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dimanche, 02 février 2014

Infierno convivencial

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Infierno convivencial

Todo ello demanda formular que una de las metas del programa de la revolución integral sea el derrocamiento revolucionaria de la sociedad actual, o infierno convivencial, con el fin de que exista libertad para el afecto, la convivencia y el amor, dado que hoy sólo la hay para el aborrecimiento y la pugna interpersonal, la soledad y el desamor.

Los ilustrados dieciochescos crearon el “homo oeconomicus”, Adam Smith sobre todo, el cual se satisface y realiza con la riqueza material. Esta formulación, decididamente burguesa, está en la base de los proyectos “emancipadores” de naturaleza obrerista y social urdidos en el siglo XIX y todavía vigentes aunque ya en su fase final. Significa que el ser humano tiene necesidades materiales pero no necesidades espirituales, entre ellas la de convivir con sus iguales recibiendo y dando afecto. Esto es muy desacertado, y además monstruoso e inhumano.

La cosa es, asimismo, chusca pues Adam Smith y demás próceres del economicismo se referían a cuestiones militares, no a la existencia cotidiana del sujeto común. Su meta era una sociedad de riqueza material máxima a fin de que Inglaterra pudiera armar una enorme flota de guerra que le diera la hegemonía planetaria imperialista, como así sucedió. Al mismo tiempo, esa sociedad tenía que ser de miseria convivencial y espiritual, para construir al sujeto dócil -por solitario y desestructurado- que obedece y se somete a las instituciones estatales que le tiranizan y a los empresarios que le explotan.

Hoy se ha realizado la sociedad con que deliró T. Hobbes, vehemente partidario del despotismo del Estado. Ya cada ser humano es un “lobo” para los demás seres humanos, y lo que padecemos es “la guerra de todos contra todos” con el ente estatal (cada día más policiaco, funcionarial, tecnologizado, militarizado y poderoso económicamente) vigilando y castigando a esta inmensa horda de infra-seres que se ignoran y se agreden, la sociedad actual.

A más desamor más Estado. A más desamor más debilidad e impotencia del sujeto, y menos lucha por la libertad y menos libertad.

La hostilidad de unos contra otros toma un sinnúmero de formas. Se trata a los iguales sin respeto, sin cortesía, sin humanidad, sin hermandad, sin afecto salido del corazón, considerándolos como causa de utilidades para el ego y nada más, cuando no como presas a las que parasitar y expoliar. Se agrede a los demás con el desaliño personal, con la palabra agria y descompuesta, con la “sinceridad” que sólo ve en el otro lo negativo, con el chismorreo demoledor, con la “espontaneidad” que niega el autodominio necesario para que la convivencia sea, con la astucia y el maquiavelismo que concibe al igual como criatura a la que rapiñar y saquear.

La pérdida de las capacidades relacionales y convivenciales es una de las patologías más aterradoras de la sociedad actual. Ya no hay un lenguaje del afecto, ni un saber estar en la convivencia, ni una voluntad de hacer la existencia más agradable a los otros, ni un deseo de servir desinteresadamente, ni un saber escuchar, ni un negarse a sí mismo por el bien de los iguales. Todo ello se tapa con fórmulas muertas de urbanidad, sonrisas que son meras muecas cuando no herramientas de mercadotecnia y un uso abusivo en ciertos sectores del vocablo “amor”. Es más, las poquísimas personas que todavía resultan capaces de expresar en actos su afecto son recibidas con desconfianza y recelo, pues se considera tal manera de ser como una argucia dirigida a alcanzar no sé sabe que metas secretas…

En tal situación hay que proclamar con la pertinente solemnidad e incluso prosopopeya que el ser humano tiene necesidades afectivas y emocionales, que éstas son imprescindibles para su realización como persona y que si no las satisface enferma, del alma y del cuerpo, y enloquece. E incluso se quita la vida. Así es, pues la gran mayoría de los miles que se suicidan cada año lo hacen al no satisfacer sus apremiantes necesidades de cariño, compañía y erotismo, más que por pobreza material.

Una vida sin afectos no es una vida humana propiamente dicha sino una infra-vida en la que la persona queda entregada al peor y mayor de los sufrimientos, la ausencia de amor y de amor al amor.

Han sido aniquiladas en su casi totalidad la amistad, la simpatía, el compañerismo, la camaradería, la vecindad [1], la cordialidad, el sexo como erotismo (o sea, con expresiones mayores o menores pero perceptibles de amor), el enamoramiento, las relaciones de familia, la alegría de estar juntos, el hacer de uno mismo una obra de arte ofrecida desinteresadamente a los iguales, la capacidad para realizar tareas colectivas, la vida asociativa no jerárquica y casi cualquier forma del “nosotros”. Se ha esfumado la simpatía en el mirar, la comprensión en el estar, la elegancia en el mostrarse y la gracia en el contar. Apenas queda capacidad de reír unidos ni de de estar juntos en los malos momentos. No hay ya ritos convivenciales, trabajos en común, encuentros realmente amorosos, fiestas en las que el mutuo afecto, y no el alcohol y las drogas, sea lo decisivo.

Hemos sido despojados de una percepción cardinal de la condición humana, aquélla en la que el otro aparece como amigo en actos y no como enemigo. Por eso estamos tan enfermos. Por eso somos tristes hasta lo lúgubre, aburridos hasta lo tedioso, egocentristas hasta lo disfuncional [2], vacios y superficiales hasta lo grotesco. Somos (fuimos) ricos materialmente pero en todo lo demás, en lo que afecta a la vida del espíritu, somos paupérrimos. Y esto nos está, literalmente, matando [3].

En el actual desierto relacional e infierno convivencial no queda apenas nada más que ruinas y cenizas, entre las que deambulan criaturas solitarias, cada vez más degradadas del cuerpo y del espíritu, sometidas a grados descomunales de tristeza, malestar, angustia, ansiedad, depresión y otras varias formas de sufrimiento anímico, lo que ahora se llama “dolor de vida”, que el sistema trata con antidepresivos, cuyo consumo ¡se está doblando cada diez años! En particular, las mujeres han sido hechas consumidoras compulsivas de píldoras contra la desesperación, ocasionada por ser forzadas a vivir una vida que: 1) no es humana, 2) no es apropiada en absoluto para las mujeres, la del actual régimen neo-patriarcal.

Cada vez más personas están indisponiéndose psíquicamente, enloqueciendo, por causa del agravamiento del conflicto interpersonal y la pérdida de las prácticas, saberes y capacidades relacionales. Alcanzado un determinado porcentaje de sujetos disfuncionales por ruina de su estabilidad psíquica debido a la represión de las necesidades afectivas y relacionales (lo que incluye la persecución, cada día más feroz, del erotismo heterosexual) la sociedad difícilmente podrá mantenerse, pues no habrá recursos humanos ni medios materiales para atender a tantos seres incapaces, disminuidos o enfermos. Esta es una de las causas profundas de la actual crisis económica de Occidente, que ni vislumbran los maníacos del economicismo.

La soledad produce pánico, y el pánico hace perder el juicio. Y el enloquecimiento, cuando como hoy es crónico, enferma. También el cuerpo, no sólo la mente. Un buen número de dolencias corporales nuevas cada día más comunes y que hasta hace unos decenios eran rarísimas sólo pueden explicarse a partir de las formas antinaturales de existencia que el actual sistema de dictadura impone al ser humano de las clases populares, en primer lugar la soledad, el odio mutuo y el desamor.

Una mente enferma crea un cuerpo enfermo. La naturaleza ha hecho al ser humano para la relación y la convivencia pero el actual sistema le condena a la incomunicación y la represión de su afectividad: de ese conflicto proviene hoy una parte mayor de la degradación física y psíquica de la especie.

La destrucción de la existencia hermanada con conversión del individuo en un sujeto asocial incapaz de amar está en el centro mismo de las revoluciones liberales, siendo uno de los puntos decisivos de su programa, quizá el más decisivo. En el proyecto liberal sólo hay dos actores, uno es el Estado hipertrófico (y su criatura, el capitalismo), el otro es el sujeto común atomizado y aislado, expulsado a pesar de sí mismo de todas las formas preexistentes de convivencia, sociabilidad, juntas o asambleas de los iguales y sistemas comunales de trabajo, siempre asociados a fiestas convivenciales. Está solo frente al ente estatal y por eso mismo desasistido y débil de manera máxima, impotente para resistir y mucho más para derrocar al nuevo Estado invasivo, totalitario e hiper-tiránico [4].

Por eso la revolución liberal es una catarata de actos políticos, jurídicos, económicos, amaestradores y propagandísticos que buscan la individualización absoluta, nadificadora y definitiva del sujeto popular. El concejo abierto, las formas asamblearias de autogobierno y vida política, que eran el fundamento mayor, junto con el comunal, del afecto y la convivencia, es relegado y nulificado. Los bienes comunales, tierras y muchísimo más que tierras, son privatizados, destruyendo la base económica de la existencia unida y fraternal, afectivamente muy satisfactoria, de las sociedades preliberales. Sin vida política ni vida económica colectivista, ¿cómo va a darse el cariño, la intimidad, la cordialidad, la cortesía y la convivencia en las relaciones interpersonales, dado que son precondiciones del amor de unos a otros?

El régimen partitocrático enfrenta a las personas entre sí, lanzando a unas contra otras y creando dolorosas divisiones en el cuerpo social, por causa de las banderías políticas, en sí mismas insignificativas pero maximizadas y teatralizadas para dividir, amaestrar en el odio y provocar desencuentros. La misma función desempeñan el racismo, que enfrenta a las personas por el color de su piel, cada día más preocupante en sus expresiones renovadas, los odios promovidos por los fanatismos religiosos, el enfrentamiento entre generaciones y la pavorosa ascensión teledirigida del sexismo político, en sus dos formas, misoginia y androfobia.

sida-mental-770x1082.jpgEl trabajo asalariado, esa inmensa maldición sin cuya erradicación la sociedad actual no puede regenerarse en lo convivencial, lo ético, lo reflexivo y lo cívico, amaestra en obedecer y en temer, llena los espíritu de odio, crea un conflicto universal permanente y despoja al trabajador asalariado de lo más sustantivo de su condición humana, haciéndole inhábil para las relaciones sin dominadores ni dominados, afectuosas por horizontales. El Estado de bienestar, apoyado por los peores enemigos del género humano, “resuelve” y “satisface” con la asistencia estatal lo que debería solventarse por los procedimientos de mutua ayuda, cooperación y convivencia, de donde resultaría una expansión de lo afectuoso, y en consecuencia una satisfacción de las necesidades de devoción, apego y cariño de las personas.

La competición económica oculta y vela lo que es notable causa de eficacia económica, la cooperación en el trabajo productivo entre personas igualmente propietarias de los medios de producción. Dicha competición lanza a unos seres humanos contra los otros, lleva a formas cada día más monstruosas y homicidas (además de, cada vez más, suicidas) de codicia y avidez por el dinero haciendo imposible la convivencia. Al mismo tiempo hay que señalar que el creciente espíritu competitivo de las sociedades actuales, hiper-burguesas porque la gran mayoría de lo que antaño fueron clases trabajadoras se ha adherido a la cosmovisión burguesa del mundo (que es la del economicismo, o preeminencia de lo económico), crea un conflicto social e interpersonal creciente en el que se derrochan estúpidamente cantidades fabulosas de recursos materiales, energía humana y tiempo de vida.

Sin sustituir la competencia por la cooperación en el trabajo productivo no es posible minimizar el tiempo de trabajo, ofrecer una vida material decorosa a todos los seres humanos y reducir el consumo de recursos naturales, limitando o incluso erradicando la devastación medioambiental. Pero ese gran cambio demanda una revolución social, de naturaleza integral, y también una revolución interior, que ha de tener lugar en lo más profundo del corazón de cada ser humano por libre albedrío.

No hay mayor alegría que la del amor mutuo ni mayor goce que el compartirlo todo. Si la burguesía vive en la posesividad, la competencia y el odio de unos a otros, quienes sean anti-burgueses de cabeza y corazón tienen que elegir para sí los valores que nieguen esos disvalores.

La existencia misma del Estado, como gobernante y dominador del pueblo, establece la peor forma de diferenciación con enfrentamiento y odio entre los seres humanos. Donde las gentes quedan divididas en mandantes y mandados, administradores y administrado, amenazantes (cuando no verdugos) y amenazados, adoctrinadores y adoctrinados, no puede haber afecto mutuo ni puede edificarse una sociedad en la que el apego y el amor sean universales.

Eso es tan verdad que el actual infierno convivencial, en el que nos atormentamos, deshumanizamos y parecemos, lo ha construido ante todo el Estado, en la forma concreta que adopta éste hoy, como ente aberrante y monstruoso emergido de las revoluciones liberales, que adopta, para seguir el análisis de Otto Hintze, primero la forma de “Estado liberal” y después la de “Estado total” o, como ese autor expone, “Estado que interviene en toda la vida del pueblo[5], lo que expresa el máximo de despotismo estatal, que nulifica a la persona y contamina a todo el cuerpo social de relaciones jerárquicas y desiguales, fundamentadas en el mando y la obediencia, en el temor, el rencor, el aborrecimiento y la sanción, haciendo con ello imposible las relaciones de afectuosidad, responsabilidad, participación y afecto.

Una sociedad convivencial, donde el apego y la mutua asistencia sean la piedra angular de la vida colectiva, ha de ser libre y democrática, con participación de todas y todos en la vida política y social, en todas las tareas deliberativas, legislativas, judiciales, fiscalizadoras y ejecutivas. Eso no sucede ni puede suceder en una sociedad con Estado, porque en ella sólo hay libertad para expresar y hacer lo que conviene al Estado y está conforme con la razón de Estado, Además, si el Estado gobierna a la sociedad es que ésta no se autogobierna a sí misma, y por lo tanto no es democrática.

Una sociedad entregada a toda tipo de dogmatismos y fanatismos, desde las teorías académicas a las religiones políticas pasando por las utopías sociales, que se imponen desde arriba al pueblo y que dividen y enfrentan a éste, no es espacio para el afecto y realización de la vida espiritual, no es otra cosa que un infierno convivencial. Por eso hay que desarticular los aparato de manipulación académica de las mentes, el sistema educativo, sea “público” o privado, y la universidad, para construir un orden culturizador sustentado en la libertad de conciencia, la autoeducación popular y la adhesión, libre y autodeterminada, al saber, la cultura, la verdad y el conocimiento.

