Case: Guillaume Faye's Archeofuturism

A Serious Case:
Guillaume Faye’s Archeofuturism

F. Roger Devlin

Ex: http://www.counter-currents.com/

Guillaume Faye,
Archeofuturism: European Visions of the Post-Catastrophic Age
Arktos Media Ltd., 2010

“The modern world is like a train full
of ammunition running in the fog.”
—Robert Ardrey

Most thought described as “conservative” is a kind of political hygienics: it takes its bearings by what is natural, normal, or best in the social order. One hazard of its focus on right order is to leave us unprepared in extraordinary situations. Thus, we all know otherwise intelligent conservatives who would continue, even as blood was running in the streets, to talk of the need for electing fiscally responsible Republicans to office. The best treatment for this sort of blindness is a crash course in political pathology such as the book under review.

Author Guillaume Faye was for many years a luminary of Alain de Benoist’s Group for the Research and Study of European Civilization. Beginning from the principle “no Lenin without Marx,” Benoist conceived his activities as part of a Gramscian (or Cochinian) strategy to undermine the hegemony of liberalism. In the early 1980s, remembers Faye, each issue of his journal Eléments was “an ideological barrage that sparked outraged reviews from the mainstream press,” and people sat up and took notice of the Colloques parisiens his organization sponsored. The well-educated men of this “New Right,” as it came to be called, looked down on the young Front National as a “microscopic group of good-for-nothings,” and even barred “that pirate-faced old soldier” Jean-Marie Le Pen from their meetings.

Yet within a few years the tables were turned, as dissatisfied New Rightists flocked to the Front. Any misgivings they had about Le Pen’s vulgarity were outweighed by the impression that his organization was where something was happening. Faye, too, eventually concluded that the New Right had become a mere literary salon: “from 1986 I began to feel that a clique spirit and literary pagan romanticism were prevailing over historical will. . . . In order to prove effective, ideological and cultural action must be supported by concrete political forces which it integrates and extends.”

Archeofuturism marks the author’s return to the political arena after an absence of twelve years. Its first chapter is devoted to a friendly critique of his former colleagues. For example, he finds in New Right publications an overemphasis upon folkloric aspects of European heritage such as “Breton bonnets” and “Scandinavian woodcarvings.” Such charming but innocuous traditions have their equivalents among all peoples on earth. Faye would rather maintain “the creative primacy of Western civilization” represented by our tradition of scientific research, philosophy and engineering, as well as our unparalleled artistic and literary “high” culture.

Faye also considers the New Right wedded to a faulty political paradigm in which “America”—conceived narrowly as the Hollywood/Wall Street/Foggy Bottom axis—is the enemy. This way of thinking is well-expressed in the title of Benoist’s book Europe-Third World: the Same Struggle. Benoist invites the entire non-American world (even Muslims!) to “a fruitful exchange of dialogue among parties clearly situated in relation to one another.” In other words: multiculturalism with one place at the table reserved for White Europeans. Faye rightly dismisses this as “a Disneyland dream.”

Starting from what Faye considers a correct Nietzschean assessment of primitive Christianity as an egalitarian, leveling and ethno-masochistic movement, the New Right launched an ill-considered attack on the folk Catholicism of ordinary Frenchmen. Meanwhile, they ignored their proper target: a return to the “bolshevism of antiquity” among the high clergy, marked by immigrationism and self-ethnophobia. This is the tendency some have called the “degermanization of Christianity.” The New Right would have done better to ally itself with Catholic traditionalists in combating it rather than alienating its natural allies.

Lastly, while the New Right professed admiration for the German jurist Carl Schmitt, it never made any practical application of his Ernstfall concept: the “serious case” which cannot be met within the normal framework of constitutional law. When Hannibal is at the gates of Rome, when the Royal Guards mutiny—no appeal can be made to law. Such contingencies can only be met with the virtue of prudence, i.e., the ability to make sound judgments about what to do in particular cases.

This blind spot may be fatal, for Faye is convinced that the liberal regime is driving Western civilization toward an Ernstfall the like of which the world has never seen. He describes it as a “convergence of catastrophes.” Elements include: the failure of multiracialism, the disintegration of family structures, disruption in the transmission of cultural knowledge and social disciplines, the replacement of folk culture by the passive consumption of industrially produced “mass culture,” increasing crime and drug use, the decay of community, anti-natalism, nuclear proliferation and the re-emergence of viral and microbial diseases resistant to antibiotics, public debt, and the privileging of speculative profits, i.e., the construction of our economy atop the stilts of investor confidence rather than upon the solid ground of production.

Furthermore, liberal ideology has propounded a utopian ideal of universal “development,” whereby every last African hellhole is supposed to become an affluent, tolerant, democratic, and efficient consumerist society. The nations of the South were won over to this project, dazzled by the deceptive prospect of economic growth. They set in motion a process of industrialization that has devastated the natural environment, undermined their traditional cultures, and created social chaos, including urban jungles like Calcutta and Lagos. Resentment at the broken promise of “development” runs deep; the resurgence of religious fanaticism is one of its expressions.

Under the banner of “inclusion,” the liberal regime is now importing legions of immigrants who will function as the “fifth column” of an aggressive South. “The ethnic war in France has already started,” writes Faye in 1998, seven years before les émeutes des banlieues.

These are the lines of catastrophe which Faye expects to converge in about the second decade of this century. His prophecy is reminiscent of Andrei Amalrik’s 1969 essay Will the Soviet Union Survive Until 1984?—which, of course, proved uncannily accurate. Still, the wise reader will not want to overstress Faye’s time frame; much is clear about the crisis we face, but not even the angels in heaven know the day or the hour.

The author emphasizes that the impending meltdown presents us with opportunities: “When people have their backs against the wall and are suffering piercing pains, they easily change their opinions.” The stormy century of iron and fire that awaits us will make people accept what is currently unacceptable. The right today must position itself to be perceived as “the alternative” when the inevitable crisis hits. This means discrediting leftist pseudo-dissent, which is merely a demand for the intensification of official ideology and praxis. It also means acquiring the monopoly over alternative thought: not by imposing a party-line, but by uniting all healthy forces on a European level and abandoning provincial disputes and narrow doctrines.

Faye’s book is intended as “a sort of mental training for the post-catastrophic world.” The title Archeofuturism refers to the principles appropriate to reconstructing our civilization. “Archaic” must be understood according to the root sense of the Greek noun archè: both “foundation” and “beginning.” The archai are anthropological values which “create and are unchangeable;” they refer to the central notion of “order.”

Such foundational values include:

the distinction of sex roles; the transmission of ethnic and folk traditions; spirituality and priestly organization; visible and structuring social hierarchies; the worship of ancestors; rites and tests of initiation; the re-establishment of organic communities (from the family to the folk); the de-individualization of marriage [and] an end to the confusion between eroticism and conjugality; the prestige of the warrior caste; inequality of social status—not the unjust and frustrating implicit inequality we find today in egalitarian utopias, but explicit and legitimated inequalities; duties that match rights, hence a rigorous justice that gives people a sense of responsibility; a definition of peoples—and of all established groups or social bodies—as diachronic communities of destiny rather than synchronic masses of individual atoms.

Faye calls these “the values of justice.” We need not doubt they will return once the hallucinations of equality and individual emancipation have dissipated, for they follow from human nature itself.

The real danger is that we may end up having them imposed on us by Islam rather than reasserting them ourselves from our own historical memory. For Islam is the symbolic banner of Southern revanchisme, and the mindset of the South remains archaic. It takes for granted the primacy of force, the legitimacy of conquest, ethnic exclusivity, aggressive religiosity, machismo, and a worship of leaders and hierarchic order. Muslim employment of liberal cant—complaints of “discrimination” and “intolerance”—are the merest fig leaf for a Machiavellian “strategy of the fox” against Europe. In order to oppose the invaders, we must revert to an archaic mindset ourselves, abandoning the demobilizing handicap of “modern” humanitarianism.

Faye is perhaps at his best explaining the behavior and motivations of the “petty, inglorious princes who pretend to be governing us.” For example, he notes the increasing importance of “consultation” in French political life; authorities “consult” representatives of various approved interest groups, such as labor unions and non-White ethnic blocs, and then formulate policy on the basis of the lowest common denominator of agreement between them. The real point of this, of course, is to avoid the risks and responsibilities of actual leadership. (Try to imagine De Gaulle behaving this way.) But it is presented to the public as a wonderful new way of “modernizing democracy.”

A related symptom is the rise of negative legitimization, or what the author calls the “big bad wolf tactic”:

Politicians no longer say, “Vote for us, because we’ve got the right solutions and we’ll improve your living conditions.” That is positive legitimization. Instead they say (implicitly) “Vote for us, since even though we’re a bunch of good-for-nothings, bunglers and bullies, at least we will protect you from fascism.”

Four years after these words were written Le Pen made the presidential run-offs and, sure enough, all the bien pensants showed up at the polls with clothespins on their noses to support the crook Chirac!

