dimanche, 13 juillet 2014
R. Millet: l'être-boeuf
« Tout confort se paie. La condition d’animal domestique entraîne celle d’animal de boucherie. » Ces mots d’Ernst Jünger en exergue annonce qu’il ne sera pas tant parlé dans cet essai de la condition animale que de la condition humaine – à l’heure ou se répand en pandémie « l’obèse qui est une figuration anti-mythologique et, par extrapolation, la revanche de l’animal d’élevage sur le consommateur s’engraissant lui-même au cœur de la clôture humaine. »
L’épidémie d’obésité comme celle de son double inversé l’anorexie est le signe d’une société qui hait le corps, la chair, et jusqu’à la viande elle-même qui n’est plus proposée aux masses que sous forme d’ersatz industriel. La viande - ou la vie elle-même, selon l’étymologie que Millet nous rappelle, le mot viande venant du bas latin vivendi, ce qui sert à vivre (du latin vivere, vivre) - n’est plus qu’un morne et fade artefact perfusé de colorants, d’agents de saveur et de conservation, « de la viande en quelque sorte dépossédée de sa chair ».
Face à cette désincarnation qui est aussi déchristianisation, Millet ose un éloge du bœuf comme Claudel fit celui du porc, propose de renouer « l’alliance plurimillénaire » entre l’homme et les bêtes, et confesse : « d’où mon recours inné au catholicisme, la littérature me préparant en quelque sorte à la vraie chair, la glorieuse : celle d’après la mort, le corps du Christ étant le seul qui, avec Lazare, ait connu la naissance, la mort et la Résurrection. »
Richard Millet, L’être-bœuf, Pierre-Guillaume de Roux, 2013.
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samedi, 12 juillet 2014
Fiodor Dostoyevski contra el Homo Festivus
El grito desde el subsuelo. Fiodor Dostoyevski contra el Homo Festivus
por Adriano Erriguel
Ex: http://culturatransversal.wordpress.com
“Soy un hombre enfermo, soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo del hígado. Sin embargo no sé nada de mi enfermedad y tampoco puedo precisar qué es lo que me duele…” Así arrancan las “Memorias del subsuelo”, la obra que en menor número de páginas concentra más contenido filosófico de todas las que escribió Fiodor M. Dostoyevski. Estas páginas vigorosas y dramáticas constituyen la más potente carga de profundidad que desde la literatura se haya lanzado jamás contra los pilares antropológicos del liberalismo moderno: el mito de la felicidad, el mito del interés individual, el mito del progreso.
A través del narrador anónimo de estas memorias Dostoyevski se interna en los meandros del subconsciente para iluminar los aspectos más incoherentes, sórdidos y contradictorios de la naturaleza humana. Y la perorata del “hombre del subsuelo” – este individuo lúgubre, retorcido, quisquilloso y cruel – nos muestra que la ensoñación de un mundo pacificado por la razón universal, por la consciencia moral y por la armonía de los intereses individuales no es más que una hipócrita impostura, un horror aún peor que los horrores que depara la vida real. Porque los dogmas sedantes de la fraternidad universal y el moralismo invasivo del hombre progresista quedan desarmados frente a una pregunta muy simple: ¿Y qué sucede si el hombre, a fin de cuentas, prefiere sufrir?
En materia de sufrimiento Fiodor M. Dostoyevski no hablaba de oídas.
Más allá de la casa de los muertos
¡Alto! ¡Este es tu dolor! ¡Aquí está! ¡No intentes salir de esta como hacen los muertos vivientes! ¡Sin dolor y sacrificio no tendríamos nada! ¡Te estás perdiendo el momento más grande de tu vida!
TYLOR DURDEN en el film: “El club de la lucha”
Hijo de un médico de hospital, la infancia de Dostoyevski transcurrió en las proximidades de un orfanato, de un manicomio y de un cementerio de criminales. Epiléptico desde los 18 años, a los 28 fue arrestado por formar parte de un grupo de conspiradores y fue sometido a un simulacro de ejecución. Cuatro años de prisión y de trabajos forzados en Siberia arruinaron su salud. Durante gran parte de su vida se vio asediado por las deudas, por la adicción al juego y por sus tendencias depresivas, y hubo además de padecer las muertes de su primera mujer y de dos de sus hijos. Falleció a los 59 años. “Para ser buen escritor es preciso haber sufrido”, dijo hacia el final de su vida. Él se encargó de demostrarlo. Con creces.
¿Un buen escritor? En su caso mejor decir: un gran escritor. Porque el autor ruso es la demostración más rotunda de que escribir bien y ser escritor son cosas diferentes. De hecho, probablemente él escribía mal. Su prosa fluye espasmódica y a borbotones, en tiradas que se disparan en todas direcciones para condensarse de nuevo en un amasijo caótico, al límite de la coherencia. Desde el punto de vista de pura técnica novelista la arquitectura de sus historias es a veces deficiente, la caracterización de sus personajes errática y los recursos dramáticos que emplea discutibles (1). Dicho lo cuál, da igual. Porque lo de Dostoyevski era otra cosa.
Realismo superior. Así definía el autor ruso su arte. Su objetivo no era experimentar con el lenguaje sino dar salida a su cosmovisión. En su escritura no hay lugar para manierismos ni para gorgoritos literarios. Las descripciones del tiempo o de la naturaleza, los cuadros costumbristas o los inventarios de valor sociológico brillan por su ausencia. Toda la acción transcurre en el interior de las personas. Porque ésa es la única realidad que a él le interesa: la oculta y espiritual, y ésta se revela a través de las acciones, las palabras y los pensamientos de sus personajes. Unos personajes casi siempre al límite yque se bañan en una atmósfera alucinada, como si vivieran “en espacios y en tiempos muy diversos de los reales, más consonantes con su existencia espiritual y profunda”. En las novelas de Dostoyevski – dice el filósofo Luigi Pareyson – “todo lo visible se transforma en fantasma y a su vez ese fantasma se convierte en la figura de una realidad superior. La visión de esa realidad superior es tan vigorosa que nos hace olvidar la visión de lo visible”. Nada es lo que parece. Los héroes de Dostoyevski “no trabajan en el sentido literal del término. No tienen ocupaciones, obligaciones o labores, pero van y vienen, se encuentran y entrecruzan, no cesan jamás de hablar (…) ¿Qué hacen? …meditan sobre la tragedia del hombre, descifran el enigma del mundo ¿Quiénes son en realidad? Son ideas personificadas, ideas en movimiento” (2).
¿Qué ideas? Con su largo historial de penalidades a cuestas Dostoyevski bien podría haberse entregado a una literatura dolorista y lastimera, a un mensaje filantrópico y edificante de denuncia social – como toda esa literatura oficial que hoy se cotiza en galardones “a la coherencia personal” o “al compromiso”. Pero el autor ruso era demasiado grande como para caer en bagatelas progresistas. Cuando Dostoyevski volvió de la casa de los muertos – el presidio siberiano a donde fue condenado por las autoridades zaristas – lo hizo convertido en un patriota, en un defensor de la misión universal de Rusia ante una Europa en la que él ya veía el germen de la decadencia. ¿Cómo fue eso posible?
Amor fati – la ley más fecunda de la vida, según Nietzsche. El amor por su destino – dice Stefan Zweig – “impedía a Dostoyevski ver en la adversidad algo diferente a la plenitud, y ver en la desgracia otra cosa que un camino de salvación”. Protestar contra el sufrimiento sería como protestar contra la lluvia. No hay en toda su obra un ápice de exhibicionismo victimista. Ni tampoco de orgullo o vanidad personal. Siempre practicó una impersonalidad activa. Volcó todo su orgullo en aquello que le sobrepasaba: en la idea de su pueblo y en la misión que a éste atribuía. Si bien la preocupación moral es una constante en su obra, no hay en ella rastro alguno de moralina. Porque vivir bien, para él, era “vivir intensamente en el bien y en el mal, incluidas sus formas más violentas y embriagadoras; nunca buscó la regla, sino la plenitud” (3). Siempre a la escucha de su lado oscuro, en perpetuo diálogo con su parte maldita, Dostoyevski es el escritor dionisíaco por excelencia. Odia los términos medios, abomina de todo lo que es moderado, armonioso. Sólo lo extraordinario, lo invisible, lo demoníaco le interesa. Sus obras nos muestran las puertas de salida del mundo burgués. Y la primera puerta se abre desde el subsuelo.
El reaccionario salvaje
Se me ocurre plantear ahora una pregunta ociosa: ¿Qué resultaría mejor? ¿Una felicidad barata o unos sufrimientos elevados?
FIODOR M. DOSTOYEVSKI
Un individuo resentido, cicatero, cruel. Una risotada brutal que procede de la noche de los tiempos. El “hombre del subsuelo” es el primer antihéroe de la historia de la literatura. Con él Dostoyevski comienza a ser Dostoyevski. Décadas antes de Sigmund Freud el autor ruso desciende al sótano del subconsciente y da la palabra a ese hombrecillo oculto, aherrojado en los grilletes de la civilización y del progreso. Un individuo que se revela como un reaccionario salvaje. Y que la emprende contra una de las manías favoritas de la modernidad y del progreso: ¿a qué viene esa obligación de ser, a toda costa, felices? ¿Es eso de verdad lo que queremos?
“¿Por qué estamos tan firmemente convencidos – dice el hombre del subsuelo – de que sólo lo que es normal y positivo, de que sólo el bienestar es ventajoso para el hombre? ¿No pudiera ser que el hombre no ame sólo el bienestar, sino también el sufrimiento? Porque ocurre que a veces el hombre ama terrible y apasionadamente el sufrimiento (…) Podrá estar bien o mal, pero la destrucción resulta también a veces algo muy agradable. (…) Yo no defiendo aquí ni el sufrimiento ni el bienestar. Yo defiendo…mi propio capricho”.
¿Qué diría el hombre del subsuelo sobre nuestra época? La felicidad como deber, la euforia como disciplina, el festivismo como religión. He ahí nuestros horizontes insuperables. Ninguna época anterior a la nuestra había convertido la infelicidad en un signo de anormalidad o en un estigma de oprobio. Y sin embargo la depresión es nuestro “mal del siglo”. Dostoyevski ya lo había previsto. Porque él sabía que el hombre “no busca ni la felicidad ni la quietud. Lo que desea es una existencia a su medida, realizarse conforme a su voluntad, abrazar lo irracional y lo absurdo de su naturaleza” (4). Sin embargo Occidente es la única civilización que ha querido eliminar la tragedia de la faz de la tierra. ¿Y luego qué? ¿Para qué nos serviría ese único, universal e imperecedero universo de la razón y de la ciencia, si su único fruto será la grisácea uniformidad de una sociedad tabulada, aseptizada y computarizada? ¿Qué sucederá cuando ya no existan aventuras, ni pueblos, ni religiones, ni actos individuales y descabellados… cuando todo esté explicado y calculado a la perfección – incluido el propio aburrimiento?
¡Qué no se inventará por aburrimiento! dice el hombre del subsuelo. En contra de lo que enseña la filosofía del liberalismo, el móvil profundo de las grandes hazañas del hombre nunca ha sido el interés racional e individual. Sólo así se explica que, a lo largo de la historia, tantos y tantos que comprendieron perfectamente en qué consistían sus auténticos intereses individuales “los dejaran en segundo plano y se precipitaran por otro camino en pos del riesgo y del azar, sin que nada les obligara a ello, más que el deseo de esquivar el camino señalado y de probar terca y voluntariamente otro, más difícil y disparatado” (5). Sólo así se explican las ideas – disparatadas y absurdas desde el estricto punto de vista del interés individual – que han llevado a tantos hombres, a lo largo de la historia, a matar y a morir. Y así se explican, en última instancia, las patrias, las religiones y todas las constelaciones de mitos y de creencias que conforman las identidades de los pueblos y que tantas veces pertenecen al dominio de lo arbitrario y absurdo. “Ni un solo pueblo se ha estructurado hasta ahora sobre los principios de la ciencia y de la razón”, afirma Dostoyevski (6). De ahí la ineptitud última del empeño liberal en sostener toda convivencia colectiva sobre un contrato social, sobre un “patriotismo constitucional” racionalista y aséptico. Porque un proyecto colectivo, si ha de ser duradero, sólo puede sostenerse sobre un núcleo pasional más allá de la razón, sobre las creencias y sobre los mitos.
El sueño del progreso produce monstruos
El antiprogresismo de las “Memorias del subsuelo” no se queda en una diatriba contra la felicidad. En sus páginas aparece una imagen premonitoria: el “Palacio de Cristal” como símbolo del progreso, del fin de la historia. El Palacio de Cristal – pabellón de la exposición universal de Londres que Dostoyevski visitó en 1863– es la representación del universo definitivamente pacificado, estandarizado, homogeneizado. La mirada profética de Dostoyevski anticipa así la desazón posmoderna y nos alerta sobre el mundo del futuro: la sociedad de la transparencia, un inmenso panóptico nivelado y desinteriorizado en el que todos somos vigilados y vigilantes. Un mundo en el que las inquietudes y las apetencias humanas estarán totalmente codificadas – digitalizadas, diríamos nosotros – de forma que, al final, lo más probable es que el habitante de este mundo deje ya de desear, porque “todo se ha disuelto ya en una descomposición química, junto al instinto básico de supervivencia, pues para entonces ya se tendrá todo bien asegurado al milímetro. En cuestión de poco tiempo se pasará de la bulimia a la abulia más cruel con que las salvajes leyes de la naturaleza amenazarán al civilizado homúnculo, producto artificial de una probeta de laboratorio” (7).
Dostoyevski intuye la edad del vacío. La época en la que se abandona cualquier búsqueda de sentido, la época en la que el individuo es rey y maneja su existencia a la carta… pero también la edad en que el individuo es más banal, mediocre y limitado; en la que el hombre es más pusilánime, más dependiente del confort y del consumo; en la que el hombre es menos autónomo en sus juicios, más gregario, servil y victimista. “¡Nos pesa ser hombres, hombres auténticos, de carne y hueso” – exclama el “hombre del subsuelo” –. “Nos avergonzamos de ello, lo tomamos por algo deshonroso y nos esforzamos en convertirnos en una nueva especie de omnihumanos. Hemos nacido muertos y hace tiempo que ya no procedemos de padres vivos, cosa que nos agrada cada vez más. Le estamos cogiendo el gusto”.
El homúnculo: la palabra que el autor ruso acuña para designar al habitante de ese mundo transparente en el que la felicidad dosificada lo es todo. Una criatura en la que Dostoyevski barrunta ya ese “Último hombre” que guiña un ojo y piensa que ha inventado la felicidad (8). A ese “Homo Festivus” del que hablaba Philippe Muray: el consumidor en bermudas,flexible, elástico y cool, desprovisto de toda trascendencia y destinado a heredar la tierra (9).
El homúnculo vive de espaldas a la “auténtica vida”, a la “vida viva”: dos conceptos clave para Dostoyevski. “No hay nada más triste para el autor de Memorias del subsuelo – señala Bela Martinova – que una persona que no sabe vivir; que un hombre que ha perdido el instinto, la intuición certera de saber dónde habita la “fuente viva de la vida”. Dostoyevski es uno de los primeros que olfatea ese progresivo distanciamiento entre el hombre europeo y la realidad primigenia, ese ocultamiento de lo real. Dostoyevski ya había calado al urbanita de nuestros días, desarraigado y alienado, perdido en una realidad virtual de necesidades inducidas, arrancado de la “vida viva”. El hombre del subsuelo agarra al ese hombre por las solapas, lo zarandea violentamente y le obliga a mirarse en el espejo: ¡Ecce Homo Festivus!
Pero Dostoyevski siempre atisba una salida. Tarde o temprano – nos dice el hombre del subsuelo “aparecerá un caballero que, con una fisonomía vulgar, o con un aspecto retrógrado y burlón (un reaccionario, diríamos nosotros…) se pondrá brazos en jarras y nos dirá a todos: “bueno señores ¿y por qué no echamos de una vez abajo toda esa cordura, para que todos esos logaritmos se vayan al infierno y podamos finalmente vivir conforme a nuestra absurda voluntad?”” ¡Dos más dos son cuatro! Sí, ya lo sabemos. Pero el hombre del subsuelo escupe sobre eso. Tal vez le resulte más atractivo el “dos más dos son cinco”. Porque el “dos más dos son cuatro” ya no es vida… sino el inicio de la muerte.
El grito del hombre del subsuelo es un grito de rebelión contra la futura armonía universal, contra la religión del progreso, contra el mundo de los esclavos felices. Porque la auténtica libertad del espíritu humano – viene a decirnos Dostoyevski – es incompatible con la felicidad. O libres o felices. Y la libertad es aristocrática, no existe más que para algunos elegidos. Algo que sabía muy bien el personaje mítico que culmina su obra, y el que mejor compendia la dialéctica de sus ideas.
Grandes y pequeños Inquisidores
La era tecnotrónica implica la aparición gradual de una sociedad cada vez más controlada y dominada por una elite desembarazada de los valores tradicionales. Esa élite no dudará en alcanzar sus fines políticos mediante el uso de las tecnologías más avanzadas (…) para modelar los comportamientos públicos y mantener a la sociedad bajo estrecha supervisión y control.
ZBIGNIEW BRZEZINSKI
El Gran Inquisidor es demócrata y socialista a su manera. Está lleno de compasión por la gente, alienta un sueño de fraternidad universal y su objetivo es asegurar la felicidad del género humano. El Gran Inquisidor toma el partido de los humildes, de los débiles, de la mayoría. La idea de superación personal le indigna por aristocrática. El Gran Inquisidor guarda un secreto: no cree en Dios. Pero tampoco cree en el hombre. Su misión es organizar el hormiguero humano en una tierra sin Dios.
La “Leyenda del Gran Inquisidor” – inserta en la novela “Los hermanos Karamazov” – consiste en el largo monólogo de este enigmático personaje ante otro al que ha hecho arrestar y que permanece en silencio: Jesucristo, de nuevo entre los hombres. Y en su monólogo el Gran Inquisidor se justifica. Y explica por qué se ha visto obligado a corregir Su obra, por qué ha instaurado una tiranía en Su nombre, en el nombre de una religión puramente formal.
Se trata, según él, de una tiranía necesaria. Porque él sabe que los hombres no quieren ser libres sino felices. Y sabe que no hay nada que torture más al hombre que la ausencia de un porqué, que la falta de un sentido. Pero Cristo, en vez de abrumar al hombre con las pruebas de su divinidad, ha dejado las puertas abiertas a todas las dudas. Porque Él ha querido que la fe sea un acto de libertad. Y el Gran Inquisidor sabe que esa libertad de espíritu es incompatible con la felicidad. Y sabe que los hombres no quieren la libertad, sino la certeza. O mejor aún: sabe que en realidad prefieren no tener que pensar. Y por eso les ha convertido en una masa domesticada.
La felicidad en la tierra. Ésa es la única preocupación del Gran Inquisidor, la única verdad que él reconoce. Porque él sabe que Dios no existe. Y él – un asceta, un hombre de ideas – oculta esa dolorosa verdad al resto de los hombres. Además él sabe que la fe es una responsabilidad con consecuencias demasiado gravosas, y que no está al alcance de todos. Y el Gran Inquisidor, lleno de compasión por los hombres, no puede tolerarlo. ¿Por qué sólo algunos serían los elegidos? ¿Por qué no todos? Y por ello proporciona a los hombres un cúmulo de verdades maleables, flexibles y confortables, adaptadas a la debilidad de la mayoría. Y frente a la religión del pan celestial les ofrece la religión del pan terrenal, el dogma del bienestar en la tierra, la felicidad del rebaño.
“Les daremos una felicidad tranquila, resignada, la felicidad de unos seres débiles, tal y como han sido creados…les obligaremos a trabajar, pero en las horas libres les organizaremos la vida como un juego de niños, con canciones infantiles y danzas inocentes. Les permitiremos también el pecado… ¡son tan débiles e impotentes! y ellos nos amarán como niños a causa de nuestra tolerancia (…) y ya nunca tendrán secretos para nosotros (…) y nos obedecerán con alegría” (10). Un paraíso de beatitud y de simplicidad infantil. ¿Una crítica a la Iglesia católica?
Dostoyevski, ortodoxo militante, no albergaba simpatías por la Iglesia de Roma. Pero es imposible reducir el mito del Gran Inquisidor a una crítica pasajera del catolicismo. Tampoco puede reducirse – como han hecho algunos comentaristas – a una premonición de las utopías totalitarias y socialistas que por aquél entonces ya despuntaban en Rusia. El potencial visionario de Dostoyevski exige una lectura postmoderna, mucho más ambiciosa.
Lo que el autor ruso vaticina – en una intuición tan pasmosa como profética – son los principios básicos de una sociedad decontrol total, postreligiosa y posthistórica. Una sociedad de la que el espíritu – o cualquier otro elemento de auténtica trascendencia – ha quedado desterrado. El Gran Inquisidor es la primera aparición literaria del Gran Hermano.
Y un mentor para los tiempos actuales. El Gran Inquisidor se alza contra Dios y corrige Su obra en el nombre del hombre. Sus ideas se resumen en dos: rechazo de la libertad en nombre de la felicidad y rechazo de Dios en nombre de la humanidad (11). Su objetivo es globalizador: la unión de todos los hombres en un “hormiguero indiscutible, común y consentidor, porque la necesidad de una unión universal es el último tormento de la raza humana”. El único paraíso posible está aquí, en la tierra. Y la única beatitud posible consiste en el retorno a la inocencia infantil.
¿Y qué mejor para ello que un totalitarismo soft? Un totalitarismo hecho de hipertrofia sentimental, de intervencionismo humanitario, de felicidad como imperativo y de infantilización en el gigantesco parque de atracciones del hiperfestivismo. ¿Algo que ver con los tiempos actuales?
Pero hoy ya no se trata de un Gran inquisidor, sino de muchos. En nuestros días los Grandes Inquisidores anidan en las estructuras de poder del Nuevo Orden Mundial y forman parte de un directorio tecnocrático, financiero y policíaco que vela por la pureza del pensamiento global único. Un pensamiento New Age, festivo y nihilista que se acompaña de un moralismo agresivo. Y armado, si es preciso.
El Gran Inquisidor de Dostoyevski es un personaje trágico, no exento de cierta grandeza. Toma sobre sí toda la carga de la dolorosa verdad y dispensa una felicidad en la que él no puede participar. Pero nuestros tiempos son prosaicos. Los Grandes Inquisidores de nuestros días están encantados de haberse conocido, se reúnen y ríen entre ellos sus ocurrencias, como la de aquél conocido Gran Inquisidor que anunció la buena nueva del “Entetanimiento” (tittytainment): una mezcla de entretenimiento vulgar, propaganda, bazofia intelectual y elementos psicológica y físicamente nutritivos, la fórmula ideal para mantener sedada a la mayoría de la población y evitar estallidos sociales (12).
