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samedi, 04 octobre 2008

Ni Izquierda ni Derecha

Ni Izquierda ni Derecha
Por Alberto Buela

El lúcido pensador italiano Marcello Veneziani comienza un bello artículo sobre el antiglobalismo con la siguiente observación: "Si te fijas en ellos, los anti-G8 son la izquierda en movimiento: anarquistas, marxistas, radicales, católicos rebeldes o progresistas, pacifistas, verdes, revolucionarios. Centros sociales, monos blancos, banderas rojas. Con el complemento iconográfico de Marcos y del Ché Guevara.

Luego te das cuenta de que ninguno de ellos pone en discusión el Dogma Global, la interdependencia de los pueblos y de las culturas, el melting pot y la sociedad multirracial, el fin de las patrias. Son internacionalistas, humanitarios, ecumenistas, globalistas. Es más: cuanto más extremistas y violentos son, más internacionalistas y antitradicionales resultan".
[1]

Se da cuenta que la oposición desde la izquierda a la globalización es sólo una postura que se agota en una manifestación. Seattle, Génova, Nueva York, Porto Alegre, pero no pasa nada, "el mundo sigue andando" como decía Discepolín. Es que la política del "progresismo" como ha observado agudamente el filósofo, también italiano, Massimo Cacciari, ordena los problemas pero no los resuelve. [2]

De esto mismo se percata el sociólogo marxista más significativo de Iberoamérica, Heinz Dieterich Steffan quien en un reciente artículo señala: "Si la tarea actual de todo individuo anticapitalista es, por lo tanto, absolutamente clara: ¿Por qué "la izquierda" y sus intelectuales no la encaran? ¿Por qué repiten en foro tras foro la misma letanía sobre la maldad del neoliberalismo y se contentan con sus ritualizadas propuestas terapéuticas inspiradas en Keynes, Tobin y Stiglitz? ¿Por qué no convierten la realidad capitalista en objeto de transformación antisistémica, en lugar de mantenerla como muro de lamentaciones?" [3]

El fracaso rotundo de la izquierda, hoy rebautizada "progresismo", es que, además de no haber elaborado, deglutido sería el término exacto, la derrota del "socialismo real" con la implosión soviética y la caída del Muro, no reelaboró sus categorías de lectura, y se quedó anclado al mundo categorial de Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo y eventualmente Trotsky, haciendo arqueología política.

Lo más significativo del siglo XX, la escuela neomarxista de Frankfurt, luego de los esfuerzos de Adorno, Apel, Cohen y Marcuse, termina con el publicitado Habermas y su teoría del consenso (sin percatarse que el consenso siempre ha sido de los poderosos entre sí) y sus discípulos aventajados James Bohman y Leo Avritzer con su teoría de la democracia deliberativa, que como un nuevo nominalismo pretende arreglar las injusticias políticas, económicas y sociales con palabras. Conversando en una especie de asambleísmo permanente.

Si la izquierda está liquidada, ¿qué queda de la derecha? ¿Se puede esperar algo de ella?

De la derecha clásica, tanto del nacionalismo orgánico o integral al estilo de Charles Mauras, como del fascista de Mussolini o del católico de Oliveira Salazar no queda nada. Sólo trabajos de investigación históricos y pequeños grupos políticos sin peso en sus sociedades respectivas. Eso sí, queda como derecha el neo conservadorismo estadounidense y los gobiernos que le son afines. Y de esta derecha liberal, la única que existe con peso político, solo se puede esperar que las cosas empeoren para la salud y el bienestar de los pueblos.




Si esto es así, denunciamos una vez más de entre las cientos de veces que lo hemos intentado mostrar, que la dicotomía izquierda-derecha es estrecha, por no decir falsa, para encarar una lectura adecuada de la realidad.

Hoy situarse a la izquierda o a la derecha es no situarse, es colocarse en un no-lugar, sobre todo para el pensador (rechazo de plano el término intelectual) que pretende elaborar un pensamiento crítico. Y el único método que hoy puede crear pensamiento crítico es el disenso. Disenso no sólo con el pensamiento único y políticamente correcto sino también y sobre todo, con el orden constituido, con el statu quo vigente.

El disenso es estructuralmente una categoría del pensamiento popular, en tanto que el consenso, como vimos, es una apropiación de la izquierda progresista para lograr la democracia deliberativa que tiene mucho de ilustrada, y también, aunque en otro sentido, propiedad del liberalismo como acuerdo de los que deciden, de los poderosos (G8, Davos, FMI, Comisión trilateral, Bildelbergers, etc.).

El disenso que se manifiesta como negación tiene distinto sentido en el pensamiento popular que en el culto. En este último, regido por la lógica de la afirmación, la negación niega la existencia de algo o alguien, en tanto que en el pensamiento popular lo que se niega no es la existencia de algo o alguien, sino su vigencia. La vigencia puede ser entendida como validez, como sentido. El disenso niega el monopolio de la productividad de sentido a los grupos o lobbys de poder, para reservarla al pueblo en su conjunto, más allá de la partidocracia política.

La alternativa hoy es situarse más allá de la izquierda y la derecha. Consiste en pensar a partir de un arraigo, de nuestro genius loci dijera Virgilio. Y no un arraigo cualquiera sino desde las identidades nacionales, que conforman las ecúmenes culturales o regiones que constituyen hoy el mundo. Con esto vamos más allá incluso de la idea de estado-nación, en vías de agotamiento, para sumergirnos en la idea política de gran espacio etnocultural.

Desde estas grandes regiones es desde donde es lícito y eficaz plantearse el enfrentamiento a la globalización o americanización del mundo. Hacerlo como pretende el progresismo desde el humanismo internacional de los derechos humanos, o desde el ecumenismo religioso como ingenuamente pretenden algunos cristianos, es hacerlo desde un universalismo más. Con el agravante que su contenido encierra un aspecto de loable, pero vacuo, inverosímil y no eficaz a la hora del enfrentamiento político.

Pero este enfrentamiento se está dando igual, a pesar de la falencia de los pensadores en no poder elaborarlo aún, a través del surgimiento de los diferentes populismos, que más allá de los reparos que presentan a cualquier espíritu crítico, están cambiando, como observa Robert de Herte
[4] las categorías de lectura. Así la oposición entre burgueses y proletarios de la izquierda clásica va siendo reemplazada por la de pueblo vs. oligarquías, sobre todo financieras y las de izquierda y derecha por la de justicia y seguridad.

Así, mientras que desde la izquierda progresista la crítica a la globalización queda limitada a la no extensión de sus beneficios económicos a la humanidad sino sólo a unos pocos. Porque la izquierda, por su carácter internacionalista no puede denunciar el efecto de desarraigo sobre las culturas tradicionales y sobre las identidades de los pueblos. Su denuncia se transforma así, en un reclamo formal para que la globalización vaya unida a los derechos humanos.




En cambio, es desde los movimientos populares que se realiza la oposición real a las oligarquías transnacionales [5]. Es desde las tradiciones nacionales de los pueblos donde mejor se muestra la oposición a la sociedad global sin raíces, a ese imperialismo desterritorializado del que hablan Hardt y Negri. Es desde la actitud no conformista que se rechaza la imposición de un pensamiento único y de una sociedad uniforme, y se denuncia la globalización como un mal en sí mismo.

Es que el pensamiento popular, si es tal, piensa desde sus propias raíces, no tienen un saber libresco o ilustrado. Piensa desde una tradición que es la única forma de pensar genuinamente según Alasdair MacIntayre
[6], dado que "una tradición viva es una discusión históricamente desarrollada y socialmente encarnada". Por lo que les resulta imposible a los pueblos y a los hombres que los encarnan situarse fuera de su tradición. Cuando lo hacen se desnaturalizan, dejan de ser lo que son. Son ya otra cosa.

