EL REY PERDIDO, UN MITO EUROPEO
Ernesto Mila
Ex: https://info-krisis.blogspot.com
Todos los países de Europa sin excepción, tienen un tema común relacionado con sus monarquías: el mito del Rey Perdido. Un rey justo, legítimo y amado por sus súbditos, desaparece misteriosamente; todos se niegan a creer que haya muerto, se ha retirado a un lugar oculto y volverá cuando la hora sea propicia para ponerse al frente de la legión de los elegidos en la batalla final contra las fuerzas del mal.
ORIGEN DE LA FUNCION REAL
La etimología de la palabra “rey” es importante a la hora de determinar el concepto que el mundo antiguo se hacía de la función y del símbolo real. Se admite unánimemente que se trata de un término indo–europeo cuya huella se encuentra desde el área extrema de expansión celta (Europa Occidental) hasta la india védica.
En ese ámbito geo-étnico siempre se encuentra la raíz reg– que da lugar a las variaciones rex (latino), el raj (hindú) y el rix (galo), presentes en palabras y nombres como dirigere, Mahararajh, o Vercingetorix. En general, la raíz reg– indica a “aquel que traza el camino”, es decir, define la jefatura y el mando.
De esta misma raíz deriva la palabra y el concepto de derecho (trazar el camino implica, en definitiva, enunciar un derecho, promulgar una ley): right (en inglés), recht (irlandés antiguo), recht (alemán), y encontramos la misma simetría en la lengua latina entre rex y lex.
Al establecer que la función real era “trazar el camino”, los pueblos indo–europeos hacían algo más que calificar al jefe político–militar. De hecho, la historia nos enseña que no fue sino en un período tardío cuando los monarcas asumieron la conducción militar de su pueblo, mientras que la política estaba delegada a la nobleza. El “dux” –palabra próxima a rex– indicaba a los caudillos militares que asumían el mando en momentos de crisis y en los que el rex delegaba la función guerrera. Luego, cuando se superaba la crisis, desaparecía el cargo de “dux bellorum”, caudillo de las batallas, literalmente. “Trazar el camino”, guiar a su pueblo por las seis rutas del espacio definidas por la cruz tridimensional que marca las direcciones del espacio. El rex tenía el poder de guiar a su pueblo en todas estas direcciones.
La función real primitiva se justificaba en que reyes y dioses no eran sino una misma persona. En el Apocalipsis de Juan se encuentra un eco de este orden de ideas: “Aquel que se sienta sobre el trono” declara “Yo soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin”.
El rey era concebido como un punto de irradiación, no humano, encarnación directa de poderes trascendentes y, en tanto que tal, digno de ser obedecido; el mando, no era obtenido ni mediante elección, ni por aclamación, sino que procedía de un contacto tangible con entidades superiores, condición imprescindible para que los súbditos aceptaran la sumisión a su voluntad.
LA IDEA DE ORDEN
La prosperidad del reino, la victoria en las batallas y la justeza de sus decisiones, es decir, el Orden, eran muestra del origen divino y legítimo del poder. Si se producía un descalabro militar, una mala cosecha, si la injusticia se enseñoreaba, todo ello mostraba el debilitamiento del vínculo que unía al rey con el supramundo y con los poderes trascendentes. Entonces, sus súbditos podían destronarlo.
La vieja leyenda itálica del Rey de los Bosques de Nemi, cuenta que el rey de aquellos dominios está siempre en guardia bajo un árbol sagrado, y seguirá siendo rey hasta que un esclavo fugitivo consiga sorprenderlo y arrancar una rama del árbol que custodia. Por “esclavo fugitivo” hay que entender un hombre emancipado de los lazos de la materia y que ha logrado establecer un vínculo con la trascendencia.
El mismo símbolo del árbol es reiterativo, indica la fuente de un poder y se relaciona habitualmente en el universo simbólico indo–europeo con la montaña, el centro, la isla, el jardín bienaventurado, etc. Todos estos símbolos suponen lugares inaccesibles, en los que reina el Orden, mientras que, a su alrededor, todo fluye, es caos y dinamismo contingente. Residir o tener acceso a uno de estos símbolos supone conquistar la función real. La montaña del Grial, el castillo de Camelot, la isla de Avalon, el Roble del Destino, el Jardín de las Rosas, el Omphalos de Delfos, etc. pueden ser relacionados fácilmente con lo que decimos y constituyen el centro de un período dorado para la humanidad.