Pero por muy importante que sea el papel de los Grandes Inquisidores, lo que hace realmente posible que el entetanimiento funcione es todo el entramado de pequeños inquisidores – políticos y economistas, intelectuales de derecha y de izquierda, periodistas y think-tanks, ONGs, “sociedad civil” a sueldo, miembros del show-busines, corporaciones de ocio y entretenimiento – que funcionan como terminales de los poderes hegemónicos, como sus vigilantes, pequeños inquisidores domésticos cuya función consiste en encuadrar a la población en el discurso de valores dominante, en la idea de que no hay alternativas al pensamiento único:un pensamiento liberal-libertario, que no de libertad.
El problema de la libertad es precisamente el gran tema de la obra de Dostoyevski, la cuestión que más le obsesiona. La libertad entendida siempre como libre albedrío, como capacidad de opción moral. Un problema que se sitúa en el núcleo de su concepción religiosa. Una concepción mesiánico-apocalíptica – al decir de sus críticos – que, unida a su intenso patriotismo ruso, es la que más le ha valido su sulfurosa reputación de reaccionario.
Para acabar con el buenismo
Dostoyevski es un escritor del lado oscuro. Sus novelas exploran el componente maligno y demoníaco que anida en la naturaleza humana. Por eso pocas cosas le indignaban tanto como los intentos de “contextualizar” o de negar el mal en el hombre, de atribuirlo a las “condiciones sociales” o a las “circunstancias del entorno”. Dostoyevski se subleva contra esa visión humanitario-progresista – tan vieja como recurrente – según la cuál bastaría con transformar las mencionadas condiciones sociales para que el mal desaparezca, porque en el fondo “todo el mundo es bueno”. Para el autor ruso el mal no es el resultado inevitable de unos condicionantes sociales sino una opción del hombre. El mal es hijo de la libertad, y si reconocemos que el hombre es un ser libre estamos obligados a admitir la existencia del Mal.
La lectura de Dostoyevski es el mejor antídoto contra el buenismo. El autor ruso consideraba el no-reconocimiento del mal como una negación de la naturaleza profunda del hombre, como un atentado contra su responsabilidad y dignidad. Su postura no es ni optimista ni pesimista: no es optimista porque no se minimiza la realidad del mal, y no es pesimista porque no se afirma que el mal sea insuperable. Se trata más bien de una concepción trágica: la vida del hombre está bajo el signo de la lucha entre el bien y el mal (13).
Una concepción trágica y también dialéctica: el bien no sería tal – en expresión de Luigi Pareyson – si no incluye en sí mismo la realidad o posibilidad del mal como momento vencido y superado. Y el dolor es el punto de inflexión de esa dialéctica: al hombre no le queda otra posibilidad para llegar al bien que padecer hasta el fondo el proceso autodestructivo del mal. Porque el mal, por su propia naturaleza, tiende a autodestruirse (14). Dostoyevski siempre encuentra una salida.
Dostoyevski es un pensador cristiano. Y ello a pesar de que el mal y el sufrimiento humano – constantemente presentes en su obra – son los mayores obstáculos para la fe en cuanto conducen a la desesperanza. Pero no es el suyo un cristianismo melifluo del tipo “sonríe Dios te ama”. El suyo es un cristianismo trágico, agónico, forjado en el sufrimiento y en la duda.Dostoyevski quería – dice Nikolay Berdiaev – que toda fe fuese aquilatada en el crisol de las dudas. Porque para él convertir el mensaje de Cristo en verdad jurídica y racional significaba pasar del camino de la libertad al camino de la coacción – como en el caso del Gran Inquisidor –. El autor ruso fue probablemente el más apasionado defensor de la libertad de conciencia que ha conocido el mundo cristiano, y sabía que “si en el mundo hay tanto mal y sufrimiento es porque en la base del mundo se encuentra la libertad. En la libertad está toda la dignidad del mundo y la dignidad del hombre. Sólo sería posible evitar el mal y los sufrimientos al precio del rechazo de la libertad” (15).
“Rusia es un pueblo portador de Dios”, afirma Dostoyevski. El cristianismo y la idea de Rusia se funden para él en una visión mesiánica en la que reverbera la vieja idea de Moscú como “Tercera Roma”, portadora de un mensaje de salvación universal. Una visión en la que asoma ese fondo místico-apocalíptico del espíritu tradicional ruso que resulta tan chocante para el hombre actual. ¿Rusia como nuevo pueblo elegido? ¿Rusia como portadora de un dogma universalista? ¿Rusia destinada a unificar la humanidad, a concluir la historia? Veremos que, como casi todo en Dostoyevski, el camino utilizado es el más tortuoso para decirnos algo bastante diferente. Casi incluso lo contrario.
Los dioses y los pueblos
Quien renuncia a su tierra renuncia también a su Dios
FIODOR M. DOSTOYEVSKI
“El pueblo ruso cree en un cristo ruso. Cristo es el dios nacional, el dios de los campesinos rusos, con rasgos rusos en su imagen. Se observa en ello una tendencia pagana en el seno de la ortodoxia”. El filósofo Nikolay Berdiaev explicaba en esos términos la importancia del cristianismo ortodoxo en la formación de la identidad rusa. La religión ortodoxa hizo a Rusia, y en ese sentido se trata de una religión con un carácter comunitario y patriótico similar al que antaño tenían las religiones paganas que eran, ante todo, religiones de la polis. Rusia se celebra a sí misma a través del Dios ortodoxo, por el cuál participa en el misterio de lo sagrado.
Pero según el cristianismo la verdad es sólo una, la misma para todos los pueblos. De la identificación de Rusia con esa verdad universal nace su conciencia mesiánica, la misma que el monje Filoteo sintetizó en el siglo XVII en la idea de Moscú como “Tercera Roma”. La ortodoxia rusa oscila por tanto entre esos dos polos: por un lado ese populismo religioso que hace de ella una especie de religión tribal, y por otro lado el mensaje universalista y expansivo propio del cristianismo. Esa bipolaridad se da también en Dostoyevski. El autor ruso se adhiere a la verdad universal del cristianismo, pero al mismo tiempo – y ahí está lo novedoso de su pensamiento – parece rechazar el universalismo, es decir, la pretensión de homogeneizar a la humanidad en torno a un único credo. Más bien el contrario, lo que hace es una defensa de las religiones enraizadas: cuanto más vigorosa sea una nación tanto más particular será su Dios.
Especialmente reveladoras son las siguientes frases de su novela Demonios: “Dios constituye la personalidad sintética de todo un pueblo desde su nacimiento hasta su fin. Nunca se ha dado el caso de que todos los pueblos, o muchos de ellos, hayan adorado a un mismo Dios, sino que cada uno de ellos ha tenido siempre el suyo propio (…) Cuando los dioses comienzan a ser comunes es el inicio de la destrucción de las nacionalidades. Y cuando lo son plenamente, mueren los dioses y la fe en ellos, junto con los mismos pueblos”.
¿Instinto pagano en Dostoyevski? El autor ruso expresa la idea de que todos los grandes pueblos tienen que sentirse portadores, de un modo u otro, de una simiente divina, tienen que rodear sus orígenes de un aura mítica. “Ni un solo pueblo se ha estructurado hasta ahora sobre los principios de la ciencia y de la razón”. Siempre había sido así en el pasado hasta que la modernidad comenzó a desencantar el mundo.
Y prosigue:
“Jamás ha existido un pueblo sin religión. O sea, sin un concepto del mal y del bien. Cada pueblo posee su noción del mal y del bien y un bien y un mal propios. Cuando muchas naciones empiezan a comulgar en un mismo concepto del mal y del bien, perecen los pueblos y comienzan a desdibujarse y a desaparecer las diferencias entre el mal y el bien”.
¿Pronóstico de futuro? La época de relativismo en la que vivimos es a su vez la época en la que el sistema de valores occidental – la moralina “derecho-humanista”, la corrección política, la ideología de género y similares – intentan imponerse, por la fuerza incluso, sobre toda la humanidad. Lo que el autor ruso parece decirnos es que, para frenar el relativismo – es decir, para restaurar las ideas del mal y del bien – sería más bien preciso adoptar el enfoque contrario: aceptar el pluralismo de los valores, respetar las sensibilidades de los pueblos, reconocer el mundo como pluriverso.
Los dioses y los pueblos. Dos conceptos que discurren en paralelo y que en Dostoyevski se ligan de forma indisoluble: los pueblos nacen como resultado de una búsqueda de Dios. Continúa el personaje de Demonios:
“Los pueblos se constituyen y mueven en virtud de otra fuerza imperativa y dominante, cuyo origen es tan desconocido como inexplicable. Esa fuerza radica en el inextinguible afán de llegar hasta el fin, más al mismo tiempo niega el fin (…) el objetivo de este movimiento popular, en todas las naciones y en cualquier período de su existencia, se reduce a la búsqueda de Dios, de un Dios propio, infaliblemente propio, y a la fe en él como único verdadero” (16).
Lo que Dostoyevski parece afirmar es que la fuerza del cristianismo – religión de la divinidad encarnada, encastrada por tanto en el tiempo histórico –, consiste en encarnarse a su vez en esas grandes fuerzas motrices de la historia que son las naciones y los pueblos. El momento triunfal del cristianismo se produce cuando toma como vehículo a naciones poderosas, cuando se convierte a su vez en hacedor de naciones. Pero cuando el cristianismo pasa a convertirse en un mero gestor de buenos sentimientos, en un moralismo universalista y desencarnado, entonces se diluye y muere. La historia de Europa es un buen ejemplo de ello.
Una Europa que en tiempos de Dostoyevski se encontraba en la cúspide de su poder. Pero él veía más allá de eso.
Por Europa, contra occidente
“Quiero ir a Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero ¡qué cementerio más querido! Allí yacen difuntos ilustres; cada losa habla de una vida pasada ardorosa, de una fe apasionada en sus ideales, de una lucha por la verdad y la ciencia. Sé de antemano que caeré al suelo y que besaré llorando esas piedras convencido de todo corazón de que todo aquello, desde hace tiempo, es ya un cementerio y nada más que un cementerio” (17).
Estas palabras resumen a la perfección los sentimientos de su autor frente a Europa. Dostoyevski fue un ferviente y apasionado patriota europeo. Frente a la imagen que suele tenerse de los eslavófilos como chauvinistas antieuropeos, el autor de Crimen y Castigo dedica sus páginas más tiernas y vehementes a hacer el elogio de Europa en términos que pocos occidentales han empleado jamás.
“Europa, ¡qué cosa tan terrible y santa es Europa! ¡Si supieran ustedes, señores, hasta que punto nos es querida – a nosotros, los soñadores eslavófilos, odiadores de Europa según ustedes – esa Europa! (…) ¡Como amamos y honramos, de un amor y una estima más que fraternales, las grandes razas que la habitan y todo lo que ellas han culminado de grande y de bello! Si supieran ustedes hasta que punto nos desgarran el corazón (…) las nubes sombrías que cada vez más velan su firmamento” (18).
Dostoyevski nunca llegó a ser un auténtico eslavófilo – o fue tan sólo un eslavófilo sui generis –. Mucho menos era occidentalista. Rechazaba el europeísmo mimético que consistía en importar a Rusia las ideas y la forma de vida occidentales. Para él ser radical y apasionadamente ruso era la mejor forma de servir a Europa. Una civilización sobre la cuál él ya veía abatirse una implacable condena a muerte. La Europa “occidentalista” – la Europa del “Palacio de cristal” y de la triunfante civilización burguesa – no era ya su Europa.
¿Europa u Occidente? Conviene tener bien clara esta distinción. Europa es una cultura y una civilización milenaria, geográficamente delimitada. Occidente es un proyecto de civilización global y homogénea fundada sobre la economía. La victoria de la segunda representa la muerte de la primera. Y eso Dostoyevski lo vio perfectamente. Y no sólo él, en Rusia. Pero lo que él hizo fue expresar, de la forma más contundente y más literariamente elevada, esa idea que ya estaba presente en los principales filósofos religiosos y en el pensamiento metapolítico del país euroasiático. Ese pensamiento era hostil a la Europa Occidental sólo y en la medida en la que en ella triunfa la civilización burguesa. Dostoyevski – al igual que Nietzsche – levantó acta de la muerte de Dios. Y vio que Europa había dejado de ser cristiana. También vio que los proclamados ideales de libertad, igualdad y fraternidad que habían sustituido al cristianismo no eran más que una farsa, en cuanto no puede haber auténtica libertad sin poder económico – idea ésta en la que curiosamente coincidía con Karl Marx – (19).
En ese tesitura ¿qué hacer? ¿Cuál sería la misión de Rusia? Para Dostoyevski la idea de patria es inseparable de la idea de misión. Su patriotismo – y en eso se separaba de los eslavófilos – era ajeno a toda connotación etnicista o nacionalista. Para él la misión de Rusia es universal, ajena a cualquier autoafirmación nacional exclusiva. “Todo gran pueblo ha de creer, si quiere seguir vivo mucho tiempo, que en él y sólo en él está la salvación del mundo; que vive para estar a la cabeza de los pueblos, para unirlos en un común acuerdo y conducirlos hacia el objetivo que les está predestinado”. En el caso contrario “la nación deja de ser una gran nación y se transforma en simple material etnográfico. Una gran nación, cuando verdaderamente lo es, nunca se conforma con un papel secundario en la historia de la humanidad” (20). En un célebre discurso pronunciado meses antes de morir, declaraba:
“Creo firmemente que los rusos del futuro comprenderán en qué consiste ser un verdadero ruso: en esforzarse por aportar la reconciliación definitiva a las contradicciones europeas, en mostrar ante el malestar europeo la salida que ofrece el alma rusa, humana, universal y unificadora (…) pronunciar la palabra definitiva… de la concordia fraternal de todas las razas según la Ley evangélica de Cristo” (21).
Ahí reside la célebre concepción mesiánico-apocalíptica de Dostoyevski, que tan extravagante resulta a los ojos actuales. Una idea en la que confluyen siglos de pensamiento tradicional ruso. ¿Rusia como pueblo elegido? ¿Un ideal de dictadura teocrática? ¿Una justificación del imperialismo ruso?
El mesianismo del autor de Crimen y castigo es grandioso, resplandeciente, místico, apasionado, paradójico… y totalmente utópico. Es decir, está más allá de cualquier análisis racional. Parece además contradictorio con otras posiciones de su autor. ¿Acaso no se rebelaba el “hombre del subsuelo” contra los cánticos a la armonía universal? ¿Acaso no era Dostoyevski – señalábamos antes – partidario de un pluralismo de los valores, absolutamente contrario a cualquier forma de imposición hegemónica? ¿Cómo se concilia eso con su idea del pueblo ruso como agente mesiánico-universal?
En realidad su mesianismo está alejado de cualquier espíritu de cruzada. También de cualquier idea de totalitarismo teocrático. Sí tiene mucho que ver con una idea central en su pensamiento: la visión del mundo como “una unidad espiritual y moral, una “comunidad fraternal” que debería existir de forma natural, pero que no puede ser creada artificialmente” (22). Una idea que no cesa de repetir en su obra al mostrar una y otra vez lo nefasto de cualquier intento de forzar esa unidad: tal es el caso de los protagonistas de Demonios con su violencia revolucionaria; y – el ejemplo más notorio – tal es el caso del Gran Inquisidor. Tanto el catolicismo como el socialismo eran a sus ojos intentos de imponer la unidad del género humano por medios mecánicos y externos – lo que él llamaba “la hermandad del hormiguero”–. Por el contrario la Iglesia Ortodoxa rusa – de carácter más “nacional” que proselitista – era para él más respetuosa con la libertad, porque siempre habría esperado que la unidad venga por sí sola, de forma espontánea y sin coacciones.
El mesianismo de Dostoyevski se formula en términos más bien humildes: “lo que más tememos es que Europa no nos comprenda y que, como antaño y como siempre, nos acoja desde su orgullo, desde su desprecio y desde su espada, como a bárbaros salvajes indignos de tomar la palabra delante de ella” (23). Se trata de un mesianismo que aspira ante todo a dar testimonio. Testimonio de la existencia de una vía alternativa, específicamente rusa, que trataría de alcanzar una síntesis de elementos espirituales y comunitarios frente al individualismo y el materialismo occidentales. Rusia como nación “portadora de Dios” (nación teófora) que estaría llamada a dar testimonio y a sufrir en nombre de la humanidad. Una intuición que, a tenor de la historia rusa en el siglo XX, parece que tampoco iba tan descaminada.
En Dostoyevski nada hay lineal y cartesiano, todo es complejo y tortuoso. Aunque pueda parecer lo contrario no predica el angelismo. Mucho menos la globalización y el “fin de la historia”. Todo lo contrario. Para él la nación – ese vector de la historia – es la condición del retorno a Dios. Y Dios es “la condición de la perennidad de la nación. Ni un Dios tribal, ni un pueblo-dios, sino el Dios de un pueblo elegido por ese Dios que ha sido, a su vez, reconocido por ese pueblo” (24). El ideal mesiánico de Dostoyevski es una llamada a actuar sobre la historia, no a salir de ella; es una invocación a la fraternidad entre los pueblos, no a su homogeneización o mestizaje.
Y es también una llamada a Europa. Para que ataje su decadencia, para que asuma las riendas de su misión, codo con codo junto a Rusia. Como todos los eslavófilos el autor de Crimen y Castigo era un acérrimo defensor de lo que consideraba como misión histórica de Rusia: la defensa de los pueblos eslavos y de la religión ortodoxa. En su labor de publicista siempre señaló como objetivo de Rusia la reconquista de Constantinopla para la cristiandad: unas páginas tal vez obsoletas que denotan, no obstante, el entusiasmo de un espíritu quijotesco al servicio de Europa (25).
Apocalíptico y no integrado
Albert Camus afirmaba que el auténtico profeta del siglo XIX no era Karl Marx, sino Dostoyevski. El rasgo más sobresaliente del autor ruso es, sin duda alguna, su talento visionario, su capacidad de situarse en el futuro y de percibir el mundo como una lejanía. Eso explica también su contemporaneidad: Dostoyevski no sólo habla al hombre de hoy sino que hace parecer irremediablemente viejos a muchos escritores actuales.
Eso es así porque la suya es una literatura de ideas, no una literatura “literaria”. Su finísima percepción podía captar las corrientes subterráneas del espíritu, las fuerzas profundas que mueven la historia. Se trata por lo tanto del primer gran escritor metapolítico de la historia. Escritor gramscista antes de Gramsci, su obra es la demostración de que toda acción verdadera viene precedida por una idea, de que las ideas tienen consecuencias. Por eso sus grandes personajes son ante todo intelectuales, ideas en acción. Él sabía que en la historia “lo que triunfa no son las masas de millones de hombres ni las fuerzas materiales, que parecen tan fuertes e irresistibles, ni el dinero ni la espada ni el poder sino el pensamiento, casi imperceptible al inicio, de un hombre que frecuentemente parece privado de importancia” (26).
¿Dostoyevski profeta? De todas sus intuiciones, la primera que alcanzó sorprendente cumplimiento fue la revolución rusa. El autor de Demonios – señala Berdiaev – fue “el profeta de la revolución rusa en el sentido más indiscutible de la palabra. La revolución se realizó según Dostoyevski: él reveló su dialéctica interior y le dio forma. Con una presciencia genial él percibió los cimientos ideológicos y el carácter de lo que se preparaba. La novela Demonios trata, no sobre el presente, sino sobre el provenir” (27).
Pero entre sus premoniciones hay otras que hoy nos tocan más a fondo. “Si Dios no existe, todo está permitido”– decía Iván Karamazov. Dostoyevski fue el primero que captó – antes que Friedrich Nietzsche – que el más incómodo de todos los huéspedes, el nihilismo, había llegado para quedarse y que ya nada sería lo mismo. Dostoyevski dedicó toda su vida a combatirlo. Como lo hizo – por un camino tan diferente como lleno de grandeza – el vagabundo de Sils-María. Sus obras son como espadas que se cruzan. Pero también hay paralelismos y coincidencias sorprendentes. Crimen y castigo nos ofrece la prefiguración – y la refutación – del superhombre. La imagen de Cristo del uno se asemeja a la del Zaratustra del otro – “el mismo espíritu de orgullosa libertad, la misma altura pasmosa, el mismo espíritu aristocrático”– (28). Y sobre todo, tanto el uno como el otro aseguraban que sólo la belleza salvaría al mundo. El litigio entre ambos no está resuelto y será posiblemente eterno. Pero la solución al problema del nihilismo, si existe, posiblemente se sitúe en alguna zona de intersección entre estos dos espíritus superiores.
Tras Dostoyevski y Nietzsche se hace imposible volver al antiguo humanismo racionalista. Una nueva corriente, el existencialismo, se abre paso de la mano del autor de Crimen y castigo. Él supo que la libertad humana es la realidad radical, que el hombre está condenado a ser libre, que la libertad es trágica, una carga y un sufrimiento. Él supo también que hoy es imposible proponerle al hombre los remedios de antaño, y eso es lo que hace de él un escritor de nuestro tiempo. Porque – en palabras de Luigi Pareyson – “tras la intensa experiencia nihilista del hombre contemporáneo, la afirmación de Dios ya no puede trasmitirse a través del dulce y familiar hábito de una costumbre o heredarse en el seguro patrimonio de una tradición. Afirmarla ahora exige el trabajo de una verdadera reapropiación personal (…) Dios debe ser objeto de una auténtica recuperación: es necesario saberlo descubrir en el corazón de la negación”. Por eso Dostoyevski – subraya Berdiaev – “no puede ser considerado un escritor pesimista y tenebroso. La luz brilla siempre en las tinieblas”. El cristianismo de Dostoyevski – aunque permanezca fiel a los dogmas milenarios – es un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo existencialista que no mira hacia el pasado sino hacia el nuevo milenio.
Dostoyevski rechaza los mitos optimistas de la razón y del progreso. Sabe perfectamente que el progreso sólo consiste en mera acumulación de conocimientos, y que esa acumulación no garantiza un mayor grado de desarrollo moral, de inteligencia o de felicidad. Pero eso no hace de él un reaccionario o un conservador – al menos no en el sentido habitual del término. Él era demasiado apocalíptico como para pensar que una vuelta atrás sería deseable; demasiado marginal como para pensar en la restauración del antiguo y tranquilo modo de vida. Él era un revolucionario del espíritu. No en vano su mensaje caló hondo en los movimientos vanguardistas que, a comienzos del siglo XX, orquestaron la primera gran rebelión cultural contra el orden racionalista, liberal y burgués. Paradoja suprema: a partir de Dostoyevski la mejor reacción intelectual se torna en vanguardia estética. Modernismo reaccionario o revolución conservadora, tanto da. En el imaginario de la época el autor de Crimen y Castigo representaba el “Este”: una dirección geográfica, una opción política y un universo “mágico” capaz de suministrar una alternativa enérgica frente a la decadencia occidental (29). “Doestoyevski – decía Stefan Zweig – parece abrirse las venas para pintar con su propia sangre el retrato del hombre del futuro”.
Metapolítica de Rusia
Un pueblo sólo puede tener una vida robusta y profunda si está sostenido por ideas. Toda la energía de un pueblo consiste en tomar conciencia de sus ideas ocultas.