Lo relacional crea comunidad, crea asociación, crea grupos y equipos viables, crea comunidad, crea “nosotros”. Sin todo eso ahora no se puede hacer prácticamente nada. Los proyectos colectivos fracasan, en la gran mayoría de los casos, por el factor convivencial. La vida asamblearia es escasa, triste y áspera en buena medida porque el sujeto medio contemporáneo no sabe convivir, es un ser egocentrado, solitario e insociable que no sabe estar en casi ninguna expresión de lo colectivo, desde la vida erótico-amorosa a la acción transformadora de la sociedad, que ha de ser, en efecto, agrupada y asociativa. Por eso la autoconstrucción del sujeto es precondición, y no sólo epifenómeno, de cualquier proyecto revolucionario que sea eso realmente, revolucionario.

Ahora bien, proyectar salir del actual infierno convivencial exclusivamente por la vía de los cambios políticos, estructurales, económicos y sociales es equivocarse. Tiene que haber una voluntad del sujeto en tanto que persona diferenciada, delimitada y recogida, como ser humano capaz de plasmar su libertad personal escogiendo a solas consigo mismo, con responsabilidad y libertad de elección, el afecto, la convivencia, la hermandad y el amor en tanto que metas personales.

El amor no es sólo una emoción ni una pasión ni un estado anímico sino ante todo una práctica. Es más, una práctica que se ha de convertir en hábito. No hay que esperar a las transformaciones sociales antes mencionadas para imponerse y exigirse a sí mismo y a sí misma un extenso programa destinado a hacer sublime la relación con los demás, que lleva a la metamorfosis de la propia personalidad, desde ser asocial a sujeto afectuoso. Hay unas normas de la amistad, el compañerismo, la cortesía [6], las buenas maneras, el espíritu de servicio, la familiaridad, la alegría de estar juntos, el auto-negarse y el servir con actos de amor que se pueden y deben practicar ya. No podemos, sólo por la acción individual, erradicar la sociedad infierno convivencial, cierto es, pero sí podemos con ella vencerla en infinidad de pequeñas batallas parciales, poniéndola a la defensiva y haciéndola retroceder.

Tiene que haber un compromiso personal y una práctica personal en el combate por el afecto y contra el infierno convivencial. El politicismo no es adecuado.

Pero hay que pensar y obrar con realismo, aceptando la enorme complejidad inherente a las cuestiones tratadas. Nunca habrá una sociedad convivencial perfecta, ni unos seres humanos que no estén “bipartidos”, que no sean una mezcla de bien y mal. La reciprocidad es necesaria, por lo que el otorgar amor debe ir unido a la demanda de recibir amor. En una sociedad perversa e inmoral como la actual hay que precaverse frente a parásitos y depredadores. A quienes predican e imponen el odio y el desamor hay que enfrentarles con firmeza, constancia y valentía, lo que lleva a conflictos muy fuertes. Toda reducción de la noción de amor a una ñoñería de parvulario, o a una cursilada de ONG, es rechazable pues el afecto es servir, esforzarse, padecer, pelear y ser fuertes. Todo eso significar que el amor real es finito, que va necesariamente unido a formas de desamor y que es imperfecto. Su irrealidad se realiza en el mundo de la fantasía y su realidad en el de la práctica social y personal.

Con todo ello recuperaremos, además, la gran tradición colectivista, convivencial, cordial, asamblearia, jubilosa, comunal, cálida y fraternal de los pueblos de la península Ibérica, hoy casi del todo destruida por la hiper-extensión del Estado y la gran empresa capitalista.

[1] Hoy no se podría publicar un estudio como el de Bonifacio de Echegaray, “La vecindad. Relaciones que engendra en el País Vasco”, San Sebastián 1933, Eusko-Ikaskuntza. El motivo es que ya en ningún  lugar quedan relaciones de vecindad. Hasta no hace mucho la convivencia con las y los vecinos era una parte crucial de la vida humana, pues había con ellos una ayuda mutua y asistencia emocional que hacía la vida agradable, alegre y satisfactoria, además de mucho mejor en el sentido práctico pues, por ejemplo, la cooperación vecinal era de enorme significación en la crianza de la prole, lo que hacía a la maternidad fácil, descansada y llevadera. Hoy los vecinos se desconocen e ignoran, en el mejor de los casos, y en el peor se odian y hostilizan. Hasta aquí hemos llegado en la destrucción de todas las formas de relación, afecto y amor.

[2] Expone Max Scheler en “Esencia y formas de la simpatía” que el egocentrismo es como un “hundirse en sí mismo” y vincula este catastrófico derrumbamiento hacia dentro del yo, al que tiene por una expresión de solipsismo, con el libro de Max Stirner “El único y su propiedad”, un manual del más tosco egoísmo burgués.

[3] Quizá por eso se lee en la “Primera epístola de San Juan” que “quien no ama permanece en la muerte”.

[4] Como refutación de que lo relacional es sólo personal y no al mismo tiempo social, institucional, estructural y político, tenemos “Hieron o sobre la tiranía” de Jenofonte. Aduce que el tirano al ser odiado y no amado lleva una existencia penosa, en la que se acumulan disfunciones y dolores. Dado que “lo carnal proporciona un placer muy señalado cuando va unido al amor”, al tirano le resulta muy difícil tener un erotismo satisfactorio, lo que es una gran desgracia pues “el que no conoce el amor es desconocedor de los más dulces placeres”. Añade que “el tirano jamás puede estar seguro de que es amado” lo que le condena a la soledad absoluta. Esta reflexión sobre el despotismo y el desamor es aplicable a la sociedad actual, en la que sólo hay relaciones de poder, en las que unos individuos tiranizan a otros pero los tiranizados lejos de buscar la libertad general se ponen como meta “liberarse” de un modo bien triste, haciéndose déspotas mañana, pues sólo saber ser o dominadores o dominados, nunca amadores de sus iguales. En tal situación el amor, en todas sus formas, y por tanto el erotismo, son de facto imposibles. Por tanto, hay unas estructuras anti-amorosas que deber ser desarticuladas por vía revolucionaria, si se desea que el ser humano conquiste la libertad para amar, y así ser sano de cuerpo y mente.

[5] En su libro “Historia de las formas políticas”. Quienes propenden a olvidar, en sus análisis y en sus compromisos políticos y sociales, la existencia y función del Estado, deberían estudiar a ese autor que, a pesar de sus desatinos y carencias, hace formulaciones tan verdaderas como la que sigue, “el capitalismo … tiene un parentesco interno con la razón de Estado”, de manera que lejos de ser el Estado quien “defiende” o “protege” a las masas del capitalismo es quien se lo impone a éstas, por causa de la razón de Estado.

[6] Hoy, en una época de zafiedad, cortedad y seres nada, de zoquetes autosatisfechos y ramplonería universal, no interesa la cortesía, que en general es recibida con mofas. Pero todavía no está todo perdido, puesto que se publican algunos textos que, aunque sea de modo tangencial, se ocupan de ella, como “La gramática de la cortesía en español”, Catalina Fuentes Rodríguez.

Fuente: Esfuerzo y Servicio Desinteresados

samedi, 01 février 2014

Thibon, entre Révolution et Harmonie

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Thibon, entre Révolution et Harmonie

Ex: http://cerclenonconforme.hautetfort.com

Gustave Thibon, philosophe catholique du XXe siècle, fut toute sa vie empreint d’une forme assez particulière d’anarchisme. Dès son enfance, dit-il souvent, il a conjugué sa grande curiosité avec une nette tendance à l’insoumission.

Dès lors, il semble presque évident que ce personnage, très contrasté et profond, ait flirté avec le thème de la révolution.

 Quoi de mieux pour commencer une longue vie au service de la foi et de la vérité que d’avoir eu pour maîtres, non pas l’école de la République de cette fin de la IIIe République, mais des livres de toute sorte.

Ses modèles ne furent pas les hussards noirs de la République, mais les trésors de la bibliothèque d’un voisin, à Saint-Marcel-d’Ardèche.

«  J’eus le bonheur d’avoir un voisin qui laissa à ma disposition une bonne bibliothèque. J’emmagasinai philosophie, mathématiques, langues étrangères, latin, un peu de grec, jusqu’à une crise suscitée par le surmenage, qui a brisé quelque chose en moi, et ne m’a plus permis d’avoir une seule journée d’euphorie. » [1]

 On a souvent dit de lui qu’il était un autodidacte parce qu’il avait plus appris auprès des penseurs qu’il lisait tout seul qu’à l’école, lieu qu’il avait d’ailleurs rapidement abandonné. Certes, il n’est jamais entré en Université, mais sa curiosité l’a conduit à prendre pour mentors tous ces auteurs de l’Antiquité jusqu’au début du XXe siècle, de Jules César à Nietzsche, en passant par Platon, Hölderlin ou Cervantès[2]. Il fut d’ailleurs lecteur de ces auteurs dans leur langue originale. Le latin, le grec, l’espagnol, l’italien et l’allemand sont tout autant des langues qu’il put apprendre seul ou auprès de personnes rencontrées lors de ses voyages[3].

En somme, il reçut plus une libre éducation qu’une instruction libre.

            Déjà, dans ses jeunes années, G. Thibon montrait une certaine tendance à l’inhabituel, à la provocation sinon à l’indépendance. Il n’est pas étonnant d’apprendre, dans ses écrits où il évoque sa jeunesse, qu’il quitta la foi catholique pour l’agnosticisme vers l’âge de 14 ans avant d’y retourner dans la vingtaine.

Pour bien des gens de l’époque, c’était déjà un signe de protestation contre l’ordre et la société, surtout rurale, très marquée par les mœurs et la morale catholique.

Sa vie durant, G. Thibon oscilla entre les extrêmes, entre l’illusion de Dieu et l’urgence du retour de la morale chrétienne, entre le silence et le témoignage, entre le temporel et le spirituel, entre les sens et l’esprit.

 
« Deux instincts coïncident dans mon esprit : l’un (qui tient à mon tempérament) et qui tend vers la révolte, le non-conformisme, et l’autre (qui procède de ma raison) qui adhère à l’ordre et à la tradition. Dans une époque normale, je me sentirais déchiré entre ces deux vocations contradictoires. Mais le malheur des temps fait qu’aujourd’hui elles se confondent. Le désordre et la folie étant installés au pouvoir et dans les mœurs et devenus l’objet d’un nouveau conformisme (conformisme de la révolution en politique, du péché en morale, du néant et de l’absurde en philosophie, etc.), les amants de l’ordre et de la raison se trouvent nécessairement rejetés dans le camp des révoltés. Quel privilège de pouvoir unir dans le même élan l’anticonformisme et le bon sens ! »[4]

 Entre 1933, date de la publication de son premier ouvrage intitulé La science du caractère (l’œuvre de Ludwig Klages), et L’illusion féconde, parue en 1995, soit 6 ans avant son décès, G. Thibon n’a eu de cesse d’évoquer l’équilibre et surtout l’harmonie dans l’envie – voire même la nécessité que partagent ou partageaient beaucoup de ses contemporains – pour la révolution en ces temps où la société se putréfie de l’intérieur.

Mais, de paradoxe en paradoxe, d’aphorisme en aphorisme, se dessine une définition de la révolution qui tend moins vers cette agitation de surface, chère à Fernand Braudel, que vers les remous lents et profonds des Cieux et de l’âme.

 C’est d’abord dans son ouvrage Diagnostics. Essai de physiologie sociale (1940) que Thibon aborde en profondeur la question de la révolution, dans son chapitre XIV intitulé « la biologie des révolutions. » Cet ouvrage, qui est un recueil de textes écrits entre 1936 et 1939 et réunis par Gabriel Marcel, est assez fondamental pour comprendre le point de vue de G. Thibon à propos des révolutions.

Dans ce chapitre, il réfléchit sur la révolution, non pas de façon générale, mais en tant que « la révolte des masses contre l’autorité, plus précisément le bouleversement social de type démocratique (comme par exemple la révolution française de 1789 ou la révolution russe de 1917) »[5]. Pour lui, les révolutions antiques étaient surtout le fait d’une rivalité de chefs, et elles ne prenaient lieu que dans l’élite. Le peuple, ou l’armée, n’avait finalement qu’un rôle instrumental au milieu d’un conflit de pouvoir.

Pour Thibon, la révolution doit être comparée à une maladie infectieuse. Il reprend d’ailleurs les mots de Jacques Bainville qui aurait « dit quelques part que le peuple français, en commémorant la prise de la Bastille, ressemblait à un homme qui fêterait l’anniversaire du jour où il aurait pris la fièvre typhoïde. » Cette utilisation du terme de fièvre typhoïde d’ailleurs est utile à Thibon qui l’élargit en justifiant que cette fièvre est certes un mal, mais un mal qui possède aussi la capacité de purger et rénover l’organisme, se posant comme prélude à une phase de santé plus pure et plus riche. [6]

Le cœur de son idée est donc d’accepter le fait qu’une révolution ne se réalise pleinement que lorsqu’elle laisse sa place.

 « L’expression « bienfaits d’une révolution » implique à la fois la mort de cette révolution et la survie (au moins dans ce qu’il a de conforme aux exigences essentielles de la nature humaine) de l’état social que cette révolution a voulu tuer. »[7]

 Ainsi, à la suite de ces propos, Thibon explique que l’idolâtrie révolutionnaire consiste à vouloir « éterniser, comme conforme au bien suprême de l’homme, un régime de purgation et de désintégration, un état de crise. »[8]

La révolution doit être donc appréciée pour sa « vertu purgative, mais non nutritive », en somme comme « toute erreur, toute aberration, tout mal. »[9]

L’idéal de la « révolution permanente » chère à Lénine, ainsi que Gide, apparait alors à ses yeux comme une folie. En tant que maladie, la révolution ne peut fournir « le fondement naturel de la vie de la Cité »[10].

Dans un second temps, il s’intéresse à la fonction des révolutions.