Notas

[1] El antiglobalismo de derecha. Marcello Veneziani (1955) periodista del Giornale y del Menssaggero y colaborador con la Rai, es autor de varios ensayos entre los que se destacan: La rivoluzione conservatrice in Italia (1994), Processo all´Occidente (1990) y L´Antinovecento (1996). Podemos inscribirlo dentro de la corriente de pensamiento no-conformista.
[2] Massimo Cacciari(1944). Filósofo, diputado del PC y Alcalde de Venecia hasta 1993. Autor de varios ensayos: L´Angelo necesario (1986), Dell´Inicio (1990), Dran: Meridianos de la decisión en el pensamiento contemporáneo (1992), Geo-filosofia dell´Europa (1995). Pensador disidente de la izquierda europea.
[3] La bancarrota de la izquierda y sus intelectuales (31-3-04). Heinz Dieterich Steffan, es sociólogo y profesor en la UNAM de Méjico y columnista del diario El Universal. Predicador itinerante en todos los países de América de un nuevo proyecto histórico del marxismo. Es autor de una treintena de libros entre los que se destacan: El fin del capitalismo global (1999) y La crisis de los intelectuales en América Latina (2003)
[4] Robert de Herte es el seudónimo de Alain de Benoist (1943). Editor de las revistas Eléments y Krisis y autor de innumerables trabajos entre los que cabe recordar Vu du droite (1977), Orientations pour des années décisives (1982), L´empire intérieur (1995), Au-dela des droits de l´homme (2004). Es el más significativo pensador de una corriente de pensamiento no conformista, alternativa y antiigualitarista en donde se destacan, entre otros, Guillaume Faye, Robert Steuckers, Julien Freund, Alessandro Campi, Claude Karnoouh, Tarmo Kunnas, Thomas Molnar, Dominique Venner, Pierre Vial, Javier Esparza, Giorgio Locchi, etc.
[5] Sobre la relación entre pensamiento popular y negación puede consultarse con provecho el libro La negación en el pensamiento popular (1975) del filósofo argentino Rodolfo Kusch (1922-1979), así como nuestro trabajo: Papeles de un seminario sobre G.R.Kusch (2000). Entre los no pocos filósofos originales que ha dado la Argentina (Taborda, de Anquín, Guerrero, Cossio, Rougés) Gunther Rodolfo Kusch ocupa un destacado lugar. No sólo por la originalidad de sus planteamientos filosóficos sino además porque los mismos han generado toda una corriente de pensamiento a través de la denominada filosofía de la liberación en su rama popular.
[6] Alasdaire MacIntyre (1929) es un filósofo escocés que vive y enseña en los Estados Unidos y que se destacó por su crítica a la situación moral, política y social creada por el liberalismo. Sus trabajos son el basamento de todo el pensamiento comunitarista norteamericano. Sus libros más destacados son: After Virtue (1981), Whose Justice? Which Rationality? (1988), Three rival versions of moral enquiry (1990).

Der Beutewert des Staates

Der Beutewert des Staates

Autor: Thor v. Waldstein
ISBN: 978-3-902475-33-6
Verlag: ARES

 

Die vermeintlichen Vorzüge des Pluralismus werden in der öffentlichen Diskussion häufig betont; allerdings wissen die wenigsten, welcher konkrete politische Begriff sich hinter dieser Vokabel verbirgt. Tatsächlich geht es nicht um die – richtige – philosophische Feststellung, daß die Welt vielfältig, also plural ist und dies auch bleiben sollte. Im politikwissenschaftlichen Kontext ist vielmehr ein Staat pluralistisch, wenn seine Willensbildung beeinflußt – wenn nicht dirigiert – wird von dem Kampf und dem Kompromiß von wirtschaftlich-sozialen, im nichtstaatlichen Raum angesiedelten Mächten. Dieser verdeckte Kampf der Pressuregroups, denen eine demokratische Legitimation fehlt, läßt sich heute für den aufmerksamen Zeitgenossen auf nahezu allen Politikfeldern beobachten, so daß das Thema von hoher Aktualität ist.


Es war Carl Schmitt, die paradigmatische Gestalt im deutschen Staatsrecht des 20. Jahrhunderts, der die von Harold Laski in England nach dem Ersten Weltkrieg entwickelte Pluralismustheorie in den Jahren 1926–1934 einer ebenso gründlichen wie schillernden Kritik unterzog. In seiner Pluralismuskritik spiegeln sich die zentralen Schmitt’schen Positionen und Begriffe der 1920er und 1930er Jahre. Im Fortgang der Untersuchung schält sich die Analyse Carl Schmitts an der unsichtbaren Herrschaft der Verbände als ein zentrales Element seines Antiliberalismus heraus.


Die vorliegende Arbeit, eine bei dem Hobbes-Forscher Bernard Willms („Die Deutsche Nation“) entstandene Dissertation, arbeitet Begriff und Gestalt des Laski’schen Pluralismus heraus, um anschließend die Kritik Schmitts im einzelnen darzustellen und zu analysieren.

 

Der Autor: Thor v. Waldstein wurde 1959 in Mannheim geboren. Von 1978 bis 1985 Studium der Rechtswissenschaft, Geschichte, Philosophie, Politikwissenschaft und Soziologie an den Universitäten München, Mannheim und Heidelberg. 1989 Promotion zum Dr. rer. soc. an der Ruhr-Universität Bochum mit der vorliegenden Arbeit. 1992 Promotion zum Dr. iur an der Universität Mannheim mit einer Arbeit aus dem Binnenschiffahrtsrecht. Seit 1989 als Rechtsanwalt in Mannheim tätig.

www.ares-verlag.com


lundi, 29 septembre 2008

M. Gauchet: l'avènement de la démocratie

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MARCEL GAUCHET: L'AVENEMENT DE LA DEMOCRATIE

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Écrit par Augustin Septfons   

Trouvé sur: http://groupe-sparte.com

1-Rappel sur l’œuvre :
Marcel Gauchet est le penseur du désenchantement, de la sortie des religions, qu’ont opérée nos sociétés européennes depuis la Renaissance.
Sur ce thème weberien, Marcel Gauchet décrit un phénomène complexe et dans la durée, faisant transiter nos sociétés depuis l’unicité produite par une représentation organique de la communauté où les personnes se pensent au sein d’un grand tout sur le mode de la fusion, jusqu’à la situation actuelle, que l’auteur situe dans les années soixante dix, où au contraire l’individu  atomisé prédomine.
Ce passage depuis l’hétéronomie à l’autonomie s’effectue donc de manière  contradictoire. Les avancées de chaque période sur la voie de la liberté, de l’égalité, de l’immanence des lois, de leur auto-production (par les sociétés respectives à chaque étape et au sein d’elle mêmes, la place accrue de l’individu au sein des dispositifs d’action et d’auto-représentation) se fait de manière ambiguë. En effet, Marcel Gauchet insiste à chaque fois sur le caractère résiduel, sur la dimension de l’hétéronomie qui semble assurer la cohésion du groupe comme si, à elles seules les valeurs de l’autonomie, ne pouvaient assurer le vivre-ensemble. Dans cette même veine comparative de l’autonomie et de l’hétéronomie, Marcel Gauchet est l’auteur de « La démocratie contre elle-même ». Dans cet ouvrage il avait analysé comment le destin qui entraînait les sociétés occidentales vers « l’égalité des conditions » décrite par Tocqueville allait se retourner en son contraire dans la phase que nous connaissons actuellement. En effet, nous l’avons dit plus haut, la période moderne centrée autour de l’Homme et sa Raison va lentement s’émanciper de toute source normative extérieure à lui-même :c’est la marche vers l’autonomie (être à soi même la source de sa propre loi, notamment dans l’apogée kantienne au niveau théorique). Mais cette absence de transcendance (source extérieure de la norme et traversant l’Homme) semble lui être fatale : comment faire tenir debout l’édifice historique, social, économique, métaphysique sans appel à un fondement situé dans un au-delà de la volonté auto-émancipatrice des hommes ?
Les divers mouvements caractéristiques de cette marche en avant de la modernité vers la (reconnaissance de sa) pure et simple auto-production ont débouché sur une crise du sens et une crise du politique. Le mouvement même de la société dans ses différentes strates a opéré une disparition du politique ; au profit de l’économique, par exemple ou du sociétal. L’hédonisme consumériste ou le tourbillon industrieux pressenti par Tocqueville a engendré des atomes aux connections avec l’Un réduites au marché ou aux média de piètre qualité.
Le devenir même de la démocratie en accentuant la déréliction, défaisant le lien social, menace la démocratie, elle même impensable sans l’activité consciente et délibérée de la communauté dans cette sphère spécifique (irréductible à l’Etat-administration ou à la société civile) qu’est le politique.