Egalitarian reform serves as a convenient pretext for the elites to enact measures whose practical effect is to entrench their own position. Thus, they have sabotaged the French educational system by eliminating selectivity and discipline. But it is only these which give the talented outsider an honest chance against the untalented insider. As Pareto put it: the more rigorous the (rationally planned) selection in a social system, the greater the turnover in the elite. Without objective standards, on what grounds can one argue against elite self-perpetuation?

But the regime’s most breathtaking hypocrisy is found in its demonization of the National Front. The Front has broken the tacit ground-rules of the managerial regime by “engaging in politics where it has been agreed that one should only engage in business”; it has sought popular trust with a view to implementing a program, where the established parties “communicate” and maneuver with a view to re-election. Timid careerists denounce the Front as a threat to the Republic because they fear it as a threat to themselves.

Faye considers the National Front a genuinely revolutionary party. Yet he apparently has never been a member, and is not really a French nationalist. In his view, Le Pen’s romantic and backward-looking devotion to the French state embodies a great deal of latent Jacobinism. It is this state, after all, which has “naturalized” millions of Afro-Asiatic “youths” who do not see themselves as French at all. Moreover, a nation state, even run on patriotic principles, would be an entity too small to defend the French ethnos effectively in the contemporary world. Would a federal European state be any more capable of doing so? “I believe it would,” says Faye, “provided it is exactly the opposite of the European state currently being built.”

Those who believe that an imperial and federal European state would “kill France” are confusing the political sphere with the ethno-cultural one. The disappearance of the Parisian regime would in no way threaten the vigor and identity of the people of France. Moreover, a European federal state would breathe new life into autonomous regions: Brittany, Normandy, Provence, etc.

The European Union is a ghastly bureaucratic mess, but it is also one of the “forces in being.” Why turn our backs on it or work to destroy it when we can instead hijack it and turn it to our own purposes? Faye calls for the transformation of the EU into “a genuinely democratic and no longer bureaucratic European government with a real parliament and a strong and decisive central power.” He describes this position as European Nationalism, and dreams of a Eurosiberian Federation extending from Brest to the Bering Strait.

While Faye disagrees with Benoist’s interpretation of America as an enemy (hostes), he continues to view her as a rival and opponent (inimicus). This American reviewer does not grasp why the case for including a chastened post-imperial United States in a Northern Federation would be any weaker than the case for including Russia.

The Eurosiberian Federation is to be characterized by a two-tier economy. The elite (20% of the population) will continue to live according to the techno-scientific economic model based on ongoing innovation. They would form part of a global exchange network of about one billion people, including the elites of other civilizational blocs. As Faye notes, “the essence of technological science is not connected to egalitarian modernity, but has its roots in the ethno-cultural heritage of Europe, and particularly ancient Greece.”

Among the first exploits of this new elite shall be exploring the “explosive possibilities of genetic engineering.” These include inter-species hybrids, man-animal chimeras, semi-artificial “biolithic” creatures, and decerebrated human clones. Faye is utterly contemptuous of moral or religious scruples in this domain, which he oddly attributes to the ideology of liberal modernity more than to Christianity.

The remainder of humanity would live in archaic, neo-traditional communities. The techno-scientific portion of humanity would be under no obligation to help (i.e., “develop”) everybody else. Nor would they have any right to interfere in their affairs.

In sum, for the elite: promethean achievement, linear time and futuristic technology; for the rest: neo-feudalism, cyclic time and timeless, “archaic” values.

But it is not clear how the elite could avoid “interfering” in the affairs of people they are supposed to govern. Moreover, how would the elite perpetuate itself? It seems clear that Faye does not intend a hereditary aristocracy. Perhaps there is some sort of test or initiatory ordeal for prospective members. But then families would be divided between the classes, which would involve many difficulties. In the fictional portrayal of his ideal future society which closes the book, Faye refers in passing to something called “the Party.” This reviewer would need to hear a lot more about this shadowy organization before signing on to Faye’s proposals. The two-tiered economy is altogether the least satisfactorily worked out part of the book.

Yet the author is aware that men never get what they plan for: somewhat grandiloquently, he calls this heterotelia. And he distinguishes “worldview” (an idea of civilization as a goal and some values) from “ideology” and “doctrine” (applications to society and what tactics to use). So we can follow him for the first mile.

Archeofuturism should have a bracing effect on anyone more accustomed to reading the despondent Cassandras of paleoconservatism. “Realism,” he reminds us, “is often disheartened fatalism.”

Those who blame others, enemies and the political climate for their own failures do not deserve to win. For it is in the logic of things for enemies to oppress you and circumstances to prove hostile. The mistake lies in exorcising reality by adopting the morals of intention as opposed to those of consequences.

We must reject the pretext that radical thought would be “persecuted” by the system. The system is foolish. Its censorship is as far from stringent as it is clumsy, striking only at mythic acts of provocation and ideological tactlessness. Talent always prevails over censorship, when it is accompanied by daring and intelligence. A right wing movement can only prove successful through the virtue of courage.

There is no excuse for being taken by surprise when the liberal regime disregards its own principals in order to fight us (as the British establishment is doing with the BNP). Of course we should publicize and ridicule their inconsistencies, but it is silly to be indignant over them: repression simply means that the regime recognizes us as an Ernstfall, a mortal threat, and that is precisely what a serious right ought to be. Attempts to shut us down are symptoms of growing success and should strengthen our resolve.

vendredi, 10 décembre 2010

La triade homérienne

La triade homérienne

par Dominique VENNER

Ex: http://engarda.hautetfort.com/

homere.jpgPour les Anciens, Homère était « le commencement, le milieu et la fin ». Une vision du monde et même une philosophie se déduisent implicitement de ses poèmes. Héraclite en a résumé le socle cosmique par une formulation bien à lui : « L’univers, le même pour tous les êtres, n’a été créé par aucun dieu ni par aucun homme ; mais il a toujours été, est et sera feu éternellement vivant… »

1. La nature comme socle

Chez Homère, la perception d’un cosmos incréé et ordonné s’accompagne d’une vision enchantée portée par les anciens mythes. Les mythes ne sont pas une croyance, mais la manifestation du divin dans le monde. Les forêts, les roches, les bêtes sauvages ont une âme que protège Artémis (Diane pour les Romains). La nature tout entière se confond avec le sacré, et les hommes n’en sont pas isolés. Mais elle n’est pas destinée à satisfaire leurs caprices. En elle, dans son immanence, ici et maintenant, ils trouvent en revanche des réponses à leurs angoisses :

« Comme naissent les feuilles, ainsi font les hommes. Les feuilles, tour à tour, c’est le vent qui les épand sur le sol et la forêt verdoyante qui les fait naître quand se lèvent les jours du printemps. Ainsi des hommes : une génération naît à l’instant où une autre s’efface » (Iliade, VI, 146). Tourne la roue des saisons et de la vie, chacun transmettant quelque chose de lui-même à ceux qui vont suivre, assuré ainsi d’être une parcelle d’éternité. Certitude affermie par la conscience du souvenir à laisser dans la mémoire du futur, ce que dit Hélène dans l’Iliade : « Zeus nous a fait un dur destin afin que nous soyons plus tard chantés par les hommes à venir » (VI, 357-358). Peut-être, mais la gloire d’un noble nom s’efface comme le reste. Ce qui ne passe pas est intérieur, face à soi-même, dans la vérité de la conscience : avoir vécu noblement, sans bassesse, avoir pu se maintenir en accord avec le modèle que l’on s’est fixé.

2. L’excellence comme but

A l’image des héros, les hommes véritables, nobles et accomplis (kalos agatos), cherchent dans le courage de l’action la mesure de leur excellence (arétê), comme les femmes cherchent dans l’amour ou le don de soi la lumière qui les fait exister. Aux uns et aux autres, importe seulement ce qui est beau et fort. « Etre toujours le meilleur, recommande Pelée à son fils Achille, l’emporter sur tous les autres » (Iliade, VI, 208). Quand Pénélope se tourmente à la pensée que son fils Télémaque pourrait être tué par les “prétendants” (usurpateurs), ce qu’elle redoute c’est qu’il meurt « sans gloire », avant d’avoir accompli ce qui ferait de lui un héros à l’égal de son père (Odyssée, IV, 728). Elle sait que les hommes ne doivent rien attendre des dieux et n’espérer d’autre ressource que d’eux-mêmes, ainsi que le dit Hector en rejetant un présage funeste : « Il n’est qu’un bon présage, c’est de combattre pour sa patrie » (Iliade, XII, 243). Lors du combat final de l’Iliade, comprenant qu’il est condamné par les dieux ou le destin, Hector s’arrache au désespoir par un sursaut d’héroïsme tragique : « Eh bien ! non, je n’entends pas mourir sans lutte ni sans gloire, ni sans quelque haut fait dont le récit parvienne aux hommes à venir » (XXII, 304-305).