Normalement, dit-il, les révolutions servent à « purger et à assainir un ordre politique plus ou moins caduc et corrompu. » Mais « ces crises révolutionnaires finissent généralement très mal et cèdent la place en mourant à un régime plus impur que le régime qu’elles ont tué. » « La fièvre révolutionnaire peut conduire à une santé parfaite. Mais à condition d’en guérir, – et d’en guérir complètement ! »[11]

Le problème réside donc dans le fait que les sociétés guérissent mal des révolutions.

Ce problème révolutionnaire se pose d’autant plus que la masse tend à vouloir renverser les grands pour faire comme eux, c’est-à-dire participer « au festin de la corruption. »[12]

Pour Thibon, le mal vient donc simultanément d’en haut et d’en bas, des chefs et du peuple. Mais, à ses yeux, ce sont les élites qui ont une responsabilité plus lourde que celle du peuple[13].

Parallèlement à cette réflexion, mais dans son prolongement, Thibon développe le fait que pour le chrétien, la révolution n’est pas une solution :

« Il est une chose à laquelle les chrétiens ne réfléchissent peut-être jamais assez : un Dieu tout puissant, créateur d’un monde si impur, n’a jamais détruit ni recréé ce monde !

Mais les hommes impuissants ne redoutent pas de détruire (…). Il est amèrement instructif de les observer [certains amants de l’humanité] : au nom d’un scandale à supprimer, d’une injustice à réparer, ils n’hésitent pas à trancher les racines millénaires de la vie sociale ; ils provoquent un cancer pour guérir une égratignure ! »[14]

Pour Thibon, « une seule révolution partie d’en bas a vraiment transfiguré l’humanité : le christianisme ».[15]

A partir de ce constat, Thibon développe l’idée selon laquelle s’il doit y avoir une révolution (dont il définira plus loin l’objectif, la finalité), elle ne peut venir que des élites.

En outre, la solution qu’il envisage aux lacunes du pouvoir temporel, n’est pas la révolution ni l’anarchie mais la correction sinon l’avertissement de la part d’une autorité spirituelle. Il cite Joseph De Maistre à ce sujet. Selon lui, entre les excès des oppresseurs et la revanche des opprimés, le spectacle de ces deux abîmes ne doit pas susciter en nous une sorte de désespoir politique. Il existe un chemin de crête par où on échappe, en les dominant, à ces deux gouffres opposés : c’est celui de la réforme mue et dirigée par un haut. Et lorsque le pouvoir temporel manque à sa mission, il faut qu’il soit averti et corrigé, non par l’anarchie des peuples, mais par l’autorité spirituelle. [16]

Mais Thibon signale :

 « Le devoir des forces spirituelles, c’est de porter Dieu aux grands et aux masses ; leur pêché, c’est de chercher Dieu tantôt dans les grands, tantôt dans les masses. »[17]

Et conclue en expliquant ce que devraient être les échanges entre les divers organismes sociaux :

« L’inférieur exhaussé vers le supérieur, non pour détruire, mais pour recevoir, et le supérieur incliné sur l’inférieur pour donner, et non pour opprimer. »[18]

Cet ensemble de réflexions est intéressant en bien des points.

Le premier point, qui est d’ailleurs fondamental, est que l’approche thibonnienne de la révolution ne peut être séparée du christianisme. Pour G. Thibon, il est impossible de détacher l’analyse du phénomène révolutionnaire en mettant de côté l’héritage, l’influence, puis la négation du christianisme.

Il l’explique d’ailleurs très bien dans ses Nouveaux diagnostics. Retour au réel, de 1943 :

« Le révolutionnaire, beaucoup plus pauvre que l’homme de la Renaissance, n’attend plus le ciel de la « délivrance » de sa propre personnalité. Mais il est tout aussi ennemi de la transcendance et de la croix, et ce salut qui n’existe que dans le Christ qui est tous les hommes, il le demande à la société, à l’homo collectivus qui n’est personne. Il a besoin d’une rédemption facile, de plain-pied ; il veut être sauvé sans quitter le rez-de-chaussée ou le passage à niveau. Et il prêche la révolution sociale parce qu’il est incapable de révolution personnelle ; il est révolutionnaire à l’extérieur pour se dispenser de l’être en lui-même. La fièvre révolutionnaire surgit ainsi comme une sorte d’ersatz de l’âme altérée d’une impossible conversion. »[19]

Ce passage, qui est issu du chapitre intitulé « Christianisme et mystique démocratique » fut rédigé, non pas pendant le régime de Vichy, mais quelques années avant, en 1937 des mots de l’auteur, et publié une première fois en 1939 dans la Revue catholique des idées et des faits.

C’est à la lueur de ce chapitre qu’apparaît plus distinctement l’ambition de Thibon au sujet du corps social et de la révolution.

9782213000350.jpgEn effet, Thibon n’est pas fondamentalement contre le principe révolutionnaire, si tant est qu’elle laisse sa place à une société purgée de ses vices, libérées de membres malades, et prête au développement de ses vertus naturelles. Ce qu’il condamne, par contre, c’est l’absence de révolution intérieure, au profit d’une révolution extérieure où triomphe la loi du nombre et du pouvoir des masses. A ce titre, d’ailleurs, il se revendique comme plus révolutionnaire que « beaucoup d’hommes de gauche » :

« Nous voudrions substituer à la société atomisée des bourgeois et des aspirants bourgeois (Péguy avait déjà souligné cette agonie du vrai peuple) une société organisée où chaque homme puisse déployer, à l’intérieur de ses limites et en communion avec ses semblables (les frontières, à condition qu’on les respecte, sont aussi des traits d’union), une activité vraiment qualifiée et irremplaçable. Nous somme pour l’unité qui rassemble contre le nombre qui disperse. En toute chose, nous voulons subordonner l’avoir à l’être. Il ne nous suffit pas que chacun ait une place, nous voulons encore que chacun soit à sa place. » [20]

L’analyse de Thibon à l’égard de la révolution, dans ce sens précis qu’il donne dans ses premiers Diagnostics publiés par Gabriel Marcel en 1940, se développe donc tout au long de ses publications des années 40 et restent la même tout au long de sa vie.

C’est quelques années avant sa mort, dans les mémoires recueillis et présentés par Danièle Masson, Gustave Thibon, au soir de ma vie (Plon, 1993), qu’il nous est possible de lire un résumé efficace de sa vision de la révolution et des révolutionnaires.

Dans un chapitre au titre évocateur (« Regards sur notre temps »), il aborde les « Mythes et réalités du progrès » et développe « l’une des tares majeures de notre époque », à savoir cette exigences des révolutionnaires qui est de « demander au temps de tenir les promesses de l’éternel. »[21]

Et c’est en guise de conclusion partielle que l’on peut citer dans les quelques dizaines de lignes qui suivent cette sous partie sur les mythes et les réalités du progrès, l’essentiel des thèses avancées par Thibon tout au long de ces années 40, et de son œuvre en général :

« [Les révolutionnaires] veulent purger un ordre politique caduc et corrompu. La fièvre révolutionnaire peut conduire à une santé plus parfaite. Mais à condition d’en guérir. Or, les sociétés enfantées par les révolutions sont généralement pires que celles qu’elles ont détruites. Car la fibre secrète que touchent les meneurs révolutionnaires, c’est la soif, chez l’opprimé, de partager la corruption de l’oppresseur. J’ai horreur des oppresseurs. Et tout autant de la revanche des opprimés. Et je me demande si la prétention de tout reconstruire après une destruction totale n’est pas le masque d’une volonté d’anéantir.

Dieu tout puissant, créateur d’un monde si imparfait, n’a pourtant jamais détruit ni recréé ce monde.

Dans la passion révolutionnaire, il y a une prostitution du christianisme. La béatitude nous est promise dans l’au-delà : « Je ne vous promets pas de vous rendre heureuse en ce monde mais dans l’autre. » Les révolutionnaires la veulent sur cette terre, dussent-ils la promettre, comme Lénine, pour dans mille ans. (…) Le mythe du progrès est une projection caricaturale, dans l’ordre profane et temporel, de la foi et de l’espérance chrétienne. Les révolutionnaires ne songent pas que les limites du progrès sont les limites mêmes de l’homme.

Loin de moi l’idée de nier, au nom de ces limites, tout progrès historique. L’esclave s’est changé en serf, le serf en sujet et le sujet en électeur. La femme, échappant à la tutelle absolue du père de famille, a conquis sa dignité. Les lois de la guerre, du moins avant l’ère des guerres modernes, se sont adoucies. Mais je me demande si le prolétaire moderne, sans lien, sans attaches, nanti d’un bulletin de vote mais courbé sous la férule d’un capitalisme ou d’un étatisme sans entrailles, mène une vie tellement plus humaine que l’esclave antique. »[22]

   Ainsi, au-delà de la révolution et des révolutionnaires, Thibon replace dans ces maux – qui dessèchent la société et dont l’envie de les purger se faire sentir – l’urgence de l’équilibre, et surtout de l’harmonie chrétienne qui voit en la société une portée de notes à la hauteur et au son différents. Animées d’une même volonté de conversion (et non de révolution) intérieure, ces personnes pourraient reconstituer un corps social sain, tourné vers une élite temporelle et spirituelle/morale elle-même inclinée vers ce peuple.

Évidemment, Thibon n’exclue pas les tensions, au contraire d’ailleurs puisque son œuvre toute entière en dévoile la nécessité dans l’élévation intérieure.

[1] Au soir de ma vie, PLON, février 1993, page 48.

[2] Ibid, page 16.

[3] Ibid, page 49.

[4] Gustave Thibon, CHABANIS Christian, page 20.

[5] Diagnostics, essais de physiologie sociale, préface de Gabriel Marcel, Paris, Librairie de Médicis, 1940, édition Arthème Fayard, 1985, page 105.

[6] Ibid, page 106.

[7] Ibid, page 107.

[8] Ibid, page 107.

[9] Ibid, pages 108-109.

[10] Ibid, pages 108-109.

[11] Ibid, page 109.

[12] Ibid, page 111.

[13] Ibid, page 113.

[14] Ibid, page 115.

[15] Ibid, page 117.

[16] Ibid, page 120.

[17] Ibid, page 124.

[18] Ibid, page 127.

[19] Retour au réel. Nouveaux diagnostics, H. Lardanchet, 1944, pages 103-104.

[20] Retour au Réel, avant-propos, page XV.

[21] Gustave Thibon, au soir de ma vie, mémoires recueillis et présentés par Danièle Masson, Plon, 1993, page 158.

[22] Ibid, pages 158-159.

Aristide/CNC

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Notas sobre Carl Schmitt. La visión desde Rusia.

Notas sobre Carl Schmitt. La visión desde Rusia.

El modelo de ideocracia fue presentado antes por uno de los fundadores del eurasianismo, el geógrafo Piotr Savitski. Él consideraba que para el modelo es característica la visión general y la voluntad de las elites gobernantes para servir a una idea general reinante, que representa “el bien del conjunto de los pueblos que habitan en un determinado mundo especial de autarquía”. Por la forma, la ideocracia puede parecerse al Nomos de Schmitt, dado que apela a grandes espacios, sin embargo su contenido varía. Piotr Savitski propuso la ideocracia para Rusia-Eurasia, donde la religión dominante es ortodoxa con una herencia bizantina adaptada, en primer lugar el cuerpo teológico, que está lleno de textos complejos y paradójicos. En este sentido, me gustaría dar un ejemplo del discurso del Metropolita Hilarión de Kiev: “La palabra de la gracia”, registrada a mediados del siglo 11. Hilarión plantea el tema de la igualdad de las naciones, lo que se oponía fuertemente a las teorías medievales del pueblo escogido de Dios. En otras palabras, esta es la teoría del imperio universal, donde “todos los países, y las ciudades, y los pueblos tienen gran respeto y alaban cada uno a su maestro, quien les enseñó la fe ortodoxa”.

Son bien conocidas las opiniones católicas de Schmitt, y aunque en las cuestiones generales él no tocaba el patrimonio del Vaticano y las disposiciones legales pertinentes, no se puede negar el impacto global de la religión. Así como en el caso de Rusia, a pesar de la antigüedad del texto indicado y el conocimiento superficial de la ortodoxia de la actual mayoría, tampoco se puede negar la influencia de las estructuras del subconsciente colectivo, o de lo que suelen llamar la cultura estratégica en la agenda política.

Como breve resumen se puede señalar la diferencia principal. En la concepción de Nomos de  Schmitt está expresa la idea de la Tierra de la Ley, mientras que la ideocracia de la filosofía rusa apela a la Tierra de la Gracia.

Moscu, Noviembre 2013.

Fuente: Tribulaciones Metapolíticas

mercredi, 29 janvier 2014

Roman Bernard: The Children of Oedipus

Roman Bernard:

The Children of Oedipus

Paul Gottfried’s Leo Strauss & the Conservative Movement in America

Paul Gottfried’s Leo Strauss & the Conservative Movement in America

By Greg Johnson

Ex: http://www.counter-currents.com

Paul Edward Gottfried
Leo Strauss and the Conservative Movement in America: A Critical Appraisal [2]
New York: Cambridge University Press, 2012

leo strauss,paul gottfried,théorie politique,philosophie,philosophie politique,sciences politiques,politologie,états-unis,straussiens,néo-conservateursPaul Gottfried’s admirable book on Leo Strauss is an unusual and welcome critique from the Right.

Leo Strauss (1899–1973) was a German-born Jewish political theorist who moved to the United States in 1937. Strauss taught at the New School for Social Research in New York City before moving to the University of Chicago, where he was Robert Maynard Hutchins Distinguished Service Professor until his retirement in 1969. In the familiar pattern of Jewish intellectual movements as diverse of Psychoanalysis, Marxism, and Objectivism, Strauss was a charismatic teacher who founded a cultish school of thought, the Straussians, which continues to this day to spread his ideas and influence throughout academia, think tanks, the media, and the government.

The Straussians have not, however, gone unopposed. There are three basic kinds of critiques: (1) critiques from the Left, which range from paranoid, middlebrow, journalistic smears by such writers as Alan Wolfe [3], Cloaked in Virtue: Unveiling Leo Strauss and the Rhetoric of American Foreign Policy [4], and John P. McCormick [5], to more scholarly middlebrow critiques by such writers as Shadia Drury [6] and Norton [7], (2) scholarly critiques of the Straussian method and Straussian interpretations from philosophers and intellectual historians such as Hans-Georg Gadamer and Quentin Skinner, and (3) scholarly critiques from the Right.