2-Le cycle : L’avènement de la démocratie (Tome I et II novembre 2007) :
C’est à une approche généalogique de cette crise de la démocratie dans la phase contemporaine dite post-moderne , décrite dans « La démocratie contre elle-même » que se livre maintenant Marcel Gauchet dans une tétralogie sous le nom générique de « L’avènement de la démocratie ». Comment s’est mis en place le cadre  de la crise actuelle de la démocratie ?
On va y retrouver en toile de fond la question lancinante de l’opposition entre autonomie et hétéronomie comme si l’absence de transcendance perçue dans les sociétés contemporaines constituait l’origine de la Krisis.
Pour tenter de décrire ce phénomène de crise de manière génétique Marcel Gauchet va mettre en travail trois « variables » (le politique, le juridique, l’historique) et analyser leurs flexions, leurs transformations et leurs interactions tout au long des siècles de la période moderne.
Le premier volume recouvrant la période s’échelonnant du schisme de la chrétienté aux années 1900 est le plus dense et le plus synoptique car il présente une longue introduction d’une quarantaine de pages où l’auteur livre l’essence de sa démarche.
Le second volume, paru lui aussi, va traiter de « La crise du libéralisme ».
A paraître : les deux autres tomes , « A l’épreuve des totalitarismes » et « Le nouveau Monde » où l’auteur devrait poursuivre son analyse concernant la présente période inaugurée dans les années 1970.
Marcel Gauchet explore une critique de la démocratie depuis l’intérieur du Credo : c’est non seulement un libéral mais un démocrate. Ce qui n’exclue pas une parfaite lucidité quant à la nature de la crise actuelle. Marcel Gauchet s’appuie sur un optimisme non dénué de fondement : qui aurait parié un  Pfennig sur les démocraties parlementaires, dans les années trente, confrontées aux terribles coups de boutoir des totalitarismes communautaires, organiques, tenantes de l’Unicité ? L’envolée destinale qui caractérise la marche en avant libérale et démocratique suscitera-t-elle un rebond grâce à une nouvelle déclinaison du credo moderne ? Rien n’est moins sûr. Il n’existe peut être pas de dynamisme ou de mécanisme propre à un système et garantissant un avenir radieux. L’analyse matérialiste dialectique de Marx s’appuyant sur une mécanique déterministe stricte (le jeu du devenir des forces productives induisant nécessairement un changement révolutionnaire est à ranger dans les fameuses poubelles (qui débordent) de l’Histoire).
Marcel Gauchet tout au long des périodes précédant la contemporaine, n’a de cesse de traquer l’hétéronomie au sein même de chaque nouvel avatar de l’autonomie. On l’a dit plus haut, c’est comme si la vigueur du lien social été assurée par ce qui subsiste d’hétéronomie dans le nouvel état.
Premier exemple : la référence au Droit naturel moteur de la pensée moderne aux 17° et 18° siècles s’appuie sur des Droits de naissance, propres à l’homme, non créés par lui et qu’on ne peut lui ôter. Référence à une naturalité bien commode dans le combat à mener face au pouvoir monarchique censé toujours prompt à empiéter sur le droit de ses sujets. Mais cette référence à un état de nature, cet essentialisme  sera par la suite combattu dans des étapes suivantes de la pensée moderne (qu’on pense à Sartre …) car considérée à son tour comme réactionnaire. A juste titre. Cette naturalité de l’homme s’oppose à la destinée de l’autoproduction de l’homme en tant que société puis individu, destinée portée par le projet moderne.
Dans le combat contre le despotisme (incarnant le droit divin, la tradition, l’un organique, bref l’hétéronomie) la référence à la Nature humaine (même porteuse de droits) renvoie elle aussi à une transcendance (la nature comme limite à la volonté humaine) donc à une hétéronomie.
Le second exemple concerne le messianisme prolétarien initié par Marx puis le mouvement ouvrier « révolutionnaire » mais aussi présent chez Sorel. La théorie du grand tout que constitue la classe (le prolétariat) développe certes des aspects modernes. En effet l’auto-reconnaissance opérée par la société est bien quelque chose de nouveau (c’est le siècle de l’invention du mot et de la discipline : sociologie). La société n’est pas l’Etat ni l’Eglise mais un nouvel être qui s’organise notamment autour du Travail. La société se produit donc, indépendamment du politique, des cercles traditionnels des notables etc Cette reconnaissance d’une auto-production, signe d’un processus de différenciation au sein du grand tout qu’est la communauté est bien dans la ligne de l’autonomie moderne et des ses qualités auto-poïétiques. Mais là encore : paradoxe. Sous ses aspects typiquement modernes l’imaginaire de la Classe ressortit profondément de l’hétéronome. Cet avenir radieux terrestre est largement emprunté aux millénarismes religieux récurrents en Europe (la parousie chrétienne). De plus, cette fusion organique au sein du prolétariat comme réponse à l’atomisation sécrétée ou mise en place délibérément par le Capital fleure bon le mythe de la communauté primitive.
Critique opérable de même avec le fascisme ou le nazisme centrés autour de la nation ou de la race comme idéologies holistes et comme réponse possible à la dislocation du lien social par le jeu même du devenir de la modernité, réponse engendrée elle-même largement sur des présupposés de cette même modernité. On voit donc à chaque étape jusque dans les années 1970 se confronter au sein même d’un univers de représentations les deux dimensions d’autonomie et d’hétéronomie.

3-Premier tome : « La révolution moderne » :
Dans le second tome (« La crise du libéralisme »), que nous ne résumerons pas ici, Marcel Gauchet va opérer un développement intéressant sur Edmund Burke. Le décrivant non pas comme un penseur des anti-Lumières mais comme un libéral plus circonspect. La thèse de Burke, on le sait, appuie sur le côté « émergent » des institutions. Pour lui, en politique, on ne peut, sans dommage, faire  table rase et démarrer ex-nihilo un système de normes nouvelles : on ne décrète pas. Sans récuser le nouveau (qui arrive forcément dans le cadre d’une pensée qui accorde aux hommes en totalité ou en partie la paternité de leurs œuvres historiques) Burke pense que la tradition bonifie les institutions, les sanctifie. Leur octroyant, dans le rappel de leur attachement au passé, une dimension historique, ce, dans le cadre d’une saine historicité. Pour Burke donc l’hétéronomie au sein du fondement du politique est une donnée indépassable.
Ce rappel à Burke au sein du tome II nous semble livrer une clé expliquant cette récurrence de la confrontation autonomie/hétéronomie constitutive de l’ approche généalogique du phénomène moderne par Marcel Gauchet. D’où la thèse qu’il énonce en incipit : « […] les structures de la société autonome s’éclairent uniquement par contraste avec l’ancienne structuration religieuse. » Mais la vertu de cette confrontation a plus que des valeurs explicatives…
Dans ce tome I , le monde désenchanté va donc faire l’objet d’une analyse non seulement génétique mais aussi structurelle, nous l’avons dit à l’aide de trois  composantes : l’ordre politique, l’ordre juridique, l’ordre historique.
Grâce à l’évolution de chacune de ces variables et de leurs interactions le lecteur va voir comment, alors qu’un état d’apogée semble être réalisé dans un de ces ordres, la crise va surgir des conséquences induites au sein des deux autres ordres. Par exemple, comment à cause d’une nouvelle conception de l’histoire, un système politique qui a atteint le stade du suffrage universel et du gouvernement représentatif, semblant indiquer par là une avancée sans précédent de l’imaginaire démocratique et libéral, va vaciller dans les années trente.
L’univers sacral et holiste va de toute manière d’une manière générale céder (tout en se maintenant sous certaines espèces…) à la conjonction « de l’orientation vers l’avenir, de la forme Etat-Nation et de l’individu de droit ».
Le facteur qui préside à cette démarche est le constat concernant la période  post-moderne et son paradoxe apparent : comment « la puissance réelle déserte la machinerie à mesure que ses rouages se perfectionnent » ? Après sa victoire inattendue sur les totalitarismes c’est dans le mouvement même s’appuyant sur les Droits de l’homme et qui lui permettait de surpasser ses adversaires que la société démocratique se disjoint d’elle-même : « La consécration des droits de chacun débouche sur la dépossession de tous. »
Mais Marcel Gauchet demeure une démocrate, il croit même en ce domaine à une fin de l’Histoire (la démocratie est, sinon un horizon indépassable, du moins le meilleur ou « acceptable »). Mais cette fin de l’Histoire n’est pas hégélienne au sens de la réalisation de l’Esprit devenu « pour-soi » c'est-à-dire en sa pleine maîtrise, accomplissant son essence rationnelle.
« Nous n’avons touché quelque chose comme un terme de l’histoire, [|…] que pour y trouver, non la maîtrise et la paix d’une pleine possession de nous-mêmes, mais l’inconnu d’une soustraction à nous-mêmes […] la déréliction festive des derniers hommes.».
Optimiste cependant, l’auteur envisage cette crise comme une crise de croissance. Si la crise est là c’est par un « affermissement inégal » des trois dimensions citées plus haut. Dimensions entraînées par la phase actuelle dans un triple approfondissement. En même temps exigence de plus grande participation au Public et accroissement de l’indépendance privée. D’autre part l’approfondissement de l’exigence du droit (pour le meilleur et pour le pire -juridisation des rapports sociaux et politiques) contrecarre les exigences de la dimension politique comme l’avènement d’une nouvelle historicité. Alors « cette démocratie satisfaite ne se gouverne pas ».
Nous avons bien là une impuissance. Impuissance qu’engendre la suprématie actuelle du Droit dans sa variante actuelle :l’idéologie des Droits de l’homme.Suprématie donc au détriment du politique (le collectif) et de l’historique (effacement de l’avenir au profit de l’actualité –voir tome II).
Le politique qui était le socle de l’unité collective est éclipsé au profit du principe d’individualité. D’où « un pouvoir sans contenu s’auto-célébrant dans le vide ».
Mais Marcel Gauchet ne renonce pas à son hypothèse d’une reprise par rééquilibrage des autres dimensions. L’enfermement dans cette primauté du Droit doit être surmonté pour « réintégrer l’objectif du gouvernement du devenir et les moyens du politique. »
Ce « challenge » n’est pas nouveau, cycliquement la démocratie a rencontré des obstacles.
Un réarmement du politique et une nouvelle historicité devraient nous sortir « hors de l’impasse des droits de l’homme et de la sacralisation du singulier. »
Face à la nation américaine Marcel Gauchet voit une « Europe des nations qui tourne le dos à la puissance et s’interdit les moyens du rôle auquel elle aspire. »
Et son « universalisme […] en expiation des horreurs du passé, l’empêche de se poser comme nation, tout en dissolvant les nations dont elle est composée. »
Pour Marcel Gauchet c’est le sort de la démocratie libérale au XXI° siècle qui s’y joue.
C’est peut être aussi celui de l’Europe et de l’Occident comme identité et comme forme au-delà de l’imaginaire de la démocratie…Alors il est urgent avec Gauchet de participer au réarmement politique de l’Europe

Dernière mise à jour : ( 26-01-2008 )

jeudi, 25 septembre 2008

La décision dans l'oeuvre de Carl Schmitt

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La décision dans l'œuvre de Carl Schmitt

 

par Robert Steuckers

 

Carl Schmitt est considéré comme le théoricien par excellence de la décision. L'objet de cet exposé est:

- de définir ce concept de décision, tel qu'il a été formulé par Carl Schmitt;

- de reconstituer la démarche qui a conduit Carl Schmitt à élaborer ce concept;

- de replacer cette démarche dans le contexte général de son époque.