3. La beauté comme horizon

L’Iliade commence par la colère d’Achille et se termine par son apaisement face à la douleur de Priam. Les héros d’Homère ne sont pas des modèles de perfection. Ils sont sujets à l’erreur et à la démesure en proportion même de leur vitalité. Pour cette raison, ils tombent sous le coup d’une loi immanente qui est le ressort des mythes grecs et de la tragédie. Toute faute comporte châtiment, celle d’Agamemnon comme celle d’Achille. Mais l’innocent peut lui aussi être soudain frappé par le sort, comme Hector et tant d’autres, car nul n’est à l’abri du tragique destin. Cette vision de la vie est étrangère à l’idée d’une justice transcendantale punissant le mal ou le péché. Chez Homère, ni le plaisir, ni le goût de la force, ni la sexualité ne sont jamais assimilés au mal. Hélène n’est pas coupable de la guerre voulue par les dieux (Iliade, III, 161-175). Seuls les dieux sont coupables des fatalités qui s’abattent sur les hommes. Les vertus chantées par Homère ne sont pas morales mais esthétiques. Il croit à l’unité de l’être humain que qualifient son style et ses actes. Les hommes se définissent donc au regard du beau et du laid, du noble et du vil, non du bien ou du mal. Ou, pour dire les choses autrement, l’effort vers la beauté est la condition du bien. Mais la beauté n’est rien sans loyauté ni vaillance. Ainsi Pâris ne peut être vraiment beau puisqu’il est couard. Ce n’est qu’un bellâtre que méprise son frère Hector et même Hellène qu’il a séduite par magie. En revanche, Nestor, en dépit de son âge, conserve la beauté de son courage. Une vie belle, but ultime du meilleur de la philosophie grecque, dont Homère fut l’expression primordiale, suppose le culte de la nature, le respect de la pudeur (Nausicaa ou Pénélope), la bienveillance du fort pour le faible (sauf dans les combats), le mépris pour la bassesse et la laideur, l’admiration pour le héros malheureux. Si l’observation de la nature apprend aux Grecs à mesurer leurs passions, à borner leurs désirs, l’idée qu’ils se font de la sagesse avant Platon est sans fadeur. Ils savent qu’elle est associée aux accords fondamentaux nés d’oppositions surmontées, masculin et féminin, violence et douceur, instinct et raison. Héraclite s’était mis à l’école d’Homère quand il a dit : « La nature aime les contraires : c’est avec elle qu’elle produit l’harmonie. »

Dominique Venner, « La Nouvelle Revue d’Histoire », n°43, juillet-août 2009. Mis en ligne sur le site de Dominique Venner.

 

dimanche, 05 décembre 2010

Interview with Greg Johnson

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Interview with Greg Johnson

ex.: http://www.counter-currents.com/

1. Being a man of ideas, has literature played an important role in your life? What would you say were the texts that proved key in your personal and intellectual development? And why?

History and philosophy played more of a role in shaping my outlook than literature. In fact, I can’t name a single work of fiction, qua fiction, that has shaped my worldview. But works of fiction have provided me with concrete and vivid exemplifications of otherwise abstract ideas. I love philosophical novels. Plato’s dialogues, of course, qualify both as literature and philosophy.

Plato has had the greatest influence on my outlook, particularly the Republic, but also the Gorgias, Phaedrus, Symposium, Euthydemus, Euthyphro, Apology, Crito, and Phaedo. Rousseau’s philosophical novel Emile also influenced my thinking profoundly. I love Ayn Rand’s The Fountainhead and Atlas Shrugged, but classical liberalism, capitalism, and even individualism ultimately undermine aristocratic and heroic values.

The philosophers who have shaped me the most are Plato, Aristotle, Plotinus, Machiavelli, Vico, Rousseau, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, William James, Heidegger, Guénon, Evola. Alan Watts has had a huge impact as well, as have the Tao te Ching and the Upanishads.

Wagner’s music dramas are in a class by themselves, as texts somewhere between philosophy and literature/myth, married to some of the greatest music ever written. They are profound, and have influenced me profoundly.

Savitri Devi is also hard to categorize. She combines philosophy, history, religion, politics, and myth. She too has had a great influence on me.

As for literature proper: The writers I loved most as a child are ones I still love today: Poe, Tolkien, Kipling, and old illustrated compendiums of Greek and Norse mythology. Frank Herbert’s Dune books have also remained favorites. I like them more every time I return to them.

Later on I came to love Homer, Shakespeare, Blake, Goethe, Schiller, Baudelaire, Dickinson, Oscar Wilde, Yeats, Wallace Stevens, and Philip Larkin as poets and dramatists.

In terms of novels and stories, my favorite writers came to include Dostoevsky, Hugo, Flaubert, D. H. Lawrence, H. P. Lovecraft, Flannery O’Connor, and Yukio Mishima.

There are also “non-greats” whose voices I consistently enjoy: Edith Sitwell, Truman Capote, Evelyn Waugh.

I read a lot of Ray Bradbury, Kurt Vonnegut, and Aldous Huxley in my teens. Someday I want to revisit them. I think Bradbury will stand the test of time.

Literary criticism is very important to me. My favorite critics are D. H. Lawrence, Ezra Pound, Camille Paglia, and H. L. Mencken.

I have very little time to read fiction now, unfortunately. The last novel I read was Mister! I read too much non-fiction and spend too much time staring at the computer screen. I just can’t add more reading on top of that. So my primary form of intellectual recreation is watching movies and operas and listening to music.

2. I first became aware of you following your appointment as editor of The Occidental Quarterly. However, I understand you had already been active as a dissident writer for a number of years, during which you wrote under various pen names. What, in your particular case, made you opt in favor of pen names? And why did you decide eventually to do away with them?

When I wrote under pen names, I was working for people who would fire me if they knew my real views.

When I took the TOQ job, I was told I would have to use my own name. At the time, I was explained that since TOQ is the would-be flagship of the intellectual wing of the Anglophone movement, it would not be suitable to edit it under a pen name. I accepted that argument at face value and took the plunge. At that point, I crossed the Rubicon. After about a year, all my old professional “friends” and contacts simply melted away.

At the Counter-Currents/North American New Right site, I am consolidating all of my writings under two names: Greg Johnson for all the political articles and Trevor Lynch for most of the movie and television reviews.

3. The internet and ‘the real world’ are often presented as diametrical opposites, with the former cast as phony and the latter as the only thing that counts. But, isn’t the internet as real as the so-called real world? I say this because behind the keyboards and in front of the screens sit real people, whose behaviour in the ‘real world’ is both a cause and a result of what happens on the internet. I am aware of the argument against: many real people adopt fake online identities, but, ultimately, in the long run it is next to impossible for people not to betray their own thoughts and feelings online. Fake identities aside, is not the internet perhaps the most honest record of what is actually on people’s minds? Is not ‘the real world’ in fact phonier, since many don’t say what is on their minds in face-to-face situations for fear of social disapproval, professional consequences, or ostracism?

There have been recent studies that suggest that people lie more on the internet than in real life. But to some extent I agree with you: the internet is like the voting booth, and in its privacy and anonymity people can be more honest about controversial matters. In more mundane matters, usually connected to online dating and banal narcissism, the internet is a vast sewer of lies and imposture.

All this relates to the “ethics” of pen names. To me, it is purely a matter of individual discretion. I recommend pen names to those who want to communicate ideas but can’t under their own names. After all, it is the ideas that matter in the end, not the authors.

Yes, cowardly and dishonorable people often hide behind pen names. But narcissistic jackasses also write under their own names. To me, the most important consideration is to get as much truth as possible circulating out there. The labels and brands are less important than the content.

4. Your tenure as TOQ editor saw a number of innovations: an active online presence was developed and articles and reviews appeared that covered a much wider spectrum of cultural spaces than ever before. What were your aims for the TOQ during this period?

My aim was to make TOQ a metapolitical journal for a North American New Right, the goal of which was to lay the foundations of the White Republic. There were, however, limitations built into TOQ from the beginning that made that difficult.

A problem was that the journal did not have clearly articulated goals. There were basic topics and parameters in the founding documents, which were drawn up by Sam Francis, Louis Andrew, William Regnery, and Kevin Lamb: TOQ was to deal with biological race differences as well as the Jewish Question. TOQ was not to bash homosexuals. TOQ was to be neutral on religion.

The de facto editorial line, however, can be divined from the interview published with Alain de Benoist. Only about half the actual interview was published. Everything critical of scientific materialism and Christianity was dropped. Benoist, I imagine, was quite disgusted. I certainly was when I learned about it. (I plan to publish the discarded portions in the first volume of North American New Right.)

Now, to his credit, the original Editor Kevin Lamb frequently crossed these boundaries. When I took over as Editor, I quickly learned that I had to edit as if I had a scientific materialist over one shoulder and a religious fundamentalist over the other. I too went beyond those strictures. I made some improvements in the design and editing of the journal, but ultimately I did not do anything radically different than Lamb.

5. The term ‘metapolitics’ is often used within the intellectual class, and no doubt there are some who think it is all pretentious nonsense. Please explain this term for the layman, and why metapolitics is important. Why not just straight politics?

Metapolitics deals with foundational questions connected to politics, questions from history, philosophy, religious studies, the arts, and the human sciences.

One way of understanding the distinction between metapolitics and politics is in terms of values.

A political leader has to appeal to the existing values and attitudes of his constituency. The reason why White Nationalist politics is premature is that it offends the values of the electorate. (David Duke’s one win was a fluke. It won’t be allowed to happen again.) We can’t get what we want, because our people don’t want what we want. They think our goals are immoral. They also think they are incoherent and impractical.