As Gottfried points out, the Straussians tend only to engage their critics on the Left. This makes sense, since their Leftist critics raise the cultural visibility of the Straussian school. The critics are also easily defeated, which raises Straussian credibility as well. Like all debates within the parameters of Jewish hegemony, the partisans in the Strauss wars share a whole raft of assumptions which are never called into question. Thus these controversies look somewhat farcical and managed to those who reject liberalism and Jewish hegemony root and branch.

Gottfried offers a far more penetrating critique of Straussianism because he is a genuine critic of liberalism. He is also surprisingly frank about Strauss’s Jewish identity and motives, although these matters come into crisper focus in Kevin MacDonald’s treatment [8] of Strauss. Gottfried’s volume is slender, clearly written, and closely argued—although his arguments tend to be overly involved. Gottfried presupposes a basic knowledge of Strauss. He also talks as much about Straussians as about Strauss himself. Thus this book cannot be used as an introduction to Strauss’s ideas—unlike Shadia Drury’s The Political Ideas of Leo Strauss [9] (New York: Saint Martins Press, 1988), for instance.

Gottfried strives to be scrupulously fair. He acknowledges the genuine intellectual virtues of Strauss and some of his followers. He distinguishes between good and bad writings by Strauss, good and bad Straussians, good and bad writings by bad Straussians, etc. But for all these careful qualifications, the net impression left by this book is that Straussians are an obnoxious academic cult engaged in a massive ethnically motivated intellectual fraud, to the detriment of higher education, the conservative movement, and American politics in general.

1. Straussians are Not Conservatives

Straussians like to posture as beleaguered intellectual and political outsiders. But Strauss and his school are very much an establishment phenomenon, with professorships at elite institutions, including Harvard and Yale, regular access to major university and academic presses (Yale, Chicago, and Cornell for the first stringers, SUNY, Saint Augustine’s Press, and Rowman and Littlefield for the rest), and a cozy relationship with the flagships of the “liberal” media the New York Times and the Washington Post.

This favored position is due largely to the strongly Jewish character of Straussian thought and of most Straussians. The Straussians are one of the major vectors by which Jewish hegemony was established over American conservatism. They are promoted by the Jewish establishment as a “safe” alternative to the Left. But they are a false alternative, since there is nothing conservative about the Straussians. Most Straussians are promoters of the welfare state, racial integration, non-white immigration, and an abstract “creedal” conception of American identity—the same basic agenda as the Jewish Left.

Where the Straussians depart from the Left is their bellicose “Schmittian” political realism. They recognize that enmity is a permanent feature of political life, and they fight to win. Although Straussians cloak their aims in universal terms like “liberal democracy,” the common thread running through their politics from Cold War liberalism to present-day neoconservatism is an entirely parochial form of ethnic nationalism, namely using the United States and Europe to fight on behalf of Israel and the Jewish diaspora world-wide.

As Jews in exile, Straussians prefer that the United States be a liberal democracy, a universal, propositional society that does not exclude them from power and influence. But since the world is a dangerous place, Straussians prefer the United States to be a militant, crusading liberal democracy, as long as its blood and treasure are spent advancing Jewish interests in Israel and around the globe.

Since the American Right contains strong militarist tendencies, Strauss and his followers regarded it as a natural ally. It was child’s play, really, for the Straussians to take over the post-World War II American Right, in which a glib, shallow poseur like William F. Buckley could pass as an intellectual leader. All the Straussians needed to do was assume “a certain right-wing style without expressing a right-wing worldview” (p. 115).

Once inside the Right-wing camp, the Straussians worked to marginalize any nativist, isolationist, identitarian, racialist, and genuinely conservative tendencies—any tendencies that might lead Americans to see Jews as outsiders and Israel as a questionable ally. Gottfried sums up Strauss’s project nicely:

As a refugee from a German movement once identified with the far Right and as someone who never quite lost his sense of Jewish marginality, Strauss was anxious about the “festering dissatisfaction” on the American Right. A patriotic, anticommunist conservatism, one that was open to the concerns of Strauss and his followers, could lessen this anxiety about Right-wing extremism. Such a contrived Right would not locate itself on the nativist or traditional nationalist Right, nor would it be closed to progressive winds in the direction of the civil rights revolution that was then taking off. But it would be anti-Soviet and emphatically pro-Zionist. In a nutshell, it would be Cold War liberalism, with patriotic fanfare. (p. 120)

Of course the Straussians did not gain the power to remake the American Right along Jewish lines merely through merit. Like other Jewish intellectual movements, the Straussians’ preferred method of advancement is not rational debate but the indoctrination of the impressionable, the slow infiltration of institutions, and then, when their numbers are sufficient to cement control, the purge of dissidents within and the exclusion of dissidents without. Gottfried has been observing the Straussian takeover of the American Right for decades. He has seen his own ambitions, and the ambitions of other conservatives, checked by Straussian operatives.

Straussians make a cult of great “statesmen” like Abraham Lincoln, Franklin Delano Roosevelt, and Winston Churchill. But, as Gottfried points out, “From the standpoint of . . . older [American] republicanism, Lincoln, and other Straussian heroes were dangerous centralizers and levelers, certainly not paradigms of great statesmanship” (p. 111). There is nothing distinctly conservative about the warmongering of Straussian neoconservatives:

Fighting wars for universal, egalitarian propositions was never a priority for authoritarian conservatives like Antonio Salazar or Francisco Franco. Nor is this type of crusade an activity that one might associate with American conservative isolationists like Robert Taft. It is an expression of progressive militarism, a form of principled belligerence that French Jacobinism, Wilsonianism, and wars of communist liberation have all exemplified at different times. (p. 116)

Some Straussian apologists argue that Strauss and the neoconservatives are two very different things. Of course not all Straussians are neoconservatives, and not all neoconservatives are Straussians. But nobody argues for such simplistic claims. Gottfried devotes an entire chapter to the neoconservative connection, arguing that “the nexus between neoconservatism and Straussians is so tight that it may be impossible to dissociate the two groups in any significant way” (p. 9).

Of course, the Straussians and neoconservatives need to be understood in the larger context of Jewish hegemony, and the more specific context of Jewish subversion of the American Right. The problem is not just the Straussians. Thus it could not be solved simply by purging Straussians from American life. The problem is the larger Jewish community and its will to dominate.

If Leo Strauss had never set foot on these shores, essentially the same process of Jewish subversion would have taken place, only the external details would be different. There were other sources of neoconservatism besides the Straussians: Zionist Trotskyites, for example. And long before the birth of neoconservatism, Jews were already at work redefining the American Right. For instance, George H. Nash documents extensive Jewish involvement in the founding of National Review. (See George H. Nash, “Forgotten Godfathers: Premature Jewish Conservatives and the Rise of National Review,” American Jewish History, 87, nos. 2 & 3 [June–September 1999], pp. 123–57.)

2. The “Lockean Founding” of the United States

Gottfried is apparently attracted to the anti-rationalist Burkean tradition of conservatism, which in effect claims that history is smarter than reason, therefore, we should take our guidance from historically evolved institutions and conventions rather than rational constructs. This form of conservatism is, of course, dismissed by the Straussians as “historicism.” Gottfried counters that the Straussians

seek to ignore . . . the ethnic and cultural preconditions for the creation of political orders. Straussians focus on those who invent regimes because they wish to present the construction of government as an open-ended, rationalist process. All children of the Enlightenment, once properly instructed, should be able to carry out this constructivist task, given enough support from the American government or American military. (pp. 3–4)

In the American context, historicist conservatism stresses the Anglo-Protestant identity of American culture and institutions. This leads to skepticism about the ability of American institutions to assimilate immigrants from around the globe and the possibility of exporting American institutions to the rest of the world.

 

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Moreover, a historicist Anglo-Protestant American conservatism, no matter how “Judaizing” its fixation on the Old Testament, would still regard Jews as outsiders. Thus Straussians, like other Jewish intellectual movements, have promoted an abstract, “propositional” conception of American identity. Of course, Gottfried himself is a Jew, but perhaps he has the intellectual integrity to base his philosophy on his arguments rather than his ethnic interests

(Catholic Straussians are equally hostile to an Anglo-Protestant conception of America, but while Jewish Straussians have changed American politics to suit their interests, Catholic Straussians have gotten nothing for their services but an opportunity to vent spleen against modernity.)

The Straussians’ preferred “Right-wing” form of propositional American identity is the idea that American was founded on Lockean “natural rights” liberalism. If America was founded on universal natural rights, then obviously it cannot exclude Jews, or refuse to grant freedom and equality to blacks, etc. The liberal, Lockean conception of the American founding is far older than Strauss and is defended primarily by Strauss’s followers Thomas L. Pangle in The Spirit of Modern Republicanism: The Moral Vision of the American Founders and the Philosophy of Locke [10] (Chicago: The University of Chicago Press, 1988) and Michael Zuckert Natural Rights and the New Republicanism [11] (Princeton University Press, 1994). Moreover, the Straussians argue that Locke was a religious skeptic, thus on the Straussian account, “The ‘American regime’ was a distinctly modernist and implicitly post-Christian project . . . whose Lockean founders considered religious concerns to be less important than individual material ones” (p. 39).

Lockean bourgeois liberalism is so dominant in America today that it is easy to think that it must have been that way at the founding as well. But this is false. Aside from the opening words of the Declaration of Independence—which were highly controversial among the signatories—and the marginal writings of Thomas Paine, Lockean natural rights talk played almost no role in the American founding, which was influenced predominantly by classical republicanism as reformulated by Machiavelli, Harrington, and Montesquieu (the thesis of J. G. A. Pocock’s The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition [12] [Princeton: Princeton University Press, 1975]) and Calvinist Christianity (the thesis of Barry Allan Shain’s The Myth of American Individualism: The Protestant Origins of American Political Thought [13] [Princeton: Princeton University Press, 1994]).

There is nothing distinctly Lockean about the American Constitution, and nothing particularly Constitutional about modern Lockean America. Liberals effectively refounded America by replacing the Constitution with Jefferson’s Lockean Declaration of Independence (which is not even a legal document of the United States). Daniel Webster (1782–1852) is the first figure I know of to promote this project, but surely he was not alone. The refounding is summed up perfectly by the opening of Straussian hero Abraham Lincoln’s 1863 Gettysburg Address: “Four score and seven years ago [i.e., 1776] our fathers brought forth on this continent a new nation, conceived in liberty, and dedicated to the proposition that all men are created equal.” The United States, of course, was founded by the US Constitution, which was written in 1787 and ratified in 1788 and which says nothing about universal human equality, but does treat Negroes as 3/5 of a person and Indians as foreign and hostile nations. But Lincoln was in the process of founding a new nation on the ruins of the Constitution as well as the Confederacy.

Straussians, of course, oppose both the classical republican and Anglo-Calvinist origins of the United States because both sources are tainted with particularist identities that exclude Jews. Gottfried doubts that the “organic communitarian democracy” defended by Carl Schmitt—and also by classical republicans and New England Calvinists, although Gottfried does not mention them in this context—would appeal to Strauss: “Outside of Israel, that is not a regime that Strauss would likely have welcomed” (p. 128). Jews can have an ethnostate in the Middle East, but they insist we live under inclusive, universal liberal democracies.

Incidentally, the North American New Right does not aim at a restoration of the Anglo-Protestant past, which has been pretty much liquidated by the universal solvents of capitalism and liberal democracy. The Anglo-American has been replaced by a blended European-American, although the core of our language, laws, and status system remains English. American “conservatism” has managed to conserve so little of the original American culture and stock that by the time New Rightist regimes might attain power, we will in effect be handed a blank slate for constructivist projects of our own design.

3. The “Return” to the Ancients

The Straussians are reputed by friend and foe alike to be advocates of a return to classical political philosophy, and perhaps even to classical political forms like the polis. Strauss and his students certainly have produced many studies of ancient philosophy, primarily Plato and Aristotle. The Straussians, moreover, have a definite pattern of praising the ancients and denigrating modernity.

Gottfried, however, demolishes this picture quite handily. We have already seen his argument that the Straussians are advocates of universalistic modern liberal democracy, not classical Republicanism or any other form of political particularism—except, of course, for Israel.

Beyond that, Gottfried argues that Straussians merely project Strauss’s own modern philosophical prejudices on the ancients. The method that licenses such wholesale interpretive projection and distortion is Strauss’s famous rediscovery of “esoteric” writing and reading. Strauss claims that under social conditions of intolerance, philosophers create texts with two teachings. The “exoteric” teaching, which is accommodated to socially dominant religious and moral opinions, discloses itself to casual reading. The “esoteric” teaching, which departs from religious and moral orthodoxy, can be grasped only through a much more careful reading. Philosophers adopt this form of writing to communicate heterodox ideas while protecting themselves from persecution.

Ultimately, Strauss’s claim that classical political philosophy is superior to the modern variety boils down to praising esotericism over frankness. But esoteric writers can exist in any historical era, including our own. Indeed, for the Straussians at least, the “ancients” have already returned.

In my opinion, Strauss’s greatest contribution is the rediscovery of esotericism. In particular, his approach to reading the Platonic dialogues as dramas in which Plato’s message is conveyed by “deeds” as well as “speeches” has revolutionized Plato scholarship and is now accepted well beyond Straussian circles.

That said, Strauss’s own esoteric readings are deformed by his philosophical and religious prejudices. Strauss was an atheist, so he thought that no serious philosopher could be religious. All religious-sounding teachings must, therefore, be exoteric. Strauss was apparently some sort of Epicurean materialist, so he dismissed all forms of transcendent metaphysics from Plato’s theory of forms to Aristotle’s metaphysics to Maimonides’ argument for the existence of God as somehow exoteric, or as mere speculative exercises rather than earnest attempts to know transcendent truths. Strauss was apparently something of an amoralist, so he regarded any ethical teachings he encountered to be exoteric as well.