 

Sa théorie de la décision apparaît dans son ouvrage de 1922, Politische Theologie. Ce livre part du prin­cipe que toute idée poli­tique, toute théorie politique, dérive de concepts théologiques qui se sont laïcisés au cours de la période de sécularisation qui a suivi la Renaissance, la Réforme, la Contre-Réforme, les guerres de reli­gion.

 

«Auctoritas non veritas facit legem»

 

A partir de Hobbes, auteur du Leviathan  au 17ième siècle, on neu­tralise les concepts théologiques et/ou religieux parce qu'ils condui­sent à des guerres civiles, qui plongent les royaumes dans un “état de nature” (une loi de la jungle) caractérisée par la guerre de tous contre tous, où l'homme est un loup pour l'homme. Hobbes ap­pelle “Léviathan” l'Etat où l'autorité souveraine édicte des lois pour pro­téger le peuple contre le chaos de la guerre civile. Par consé­quent, la source des lois est une autorité, incarnée dans une per­sonne physique, exactement selon l'adage «auctoritas non veritas facit le­gem»  (c'est l'autorité et non la vérité qui fait la loi). Ce qui revient à dire qu'il n'y a pas un principe, une norme, qui précède la déci­sion émanant de l'autorité. Telle est la démarche de Hobbes et de la philosophie politique du 17ième siècle. Carl Schmitt, jeune, s'est enthousiasmé pour cette vision des choses.

 

Dans une telle perspective, en cas de normalité, l'autorité peut ne pas jouer, mais en cas d'exception, elle doit décider d'agir, de sévir ou de légiférer. L'exception appelle la décision, au nom du principe «auctoritas non veritas facit legem».  Schmitt écrit à ce sujet: «Dans l'exception, la puissance de la vie réelle perce la croûte d'une mé­canique figée dans la répétition». Schmitt vise dans cette phrase si­gnificative, enthou­siaste autant que pertinente, les normes, les mé­caniques, les rigidités, les procédures routinières, que le républica­nisme bourgeois (celui de la IIIième République que dénonçait Sorel et celui de la République de Weimar que dénonçaient les te­nants de la “Révolution Conservatrice”) ou le ronron wilhelminien de 1890 à 1914, avaient généralisées.

 

Restaurer la dimension personnelle du pouvoir

 

L'idéologie républicaine ou bourgeoise a voulu dépersonnaliser les mécanismes de la politique. La norme a avancé, au détriment de l'incarnation du pouvoir. Schmitt veut donc restaurer la dimension personnelle du pouvoir, car seule cette dimension personnelle est susceptible de faire face rapidement à l'exception (Ausnahme, Ausnahmenzustand, Ernstfall, Grenzfall). Pourquoi? Parce que la décision est toujours plus rapide que la lente mécanique des procé­dures. Schmitt s'affirme ainsi un «monarchiste catholique», dont le discours est marqué par le vitalisme, le personnalisme et la théolo­gie. Il n'est pas un fasciste car, pour lui, l'Etat ne reste qu'un moyen et n'est pas une fin (il finira d'ailleurs par ne plus croire à l'Etat et par dire que celui-ci n'est plus en tous les cas le véhicule du poli­tique). Il n'est pas un nationaliste non plus car le concept de nation, à ses yeux et à cette époque, est trop proche de la notion de volonté générale chez Rousseau.

 

Si Schmitt critique les démocraties de son temps, c'est parce qu'elles:

- 1) placent la norme avant la vie;

- 2) imposent des procédures lentes;

- 3) retardent la résolution des problèmes par la discussion (reproche essentiellement adressé au parlementarisme);

- 4) tentent d'évacuer toute dimension personnelle du pouvoir, donc tout recours au concret, à la vie, etc. qui puisse tempérer et adapter la norme.

 

Mais la démocratie recourt parfois aux fortes personnalités: qu'on se souvienne de Clémenceau, applaudi par l'Action Française et la Chambre bleu-horizon en France, de Churchill en Angleterre, du pouvoir direc­torial dans le New Deal et du césarisme reproché à Roosevelt. Si Schmitt, plus tard, a envisagé le recours à la dictature, de forme ponctuelle (selon le modèle romain de Cincinnatus) ou de forme commissariale, c'est pour imaginer un dictateur qui suspend le droit (mais ne le supprime pas), parce qu'il veut incarner tempo­rairement le droit, tant que le droit est ébranlé par une catastrophe ou une guerre civile, pour assu­rer un retour aussi rapide que pos­sible de ce droit. Le dictateur ou le collège des commissaires se pla­cent momentanément  —le temps que dure la situation d'exception—  au-dessus du droit car l'existence du droit implique l'existence de l'Etat, qui garantit le fonctionnement du droit. La dictature selon Schmitt, comme la dictature selon les fas­cistes, est un scandale pour les libéraux parce que le décideur (en l'occurrence le dictateur) est indépendant vis-à-vis de la norme, de l'idéologie dominante, dont on ne pour­rait jamais s'écarter, disent-ils. Schmitt rétorque que le libéralisme-normativisme est néanmoins coercitif, voire plus coer­citif que la coercition exercée par une personne mortelle, car il ne tolère justement aucune forme d'indépendance personnalisée à l'égard de la norme, du discours conventionnel, de l'idéologie éta­blie, etc., qui seraient des principes immortels, impas­sables, appelés à régner en dépit des vicissitudes du réel.

 

La décision du juge

 

Pour justifier son personnalisme, Schmitt raisonne au départ d'un exemple très concret dans la pratique juridique quotidienne: la dé­cision du juge. Le juge, avant de prononcer son verdict est face à une dualité, avec, d'une part, le droit (en tant que texte ou tradi­tion) et, d'autre part, la réalité vitale, existentielle, soit le contexte. Le juge est le pont entre la norme (idéelle) et le cas concret. Dans un petit livre, Gesetz und Urteil  (= La loi et le jugement), Carl Schmitt dit que l'activité du juge, c'est, essentiellement, de rendre le droit, la norme, réel(le), de l'incarner dans les faits. La pratique quotidienne des palais de justice, pratique inévitable, incontour­nable, contredit l'idéal libéral-normativiste qui rêve que le droit, la norme, s'incarneront tous seuls, sans intermédiaire de chair et de sang. En imaginant, dans l'absolu, que l'on puisse faire l'économie de la personne du juge, on introduit une fiction dans le fonctionnement de la justice, fiction qui croit que sans la subjectivité inévitable du juge, on obtiendra un meilleur droit, plus juste, plus objectif, plus sûr. Mais c'est là une impossibilité pratique. Ce raisonnement, Carl Schmitt le transpose dans la sphère du politique, opérant par là, il faut l'avouer, un raccourci assez audacieux.

 

La réalisation, la concrétisation, l'incarnation du droit n'est pas au­tomatique; elle passe par un Vermittler  (un intermédiaire, un in­tercesseur) de chair et de sang, consciemment ou inconsciemment animé par des valeurs ou des sentiments. La légalité passe donc par un charisme inhérent à la fonction de juge. Le juge pose sa décision seul mais il faut qu'elle soit acceptable par ses collègues, ses pairs. Parce qu'il y a iné­vitablement une césure entre la norme et le cas concret, il faut l'intercession d'une personne qui soit une autorité. La loi/la norme ne peut pas s'incarner toute seule.

 

Quis judicabit?

 

Cette impossibilité constitue une difficulté dans le contexte de l'Etat libéral, de l'Etat de droit: ce type d'Etat veut garantir un droit sûr et objectif, abolir la domination de l'homme par l'homme (dans le sens où le juge domine le “jugé”). Le droit se révèle dans la loi qui, elle, se révèle, dans la personne du juge, dit Carl Schmitt pour contredire l'idéalisme pur et désincarné des libéraux. La question qu'adresse Carl Schmitt aux libéraux est alors la suivante, et elle est très simple: Quis judicabit?  Qui juge? Qui décide? Réponse: une personne, une autorité. Cette question et cette réponse, très simples, consti­tuent le démenti le plus flagrant à cette indécrottable espoir libé­ralo-progressisto-normativiste de voir advenir un droit, une norme, une loi, une constitution, dans le réel, par la seule force de sa qua­lité juridique, philosophique, idéelle, etc. Carl Schmitt reconstitue la dimension personnelle du droit (puis de la politique) sur base de sa réflexion sur la décision du juge.