Ahora bien, el hecho de que todo en el mundo tradicional indo–europeo esté sometido a ciclos –ciclo de las estaciones, ciclos lunares, rotación sideral, vida humana– hace que la Edad Dorada no se prolongue hasta el infinito. El tiempo la va desgastando hasta que se produce una caída de nivel que registran todas las tradiciones. Sin embargo, el centro, la montaña, el jardín, o la misma función real no desaparecen, sino que entran en un estado de latencia; se vuelven inalcanzables para los hombres comunes y dejan de influir en los destinos contingentes del mundo. El Jardín del Edén, no desaparece tras la caída de Adán, simplemente se hace inaccesible; otro tanto ocurre con el castillo del Grial, solo visible para las almas puras; en el caso del Jardín de las Rosas del Rey Laurin –que todavía puede visitarse en Bolzano– un hilo de seda lo convierte en impenetrable. La idea es siempre la misma: algo visible, pasa a otra dimensión, no muere, sin embargo, se oculta temporalmente, “hasta que los tiempos estén prestos”, es decir, hasta que una nueva renovación del cosmos, haga posible la manifestación del centro supremo. Y lo mismo ocurre con los monarcas.
EL REY PERDIDO, NO–MUERTO, AGUARDA SU HORA
En este contexto los pueblos indo–europeos han tenido siempre muy arraigado en su estructura mental, el mito del Rey Perdido: un rey querido por todos, justo, amado por su pueblo, deseado, en un momento dado, desaparece; su pueblo se niega a creer en su muerte; no es posible que los dioses hayan abandonado a un ser tan noble y justo, se dicen, “no ha muerto, está vivo en algún lugar, y un día regresará para ponerse al frente de sus fieles”. Esta estructura se repite una y otra vez en las viejas tradiciones de las distintas ramas del tronco común indo–europeo.
Podemos establecer que los últimos reflejos en estado puro de tal mito terminan con Federico I Barbarroja y, ya en una dimensión esotérica, con la marcha de los Rosacruces de Europa al inicio de la Guerra de los Treinta Años. Pero el mito, ha reaparecido insistentemente en la edad moderna e incluso contemporánea, mostrando la fuerza de su arraigo en la mentalidad indo–europea.
EL "GRAN MONARCA" Y "EL REY DEL MUNDO"
Dos autores de singular personalidad han recuperado tradiciones relativas a este mito. De una parte, Nostradamus en sus célebres “centurias” alude al “gran monarca”, mientras que René Guénon, consagra uno de sus ensayos más esmerados al tema del “rey del mundo”.
Nostradamus en una cuarteta de sus famosas Centurias se hace eco de tradiciones más antiguas sobre el “gran monarca” y las incorpora a sus profecías. Su advenimiento se producirá después de una guerra de 27 años, que empezará en 1999, único año que se menciona con todos sus números y de forma explícita en las profecías de Nostradamus.
Esta leyenda tiene su origen en las décadas inmediatamente anteriores al año 1000, se trata pues, de un mito milenarista, una promesa de renovación. Los primeros rastros de tal tema se encuentran en los escritos del abad Adson de Montier–en–Der (muerto en el 992). Pero Adson bebe de fuentes anteriores, una de ellas el testimonio de San Isidoro de Sevilla (siglo VII) y otra, incluso anterior, de Cesario de Arles (siglo VI).
Es evidente que profecías de este tipo ganan fuerza justo en momentos de crisis y devastación. En el período posterior a las invasiones bárbaras, cuando los movimientos migratorios remiten, cobra fuerza la añoranza y el recuerdo del Imperio Romano, incluso entre los mismos pueblos germánicos invasores, la idea de que Roma representaba el Orden gana fuerza y se produce un sincretismo entre los mitos nórdico–germánicos, con fuerza en esas razas, y los temas propios de la romanidad.
Esa añoranza de la grandeza de Roma se traduce en la aspiración a renovar el Imperio. Cuando Clovis (Clodoveo) es entronizado rey de los francos en el 496, recibe del Emperador de Oriente, la dignidad de Patricio y de César y, por este acto se considera renovado y regenerado el antiguo Imperio Romano. En siglos siguientes, a partir de Carlomagno y de los Hohenstaufen, la fórmula de consagración será calcada de la entronización de los Césares de Roma.