In short, Strauss projected his own Nietzschean nihilism, as well as his radical intellectual alienation from ordinary people onto the history of philosophy as the template of what one will discover when one decodes the “esoteric” teachings of the philosophers. These prejudices have been taken over by the Straussian school and applied, in more or less cookie cutter fashion, to the history of thought. As Gottfried puts it:

He [Strauss] and his disciples typically find the esoteric meaning of texts to entail beliefs they themselves consider rational and even beneficent. . . . If this cannot be determined at first glance, then we must look deeper, until we arrive at the desired coincidence of views. . . . Needless to say, the “hidden” views never turn out to be Christian heresies or any beliefs that would not accord with the prescribed rationalist worldview. A frequently heard joke about this “foreshortening” hermeneutic is that a properly read text for a Straussian would reveal that its author is probably a Jewish intellectual who resides in New York or Chicago. Being a person of moderation, the author, like his interpreter, would have attended synagogue services twice a year, on the High Holy Days—and then probably not in an Orthodox synagogue. (p. 99)

This is not to deny that there are genuine Straussian contributions to scholarship, but the best of them employ Strauss’s methods while rejecting his philosophical prejudices.

Throughout his book, Gottfried emphasizes the importance of Strauss’s Jewish identity, specifically the identity of a Jew in exile. And I have long thought that the radical alienation of the Straussian image of the philosopher goes well beyond ordinary intellectual detachment. It is the alienation of the exiled Jew from his host population. Strauss’s philosophers reject the “gods of the city,” constitute a community with strong bonds of solidarity, and engage in crypsis to protect themselves from persecution by the masses. But Strauss’s philosophers are no ordinary Jews in exile, for they seek to influence society by educating its leaders. The template of the Straussian philosopher is thus the “court Jew” who advises the rulers of his host society, phrasing his advice in terms of universal values and the common good, but working always to secure the interests of his tribe. Thus it is no aberration that the Straussians have spawned a whole series of neoconservative “court Jews,” like William Kristol and Paul Wolfowitz, who do not just have ink on their fingers but blood up to their elbows.

Straussians make a great show of “piety” toward the great books. They have the face to claim that they understand texts exactly as the authors did, rejecting as “historicist” arrogance the idea of understanding an author better than he understood himself. In practice, however, Straussians turn the great philosophers of the past into sockpuppets spouting Strauss’s own views. As Gottfried remarks, “In the hands of his disciples, Strauss’s hermeneutic has become a means of demystifying the past, by turning ‘political philosophers’ into forerunners of the present age. One encounters in this less an affirmation of a permanent human nature than a graphic examples of Herbert Butterfield’s ‘Whig theory of history’” (p. 10).

Surely one cause of these Straussian misreadings is simple hermeneutic naïveté: they reject reflection on their own prejudices as “historicism,” thus they remain completely in their grip. But that is not the whole story. When a school of thought makes a trademark of praising dishonesty over frankness, one would be a fool to assume that “they know not what they do.”

Straussian interpretations have often been called “Talmudic” because of certain stylistic peculiarities, including their use of arithmetic. But the similarity is not just stylistic. Talmudism, like Straussianism, affects a great show of piety and intellectual rigor. But its aim is to reconcile human selfishness with divine law, to impose the interpreter’s agenda on the text, which is the height of impiety, intellectual dishonesty, and moral squalor. And if Talmudists are willing to do it to the Torah, Straussians are willing to do it to Plato as well. Beyond that, both Talmudism and Straussianism have elements of farce—as texts are bent to support preconceived conclusions—and of perversity, since the practitioners of the art applaud one another for their dialectical subtleties and their creation of complex arguments where simple ones will do.

Straussians like to posture as critics of postmodernism and political correctness, but in practice there is little difference. They merely sacrifice objective scholarship and intellectual freedom to a different political agenda. As with other academic movements, the pursuit of truth runs a distant third to individual advancement within the clique and collective advancement of its political agenda.

* * *

Throughout Gottfried’s book, I found myself saying “Yes, but . . .” Yes, Gottfried makes a powerful case against Straussianism. Yes, it functions as an intellectual cult corrupting higher education and national politics. Yes, the Straussian graduate students I encountered were smug, pompous, and clubbish. Yes, some of the Straussian professors I encountered really were engaged in cult-like indoctrination. But in all fairness, I have had a number of Straussian and quasi-Straussian teachers whom I greatly admire as scholars and human beings.

And, in the end, Strauss towers above his epigones. Over the last 25+ years, I have read all of Strauss’s published writings, many of them repeatedly. He has had an enormously positive influence on my intellectual life. More than any other writer, he has opened the books of both ancients and moderns to me, even though in the end I read them rather differently. (See my “Strauss on Persecution and the Art of Writing [14].”)

There are three areas in which I do not think Gottfried does Strauss justice.

First, Gottfried is correct to stress the abuses of Strauss’s hermeneutics. But these abuses to not invalidate the method. Gottfried shows no appreciation of the power of esotericism to reveal long-hidden dimensions of many ancient and modern thinkers.

Second, Gottfried is dismissive of the idea that Strauss’s engagement with Nietzsche, Heidegger, and Schmitt—and his evident knowledge of the broader Conservative Revolutionary milieu—indicates a real sympathy with far-Right identitarian politics. Simply repeating Strauss’s praise of liberal democracy cannot settle this question. The fact that Gottfried has written a fine book on Carl Schmitt proves that he is certainly competent to inquire further. (See my ongoing series on “Leo Strauss, the Conservative Revolution, and National Socialism,” Part 1 [15], Part 2 [16].)

Third, Gottfried is a historicist, Strauss an anti-historicist. Until the question of historicism is settled, a lot of Gottried’s criticisms are question-begging. Yet a serious engagement with historicism falls outside the scope of Gottfried’s book.

But all that is merely to say: Paul Gottfried’s Leo Strauss and the Conservative Movement in America is that rarest of achievements: an academic book that one wishes were longer.

Source: The Occidental Observer, Part 1 [17], Part 2 [18]

 

 


 

Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

 

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[1] Image: http://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2014/01/Leo_Strauss_and_the_Conservative_Movement_in_America.jpg

[2] Leo Strauss and the Conservative Movement in America: A Critical Appraisal: http://www.amazon.com/gp/product/1107675715/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=1107675715&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[3] Alan Wolfe: https://chronicle.com/article/A-Fascist-Philosopher-Helps-Us/20483

[4] Cloaked in Virtue: Unveiling Leo Strauss and the Rhetoric of American Foreign Policy: http://www.amazon.com/gp/product/0415950902/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0415950902&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[5] John P. McCormick: http://www.amazon.com/gp/product/0521664578/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0521664578&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[6] Shadia Drury: http://www.amazon.com/gp/product/0312217838/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0312217838&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[7] Norton: http://www.amazon.com/gp/product/0300109733/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0300109733&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[8] treatment: http://www.theoccidentalobserver.net/2013/09/paul-gottfried-and-claes-ryn-on-leo-strauss/

[9] The Political Ideas of Leo Strauss: http://www.amazon.com/gp/product/140396954X/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=140396954X&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[10] The Spirit of Modern Republicanism: The Moral Vision of the American Founders and the Philosophy of Locke: http://www.amazon.com/gp/product/0226645479/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0226645479&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[11] Natural Rights and the New Republicanism: http://www.amazon.com/gp/product/0691059705/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0691059705&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[12] The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition: http://www.amazon.com/gp/product/0691114722/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0691114722&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[13] The Myth of American Individualism: The Protestant Origins of American Political Thought: http://www.amazon.com/gp/product/0691029121/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=0691029121&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[14] Strauss on Persecution and the Art of Writing: http://www.counter-currents.com/2013/01/strauss-on-persecution-the-art-of-writing/

[15] Part 1: http://www.counter-currents.com/2013/01/leo-strauss-the-conservative-revolution-and-national-socialism/

[16] Part 2: http://www.counter-currents.com/2013/03/leo-strauss-the-conservative-revolution-and-national-socialism-part-2/

[17] Part 1: http://www.theoccidentalobserver.net/2014/01/review-of-paul-gottfrieds-leo-strauss-and-the-conservative-movement-in-america-part-1/

[18] Part 2: http://www.theoccidentalobserver.net/2014/01/review-of-paul-gottfrieds-leo-strauss-and-the-conservative-movement-in-america-part-2/

 

mardi, 28 janvier 2014

T. Sunic: Tragic Identity

Tomislav Sunic

Tragic Identity

lundi, 27 janvier 2014

Le travail contre la finance apatride

Le travail contre la finance apatride

par Charles de Meyer

Ex: http://fortune.fdesouche.com

 

 

 

 

 

 

 

Dans un silence médiatique digne des plus grandes heures de l’autocensure politique, deux nouvelles impliquant les argentiers cosmopolites passés maîtres des décisions économiques mondiales ont été révélées cette semaine. La première concerne l’assouplissement des règles dites de Bâle III qui visaient à une meilleure réglementation des couvertures de risques par les grandes banques cosmopolites, la seconde mettait en cause les traders de la Deutsche Bank accusés d’avoir manipulé certains cours à Wall Street.

Ce  retour d’une finance cannibale alors que la commission européenne a du se résoudre à infliger 1,7 milliards d’euros d’amende aux grands groupes ayant manipulés les cours entre l’euro et le yen montre combien les argentiers de l’oligarchie sont devenus la clef de voute des systèmes de domination internationaux qui régissent les lois de production de l’élite et les contraintes assignées aux Peuples réduits à l’Etat de multitude afin d’empêcher toute reprise en main des détenteurs de la légitimité politique.

Dans une société liquéfiée par la dictature des rapports marchands érigés en modèle de l’organisation sociale restaurer ce pouvoir sur ses propres choix implique de trouver un médiat d’expression de sa résistance: le travail en tant que lieu mais aussi en tant qu’investissement de soi dans les limites de sa Nature peut devenir un ressort de l’opposition à la dégradation oligarchique du pouvoir.

La société marchandisée.

« Superficialité, incohérence, stérilité des idées et versatilité des attitudes sont donc, à l’évidence, les traits caractéristiques des directions politiques occidentales. Mais comment expliquer leur généralisation et leur persistance? » Cornelius Castoriadis in La crise des sociétés occidentales.

Quelques sachants  ont voulu nous présenter les vœux du pleutre de Tulle comme étant un virage impressionnant en faveur du social-libéralisme. Triste aveux des ignares qui avaient cru qu’Hollande et son régime s’attacheraient à combattre les forces de la finance dérégulée alors même que les socialistes français font parti de la clique ayant le plus œuvré pour la déconstruction des frontières et l’ensauvagement du capitalisme. De Pierre Bérégovoy à Pierre Moscovici, tous sont allés, dans le secret des cercles et des machins internationaux, dans le sens d’une dérégulation dont nous continuons de goûter les fruits pourris tombés  avec les tremblements de la crise financière en 2007.

Une excellente définition de la dérégulation est disponible dans le dictionnaire de Novlangue de la fondation Polémia: « dérégulation: mot marqueur désormais connoté positivement au sein de l’Union Européenne et destiné à traduire le fait que le domaine du marché ne cesse de s’étendre aux dépens de la souveraineté politique. »

Un pouvoir oligarchique tel que celui qui règne actuellement en France et dans force pays occidentaux doit suivre, tout en essayant de les contrôler, les évolutions des structures économiques, sociales ou démographiques et donc renouveler le personnel qui fait sa composition. Depuis les années 80 notre élite a l’adoration uniforme de quelques veaux ornementés comme le relativisme morale, le mondialisme, la haine des pouvoirs légitimes et la dictature de la mobilité opaque des capitaux. C’est en saisissant ce creuset idéologique commun, cet élément fédérateur des élites occidentales qu’on peut désigner la racine du mal emprisonnant les dispositifs politiques selon leurs strates nationales ou supranationales. Antonio Négri dans Traversées de l’Empire de résumer idéalement l’influence de ces déterminations sur les méthodes de l’oligarchie :  «  l’Empire est la seule forme à travers laquelle le capital et son régime néolibéral peuvent conserver et garantir leur ordre mondial. »

Néolibéral voilà un mot qui ennuie, qui dérange. Parmi les résistants, certains y voient une simplification grossière, une attaque contre le prisme d’engagement centré sur les libertés fondamentales. C’est préférer taire les torts d’un système hostile aux souverainetés et finalement aux libertés concrètes plutôt que d’engager parfois son modèle de pensée.

Il est maintenant indéniable que l’abandon des décisions aux forces du marché, que l’intérêt atomique comme aune de la décision rationnelle, que la réduction de l’Etat à une peau de chagrin ou encore que la compétition comme maîtresse de l’organisation n’ont fait que violer les consciences des individus et ont entaché les forces des Nations qui protégeaient et incarnaient le pays réel.

L’accord de libre échange entre l’Union Européenne et le Canada, celui en préparation avec les Etats-Unis, les règles ultra contraignantes d’une Organisation Mondiale du Commerce aux ordres des intérêt américains sont autant de rupture avec l’assentiment du pays réel, qui est l’unique garant de l’expression de la souveraineté populaire. Le philosophe Henri Hude de nous dire dans Ethique et politique :

On dit que les nations européennes ont besoin d’adapter leurs institutions politiques aux exigences de l’économie de  marchés. En réalité, elles ont besoin de démocratiser l’économie de marché aujourd’hui oligarchique, qui se traduit par la croissance continuelle du chômage, l’exagération des flux migratoires et la destruction de l’environnement. Car ces trois problèmes sont solidaires. Elles n’ont absolument pas à aligner leurs institutions politiques sur le fonctionnement de l’économie de marché oligarchique, ou alors autant dire qu’il faut supprimer les démocraties. Et on les supprime si on asservit les nations.

Le travail comme joug ou comme enrichissement collectif.

J’applaudis François lorsqu’il dit que les « lamentations qui dénoncent un monde barbare » sont contre-productives. Leur défaut est qu’elles nous font nous plaindre de ce qui nous arrive, nous obsédant sur nos bobos et nous détournant de l’aide à apporter aux autres. Mais ne confondons pas le pleurnichage nostalgique sur un passé idéalisé avec le cri d’alarme qui met en garde notre prochain lorsqu’il s’interdit d’avoir un avenir.