 

Dès lors, la-raison-qui-advient-et-s'accomplit-d'elle-même-et-par-la-seule-vertu-de-son-excellence-dans-le-monde-imparfait-de-la-chair-et-des-faits n'est plus, dans la pensée juridique et politique de Carl Schmitt, le moteur de l'histoire. Ce moteur n'est plus une abstraction mais une personnalité de chair, de sang et de volonté.

 

La légalité: une «cage d'acier»

 

Contemporain de Carl Schmitt, Max Weber, qui est un libéral scep­tique, ne croit plus en la bonne fin du mythe rationaliste. Le sys­tème rationaliste est devenu un système fermé, qu'il appelait une «cage d'acier». En 1922, Rudolf Kayser écrit un livre intitulé Zeit ohne Mythos  (= Une époque sans mythe). Il n'y a plus de mythe, écrit-il, et l'arcanum  de la modernité, c'est désormais la légalité. La légalité, sèche et froide, indifférente aux valeurs, remplace le mythe. Carl Schmitt, qui a lu et Weber et Kayser, opère un rappro­chement entre la «cage d'acier» et la «légalité» d'où, en vertu de ce rapprochement, la décision est morale aux yeux de Schmitt, puisqu'elle permet d'échapper à la «cage d'acier» de la «légalité».

 

Dans les contextes successifs de la longue vie de Carl Schmitt (1888-1985), le décideur a pris trois vi­sages:

1) L'accélarateur (der Beschleuniger);

2) Le mainteneur (der Aufhalter, der Katechon);

3) Le normalisateur (der Normalisierer).

 

Le normalisateur, figure négative chez Carl Schmitt, est celui qui défend la normalité (que l'on peut mettre en parallèle avec la lé­galité des années 20), normalité qui prend la place de Dieu dans l'imaginaire de nos contemporains. En 1970, Carl Schmitt déclare dans un interview qui restera longtemps impublié: «Le monde en­tier semble devenir un artifice, que l'homme s'est fabriqué pour lui-même. Nous ne vivons plus à l'Age du fer, ni bien sûr à l'Age d'or ou d'argent, mais à l'Age du plastique, de la matière artifi­cielle».

 

1. La phase de l'accélérateur (Beschleuniger):

 

La tâche politique de l'accélérateur est d'accroître les potentialités techniques de l'Etat ou de la nation dans les domaines des arme­ments, des communications, de l'information, des mass-media, parce tout accroissement en ces domaines accroît la puissance de l'Etat ou du «grand espace» (Großraum), dominé par une puissance hégémonique. C'est précisément en réfléchissant à l'extension spa­tiale qu'exige l'accélération continue des dynamiques à l'œuvre dans la société allemande des premières décennies de ce siècle que Carl Schmitt a progressivement abandonné la pensée étatique, la pensée en termes d'Etat, pour accéder à une pensée en termes de grands espaces. L'Etat national, de type européen, dont la po­pula­tion oscille entre 3 et 80 millions d'habitants, lui est vite apparu in­suffisant pour faire face à des co­losses démographiques et spatiaux comme les Etats-Unis ou l'URSS. La dimension étatique, réduite, spatialement circonscrite, était condamnée à la domination des plus grands, des plus vastes, donc à perdre toute forme de souveraineté et à sortir de ce fait de la sphère du politique.

 

Les motivations de l'accélérateur sont d'ordres économique et tech­nologique. Elles sont futuristes dans leur projectualité. L'ingénieur joue un rôle primordial dans cette vision, et nous retrouvons là les accents d'une certaine composante de la “révolution conservatrice” de l'époque de la République de Weimar, bien mise en exergue par l'historien des idées Jeffrey Herf (nous avons consulté l'édition italienne de son livre, Il mo­dernismo reazionario. Tecnologia, cultura e politica nella Germania di Weimar e del Terzo Reich, Il Mulino, Bologne, 1988). Herf, observateur critique de cette “révolution conservatrice” weimarienne, évoque un “modernisme réactionnaire”, fourre-tout conceptuel complexe, dans lequel on retrouve pêle-mêle, la vi­sion spenglerienne de l'histoire, le réalisme magique d'Ernst Jünger, la sociologie de Werner Sombart et l'“idéologie des ingénieurs” qui nous intéresse tout particulièrement ici.

 

Ex cursus: l'idéalisme techniciste allemand

 

Cette idéologie moderniste, techniciste, que l'on comparera sans doute utilement aux futurismes italien, russe et portugais, prend son élan, nous explique Herf, au départ des visions technocratiques de Walter Rathenau, de certains éléments de l'école du Bauhaus, dans les idées plus anciennes d'Ulrich Wendt, au­teur en 1906 de Die Technik als Kulturmacht (= La technique comme puissance cultu­relle). Pour Wendt, la technique n'est pas une manifestation de matérialisme comme le croient les marxistes, mais, au con­traire, une manifestation de spiritualité audacieuse qui diffusait l'Esprit (celui de la tradition idéaliste alle­mande) au sein du peuple. Max Eyth, en 1904, avait déclaré dans Lebendige Kräfte  (= Forces vi­vantes) que la technique était avant toute chose une force culturelle qui asservissait la matière plutôt qu'elle ne la servait. Eduard Mayer, en 1906, dans Technik und Kultur,  voit dans la technique une expression de la personnalité de l'ingénieur ou de l'inventeur et non le résultat d'intérêts commerciaux. La technique est dès lors un «instinct de transformation», propre à l'essence de l'homme, une «impulsion créatrice» visant la maîtrise du chaos naturel. En 1912, Julius Schenk, professeur à la Technische Hochschule de Munich, opère une distinction entre l'«économie commerciale», orientée vers le profit, et l'«économie productive», orientée vers l'ingénierie et le travail créateur, indépendamment de toute logique du profit. Il re­valorise la «valeur culturelle de la construction». Ces écrits d'avant 1914 seront exploités, amplifiés et complétés par Manfred Schröter dans les années 30, qui sanctionne ainsi, par ses livres et ses essais, un futurisme allemand, plus discret que son homologue italien, mais plus étayé sur le plan philosophique. Ses col­lègues et disciples Friedrich Dessauer, Carl Weihe, Eberhard Zschimmer, Viktor Engelhardt, Heinrich Hardenstett, Marvin Holzer, poursuivront ses travaux ou l'inspireront. Ce futurisme des ingénieurs, poly­techni­ciens et philosophes de la technique est à rapprocher de la sociolo­gie moderniste et “révolutionnaire-conservatrice” de Hans Freyer, correspondant occasionnel de Carl Schmitt.

 

Cet ex-cursus bref et fort incomplet dans le “futurisme” allemand nous permet de comprendre l'option schmittienne en faveur de l'«accélérateur» dans le contexte de l'époque. L'«accélérateur» est donc ce technicien qui crée pour le plaisir de créer et non pour amasser de l'argent, qui accumule de la puissance pour le seul profit du politique et non d'intérêts privés. De Rathenau à Albert Speer, en passant par les in­génieurs de l'industrie aéronautique al­lemande et le centre de recherches de Peenemünde où œuvrait Werner von Braun, les «accélérateurs» allemands, qu'ils soient dé­mocrates, libéraux, socialistes ou na­tionaux-socialistes, ont visé une extension de leur puissance, considérée par leurs philosophes comme «idéaliste», à l'ensemble du continent européen. A leur yeux, comme la technique était une puissance gratuite, produit d'un génie naturel et spontané, appelé à se manifester sans entraves, les maîtres poli­tiques de la technique devaient dominer le monde contre les maîtres de l'argent ou les figures des anciens régimes pré-techniques. La technique était une émanation du peuple, au même titre que la poésie. Ce rêve techno-futuriste s'effondre bien entendu en 1945, quand le grand espace européen virtuel, rêvé en France par Drieu, croule en même temps que l'Allemagne hitlé­rienne. Comme tous ses compatriotes, Carl Schmitt tombe de haut. Le fait cruel de la défaite militaire le contraint à modifier son op­tique.

 

2. La phase du Katechon:

 

Carl Schmitt après 1945 n'est plus fasciné par la dynamique indus­trielle-technique. Il se rend compte qu'elle conduit à une horreur qui est la «dé-localisation totale», le «déracinement planétaire». Le juriste Carl Schmitt se souvient alors des leçons de Savigny et de Bachofen, pour qui il n'y avait pas de droit sans ancrage dans un sol. L'horreur moderne, dans cette perspective généalogique du droit, c'est l'abolition de tous les loci, les lieux, les enracinements, les im-brications (die Ortungen). Ces dé-localisa­tions, ces Ent-Ortungen, sont dues aux accélarations favorisées par les régimes du 20ième siècle, quelle que soit par ailleurs l'idéologie dont ils se ré­clamaient. Au lendemain de la dernière guerre, Carl Schmitt estime donc qu'il est nécessaire d'opérer un retour aux «ordres élémen­taires de nos existences ter­restres». Après le pathos de l'accélération, partagé avec les futuristes italiens, Carl Schmitt déve­loppe, par réaction, un pathos du tellurique.