They think these things, because our enemies have carefully laid the metapolitical foundations for the power they enjoy. They control academia, the school system, publishing, the arts, the news and entertainment media, and they have remade the American mind to their liking. My aim is to change people’s sense of what is politically desirable and right, and their sense of what is politically conceivable and possible.

That means that we have to explore ideas that would offend the majority of people.

6. So metapolitics is not the province of impractical bookworms, then. How does it relate to politics?

Metapolitics is about laying the foundations for political change. There are three levels to our struggle. (1) The metapolitical struggle to change values, culture, worldviews. (2) The metapolitical struggle to create a white community, and not just a virtual community, but an actual, real world, face-to-face community. A counter-culture needs to be embodied in a counter-community. (3) The political struggle for actual political power. In the end, we want political power, because we want to make the survival and flourishing of our people the law of the land, a matter of explicit policy, indeed the fundamental law and policy.

But metapolitics is not compatible with political activity within the present system and at the present time. Why? Because the prevailing metapolitical consensus rejects White Nationalism as immoral and impossible. This means that pushing our agenda in the present system is ultimately futile. Any gains will be at tremendous cost and will be easily reversed. You can swim against the current, but it is exhausting, and as soon as you run out of energy, the current will sweep you back to where you started. You can’t build the political superstructure before you lay the metapolitical foundations.

This is not to say that it is impossible for a deep-cover White Nationalist to pursue political power. I hope a lot of them are.

Nor is it impossible for system politicians to support initiatives that White Nationalists can support. For me, the only political issue in the United States that I care about is immigration, and there is reason for hope on that front. Politicians who are close to the right bank of the mainstream are pushing initiatives that might slow or halt the onslaught of illegal immigration. It is far short of what White Nationalists want—namely, a race-based immigration policy—but it would give us time by putting back the date when Whites become a minority in the United States. Given how disorganized and kook-infested the White Nationalist movement is in the United States, we need all the time we can get. Thus if it is possible for a White Nationalist to push immigration policy in the right direction, I say do it, so long as you do not divert our community’s resources into the political mainstream.

What I reject utterly is the idea that White Nationalists—a tiny, despised, poorly funded, poorly led minority—should divert any of our scare political capital into the mainstream at the cost of building up our own institutions and community. The mainstream is capable of taking care of itself. We need to take care of ourselves. If we don’t articulate our message and build our community, nobody else will.

We can’t buy mainstream politicians. They would flee from and denounce us if they knew who we are. Thus spending our political capital on people like that and expecting White Nationalist results is analogous to taking one’s capital to Las Vegas and playing craps as opposed to building one’s own business that will provide long-term steady income.

Gambling, of course, is more fun than hard work, and the political system, like Las Vegas, is full of people who will be your friend and stroke your ego as long as you have money to blow. But the house always wins in the end, so White Nationalists who put their capital behind system politicians end up cleaned out, burned out, and useless to our cause.

7. Does not the inherent need for dissimulation in politics make it incompatible with free enquiry and open intellectual debate?

Yes, I will grant that. And if I thought that the time for political struggle were at hand, and if I thought that someone had come up with the perfect “Noble Lie,” I would fall right in line.

But White Nationalist politics is premature. Yet the main impediment I encounter is giddy people thinking that the time for political struggle is at hand, and the only thing standing in the way of that are people like me who insist on talking about things like the problems of Christianity, European idears like fascism and (horrors!) National Socialism, etc. After all, these ideas won’t play in Peoria! They tell us that we need to shut down such discussions so our enemies don’t use them to scare away the voters.

Well, it doesn’t take a Ph.D. to see where this is going. The first thing we need to do is stop publishing articles that might offend mainstream Republican types. So we can’t publish articles about Black Metal, because that is “Satanic,” or Traditionalism because it is “occult,” or paganism because it is pagan. And we can’t be critical of capitalism either.

But you can’t stop there. Nothing offends Christian fundamentalists more than Darwinism, so scientific race studies and evolutionary psychological studies of the Jews are out too. Why talk about race and Jews at all, for that matter? Isn’t that divisive? Why not just get people riled up about “unfairness” and “double standards” against “European Americans” based on our “skin color”? Maybe we should just talk about restoring the Constitution.

In short, why not just close up shop? That is the ultimate end of this lemming-like stampede into the safe, respectable oblivion of mainstream conservatism.

The trouble with the mainstream, though, is that our enemies have done the metapolitical engineering work necessary to divert the conservative mainstream away from the turbines of political power and into the irrigation ditches of irrelevance.

So until the time is ripe for political struggle, I think that it is best to have the most open and free-wheeling intellectual debate possible. That is the only way we will create an intellectually exciting and morally credible metapolitical movement.

Besides, you can’t put the genie back in the bottle or the toothpaste back in the tube. For instance, even if I shut up tomorrow about the damaging effects Christianity has had on our racial survival, our enemies could still use that to scare Christians about Godless or Satanic racists. So we might as well keep the conversation going.

Besides, racially-conscious Christians will never reform their churches unless we constantly scourge them to do it. Otherwise, they tend to be far more interested in shutting down criticism in our camp than in confronting anti-White hatred in their churches.

Maybe metapolitical debate is folly from the point of view of political expediency. But as William Blake put it, the fool, if he persists in his folly, becomes wise. So we will persist.

We aren’t going to shut up and blend in, so people in the mainstream had better figure out ways of making us work to their advantage, if only by using us as boogey men to make them seem moderate by comparison.

8. Revolutionising the collective consciousness is probably one of the most difficult tasks that can be attempted, because for the most part people are not conscious of how they thinking is pre-determined by implicit rules and taken-for-granted notions that, because they seem self-evident truths, act to make ideology invisible. Truly unfettered intellectual debate feels threatening because it seeks to break out of that cognitive cage. Worse, this cage is so insidious that it even affects those who already are outside of the mainstream. What are the most common everyday manifestations you have encountered of the barriers to unfettered intellectual debate?

I can think of three.

First, there are people who read Counter-Currents/North American New Right and TOQ before them who imagine themselves being confronted with quotes from these publications on the campaign trail, or in a press conference, or on trial, or during pillow talk. (Not that they are politicians or otherwise likely to be interviewed by the press, but they have vivid imaginations.) They imagine themselves being tried before the court of today’s public opinion for holding heretical beliefs. And they are scared.

Well, they should be scared. That is the whole necessity for metapolitical struggle in the first place: to change prevailing public opinion. And to change public opinion, one must first have the courage to disagree with it, to buck it, to say things that might offend the public and that demagogues and lawyers can easily twist into a noose before a baying lynch mob.

A second perennial confusion is what Guillaume Faye calls the misapplication of the “apparatus logic” of a political party to an intellectual movement or publication. I try to survey the full variety of intellectual and cultural currents on the racialist right. Well of course somebody out there disagrees strongly with everything that I publish. Only a schizophrenic could hold Darwinian evolutionism and Guénonian devolutionism in the same mind, for instance.

But I routinely hear from people saying that I shouldn’t have published something, or that I need to remove something potentially offensive from the site. My standard reply is: If you don’t agree with something, write a rebuttal and we will publish that too.

Frequently, the reaction is incomprehension and anger. I realized that I am dealing with people who think in terms of a single intellectual orthodoxy in which offending opinions are not debated but simply made to disappear. It is the mentality that gave us the Inquisition and the Gulag.

Third, there is the related confusion that I call “representation logic”: the idea that everything published in a magazine represents the views of everybody else in the magazine, or everybody who subscribes to it, or everybody who donates to it. The consistent application of that sort of thinking would shut down all intellectual discussion.

For example, when I published Derek Hawthorne’s review of Jack Donovan’s Androphilia, I had one reader write in and say that he could not be part of the North American New Right because he wasn’t homosexual—as if everybody else who reads the site or writes for it were! Another fellow wondered if we were all “Satanists” because I published something by Julius Evola on Aleister Crowley. It doesn’t work that way.

9. When my essay about Black Metal appeared at TOQ Online, it elicited the highest number of comments ever seen for a TOQ article. Why do you think TOQ readers felt so strongly about such an obscure form of music? And why do you think people who obviously never heard the music felt entitled to have such strong opinions about it?

First of all, let me say that I thought very highly of that article. I was proud to have it appear in our pages. I knew nothing about Black Metal, so I was very happy to find such a sophisticated and well-informed perspective on it.

I wish I could find similarly high quality articles on the Neofolk scene and other white subcultures. We need to know what is out there and what works. We need to establish connections with these communities. Your article is a model of the sort of work that I want to publish in North American New Right (hint, hint).

I would have thought that White Nationalists would have been delighted to discover such a vast musical subculture in which radical white racial consciousness is the norm. Unfortunately, that was often not the case. I received more criticism for that article than anything else I published.

Christians (and gallant atheists who throw their honesty in the mud so Christians need not dirty their feet) were shocked at the associations with Satanism, paganism, and National Socialism. Others with premature fantasies of political activism were worried about how it would play in Peoria. Most of it was just bad faith posturing.