FIODOR M. DOSTOYEVSKI
Todo en él era desmesurado, y en eso expresa como ningún otro un rasgo sustantivo de su pueblo. Rusia es un mundo cuya historia sobrepasa lo humano y lo racional, un mundo barroco y excesivo, un imaginario propenso al mito y la utopía. Con Dostoyevski penetramos en “ese mundo primario y elemental en el que nos espera la tensión cósmica del alma rusa: obsesiones, vislumbres alucinantes, humor desgarrado, inesperadas intuiciones” (30) Pero el mesianismo de Dostoyevski – por muy quijotesco, místico y lejano que nos parezca – encierra una metapolítica con contenidos ajustados a la hora actual.
En primer lugar, la crítica de Dostoyevski hacia la civilización europea de su época prefigura algo que Alexander Solzhenitsyn expresaría un siglo más tarde: entre el socialismo totalitario – que anula la libertad humana – y el capitalismo libertario – que llama tolerancia a la permisividad moral necesaria para el desarrollo del mercado – no hay diferencia sustantiva, en cuanto ambos expresan una falta de respeto a la dignidad profunda del hombre.
En segundo lugar Dostoyevski vislumbra ya a la Europa-cementerio, la Europa-museo, esa almoneda de recuerdos santos y heroicos que sólo le inspira tristeza y compasión. Presiente un mundo en proa a la disolución y aspira a un revulsivo que le saque de su letargo.
En tercer lugar, su obra expresa un designio que explica la trayectoria histórica de Rusia a lo largo de siglos: la idea de la complementariedad profunda entre Europa y Rusia. La convicción – que aparece de forma recurrente en los mejores pensadores rusos – de que el porvenir de Rusia está vinculado al de Europa, y que el porvenir de Europa debe incluir a Rusia. Una idea que se corresponde con todas las realidades geopolíticas, históricas y culturales del viejo continente. Eso que alguien definió hace décadas como la “Europa del Atlántico hasta los Urales” (31).
Decía Ortega y Gasset que Rusia es un pueblo de una edad diferente a la nuestra, un pueblo aún en fermento, es decir, juvenil. Los pueblos jóvenes – que suelen ser considerados como pueblos “bárbaros” – son todavía capaces de experiencias radicales y se encuentran más cerca de aquello que Dostoyevski llamaba “las fuentes vivas de la vida”: los valores arquetípicos que hemos olvidado, los vínculos comunitarios que hemos perdido. Es bien sabido que, frente a la decadencia, los “bárbaros” son siempre una terapia de choque. Tal vez hoy sería conveniente “ponerse a la escucha” de lo que puedan decirnos los bárbaros. Y tal vez viendo lo que no somos podamos recuperar un día el pulso de lo que fuimos.
Por de pronto los hombres del fin de historia – los “hombres festivos”, los “homúnculos” – continúan su progreso hacia el Palacio de Cristal, pastoreados por los Grandes Inquisidores de turno. Pero puede que algún día se oiga un grito procedente del subsuelo. Un grito que parezca venir de la noche de los tiempos; o tal vez de un hombrecillo de ojos rasgados como los de un tártaro; o tal vez desde el fondo de nuestra conciencia. Y será una llamada a recomenzar la historia. Como Dostoyevski no cesaba de repetir, tarde o temprano siempre hay una salida.
Notas:
(1) El profesoral y relamido Vladimir Nabokov califica a Dostoyevski de “escritor mediocre” en su Curso de literatura rusa, Ediciones B 1997, pags 193 y ss. Por su parte el crítico Solomon Volkov hace un símil eficaz: “la gente que se maravilla en los museos ante la densidad de los originales de Van Gogh y siente la descarga de cada brochazo nervioso, y luego ve esos mismos originales en reproducciones, entenderá lo que digo: Dostoyevski debe leerse en ruso”. Solomon Volkov, Romanov Riches. Russian Writers and artists under the Tsars. Kindle Edition.
(2) “En Dostoyevski – añade Pareyson – los príncipes no son príncipes, los empleados no son empleados, las prostitutas no son prostitutas, sino que todos tienen algo de otro y todos poseen algo de más, y solamente ese algo de más es lo que cuenta.”. Luigi Pareyson, Dostoievski. Filosofía, novela y experiencia religiosa. Ediciones Encuentro 2007, pags. 34 -40
(3) Stefan Zweig, Dostoïevski. Essais III. La Pochotèque- Le Livre de Poche1996, pags 127 y 135.
(4) Sémion Frank, en La legende du Grand Inquisiteur de Dostoïevski, commentée par Léontiev, Soloviev, Rozanov, Boulgakov, Berdiaev, Frank. L´Age d´Homme 2004, pag 365.
(5) Dostoyevski, Memorias del subsuelo.
(7) Bela Martinova, Introducción a Memorias del subsuelo. Dostoyevski. Cátedra Letras universales 2009, pag. 60.
(8) Nietzsche, Así habló Zaratustra.
(9) Sobre la obra de Philippe Muray, el artículo de Rodrigo Agulló: Philippe Muray y la demolición del progresismo: http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3936
(10) Fiodor M. Dostoyevski, La leyenda del Gran Inquisidor.
(11) Nikolay Berdiaev en La legende du Grand Inquisiteur de Dostoïevski, commentée par Léontiev, Soloviev, Rozanov, Boulgakov, Berdiaev, Frank. L´Age d´Homme 2004, pag 329.
(12) Zbigniew Brzesinski – antiguo asesor del Presidente EEUU Jimmy Carter, ideólogo neoliberal y miembro de la Comisión Trilateral– formuló la doctrina del Tittytainment ante una reunión de líderes mundiales organizada por el Global Braintrust en el Hotel Fairmont de San Francisco en octubre 1995. Gabriel Sala, Panfleto contra la estupidez contemporánea. Laetoli 2007.
En un registro intelectual bastante más elevado la figura del filósofo judeo-norteamericano Leo Strauss (1899-1973) guarda una inquietante similitud con algunos aspectos del Gran Inquisidor. Strauss defendía la utilidad de la religión y la patria como instrumentos de control social, y se complacía en la idea de una elite intelectual atea y con un nivel superior de gnosis que le facultaría para guiar a la gran masa durmiente. Leo Strauss y sus discípulos serían la principal fuente intelectual del movimiento “neocon” norteamericano, una cantera especialmente fecunda de “Grandes Inquisidores”.
(13) ¿Maniqueísmo? Señala Pareyson que “Dostoyevski no quiere reducir la dialéctica del bien y del mal a un grandioso suceso cósmico, como en el maniqueísmo. Para él es una tragedia humana, más aún, la tragedia del hombre, pero es necesario que sea enteramente implantada sobre la libertad”. Luigi Pareyson, Dostoievski. Filosofía, novela y experiencia religiosa. Ediciones Encuentro 2007, pags. 96 y 187.
(14) Luigi Pareyson, Obra citada, pags. 101, 110 y 185. Para Dostoyevski el dolor forma parte de un proceso de redención. Por eso considera que, frente al delito, la imposición de castigo es mucho más respetuosa para la dignidad humana que la ausencia del mismo, porque al considerar al hombre como culpable del mal perpetrado se le reconoce libertad, dignidad y responsabilidad.
(15) Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski Nuevoincicio 2008, pags 80, 89 y 217. En relación al cristianismo como experiencia dubitativa y agónica la comparación entre Dostoyevski y Miguel de Unamuno se hace inevitable.
(16) Es interesante poner en paralelo esta idea del nacimiento de los pueblos con los conceptos – cargados de mística aunque procedan de un antropólogo – de “pasionariedad” y de “etnogénesis” teorizados por el eurasista Lev Gumilev (1912-1992). Para este autor la “pasionariedad” es el fenómeno por el cuál determinadas etnias o grupos de individuos se comportan a veces, sin motivo racional aparente, de una manera extraña, acometiendo actos y realizando hazañas que sobrepasan el horizonte de su vida cotidiana. Es una especie de energía exposiva “misteriosa” e inexplicable que pone en marcha a los pueblos y a las tribus. Para Gumilev el etnos accede a la existencia por una explosión de energía de pasionariedad. (Alexandre Dougine, L´appel de L´Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar Éditions 2013).
Todas estas ideas – procedentes de la novela Demonios – son expresadas por Shatov: un personaje a través del cuál, según Berdiaev, Dostoyevski estaría criticando precisamente el “populismo religioso”. Conviene por tanto no descartar cierta distancia de Dostoyevski respecto a ellas. No obstante, también es cierto que este discurso está significativamente próximo a lo expresado por Dostoyevski en otras obras, así como a las ideas que expresa en primera persona en su Diario de un escritor (obra que contiene lo esencial de su pensamiento político).
(17) Fedor M. Dostoyevski, Los hermanos Karamazov.
(18) Fiodor M. Dostoyevski, Confesión de un eslavófilo, en “Diario de un escritor” (julio-agosto 1877).
(19) En la crítica rusa al occidente burgués destacan los filósofos Konstantin Léontiev (1831-1891) y Vladimir Soloviev (1853-1900). En algunos autores rusos – Dostoyevski entre ellos – se rastrean elementos del espíritu colectivista presente en la tradición rusa, de eso que Berdiaev llamaba “un anarquismo y un socialismo cristiano particulares, muy diferentes del anarquismo y del socialismo ateo”. Se trata del ideal de la obshina, la comunidad campesina popular, exaltada por los primeros eslavófilos. En Dostoyevski el “hombre del subsuelo” sería el hombre que ha roto su contacto con la obshina y que se encuentra desarraigado, perdido en la urbe.
(20) Fiodor M. Dostoyevski, en Diario de un escritor y Demonios.
(21) Discurso pronunciado el 8 de junio en Moscú ante la Sociedad de los amigos de la literatura rusa, con ocasión del aniversario de Pushkin. Este discurso conviertió a Dostoyevski en un símbolo nacional.
(22) Kyril FitzLyon, prefacio a: Winter notes on summer impressions, de Fiodor M. Dostoevsky. Alma classics 2013, pag. VIII.
(23) Fiodor M. Dostoyevski, Confesión de un eslavófilo, en “Diario de un escritor” (julio-agosto 1877).
(24) Jean-Francois Colosimo, L´Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski. Fayard 2008, pag 198.
(25) La obra de Cervantes constituía para Dostoyevski la cima de la literatura universal. A este respecto es ilustrativo el extraordinario ensayo que en 1957 publicó el profesor Santiago Montero Díaz: Cervantes, compañero eterno (Linteo, 2005)
(26) Luigi Pareyson, Obra citada, pag. 46
(27) Nikolay Berdiaev, Obra citada, pags. 143-144.
(28) Nikolay Berdiaev, Obra citada, pag. 223.
(29) Alain de Benoist, Arthur Moeller Van der Bruck, une “question à la destinée allemande” Nouvelle Ecole numéro 35/hiver 1979-1980, pag.44.
Alemania fue, con diferencia, el país donde la obra de Dostoyevski tuvo mayor impacto: en la patria del romanticismo el terreno estaba bien abonado. Especialmente relevante fue la fascinación que ejerció sobre la juventud alemana y sobre los autores de la “Revolución conservadora”, de quienes el autor ruso puede considerarse – junto a Nietzsche – como una especie de mentor. Arthur Moeller Van der Bruck (1876-1925) preparó – en colaboración con el escritor ruso Dimitri Merezhovski (1866-1941) – una edición alemana de sus obras completas en 22 tomos que obtuvo un inmenso éxito.
(30) Santiago Montero Díaz, Cervantes, compañero eterno. Linteo 2005, pag. 61.
(31) Y que más recientemente se ha reformulado en expresiones como: “el eje París-Berlín-Moscú” o “la gran Europa, desde Lisboa hasta Vladivostok”.
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Hors Série/Le Monde: Céline
En kiosque!
Céline est toujours vivant : sans cesse réédité, il est aussi l’un des auteurs français les plus traduits. Entre morgue et provocation, il affirmait avoir démodé tous les écrivains de son temps. Et il avait raison. Il y a, en littérature, un avant et un après Céline. Mais ses pamphlets antisémites jettent sur l’œuvre une ombre qui fait qu’on ne peut l’admirer sans s’interroger. Ainsi, vouloir lui rendre hommage dans ce hors-série reste un exercice périlleux. C’est autour de ce constat que s’articulent les contributions que Le Monde publie, en particulier celles de Pierre Assouline, Delfeil de Ton, Jean-Pierre Martin, Yann Moix et de Jean-François Balmer, où chacun fabrique son Céline, avec une certitude : le bonheur de l’avoir lu et relu.
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mardi, 01 juillet 2014
Ernst Jünger: "Ich widerspreche mir nicht..." (1977)
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lundi, 30 juin 2014
Julien Hervier:E. Jünger et l'écriture de la guerre
Julien Hervier:
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samedi, 28 juin 2014
Le cauchemar climatisé selon Henry Miller (1940)
Le cauchemar climatisé selon Henry Miller (1940)
« Le spectacle le plus pitoyable, c’est celui de toutes ces voitures garées devant les usines et les aciéries. L’automobile représente à mes yeux le symbole même du faux-semblant et de l’illusion. Elles sont là, par milliers et par milliers, dans une telle profusion que personne, semble-t-il, n’est trop pauvre pour en posséder une. D’Europe, d’Asie, d’Afrique, les masses ouvrières tournent des regards envieux vers ce paradis ou le prolétaire s e rend à son travail en automobile. Quel pays merveilleux ce doit être, se disent-ils ! (Du moins nous plaisons nous à penser que c’est cela qu’ils se disent !) Mais ils ne demandent jamais de quel prix se paie ce privilège. Ils ne savent pas que quand l’ouvrier américain descend de son étincelant chariot métallique, il se donne corps et âme au travail le plus abêtissant que puisse accomplir un homme. Ils ne se rendent pas compte que même quand on travaille dans les meilleures conditions possibles, on peut très bien abdiquer tous ses droits d’être humain. Ils ne savent pas que (en américain) les meilleures conditions possibles cela signifie les plus gros bénéfices pour le patron, la plus totale servitude pour le travailleur, la pire tromperie pour le public en général. Ils voient une magnifique voiture brillante de tous ses chromes et qui ronronne comme un chat ; ils voient d’interminables routes macadamisées si lisses et si impeccables que le conducteur a du mal à ne pas s’endormir ; ils voient des cinémas qui ont des airs de palaces, des grands magasins aux mannequins vêtus comme des princesses. Ils voient la peinture et le chromé, les babioles, les ustensiles de toute sorte, le luxe ; ils ne voient pas l’amertume des cœurs, le scepticisme, le cynisme, le vide, la stérilité, l’absolu désespoir qui ronge l’ouvrier américain. Et d’ailleurs, ils ne veulent pas voir tout cela : ils sont assez malheureux eux-mêmes. Ce qu’ils veulent, c’est en sortir ! Ils veulent le confort, l’agrément, le luxe qui portent en eux les germes de la mort. Et ils marchent sur nos traces, aveuglément, sans réfléchir. »
Henri Miller, Le cauchemar climatisé, 1940.
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samedi, 21 juin 2014
Bulletin célinien n°364
- Marc Laudelout : Bloc notes (Henri Godard)
- Henri Thyssens : Une bibliographie des Éditions Denoël et Steele
- Emmanuelle de Boysson : Le manuscrit de Voyage disponible
- M. L. : Le retour de l’agité du bocal
- Éric Mazet : Voyages [mai 1925 – février 1926]
- M. L. : In memoriam André Bernot
Le Bulletin célinien, c/o Marc Laudelout, Bureau Saint-Lambert, B. P. 77, BE 1200 Bruxelles.
Abonnement annuel : 55 € (onze numéros).
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vendredi, 20 juin 2014
A la rencontre de Jean Raspail
A la rencontre de Jean Raspail
Propos recueillis par Alain Sanders
— Jean Raspail, quand vous avez lancé ce « jeu du roi », cette aventure patagonne donc, pensiez-vous que le « phénomène » prendrait une telle ampleur ?
— C’est en 1976 que j’ai écrit Le Jeu du Roi. Dans ce roman, un roi, légitiment roi, mais roi de Patagonie, vivait seul dans un fort quasiment en ruines de la côte du Ponant. En attendant « l’héritier » qui recueillerait son rêve avec sa royauté. Il va en trouver un en la personne d’un petit garçon qui rêvait d’un royaume. Je vivais alors en Provence, dans le village de Sablet, et un jour – pourquoi ? Je serais incapable de le dire – j’ai hissé le drapeau patagon sur un mât. Et je me suis « bombardé » consul de Patagonie. Comme l’a écrit Roger Caillois, bien oublié aujourd’hui, hélas ! « le rêve est un facteur de légitimité ».
— Et cela aurait pu en rester là…
— Effectivement. Mais il y eut ce jour où je décidais d’organiser une petite réception à la maison, c’est-à-dire au « consulat de Patagonie ». Il faut dire que ce drapeau claquant au vent m’avait déjà valu bien des questions. Bref, il y avait beaucoup de monde, des gens de toutes origines sociales et culturelles. Parmi ces invités, mon voisin (on voisinait tous dans ce coin de Provence) l’amiral britannique Templeton (qui par la suite deviendra le premier attaché militaire du royaume de Patagonie). Cette première réception patagonne ayant eu beaucoup de succès, j’en organisais une seconde l’année suivante. Avec un même succès, encore plus de gens, dont le préfet et le maire d’Orange à l’époque. Notez qu’à ce moment-là de l’histoire, je n’avais pas encore écrit Moi, Antoine de Tounens, roi de Patagonie, livre qui ne paraîtra qu’en 1981.
— Mais quelque chose se mettait déjà en place…
— A vrai dire, ces réceptions avaient été prétexte à réunir des amis. Mais, lors de la seconde, j’avais prononcé un petit laïus « patagon » du haut du balcon de la maison, une sorte de discours sur l’état du royaume. Ce qui, à mon étonnement, marqua mes invités plus que je n’aurais pu le penser. Une sorte d’adhésion patagonne… A la fin du discours, l’amiral Templeton me prit à l’écart et me dit : « Ce que vous faites est very British. »
— Et puis paraît Moi, Antoine de Tounens…
— Oui. Dans ce livre, j’avais d’ailleurs cité le Céline du Voyage au bout de la nuit : « Et puis d’abord tout le monde peut en faire autant. Il suffit de fermer les yeux. C’est de l’autre côté de la vie… » Moi, Antoine de Tounens va recevoir le Grand Prix du Roman de l’Académie française. Ce qui va contribuer à le faire connaître, bien sûr. J’avais écrit dans l’épilogue : « Par les temps qui courent et par les temps qui viennent, je tiens désormais pour honneur de me déclarer patagon. Du cimetière de Tourtoirac, en Dordogne, où Antoine de Tounens a transporté son gouvernement et son siège jusqu’à la fin des temps, j’ai reçu lettres de créance, moi, Jean Raspail, consul général de Patagonie. » Le reste appartient déjà à l’histoire du royaume…
— Justement ! Les demandes de naturalisation patagonne – et de personnalités prestigieuses parfois – vont affluer au consulat général. C’était en marche…
— En effet et, je peux le dire, à mon grand étonnement ! Certes, à l’époque, Mitterrand venait d’être élu président de la République, mais ce « phénomène », comme vous dites, transcendait le paysage politique, social, culturel. Les demandes étaient si nombreuses que je fus quelque peu dépassé. Je publiais alors quelques petits bulletins, de simples feuilles ronéotypées, pour répondre aux questions posées et essayer de canaliser un tel engouement.
— Mais cela restait – cela reste – un jeu ?
— Et même un jeu d’enfant ! Parce qu’un jeu d’enfant, c’est sérieux. Il faut jouer sérieusement sans se prendre au sérieux. Celui qui n’a pas gardé son âme d’enfant ne sait pas jouer au jeu du roi. Et il est du même coup hors jeu. J’ai eu à refuser la naturalisation à des gens qui ne l’avaient pas compris. Pour la suite de l’histoire, mes livres seront dès lors, comment dire, fédérateurs. Avec des effets qui m’épatent toujours. Pensez qu’en Afghanistan, pour prendre cet exemple, des officiers généraux ont porté sur leur treillis l’écusson du 1er Régiment étranger de Patagonie. Un jour que j’embarquais sur La Foudre, on annonça que le consul général de Patagonie montait à bord dans le même temps que l’on hissait, à la drisse de courtoisie, le pavillon patagon ! Des anecdotes de cet ordre, je pourrais vous en raconter des dizaines, toutes plus étonnantes – et épatantes – les unes que les autres. John Cowper Powys a écrit : « Toute culture réelle, belle et noble, est fondée sur le rêve. » Il avait tout compris.
— Depuis sa parution en 1973, Le Camps des Saints n’a cessé d’être réédité (et encore récemment avec une préface qui a fait quelque bruit…). Quel effet cela fait-il d’avoir été bon « prophète » ?
— Prophète, le mot est fort… Mais je vais vous confier qu’Henri Amouroux m’a dit un jour, très sérieusement : « Au moins, j’aurai connu un prophète dans ma vie ! »Le Camp des Saints est un livre inspiré. Ne me demandez pas comment ou par qui, mais c’est comme ça. J’ai travaillé dessus quasiment un an. En y pensant nuit et jour. Aidé et porté par les circonstances, par ce que je sentais, ressentais, pressentais. Ce livre, c’est une parabole. Un roman qui fait le bilan de la décadence française et occidentale, un livre sur les idées altruistes, sur le détournement de l’esprit de charité chrétien.
— Un 1984 pour notre temps ?
— Je suis content que vous évoquiez George Orwell et son Big Brother. Je ne veux évidemment pas me comparer à Orwell, mais ce n’est pas un hasard si la préface de la dernière réédition en date du Camp des Saints est intitulée « Big Other ». Je ne suis pas un « voyant ». Mais j’ai vu venir ce que je raconte dans ce livre. Quand je l’ai écrit, je séjournais à Boulouris. Avec une vue à cent-quatre vingts degrés sur la mer et le grand large. Un matin, je me suis dit : « Et s’ils arrivaient ? » C’est ainsi que tout a commencé. Oui, si un livre fut un jour inspiré, c’est bien celui-là…
Ex: http://www.zentropaville.tumblr.com
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jeudi, 19 juin 2014
Spécial Céline n°13
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vendredi, 13 juin 2014
The Anti-Modernism of G. K. Chesterton
Neither Progressive nor Conservative: The Anti-Modernism of G. K. Chesterton
AlternativeRight.Com & http://attackthesystem.com
The dramatic changes that had occurred in Western society over the course of the nineteenth century had dramatically impacted the thinking of its leading intellects. The growth of industrial civilization has raised the general standards of living to levels that were hitherto not even dreamed of, and the rising incomes of the traditionally exploited industrial working class were finally allowing even the proletariat to share in at least some middle class comforts. The rise of new political ideologies such as liberalism and democracy had imparted to ordinary people political and legal rights that were previously reserved only for the nobility. Health standards also increased significantly as industrial civilization expanded and life expectancy began to grow longer. Scientific discovery and technological innovation exploded during the same era and human beings began to marvel at what they had accomplished and might be able to accomplish in the future. Religion-driven superstitions had begun to wane and the religious persecutions of the past had dwindled to near non-existence. Societies became ever more complex and out of this complexity came the need for an ever expanding class of specialists and more scientific approaches to social management. While only a hundred years had passed between the world as it was in 1800 and the world of 1900, the changes that had occurred in the previous century were so profound that the time difference might as well have been thousands of years.