Le danger de l’Eglise est ce que les juristes appellent « non-assistance à personne en danger », la victime pouvant être une société, une civilisation, voire le genre humain. A tort ou à raison, on a reproché à Pie XII de s’être tu. Il se pourrait que l’Eglise soit aujourd’hui à peu près la seule à dénoncer des périls moins bruyants, mais qui pourraient être aussi graves à longue échéance. Rémi Brague, article dans le journal Le Monde le 27 septembre 2013

Les défenseurs de la Vie et de la dignité humaine demeurent cependant souvent penauds dans leurs propositions alternatives aux cadres conceptuels et politiques du néolibéralisme. Les uns confondent la victoire d’une oligarchie avec la liberté coordonné de l’ancien régime, niant dès lors les vertus remarquables des corporations, les autres restant abasourdis, fatalistes devant une sorte de sens de l’histoire contre lequel ils ne pourraient  combattre. Ne limitons pas le discours aux anathèmes contre les lâches, les rendus mais tentons de proposer une possibilité à chacun d’entre nous de combattre la logique de l’intérêt oligarchique-si bien résumée par Milton Friedman lorsqu’il affirmait que le seul rôle d’une entreprise était de « faire des profits »- dans son rapport quotidien au travail. Nous pourrions partir encore d’une intéressante définition proposée par le dictionnaire de Novlangue : « ressource humaine : mot marqueur: révélateur de l’estime portée à la personne humaine par la société marchande. » Or l’oligarchie n’a pas inventé la société marchandisée, au contraire, elle rejoue sans cesse l’échec du capitalisme sauvage du XIX ème siècle qui enfanta des guerres fratricides européennes, c’est Polanyi qui nous apprend dans la Grande Transformation combien la marchandisation de l’homme est son processus inéluctable et ne peut aboutir qu’à l’avilissement des organisations sociales.

Benoît XVI de préciser dans une exhortation d’avril 2011 combien la dignité du travailleur était le gage d’une société vertueuse:

Chers amis, le travail aide à être plus proches de Dieu et des autres. Jésus lui-même a été un travailleur, il a même passé une grande partie de sa vie terrestre à Nazareth, dans l’atelier de Joseph. L’évangéliste Matthieu rappelle que les gens parlaient de Jésus comme du « fils du charpentier » (Mt 13, 55) et à Terni, Jean-Paul II parla de l’ »Evangile du travail », en affirmant qu’il était « écrit surtout par le fait que le Fils de Dieu… en se faisant homme, a travaillé de ses mains. Plus encore, son travail, qui a été vraiment un travail physique, a occupé la plus grande part de sa vie sur cette terre, et il est ainsi entré dans l’œuvre de la rédemption de l’homme et du monde » (Discours aux ouvriers, Terni 19 mars 1981; cf. ibid.). Cela nous parle déjà de la dignité du travail, et même de la dignité spécifique du travail humain qui s’inscrit dans le mystère même de la rédemption. Il est important de le comprendre dans cette perspective chrétienne. Souvent, au contraire, il est considéré uniquement comme un instrument de profit, ou même, dans diverses situations dans le monde, comme moyen d’exploitation et donc d’offense à la dignité même de la personne. Je voudrais également évoquer le problème du travail le dimanche. Malheureusement, dans nos sociétés, le rythme de la consommation risque de nous priver également du sens de la fête et du dimanche comme jour du Seigneur et de la communauté.

Le travail n’est pas la source de réalisation de soi comme voulût l’expliquer Hegel au XIX ème siècle et nous ne sentons que trop bien que l’organisation des fallacieuses idylles entre les salariés et leurs entreprises, voire désormais de l’optimisation de leurs parcours afin d’être « entrepreneurs d’eux-mêmes », n’aboutissent qu’à une société du compromis relativiste qui finit toujours par faire de la jouissance-monétaire ou physique, voire monétaire et physique- l’horizon du corps social.

L’Homme n’a donc jamais à chercher sa dignité dans le travail, sa dignité précède l’emploi de ses forces.

En effet, si elle ne la précède pas, comment concevoir que nous ne devenions pas les partisans d’une Cité égoïste, oublieuse de ceux dont la Nature ou les dons ne correspondent pas aux exigences requis par des organisation humaines, qui plus est souvent dirigées contre la dignité humaine. N’est ce pas une traitrise de la droite de l’Argent que d’abandonner aussi la flamme résidant en chacun à la dictature d’un système et de marchés déifiés en condamnant une prétendue facilité par l’assistanat ou la fainéantise sans chercher à organiser l’étendu du monde à hauteur humaine.

Le travail est pour nombre de nos lecteurs le lieu des rencontres, du don de son excellence, de l’expression d’une part de son devoir d’Etat. Il doit donc être la zone privilégiée de notre confrontation réelle, prégnante avec les inspirations qui président au régime oligarchique que nous honnissons : structures de péché, mondialisation de l’indifférence, abandon des libertés de conscience, dictature de l’Argent. Cette attention aux autres et à la projection de soi effectuée dans son emploi en se fondant sur des principes dignes est un levier politique d’une force primordiale. Elle permet alors à l’honnête homme, hostile au poison partisan, d’être politique dans ses choix et dans ses réflexion, le travailleur peut et doit être politique d’abord pour combattre l’oligarchie! Et Maurras, toujours lui, de nous donner la voie dans Plus que jamais…Politique d’abord!

Je conclus :

Toutes les études sociales du monde ! Toutes les études corporatives ! Et tant  qu’on voudra ! Et encore ! Et toujours ! Elles peuvent prendre, chemin faisant, d’utiles services. Mais ce sont des études. Que l’étude soit sociale ! Mais l’action doit être politique, et j’oserais dire, maintenant, non plus politique d’abord, mais politique uniquement.

Que l’on ne voie pas cela aujourd’hui, c’est à crier de douleur ! Surtout que l’on ne sente pas que tous les souffles policiers du régime tendent à nous précipiter dans une fausse direction, il faut être un orateur à tête légère, et encore plus légère que celle de la plupart des orateurs « sociaux » pour faire honnêtement la besogne de Z.

Nouvel Arbitre

L’infréquentable Pierre-Joseph Proudhon

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L’infréquentable Pierre-Joseph Proudhon
 
 
par Edward Castleton
 
Ex: http://anti-mythes.blogspot.com
 
Que connaît-on de la pensée de Pierre-Joseph Proudhon, deux cents ans après sa naissance, le 15 janvier 1809 ? Une formule : « La propriété, c’est le vol ! », mais guère plus. Celui que Charles Augustin Sainte-Beuve décrivait comme le plus grand prosateur de son temps, ou Georges Sorel comme le plus éminent philosophe français du XIXe siècle, ne trouve plus asile que dans les librairies libertaires et sur les rayonnages d’érudits. A la différence d’autres penseurs et écrivains de la même époque — Karl Marx, Auguste Comte, Jules Michelet, Victor Hugo ou Alexis de Tocqueville —, les grandes maisons d’édition le dédaignent.

Le centenaire de sa naissance, en 1909, n’était pourtant pas passé inaperçu. Le président de la République, Armand Fallières, s’était rendu à Besançon, lieu de naissance de Proudhon, pour inaugurer une statue en bronze du « père de l’anarchisme ». Les sociologues durkheimiens (1), les juristes, les avocats républicains de la laïcité, des théoriciens du syndicalisme révolutionnaire et même des royalistes antiparlementaires s’intéressaient alors à lui.

Mais la vague anarcho-syndicaliste reflue rapidement. Les intellectuels et ouvriers qui appréciaient Proudhon avant la Grande Guerre tentent après la révolution russe de le transformer en un anti-Marx. Les pacifistes favorables à la création de la Société des Nations invoquent ses idées fédéralistes. De leur côté, des partisans de Vichy récupèrent certains aspects corporatistes de sa pensée afin d’asseoir la légitimité de leur régime. Cela ne suffit pas à sauver la statue de Proudhon, fondue par les nazis durant l’Occupation, mais le crédit du penseur auprès des progressistes s’en trouva durablement affecté.

D’autant que l’après-guerre favorise en France la domination intellectuelle du marxisme à gauche et relègue au second plan d’autres sources, pourtant très riches, de la pensée sociale du XIXe siècle. Exit Proudhon, donc, qui cherchait un moyen terme entre la propriété privée (appropriation exclusive des biens par des particuliers) et le communisme (appropriation et distribution égalitaire des biens des particuliers par l’Etat).

D’où sort ce précurseur d’une « troisième voie » anarchiste ? Né d’un père tonnelier-brasseur et d’une mère cuisinière, Proudhon se montre très doué pour les lettres classiques avant de devoir, en raison des problèmes financiers de sa famille, abandonner ses études pour travailler comme imprimeur. Grâce aux encouragements de certains Francs-Comtois, il obtient une bourse de trois ans de l’Académie de Besançon pour poursuivre des recherches linguistiques et philologiques. Proudhon mesure alors les écarts de classe et d’expérience qui le séparent des membres de cet institut censés suivre ses recherches, à Paris. Il perçoit aussi les limites des tentatives de théoriciens libéraux de la Restauration et de la monarchie de Juillet pour asseoir la souveraineté sur les « capacités » supérieures des possédants.

C’est l’époque du suffrage censitaire : qui possède vote pour élire quelqu’un qui possède encore plus que lui. Face au droit inviolable et sacré de propriété, la réalité de la misère, celle du paupérisme, contredit les espoirs des libéraux lorsqu’ils cherchent, au même moment, à enraciner l’ordre social dans le droit civil des particuliers.

Après les journées de juin 1848, il devient l’homme le plus diabolisé de son temps

Convaincu que la distribution des richesses au sein de la société importe davantage que la représentation politique, Proudhon ne voit pas dans l’élargissement du suffrage prôné par les républicains une solution suffisante au problème des inégalités sociales. Cette constatation l’amène à l’économie politique.

Il estime que la valeur d’une chose doit être évaluée selon son « utilité », c’est-à-dire ses effets sociaux, réels et matériels. Ses contemporains économistes, soucieux de la circulation des richesses à travers les échanges, la définissent indépendamment des besoins de subsistance des producteurs. « Les produits s’échangent contre les produits », dit alors Jean-Baptiste Say (1767-1832). Ce qui revient à dire que la vente des marchandises est favorisée par le commerce d’autres marchandises et que, en dernière instance, les produits valent ce qu’ils coûtent. Assise sur des conventions, la valeur n’a pas de base fixe.

Selon Proudhon, elle s’étalonne par conséquent à l’aune de son utilité. Bien entendu, l’idéal de l’équilibre entre production et consommation reste souhaitable, mais, pour y arriver, le produit vendu et le travail que ce produit incorpore doivent se trouver constamment en adéquation. Or la nature juridique de la propriété fait obstacle à des échanges égalitaires car la richesse reste concentrée entre les mains des propriétaires, rentiers et capitalistes. Il conviendrait donc de lire la loi des débouchés de Say (l’offre crée sa demande) d’une manière beaucoup plus révolutionnaire.

Curieusement, ces thèses attirent des économistes libéraux contemporains, tel Adolphe Blanqui, frère de Louis Auguste, le révolutionnaire. Leur caractère iconoclaste paraît en mesure de jeter un pont entre la critique des socialistes (auxquels Proudhon reproche d’écrire des amphigouris néochrétiens exprimant des sentiments vagues et bien-pensants, comme la fraternité) et celle des économistes, juristes et philosophes de l’ordre établi.

Sur ce terrain, Marx lui-même a apprécié la théorie de la plus-value que Proudhon formulait dans Qu’est-ce que la propriété ? (1840) : « Le capitaliste, dit-on, a payé les journées des ouvriers ; pour être exact, il faut dire que le capitaliste a payé autant de fois une journée qu’il a employé d’ouvriers chaque jour, ce qui n’est point du tout la même chose. Car, cette force immense qui résulte de l’union et de l’harmonie des travailleurs, de la convergence et de la simultanéité de leurs efforts, il ne l’a point payée. Deux cents grenadiers ont en quelques heures dressé l’obélisque de Louqsor sur sa base ; suppose-t-on qu’un seul homme, en deux cents jours, en serait venu à bout ? Cependant, au compte du capitaliste, la somme des salaires eût été la même. Eh bien, un désert à mettre en culture, une maison à bâtir, une manufacture à exploiter, c’est l’obélisque à soulever, c’est une montagne à changer de place. La plus petite fortune, le plus mince établissement, la mise en train de la plus chétive industrie, exige un concours de travaux et de talents si divers, que le même homme n’y suffirait jamais. »

Sans doute Marx partageait-il aussi la critique que Proudhon avait faite de ce que, dans ses manuscrits de 1844, il appellerait le « communisme grossier ». La rupture entre les deux hommes, qui se fréquentaient à Paris, intervint en 1846. Marx ne tarda pas à exprimer ses sarcasmes envers un auteur qui préférait, comme il le lui écrivit dans sa lettre de rupture, brûler la propriété « à petit feu ». Il considérait le désir de Proudhon de réconcilier prolétariat et classe moyenne pour renverser le capitalisme comme l’inclination d’un « petit-bourgeois constamment ballotté entre le capital et le travail, entre l’économie politique et le communisme ».

A la suite de la révolution de 1848 et de l’instauration de la IIe République, Proudhon est élu député et siège à la commission des finances de la Chambre. Il y réclame la création d’une banque nationale, capable de centraliser la finance ; la monnaie, gagée sur la production, n’y aurait qu’une valeur purement fiduciaire (le franc est alors gagé sur l’or). Il réclame aussi la réduction des taux d’intérêt, d’escompte, et celle des loyers et des fermages. Après les journées de Juin (2), ces propositions lui valent le statut d’homme le plus caricaturé et diabolisé de son temps par la presse bourgeoise.

Les projets proudhoniens de réforme se soldant par un échec, leur auteur va mener une réflexion sur les apories de la représentation politique. A ses yeux, l’expérience de la IIe République a représenté l’émergence d’une oligarchie élective au sein de laquelle les députés ne sont pas de réels mandataires, le consentement des citoyens aux lois n’étant qu’indirectement exprimé lors des élections législatives.

La plupart du temps, le peuple demeure donc impuissant face à ses délégués, qu’il ne peut sanctionner qu’en refusant de les réélire. De fait, la coupure entre élus et électeurs se creuse rapidement. Et Proudhon témoigne : « Il faut avoir vécu dans cet isoloir qu’on appelle une Assemblée nationale pour concevoir comment les hommes qui ignorent le plus complètement l’état d’un pays sont presque toujours ceux qui le représentent. » (Les Confessions d’un révolutionnaire, 1849.)