10. After editing TOQ, you founded a publishing house, Counter-Currents. What are your aims with this new enterprise? What can we expect from, and what would you like to make happen with, Counter-Currents in the next five to ten years?

Counter-Currents publishes North American New Right, which is a metapolitical journal that aims at laying the foundations for a white ethnostate in North America. North American New Right has two formats.

First, there is our webzine, at the Counter-Currents website, www.counter-currents.com, which publishes something new every day. The reason we publish online is because it increases the availability and thus the impact of an article, and it makes it immediately available to the public. Our goal is to save the world, after all. If something contributes to that end, it is worth publishing right away.

Second, we will publish an annual print volume, which contains the best of the website and additional articles, reviews, interviews, etc. This will be a handsome book along the lines of the journals Tyr or Alexandria: The Journal of Western Cosmological Traditions. The first volume, for 2010, will go to press in March 2011.

We also plan to publish around six books a year. Our format is to publish short books that can be read in a day, say in the range of 120 to 160 pages, with 200 being the upper limit. All our books will be published in limited numbered, hardcover editions of 100 copies plus standard hardcover and paperback editions.

Our first two volumes are Michael O’Meara’s Toward the White Republic and Michael Polignano’s Taking Our Own Side. Forthcoming volumes include works by Julius Evola, Alain de Benoist, Kerry Bolton, and Edmund Connelly.

Counter-Currents/North American New Right focuses on philosophy, political theory, religion, history, the arts, and popular culture with a White Nationalist metapolitical slant, and a special emphasis on whites in North America, since this is where we are located. We do not focus on science, policy studies, or the daily news cycle. We are not a political activist group, but a politically aware publishing house.

11. During the summer you wrote “Learning from the Left,” to which I responded with an article of my own, “Learning from the Right,” both on The Occidental Observer. In my article, I enumerated what I considered to be the failed strategies of the right. What are, in your opinion, the failed strategies of the right? And, having learnt from them, what do you propose should be the Right’s focus/approach in the coming decade?

I will speak specifically of the American scene.

I think the greatest failure of the post-WW II racial right is not dealing with the Jewish Question, whether through ignorance or cowardice. Instead, the tendency has been to use euphemisms, circumlocutions, and proxies to speak about the enemy: liberals, socialists, cultural Marxists, etc. But you cannot fight an enemy whom you refuse to name and understand. Is it any surprise that people have not been eager to follow leaders who reek of cowardice and moral confusion?

Next is the failure to identify what we are fighting for, again whether through ignorance or cowardice. We are fighting for the survival of white people in North America. Again, the tendency has been to use euphemisms, circumlocutions, or proxies: the Constitution, free enterprise, Christianity. The most preposterous one that I have heard is the claim that we are “the descendants of non-duophysite Christians as of 1492.” Of course this is not a definition of anything, just a euphemism for white Europeans, not Arabs or Jews. But why not just come out and say that? Is it any surprise that a movement where this passes for cleverness has gotten nowhere?

The third great failure is ceding the whole realm of culture and ideas to the Jews and trying to fight a merely political battle, which leads inevitably to the buffoonery of cornpone populism as an attempt to make an end run around the establishment’s lock on thinking people. But it just hasn’t worked. It might have worked 60 years ago, but it didn’t. But today Jews control the whole realm of explicit culture, for the thinking and unthinking alike.

Whites in North America will not be able to regain control of our destiny until we (1) openly avow and defend our racial identity and interests, (2) openly identify the leading role of the organized Jewish community in setting our race on the path to degradation and death, and (3) lay the metapolitical foundations for political power, which includes (a) spreading our message through the whole realm of culture and ideas and (b) fostering a concrete, real-world, racially-conscious white community.

12. As an intellectual, your theatre of war is the realm of ideas. Yet, people are seldom, if ever, persuaded through reason. Those who adopt dissident views adopt them because they were already innately pre-disposed toward them, and events facilitated a process of becoming truer to themselves. What does that mean for dissident intellectuals, from a political-strategical point of view?

Rational persuasion does not presuppose a blank slate model or an idea of reason as “pure” and unconditioned by factors other than truth. Maybe all reasoning is in the end is getting people to become aware of what they are already predisposed to believe. Which is implies that those people who lack that predisposition will never believe, no matter how good your argument may be.

Well, if that is so, then universalism is out. Democracy is out. Egalitarianism is out. But that sounds fine to me.

If we can persuade 5% of our people of the truth of our cause and get another 20% to identify with the program in essentially irrational or sub-rational ways, we can dominate the rest. Perhaps we can win the loyalty of 50% by delivering prosperity, security, and peace. Even if 25% can never get with the program, no matter what we do, because they have innate predispositions to reject it, they would just have to grumble and put up with the New Order. If their attitudes are genetic, then our eugenics program can target those traits and try to make them less prevalent in every future generation.

These numbers are arbitrary, but I think they communicate an important truth: a small minority of true believers, if it wins the allegiance of a somewhat larger minority of people who merely hold the right opinions without good reasons, can dominate the whole of society, essentially buy the loyalty of the majority, and completely disempower its die-hard opponents.

The real question for me is how to gain that second group, the larger minority of people who hold the right opinions but not necessarily for rational reasons. That is why metapolitics has to go beyond reason—beyond philosophy, beyond science—and engage myth, religion, and art.

One of my aims for Counter-Currents/North American New Right is to foster and promote a white artistic movement. I have done some writing on this topic, but my ideas are not yet ready for publication. The essence of the program, though, has two main parts.

First, we need to expose young, racially-conscious white artists to the great exemplars of the past. You don’t have to go back too far before one discovers that practically all great thinkers and artists are “right wing extremists” by present-day standards. Beyond that, many of the greatest artists of the 20th century were on our side as well. That is a tradition that we need to recover.

Second, we need to gather together white artists and foster them by creating a community of artists and critics. Critics can play an important role, even critics who are not artists themselves. Eventually, this will become the topic of a series of articles and reviews, which I then will bundle into a book.

13. The typical Right winger excels at critiquing what is wrong with modern Western society, but falls well short when it comes to imagining a future society in which the Right’s intellectual traditions comprise the mainstream of culture. William Pierce’s single broadcast, “White World,” set against his hundreds of other broadcasts, epitomizes this condition. Surely the future must not simply be a futile (and impossible) return to the 1930s. The Left, on the other hand, has always had a utopian vision. Describe a future society where Savitri Devi’s texts are canonical university textbooks, read without controversy.

This is why I think we need to cultivate artists. Artists project worlds. Harold Covington’s Northwest Quartet novels, for example, are enormously effective at communicating ideas. His novel The Hill of the Ravens is set in a future Northwest Republic, as are parts of A Distant Thunder.

Of course film is even more effective at communicating ideas than books. Film really is the realization of Wagner’s idea of the Gesamtkunstwerk.

Savitri Devi was politically to the right of Hitler. I guess the best image of a world where she is read without controversy is the final chapter of her Impeachment of Man: “Race, Economic, and Kindness: An Ideal World.”

14. Finally, how would you like to be remembered in 100 years? And how do you think you will be remembered by the enemy?

In truth, my initial reaction to your question is that I would like to be forgotten.

Human egoism is such an ugly thing. Narcissism is such a devastating personality trait in our movement—particularly the histrionic, “drama queen” variety. But there is a normal, healthy desire to be remembered that gets trampled and crushed by pathological narcissists stampeding toward what they imagine to be the stage of history and the spotlight of eternal glory. Of course in reality they end up telling the same stories to ever-dwindling meet, eat, and retreat groups; posturing on Facebook; or telling lies on internet forums.

I am less concerned with how I am remembered than by whom: I hope our people are alive and flourishing in a hundred years, and many centuries after that. As for our enemies: Frankly, I hope they lose their will to survive, suffer a demographic collapse, and eventually disappear. That is the sort of world in which I would like to be remembered.

I want to accomplish the goals I have set out above, and I would like them to contribute to that world. I want to leave the world a better place than I found it. I want to be part of the chain that carries what is best in our race and civilization onward and upward. Whether I am remembered or forgotten, I will still have played that role; it will be part of the permanent record of the cosmos, as unalterable as the laws of mathematics. That is more important than living on in other people’s memory.

Source: http://www.wermodandwermod.com/newsitems/news241120100028...

samedi, 04 décembre 2010

Violence & "Soft Commerce"

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Violence & “Soft Commerce,” Part 1

Dominique VENNER

Translated by Greg Johnson / Ex: http://www.counter-currents.com/

Violence is not merely a matter of arms. For half a century, a world system has been imposed, the system of “soft commerce.” Soft as bombs. It dominates peoples under the guise of democracy, breaking down the most sacred customs. This new violence reigns thanks to the drugs of consumption and guilt. It is not, however, without resistance.

Georges Sorel is famous for having published his often reprinted Reflections on Violence in 1906.[1] A partisan of revolutionary socialism read by Lenin and Mussolini alike, Sorel made himself the apologist of violence as the motor of history.

In his essay, he worried about an anemic dearth of social violence that he thought he observed in Western Europe and in the United States:

Education is dedicated to so attenuate our tendencies to violence that we are instinctively led to think that any act of violence is a demonstration of a regression towards cruelty. . . . One has to wonder if there is not some silliness in the admiration of our contemporaries for softness.