The profundity of this civilization-wide change inspired the leading thinkers of the era to tremendous confidence and optimism regarding the future and human capabilities. If one surveys the literature of utopian writers of the era one immediately observes that many of these authors expressed a confidence in the future that now seems as quaint as it is absurd. The horrors of the twentieth century, with its genocides, total wars, atomic weaponry, and unprecedented levels of tyranny would subsequently shatter the naïve idealism of many who had previously viewed the advent of that century with great hopes that often approached the fantastic. The early twentieth century was a time of joyous naivete. Bertrand Russell would later insist that no one who was born after the beginning of the Great War which broke out in 1914 would ever know what it was like to be truly happy.
“Pick a star, any star” – the retro-futuristic optimism of the past |
But G. K. Chesterton, while far from being a cynical or overly pessimistic figure, was not one who shared in this optimism. Indeed, he was one who understood the potential horrors that could be unleashed by the new society and new modes of thought as clearly as any other. To Chesterton, the progressives of his time were over confident to the point of arrogance and failed to recognize the dangers that might befall mankind as humanity boldly forged its way into the future. Perhaps one of Chesterton’s most prescient works of social criticism is Eugenics and Other Evils, published in 1917. [1] At the time the eugenics movement that was largely traceable to the thought of Darwin’s cousin, Francis Galton, had become a popular one in the world’s most advanced nations such as England, America, and Germany. It was a movement that in its day was regarded as progressive, enlightened and as applying scientific principles to the betterment of human society and even the human species itself. Its supporters included many leading thinkers and public figures of the era including Winston Churchill, Sidney and Beatrice Webb, John Maynard Keynes, Anthony Ludovici, Madison Grant, and Chesterton’s friends Wells and Shaw. Yet Chesterton was one of the earliest critics of the eugenics movement and regarded it as representing dangerous presumptions on the part of its proponents that would likely lead to horrific abuses of liberty and violations of the individual person which it eventually did.
One of Chesterton’s most persistent targets was the growing secularism of his era, a trend which continues to the present time. That Chesterton was a man of profound faith even as religion was being dwarfed by science among thinking and educated people during his time solidifies Chesterton’s role as a true intellectual maverick. It is this aspect of Chesterton’s thought that as much as anything else continues to win him the admiration of those who remain believers even during the twenty-first century. Chesterton was always a man of spiritual interests and even as a young man toyed with occultism and ouija boards. The development of his spiritual thinking later led him to regard himself and an “orthodox” Christian and Chesterton formally converted to Catholicism in 1922 at the age of forty-six. His admirer C. S. Lewis considered Chesterton’s writings on Christian subjects to be among the very best works in Christian apologetics.
In the intellectual climate of the early twenty-first century, religious thinking has fallen into even greater disrepute than it possessed in the early twentieth century. In relatively recent times, popular culture has produced a number of writers whose open contempt for religious believers has earned them a great deal of prominence. While intelligent believers who can offer thoughtful defenses of their views certainly still exist, it is also that case that religious belief or practice is at its lowest point yet in terms of popular enthusiasm in the Western world. Less than five percent of the British population attends religious services regularly and even in the United States, with its comparatively large population of religious fundamentalists, secularism has become the fastest growing religious perspective. Chesterton would no doubt be regarded as a rather anachronistic figure in such a cultural climate.
Abandoned church |
The contemporary liberal and left-wing stereotype of a religious believer is that of an ignorant or narrow-minded bigot who is incapable of flexibility in his thinking and reacts with intolerance to those holding different points of view. Certainly, there are plenty of religious people who fit such stereotypes just as overly rigid and dogmatic persons can be found among adherents of any system of thought. Yet, a survey of both Chesterton’s writings on religion and his correspondence with friends of a secular persuasion indicates that Chesterton was the polar opposite of a bigoted, intolerant, religious fanatic. In his Christian apologetic work Orthodoxy, Chesterton wrote,
“To hope for all souls is imperative, and it is quite tenable that their salvation is inevitable…In Christian morals, in short, it is wicked to call a man ‘damned’: but it is strictly religious and philosophic to call him damnable.”
Of his friend Shaw, he said, “In a sweeter and more solid civilization he would have been a great saint.”
In his latter years when he knew he was dying, H. G. Wells wrote to Chesterton, “If after all my Atheology turns out wrong and your Theology right I feel I shall always be able to pass into Heaven (if I want to) as a friend of G.K.C.’s. Bless you.” Chesterton wrote in response:
“If I turn out to be right, you will triumph, not by being a friend of mine, but by being a friend of Man, by having done a thousand things for men like me in every way from imagination to criticism. The thought of the vast variety of that work, and how it ranges from towering visions to tiny pricks of humor, overwhelmed me suddenly in retrospect; and I felt we have none of us ever said enough…Yours always, G. K. Chesterton.” [2]
It was also during Chesterton’s era that the classical socialist movement was initially starting to become powerful through the trade unions and labor parties and virtually all leading intellectuals of the era professed fidelity to the ideals of socialism. Yet just as Chesterton was a prescient critic of eugenics, he likewise offered an equally prescient critique of the totalitarian implications of state socialism. Because of this, he was often labeled a reactionary or conservative apologist for the plutocratic overlords of industrial capitalism by the Marxists of his era. But Chesterton was no friend of those who would exploit the poor and workings classes and was in fact a staunch critic of the industrial system as it was in the England of his era. “Who except a devil from Hell ever defended it?” he was alleged to have said when asked about capitalism as it was practiced in his day. [3]
Indeed, Chesterton’s criticisms of both industrial capitalism and state socialism led to the development of one of the most well-known and interesting aspects of his thought, the unique economic philosophy of distributism. Along with his dear friend and fellow Catholic traditionalist Hilaire Belloc (Shaw coined the term “Chesterbelloc” to describe the pair as inseparable as they were), Chesterton suggested the creation of an economic system where productive property would be spread to as many owners of capital as possible thereby producing many “small capitalists” rather than having capital concentrated into the hands of a few plutocrats, trusts, or the state itself.
The prevailing trends of the twentieth century were towards ever greater concentrations of power in large scale, pyramid-like institutions and ever expanding bureaucratic profligacy. Chesterton’s and Belloc’s economic ideas were frequently dismissed as quaint and archaic. However, technological developments in the cyber age have once again opened the door for exciting new possibilities concerning the prospects for the decentralization of economic life. Far from being anachronistic reactionaries, perhaps Chesterton and his friend Belloc were instead futuristic visionaries far ahead of their time.
It is clear enough that Chesterton was in many ways a model for what a public intellectual should be. He was a fiercely and genuinely independent thinker and one who stuck to his convictions with courage. Chesterton never hesitated to buck the prevailing trends of his day and was not concerned about earning the opprobrium of the chattering classes by doing so. He was above all a man of character, committed to intellectual integrity, sincere in his convictions, tolerant in his religious faith, and charitable in his relations with others. In his intellectual life, he wisely and quixotically criticized the worst excesses of the intellectual culture of his time. The twentieth century might have been a happier time if the counsel of G. K. Chesterton had been heeded.
NOTES:
[1] Chesterton, Gilbert Keith. Eugenics and Other Evils. Reprinted by CreateSpace Independent Publishing Platform; 1st edition (November 20, 2012). Originally published in 1917.
[2] Babinski, Edward T. Chesterton and Univeralism. Archived at http://www.tentmaker.org/biographies/chesterton.htm. Accessed on March 12, 2013.
[3] Friedman, David D. G. K. Chesterton-An Author Review, The Machinery of Freedom: Guide to Radical Capitalism. Second Edition. Archived at http://daviddfriedman.com/The_Machinery_of_Freedom_.pdf. Accessed on March 12, 2013.
Originally published in Chesterton: Thoughts & Perspectives, Volume Thirteen (edited by Troy Southgate) published by Black Front Press.
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lundi, 09 juin 2014
A Leveling Wind:Reading Camus’ The Stranger
A Leveling Wind:
Reading Camus’ The Stranger
By Greg Johnson
Ex: http://www.counter-currents.com
Albert Camus’ The Stranger [2] had a powerful effect on me when I first read it at the age of 18. Recently I had cause to pick it up again when I re-read Bill Hopkins’ The Leap! (a.k.a. The Divine and the Decay [3]) with the aim of writing an essay on it, and Hopkins’ manner of constructing a plot out of seemingly trivial, tedious, and disconnected events that suddenly come together in an emotionally shattering climax — a climax that seems utterly surprising yet in hindsight utterly inevitable — brought to mind The Stranger.
The Stranger is a literary presentation of atheistic existentialism as incarnated by Camus’ anti-hero Patrice Meursault, a Frenchman in Algiers who, through a chain of absurd contingencies, impulsively kills an Arab, yet is successfully portrayed as a depraved, cold-blooded killer who must be sentenced to death for the protection of society.
Yet the real danger Meursault poses is not to the lives of his fellow citizens, but to their worldview. He is an outsider (another translation of the French title L’Etranger). Meursault does not think and feel as other people do. He is an intelligent man denied higher education by poverty. He bases his beliefs on his own experiences, not on what other people believe. He does not believe in God or Providence or Progress.
Meursault sees life as a series of contingencies without an overall meaning or purpose, whereas his fellow men insist on seeing patterns of significance that simply do not exist, whether they be divine Providence, premeditated criminality, or the expressions of a depraved character. Thus, after a darkly comic trial, he is sentenced to die for what is essentially an act of manslaughter simply because he does not believe in God and did not cry at his mother’s funeral, which signify depravity to judge and jury alike.
There really is something unsettling about Meursault. Is he a sociopath, as the prosecutor claims? The answer is no. He does not lack feeling for his mother, for his elderly neighbor and his mangy dog, or for his mistress Marie. But he is emotionally distant and undemonstrative. I imagine him as a taciturn Nordic — a strong, silent type — who does not easily show or speak about his feelings. Indeed, he is not sure what certain words like “love” even mean. This does not mean he is incapable of love, but merely that he is loath to use words loosely.
Meursault’s characteristic idleness, benign indifference, and lack of ambition strike one as depressive. He turns down a promotion and a transfer to Paris because he is content where he is. On weekends, he lounges around smoking until noon, then whiles away the afternoon and evening watching the street. When he is in jail, he sleeps 16 hours a day.
But Meursault is not an unhappy man. He is never bored. The secret to his happiness lies in his ability to live in the present. Since he does not employ concepts he does not understand, he experiences the world directly, with a minimum of social mediation. He is intelligent, but not over-burdened with reflectiveness. When in jail, he occupies himself by recalling vivid, fine-grained experiences of ordinary things. He is complacent simply because he is easily contented. He is a particular kind of outsider: a naif, a savage — and to all appearances, not a particularly noble one.
Meursault’s naive immersion in the present may be his happiness, but it is also his undoing. He is rendered almost senseless by the oppressive Algerian sun — another reason to picture him as a Nordic rather than a Mediterranean type — particularly on the day of his mother’s funeral and on the day he shot the Arab. In both cases, he reflexively reacts to his environment, because his sun-baked brain is simply not capable of reflective action, of premeditated agency, of raising him out of sensuous immersion in the present. But others interpret his acts as springing from a lack of feeling rather than an excess — from premeditation rather than blind reflex.
Meursault is a kind of existentialist Christ who is martyred because of the threat that his naive authenticity poses to those who live second-hand, conventional lives. But Camus thinks that Meursault’s life is not exemplary until the very end of the book, when he overcomes his naivete and comes to reflectively understand and affirm the life he had previously lived only thoughtlessly.
After Meursault is condemned to die, he files an appeal then awaits either reprieve or execution. In his cell, he falls into a kind of hell built on the hope and desire to escape or master his fate. He lies awake all night because he knows that the executioner comes at dawn, and he does not want to be caught sleeping. Only when he knows that he has another 24 hours, does he allow himself to rest. During his waking hours, he runs through all the possible outcomes, trying to construct consoling arguments even in the face of the worst case scenario.
It is only when Meursault has to endure an exacerbating visit from a priest offering supernatural solace that he comes to his senses. In a burst of anger, he rejects the false hopes offered by the priest — and his own apparatus of false hopes as well. He realizes that all mankind erect such rationalizations as barriers to evade the certitude of death. We picture death as out there in the future somewhere, at a safe distance. Or we picture ourselves as somehow surviving it. But Meursault realizes that “From the dark horizon of my future a sort of slow, persistent wind had been blowing toward me, my whole life long, from the years that were to come. And in its path, that wind have leveled our all the ideas that people tried to foist on me in the equally unreal years that I was living through.” This wind, of course, is death, and it comes to us all. Or, to be more precisely, it is a possibility that we carry around inside ourselves at all times. It is a possibility that we must face up to.
Part of Pascal’s wager is that if we believe in Christianity and turn out to be wrong, we will have lost nothing. Camus disagrees: if we believe in any system of false consolation in the face of death, we will still die, but he will have lost everything — everything real — for we will never have truly lived in the real world around us. Hope for an unreal world deprives us of the real one. So perhaps we should at least try to live without supernatural consolation. But to do that, we must embrace the leveling wind, allowing it to carry away false hopes. We must squarely confront the terrifying contingency and finitude of life. We must let go of our fear of death in order to truly live life. For if we cease to fear death, we should be free of all lesser fears as well, which will give us the freedom to make the most of our lives. But this does not merely allow us to accept death, but to love it as a principle of freedom.
This realization brings Meursault peace. He understand why his mother, as she neared her death in an old folks’ home took on a fiance: “With death so near, mother must have felt like someone on the brink of freedom, ready to start life all over again. No one, no more in the world, had any right to weep for her.” And Meursault did not weep, although at the time he did not know the reason why.
Now that Meursault had faced his mortality, he too “felt ready to start life all over again. It was as if that great rush of anger had washed me clean, emptied me of hope . . .” It is the the absence of false hope that allows him to face death and to experience freedom. The priest mentions that he is certain that Meursault’s appeal will be granted, but at this point, it does not matter, because whether his death comes sooner or later, Meursault has embraced his death as a potentiality he carries at all time.
He continues: “. . . gazing up at the dark sky spangled with its signs and stars, for the first time, the first, I laid my heart open to the benign indifference of the universe. To feel it so like myself, indeed, so brotherly, made me realize I’d been happy, and that I was happy still.” Meursault had always lived his life as if the universe were benignly indifferent, i.e., there is no cosmic plan, divine or secular, but merely a play of contingencies. To “lay his heart open” to such a universe means that Meursault is for the first time coming to reflective awareness of the previously unstated presuppositions of his life. And he realizes that his life is good. That he was happy, and that he is happy still.
The Stranger ends with defiant, enigmatic words: “For all to be accomplished, for me to be less lonely, all that remained to hope was that on the day of my execution there should be a huge crowd of spectators and that they should greet me with howls of execration.” Why would Meursault be more lonely if his fellow men did not hate him? Because he has embraced his mortality and recognized his kinship with a Godless, aimless universe. He is no longer a stranger to the real world. Thus his estrangement from the unfree, inauthentic human world that condemned him is complete.
Note: There are several translations of The Stranger [2]. On purely literary grounds, I prefer Stuart Gilbert’s 1946 Knopf translation over more recent efforts.
Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com
URL to article: http://www.counter-currents.com/2014/06/a-leveling-wind-reading-camus-the-stranger/
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[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/06/camus.jpg
[2] The Stranger: http://www.amazon.com/s/?_encoding=UTF8&camp=1789&creative=390957&field-keywords=camus%20the%20stranger&linkCode=ur2&tag=countecurrenp-20&url=search-alias%3Daps&linkId=23VGRUP4OUGOL7ME
[3] The Divine and the Decay: http://www.counter-currents.com/tag/the-divine-and-the-decay/
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Céline: plein Nord
Le Quesnoy, Valenciennes, Lille, Hazebrouck… mais aussi le Brandebourg ou le Danemark, autant de points qui jalonnent le parcours des ancêtres de Céline et son propre périple à travers les deux guerres mondiales du 20e siècle.
Le Nord, qu’il évoque souvent dans ses œuvres, que ce soit pour revendiquer ses origines « flamandes » ou pour dire l’aimantation qui l’attire vers cette destination féerique, est, pour Céline, un lieu essentiel, à la fois des origines de la vie et de destination de « l’outre-là ».
Lieu de naissance et lieu d’une mort qui nous ramènerait aux origines d’avant la vie et son horrible réalité, le Nord est aussi le lieu de l’écriture qui, seule, peut accomplir cette boucle fantasmatique.
D’où le fait que Céline donne le titre de Nord à un roman qui une des bornes de cet itinéraire. En quatre articles consacrés aux origines familiales nordistes de Céline, à son séjour, en 1914, à l’hôpital d’Hazebrouck et ses amours avec l’infirmière-chef, à sa mission pour la SDN qui, en 1925, le mène de Lille à Zuydcoote en passant par Douai, et, enfin, à tout ce que signifie le Nord dans l’écriture de Céline, Pierre-Marie Miroux s’attache à le suivre dans ce voyage vers un pôle aimanté que Céline accomplit avec, comme il l’écrit dans sa dernière œuvre, sa « boussole autour du cou » !
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dimanche, 08 juin 2014
Ernst Jünger: yo soy la acción
La polémica sobre Jünger que en medio de lamentaciones previsorias sobre su “ceguera histórica” ha reconocido la posibilidad de que también poseía un alma personal, se ha mantenido, sin embargo, en los límites del conocimiento de su obra.
Pareciera que profundizar en Jünger puede indicar de alguna manera una proclividad secreta, una oscura complicidad con este peligroso ”junker”, intelectual orgánico de los desarraigados, al que se suele evocar como el cazador y animal de presa, que en la adolescencia se enrola en la Legión Extranjera francesa, testimonio que deja en Juegos Africanos; se le presenta como situado ”de pronto a la sombra de las espadas” (1), y esta exaltación hecha tipología se presenta como el truco con que se evade el contenido de su obra. Por ello debe partirse de un principio: Jünger sigue siendo el mismo, es un réprobo permanente y resuelto, una conciencia erguida y soberana: “yo siempre he tenido las mismas ideas, sólo que la perspectiva ha cambiado con los años” (2). En Jünger hay una sola línea ascendente, un impulso de creación unívoco que arranca en 1920 con Tempestades de Acero, se afirma en Juegos Africanos, obra intermedia, que precede a En los acantilados de mármol (1939), Heliópolis (1940), y Eumeswil (1977).
Resulta entonces necesario para llegar a Heliópolis y a un acercamiento a su comprensión, hacer referencia a un problema histórico. Jünger en la línea de Saint-Exupéry y de Henry de Montherlant ama la acción como el supremo valor de la vida: no existe una renuncia a las pompas del mal, a los frutos concretos de la acción. Hay, al contrario, a lo largo de su obra, un reflejo centelleante que nace de la negación deliberada de la bondad; un aliento nietzscheano de que ”no encontraremos nada grande que no lleve consigo un gran crimen”. Por ello es que debe ahorrarse la gratuidad de perdonarlo, de ver en Jünger al intelectual víctima de sus demonios. De esta forma si Jünger ha padecido un Núremberg simbólico, la actitud rectora de su creación ha permanecido firme sobre la marejada, sobre los prejuicios políticos y aún sobre la ”conmiseración” que nunca ha necesitado. No hay en su obra, como producto de la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial, una disociación de un antes y un después; una versión suavizada del mal, que habría retrocedido de su estado agudo a su estado moderado.
Por ello, si su texto La Guerra, nuestra madre escrito en 1934 ha recorrido una suerte semejante a Bagatelas para una masacre de Louis Ferdinand Céline, en el sentido de que ambos son unánimemente ”condenados” y prácticamente inencontrables a excepción de fragmentos; el joven escritor alemán, que afirmaba que: ” la voluptuosidad de la sangre flota por encima de la guerra como una vela roja sobre una galera sombría” (3), es el mismo que canta el poder de la sangre, treinta y un años después de cieno, fuego y derrota: ”los gigantescos cristales tienen forma de lanzas y cuchillos, como espadas de colores grises y violetas, cuyos filos se han templado en el ardiente soplo de fuego de fraguas cósmicas” (4).
El nuevo intelectual
El viejo ”junker”, ha nacido como hijo de la burguesía industrial tradicional, en Heidelberg, el 29 de marzo de 1895, ha permanecido a sus 93 años de edad como un fiel artesano de sus sueños, un celoso guardián de sus obsesiones, un claro partidario de la acción. Por otra parte, se presenta el problema histórico. Jünger, herido siete veces en la I Guerra Mundial, portador de la Cruz de Hierro de primera clase y de la condecoración “Pour le Mérite” (la más alta del Ejército Alemán); miembro juvenil de los “cascos de acero” y de los ”bolcheviques nacionales”; y ayudante del gobernador militar de París durante la ocupación alemana, es un nuevo intelectual, que rompe con el molde tradicional que tiene de la función intelectual la Ilustración y la cultura burguesa. En cierta medida corresponde a los atributos que describe Gramsci del “nuevo” intelectual: “el modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora, exterior y momentánea, de los efectos y de las pasiones, sino que el intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, persuasivo permanentemente” (5). En este sentido Jünger va más allá de la “elocuencia motora”, de la relación productiva y mecánica de una condición económica precisa.
Puede decirse entonces que si bien Jünger tiene atributos de “junker” prusiano, teniendo parentesco con la ”casta sacerdotal militar que tiene un monopolio casi total de las funciones directivas organizativas de la sociedad política” (6), esta relación funcional y productiva está rota en el caos, en el nihilismo y la decepción que acompañan a la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial. Jünger, que quizá en la época guillermina del orgulloso II Reich, hubiera podido reproducir las características de su clase, se encuentra libre de todo orden social como un intelectual del desarraigo, de la tribu de los nómadas en el poderoso grupo disperso de los solitarios que han luchado en las trincheras.
Detengámonos en el análisis de este estado espiritual y de esta circunstancia histórica, cuya trascendencia se manifiesta en toda su narrativa, especialmente en el carácter unitario de su obra y en su posición ideológica, lo que a su vez nos permitirá comprender la clave de una de sus novelas más significativas del período de la última postguerra: Heliópolis, cuyos nervios se hallan ya entre el tumulto que sobrecoge al joven Jünger, como un brillante fruto de la acción interna que sujetará su espíritu.
Así podremos apreciar cabalmente a este autor central de la literatura alemana del siglo XX, para determinar cuál es el rostro que se ha cincelado, en la multiplicidad de espectros que lo reflejan con caras distintas. ¿Acaso es Jünger, como quiere Erich Kahler, al que “incumbe la mayor responsabilidad por haber preparado a la juventud alemana para el estado nazi, aunque él mismo nunca haya profesado el nazismo?” (7). ¿Se trata del escéptico autor de la ”dystopía” o utopía congelada que se expresa en su relato Eumeswil? ¿Quién es entonces este contardictorio anarquista autoritario?