Pero la baja edad media supone una sucesión trepidante de convulsiones que crean en las poblaciones la sensación de que un ciclo está a punto de terminar. Los grandes príncipes son pocos y sus reinados breves, su recuerdo histórico se va diluyendo y entran vertiginosamente en el campo de la leyenda. En esa situación se suceden las profecías, todas interpretando el mismo deseo subconsciente: un gran príncipe –el gran monarca– reunirá a todos los pueblos de Occidente para librar la última batalla contra las fuerzas del anticristo. Aquí podemos ver cristianizado el tema de la “horda salvaje” de Odín y de sus guerreros que esperan en el Walhalla la hora de la batalla contra las fuerzas del mal.
Ahora bien, en el tema del “gran monarca” existe un ápice de nacionalismo galo. El “gran monarca” nace en Francia, en Blois concretamente, y queda ligado indisolublemente a la corona de ese país; contrariamente, el tema del “rey del mundo” tiene un carácter más universal.
LA UNIVERSALIDAD DEL MITO
En los siglos XIX y XX dos relatos traen a Occidente el recuerdo aún vivo del “rey del mundo”. Saint Yves d'Alveydre en su Misión de la India y Ferdinand Osendowsky en Bestias, Hombres y Dioses hablan, respectivamente de un reino subterráneo, Agartha o Agarthi, al que se refieren tradiciones vivas de Mongolia y la India, transmitidas por monjes budistas, en el que moraría el “rey del mundo”, el “chakravarti”.
En la tradición budista el “chakravarti” es el “señor de la rueda”, o si se quiere “el que hace girar la rueda”. Guénon nos dice al respecto: “es quien, instalado en el centro de todas las cosas, dirige su movimiento sin él mismo participar, o sea quien es –según la expresión de Aristóteles– el ‘motor inmóvil’”. Esa rueda está habitualmente representada con la forma de una svástica, símbolo que, ante todo, indica movimiento en torno a un centro inmóvil.
El “rey del mundo” no es un tema exclusivamente budista. La Biblia registra la misteriosa figura de Melkisedec, rey y sacerdote de Salem, señor de Paz y Justicia. Salem, es equivalente al Agartha y Melkisedec el “chakravarti” judeo–cristiano.
El lugar de acceso a ese centro del mundo aparece en distintas tradiciones: son muchas las leyendas de cavernas que dan acceso al centro del mundo, también montañas que tienen la misma función, islas, lugares marcados con monumentos megalíticos (menhires frecuentemente), lugares “Omphalos” (ombligos del mundo como el santuario de Delfos), todos estos puntos tienen como denominador común el constituir “centros espirituales”, es decir, lugares en los que se favorece el tránsito entre el mundo físico y el metafísico, entre lo contingente y lo trascendente. Todos estos símbolos facilitan la entrada a otro nivel de la realidad, aquel que se ha hecho invisible para los hombres dada su impiedad o simplemente a causa de la involución cíclica del mundo. Entrado éste en la Edad Oscura (Kali Yuga, Edad del Hierro o Edad del Lobo), lo que antes era visible y accesible se convierte en secreto y oculto. No puede llegarse hasta él sino a través de pruebas iniciáticas y de una ascesis interior: tal es la temática de la conquista del Grial, de las grandes rutas de peregrinación, de temas masónicos como el de la “búsqueda de la palabra perdida”, etc.
En esos lugares mora un rey supremo, indiscutible, acaparador del poder espiritual y del temporal, oculto e inaccesible, señor de paz y justicia: el rey del mundo, el rey perdido.
LA RENOVACION DEL MUNDO A TRAVES DEL REY PERDIDO
Existe una interferencia entre los temas del Rey del Mundo y el Gran Monarca de un lado y los del Rey Perdido de otro. Este último, es un gran monarca que ha desaparecido misteriosamente y cuyos súbditos se niegan a creer que haya muerto. Las tradiciones indo–europeas, hablan de reyes que se ocultan en cavernas, o simplemente que desaparecen pero que no han muerto. Pues bien, este es el punto de interferencia entre una y otra tradición.