These remarks, going back one century, could be from today. They certainly grab one’s attention and interest.

Less than ten years after Sorel’s morose report, the Great War commenced, showing something quite different from a general penchant for softness. This war was followed in Russia and Europe by a series of revolutions and civil wars, whose dominating feature was not peace. And the Second World War which followed, together with after-effects like the generalization of terrorism, was also not a demonstration of peaceful tendencies.

Europe in Dormition & Repentance

In other words, one is often misled by forecasts that imagine the future as an extension of the present. Under the effect of unexpected emotions or collective commotions, the softness or flabbiness of one time can suddenly be cast off in irresistible violence. The history of peoples and societies is not governed by a principle of continuity, but by unforeseeable accidents.

In Europe today (but not elsewhere), everything leads one to suppose that history with its violence and politics has reached its final end.  Those who have read my Siècle de 1914 (Century of 1914) know that I have interpreted the time that followed the Second World War as Europe’s entry into dormition after half a century of violent follies. This dormition is not unrelated to a project of culpabilization and demoralization without parallel.

With courage and clarity, this project was analyzed in 2003 by intellectuals worried by the rise in France of anti-Semitism because of Maghrebian immigration. According to these authors, this immigration had been supported by certain Jews who, “making a tragic mistake, believed in a possible alliance between the assertion of Jewish identity and the celebration of minorities and localisms, in short, of ‘the Other’ against the nation.”[2] Intense immigrationist propaganda was seen as an error.

But, the authors said, it was necessary to go back to the 1960s to find the roots of French and European demoralization, when the memory of the “Shoah was imposed as . . . a decisive reference mark of a culpability that does not concern just the Nazis but . . . everyone in Europe, the people as a whole.” For “the Shoah forbids the European people any historical hope and locks up them in remorse.” A disturbing report. Fifty years after, Europeans doze on, crushed by remorse, “outcasts of history.” For how long? That we do not know. But it cannot be forever.

Dreams of Happiness, “Soft Commerce,” &  Violence

In Europe, the anticipated end of history and dreams of hedonism cannot be isolated from a public discourse nourished by the myth of “soft commerce” invented long ago by Adam Smith.

What were its practical effects on lived history? The experience of the last two centuries shows that “soft commerce” is rarely a guarantee against violence. Least of all because it replaces politics (reason) with morality (emotion). Emotion sells more than reason. But, in addition to daydreams, it is often the purveyor of slaughter, both religious wars and in the ideological wars of the twentieth century.

In spite of Adam Smith’s promises, the intensive exercise of “soft commerce” on a global scale was accompanied by not exactly moderate amounts of violence. If one looks at the nineteenth century, there were, inter alia, the Opium Wars (1840–1842, 1858, 1860) in which France and Great Britain forced open the frontiers of China. This was necessary to give China the benefit of biblical morality and opium traffic, at the cost of the destruction of thousand year old traditions. Carried out for the profit of “soft commerce,” the Franco-British armed interventions eventually led China to a series of revolutions, which were preludes to the great slaughters of Maoism.[3]

One can chalk up many more colonial and national conflicts to the benefit of “soft commerce.” It played a large role in the two World Wars, which were not free of economic motives.[4] Globalizing the Anglo-American “free market” was not done without a little breakage . . . One of the more recent instances of damage, masked by moral and democratic justifications (a redundancy), is the war in Iraq begun in 2003. The control of an important source of hydrocarbons necessary to “soft commerce” is the likely reason that Saddam’s Iraq, a regime that was rather brutal (which is nothing unusual) but also stable, was put to fire and sword.

Notes

1. One of the contributions of Georges Sorel (1847–1922) to political thought is the concept of myth to designate the mobilizing images around which great historical movements are constituted (Nouvelle Revue d’Histoire, no. 13, pp. 20–22).

2. Article published in Le Monde, December 30, 2003, under the signature of Gilles Bernheim, chief rabbi and philosopher, Elisabeth de Fontenay, professor of philosophy, Philippe de Lara, professor of philosophy, Alain Finkielkraut, writer and professor, Philippe Raynaud, professor of philosophy, Paul Thibaud, essayist, Michel Zaoui, lawyer.

3. See La Chine et l’Occident, Nouvelle Revue d’Histoire no. 19, July–August 2005.

4. Georges-Henri Soutou, L’or et le sang. Les buts de guerre économiques de la Première Guerre mondiale (Paris: Fayard, 1989). We have discussed this subject in many issues of Nouvelle Revue d’Histoire, notably in nos. 14 and 32.

Source: http://www.dominiquevenner.fr/#/doux-commerce/3272231

Violence & “Soft Commerce,” Part 2

Now that “soft commerce” has been globalized since the end of the 20th century, one must grant that it has the advantage of a plasticity and a capacity for survival enjoyed by few regimes up to the present.

“Soft commerce” is sheathed in abstract concepts like “capitalism” or “liberalism.” But because those have been used for so many indigestible cuisines, their significance is exhausted. Another concept, more recent, is “cosmocracy.” It was coined by American authors and was taken up again by Samuel Huntington in his last book Who are We?[1] I myself have used it. It is explicit. It suggests the character that the globalist oligarchy acquired little by little since the 1960s.[2]

But let us return for a moment to the internal logic of “soft commerce.” What is its goal?  It is the individual financial profit of the capitalist, regardless of the cost to others. Having become dominant in our societies, this objective was promoted to the rank of supreme value, justifying everything, in particular what was at once condemned by common sense and the most elementary social morals. In the Communist Manifesto of 1848, Karl Marx aptly described the unlimited destructive power of the system that he called “bourgeois,” even though the personal behavior of many bourgeois individuals contradicted his thesis. Recall his famous lines:

Everywhere where it seizes power, the bourgeoisie trampled underfoot feudal, patriarchal, and idyllic relations. All the complex and varied ties which linked feudal man to his natural superiors, were mercilessly shattered so that no other tie remained between men but cold self-interest. . . . This constant social upheaval, this agitation, and this perpetual insecurity distinguish the bourgeois era from all preceding ones.

Marx was delighted by soft commerce’s constant pressures against the old European order. In this eyes, they presaged the advent of post-bourgeois society, i.e., of the communist utopia. They presaged a homogenized world and the end of history with a capital “H.” Marx was almost right. He just needed this nuance: “Soft commerce” has ultimately showed itself to be far more durable, although no less perverse, than the communist utopia, some aspirations of which it carries out by other means.

The Convergence between Communism and “Soft Commerce”

The convergence of the two systems was remarkably analyzed by Flora Montcorbier in a wrongfully forgotten book.[3] Economist and philosopher, with a vigorous clarity, she gives us a key to plausibly interpreting the organized chaos that replaced our traditional societies.

No one before her cared to understand the curious outcome of the cold war, the great upheaval. Exactly who won on this fake war? The United States, of course, and “soft commerce.” But also their common religion, the religion of Humanity (with a capital “H”), one, uniform, and universal. And it was not their only affinity.

What did the Communists want? They wanted a planned management of the wealth of humanity. They also wanted the creation of a new man, a rational and universal man, freed of the “obstacles” of roots, nature, and culture. They wanted, finally, to satisfy their hatred of concrete men, the bearers of difference; their hatred of old Europe, multiple and tragic.

And “soft commerce,” in other words, the American West, what did it want?[4] Pretty much the same thing. The differences were in their methods. Rejecting planning and forced collectivism (terror), “soft commerce” sees the financial market as the principal factor of economic rationality and the desired changes.

“Soft commerce,” another name for globalism, does not only share its radiant vision of the final goal with its Soviet brother and former enemy. To change the world, it must also change man, manufacture the Homo oeconomicus of the future, the zombie, the New Man: homogeneous, empty, possessed by the spirit of the universal and unlimited market. The zombie is happy. Happiness consists in satisfying all his desires, the desires caused by the market.

Notes

1. Samuel P. Huntington, Who Are We: The Challenges to America’s National Identity (New York: Simon and Schuster, 2005).

2. Dominique Venner, Le Siècle de 1914 (Paris: Pygmalion, 2006), ch. 10.

3. Flora Montcorbier, Le Communisme de marché [Communism and the Market] (Paris: L’Age d’Homme, 2000).

4. We do not confuse the “Western-American system” with Americans taken individually, who often suffer from it.

Source: http://www.dominiquevenner.fr/#/doux-commerce/3272231

Violence & “Soft Commerce,” Part 3

The System is Nourished by Fake Opposition

One of the characteristics of the system is that it is nourished by its seemingly most extreme opponents. If one is astonished by this surprising fact, one is forgetting that the opposition known as the “left” and the system share the religion of humanity and thirst for deconstruction; they are the same in essence. Thus nobody laughed when the papers of an implacable rebel (Guy Debord) were classified as a “national treasure” by the director of the National Archives in June 2009.