 

Dans un tel contexte, de retour au tellurique, la figure du décideur n'est plus l'accélérateur mais le kate­chon, le “mainteneur” qui «va contenir les accélérateurs volontaires ou involontaires qui sont en marche vers une fonctionalisation sans répit». Le katechon est le dernier pilier d'une société en perdition; il arrête le chaos, en main­tient les vecteurs la tête sous l'eau. Mais cette figure du katechon n'est pourtant pas entièrement nouvelle chez Schmitt: on en perçoit les prémices dans sa valorisation du rôle du Reichspräsident  dans la Constitution de Weimar, Reichspräsident qui est le «gardien de la Constitution» (Hüter der Verfassung), ou même celle du Führer  Hitler qui, après avoir ordonné la «nuit des longs cou­teaux» pour éliminer l'aile révolutionnaire et effervescente de son mouvement, apparaît, aux yeux de Schmitt et de bon nombre de conservateurs allemands, comme le «protecteur du droit» contre les forces du chaos révolutionnaire (der Führer schützt das Recht). En effet, selon la logique de Hobbes, que Schmitt a très souvent faite sienne, Röhm et les SA veulent concrétiser par une «seconde révolution» un ab­solu idéologique, quasi religieux, qui conduira à la guerre civile, horreur absolue. Hitler, dans cette lo­gique, agit en “mainteneur”, en “protecteur du droit”, dans le sens où le droit cesse d'exister dans ce nou­vel état de nature qu'est la guerre civile.

 

Terre, droit et lieu - Tellus, ius et locus

 

Mais par son retour au tellurique, au lendemain de la défaite du Reich hitlérien, Schmitt retourne au conser­vatisme implicite qu'il avait tiré de la philosophie de Hobbes; il abandonne l'idée de «mobilisation totale» qu'il avait un moment partagée avec Ernst Jünger. En 1947, il écrit dans son Glossarium, recueil de ses ré­flexions philosophiques et de ses fragments épars: «La totalité de la mobilisation consiste en ceci: le moteur immobile de la philosophie aristotélicienne est lui aussi entré en mouvement et s'est mobilisé. A ce moment-là, l'ancienne distinction entre la contemplation (immobile) et l'activité (mobile) cesse d'être perti­nente; l'observateur aussi se met à bouger [...]. Alors nous devenons tous des observateurs activistes et des activistes observants. [...] C'est alors que devient pertinente la maxime: celui qui n'est pas en route, n'apprend, n'expérimente rien».

 

Cette frénésie, cette mobilité incessante, que les peintres futuristes avaient si bien su croquer sur leurs toiles exaltant la dynamique et la cinétique, nuit à la Terre et au Droit, dit le Carl Schmitt d'après-guerre, car le Droit est lié à la Terre (Das Recht ist erdhaft und auf die Erde bezogen). Le Droit n'existe que parce qu'il y a la Terre. Il n'y a pas de droit sans espace habitable. La Mer, elle, ne connaît pas cette unité de l'espace et du droit, d'ordre et de lieu (Ordnung und Ortung).  Elle échappe à toute tentative de codifica­tion. Elle est a-so­ciale ou, plus exactement, “an-œkuménique”, pour reprendre le lan­gage des géopolito­logues, notamment celui de Friedrich Ratzel.

 

Mer, flux et logbooks

 

La logique de la Mer, constate Carl Schmitt, qui est une logique an­glo-saxonne, transforme tout en flux délocalisés: les flux d'argent, de marchandises ou de désirs (véhiculés par l'audio-visuel). Ces flux, dé­plore toujours Carl Schmitt, recouvrent les «machines impé­riales». Il n'y a plus de “Terre”: nous naviguons et nos livres, ceux que nous écrivons, ne sont plus que des “livres de bord” (Logbooks, Logbücher).  Le jeune philosophe allemand Friedrich Balke a eu l'heureuse idée de comparer les réflexions de Carl Schmitt à celles de Gilles Deleuze et Félix Guattari, consignées notamment dans leurs deux volumes fondateurs: L'Anti-Oedipe  et Mille Plateaux.  Balke constate d'évidents parallèles entre les réflexions de l'un et des autres: Deleuze et Guattari, en évoquant ces flux modernes, surtout ceux d'après 1945 et de l'américanisation des mœurs, parlent d'une «effusion d'anti-production dans la production», c'est-à-dire de stabilité coagulante dans les flux multiples voire désordonnés qui agitent le monde. Pour notre Carl Schmitt d'après 1945, l'«anti-pro­duction», c'est-à-dire le principe de stabilité et d'ordre, c'est le «concept du politique».

 

Mais, dans l'effervescence des flux de l'industrialisme ou de la «production» deleuzo-guattarienne, l'Etat a cédé le pas à la société; nous vivons sous une imbrication délétère de l'Etat et de l'économie et nous n'inscrivons plus de “télos” à l'horizon. Il est donc difficile, dans un tel contexte, de manier le «concept du politique», de l'incarner de façon durable dans le réel. Difficulté qui rend impos­sible un retour à l'Etat pur, au politique pur, du moins tel qu'on le concevait à l'ère étatique, ère qui s'est étendue de Hobbes à l'effondrement du III°Reich, voire à l'échec du gaullisme.

 

Dé-territorialisations et re-territorialisations

 

Deleuze et Guattari constatent, eux aussi, que tout retour durable du politique, toute restauration impa­vide de l'Etat, à la manière du Léviathan de Hobbes ou de l'Etat autarcique fermé de Fichte, est désormais impossible, quand tout est «mer», «flux» ou «production». Et si Schmitt dit que nous naviguons, que nous consi­gnons nos impressions dans des Logbooks, il pourrait s'abandonner au pessimisme du réaction­naire vaincu. Deleuze et Guattari accep­tent le principe de la navigation, mais l'interprètent sans pessi­misme ni optimisme, comme un éventail de jeux complexes de dé-territorialisations (Ent-Ortungen)  et de re-territorialisations (Rück-Ortungen).  Ce que le praticien de la politique traduira sans doute par le mot d'ordre suivant: «Il faut re-territorialiser partout où il est possible de re-territorialiser». Mot d'ordre que je serais person­nellement tenté de suivre... Mais, en dépit de la tristesse ressentie par Schmitt, l'Etat n'est plus la seule forme de re-territorialisation possible. Il y a mille et une possibilités de micro-re-territorialisa­tions, mille et une possibilités d'injecter de l'anti-production dans le flux ininterrompu et ininterrompable de la «production». Gianfranco Miglio, disciple et ami de Schmitt, éminence grise de la Lega Nord d'Umberto Bossi en Lombardie, parle d'espaces potentiels de territorialisation plus réduits, comme la région (ou la commu­nauté autonome des constitutionalistes espagnols), où une concen­tration localisée et circonscrite de politisation, peut tenir partielle­ment en échec des flux trop audacieux, ou guerroyer, à la mode du par­tisan, contre cette domination tyrannique de la «production». Pour étendre leur espace politique, les ré­gions (ou communautés autonomes) peuvent s'unir en confédérations plus ou moins lâches de régions (ou de communautés autonomes), comme dans les initia­tives Alpe-Adria, regroupant plusieurs subdivi­sions étatiques dans les régions alpines et adriatiques, au-delà des Etats résiduaires qui ne sont plus que des relais pour les «flux» et n'incarnent de ce fait plus le politique, au sens où l'entendait Schmitt.

 

L'illusion du «prêt-à-territorialiser»

 

Mais les ersätze de l'Etat, quels qu'ils soient, recèlent un danger, qu'ont clairement perçu Deleuze et Guattari: les sociétés modernes économi­sées, nous avertissent-ils, offrent à la consommation de leurs ci­toyens tous les types de territorialités résiduelles ou artificielles, imaginaires ou symboliques, ou elles les restaurent, afin de coder et d'oblitérer à nouveau les personnes détournées provisoirement des “quantités abs­traites”. Le système de la production aurait donc trouvé la parade en re-territorialisant sur mesure, et provisoire­ment, ceux dont la production, toujours provisoirement, n'aurait plus besoin. Il y a donc en per­manence le danger d'un «prêt-à-territorialiser» illusoire, dérivatif. Si cette éventualité apparaît nettement chez Deleuze-Guattari, si elle est explicitée avec un voca­bulaire inhabituel et parfois surprenant, qui éveille toutefois tou­jours notre attention, elle était déjà consciente et présente chez Schmitt: celui-ci, en effet, avait perçu cette déviance potentielle, évidente dans un phénomène comme le New Age  par exemple. Dans son livre Politische Romantik (1919), il écrivait: «Aucune époque ne peut vivre sans forme, même si elle semble complètement marquée par l'économie. Et si elle ne parvient pas à trouver sa propre forme, elle recourt à mille expédients issus des formes véritables nées en d'autres temps ou chez d'autres peuples, mais pour rejeter immé­diatement ces expédients comme inauthentiques». Bref, des re-territorialisations à la carte, à jeter après, comme des kleenex... Par facilité, Schmitt veux, personnelle­ment, la restauration de la “forme catholique”, en bon héritier et disciple du contre-révolutionnaire espa­gnol Donoso Cortés.