La trilogía del desarraigo
Podemos intentar responder con un juego de conceptos en los que se articulase su radiografía espiritual, con su naturaleza compleja y una historia convulsionada y devoradora. Esta visión nos dará un Jünger revelado en una trilogía: se trata del demiurgo del mito de la sangre, del cantor del complejo de inferioridad nihilista de la cultura alemana, del emisario del dominio del hombre faústico y guerrero. Sólo así podremos entender cómo Jünger pudo dirigir desde “fuera de sí” un pelotón de fusilamiento, certificar la estética del dolor con una “segunda conciencia más fría” o experimentar los viajes místicos del LSD o de la mezcalina. Requerimos verlo en su dimensión auténtica: la del “condottiero” que huye hacia delante en un mundo ruinoso.
Memorias de un condottiero
La aventura de Jünger cobra el símbolo de una organicidad rotunda enla relación social del intelectual con la producción de una clase concreta; se trata fundamentalmente de una personalidad que de alguna manera expresa Drieu la Rochelle: ”(es) el hombre de mano comunista, el hombre de las ciudades, neurasténico, excitado por el ejemplo de los fascios italianos, así como por el de los mercenarios de las guerras chinas, de los soldados de la Legión Extranjera” (8). Se verdadera patria son las llamas, la tensión del combate, la experiencia de la guerra. Su conformación íntima se encuentra manifestada en otro de aquellos que vivieron ”la encarnación de una civilización en sus últimas etapas de decadencia y disolución”, así dice Ernst Von Salomon en Los proscritos: ”sufríamos al sentir que en medio del torbellino y pese a todos los acontecimientos, las fatalidades, la verdad y la realidad siempre estaban ausentes” (9). Es este el territorio en que Jünger preparará la red invisible de su obra, recogiendo las brasas, los escombros, las banderas rotas. Cuando todo en Alemania se tambalea: se cimbran los valores humanitarios y cristianos, la burguesía se declara en bancarrota y los espartaquistas establecen la efímera República de Münich, aparecen los elementos vitales de su escritura, que atesorará como una trinchera imbatible heredera del limo, con la llave precisa que abrirá las puertas de la putrefacción a la literatura.
Es la época en que Jünger, interpretando la crisis existencial de una generación que ha pretendido disolver todos sus vínculos con el mundo moribundo, toma conciencia de sí con un poder vital que no quiere tener nada que deber al exterior, que se exige como destino: ”nosotros no queremos lo útil, práctico y agradable sino lo que es necesario y que el destino nos obliga a desear”. Participa entonces en las violentas jornadas de los ”cascos de acero”. Sin embargo, pese a ser un colaborador radical del suplemento Die Standart, ógano de los ”Stahlhelm”, se mantendrá siempre con una altiva distancia del poder. Llegará a compartir páginas incendiarias en la revista Arminius con el por entonces joven doctor en letras y ”bolchevique nacional” Joseph Goebels y con el extraño arquitecto de la Estonia germana, Alfred Rosenberg.
Cuando Jünger escribe en 1939 En los acantilados de mármol (que se ha interpretado como una alegoría contra el orden nacionalsocialista), han pasado los días ácratas en que ”los que volvían de las trincheras, en las que por largos años habían vivido sometidos al fuego y a la muerte, no podían volver a las escuálidas vivencias del comprar y el vender de una sociedad mercantilista” (10). Ahora una parte considerable de los excombatientes se ha sumado a una revolución triunfante, en que la victoria es demasiado tangible. Jünger decide separarse en el momento del éxito. Hay un brillo superlativo, una atmósfera de saciedad, una escalera ideológica para arribar a la prosperidad de un nuevo orden.
En el momento en que Jünger ha decidido replegarse, abandonar el signo de los tiempos, batirse a contracorriente, encuentra, una vez más, la salida frente a la organización del poder en la permanente rebeldía y en la conciencia crítica. Mas esta fuga no es una deserción: hasta el crepúsculo wagneriano sigue vistiendo el uniforme alemán. Su revuelta se manifiesta en la creencia en las ”situaciones privilegiadas”, es decir, en los instantes en que la vida entera cobra sentido mediante un acto definitivo. Resuelve así, en la rápida decisión que impone la guerra, retornar a una selva negra personal con la desnudez irrenunciable de sus cicatrices, aislado del establecimiento y de la estructura del poder.
El color rojo, emblema del ”condottiero”, baño de fuego sobre la bandera de combate se ha vuelto, finalmente, equívoco: ”la sustancia de la revuelta y de los incendios se transformaba con facilidad en púrpura, se exaltaba en ella” (11); Jünger, mirando las olas de la historia restallar sobre los acantilados de mármol, asistiendo al naufragio de la historia alemana, desolado en el retiro de las letras, exalta en la acción la única emergencia que no se descompone, ”el juego soberbio y sangriento que deleita a los dioses”.
El tambor de hojalata
Hemos mencionado que una parte significativa del materail de sueños que forma su novela Heliópolis, se encuentra en el poderoso torrente de la aventura en que Jünger se desenvuelve desde sus años juveniles. En realidad, de sus dos grandes novelas de la última postguerra, quizá Heliópolis sea más profundamente Jüngeriana que Eumeswil en el sentido en que su universo estámás nítidamente plasmado, de que no existe el ”pathos” de una mala conciencia parasitaria, y de que, a diferencia del usufructo de la fácil politización en que la literatura se manipula como una parábola social o histórica , retine un poder metapolítico, esto es, un orbe estético que se explica a sí mismo, que se sustenta como un valor para sí.
No está de más subrayar que, independientemente de la opinión de una gran parte de la crítica sobre En los acantilados de mármol y sobre Eumeswil como un mensaje críptico antihitleriano, la primera, y como una denuncia contra el totalitarismo, la segunda, su interés real sobrepasa la circunstancia política, concediendo que ésta haya sido la intención del autor. Intencionalidad difícil de mantener en un análisis que busque la esencialidad de Jünger, por encima del escándalo y del criterio convencional.
Heliópolis reconquista la tensión narrativa, el libre empleo de una simbología anagógica, el espacio de expresión que se ha purificado de lo inmediato y de las presiones externas del quehacer literario. Ello quizá se explique por razones propiamente literarias y en este caso también históricas. Usamos la palabra ”reconquista” como aquella que designa un esfuerzo que surge de la derrota, que se elava sobre la postración, que recupera el valor existencial de la experiencia.
De alguna manera, y luego de un sordo y pertinaz silenciamiento, el universo de Jünger ha recobrado su sentido original, su autónomo impulso poético. Más allá de la tramposa equivalencia entre sus imágenes y una determinada concepción de la realidad. Si bien ha manifestado ya “que no existe ninguna fortaleza sobre la tierra en cuya piedra fundamental no esté grabada la aniquilación”, trátese de un mito, de un movimiento social o de una organización del poder. Heliópolis encarna la idea de que si los edificios se alzan sobre sus ruinas, ”también el espíritu se eleva por encima de todos los torbellinos, también por encima de la destrucción” (12).
Esta es, entonces, una de las características fundamentales de la novela: el tiempo histórico siguiendo su cauce se ha absorbido. Lo ocurrido (su propia participación en la historia alemana contemporánea) se ha filtrado entre las simas de los heleros como un agua nueva e incontaminada. Su escritura se ha librado del lastre y ha retomado un vuelo límpido, en el que narra la épica y eclipse de La ciudad del Sol, como la crónica del reino de Campanella, más distinta a la construcción intelectual de la utopía. Hallamos en Heliópolis nuevamente al Jünger de siempre, al artista independiente, que ha sepultado con el relámpago de su lenguaje, las bajas nubes sombrías del rapsoda de la eficacia militar y despiadada.
Notas y bibliografía
1.- Michael Tournier, Ernst Jünger Libreta Universitaria nº 58 UNAM, Acatlán, 1984.
2.- Nigel Jones, Una visita a Ernst Jünger, La Gaceta del FCE nº 165.
3.- Roger Caillois, La cuesta de la guerra, Tres fragmentos de la Guerra Nuestra Madre, Ed. FCE breviarios nº 277, México.
4.- Ernst Jünger, Heliópolis, Ed. Seix Barral, Barcelona.
5.- Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura, Jaun pablos Edr. México.
6.- Antonio Gramsci. Obra cit.
7.- Erich Kahler, Los alemanes Ed. FCE breviarios nº 165, México.
8.- Pierre Drieu La Rochelle, Notas para comprender el siglo.
9.- Ernst Von Salomon, Los proscritos Ed. L. De Caralt, Barcelona.
10.- Carlos Caballero, Los Fascismos desconocidos, Ed. Huguin.
11.- Ernst Jünger. Obra cit.
12.- Idem.
(Texto publicado en la revista Fundamentos para una Nueva Cultura N° 11, Madrid, 1988.)
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vendredi, 30 mai 2014
Remembering Louis-Ferdinand Céline
Remembering Louis-Ferdinand Céline:
May 27, 1894 – July 1, 1961
By Greg Johnson
Louis-Ferdinand Céline was the pen name of French novelist, essayist, and physician Louis-Ferdinand-Auguste Destouches, who was born on this day in 1894. Céline is one of the giants of 20th-century literature. And, like Ezra Pound and so many other great writers of the last century, he was an open and unapologetic racial nationalist. For more on Céline, see the following works on this website:
- Louis-Ferdinand Céline, “Céline on Journey to the End of the Night [2]”
- Louis-Ferdinand Céline, “Tempest in a Teapot: Céline on Sartre [3]”
- Robert Brasillach, “Céline’s Journey to the End of the Night [4]”
- Robert Brasillach, “Céline’s Trifles for a Massacre [5]”
- François Gardet, Preface to Céline’s The School for Cadavers [6]
- François Gardet, Introduction to Céline’s Trifles for a Massacre [7]
- Greg Johnson, “Louis-Ferdinand Céline’s Trifles for a Massacre [8]”
- Tomislav Sunić, “Louis-Ferdinand Céline—An Anarcho-Nationalist [9]”
- Karlheinz Weißman, “Right-Wing Anarchism [10]” (Czech translation here [11])
The best online resource about Céline is Le Petit Célinien, http://lepetitcelinien.blogspot.com/ [12]
Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com
URL to article: http://www.counter-currents.com/2014/05/remembering-louis-ferdinand-celine-3/
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lundi, 26 mai 2014
Jeff Frankas’ De-World
Jeff Frankas’ De-World
By James J. O'Meara
Ex: http://www.counter-currents.com
Jeff Frankas
De-World
Amazon Kindle, $2.99
“The world today is nothing more than a world built on lies, illusions, and false narratives. The so-called masters of governance and economics feed the masses events based off their own narratives seeking to have them believe whatever it is they want them to believe.”[1]
De-World is Jeff Frankas’s first novel, and it’s self-published. Ordinarily, these would be signals to run for the hills. Like most stereotypes, there’s some solid truth behind that, but it’s my job as your Trusted Reviewer to let you know when exceptions should be made, and this is one of those times.
De-World takes place some years after a mini-sub in the Potomac takes out Washington with a mini-nuke. The reconstruction of the government in Denver gives The Movement their chance to shit-can the moldy old Constitution and let the creepy old America of Hate just die, replaced by a new America of love and equality, whose rules are embodied in a new document, The Sanct. It’s kinda like you woke up to find Amy Goodman is absolute ruler.
The new reality is constantly delivered and promoted by the latest communications technologies, networked or implanted. “People need to hear what they want to hear.” The foolish oldsters who cling to their guns and God and still think elections matter are sneeringly known as “derelicans.” Our boy Geroy is an ambitious Federal Teacher who thinks his new job at De-World, the company that manufactures the new reality and massages the messages into the masses is the next step in his advancing career. But things, as they say, are not what they seem. Truth really is Hate.
Frankas claims to be “a part of the group of emerging New Right authors” and that his book is “an expression of the emerging New Right pop literature style, displaying a unique glimpse into the next America,” but don’t let all that frighten you. There’s no heavy-handed symbolism or didacticism — none at all, in fact — nor does the author have the Answer or a Plan. And the writing makes no attempt to emulate Trollope or some other model from the Good Old Days. These two points — New Right sensibility and New Right style — are connected with the two hurdles a “futuristic” novel must overcome, and Frankas clears both.
First, the language problem. The author has to suggest, with more or less subtlety, that this is, of course, the Future. Languages evolve, slang goes in and out of fashion, and new developments in technology and elsewhere in culture lead to plenty of new vocab. The lazy way is some variation of “space X.”[2] Anthony Burgess is the gold standard here, A Clockwork Orange going almost but not quite too far in its Joycean game, using barbarous adaptations of Russian to suggest a post-Cold War world where the economic and cultural differences have been drowned rather than overcome.[3]
Frankas succeeds by crafting a believable mashup of entertainment jargon, Techno-hip babble, and the frankly infantile. HOM (home online monitor, government issued and controlled, of course) where you can watch “sodies” (although I might have preferred “sods”) of your favorite shows, perhaps augmented by pulse screamers (legal amphetamine) and then polishing off the night with Luciax (prescription lucid dreams). Rivetheads are the new wave of state bureaucrats — “know the rivethead” as Frank Herbert might say, “by his glossy black Mohawk.” The learning curve is a bit steep but not imposingly so, and Frankas has even provided a little YouTube tutorial [3] to get you up to speed.
Other coinages suggest the mentality of the new, post-Hate America. The homeless are now “vagwalkers,” free to roam the walled-off “post-funct zones”; immigrants are “improve settlers”; both types might be qualified as “wayward,” meaning what we might call “criminal.”
[4]These words suggest the smarmy, warm and snuggly nature of post-Hate America, which gets us to the second hurdle, constructing a believable development of our current situation. The great problem here is imagining the Left’s tyranny as some kind of “liberal fascism” — i.e., buying right into the Left’s basic mind control device: fascism as the greatest imaginable evil. Neocons and talk radio “conservatives” always fall into this: “jackbooted” Feds, “barbed wire FEMA camps,” “Mussolini would call bailing out GM just his kind of fascism,” etc. Baby Neocon Joshua Goldberg even wrote a whole treatise on the subject — liberals are so evil, they’re nothing but . . . fascists!
Frankas gets it right: the liberal future is endless bureaucracy, endless red tape, and of course endless control. Not Nietzsche’s Superman, however distorted, but his Last Man, seeking nothing but comfort and pleasure, and actually welcoming anyone willing to take charge and make things better.
This is perhaps best illustrated by an early scene that at first might seem a bit unnecessary; getting to an event in Denver, Geroy needs to take a plane. Anyone familiar with post-9/11 hassles can imagine what air travel would be like after Washington is nuked, and that leads to us to a low-key but hilarious airport interrogation at the hands of a barely functionally literate Third World female FSA goon. It perfectly encapsulates the mind-bendingly irritating and banal nature of life in Good America.
This is how Frankas’s New Right — I would prefer to say, alt-Right — sensibility helps him craft a dystopian future that’s more believable than the usual Right-wing fantasies. Now, to get back to New Right style, it’s future oriented pop rather than backward glancing establishment. Style and sensibility come together when this boring, over-controlled future seems to lead out protagonist to space out periodically, represented by interludes in which a kind of computer mini-program or script takes over the narration. I thought this was an interesting reiteration of the “Penny Arcade Peepshow” routines that are interspersed throughout Burrough’s The Wild Boys, serving, I think, the same function — suggesting ways in which the script, as both authors would call it, can be subverted from within, challenging the illusion of Total Control.
If I have any real problem with the book, it is, at the risk of sounding rather PC myself, the lack of female characters. There are really only two, admittedly playing major roles, but definitely coming out of the Emma Peel/Trinity/Agent Scully realm of adolescent fantasy, right down to the preference for wardrobe of the leather, catsuit and high heeled boots variety. Even “in black camo. It makes her a little scruffier, more in command of the task at hand. The rugged pin-up, solution can-do woman on the offensive.”
Not that I have any problem with that myself — like the jackbooted Feds, it’s more evidence that, as Jonathan Bowen has observed, the Right retains its hold on the unconscious — but it seems out of place in the overly maternal world of the Left. If Amy Goodman were President, would the Veep travel around with his own squad of Solid Gold Dancers, as the grotesque Samoan Veep does here?
On the other hand, Geroy is an interesting, though ultimately repulsive, character, rather than the dull ciphers they usually are (hello, Neo?). For one thing, he has an odd sense of fashion and design, that crops up in his thoughts, habitually turning to the question of his re-worked backsplash, or whether visitors find his new prints banal. He knows precisely what kind of chair he’s in at any time.
He’s not so much metro-sexual — Frankas makes his interest in women clear (“I see determination. I see honesty. I see cleavage.”) but rather an interesting mutation resulting from several generations of exposure to DIY design and home improvement cable shows. For Geroy and the other TV-mutated Leftists of our time, it’s all about Me, as he frankly admits over and over.[4] It makes him the ideal candidate for Operation Mirror Image — like Manhunter’s Tooth Fairy, what feeds his fantasy is what he sees reflected in the eyes around him, despite his frequent attacks of scopophobia– which is also his fitting punishment.
It also makes him far more effective as a first person narrator; as he says, “I notice things.” But then, “Everyone notices something. The real art is getting them to notice forever, to stay with it, coming away awestruck with a lasting impression.”
I’d say Frankas has succeeded at that, too, crafting a kind of fusion of Brave New World, Neuromancer, and The Man in the High Castle. He deserves your notice.
Notes
1. “The Great Forest of the Overman: Dismantling the Illusion from Within” by Conor Wrigley at Aristokratia, here [5].
2. Duly noted on MST3k, “Manhunt in Space” : Joel: “Movies like this are always trying to show how futuristic they are by putting the word ‘space’ in front of everything.” For an exhaustive listing of the “Space X” trope, see TVTropes, here [6].
3. Close attention to Kubrick’s film shows he gets it too — the Top Ten chart Alex views (or viddies) lacks the cliché “Space Disco” or “Gas Music from Jupiter” nonsense, instead featuring Mungo Jerry’s recent hit “In the Summertime”; Alex’s droogs turned cops wear “E[lizabeth] R[egina] II” badges. Kubrick clearly intends the film to take place a few years, not decades or centuries, after 1972; though even he likely didn’t think Elizabeth would still be around in 2014.
4. Identifying an approaching thug’s suit as “probably Versace” is so odd that it must link him, I think, to that other post-modern airhead, the protagonist of Showgirls whose name — Nomi, get it? — suggests that there is less to Geroy’s “Me” than he thinks.
Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com
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[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/05/big_1671.jpg
[2] De-World: http://www.amazon.com/gp/product/B00K5HGM6E/ref=as_li_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=B00K5HGM6E&linkCode=as2&tag=countecurrenp-20&linkId=DPBDJG5Z546YHHQA
[3] YouTube tutorial: https://www.youtube.com/watch?v=GklQZF562dM
[4] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/05/de_world_cover3.jpg
[5] here: http://www.aristokratia.info/the-great-forest-of-the-overman.html
[6] here: http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/Main/SpaceX
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dimanche, 18 mai 2014
El sueño de Dostoyevsky
por Antonio García Trevijano y Roberto Centeno
Ex: http://paginatransversal.wordpress.com
Como es sabido, Tocqueville llegó a predecir que el porvenir del mundo estaría bajo el dominio político de dos grandes potencias, Estados Unidos y Rusia. Desde luego había que ser muy sagaz en asuntos internacionales y un profundo conocedor de las tendencias históricas para profetizar casi siglo y medio antes de que sucediera el condominio del mundo por las dos grandes potencias de la posguerra mundial. Más fácil resulta hoy predecir que el porvenir de Rusia está en Europa y el de Europa en Rusia. Esto quiere decir que, a corto plazo, hablando en términos históricos, el único camino de futuro que se presenta a la encrucijada rusa y a la ruina de la mayor parte de países europeos para mayor gloria de Alemania está en la integración en una magna empresa político-económica europea, que abarque desde Lisboa a Vladivostok.
No se trata ya de imaginar, como Kissinger, que la integración de Rusia en unos Estados Unidos de Europa alcanzaría desde el primer momento la supremacía mundial en todos los terrenos. Pero basta mirar hacia un pasado no demasiado lejano para darse cuenta de que la veleta de la historia, empujada por los templados vientos del progreso, apunta inequívocamente hacia la integración de Rusia en Europa. A propósito de esta idea tan tranquilizadora para el espíritu colectivo como tan necesaria para la paz mundial, es sumamente sugestivo recordar el sueño que tuvo el gran Fyodor Dostoyevsky cuando, medio adormilado ante un hermoso cuadro de Claude Lorraine en el museo de Dresde que refleja “una puesta de sol imposible de expresar en palabras”, concibió la grandiosa misión eslava de Rusia, salvando a Europa de su decadencia.
“El francés no era más que francés, el alemán, alemán; jamás el francés ha hecho tanto daño a Francia, ni el alemán a Alemania, sólo yo en tanto que ruso era entonces, en Europa, el único europeo. No hablo de mí, hablo de todo el pensamiento ruso. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes que no se encuentra en todo el universo: el sufrir por el mundo. Ese es el tipo ruso de la parte más cultivada del pueblo ruso, pero que contiene en sí mismo el porvenir de Rusia. Tal vez no seamos más de un millar de individuos, tal vez más o tal vez menos. Poco para tantos millones, pero según yo no es poco”. ¿Puede acaso alguien presumir hoy de ser tan europeo como Dostoyevsky o de esas élites rusas que describe?
Alejados en el espacio, cercanos en el espíritu
El sueño de Dostoyevsky no sólo significó un llamamiento a las élites rusas, que hasta ahora ha sido desoído, sino sobre todo una admonición a las minorías culturales europeas que se permitían aires de superioridad sobre el alma eslava. Sin embargo, aquella angustiosa apelación a las elites rusas ha tenido eco especial en España. Si eran pocos los individuos rusos conscientes de este maravilloso destino de su país, menos aún había en los países europeos. Siendo así que los dos pueblos europeos más alejados espacialmente de Rusia, como son España y Portugal, estaban mejor preparados que todo el resto de Europa para comprender el insólito mensaje de Dostoyevsky.
Los dos pueblos de la Península Ibérica tienen algo común con el pueblo ruso. Algo muy profundo que marcó su destino cristiano y su alejamiento de las civilizaciones asiáticas y africanas. Tanto España como Portugal o, hablando con más precisión, los pueblos cristianos de la Península, se negaron a someterse a la esclavitud del islam y lucharon sin descanso para reconquistar de los árabes y de las sucesivas oleadas de pueblos norteafricanos el territorio perdido y así no abandonar el cristianismo. Unamuno es el único pensador español que, advertido de esta singularidad, entró en la contradicción de considerar, por un lado, que África comenzaba en los Pirineos y, por otro, reconocer el paralelismo entre la singularidad española y la rusa: la religión cristiana orientó a España y a Rusia en una misma dirección histórica, adquiriendo su personalidad cultural en una larga lucha contra una cultura africana y otra asiática, respectivamente.
El enemigo declarado de España, amigo de reyes africanos caníbales a cambio de sus diamantes, protector de los asesinos de ETA y máximo exponente del desprecio al alma eslava, el ruin y miserable Valéry Giscard d´Estaing, excluiría expresamente de la Constitución Europea su verdadero origen: sus raíces cristianas, sin las cuales Europa sería ininteligible. Que este canalla, prepotente y corrupto haya redactado la Constitución Europea, imponiendo la multiplicidad del particularismo sobre la unicidad de Europa, a la vez que excluía deliberadamente el espíritu unificador europeo del cristianismo, no tiene perdón de Dios, y creó las bases políticas de la actual carrera centrífuga de la Unión Europea, donde cada uno va a lo suyo salvo España, que va a lo alemán.