Explanation: “soft commerce” needs the counter-culture and its opposition to nourish the unlimited appetite for “pleasure without boundaries” which feeds the market. The fake rebellion of the cultural realm has been co-opted and institutionalized. The experiments of people who are more than a little crazy renew the language of advertising and haute couture which nourish innovation and excitement. The rights of minorities—ethnic, sexual, etc.—are also extended without limit since they constitute new markets and offer moral support to the system.

The unlimited is the horizon of “soft commerce.” It nourishes the work of moles in the realms of culture, the stage, teaching, the university, medicine, justice, or the prisons. Those who are naively indignant when delirious and repugnant buffooneries are extolled do not understand that they have been promoted to the rank of commodities, and as such they are both ennobled and essential.

The only dissent that the system cannot absorb is that which challenges the religion of humanity and stands for respecting diverse identities. The irreducible ones who cannot be dissolved by “soft commerce” are those who are attached to their city, their tribe, their culture, or their nation, and also honor the attachments of others.  This is why, in spite of their possible electoral representation in the European Parliament, these dissidents are subjected to rigid segregation (except in Italy).

This uncomfortable fate could lead them to think they have only one political option when the system is disrupted and distracted by an emergency, Politics might regain its rights.[1] Then “soft commerce” could be put back in the subordinate and dependent place where it belongs in a world in order.

Appendix: Two Different & Opposed Conceptions of the Economy: Adam Smith & Friedrich List.

Adam Smith (1723–1790). British economist born in Scotland. Traveling to France, he connected with the physiocrats (Turgot). In 1776 he completed his great work, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, which made him the theorist of economic liberalism. For Smith, the psychological engine of all economic activity is self-interest and the hedonist principle which drive men to seek maximum satisfaction with minimum effort. He believes in the spontaneity and beneficial character of economic activity (the “hidden hand” and “soft commerce”). It realizes the designs of Providence. The State must “laisser faire, laisser passer.” Adam Smith justifies international free trade which is appropriate for maritime powers like Great Britain and later the United States.

Friedrich List (1789–1846). German economist. Partisan of the abolition of tariff barriers between the German States (Zollverein), he could not make himself heard and thus exiled himself to the United States (1824), where he made a fortune. After his return to Germany, when the Zollverein was achieved (1834), he pioneered railroad construction. Ruined by a financial crisis, he committed suicide in 1846. He theorized the autarky of great spaces: an economy that is protectionist externally and liberal internally. Unlike Adam Smith, List did not believe in the mutual enrichment of nations by “soft commerce” but in eternal economic war. His principle, “strong economy and strong army,” would be applied by the great powers: The United States practiced protectionism while prohibiting it for the rest of the world.

Notes

1. Politics with a capital “P” designates the superior principles of power (to command, to judge, to protect. Politics with a small “p” designates practice.

samedi, 27 novembre 2010

What Was, Must Be: Guillaume Faye's "Archeofuturism"

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What Was, Must Be

Guillaume Faye's "Archeofuturism"

 
 
 
One thing that always struck me about William Pierce’s broadcasts is that out of the two hundred or so that he recorded during the late 1990s, only one ever talked about the world he aspired to see following his revolution. One. Worse still, his utopian vision was not at all inspiring, being, for all practical purposes, a return to 1933. This, unfortunately, is not uncommon among those who, in some measure or another, share his ideas—even among those who are far less radical and apocalyptic, and think in terms of a ‘velvet revolution,’ or co-opting, or electioneering.

As I have written on previous occasions, if our camp is to catalyze a transvaluation of values, and eventually cause a purge of the top echelons of academic, media, and political power in the West, those whom we seek to inspire need to be given more than just a return to the past: they also need a vision that is forward-looking, indeed futuristic, even if ultimately founded on archaic principles. Otherwise, our camp will condemn itself to irrelevance, perpetuating the impression many ordinary people have that we are just aging nostalgics, who feel left out in the brave new world of progress and equality, and are reduced to waving an angry fist at modernity because we have no new ideas of our own. ‘Bankrupt’ is the term often used within the mainstream to describe our ideas and morality.

To get anywhere, one needs to know where one is going; and to get others to come along and make the hard journey to one’s paradise, one has to be able to at least describe what it looks like.

This is why I was interested in Guillaume Faye’s book, Archeofuturism, which Arktos Media published for the first time in English translation during the Summer of 2010. Along with Alain de Benoist, Faye is a leading exponent of the Nouvelle Droite, the European New Right. Faye, however, is more radical than de Benoist, who has accused him of extremism. And some say he is also more creative. Until recently, I only knew Faye by name and affiliation, having never taken the trouble to read him. Was it because of that photograph I have seen of him, grey-haired and scowling with bug-like mirror shades? Whatever the answer, I was pleasantly surprised when the present tome revealed that Faye’s outlook is very similar to my own. Indeed, it turns out that in Archeofuturism he articulates positions that I have articulated in some of own my articles. No wonder the book’s editor, John Morgan, was keen on my reviewing it.

Readers will easily infer at least one of the positions Faye and I share, as I have reproduced it in the second paragraph of this review. The difference is one of emphasis: I think archeofuturism is necessary to move forward; Faye thinks of it as the paradigm that must replace egalitarian modernity, come what may.

arch%E9ofuturisme.gifThere is no question for him that the liberal project is doomed: although its proponents paint it as good and inevitable, egalitarian modernity is, in fact, a highly artificial condition, an unsustainable one, which will fall victim to the very processes it set in motion. Faye believes that we are currently facing a ‘convergence of catastrophes’. These include: the colonization of the North by Afro-Asian peoples from the South; an imminent economic and demographic crisis, caused by an aging population in the West, falling birthrates, and unfunded promises made by the democratic welfare state; chaos in the countries of the South, caused by absurd Western-sponsored development and development programs; a global economic crisis, much worse than the depression of the 1930s, led by the financial sector; ‘the surge of religious fundamentalist fanaticism, particularly in Islam;’ ‘the confrontation of North and South, on theological and ethnic grounds;’ unchecked environmental degradation; and the convergence of these catastrophes against a backdrop of nuclear proliferation, international mafias, and the reemergence of viral and microbial diseases, such as AIDS. For Faye, the way out is not through reform, because a system that is contrary to reality is beyond reform), but through collapse and revolution. As a catastrophic collapse is inevitable, revolutionary thought and action must today be post-catastrophic in outlook. He further suggests that inaction on our part will only open European civilization to conquest by Islam.

How does Faye visualize the post-catastrophic Earth? For him, the deprecation of modernity results in a two-tier world, in which most of humanity reverts to traditional or neo-Medieval societies (essentially pre-industrial reservations), while an elite minority—composed of Europeans and South East Asians—rebuilds advanced technological societies across Eurasia and parts of North America. These societies are to be, of course, archeofuturistic—hierarchical and rooted in ethnotribalism, fiercely protectionistic, yet also ones that fully exploit science and technology, even if ‘esoteric,’ non-humanistic versions of them, ‘decoupled from the rationalistic outlook.’ There is to be no global flow of capital, spreading wealth and technology everywhere: the world economy is to be inegalitarian, elitist, based on quality over quantity. There are also to be no nation states: the European Imperium is to comprise over a hundred regions, with their own languages, customs, and garb. The United States is to split in to ethnic regions (Dreamland for the Blacks), and is to stabilize for the most part according to an eighteenth-century agrarian model. The world, in sum, and in contradiction to liberal aspirations, is to become more ethnic and more differentiated, not less.

In other words, if Faye rejects modernity it is not because he a nostalgic who dreams of returning to a bygone golden age, like so many White racial nationalists today; but because he is an elitist who thinks the world must be rebuilt on entirely different foundations—foundations that are more in harmony with nature.

In order so that we may get a better sense of what he means, he concludes the book with a Science Fiction novelette, titled One Day in the Life of Dmitri Leonidovich Oblomov, and set in the year 2073. Interestingly, and to Faye’s credit, the latter does not really describe a utopia, where everyone sings and lives happily ever after; but rather showcases Faye’s imagining of what he considers will be the most likely consequence of an archeofuturist new world order. It has its own unique set of problems, as any reasonable person would expect. Yet for Faye dealing with problems is part of living, and the choice is therefore not between having or not having problems, but which set of problems is preferable to another. In any event, one can well imagine Faye’s archeofuturistic vision will make egalitarian liberals, and perhaps even some White Nationalists, shift uncomfortably in their seats.

Oblomov, however, is just a scenario. As I have previously mentioned, and as Faye states repeatedly, we must not forget about Islam. Faye stresses that it is here, among us, facing us, right now, and that no amount of appeasement or accommodating will cause it to become less of a threat. This is because, he argues, Islam is an inherently intolerant, aggressive, theocratic movement that will abide no religious pluralism. Faye believes that Islam, and for that matter the Afro-Asian immigrants colonizing our continent, must be expelled from Europe, as was done in the past.  ‘Where there is a will, there is a way,’ he states. Naturally this presupposes either deposing the White ethnomasochists, the deluded cosmopolitans, the xenophiles, and the immigration fraudsters, or being ready to replace them once they fall by the weight of their own corruption and the catastrophic consequences of their own ideology.