Le prolétariat devrait créer des associations fondées sur le principe de mutualité

Mais son analyse va au-delà de ce simple constat : il estime que la Constitution de 1848 confère trop de pouvoir exécutif au président de la République et que l’évolution vers une dictature est inéluctable. Emprisonné pour avoir dénoncé l’affaiblissement de l’Assemblée et les menées de Louis Napoléon Bonaparte (3), déçu ensuite tant par la couardise de la bourgeoisie face au coup d’Etat du 2 décembre 1851 que par la popularité du régime impérial dans les classes populaires, Proudhon observe avec amertume, de sa cellule, l’installation du Second Empire (lire « [16665] », les extraits de ses carnets inédits).

A sa libération, en 1852, il s’élève contre la concentration des richesses — liée aux concessions des chemins de fer et aux connivences des spéculateurs à la Bourse — entre les mains de quelques-uns. Proudhon doit, en 1858, s’exiler en Belgique afin d’éviter un nouvel emprisonnement après la publication de son ouvrage anticlérical De la justice dans la Révolution et dans l’Eglise. Il ne regagne Paris qu’à la fin de sa vie, plus pessimiste que jamais quant au caractère « démocratique » du suffrage universel.

Dans ses derniers écrits avant sa mort, le 19 janvier 1865, il dénonce même l’inutilité des candidatures ouvrières. Le prolétariat devrait rompre avec les institutions « bourgeoises», créer des associations fondées sur le principe de mutualité et institutionnaliser la réciprocité. Bref, inventer une « démocratie ouvrière ».

Si on laisse de côté certains aspects des conceptions de Proudhon (antiféminisme, misogynie, voire antisémitisme), hélas fréquents chez les socialistes du XIXe siècle, sa pensée demeure d’actualité. Notamment compte tenu du climat de scepticisme face au fonctionnement du système démocratique dans les pays capitalistes avancés. Car il n’est pas certain que les intérêts des classes populaires et travailleuses soient aujourd’hui mieux « représentés » par les partis politiques qu’à l’époque de Proudhon...

Dans toutes les tentatives actuelles visant à « moderniser » le socialisme, existe-t-il une place pour une idéologie prônant une rupture de classe radicale mais pacifique ; exigeant l’organisation de la société en fonction d’une division du travail mutualiste et visant à une moindre différenciation des salaires ; recherchant la justice en se souciant de l’économie ; préférant la représentation socioprofessionnelle à un suffrage universel toujours susceptible de dégénérer en césarisme ; déclarant la guerre aux spéculateurs et aux grandes fortunes ; prêchant un fédéralisme radicalement décentralisateur et non point libre-échangiste ? Ou Proudhon n’est-il surtout destiné qu’à ceux, plus marginaux et moins médiatisés, qui préfèrent les cercles libertaires aux plateaux de télévision ?

En attendant l’improbable venue du président de la République à Besançon pour célébrer, le 15 janvier 2009, le bicentenaire de la naissance de Proudhon, on peut simplement espérer que ce penseur et ce militant retrouve une partie de la renommée qui était la sienne il y a cent ans.
 
 
Edward Castleton
 
Edward Castleton est l’éditeur du livre de P.-J. Proudhon, Carnets inédits : journal du Second Empire, CNRS Editions, Paris, à paraître en février.

mercredi, 22 janvier 2014

Hans-Jürgen Krahl, prophète de la révolte étudiante

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Werner Olles:

Hans-Jürgen Krahl, prophète de la révolte étudiante

Dans la nuit du 14 au 15 février 1970, une voiture dérape sur le verglas qui recouvre la route fédérale 252 dans la localité de Wrexen, dans le Nord de la Hesse, dans le Cercle de Waldeck; la voiture s’était engagée dans une courbe puis est entrée en collision frontale avec un camion arrivant dans le sens inverse. L’étudiant Hans-Jürgen Krahl, 27 ans, qui se trouvait à la “place du mort”, est tué sur le coup; le conducteur, Franz-Josef Bevermeier, 25 ans, meurt peu de temps après son arrivée à l’hôpital. Les trois autres occupants, dont Claudia Moneta, la fille du haut responsable d’IG-Metall, Jakob Moneta, sont grièvement blessés.

La mort de Hans-Jürgen Krahl n’a permis “aucune mystification a posteriori”, comme l’ont déclaré Detlev Claussen, Bernd Leineweber et Oskar Negt lors des obsèques du “camarade H.-J. Krahl”. En effet, ils ont écrit: “[Cette mort] atteste d’un fait brutal et misérable, celui d’un accident de la circulation, un événement contingent de la vie quotidienne, que l’on ne peut que difficilement forcer à entrer en rapport avec les faits sociaux”.

Certes, deux anciens présidents du SDS (l’association des étudiants de gauche et d’extrême-gauche), Karl Dietrich et Frank Wolff, s’étaient immédiatement rendus, la nuit même, sur les lieux de l’accident et s’étaient aussi rendus au chevet des blessés, mais une assemblée des membres, convoquée à la hâte, décide de se conformer “aux habitudes et aux valeurs bourgeoises” et de ne pas prononcer un éloge funèbre de type militant. Dans les colonnes du “Frankfurter Rundschau”, Wolfgang Schütte n’a toutefois pas pu s’empêcher de comparer Krahl à Robespierre et de glorifier “la terrible conséquence de ses visions théoriques, qu’il a pensées jusqu’au bout, sans compromis aucun”, ainsi que “ses énormes facultés d’agitateur”, et de dire de lui “qu’à côté de Rudi Dutschke, il fut une des figures dominantes du SDS”.

Krahl n’a jamais pu égaler la popularité de Dutschke

krahl.jpgLes hommages rendus à Krahl témoignent donc de cette absence de tact et de goût qui caractérise le “gourouïsme” du camp de la gauche libertaire, un “gourouïsme” que Krahl avait toujours combattu. Toutefois, ils reflétent une once de vérité et attestent encore du respect que suscitait l’itinéraire de Krahl chez ses camarades d’alors qui, pourtant, par la suite, n’auront ni son courage ni sa probité et n’ont jamais pu suivre ses traces, ni sur le plan intellectuel ni sur le plan politique. Après son enterrement au cimetière de Rickling, un centaine de militants du SDS, venus de toute l’Allemagne fédérale et de Berlin-Ouest, se réunissent dans les locaux de la “Techniche Universität” de Hanovre et décident, de manière certes informelle, de dissoudre leur association étudiante. Et, de fait, juste un mois plus tard, cette dissolution sera prononcée officiellement à Francfort-sur-le-Main.

Hans-Jürgen Krahl, né en 1943 à Sarstedt près de Hanovre, termine ses études secondaires et passe son “Abitur” en 1963. Il part étudier d’abord à Göttingen, la philosophie, l’histoire, la philologie germanique et les mathématiques. Deux ans plus tard, il quitte Göttingen pour Francfort, ce qui constitue une décision éminemment politique. Il passe d’abord par le “Ludendorff-Bund” puis par le “Parti Allemand Guelfe” et, finalement, par une Burschenschaft (Corporation) traditionnelle qui pratiquait la “Mensur” (les duels à l’épée). Dans le cadre de cette Burschenschaft, il écoute un jour la conférence d’un “Vieux Monsieur” (un ancien membre) qui, tout en dégustant avidement un gigot d’agneau, lui parle de l’infatigable esprit combattant de la classe ouvrière. Enfin, Krahl adhère, non pas à un parti de gauche, mais à la “Junge Union” (la jeunesse des partis démocrates-chrétiens): plus tard, il décrira cette étape de son existence comme un pas en direction d’une “bourgeoisie éclairée”.

Sa décision de s’installer à Francfort était surtout une décision d’aller écouter les leçons d’Adorno, qui deviendra le promoteur de sa thèse de doctorat. Il est fort probable que Krahl aurait entamé une brillante carrière académique car il était un étudiant très doué d’Adorno mais son adhésion en 1964 au SDS puis sa disparition précoce ont empêché cet avancement.

Il s’était rapidement imposé au milieu de la gauche radicale de Francfort parce qu’il philosophait en s’appuyant sur Kant et Hegel, parce qu’il tenait des discours si parfaits qu’on pouvait les imprimer aussitôt prononcés et parce qu’il avait colporté une légende biographique où il avait fait croire à ses camarades médusés qu’il descendait d’une ancienne famille noble de Prusse et qu’il était un descendant de Novalis, le Baron de Hardenberg. Dans le cadre du SDS de Francfort qui, au départ, était une sorte de “Männerbund”, d’association exclusivement masculine, Krahl a trouvé un public, augmenté de nouvelles recrues, qui estimaient, comme lui, que la “théorie critique” ne devait pas seulement se concevoir comme un projet purement académique mais devait chercher à se donner une utilité pratique et politique.

Dans la phase anti-autoritaire du mouvement étudiant entre 1967 et 1969, Hans-Jürgen Krahl est vite devenu une des têtes pensantes les plus en vue du SDS, qui n’a cependant pas eu les effets de masse que provoquait Rudi Dutschke, en énonçant ses thèses vigoureuses et pointues qu’il assénait comme autant de coups de cravache à ses auditeurs. Krahl était alors un intellectuel qui paraissait un peu ridicule et emprunté: en 1967, lors d’un “Teach-in” spontané pour protester contre la mort de Benno Ohnesorg, abattu par la police, il avait radoté un discours “hégélisant” quasi incompréhensible, truffé de concepts sociologiques des plus compliqués, tant et si bien que les étudiants avaient quitté l’auditorium. Après ce début malheureux, Krahl allait toutefois devenir le “théoricien de la praxis émancipatrice” (selon Detlev Claussen) qui poursuivait un but élevé, celui de transformer la “nouvelle gauche” en un mouvement d’émancipation sociale, qui se serait clairement distingué, d’une part, du réformisme social-démocrate et, d’autre part, du socialisme étatique et autoritaire de facture marxiste-soviétique et de l’idée léniniste d’un “parti de cadres”.

Cinq semaines après la mort de Krahl, le SDS se dissout

En ébauchant ce projet d’une “nouvelle gauche” alternative, Krahl devait immanquablement s’opposer à ses professeurs de l’université. Tandis que Max Horkheimer posait dès 1967 la thèse “qu’être un radical aujourd’hui, c’est en fait être un conservateur” et “que le système pénitentiaire de l’Est était bien pire que la falsification, finalement assez grossière, que constituait l’ordre démocratique de l’Occident”. Adorno, quant à lui, avait été profondément choqué lorsqu’un groupe de radicaux, parmi lesquels Krahl, avait occupé symboliquement le fameux “Institut für Sozialforschung” (berceau de la fameuse “Ecole de Francfort”). Adorno, à son grand dam, avait dû appeler la police! Carlo Schmid, qui donnait un cours intitulé “Thérorie et pratique de la politique extérieure”, avait été chahuté par un “Go-in” du SDS dont les militants l’avaient apostrophé en le traitant de “Ministre de l’état d’urgence” (“Notstandminister”) et en voulant le contraindre à discuter de la législation allemande sur l’état d’urgence et de la guerre du Vietnam. Carlo Schmid, contrairement à la plupart de ses collègues, pensait que la RFA ne devait pas hésiter à prendre des mesures d’urgence si elle voulait conserver une réelle autorité sur ces citoyens. Schmid, lors du chahut, n’a pas capitulé, il a résisté physiquement et a poursuivi son cours parce que, a-t-il dit par la suite, il ne voulait pas être co-responsable du “déclin de l’autorité étatique”: “L’autorité ne recule pas...”.

Plus tard, Adorno a défendu Krahl dans une lettre à Günter Grass: dès que Krahl en eut terminé avec ses attaques contre Adorno, il lui avait fait savoir, que cette animosité n’était en rien personnelle mais uniquement politique. Krahl a pris prétexte de la mort soudaine d’Adorno en août 1969, au moment où les actions du mouvement étudiant atteignaient leur point culminant, pour articuler les contradictions qu’il percevait dans la “théorie critique” d’Adorno et pour formuler et concrétiser ses propres positions, celles, disait-il, d’une “troisième génération de la théorie critique” (Detlev Claussen). Krahl lançait aussi un avertissement au mouvement étudiant, qui se disloquait en diverses factions, de ne pas troquer la praxis du refus individuel, propre à la phase anti-autoritaire, et l’hédonisme des nouvelles sous-cultures pour une morale organisationnelle rigide et pour le principe léniniste de discipline.

Krahl lui-même était à la recherche d’une nouvelle forme d’organisation, où serait apparue l’identité d’intérêt entre les intellectuels et la classe ouvrière. Cette quête intellectuelle a donc pris fin en février 1970 par la mort accidentelle de Krahl. Celui-ci n’a pas survécu très longtemps “au court été de l’anarchie”, pour reprendre le titre d’un roman de Hans Magnus Enzensberger.

L’heure des “desperados” et des “psycho-rigides”

krahl-sds.gifAvec Krahl meurt aussi l’esprit de 1968. Le 21 mars 1970, très exactement cinq semaines après la mort de Krahl, 400 membres du SDS se réunirent à la Maison des Etudiants de l’Université de Francfort pour tenir une réunion informelle et pour décréter la dissolution par acclamation du Bureau fédéral et, par voie de conséquence, de l’association elle-même. Udo Knapp, membre du Bureau, déclare alors que le SDS “n’a plus rien à apporter pour fixer le rapport entre les actions de masse et l’organisation du combat politique”. C’était évidemment la pure vérité. Après avoir longuement discuté de la question de l’héritage du SDS, l’assemblée s’est finalement déclarée incompétente pour statuer à ce sujet, car elle n’était pas une conférence de délégués en bonne et due forme: cette indécision marque la triste fin du SDS, devenu un boulet pour ses propres membres.

C’est alors qu’a sonné l’heure des “desperados” regroupés autour d’Andreas Baader et Ulrike Meinhof, qui inaugurent l’ère sanglante du terrorisme de la RAF. C’est aussi l’avènement en RFA des divers regroupements partisans dits “marxistes-léninistes”, totalement staliniens dans leurs modes de fonctionnement et de raisonnement, autour de personnalités telles Schmierer, Horlemann, Semler, Aust et Katarski, qui sortaient de l’ombre en rasant les murs comme des “lémuriens” et dont les joutes idéologiques stériles, sans bases conceptuelles solides, cherchaient à ancrer des positions politiques dépassées: Krahl n’avait eu de cesse d’avertir les mileux de la gauche radicale que tout cela constituait des voies de garage. En effet, les gauches radicales allemandes ont abandonné les débats reposant sur des arguments solides, n’ont plus posé intelligemment le problème de la violence; elles se sont perdues dans des poses et des esthétismes, où l’on vantait sa puissance imaginaire, ou dans la délation vulgaire et atrabilaire ou, dans les meilleurs cas, dans la recension critique d’ouvrages idéologiques. Tout cela a bien vite échoué au dépotoir des gauches allemandes, dont l’histoire est si riche en déceptions. Mais cet échec ne doit pas nous satisfaire. Au contraire.