Historias paralelas
España y Rusia tienen muchas cosas en común, cosas por las que Europa debería haberse sentido agradecida, pero nada más lejos. Han sido los grandes escudos de Europa, la primera frente al islam y la segunda frente a los mongoles. Durante 500 años –hasta las Navas de Tolosa–, España tuvo que combatir sin descanso a un enemigo fanático, implacable y cruel, cuyo objetivo era la conquista de Europa. En 1212, el objetivo declarado de Muhammad An-Nasir al mando de las fanáticas hordas almohades era llevar sus caballos a abrevar a las fuentes de Roma y crucificar al Papa, algo que sin duda habría hecho de no haber sido literalmente aniquilado en las Navas de Tolosa, una de las batallas más decisivas de la historia.
El 16 de julio de 1212 tres reyes de España, Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, cabalgaron hacia la victoria o hacia la muerte, cuya vanguardia estaba al mando de Diego López de Haro, señor de Vizcaya. Fue una de las batallas más sangrientas conocidas jamás. Los reyes cristianos no se detuvieron un segundo a repartirse el inmenso botín, sino que persiguieron al enemigo hasta su total exterminio. De los 300.000 guerreros de An-Nasir, apenas sobrevivieron algunos miles. Desde entonces las invasiones árabes y norteafricanas cesarían para siempre. El Reino de Granada, que quedaría aislado y como vasallo de Castilla más de dos siglos, no recibiría ayuda significativa alguna cuando fue finalmente reconquistado por los Reyes Católicos.
En el otro lado de Europa, los mongoles invadieron Rusia en 1223 y derrotaron a los príncipes rusos en la batalla del río Kalka, una batalla que permanece desde entonces en la memoria del pueblo ruso como para nosotros la fatídica del río Guadalete. En los años siguientes los mongoles aniquilaron a más del 90% de la población, llamando a los territorios conquistados la ‘Horda de Oro’. Kiev jamás se recuperaría de esta devastación, pero en los siglos siguientes Moscú tomaría el relevo, luchando sin descanso contra los mongoles, que son derrotados definitivamente en la gran batalla del río Ugra en 1480, las ‘Navas de Tolosa rusas’, y rechazados después hasta más allá de los Urales. Casi simultáneamente, entre 1480 y 1492, los invasores musulmanes y mongoles habían sido expulsados definitivamente. Gracias a Rusia y España, que construyeron a partir de entonces sendos imperios, Europa se había salvado,pero ni agradecido ni pagado.
Son lamentables los acontecimientos de Ucrania, donde la rapiña una vez más de los saqueadores alemanes y franceses, en connivencia con los corruptos gobernantes ucranianos, han llevado a un enfrentamiento grotesco entre la Unión Europea y la Federación Rusa, ya que es del interés de los pueblos de Europa y de la Federación Rusa una gran unión económica y política desde Lisboa a Vladivostok, excluyendo al Reino Unido. Del interés de los pueblos, aunque no lo sea de muchos líderes y menos aún de los expoliadores habituales, porque como vaticinaba Henry Kissinger –una de las mentes más preclaras del siglo XX–, una Unión Europea más Rusia desbancaría del primer plano económico y político a EEUU y Reino Unido.
Rusia más UE, primera potencia mundial
No hace falta tener grandes conocimientos de economía para darse cuenta de lo que es obvio: una unión económica, que no monetaria –porque el euro es un auténtico desastre para todos sus miembros excepto para Alemania–, entre la UE y Rusia daría lugar a la mayor potencia mundial, incluso sin el Reino Unido. No porque la suma de los PIB, algo irrelevante, diera lugar al mayor del planeta, sino porque la complementariedad y las gigantescas sinergias entre la Federación Rusa y la Unión Europea harían crecer como la espuma a sus países, al contrario que la situación actual, donde el expolio inmisericorde alemán de los países periféricos está empobreciéndolos hasta límites absolutamente inaceptables, algo que jamás ocurriría si existiera una federación con Rusia.
Este es un tema crucial para nuestro futuro como nación, para nuestra pobreza o para nuestra riqueza, y sobre el que el ignorante egoísmo que nos gobierna ni siquiera se ha percatado. Al igual que Aznar y su ministro basura Rato, que fue expulsado del FMI por inepto -algo que nunca había ocurrido antes-, al meternos en el euro, un auténtico desastre para nuestro país, cuando las funestas consecuencias estaban ya previstas y analizadas por Robert A. Mundell en su famosa teoría de las áreas monetarias óptimas: España no lo era ni de lejos. El tema, aparte de esencial para nuestro futuro, es de tanta envergadura, que hoy solo podemos apuntar los hechos clave, aunque dedicaremos dos o tres artículos a desarrollar en profundidad lo que hoy solo podemos esbozar.
El PIB 2012 a paridad de poder adquisitivo sería de 18,3 billones de dólares para la UE más la Federación Rusa, frente a 15,6 de EEUU. Pero lo importante es que la Federación Rusa posee los recursos energéticos, minerales y de todo tipo que Europa necesita, mientras que la UE tiene la tecnología y el mercado que Rusia requiere para explotar sus inmensas riquezas. Un ejemplo: las técnicas de fracking están permitiendo a EEUU obtener gas y electricidad a unos precios que son la mitad que los europeos y la tercera parte que en España; como consecuencia, numerosas industrias energético-intensivas europeas se están trasladando a los EEUU, en un proceso de desindustrialización masivo que no ha hecho más que empezar. Por otro lado, al tener industrias complementarias y no competitivas, el expolio de los pobres por los ricos en que hoy se ha convertido la UE en general y la Eurozona en particular terminaría de raíz.
¿A qué expolio me estoy refiriendo? Alemania y Francia han comprado a precio de saldo toda la industria y la agricultura ucranianas apoyados de forma entusiasta por sus corruptos gobernantes, como la Sra. Timoshenko, la gran ladrona del gas ante la que Sra. Cospedal se inclinó como si estuviera ante su Santidad el Papa, avergonzando a todos los españoles de bien. Las industrias siderometalúrgicas, una vez compradas por alemanes y franceses, están siendo cerradas y en vez de producir los miles de productos de primera necesidad que fabricaban las empresas ucranianas, los están importando de Alemania y Francia. Igual que hicieron con España en los 80, forzándonos a destruir nuestros astilleros, nuestras plantas siderúrgicas, nuestra cabaña lechera, nuestra flota pesquera –entonces la primera de Europa–; fue el precio que pagó para la homologación del PSOE y demás partidos estatales, que compraban a ese precio ruinoso su “certificado de democracia”.
Como dijo entonces González, ”hay que entrar como sea”, en lugar de esperar unos años, pues habríamos entrado de igual manera, pero sin destruir nuestra industria a favor de otros. Por ejemplo, la de la leche: después de haber sacrificado nuestra cabaña, empezamos a importarla de Francia. E igual con todo lo demás. Y luego el euro, que ha dado a Alemania la primacía absoluta y la imposibilidad de nuestras economías de competir al no poder devaluar y ni siquiera fluctuar entre dos bandas como en el antiguo Sistema Monetario Europeo, que es hoy lo único que podría salvarnos del desastre. De todo esto trataremos a fondo después de Semana Santa. El camino actual de siervos de Alemania nos lleva a la ruina. Por eso necesitamos a Rusia.
* Antonio García Trevijano es pensador.
Fuente: El Espía Digital
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samedi, 17 mai 2014
Prophet des geheimen Deutschlands
Prophet des geheimen Deutschlands
von Sebastian Hennig
Ex: http://www.jungefreiheit.de
Als Stefan George vor achtzig Jahren im Bauerndorf Minusio am Lago Maggiore verstarb, bedeutete dies nicht allein das Ableben eines legendären Poeten und Sprachkünstlers. Einige Monate danach bezeichnete ihn der Dichter Gottfried Benn in einem Essay als „das großartigste Durchkreuzungs- und Ausstrahlungsphänomen, das die deutsche Geistesgeschichte je gesehen hat“.
Das lebendige Wesen dieses Dichters entfesselte und bündelte die verschütteten Energien des deutschen Sprachvolkes. Er wirkte unmittelbar und bewußt konzentrierend auf einen wachsenden Kreis von Vertrauten, die wiederum in ihrem Wirkungsfeld den hohen Anspruch ihres Meisters weitergaben.
Die Elementarkraft der Sprache
Ab 1892 scharte er Gefährten um die Zeitschrift Blätter für die Kunst. Es ging um nichts Geringeres als die Erneuerung der lyrischen Dichtung. Berühmte Verse jener Zeit locken zart und streng zugleich: „Komm in den totgesagten park und schau:/ Der schimmer ferner lächelnder gestade – /Der reinen wolken unverhofftes blau/ Erhellt die weiher und die bunten pfade.“
Skepsis gegenüber dem auf Effizienz ausgerichteten preußisch-deutschen Kaiserreich einerseits („spotthafte Könige mit Bühnenkronen“) und dem Demokratismus andererseits („Schon eure zahl ist Frevel“) kennzeichnen Georges Haltung.
Gerade noch rechtzeitig, bevor sich der große Aufbruch des deutschen Geistes der Goethezeit vollständig in die Wolken von Bildung und Humanismus verdunstete, verwies Stefan George auf die im Kunstwerk verdichtete Elementarkraft der Sprache.
Verkörperung der „menschlich-künstlerischen Würde“
Neben Goethe waren Hölderlin, Jean Paul und August von Platen die Erz-Zeugen und Berufungs-Instanz dieser abermaligen Wandlung des Wortes vom Schall zur Tat. In der Herausforderung des Zeitalters geht die Artistik in Aktion über.
Der Anspruch der Blätter für die Kunst beginnt weitere Kreise zu ziehen. Gedichte Stefan Georges aus seinen Bänden „Der siebte Ring“ (1907) und „Der Stern des Bundes“ (1913) wurden zum Leitmotiv der Jugendbewegung. Klaus Mann erinnert sich später: „Inmitten einer morschen und rohen Zivilisation verkündete, verkörperte er eine menschlich-künstlerische Würde, in der Zucht und Leidenschaft, Anmut und Majestät sich vereinen.“
Geistig ausgehungerte Studentenschaft
Akademiker, die George eng verbunden waren, bringen seine Forderungen einer geistig ausgehungerten Studentenschaft nahe. Die deutsche Universität erhält dadurch wesentliche Anstöße. Beispielhaft dafür ist der Heidelberger Germanist Friedrich Gundolf, dessen dickleibige Werkmonographie „Goethe“ (1916) ein Bestseller der Zwischenkriegszeit wurde.
Andere Bände der Reihe „Werke der Wissenschaft aus dem Kreis der Blätter für die Kunst“ galten Shakespeare, Napoleon, Winckelmann, Nietzsche und Platon. Die philologische Wiederentdeckung der Gedichte Friedrich Hölderlins durch Norbert von Hellingrath kam aus diesem Umfeld.
Die Katastrophe eines fortgesetzten Weltkrieges
Von hervorragender Bedeutung für das Selbstverständnis des jungen deutschen Aufbruchs war der Band über „Kaiser Friedrich II“. von Ernst Kantorowicz von 1927. Im Jahr darauf erscheint Stefan Georges letzter Gedichtband „Das Neue Reich“. George lieh der Sorge und Zuversicht für das von innen und außen bedrohte Vaterland seine durchdringende Stimme.
Daß er die Katastrophe eines fortgesetzten Weltkrieges voraussah, zeigt die Zählung in der Titelzeile des bereits 1921 erschienenen Gedichts „Einem jungen Führer im ersten Weltkrieg“. Neben diesen Worten, die wie in Stein gemeißelt stehen, verfügt er bis zuletzt auch über die Flötentöne des lyrischen Gedichts. Den apodiktischen Zeitgedichten stehen die Lieder zur Seite und beleben die Wucht der Worte mit ihrer zwanglosen Anmut.
Gegner Goebbels
Der Vorwurf der ästhetischen Starre und Sterilität, welche dem George-Kreis entgegengebracht wird, kommt nicht auf dessen Haupt. Es zeugt nur für die Fruchtbarkeit des Umfelds, daß ihm auch Furchtbares entsproß. Denn sowohl Joseph Goebbels als auch Claus Schenk Graf von Stauffenberg wurden während des Studiums in Heidelberg von Georges Lieblingsjünger Friedrich Gundolf stark geprägt.
So trägt der Propagandaminister 1933 George die Präsidentschaft einer Akademie für Dichtung an. Dessen Abweisungsbrief datiert auf den Tag, an dem in Deutschland die Bücherverbrennungen stattfinden. Unter denen, die sich dem Dichter in Wort und Tat verbunden fühlen, werden viele aufgrund ihrer jüdischen Wurzeln verfolgt und aus der Heimat vertrieben.
Geistiger Ziehvater Stauffenbergs
Andere, darunter die Gebrüder Stauffenberg, haben die „nationale Erhebung“ zunächst begrüßt. Sie erhofften von dem Regime den Einsatz für das von George verkündete „Geheime Deutschland“ und wurden darin schwer enttäuscht. Mit dem Bekenntnis zum geheimen Deutschland auf den Lippen ist der Patriot Stauffenberg schließlich als Hitler-Attentäter unter den Gewehrkugeln seiner Widersacher gefallen.
Die letzte Auszweigung dessen, was vereinfachend als „George-Kreis“ bezeichnet wird, erreichte noch die jüngst vergangene Jahrhundertwende. Aus einer Gruppe Amsterdamer Emigranten ist 1950 die Zeitschrift Castrum Perigrini hervorgegangen, welche bis 2008 die lebendige Erinnerung an den Dichter und seinen Kreis pflegte. Der Stiftung „Castrum Peregrini – Intellectual Playground“ ist durch den Dunst des Zeitgeistes ihre frühere Abkunft inzwischen nur mehr schemenhaft anzumerken.
Im Wallsteinverlag, der die Reihe „Castrum Peregrini“ weiterführt, ist zuletzt ein Band zum Briefwechsel und den Nachdichtungen Georges zu Stéphane Mallarmé erschienen.
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lundi, 12 mai 2014
Le Bulletin célinien n°363 - mai 2014
Vient de paraître : Le Bulletin célinien n°363.
Au sommaire :
- Marc Laudelout : Bloc notes (In memoriam Serge Perrault — Vera Maurice)
- M. L. : François Gibault, notable hors norme
- Arina Istratova & Marc Laudelout : Rencontre avec Serge Perrault
- Eric Mazet : Le docteur Destouches à l'école de la Société des Nations
- M. L. : Jean Guenot
Le Bulletin célinien, c/o Marc Laudelout, Bureau Saint-Lambert, B. P. 77, BE 1200 Bruxelles.
Abonnement annuel : 55 € (onze numéros).
Courriel : celinebc@skynet.be.
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mercredi, 07 mai 2014
Un monde de moins en moins sédentaire
Jean Ansar
Ex: http://metamag.fr
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mardi, 06 mai 2014
Jean Anouilh, un classique au purgatoire
Jean Anouilh, un classique au purgatoire
Sous un masque de « vieux boulevardier », Jean Anouilh ne cessa, en réalité, d’être un jeune insoumis, un « indécrottable » insurgé contre les idéologies modernes. Interprété, de son vivant, par les plus grands acteurs français et étrangers, il fut un des auteurs majeurs du XXe siècle. Le centenaire de sa naissance est célébré fort discrètement.
Le théâtre d’Anouilh, s’il traverse aujourd’hui, spécialement en France, un certain purgatoire tant sur scène que dans la critique, s’impose néanmoins comme l’un de plus représentatifs du XXe siècle. » Ainsi s’exprimait, en 2007, Bernard Beugnot dans son introduction aux Oeuvres complètes d’Anouilh, publiées dans la collection de la Pléiade à l’occasion du vingtième anniversaire de sa mort. Trois ans plus tard, à l’occasion, cette fois, du centenaire de sa naissance, ce constat reste, hélas, vrai. Seuls quelques spectacles – dont une remarquable reprise (qui s’est achevée le 30 mai) de Colombe (1951), à la Comédie des Champs- Elysées, mise en scène par Michel Fagadau, avec Anny Duperey et sa fille Sara Giraudeau, retransmise en direct, le 15 mai, sur France 2 – et un hommage prononcé par Michel Galabru, aux molières, le 25 avril, sont venus raviver sa mémoire.
N’était son Antigone, succès de librairie et fortune des éditions de la Table Ronde grâce aux professeurs de français, qui s’attarderait encore aujourd’hui à faire découvrir Anouilh à nos jeunes étudiants ? Ce désormais classique du théâtre attend toujours au « purgatoire » des scènes françaises. Pourtant, de son vivant, Anouilh a été interprété par les plus grands acteurs français et étrangers : Jean-Louis Barrault, Bernard Blier, Michel Bouquet, Pierre Brasseur, Suzanne Flon, Paul Meurisse, les Pitoëff, Madeleine Renaud, Jean Vilar, Michel Simon, Jean-Pierre Marielle, Michel Galabru, Richard Burton ou Laurence Olivier. Faut-il y voir là, comme pour Montherlant, mutatis mutandis, l’effet d’une certaine critique lui ayant taillé un costume de vulgaire boulevardier ? Aurait-il également pâti des mutations du théâtre contemporain opposant le théâtre dit littéraire au théâtre des metteurs en scène ? Certainement. Alors qu’on joue encore Ionesco ou Beckett, Anouilh reste peu joué malgré une oeuvre imposante : une cinquantaine de pièces écrites en un demi-siècle.
Son « tort » aura peut-être été d’arriver trop tard ou trop tôt. Né quatre ans avant la Première Guerre mondiale (il vit le jour à Bordeaux le 23 juin 1910), parvenu au faîte de sa carrière dès l’âge de trente ans, il appartient à une génération occultée par l’avant-garde qui s’emparera des scènes de l’après-guerre. Homme de tradition plutôt que de rupture, Anouilh est entré au théâtre dans l’ombre des maîtres d’avant-guerre et par la petite porte.
Fils d’un tailleur et d’une pianiste d’orchestre d’Arcachon, les premiers spectacles auxquels assiste le jeune homme sont des opérettes du casino de la ville. « Je crois (c’est assez sot), expliquera- t-il plus tard, que c’est ce qui m’a donné envie de faire du théâtre. » A dix ans, il écrit déjà des pièces en vers dans le style d’Edmond Rostand, et avoue avoir eu sa « première impression d’auteur dramatique » à seize ans, lorsqu’il réussit à écrire une pièce aussi longue qu’une vraie, intitulée la Femme sur la cheminée. Provincial « monté à Paris », il fait la connaissance de Jean-Louis Barrault au lycée Chaptal. Après avoir assez vite abandonné ses études de droit et fait une courte carrière de rédacteur en publicité, c’est grâce à Louis Jouvet qu’il pénètre dans le monde du théâtre. Engagé à la Comédie des Champs-Elysées pour lire les manuscrits et composer les salles des générales, il découvre le milieu théâtral parisien. « De vivre tous les jours dans un théâtre a failli me dégoûter de faire du théâtre », écrira-t-il à Pierre Fresnay. En effet, Jouvet se montre très dur avec lui. Il profitera, cependant, de cette expérience pour affiner son goût et son écriture.
C’est à cette même époque qu’il découvre l’auteur qui va transformer sa conception de l’écriture dramatique : Jean Giraudoux. Avec lui, il comprend enfin qu’il existe une langue poétique au théâtre, une langue artificielle, certes, mais plus authentique, plus précise aussi qu’une simple conversation écrite. Héritier du baroque, Anouilh considère que le théâtre n’a pas, en effet, à « faire bêtement vrai », à tendre au « réalisme », voire à ce voyeurisme de « l’œil collé au trou de la serrure », mais, au contraire, à saisir l’essentiel à travers le factice et le faux (dans la forme) afin de mettre en valeur un « vrai éternel ». « Siegfried [de Giraudoux] m’a révélé que le style, les idées peuvent avoir leur place dans une œuvre scénique. J’entends par style : le mot juste mis à sa place. » Cela restera un des modèles et une des règles d’écriture de celui qui affirmait que « le spectacle, fête des yeux, doit être aussi fête de l’esprit ». Le jeune dramaturge se situera donc dans cette tradition théâtrale française, ce théâtre du texte dit « littéraire » où l’expression compte beaucoup. A l’instar de Molière, Marivaux ou, plus tard, Musset puis, bien sûr, Giraudoux, Anouilh affectionne « la phrase courte, serrée, musclée […], la phrase construite, la phrase française complète, avec le mot, l’adjectif et le verbe ». Ce n’est pas pour rien que, selon ses dires, il aurait aimé vivre au XVIIIe siècle, le grand siècle de la conversation. Pour autant, il n’ignore pas les auteurs modernes, tels Pirandello ou, plus récents encore, Ionesco, Beckett, ou encore Adamov, partageant avec eux certaines préoccupations métaphysiques.
De fait, ses premières œuvres apparaissent marquées par l’existentialisme et une vision très pessimiste de la nature humaine. Ainsi en va-t-il, notamment, de l’Hermine, sa première œuvre sérieuse écrite alors qu’il travaillait encore chez Jouvet, et qui inaugure le cycle des « Pièces noires ». Séduit, Pierre Fresnay la montera au théâtre de l’œuvre en 1932. C’est un premier succès d’estime (37 représentations) mais, surtout, la révélation d’un nouvel auteur dramatique. Conquis par le romantisme encore juvénile qui se dégage de l’œuvre, Robert Brasillach parlera à son sujet de « mythe du baptême ». Déjà, en effet, cette pièce qui met en scène la soif de pureté absolue habitant les deux personnages – Frantz, un jeune homme pauvre tombé amoureux de Monime, une belle aristocrate –, donne le ton d’une œuvre qui sera marquée par une quête quasi mystique et impossible de l’absolu. Une quête notamment incarnée par des personnages féminins animés d’une grande force morale en même temps que d’une touchante fragilité : Thérèse dans la Sauvage (1938), Nathalie dans Ardèle ou la Marguerite (1948), Jeanne dans l’Alouette (1953) et, bien sûr, Eurydice et Antigone dans les pièces éponymes (1942 et 1944).
Mais le vrai premier succès de Jean Anouilh viendra quelques années plus tard, en 1937, avec le Voyageur sans bagage, une pièce mise en scène par Georges Pitoëff, qui le confirme comme un auteur dramatique à part entière. Inspirée de Siegfried, de Giraudoux, cette œuvre constitue un tournant dans la carrière d’Anouilh, qui prend alors conscience « d’avoir franchi une frontière, celle du réalisme ». Dans cette histoire d’un homme devenu amnésique qui refuse le poids de son passé et de sa famille, il réaffirme une thématique qui deviendra récurrente dans son théâtre.