 

3. La phase du normalisateur:

 

La fluidité de la société industrielle actuelle, dont se plaignait Schmitt, est devenue une normalité, qui en­tend conserver ce jeu de dé-normalisation et de re-normalisation en dehors du principe po­litique et de toute dynamique de territorialisation. Le normalisa­teur, troisième figure du décideur chez Schmitt, est celui qui doit empêcher la crise qui conduirait à un retour du politique, à une re-territorialisation de trop longue durée ou définitive. Le normalisa­teur est donc celui qui prévoit et prévient la crise. Vision qui cor­respond peu ou prou à celle du sociologue Niklas Luhmann qui ex­plique qu'est souverain, aujourd'hui, celui qui est en mesure, non plus de décréter l'état d'exception, mais, au contraire, d'empêcher que ne survienne l'état d'exception! Le normalisateur gèle les pro­cessus politiques (d'«anti-production») pour laisser libre cours aux processus économiques (de «production»); il censure les discours qui pourraient conduire à une revalorisation du politique, à la res­tauration des «machines impériales». Une telle œuvre de rigidifica­tion et de censure est le propre de la political correctness, qui structure le «Nouvel Ordre Mondial» (NOM). Nous vivons au sein d'un tel ordre, où s'instaure une quantité d'inversions sémantiques: le NOM est statique, comme l'Etat de Hobbes avait voulu être sta­tique contre le déchaînement des pas­sions dans la guerre civile; mais le retour du politique, espéré par Schmitt, bouleverse des flux divers et multiples, dont la quantité est telle qu'elle ne permet au­cune intervention globale ou, pire, absorbe toute intervention et la neutralise. Paradoxalement le partisan de l'Etat, ou de toute autre instance de re-territorialisation, donc d'une forme ou d'une autre de stabilisation, est au­jourd'hui un “ébranleur” de flux, un déstabilisa­teur malgré lui, un déstabilisateur insconscient, surveillé et neutralisé par le normalisateur. Un cercle vicieux à briser? Sommes-nous là pour ça?

 

Robert Steuckers.

dimanche, 20 juillet 2008

Les idées politiques de Gustave Le Bon

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Les idées politiques de Gustave Le Bon

Source : Recension Les idées politiques de Gustave Le Bon, Catherine Rouvier (PUF, 1986) par Ange Sampieru, revue Vouloir n°35/36 (janv. 1987).

Né en 1841, mort en 1931, le docteur Gustave Le Bon est resté célèbre dans l'histoire des idées contemporaines pour son ouvrage historique, La psychologie des foules, paru en 1895. Pourtant, en dépit de plusieurs décennies de gloire, que Catherine Rouvier situe entre 1910 (date de la plus grande diffusion de son ouvrage) et 1931, année de sa mort, il erre depuis maintenant 50 ans dans un pénible purgatoire. Cette éclipse apparaît, au regard de la notoriété de Le Bon, comme un sujet d'étonnement. L’influence de Le Bon ne fut pas seulement nationale et française. Son livre fut lu, loué et utilisé dans de nombreux pays étrangers. Aux États-Unis, par ex., où le Président Théodore Roosevelt déclarait que l’ouvrage majeur de Gustave Le Bon était un de ses livres de chevet. Dans d'autres pays, le succès fut également assuré : en Russie, où la traduction fut assurée par le Grand-Duc Constantin, directeur des écoles militaires ; au Japon et en Égypte aussi, des intellectuels et des militaires s'y intéressent avec assiduité. Cette présence significative de Gustave Le Bon dans le monde entier ne lui évita pourtant pas la fermeture des portes des principales institutions académiques françaises, notamment celles du monde universitaire, de l'Institut et du Collège de France.

Un ostracisme injustifié

Le mystère de cet ostracisme, exercé à l'encontre de ce grand sociologue aussi célèbre qu'universel est l'un des thèmes du livre de Catherine Rouvier. La curiosité de l’auteur avait été éveillée par une étude sur le phénomène, très répandu, de la "personnalisation du pouvoir". Autrement dit, pourquoi les régimes modernes, parlementaires et constitutionnalistes, génèrent-ils aussi une "humanisation" de leurs dirigeants ? Ce phénomène apparaît d'ailleurs concomitant avec un phénomène qui lui est, historiquement parlant, consubstantiel : l'union des parlementaires contre ce que le professeur Malibeau nommait une "constante sociologique". De Léon Gambetta à Charles de Gaulle, l’histoire récente de France démontre à l'envi cette permanence. D'ailleurs les régimes démocratiques, à l'époque de Le Bon, n'étaient évidemment pas seuls à sécréter cette tendance. Les régimes totalitaires étaient eux-mêmes enclins à amplifier cette constante (Hitler en Allemagne, Staline en Russie). Après maintes recherches dans les textes devenus traditionnels (Burdeau, René Capitant) Catherine Rouvier découvrit l'œuvre maîtresse de Le Bon. Malgré les nombreuses difficultés rencontrées dans sa recherche laborieuse d'ouvrages traitant des grandes lignes de la réflexion de Le Bon, c'est finalement dans un article paru en novembre 1981 dans le journal Le Monde, double compte-rendu de 2 ouvrages traitant du concept central de Le Bon, la foule, que l'auteur trouva les 1ers indices de sa longue quête. En effet les 2 ouvrages soulignaient l’extrême modernité de la réflexion de Le Bon. Pour Serge Moscovici, directeur d'études à l'École des Hautes Études en Sciences sociales, et auteur de L'Âge des foules (Paris, Fayard, 1981), Le Bon apporte une pensée aussi nouvelle que celle d'un Sigmund Freud à la réflexion capitale sur le rôle des masses dans l'histoire. Il dénonce dans la même foulée l'ostracisme dont est encore frappé cet auteur dans les milieux académiques français.

Pour Moscovici, les raisons sont doubles : d'une part, "la qualité médiocre de ses livres", et d'autre part, le quasi-monopole exercé depuis des années par les émules de Durkheim dans l'université française. Et, plus largement, l'orientation à gauche de ces milieux enseignants [mode du freudo-marxisme]. Contrairement au courant dominant, celui que Durkheim croyait être source de vérité, Le Bon professait un scepticisme général à l'égard de toutes les notions communes aux idéologies du progrès. Les notions majeures comme celles de Révolution, de socialisme, de promesse de paradis sur terre, etc. étaient fermement rejetées par Le Bon. On l'accusa même d'avoir indirectement inspiré la doctrine de Hitler. Sur quoi Catherine Rouvier répond : pourquoi ne pas citer alors Staline et Mao qui ont, eux aussi, largement utilisé les techniques de propagande pour convaincre les foules ?

Une dernière raison de cet ostracisme fut le caractère dérangeant de la pensée de Le Bon. Son approche froidement "objective" du comportement collectif, le regard chirurgical et détaché qu'il porte sur ses manifestations historiques, tout cela allait bien à l'encontre d'un certain "moralisme politique". En associant psychologie et politique, Le Bon commettait un péché contre l'esprit dominant.

De la médecine à la sociologie en passant par l'exploration du monde...

Avant de revenir sur les idées politiques de G. Le Bon, rappelons quelques éléments biographiques du personnage. Fils aîné de Charles Le Bon, Gustave Le Bon est né le 7 mai 1841 dans une famille bourguignonne. Après des études secondaires au lycée de Tours, G. Le Bon poursuit des études de médecine. Docteur en médecine à 25 ans, il montre déjà les traits de caractère qui marqueront son œuvre future : une volonté de demeurer dans !'actualité, une propension à la recherche scientifique, un intérêt avoué pour l'évolution des idées politiques. En 1870, il participe à la guerre, d’où il retire une décoration (il est nommé chevalier de la légion d'honneur en décembre 1871). Paradoxalement, cet intérêt pour des sujets d'actualité n'interdit pas chez cet esprit curieux et travailleur de poursuivre des recherches de longue haleine. Ainsi en physiologie, où il nous lègue une analyse précise de la psychologie de la mort. Gustave Le Bon est aussi un grand voyageur. Il effectue de nombreux déplacements en Europe et, en 1886, il entame un périple en Inde et au Népal mandaté par le Ministère de l'Instruction publique. Il est d'ailleurs lui-même membre de la Société de Géographie. Et c'est entre 1888 et 1890 que ses préoccupations vont évoluer de la médecine vers les sciences sociales. Le passage du médical au "sociologique" passera vraisemblablement par le chemin des études d'une science nouvelle au XIXe siècle : l'anthropologie. Il rejoindra d'ailleurs en 1881 le domaine de l'anthropologie biologique par l'étude de l'œuvre d'AIbert Retzius sur la phrénologie (étude des crânes).