El tema del “rey perdido” alude a reyes históricos que la crónica ha revestido de contenidos míticos; por el contrario, el tema del “rey del mundo” pertenece exclusivamente al universo mítico. Cuando un rey histórico no muere, sino que desaparece, oculto en una cueva, en una montaña o en una isla, es que ha pasado al dominio del Rey del Mundo, ha establecido contacto con él y ha tenido acceso a ese reino latente que está oculto por culpa de la degeneración del mundo. En todas las tradiciones el “rey perdido”, al desaparecer y entrar en contacto con el “rey del mundo”, legitima su poder y alcanza un rango divino.
Ahora bien, esa situación no durará siempre. Finalizado el ciclo, la espada vengadora del “rey perdido” se manifestará de nuevo y, gracias al poder de su brazo, el mundo quedará renovado, habitualmente tras una gran batalla.
En el Tíbet solo los monjes budistas que han alcanzado un más alto grado de perfección, tienen acceso al reino oculto de Shambala, del cual el Dalai Lama es su delegado y embajador. Allí reside Gesar de Ling, rey histórico que vivió aproximadamente en el siglo XI y gobernó el Tíbet. Las leyendas locales afirman que Gesar no ha muerto, sino que retornará de Shambala al mando de un ejército, para someter a las fuerzas del mal y renovar el mundo agotado y caduco.
ARTURO Y FEDERICO BARBARROJA EN LAS LEYENDAS MEDIEVALES
En la Edad Media europea, mientras tanto, aparece una leyenda que fue considerada como verdad histórica, la del Preste Juan, el Rey Pescador. En Oriente, en un lugar impreciso entre Abisinia e India, existía un reino inmenso gobernado por un avatar de Malkisedec, el Rey Pescador. En su castillo se alojó Perceval en el curso de su conquista del Grial y fue allí donde vio la preciada copa y donde le fueron formuladas las preguntas fatídicas que Perceval en ese momento no supo contestar. Robert de Boron llega a calificar a Perceval de sobrino del Rey Pescador.
En el terreno de la historia se sabe que el Emperador Federico I recibió tres regalos del Preste Juan, (un abrigo de piel de salamandra, que le permitía atravesar las llamas, un anillo de oro y un frasco de agua viva) que suponían un reconocimiento de la dignidad imperial de Federico I por parte del “Rey del Mundo”. Así pues, el Rey del Mundo es aquel rey superior a los demás reyes y que los legitima para su misión.
En diversas ocasiones, monarcas europeos organizaron expediciones para establecer el contacto con el mítico reino del Preste Juan, que invariablemente se perdieron y jamás regresaron. Pero el tema subsistió en las leyendas del Grial.
Arturo, después de la batalla contra las fuerzas del mal representadas por Mordred, se retira a la isla de Avalon. De Carlomagno se dirá lo mismo: que no está muerto, sino que, aguarda el tiempo en que sus súbditos vuelvan a necesitarlo. Federico I y su hijo Federico II, alcanzarán el mismo rasgo legendario, morando en el interior de montañas como el Odenberg o el Kyffhäuser, volverán cuando se produzca la irrupción de los pueblos de Gog y Magog, aquellos que Alejandro Magno –otro rey perdido– encerró con una muralla de hierro.
Es también en el período medieval en el que se establece la festividad de los Reyes Magos, personajes misteriosos que siguen a la estrella que marca el lugar de nacimiento de Cristo. Su triple imagen es un desdoblamiento de la figura de Melquisedec. Si en el rey de Salem está concentrado la triple función de “Señor de Justicia”, “Sacerdote de justicia” y “Rey de Justicia”, en los Reyes Magos, esta función está separada e individualizada en cada uno de ellos.
EL MITO DEL REY PERDIDO EN LA PENINSULA IBERICA
Sobre el suelo de la península ibérica florecieron también leyendas del mismo estilo. Jamás se encontró el cadáver de Roderic o Don Rodrigo, último rey godo; su recuerdo y el de la monarquía legítima animó a su portaespadas, Don Pelayo a iniciar la reconquista en su nombre.