L’année suivant cette réussite inattendue – près de 200 représentations ! –, le jeune auteur fait la connaissance d’André Barsacq, qui deviendra pendant une décennie son metteur en scène attitré. Leur collaboration commence avec le Rendez-Vous de Senlis, « pièce rose » mais teintée de noir qui représente une sorte de double inversé du Voyageur sans bagage. Cette fois, c’est Georges, le personnage principal, qui se construit un passé de rêve en engageant des comédiens afin de conquérir la belle Isabelle. Monté en 1941, c’est encore un succès critique et public qui consacre l’auteur comme un des meilleurs dramaturges contemporains.
C’est alors, en pleine Occupation, que lui vient le projet d’écrire une adaptation moderne de l’Antigone de Sophocle. La première de cette nouvelle Antigone aura lieu au théâtre de l’Atelier, en février 1944. C’est immédiatement un succès dû, en partie sans doute, au fait que la pièce a été – et reste encore – analysée en fonction du contexte politico-social du moment. Elle suscite des réactions contradictoires, mais l’ambiguïté du texte laisse toute liberté d’interprétation : Créon incarne-t-il Vichy et Antigone la Résistance ? Peut-être. Mais Breton ira jusqu’à écrire qu’elle était l’œuvre… d’un Waffen SS ! Longtemps – jusqu’à aujourd’hui ? –, certains feront peser sur Anouilh le soupçon de « collaboration » pour avoir fait représenter cette pièce à cette époque, mais aussi pour avoir livré des textes (uniquement littéraires) à Je suis partout et pour avoir signé, à la Libération, la pétition en faveur de la grâce de Brasillach. Les mêmes oublieront, évidemment, que, aux pires moments des persécutions antisémites, Anouilh cacha chez lui la femme d’André Barsacq, juive d’origine russe, et qu’il donna des nouvelles à la revue antinazie Marianne. Et les mêmes, en revanche, ne s’offusqueraient pas que, ayant fait représenter les Mouches, en 1943, puis Huis clos, en mai 1944, qu’ayant donné plusieurs articles à la revue Comoedia, contrôlée par la Propaganda-Staffel, Jean-Paul Sartre se fût métamorphosé en « héros » de la Résistance, allant jusqu’à siéger au Comité d’épuration des écrivains. Ces procès d’intention, l’exécution de Brasillach et, plus largement, les horreurs de l’Epuration venant après les horreurs de l’Occupation, laisseront en Anouilh des traces indélébiles et une amertume qui allait rehausser d’ironie une écriture déjà très noire. « J’ouvre les yeux, je vois partout la lâcheté, la délation, les règlements de comptes. Je suis d’un coup devenu vieux en 1944, voyant la France ignoble », confessera-t-il trente ans plus tard. De ce temps-là, les allusions sarcastiques aux représailles de 1944-1945 deviendront fréquentes, depuis Ornifle (1955) jusqu’à Tu étais si gentil quand tu étais petit (1972).
Avec Ardèle ou la Marguerite (1948), Anouilh inaugure la série des pièces dites « grinçantes », celles où éclateront avec le plus de brio ses réparties incorrectes, et qui culmineront avec Pauvre Bitos ou le Dîner de têtes. Lors de sa création, en 1956, cette satire des tribunaux révolutionnaires de 1793 visant, en réalité, les cours de justice de l’Epuration, scandalise la critique, mais triomphe auprès du public : la pièce sera représentée un an et demi à guichets fermés. La comparaison qu’il dresse entre la Libération et la Terreur allait contribuer à asseoir la – mauvaise – réputation d’Anouilh, et faire de lui un véritable empêcheur de penser en rond sur scène.
Deux ans plus tard, en 1959, il inaugure la série des « Nouvelles Pièces grinçantes » avec l’Hurluberlu ou le Réactionnaire amoureux, dont le titre constitue en soi une forme de provocation. Cycle qui devait se clore en 1970, avec les Poissons rouges ou Mon père ce héros, réquisitoire sévère et d’apparence cocasse contre une certaine forme de société, faisant allusion à Mai-68, mais aussi à la grande rupture de 1940- 45. Entre-temps, dans ses « Pièces costumées », il aura abordé des sujets historiques qui prouvent une belle maîtrise en la matière : l’Alouette (1953) – sur Jeanne d’Arc –, Becket ou l’Honneur de Dieu (1959) – sur le meurtre, en 1170, de l’archevêque de Cantorbéry –, la Foire d’empoigne (1962) – sur les Cent-Jours. Comédie-ballet, de moeurs ou d’intrigue, farce, drame, comédie ou tragédie, jusqu’à sa mort, en 1987, Anouilh aura touché à tous les genres de théâtre, ce qui ne facilitera pas la tâche des taxinomistes en chaire. S’il revendiquait pour lui-même le qualificatif de « vieux boulevardier indécrottable », c’était en pensant à la tradition italienne de la commedia dell’arte issue des atellanes latines dans le sillage de Molière, son maître. Mais, sous le masque du « vieux boulevardier », Anouilh révèle également une figure de jeune insoumis. Sensibilité inquiète et libertaire, révolté de l’intérieur à l’image de ses personnages féminins, Anouilh prône une insurrection des âmes contre la médiocrité, la banalité et la duplicité. Une insurrection tout aristocratique qui prend pour cible les lieux communs du progressisme sous toutes ses formes (égalitarisme, démocratisme, relativisme, etc.) et le range définitivement du côté des réactionnaires invétérés.
Pourtant, comme l’a noté Laurent Dandrieu dans l’hebdomadaire Valeurs actuelles (« Anouilh ou la pureté impossible »), « sa description sans aménité du carcan de la famille et sa haine des valeurs bourgeoises auraient dû lui valoir des circonstances atténuantes » de la part de ses coreligionnaires de gauche. Mais non. Loin de l’avant-garde d’aprèsguerre, hors des modes et à l’écart des idéologies modernes, Anouilh reste un auteur singulier dans le théâtre français du XXe siècle, préservé des avanies du temps et des commentateurs. Son œuvre en conserve d’autant plus de fraîcheur et de profondeur, malgré certains aspects délicieusement désuets, et, à la relecture, aujourd’hui comme Jean Dutourd hier, on peut encore s’exclamer : « Que c’est délicieux et inattendu, un auteur qui défend la noblesse de caractère, l’insouciance, la légèreté, l’esprit contre la bassesse d’âme et la cuistrerie ! »
A lire Théâtre de Jean Anouilh, édition établie par Bernard Beugnot, Gallimard, collection la Pléiade (2007), 2 volumes : 1504 et 1584 pages, 69 € ; Pièces brillantes, Pièces grinçantes, Pièces roses, Pièces noires, Pièces costumées, Nouvelles Pièces grinçantes, Pièces baroques, Pièces secrètes, Pièces farceuses de Jean Anouilh, la Table Ronde, collection la Petite Vermillon (2008).
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lundi, 05 mai 2014
Pierre Gripari, un Martien si fraternel
Pierre Gripari, un Martien si fraternel
Il y a exactement vingt ans, Pierre Gripari nous quittait. Les plus anciens lecteurs du Spectacle du Monde se souviennent certainement des portraits d’écrivains qu’il y donnait. Jean Dutourd a dit de lui qu’il fut, avec Alexandre Vialatte – autre collaborateur de haut vol de notre revue –, le grand méconnu des lettres françaises. Il est temps de le (re)découvrir.
Les gens ne veulent pas le croire, mais les Martiens existent, un homme les a rencontrés : l’écrivain Pierre Gripari. On raconte même qu’il en était peut-être un, lui l’auteur d’une mémorable trilogie martienne (Moi, Mitounet-Joli, 1982 ; le Septième Lot, 1986 ; et les Derniers Jours de l’Eternel, 1990). Tous ceux qui l’ont côtoyé vous le diront : Gripari ne vivait pas vraiment sur Terre, il y campait seulement, créature en transit, emprisonné dans le corps d’un auteur français, né, selon l’état civil, à Paris, le 7 janvier 1925, et mort – enlevé plutôt – dans cette même ville, le 23 décembre 1990, il y a tout juste vingt ans. Sur les registres, était inscrit qu’il avait pour mère et père « une sorcière viking » et « un magicien grec », mais en réalité, c’était un orphelin des étoiles qui a fait une longue escale sur notre planète.
Peut-être y a-t-il eu un malencontreux accident à sa naissance, un peu comme dans La vie est un long fleuve tranquille. On aurait alors interverti les bébés. Gripari se serait ainsi retrouvé avec des parents terrestres, lui l’extraterrestre. Disant cela, on ne brode pas sur un thème cher à l’auteur des Rêveries d’un Martien en exil (1976). Non, la révocation du monde est le préalable à l’œuvre griparienne. Elle est née d’un coup d’Etat : il n’y a rien, pas d’origine divine, ni d’ascendance humaine.
De là vient que les héros de Gripari sont des enfants, des fées, des lutins, des animaux, des centaures et des surhommes. Telle était sa vraie famille. Son oeuvre est traversée par une volonté d’exhominisation. Les personnages aux noms et prénoms si cocasses qui la jalonnent le prouvent abondamment : dans la Vie, la Mort et la Résurrection de Socrate-Marie Gripotard (1968), le héros éponyme est un mutant nietzschéen ; Charles Creux, dans Frère Gaucher ou le Voyage en Chine (1975), un fantôme ; Roman Branchu, dans les Vies parallèles de Roman Branchu (1978), une probabilité déroutante dans un univers de possibles.
Tout apparente Gripari aux créatures mythologiques dont il peuplait son univers, tour à tour cyclope, mère-grand, Petit Poucet, Chat botté, Merlin l’enchanteur. Un homme à la croisée des mondes, vivant dans plusieurs dimensions, chacune d’entre elles communiquant avec les autres. C’est cela le fantastique : la pluralité des mondes, l’aptitude à glisser d’un univers à l’autre, du réel à l’imaginaire, du mythique au fantastique, du trivial au poétique.
Gripari commençait sa phrase sur Terre et la finissait sur Mars. Ou plutôt l’inverse, tant il a su renverser la perspective habituelle de la science-fiction, un peu à la manière de Montesquieu dans les Lettres persanes : ce ne sont plus des hommes qui partent à la découverte des extraterrestres, mais des Martiens qui viennent explorer cette espèce étrange – l’homme.
Dans l’excellent petit ouvrage qu’ils viennent de lui consacrer, à l’occasion du vingtième anniversaire de sa disparition, Anne Martin-Conrad et Jacques Marlaud nous rappellent quel homme étrange il fut, lui qui mena une vie ascétique de vieux garçon dans de modestes meublés sans confort, moitié Diogène des temps modernes vivant dans un tonneau sommairement aménagé, moitié franciscain parlant d’égal à égal à frère Martien et soeur Sorcière. C’est là qu’il vivait, dans un dénuement heureux, avec une table en Formica, pour prendre de frugaux repas, écrire et rêver, habillé comme un chiffonnier d’Emmaüs de chandails mités et de chemises qui sortaient du pantalon, toujours en espadrilles, été comme hiver, comme échappé d’un film de Jacques Tati, animal pataud habité par la grâce des poètes, dont le sourire désarmait les douaniers et les enfants.
Il était volontiers scabreux, souvent saugrenu, toujours lunaire, pareil, finalement, à son Pierrot la Lune (1963), titre de son premier livre, sa seule autobiographie. Il tutoyait tout le monde, à commencer par son lecteur, qu’il installait d’emblée dans une relation de fraternelle complicité. La voie haut perchée, faite pour réciter des fables d’Esope ou contrefaire des bruits d’animaux, il n’avait pas son pareil pour lire des textes, coassant, barrissant, mugissant, autant qu’il parlait. Ensuite, il partait d’un rire « hénaurme ». Ce n’était pas un rire, mais l’expectoration d’un ogre jovial. Tout était inattendu chez lui, comme en physique aléatoire. On ne savait jamais quelle direction allait emprunter sa conversation, ni quels contours dessineraient ses récits. Il était unique – on l’est tous, mais lui l’était superlativement. C’était un ovni qui professait des idées hétérodoxes dans tous les domaines, se définissant de préférence comme un homosexuel athée, misogyne et fasciste. Ce n’était pas une carte de visite qu’il vous jetait à la face, mais un casier judiciaire. Il était tout cela, certes, mais d’une façon si inhabituelle, si peu convenue, si peu bornée, qu’il intriguait et subjuguait jusqu’aux hétérosexuels les plus intransigeants et aux chrétiens les plus fervents.
Gripari a payé un lourd tribut à son inimitable liberté de ton. Quoiqu’il ait laissé derrière lui quelques-uns des livres les plus originaux de notre temps, la plupart de ses ouvrages sont confinés aux rayons pour enfants. L’oeuvre pour adultes, qui réunit pourtant des romans bizarres, des fantaisies géniales, des contes loufoques ou profonds, des dialogues hilarants, des pièces de théâtre ambitieuses ou légères – son premier succès a d’ailleurs été sur les planches, le Lieutenant Tenant (1962), qui lui vaudra l’amitié de Michel Déon –, des poèmes facétieux et drolatiques, cette oeuvre pléthorique reste dans l’ombre des Contes de la rue Broca (1967), adaptés à la télévision, et des Contes de la Folie- Méricourt (1983).
A l’heure où l’oeuvre de Sade a quitté l’enfer des bibliothèques, celle de Gripari est ainsi venue l’y remplacer. On la tient soigneusement à l’écart, trop dérangeante, comme sa Patrouille du conte (1982), parabole étourdissante et prémonitoire du politically correct à la française : une patrouille d’enfants reçoit pour mission d’aller faire la police dans le royaume si peu démocratique du conte ; sa feuille de route : l’épurer de tous ses reliquats féodaux et monarchiques. L’affaire tourne mal, comme on s’en doute.
Gripari racontait des histoires dont il était sûr « qu’elles ne sont jamais arrivées, qu’elles n’arriveront jamais », vivant de plain-pied dans le merveilleux, sans jamais tenir compte de l’absurde convention qui veut qu’il n’y ait qu’un niveau de réalité. Dès lors, tout devenait possible, la Terre pouvait être plate et l’Amérique ne pas exister, comme dans l’Incroyable Equipée de Phosphore Noloc (1964).
Ses romans sont des bric-à-brac enchantés, des bibliothèques remplies de vieux grimoires qui s’animent comme dans des histoires de revenants. Il y avait en lui quelque chose de jungien en cela qu’il considérait le matériau des contes et des mythes comme des invariants inscrits depuis toujours dans l’inconscient collectif de l’humanité. A charge pour nous de les revisiter. Ce qu’il fit. Mythologie grecque, cycle arthurien, sagas scandinaves, romantiques allemands (Hoffmann en tête), tout y passa.
On trouvait de tout dans sa boîte à malices d’écrivain. Il lisait dans le texte quantité de littératures étrangères. Cette curiosité le conduisit à écrire du théâtre selon les règles du Nô japonais, des poèmes érotiques, des romans par lettres, des fabliaux médiévaux, des chansons de geste. Mais la forme qu’il chérissait le plus, c’est le conte ; un genre qui remonte à la plus Haute Antiquité et à la plus lointaine enfance, à la fois sans âge et éternellement jeune. Ainsi de l’auteur de l’Arrière-Monde et autres diableries (1972) et des Contes cuistres (1987), grand prix de la nouvelle de l’Académie française. On ne le dira jamais assez, Gripari a été pour le XXe siècle ce que furent Charles Perrault pour le XVIIe siècle et les frères Grimm pour le XIXe siècle : le conteur, le diseur, le fabuliste de notre temps, celui qui donne à l’homme son indispensable nourriture onirique, l’architecte de nos songes.
C’était un décathlonien de la littérature, un auteur complet qui exerçait son art en généraliste, s’essayant à tous les genres littéraires, qu’il respectait scrupuleusement. Sur la forme. Pas sur le fond. C’est le fond qui est original chez lui. Sa langue procédait plus de la tradition orale que des écritures sophistiquées, privilégiant le rythme à la mélodie et l’expression dramatique aux effets de style. Grec d’origine, mais non byzantin. Si d’ailleurs il restait méditerranéen par la forme – claire et précise –, par le fond, il était celte, germanique, septentrional.
De toute sa tribu de personnages, un être, entre tous, se détache : Dieu. C’était pour lui le personnage de fiction par excellence, il le mettait en scène inlassablement. Yahvé, Zeus, Osiris, Baal, Allah, toujours le même, toujours recommencé, avec ou sans barbe, cruel ou facétieux. On pourrait presque dire de son œuvre qu’elle est une exégèse sauvage et romancée de la Bible, qu’il a lue et relue avec une sorte de virginité critique, même si sa lecture n’est pas sans rappeler celle de Marcion, l’un des premiers hérésiarques du christianisme.
Dans son esprit, la création du monde s’apparentait à un faux départ. Au commencement, il y eut un raté céleste, un couac divin, un accident originel, qu’il s’agisse de la Genèse, du big bang ou de la naissance de l’auteur. Quelque chose a cloché. Dieu créa le monde et il vit que cela n’était pas bon. Il faut tout reprendre à zéro, depuis le début. C’est là qu’intervient Gripari, démiurge bricoleur muni de sa baguette magique, comme dans Diable, Dieu et autres contes de menterie (1965).
Avec cela, joyeusement pessimiste. Si la vérité, c’est le vide absolu – et elle n’était rien d’autre pour lui –, il faut de toute urgence remplir ce vide, faute de quoi il nous absorbera, pareil à un trou noir. D’où sa fantaisie potache, ses contrepèteries incessantes, son « oui » nietzschéen au vide autant qu’à la vie. Quoique placidement désespérée, sa philosophie était amicale, allant chercher la sagesse là où elle s’est exprimée avec le plus de vigueur et de sérénité, chez Lucrèce, Maître Eckhart, Marc Aurèle, Epicure et quelques autres. Il a rassemblé leurs dits et paroles dans une anthologie, l’Evangile du rien (1980), qui dessine en creux le visage du récipiendaire, un peu comme dans Frère Gaucher, roman épistolaire où le personnage principal se dégage à partir des lettres qu’il reçoit.
Nul doute que le monde était pour lui froid, hostile, inhospitalier. Mais la littérature est là, qui le réchauffe. De tous les écrivains qu’il lisait et relisait jusqu’à plus soif, avec l’entrain d’un enfant que rien ne peut épuiser, c’était vers Dickens, l’écrivain chaleureux de l’enfance malheureuse, qu’il se tournait le plus souvent. Le vent mauvais, la pluie glacée, l’hiver de la vie s’arrêtent au seuil des livres de Dickens. On pourrait en dire autant de ceux de Gripari.
Gripari est entré en littérature comme on entre en religion. Le grand éditeur de sa vie, Vladimir Dimitrijevic, directeur de l’Age d’Homme, disait que « la littérature a été sa véritable patrie ». Il avait une confiance absolue en elle. « J’écris, confiait-il, pour être aimé longtemps après ma mort, comme j’ai aimé Dickens. J’écris pour faire du bien, comme Jack London m’a fait du bien, à quelques individus que je ne connaîtrai jamais, dont les pensées ne seront pas les miennes, qui vivront dans un monde que je ne puis concevoir. » Lui qui n’est plus, le voilà maintenant pareil à Dickens et Jack London, grand frère qui nous a précédés dans la grande aventure de la vie et se tient, tout sourires, au carrefour des existences, prêt à faire un bout de chemin avec chacun d’entre nous.
A lire Gripari, d’Anne Martin-Conrad et Jacques Marlaud, éditions Pardès, collection « Qui suis-je ? » (2010), 128 pages, 12 €.
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samedi, 03 mai 2014
Albert Camus et l’ordre du monde
Pierre Le Vigan:
Albert Camus et l’ordre du monde
Conférence au Cercle George Orwell, 9 avril 2014
Qu’est ce qui caractérise la pensée d’Albert Camus ? L’amour du monde et le souci de l’homme. En d’autres termes, c’est l’amour du monde et le souci de la justice. Plus encore, il convient de dire : l’amour du monde et le souci d’être juste. La justice n’est en effet pas une question extérieure à l’homme, c’est une exigence qu’il incombe à chacun de porter. De là est issue la conception camusienne de la responsabilité de l’homme. Il en ressort que l’écrivain Albert Camus rejette l’historicicisme. Il y a chez Camus une double dimension : éthique, et c’est le souci d’être juste qui doit animer l’homme, et esthétique. C’est cette vision esthétique qui va retenir notre attention. C’est la vision du monde de Camus, l’ordre du monde selon Camus.
Jean-Paul Sartre et Françis Jeanson ont reproché à Camus son « incompétence philosophique ». La mesure et la limite ne font pas une philosophie, suggèrent-ils. Mais Camus est loin de se borner à l’éloge au demeurant nécessaire de la limite, de la prudence (la phronesis) et au refus de la démesure (l’hubris).
Albert Camus refuse le culte de l’histoire, il récuse « ce jouet malfaisant qui s’appelle le progrès » et en refusant le culte de l’histoire rejette « les puissances d’abstraction et de mort ». Au-delà de l’histoire et du progrès, c’est au culte de la raison qu’il refuse de sacrifier. « Je ne crois pas assez à la raison pour croire à un système », affirme-il. Camus choisit donc le monde contre l’histoire même si un jour il affirma le contraire (dans Le mythe de Sisyphe). En conséquence, il n’y a pour lui pas de violence légitime pour des raisons métaphysiques. La violence peut être nécessaire à un moment donné, rien de plus. L’histoire n’efface jamais la responsabilité humaine. Pourquoi ? Parce que c’est le monde, c’est le cosmos qui est à l’origine de tout, et non l’histoire.
A deux reprises, Albert Camus met en exergue des paroles d’Hölderlin. Dans L’Homme révolté il est question de « la terre grave et souffrante », dans L’été Camus écrit qu’un homme est « né pour un jour limpide ». L’œuvre de Camus est d’inspiration cosmique : « le vent finit toujours par y vaincre l’histoire » (Noces). Camus retourne même la formule de Terence « rien de ce qui est humain ne m’est étranger » pour expliquer que « rien de ce qui est barbare ne nous est étranger ». Camus fait l’éloge d’une « heureuse barbarie » initiale, primordiale. C’est que les puissances du monde renferment un « être plus secret ». La pensée de Camus est inspirée par « les jeux du soleil et de la mer ». Cela nous renvoie au quadriparti (Das Geviert) de Heidegger. Il s’agit des quatre « régions » du monde : la terre, le ciel, les hommes (les mortels) et les dieux (les immortels).
Chez Camus, le soleil renvoie au ciel, la mer renvoie à la terre. Restent les hommes et les dieux. « Les soupirs conjugués de la terre et du ciel couvrent les voix des dieux et exténuent les paroles des hommes » dit à ce propos Jean François Mattéi. Quand l’histoire se fait oublier (et le monde aide à vite l’oublier), il ne reste qu’un « grand silence lourd et sans fêlure ». Il y a un jeu amoureux entre la terre et le ciel, un ballet, une symphonie, un soupir réciproque, et n’oublions pas à ce moment que Camus avait travaillé sur Plotin, chez qui le soupir est une notion centrale. On pense aussi à Rainer Maria Rilke : « Sur le soupir de l'amie / toute la nuit se soulève, / une caresse brève / parcourt le ciel ébloui. / C'est comme si dans l'univers / une force élémentaire / redevenait la mère / de tout amour qui se perd. » (Vergers).