How do we get there? The first step is understanding where we came from, where we are, and where we are going. Faye begins the book by evaluating the current with which he was formerly affiliated, the Nouvelle Droite, and outlining the factors and ideological errors that led to its loss of vitality and eventual eclipsing by the Front National. He then presents his vision, which includes corrections of some previously held positions. This is followed by a series of politically incorrect statements—fast sniper attacks against the contemporary West that aggregate into a global analysis of its present condition. An outline of Faye’s future world system follows, in incremental order. Finally, the reader is immersed in the finished result through an exercise in fiction.

That is the first step.

The next step, having read Faye’s text, understood it, reflected, discussed it, and reached individual conclusions, is elucidating how to put the theory into practice—a task that will require our most astute minds and political operators, not to mention funding, courage, and discipline.

I find Faye’s one of the most lucid analyses and statements of a metapolitical proposition I have yet encountered. It is both creative and logically structured. It is both analytical and refreshingly constructive. And it is both intelligent and unflinchingly radical. What is more, the text flows with urgent velocity, thanks to a skilled English translation, and is copiously supplemented with useful informative notes. What more can you ask?

 

jeudi, 25 novembre 2010

Entrevista com Guillaume Faye

Entrevista com Guillaume Faye

por François Delancourt
http://legio-victrix.blogspot.com/

warrior_girl.jpgJornalista, escritor, polemista, produtor de rádio, roteirista, Guillaume Faye foi um dos principais entusiastas da corrente conhecida como Nova Direita, movimento que abandonou em meados dos anos 80. Depois dirigiu a publicação mensal J'ai tout compris.

Na atualidade, enquanto continua sua carreira jornalística, analisa a situação e lança novos dardos ideológicos que correm o risco de acertar no alvo em todos os instantes.

- Français d'abord: Poderias dar-nos uma definição do "politicamente correto" e explicar como funciona?

- Guillaume Faye: O "politicamente correto" é, antes de nada, uma censura social do pensamento e da inguagem imposto nos Estados Unidos pelos meios liberais-radicais, os grupos feministas, homossexuais, e por certas minorias étnicas, com o fim de paralizar a expressão da direita republicana. Porém na França, o "politicamente correto", adquire um perfil mais severo que nos Estados Unidos, é uma velha história. Leva ao ostracismo aos que não seguem a linha e os discursos oficiais da ideologia hegemônica. Na universidade dos anos 60 e 70, o antimarxismo era politicamente incorreto e seus detratos diabolizados como "fascistas".

O "politicamente correto" é a condição sine qua non para ter acesso aos grandes meios de comunicação e não ser socialmente satanizado. É o "politicamente chip". Dizer "jovens rebeldes" ao invés de marroquinos amotinados. Falar de "incidentes" e não de saques. Evocar os "efeitos colaterais" das Forças Aéreas estadunidenses na Sérvia, porém evitar a todo custo o tema incorreto dos bombardeios dos bairros civis do norte de Belgrado. Dizer "fratura social", ao invés de pauperização e, acima de tudo, esforçar-se, se quer ser admitido para jantar no andar térreo da Casa Lipp, Boulevard Saint Germain, para deixar entender que detesta os "franchutes" (*gíria depreciativa para fazer referência aos franceses étnicos). Para ser politicamente correto, é necessário ser etnomasoquista, é indispensável.

- Qual é, então, o lugar dos que têm coisas para dizer e verdadeiras perguntas para fazer?

- Acima de tudo não é necessário que se auto-censurem e adociquem seus discursos. Para forçar a barreira do politicamente correto eu prego o pensamento radical; quer dizer, o pensamento verdadeiro e afirmativo, do qual falava Nietzsche em seu "Crepúsculo dos Ídolos". Frente ao sistema é necessário aparecer como um verdadeiro inimigo, e não como um falso amigo. Como escreveu Solzhenitsyn, somente sendo radical o discurso poderá desafiar a censura e alcançar o ouvido do povo.

- Por quê a extrema esquerda não representa uma alternativa?

- Porque suas idéias e seus homens, os do trotskismo internacionalista e cosmopolita, já estão no poder. Porque seu discurso social está obsoleto e centrado na imigração e na xenofobia, sem ter em conta a defesa e a proteção do verdadeiro povo francês.

- O que é que lhe permite afirmar que o livre-comércio cairá em breve?

- Minhas posições são as de Maurice Allais, prêmio Nobem de economia. O mundialismo livrecambista não é viável a médio prazo pois descuida das diferenças de fatores de produção entre as distintas zonas e suprime as regulações econômicas. É um semi-reboque com o motoristo adormecido. Agora bem, em uma auto-estrada, uma coisa é certa: sempre há uma curva em alguma parte.

Para ser breve, eu sou favorável à teoria da autarquia dos grandes espaços: um espaço europeu de economia de mercado, sem fiscalismo nem estatismo, porém operando contingentemente sobre as importações exteriores, sobre todos os fluxos, quer sejam financeiros, materiais ou humanos.

- Você pôs em evidência os perigos da ascenção do integrismo religioso, não crês que possa existir uma forma moderada de Islã?

- Não, o Islã laico e moderado não existe. O Islã é uma civilização teocrática em que a fé se confunde com a lei. Quando o Islã é majoritário sobre um território, os cristãos e os judeus passam a ter um status de inferioridade. O Islã não conhece nem a tolerância, nem a reciprocidade, nem a caridade para com o não-muçulmano, excluída a umma (comunidade dos crentes do Islã). A esse respeito a ingenuidade dos políticos e dos sacerdotes é anestesiante.

- Para você, a imigração não é uma invasão, mas sim uma colonização populacional. Não estamos diante de uma diferença puramente semântica?

- França, em sua história, sofreu invasões totais ou parciais por parte de alemães, ingleses, russos, etc. Ainda assim, continuou sendo ela mesma. Uma invasão tem caráter militar e a sorte das armas pode mudar. A imigração atual é uma colonização populacional, com frequência consciente e vivida como um revanche contra a civilização européia. Pretende-se ademais, definitiva. A colonização das maternidades, como assinalava o general Bibeard, é muito mais importante que a das fronteiras porosas.

- Regressemos, se quiseres, à política. Como explica os ataques que a Frente Nacional vem sofrendo desde quinze anos?

- Como dizia Jean Baudrillard em 1997, em Libération, se minha memória não me engana (o que serviu para ser satanizado pelo terrorismo intelectual de seus colegas), "a Frente Nacional é o único partido que faz política, ali onde outros fazem marketing eleitoral". Agora bem, o sistema detesta os que fazem política, e os que têm idéias ou projetos alternativos de sociedade. Por outro lado, a Frente Nacional parece-se a um médico que ousa dizer a seu paciente que este em câncer e que deveria ser operado. É sempre desagradável de ouvir e entender.

A acusação neutralizadora de "racismo" e "fascismo" (em outro momento lançada contra Raymond Aron, lá por 1968, porque não era nem stalinista, nem marxista) não é nem se quer postura séria para os que a proferem. São anátemas para-religiosos, excomunhões lançadas contra todo grupo constituído que conteste os dogmas oficiais da classe político-midiática-intelectual no poder.

- Se o entendo bem, os partidos do governo formariam uma sorte de partido único ao que poderíamos chamar também Frente republicana?

- Vivemos dentro de um regime totalitário ao estilo ocidental, mais sutil, porém aparentado com os regimes soviético ou iraniano. A maioria e a oposição oficiais não discutem mais do que pontos de doutrina secundários, porém seguem pertencendo à mesma ideologia, a única autorizada. Diferem um pouco sobre os meios, porém não sobre os fins. Dita "Frente republicana" (que na realidade usurpou escandalosamente este belo vocábulo romano de res publica, assim como o conceito grego de demokratia) inclui várias frentes. Sobre as opções gerais, estão todos de acordo. Na atualidade, e emprego para isso personagens de Hergé, o senhor Chirac se assemelha ao capitán Haddock, o comandante bêbado e sem poder à cargo do Karaboudjian que transporta o ópio, e o senhor Jospin ao teniente Allen, que é o verdadeiro chefe a bordo. Que chege logo Tintin!

- A Frente Nacional seria então a única novidade política depois de 50 anos...

- Isso são os historiadores do ano 2050 que dirão. Nós chegamos a um ponto em que, como tratei de explicar em meu ensaio L'archéofuturisme, vivemos uma convergência de catástrofes. Pela primeira vez desde a queda do Império Romano, nossa civilização está globalmente ameaçada (étnica, demográfica, cultural, ecológica, economicamente...). É o "caso de urgência", a Ernstfall da qual falava Carl Schmitt. Vivemos tempos e apostas mais cruciais, por exemplo, que a derrota de 1940. Trata-se de salvar um povo e uma civilização. Nesse sentido, a missão e a ambição de movimentos como este devem ser de ordem histórica mais do que política. Trata-se de "Grande Política" no sentido nietzscheano. Nesses tempos crepusculares, um movimento político não pode ter futuro se não se afirma como o único defensor de um projeto revolucionário, que se reivindica (como foi a genial tática de Charles de Gaulle em 1940) como o último recurso.

O essencial não está em ser uma "novidade política", o essencial é, em verdade, impôr-se como uma novidade "histórica".


Tradução por Raphael Machado