Más tarde, floreció el mito de Otger Khatalon, héroe epónimo de Cataluña; oriundo de Baviera, empuñaba como el Hércules mítico una pesada maza; liberó el valle de Arán y el valle de Aneu del dominio musulmán; una vez cumplida su obra desapareció, no está muerto, solo oculto, y solo volverá cuando se produzca una nueva crisis desintegradora.
Alfonso el Batallador y Don Sebastián de Portugal, desaparecido tras la batalla de Alcazarquivir, dejaron tras de sí un halito de misterio; años después todavía se creía que seguían vivos e incluso algunos impostores pretendieron usurpar su personalidad.
LAS ULTIMAS MANIFESTACIONES DEL MITO
A mediados del siglo XIX aun debía manifestarse el tema del rey perdido en Francia. La historiografía oficial no ha logrado desenmarañar el destino del Delfín de Francia, Luis XVII, desaparecido en la Torre del Temple de París tras el asesinato de sus padres por los revolucionarios. Algunos todavía hoy sostienen que el relojero holandés Naundorff, que llegó un día a París demostrando conocer con una precisión absoluta la infancia del Delfín, era el hijo de Luis XVI.
Setenta años después, algunos rusos blancos exiliados tras la Revolución Rusa, quisieron creer que la Gran Duquesa Anastasia jamás había muerto, sobrevivió a la masacre de Ekhaterinemburgo y daría continuidad a los Romanov.
Finalmente hubo muchos que se negaron a creer en la muerte de Hitler y durante años estuvo extendida la idea que había logrado sobrevivir al cerco ruso de Berlín y huir al Polo en donde prepararía el retorno y la venganza.
La fuerza de la leyenda tuvo aun un postrero coletazo en el “affaire” de Rennes le Chateau, cuyo tema central era la supervivencia de la dinastía merovingia y el hallazgo del “rey perdido” en la figura de un astrólogo y documentalista que decía ser gran maestre de un “Priorato de Sión”. Se trata de un eco postrero en el que la credulidad de las masas arraiga en un sustrato de la psicología profunda de los europeos. Y es que, en el fondo, el “rey perdido” no es sino el arquetipo simbólico de una calidad espiritual próxima a la trascendencia, latente en todos los hombres, olvidada, más no perdida.
A MODO DE CONCLUSION
Caudillo derrotado en ocasiones (Dagoberto, Arturo), en otras muerto, pero cuyo cadáver jamás se encuentra (Barbarroja, Rodrigo), o simplemente líder victorioso de un período áureo (Guesar de Ling), consciente de que los ciclos históricos han decaído y que decide pasar a un estado de latencia hasta que se produzca la renovación del tiempo (de la que él mismo será vehículo), este mito es transversal en el espacio y en el tiempo, reiterándose en todo el ciclo indo–ario.
Siempre la morada de este rey perdido es un símbolo polar: una montaña inaccesible (Barbarroja), una isla dorada (el Avalon de Arturo), el “centro” de la tierra (Cheng Rezing, el “rey del mundo” extremo–oriental), un castillo dorado (Otger Khatalon). El presentimiento de su existencia anima a otros a emprender gestas y hazañas imposibles (la reconquista de Don Pelayo en relación a Rodrigo, los atentados del “Wehrwolf” en relación a Adolfo Hitler, la conquista del Grial por los caballeros del Arturo muerto en Avalon) o estar a la espera de la llamada del monarca para acudir a la última batalla (el tema del Räkna–rok y de la morada del Walhalla, el tema del último avatar de Buda y de Shambala).
Lo que se pretende en otros casos es tomar el mito del rey perdido de una forma utilitarista: sería él y sus presuntos descendientes los que garantizarían la legitimidad dinástica (los descendientes de Dagoberto II en el affaire de Rennes le Chateau, los partidarios de Naundorf en la cuestión del Delfín, los de Juan Orth en la dinastía austro–húngara, incluso los de la gran duquesa Anastasia en el caso de la herencia de los Romanov, etc.).
El mito del Rey del Mundo, las leyendas de los reyes perdidos y de los monarcas que aguardan la batalla final rodeados de sus fieles guerreros, pertenece a nuestro pasado ancestral. Es una parte de nosotros mismos, algo que debemos conocer y encuadrar en un universo simbólico y mítico, hoy perdido, pero del cual no podemos prescindir si queremos conocer nuestro origen y nuestro destino.