Albert Camus évoque souvent « la grande respiration du monde », « le chant de la terre entière », la présence physique de la terre (et il ne faut pas oublier que cela inclue la mer chez Camus, c’est-à-dire le proche, le sensible, le charnel). Camus parle encore de la « vie à goût de pierre chaude ». Chaque jour, la terre renouvelle, dans ses noces avec le ciel, le miracle du premier matin du monde. Tout est écrit dans la description de cette fenêtre que fait Camus dans L’envers et l’endroit (1938) ; c’est une fenêtre par laquelle il voit un jardin, sent la « jubilation de l’air », voit cette « joie épandue sur le monde », sent le soleil entrer dans la pièce, l’habitat de l’homme envahi par l’ivresse du monde, le « ciel mêlé de larmes et de soleil », l’homme saisi par le cosmos, écoutant la leçon du soleil. C’est l’homme et sa pitié qui reçoivent le don royal de la plénitude du monde et c’est pourquoi il faut « imaginer Sisyphe heureux » (comme l’a dit le philosophe Kuki Shuzo avant Camus). Cet embrasement du monde amène les noces de l’homme et de la terre. C’est cela qu’il faut préserver.
Dans le quadriparti, il y a un équilibre à connaitre et à respecter. Le nazisme et, d’une manière générale, les totalitarismes ont consisté en une alliance entre les hommes et de faux dieux, des idoles en fait (la race, la société sans classe) au détriment de la terre c’est-à-dire du proche, du concret, du charnel, de l’immanent, et aussi au détriment du ciel, c’est-à-dire du transcendant. C’est pourquoi Camus ne choisit pas l’histoire contre le totalitarisme, c’est-à-dire une histoire contre une autre ; il choisit la justice comme figure humaine de la terre. « J’ai choisi la justice au contraire pour rester fidèle à la terre. » écrit-il dans Lettres à un ami allemand.
Ciel et terre, l’un n’est pas concevable sans l’autre, la terre se tourne vers le ciel, le ciel se penche sur la terre. Les noces du ciel et de la terre orchestrent celles de tout le quadriparti, c’est à dire incluent les vivants mortels que sont les hommes et les vivants immortels que sont les dieux. Ce sont ce que René Char appelle les « noces de la grenade cosmique ».
Chez Camus, cet ensemble prend une tournure particulière. Le ciel, c’est le père, ce père que Camus n’a pas connu et qui reste donc pour lui un silence, une énigme, tandis que la terre, c’est sa mère, et c’est la mer, l’élément liquide aussi, la mer dans laquelle on se baigne, et la mer d’où vient la vie. Ciel et terre, cela veut dire père et mère : le père de Camus était mort et sa mère, illettrée, ne savait déchiffrer les signes des hommes.
Les dieux, quant à eux, font signe mais ne disent rien et bien fol est celui qui croit savoir quel message ils délivreraient s’il leur convenait d’en signifier un. Pour Camus, comme pour Hölderlin, nous ne venons pas du ciel, la terre est « le pays natal » et c’est le but : « ce que tu cherches cela est proche et vient déjà à ta rencontre. » dit Hölderlin.
Où habitent les hommes et les dieux ? Dans l’entre-deux entre le ciel et la terre. L’Ouvert, c’est justement ce qui permet d’accueillir hommes et dieux, gestes des hommes et signes des dieux. Notre patrie est là, terre et ciel, terre sous le ciel, terre grande ouverte vers le ciel, « au milieu des astres impersonnels », écrit René Char, si souvent proche de Camus.
Mais voilà que risque de s’éteindre le chant nuptial du ciel, nous dit Camus, cette grande danse du quadriparti. Voici que s’absentent les dieux, et voici que les hommes oublient d’être au monde. Voici que l’homme, à sa fenêtre, ne découvre plus que sa propre image. Que sont les gestes des hommes sans signes divins ? Ces gestes ne peuplent plus l’Ouvert du sacré. Les dieux ne font plus lien entre le ciel et la terre. La terre ne fait alors plus signe vers le ciel. Aux hommes, la terre ne parle plus. Il ne reste que les grands « cris de pierre ».
Or, quand plus rien ne fait signe, c’est alors que les gestes deviennent insensés, c’est le meurtre gratuit de l’Arabe par Meursault dans L’étranger (en ce sens, qui est Meursault ? Celui qui ne triche pas, celui qui déchire le voile social. Il refuse les facilités sociales qui trouvent trop facilement un sens au monde), alors, ce sont les totalitarismes sanglants, alors, maintenant, c’est le totalitarisme liquide de notre époque, c’est le rêve insensé d’une plasticité totale de l’homme et l’idéologie « pourtoussiste » (mariage pour tous, procréation pour tous, choix de son sexe pour tous), comme si de petites gesticulations humaines pouvaient remplacer le grand murmure du monde. Nous sommes maintenant loin de Friedrich Hölderlin qui disait dans La mort d’Empédocle : « Et ouvertement je vouai mon coeur à la terre grave et souffrante, et souvent, dans la nuit sacrée, je lui promis de l’aimer fidèlement jusqu’à la mort, sans peur, avec son lourd fardeau de fatalité, et de ne mépriser aucune de ses énigmes. Ainsi, je me liai à elle d’un lien mortel. »
Oui, la beauté, c’est-à-dire en un sens la vérité de l’amour, a déserté le monde, mais nous savons une chose, elle est aussi réelle que le monde lui-même, nous ne savons pas si elle « sauvera le monde » mais nous savons que le monde ne se sauvera pas sans elle.
Pierre Le Vigan.
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vendredi, 02 mai 2014
Rileggere Jean Raspail, profeta inascoltato
Rileggere Jean Raspail, profeta inascoltato
Quando apparve, nel 1973, per i tipi dell’editore Laffont di Parigi Il campo dei santi, il romanzo di Jean Raspail – classe 1925, oggi un arzillo signore di ottantotto anni – parve una specie di opera fantascientifica, se non proprio un semplice divertissement, una stramba allegoria che non ci riguardava affatto: invece il tempo si è incaricato di mostrare fino a che punto questo scrittore cattolico francese sia stato terribilmente lungimirante.
Nel romanzo si immagina che, in India, uno strano profeta inciti i suoi compatrioti a rifiutare la miseria per dirigersi in massa verso il benessere, cioè verso l’Europa: impossessatisi di una flotta di carrette del mare, i suoi seguaci si presentano davanti alle coste settentrionali del Mediterraneo e sbarcano pacificamente, ma irresistibilmente, accolti dalle buone intenzioni delle élites culturali che, non volendo passare per razziste, si prodigano per accogliere tutti. L’ondata migratoria è enorme e modifica radicalmente il quadro sociale, culturale, spirituale del vecchio continente; ma gli intellettuali, le organizzazioni umanitarie e i settori religiosi “progressisti” hanno deciso: in nome dei “diritti umani”, quegli stranieri non possono essere respinti, anzi li si deve accogliere con il massimo della buona volontà. Improvvisamente la società multietnica e multiculturale, della quale nessuno aveva mai parlato, almeno in Europa, diventa un valore decisivo, un elemento di civiltà del quale non si può fare a meno; e chi non è d’accordo, viene criminalizzato e trattato di conseguenza. Alcuni abitanti della Costa Azzurra, che tentano di opporsi allo sbarco massiccio sulle coste della loro regione, vengono addirittura bombardati dalla stessa aviazione francese: gli Stati hanno deciso che va bene così, che il nuovo ordine mondiale deve essere basato sul completo rimescolamento delle razze, delle fedi, delle culture, e che resistervi è un crimine.
Raspail immaginava questo scenario al principio degli anni Settanta, allorché l’immigrazione “extracomunitaria” in Europa era ancora un fenomeno estremamente limitato; eppure, a distanza di quarant’anni, bisogna constatare che egli ha visto chiaro come se avesse avuto la sfera di cristallo per leggere nel futuro. Nel suo Paese era già qualcuno, e ancor più avrebbe fatto parlare di sé negli anni seguenti: nel 1981 avrebbe vinto il Grand Prix dell’Accademia di Francia, con un romanzo incentrato sulla figura strana, ma realmente esistita, di Antoine de Tounens, “imperatore” francese della Patagonia nella seconda metà del XIX secolo. In Italia, invece, non ci si è accorti di lui, o si è preferito ignorarlo, in ossequio al dogma che vuole la cultura francese contemporanea tutta laica, progressista, e “gauchista”; dogma che ha “occultato”, per quanto possibile, al nostro pubblico, anche altri scrittori di vaglia, per esempio Renaud Camus, Jean Madiran e Dominique Venner (fino al clamoroso suicidio di quest’ultimo, nella Cattedrale di Notre Dame a Parigi). Solo nel 1998 una piccola casa editrice di estrema destra ha tradotto e pubblicato Il campo dei santi (il cui titolo si riferisce a un versetto del libro dell’Apocalisse, in cui si parla dell’assalto delle forze del male contro i seguaci di Cristo), a conferma – se mai ve ne fosse stato bisogno – che, in Italia, la cultura indipendente non esiste e le simpatie culturali sono sempre e solo di parrocchia, di fazione, di corrente. Resta il fatto che Jean Raspail, considerato uno dei maggiori scrittori francesi viventi, da noi continua ad essere pressoché sconosciuto: sono ben poche le persone colte che lo hanno letto o anche solo sentito nominare, che ne parlano, che discutono le sue tesi; quanto al grosso pubblico, non ne sa nulla, puramente e semplicemente.
È vero che anche in Francia, all’inizio, Il campo dei santi era stato accolto piuttosto in sordina; maggiore riscontro aveva avuto, chi sa perché, negli Stati Uniti; poi, però, poco a poco, ma irresistibilmente, il libro era stato richiesto, ristampato, venduto, anno dopo anno, fino a raggiungere una tiratura che, oggi, si calcola in mezzo milione di copie. Sarà perché i fatti gli hanno dato clamorosamente ragione; oppure perché, in Francia, un autore di valore, magari tardi, alla fine salta fuori; da noi, complice l’egemonia culturale della sinistra neo-marxista (anche se essa non si considera più tale), comprendente anche buona parte del mondo cattolico (che, del pari, ignora questo debito ideologico, almeno in apparenza), e l’inconsistenza intellettuale, e non solo intellettuale, della destra, è possibile, possibilissimo, che scrittori e filosofi eminenti restino sepolti, ignorati o dimenticati, a tempo indeterminato, anche dopo che nel resto del mondo si sono definitivamente affermati: un fenomeno, in verità, tutt’altro che recente, ma anzi tipico della nostra Repubblica letteraria, almeno a partire dal secondo dopoguerra – ma per molti aspetti, ancora più antico, e perfino anteriore al fascismo.
A parte il fatto che l’immigrazione massiccia, biblica, incontrollata, è oggi in gran parte di provenienza nordafricana e mediorientale (ma non solo), e non specificamente indiana o pakistana, si deve riconoscere che Raspail ha colto nel segno un fenomeno estremamente drammatico, che mette in forse la stessa sopravvivenza della civiltà europea, così come la conosciamo e così come le generazioni precedenti l’hanno sempre conosciuta, amata, coltivata. Non è questione di difendere il “predominio della razza bianca”, come ammonivano certi intellettuali europei e americani fin dai primi anni del Novecento (si pensi, per fare un nome, a Lothrop Stoddard), ma semplicemente di vedere se gli Europei hanno il diritto, oppure no, di scegliere liberamente e democraticamente il loro futuro; che, ormai, coincide con la sopravvivenza o meno della loro civiltà.
Una cultura progressista, buonista, follemente permissiva, cerca di presentare l’invasione del nostro continente – ché di una vera invasione si deve parlare, anche se, per adesso, relativamente pacifica – come qualcosa di assolutamente naturale, giusto e benefico: un evento che cambierà in meglio il nostro futuro, che arricchirà la nostra società, e che ci renderà finalmente, da ottusi e provinciali cultori del nostro angusto orticello, dei veri cittadini del mondo, dei veri e integrati protagonisti della globalizzazione.
Ma c’è di più: la messa al bando del dissenso, la criminalizzazione delle posizioni contrarie. In nome di un concetto totalitario e ipocrita della democrazia, si vuol far passare per incivile, razzista e reazionario chiunque nutra il benché minimo dubbio sulla bontà di questa operazione. Si invocano i rigori della legge contro i reati di opinione; si cerca di scavalcare il normale processo democratico, per mezzo di sortite demagogiche di esponenti delle istituzioni i quali danno per scontato che, in tempi brevi, i Parlamenti approveranno misure atte a facilitare l’invasione, e ne parlano come se tali modificazioni legislative siano sono questione di tempo. E la stessa pressione istituzionale, lo stesso ricatto etico vengono portati avanti anche su altri temi, in apparenza distanti da questo, ma in realtà legati da un filo sotterraneo, per esempio la parificazione delle unioni di fatto al matrimonio e, in particolare, il riconoscimento giuridico del matrimonio fra due persone dello stesso sesso, nonché il diritto di tali coppie di poter adottare dei bambini, al pari di qualunque altra copia regolarmente sposata.
Sono tutte novità che vanno nella direzione di provocare disorientamento e di indebolire la coesione spirituale e morale della società europea; sono tutte iniziative che nascono o dalla incosciente arroganza della cultura radicale, che vede la necessità di intraprendere ovunque battaglie per i diritti dei singoli, e mai si preoccupa dei doveri, né della tutela della società nel suo insieme, vista, semmai, quest’ultima, come una semplice dispensatrice di riconoscimenti giuridici; oppure da un disegno intenzionale di poteri occulti, essenzialmente di natura finanziaria, che si servono dello strumento mediatico, della politica, perfino della religione, per sovvertire l’ordine e i principi sui quali da sempre riposa la nostra civiltà e per creare le condizioni favorevoli all’instaurazione di un totalitarismo strisciante e non conclamato, ma ancor più capillare e tirannico di quelli, di triste memoria, che hanno funestato il XX secolo.
Il fatto che un autore come Jean Raspail non sia conosciuto quasi da nessuno in Italia, e che il suo libro più profetico e conturbante sia stato messo in commercio solo da una piccola casa editrice politicamente estremista, è la dimostrazione del fatto che i meccanismi di tale totalitarismo si sono già messi in moto, sono già attivi e operanti e riescono già a controllare, in larga misura, quel che l’opinione pubblica deve sapere e quello che deve ignorare. Quando proprio un evento o una idea non possono essere interamente occultati, si ricorre alla tattica di deformarli, di stravolgerli, di presentarli in maniera tale da suscitare sdegno, repulsione, condanna; si fa leva sul ricatto buonista: se ti presti ad ascoltare certi discorsi, allora vuol dire che non sei una brava persona. Perché le brave persone porgono sempre l’altra guancia, aprono sempre la porta di casa a chiunque vi bussi, magari in piena notte ed anche – forse – ai peggiori malintenzionati: grosso fraintendimento della morale evangelica, la quale chiede, semmai, tali comportamenti al singolo individuo, non glieli impone e tanto meno pretende di imporli alla società nel suo insieme, come se il credente avesse il diritto di decidere per tutti gli altri su questioni di importanza vitale.
Eppure è una cosa piuttosto evidente: io posso anche scegliere di far entrare in casa mia chiunque, di cedergli le stanze migliori, di ritirarmi a vivere nello sgabuzzino, per accogliere il maggior numero possibile di immigrati; ma non ho alcun diritto di non tener conto dei diritti, dei sentimenti, della sicurezza dei miei figli, dei miei vicini, dei miei concittadini, specialmente se dalle mie decisioni dipendono il loro bene, la loro stessa sopravvivenza. Accogliere un lebbroso, un delinquente evaso, un malato di mente, può essere un gesto sublime oppure un gesto di somma incoscienza: sia come sia, è un gesto che riguarda me solo, finché le possibili conseguenze riguardano me solo; ma riguarda anche tutti gli altri, allorché le possibili (e prevedibili) conseguenze coinvolgono anche tutti gli altri.
Certo, vi sono molti stranieri che emigrano in cerca di lavoro, che sono delle brave persone, che chiedono solo di guadagnarsi il pane onestamente: non vi sono solo dei pazzi che se ne vanno in giro brandendo il piccone, a massacrare il primo che passa (come pure è avvenuto, ed è cronaca abbastanza recente, anche se già quasi dimenticata dai mass media). Questo è ovvio. Ma resta il fatto che milioni e milioni di persone che pretendono – non chiedono, pretendono – di rifarsi un futuro invadendo l’Europa, e sia pure pacificamente, pongono una serie di problemi politici, economici, sociali, culturali, gravissimi, che non é possibile prendere alla leggera e non è onesto minimizzare, così come non è onesto ricattare l’opinione pubblica con la minaccia di considerare intollerante, inospitale e razzista chiunque metta in guardia contro i rischi e contro gli effetti negativi che già si registrano in tutti i campi, da quello della criminalità a quello della crisi dei posti di lavoro.
Giorno dopo giorno, mese dopo mese, anno dopo anno, la marea sta avanzando e sta sommergendo gli abitanti originari dell’Europa, grazie anche al tasso d’incremento demografico molto più alto dei nuovi arrivati, mentre in molti Paesi del vecchio continente, compreso il nostro, esso era ormai giunto al saldo negativo. Fra alcuni decenni l’Europa sarà un continente solo parzialmente europeo e fra meno di un secolo gli Europei saranno una minoranza, forse tollerata, forse discriminata, comunque una minoranza soggetta alla volontà della maggioranza. È questo che vogliamo? È questo che vogliono i nostri intellettuali, i nostri legislatori, il nostro clero?
Intendiamoci: non sarà la fine del mondo. Il mondo ha conosciuto altri e ben più drammatici fenomeni di migrazione di massa: ha visto sorgere società miste, ha assistito alle loro difficoltà, alle loro convulsioni, alle loro trasformazioni; ha visto sorgere nuove civiltà e scomparire le vecchie, e non sempre la cosa ha presentato solo aspetti negativi, almeno nel lungo periodo (il che significa che quanti hanno vissuto tali trasformazioni, i problemi li hanno vissuti eccome). Sarà, molto più semplicemente, la fine dell’Europa. L’Europa diventerà una espressione geografica: non sarà più un continente specifico, con la sua storia, con le sue tradizioni, con le sue lingue e con il collante della civiltà cristiana. Sarà un’altra cosa: un’appendice dell’Asia e dell’Africa, in tutti i sensi.
Una tale eventualità non implica per forza, lo ripetiamo, una apocalisse, ma certamente implica una trasformazione quale, oggi, pochi riescono a immaginare e nessuno possiede gli strumenti per sapere quali costi imporrà a noi stessi, e soprattutto ai nostri figli e ai nostri nipoti: costi economici, sociali, morali, spirituali. Forse, per fare un esempio, un medico che si rifiuterà di infibulare una ragazzina somala in una struttura ospedaliera pubblica, secondo le richieste della famiglia di lei, si vedrà denunciato, processato e condannato, nonché sottoposto a un linciaggio morale per il suo comportamento intollerabilmente eurocentrico e razzista. Forse.
Non amiamo fare i profeti di sventura, né spaventare alcuno, quando ci sarebbe bisogno, semmai, di ragionare con la massima calma e lucidità. Ma questi sono i veri termini del problema, piaccia o no.
* * *
Tratto, con il gentile consenso dell’Autore, dal sito Arianna Editrice.
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dimanche, 27 avril 2014
Les mots ne sont pas de ce monde de Hugo von Hofmannsthal
Les mots ne sont pas de ce monde de Hugo von Hofmannsthal
Ex: http://stalker.hautetfort.com
L'article ci-dessous, quelque peu modifié, a paru initialement ici.
«De sorte que n’ayant rien et ne pouvant rien donner, ils s’abandonnent à des mots qui simulent la communication : puisque chacun ne saurait faire en sorte que son monde soit le monde des autres, ils imaginent des mots qui contiennent le monde absolu, et ils nourrissent de mots leur ennui, ils confectionnent un baume de mots contre la douleur.»
Carlo Michelstaedter, La persuasion et la rhétorique (L’Éclat, 1998), p. 97.
«Au commencement était le Verbe. Avec ces paroles, les hommes se trouvent sur le seuil de la connaissance du monde et ils y restent, s’ils restent attachés à la parole. Quiconque veut faire un pas en avant, ne serait-ce qu’un minuscule pas, doit se libérer de la parole, doit se libérer de cette superstition, il doit essayer de libérer le monde de la tyrannie des mots.»
Fritz Mauthner.
Je reste stupéfié par la maturité dont témoigne le jeune Hugo von Hofmannsthal dans ses lettres à un officier de marine (du nom d’Edgar Karg) intitulées Les mots ne sont pas de ce monde (Rivages poche, dans l’excellente collection Petite Bibliothèque), où j’ai cru reconnaître quelques-unes des plus belles intuitions d’un autre jeune prodige, Carlo Michelstaedter.
En fin de compte, prolongeant, non sans les gauchir assurément, les déclarations désespérées de Lord Chandos, les grands livres, ceux, fort rares, capables de bouleverser une vie entière, seraient, on peut le penser avec l’auteur du Chevalier à la rose, ceux-là mêmes qui auraient réussi à percer le mystère de cette langue qui n’est nulle langue : «J'ai su en cet instant, avec une précision qui n'allait pas sans une sensation de douleur, qu'au cours de toutes les années que j'ai à vivre [...], je n'écrirai aucun livre anglais ni latin : et ce, pour une unique raison, d'une bizarrerie si pénible pour moi que je laisse à l'esprit infiniment supérieur qu'est le vôtre le soin de la ranger à sa place dans ce domaine des phénomènes physiques et spirituels qui s'étale harmonieusement devant vous : parce que précisément la langue dans laquelle il me serait donné non seulement d'écrire mais encore de penser n'est ni la latine ni l'anglaise, non plus que l'italienne ou l'espagnole, mais une langue dont pas un seul mot ne m'est connu, une langue dans laquelle peut-être je me justifierai un jour dans ma tombe devant un juge inconnu».
Tout est signe de tout : c'est le vieux précepte sacré, magique puis ésotérique que redécouvriront, cependant affadi depuis qu'il s'est appelé synesthésie ou correspondance, Maistre, mais aussi Baudelaire, Bloy, Hello, Huysmans, Massignon et bien d'autres écrivains patients, silencieux, inquiets de protéger les tigres au splendide pelage, afin que d'autres, inconnus pas même nés, puissent, à leur tour, scruter les signes de Dieu.
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mercredi, 23 avril 2014
"Beauty is difficult"
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Ernst Jünger: yo soy la acción
por José Luis Ontiveros
Ex: http://culturatransversal.wordpress.com
En torno a la obra del escritor alemán Ernst Jünger se ha producido una polémica semejante a la que preocupó a los teólogos españoles en relación con la existencia del alma de los indios. De alguna manera, el hecho de que se le haya discutido en medios intelectuales mundiales con asiduidad, y el que una nueva política literaria tienda a revalorizarlo, le otorga, como lo hizo a los naturales el Papa Paulo III, la posibilidad de una lectura conversa; ya no traumatizada por su historia maldita, absolutoria de su derecho a la diferencia, y exoneradora de un pasado marcado por la gloria y la inmundicia.