De cet intérêt est né la "profession de foi" anthropologique de Le Bon, consignée dans L'homme et les sociétés. La thèse principale de ce pavé est que les découvertes scientifiques, en modifiant le milieu naturel de l'homme, ont ouvert à la recherche une lecture nouvelle de l'histoire humaine. Le Bon utilise d'ailleurs l'analogie organique pour traiter de l'évolution sociale. Avant Durkheim, il pose les bases de la sociologie moderne axée sur les statistiques. Il propose aussi une approche pluridisciplinaire de l'histoire des sociétés. Mais, en fait, c'est l'étude de la psychologie qui va fonder la théorie politique de Le Bon.

Naissance de la "psychologie sociale"

En observateur minutieux du réel, le mélange des sciences et des acquis de ses lointains voyages va conduire Le Bon à la création d'un outil nouveau : la "psychologie sociale". La notion de civilisation est au centre de ses réflexions. Il observe avec précision, en Inde et en Afrique du Nord, le choc des civilisations que le colonialisme provoque et exacerbe. C'est ce choc, dont la dimension psychologique l'impressionne, qui mènera Le Bon à élaborer sa théorie de la "psychologie des foules" qui se décompose en théorie de la "race historique" et de la "constitution mentale des peuples". Rejetant le principe de race pure, Le Bon préfère celle de "race historique", dont l'aspect culturel est prédominant. Là s'amorce le thème essentiel de toute son œuvre : "le mécanisme le propagation des idées et des conséquences". À la base, Le Bon repère le mécanisme dynamique de la "contagion". La contagion est assurée par les 1ers "apôtres" qui eux mêmes sont le résultat d'un processus de "suggestion". Pour Le Bon, ce sont les affirmations qui entraînent l'adhésion des foules, non les démonstrations. L'affirmation s'appuie sur un médium autoritaire, dont le 'prestige" est l'arme par excellence.

Le Bon est aussi historien. Il trouve dans l'étude des actions historiques le terrain privilégié de sa réflexion. Deux auteurs ont marqué son initiation à la science historique : Fustel de Coulanges et Hippolyte Taine. La lecture de La Cité Antique, ouvrage dû à Fustel de Coulanges, lui fait comprendre l'importance de l'étude de l'âme humaine et de ses croyances afin de mieux comprendre les institutions. Mais Taine est le véritable maître à penser de Le Bon. Les éléments suivants sous-tendent, selon Taine, toute compréhension attentive des civilisations : la race, le milieu, le moment et, enfin, l'art. La théorie de la psychologie des foules résulte d'une synthèse additive de ces diverses composantes. Mais Le Bon va plus loin : il construit une définition précise, "scientifique", de la foule. L'âme collective, mélange de sentiments et d'idées caractérisées, est le creuset de la "foule psychologique". Le Bon parle d'unité mentale...

Un autre auteur influence beaucoup Le Bon. Il s'agit de Gabriel de Tarde. Ce magistrat, professeur de philosophie au Collège de France, est à l'origine de la "loi de l’imitation", résultat d'études approfondies sur la criminalité. La psychologie des foules, théorie de l'irrationnel dans les mentalités et les comportements collectifs (titre de la 1ère partie), offre à Gustave Le Bon une théorie explicative de l'histoire et des communautés humaines dans l'histoire. À travers elle, l'auteur aborde de nombreux domaines : les concepts de race, nation, milieu sont soumis à une grille explicative universelle.

Une nouvelle philosophie de l'histoire

Le Bon se permet aussi une analyse précise des institutions politiques européennes : ainsi sont décortiquées les notions de suffrage universel, d'éducation, de régime parlementaire. L'actualité fait aussi l'objet d'une approche scientifique : Le Bon analyse les phénomènes contemporains de la colonisation, du socialisme, ainsi que les révolutions et la montée des dictatures. Enfin, Le Bon traite de la violence collective au travers de la guerre, abordant avec une prescience remarquable les concepts de propagande de guerre, des causes psychologiques de la guerre, etc. Tous ces éléments partiels amènent Le Bon à dégager une nouvelle philosophie de l'histoire, philosophie qui induit non seulement une méthode analytique, mais aussi et surtout les facteurs d'agrégation et de désintégration des peuples historiques (plus tard, à sa façon, Ortega y Gasset parlera, dans le même sens, de peuples "vertébrés" et "invertébrés"). La civilisation est enfin définie, donnant à Le Bon l'occasion d’aborder une des questions les plus ardues de la philosophie européenne, celle que Taine avait déjà abordé et celle que Spengler et Toynbee aborderont.

G. Le Bon est un auteur inclassable. Profondément pessimiste parce que terriblement lucide à propos de l'humanité, Le Bon utilise les outils les plus "progressistes" de son époque. Il sait utiliser les armes de la science tout en prévenant ses lecteurs des limites de son objectivité. Observateur des lois permanentes du comportement collectif, Le Bon est un historien convaincu. Il comprend très vite l'importance, en politique, de la mesure en temps. L'histoire est le résultat d'une action, celle qu'une minorité imprime sur l'inconscient des masses. Il constate que cette influence des minorités agit rarement sur la mentalité, donc sur les institutions de ses contemporains. Il y a donc un écart historique entre l'action et la transformation effective du réel. L'élaboration d'une idée est une étape. La pénétration concrète de cette idée est l'étape suivante. Son application enfin, constitue une autre étape. Cette mesure au temps vaut au fond pour tous les domaines où l'homme s'implique. Dans l'histoire bien sûr mais aussi dans la science, dans le politique. Le grand homme politique est simplement celui qui pressent le futur de son présent. Il est la synthèse vivante et dynamique des actions posées par les générations précédentes. L'histoire du passage de l'inconscient au conscient est aussi à la mesure de ce temps. Les institutions et le droit sont les fruits de l'évolution des mentalités.

Au-delà des misères de la droite et de la gauche

Le livre de Catherine Rouvier a un immense mérite : comprendre, au travers de l'œuvre de Le Bon, comment l'histoire des idées politiques est passée du XIXe au XXe siècle. La multiplicité des questions abordées par l'auteur est le miroir de l'immense variété des outils de réflexion utilisés par Le Bon. Les idées politiques de Gustave Le Bon supportent mal une classification simplette. Si la droite libérale lance aujourd'hui une tentative de récupération de Le Bon et si la gauche continue à dénoncer ses théories, on peut déceler dans ces 2 positions, au fond identiques même si elles sont formellement divergentes, une même incompréhension fondamentale de la théorie de Le Bon. Les idées politiques de ce sociologue de l'âge héroïque de la sociologie, dont le soubassement psychologique est présenté ici, ne sont en fait ni de droite ni de gauche. La dialectique d'enfermement du duopole idéologique moderne refuse catégoriquement toute pensée qui n'est pas immédiatement encastrée dans une catégorie majeure. C'est le cas de Le Bon. Catherine Rouvier compare d'ailleurs, avec beaucoup de pertinence, cette originalité à celle des travaux de Lorenz (cf. Postface, p. 251 et s.). Le Bon exprime bien l’adage très connu de Lénine : les faits sont têtus...

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* Petites phrases :

  • "Nous sommes à l'époque des masses, les masses se prosternent devant tout ce qui est massif." Nietzsche, Par delà Bien-Mal, § 241
  • "La foule est plus susceptible d'héroïsme que de moralité." G. Le Bon, Aphorismes du temps présent
  • "La preuve du pire, c'est la foule." Sénèque, De beatam vitam
  • "Non, le mal est enraciné en chacun, et la foule placée devant l'alternative vie-mort crie "La mort ! La mort !" comme les Juifs répondaient à Ponce-Pilate "Barabas ! Barabas !" ". M. Tournier, Le Roi des Aulnes
  • "Une société de masse n'est rien de plus que cette espèce de vie organisée qui s'établit automatiquement parmi les êtres humains quand ceux-ci conservent des rapports entre eux mais ont perdu le monde autrefois commun à tous." H. Arendt, La Crise de la culture
  • "Il faut se séparer, pour penser, de la foule / Et s'y confondre pour agir." Lamartine
  • "La maturité des masses consiste en leur capacité de reconnaître leurs propres intérêts." A. Koestler, Le Zéro et l'Infini
  • "En fait, la plupart du temps, la masse les précède, leur indique le chemin en silence, mais d'un silence qui n'est pas moins efficace puisque c'est de leur capacité à savoir l'écouter que ces "grands hommes" tirent leur pouvoir." M. Maffesoli, La Transfiguration du politique
  • "Toute la publicité, toute l'information, toute la classe politique sont là pour dire aux masses ce qu'elles veulent." / "L'énergie informatique, médiatique, communicationnelle dépensée aujourd'hui ne l'est plus que pour arracher une parcelle de sens, une parcelle de vie à cette masse silencieuse." J. Baudrillard, Les Stratégies fatales