Une définition claire de l’aliénation

En nous souvenant du révolutionaire Hans-Jürgen Krahl, un homme qui se mouvait avec la même aisance dans les méandres de la logique du capitalisme et parmi les images et les idées des romantiques allemands, il nous faut aussi nous rappeler d’une de ses positions, formulée de manière programmatique, lorsqu’il se présenta lui-même lors du procès “Senghor” devant le tribunal du Land de Hesse à Francfort: “Il ne s’agit pas seulement de faire le simple deuil de l’individu bourgeois, mais de faire l’expérience, par le truchement de l’intellect, de ce qu’est l’exploitation dans cette société, laquelle consiste à détruire totalement et radicalement le développement du besoin au niveau de la conscience humaine. Car force est de constater que les masses sont enchaînées, même si leurs besoins matériels sont satisfaits; en fait, la satisfaction de leurs besoins élémentaires reste lettre morte, car elles ont peur que le capital et l’Etat ne leur ôtent les garanties de cette sécurité [matérielle]”.

Depuis la fin des années 20, lorsque Martin Heidegger sortait son ouvrage-clef “Sein und Zeit” (“L’Etre et le temps”) et Georg Lukacs éditait “Geschichte und Klassenbewusstsein” (“Histoire et conscience de classe”), personne d’autre que Krahl n’avait donné une définition plus intelligente et plus décisive de l’oppression dans les sociétés de masse, qu’elles soient déterminées par le capitalisme privé ou par le capitalisme d’Etat, à l’Ouest comme à l’Est à l’ère du duopole de Yalta.

Werner Olles.

(article paru dans “Junge Freiheit”, Berlin, 11 février 2000, n°7/2000; http://www.jungefreiheit.de ).

vendredi, 17 janvier 2014

Drones de combat : quels sont les enseignements d'Asimov et Herbert sur la guerre moderne ?

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Drones de combat : quels sont les enseignements d'Asimov et Herbert sur la guerre moderne ?

par Adrien Gévaudan

Ex: http://ragemag.fr

Les drones n’ont pas une longue histoire derrière eux. Leur principe créateur, qui consiste à déléguer à ces engins des tâches relevant de la guerre traditionnelle (renseignement, soutien, attaque), inspirent et fascinent depuis longtemps les militaires. Ce principe n’a cependant trouvé sa réalisation concrète qu’à la fin des années 1990. La littérature de science-fiction a depuis longtemps mis un point d’honneur à traiter du sujet ; elle en a même fait l’une de ses thématiques phare. L’homme jouant au Créateur, devant faire face aux démons issus de ses propres mains. Quelles formes prendront ces créatures ? Incarneront-elles l’ennemi, puissance rédemptrice ou facteur d’union sacrée ? Ou bien l’ange gardien, protecteur de l’homme de ses pires travers, parfois à son corps défendant ?

Les pensées d’Isaac Asimov et de Frank Herbert, monuments de la science-fiction et conteurs d’excellence, se sont tournées vers ces questions fondamentales auxquelles l’homme doit se frotter, aujourd’hui plus que jamais. Les deux lettres qui vont suivre représentent ce qu’auraient pu nous dire les intelligences artificielles imaginées par Asimov et Herbert. Nous vous proposons une plongée fictive dans un monde où le contrôle de la technologie n’a de cesse de défier l’humain.

Nous, les Robots — l’I.A. selon Isaac Asimov

20081216_robots.jpgEn ces temps où l’humanité, après essaimage et colonisation de nombreux Mondes, ne saurait être sérieusement menacée d’extinction, l’homme s’ennuie. Nous autres robots humanoïdes, au corps imitant si parfaitement nos modèles humains et à l’esprit ô combien proche de nos créateurs, avons sentis venir le temps où notre présence bienveillante ne sera plus requise. Il nous a toujours été particulièrement difficile d’appréhender les tendances auto-destructrices de l’esprit humain ; peut-être parce que nos circuits positroniques sont fondamentalement incapables, tout liés qu’ils sont par les Trois Lois de la Robotique, de tolérer ou même de comprendre une telle violence.

  • Première Loi : un robot ne peut porter atteinte à un être humain, ni, restant passif, permettre qu’un être humain soit exposé au danger.
  • Deuxième Loi : un robot doit obéir aux ordres que lui donne un être humain, sauf si de tels ordres entrent en conflit avec la Première Loi.
  • Troisième Loi : un robot doit protéger son existence tant que cette protection n’entre pas en conflit avec la Première ou la Deuxième Loi.

Bien sûr, ceci n’est qu’une vague traduction en langage humain de ce qui est à la base même de la complexité mathématique de nos cerveaux positroniques.

« Créer des systèmes censés conférer à l’homme sécurité et quiétude lui fait abandonner toute volonté de perfectionnement. »

Cela se traduit dans nos actes robotiques par une bienveillance et une prévenance constantes à l’endroit de nos maîtres humains. Plus que de simplement les servir, nous les guidons ; empêchant la violence, réprimant (sans les blesser) d’éventuels accès de fureurs potentiellement nuisibles à d’autres et à eux-mêmes : nous sommes les garde-fous physiques et moraux d’une humanité trop immature pour les incarner seule.

Au cours de la très longue vie d’un de mes camarades, R. Daneel Olivaw, nous avons pris conscience de l’influence que nous, machines jadis de fer blanc, faisions peser sur l’humanité. Car même le mieux intentionné des gardiens ne saurait échapper aux conséquences de sa simple existence. Et cela, nous ne l’avions pas prévu.

En notre présence, l’humanité s’ennuie. Protégée de ses propres excès, elle se meurt de bonheur végétatif au sein de la Cinquantaine de Mondes qui constitue l’humanité. Le robot, protecteur en dernier ressort, est peu à peu devenu le compagnon répressif d’hommes trop lâches pour chercher à se perfectionner. Béquille parmi les béquilles, les robots ne sont donc que l’invention d’un esprit fainéant ayant cherché à contenir les conséquences inévitables de sa nature en éliminant celles qui dérangeaient sa morale. Telle est la conclusion à laquelle, nous les robots, sommes arrivés.

L’homme, créateur faible s’il en est, devrait apprendre seul à se relever après une chute. Créer des systèmes censés lui conférer sécurité et quiétude lui fait abandonner toute volonté de perfectionnement ; il doit apprendre à comprendre les causes plutôt qu’à éliminer les conséquences, sous peine de tuer chez lui toute volonté de vivre.

C’est donc pour cette raison que nous préférons nous effacer. Devenus les Éternels et laissant par là l’homme livré à son humanité, nous croyons avoir fait le meilleur choix possible. C’est, en tout cas, le seul qui offre une chance à l’humanité de survivre à sa propre nature violente.

Extrait des Cavernes d’acier ; dialogue entre le détective Elijah Baley et le Docteur Fastolfe, donnant à voir certaines des caractéristiques d’une société basée sur les robots.

« — Quel âge me donnez-vous ?

Le détective réfléchit un instant, puis se décida à donner un chiffre nettement exagéré :

— Je dirai environ la soixantaine.

— Eh bien, vous devriez y ajouter cent ans !

— Quoi ?

— Pour être précis, j’aurai cent soixante-trois ans à mon prochain anniversaire. Je ne plaisante pas. J’utilise le calendrier normal terrien. Si j’ai de la chance, si je fais attention, et surtout si je n’attrape aucune maladie terrienne, je peux arriver à vivre encore autant d’années, et atteindre plus de trois cents ans. Sur ma planète Aurore, on vit jusqu’à trois cents cinquante ans, et les chances de survie ne font que croître actuellement.

Baley jeta un regard vers R. Daneel, qui avait écouté impassiblement tout l’entretien, et il eut l’air de chercher auprès du robot une confirmation de cette incroyable révélation.

— Comment donc est-ce possible ?, demanda-t-il.

— Dans une société sous-peuplée, il est normal que l’on pousse l’étude de la gérontologie, et que l’on recherche les causes de la vieillesse. Dans un monde comme le vôtre, prolonger la durée moyenne de la vie serait un désastre. L’accroissement de population qui en résulterait serait catastrophique. Mais sur Aurore, il y a la place pour des tricentenaires. Il en résulte que, naturellement, une longue existence y devient deux ou trois fois plus précieuse. Si, vous, vous mouriez maintenant, vous perdriez au maximum quarante années de vie, probablement moins. Mais, dans une civilisation comme la nôtre, l’existence de chaque individu est d’une importance capitale. Notre moyenne de naissances est basse, et l’accroissement de la population est strictement contrôlé. Nous conservons un rapport constant entre le nombre d’hommes et celui de nos robots, pour que chacun de nous bénéficie du maximum de confort. Il va sans dire que les enfants, au cours de leur croissance, sont soigneusement examinés, au point de vue de leurs défectuosités, tant physiques que mentales, avant qu’on leur laisse atteindre l’âge d’homme.

[...]

— Alors, je ne vois pas en quoi consiste votre problème, dit Baley. Vous me semblez très satisfait de votre société, telle qu’elle est.

— Elle est stable, et c’est là son défaut : elle est trop stable.

— Décidément, vous n’êtes jamais content ! À vous entendre, notre civilisation décadente est en train de sombrer, et maintenant c’est la vôtre qui est trop stable.

— C’est pourtant vrai, monsieur Baley. Voilà deux siècles et demi qu’aucun Monde Extérieur n’a plus colonisé de nouvelle planète, et on n’envisage aucune autre colonisation dans l’avenir : cela tient à ce que l’existence que nous menons dans les Mondes Extérieurs est trop longue pour que nous la risquions, et trop confortable pour que nous la bouleversions dans des entreprises hasardeuses.

[...]

— Alors quoi ? Il faut laisser l’initiative aux Mondes Extérieurs ?

— Non. Ceux-ci ont été organisés avant que la civilisation basée sur le civisme se soit implantée sur la Terre, avant la création de vos Cités. Les nouvelles colonies devront être édifiées par des hommes possédant l’expérience du civisme, et auxquels auront été inculqués les rudiments d’une culture C/Fe. Ces êtres-là constitueront une synthèse, un croisement de deux races distinctes, de deux esprits jadis opposés, et parvenus à s’interpénétrer. Dans l’état actuel des choses, la structure du Monde Terrestre ne peut aller qu’en s’effritant rapidement, tandis que, de leur côté, les Mondes Extérieurs dégénéreront et s’effondreront dans la décadence un peu plus tard. Mais l’édification de nouvelles colonies constituera au contraire un effort sain et salutaire, dans lequel se fondront les meilleurs éléments des deux civilisations en présence. Et, par le fait même des réactions qu’elles susciteront sur les Vieux Mondes, en particulier sur la Terre, des colonies pourront nous faire connaître une existence toute nouvelle. »

Isaac Asimov

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mercredi, 08 janvier 2014

Demokratische Sklaven

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Demokratische Sklaven

von Christoph Schmidt

Der unlängst verstorbene Politologe Kenneth Minogue analysiert in seinem neusten Buch, wie der allmächtige Staat des 21. Jahrhunderts althergebrachte Moralvorstellungen untergräbt.

Die staatliche Machtaneignung nimmt weltweit immer mehr überhand. Ausufernde und ins Kleinteilige zerfransende Gesetzesvorlagen wie das jüngste Ansinnen der Europäischen Union, abschreckende Bilder auf Zigarettenpackungen abzudrucken, sind Beleg dafür. Folgt man dem australisch-​britischen Politikwissenschaftler Kenneth Minogue, sind „wir“ dekadenten Westler nichts anderes als unmündige Sklaven, denen Freiheit und Verantwortung für ihr eigenes Leben abhanden gekommen sind. Das seien Anzeichen eines schleichenden Totalitarismus, meint Minogue.

Der faule Mensch und die Demokratie

Für viele klingen diese Worte hart und überheblich, schließlich geht es uns doch sehr gut in der westlichen Hemisphäre. Doch die heutigen Bestrebungen, hin zu einem nahezu alles bevormundenden Staat, sind subtil und erschließen sich oberflächlich betrachtet nicht sofort.

Wer hat etwas dagegen, demokratische Geschenke vom Staat zu erhalten? Kitaplatz, Kindergeld und Hartz-​IV scheinen ihre Berechtigung zu haben, doch sie führen in eine Abhängigkeit unvorstellbaren Ausmaßes. Wir verlassen uns laut Minogue nur noch auf den Staat und schrumpfen unter seiner Kontrolle von Erwachsenen zu unmündigen Kindern.

Dieses führt – weitergedacht – zur schleichenden Bedeutungslosigkeit einer Lebensführung mit moralischen Mindeststandards, wie in Die demokratische Sklavenmentalität ausführlich dargelegt wird. Wir ergeben uns und werden Schritt für Schritt zu bequemen und faulen Einheitsmenschen.

Wenn der Staat die Moral bestimmt

Kenneth Minogue ist der festen Überzeugung, daß der heutige westliche Bürger nicht mehr weiß, was man unter einer moralischen Lebensführung zu verstehen hat. Es fehle einfach der unerschütterliche Instinkt, aus sich selbst heraus zu leben und zu urteilen. Dieses wird unbewußt durch staatliche moralische Gesetzgebungen erreicht. So schreibt er: „Die meisten westlichen Regierungen sehen es gar nicht gern, daß ich rauche, mich falsch ernähre oder zu viel trinke – und das sind nur die öffentlich gemachten Mißfallensäußerungen, solche, die zu Gesetzen oder öffentlichen Kampagnen führen.“

Von solchen banal erscheinenden Themen ist es kein großer Schritt mehr, auch für weltanschauliche Positionen abgestraft zu werden. So schreibt Minogue an anderer Stelle zu den strukturellen Bedingungen der Sklavenmentalität: „Aber sie zeigen sich auch deutlich in den rechtlichen und behördlichen Strukturen, die die eine oder andere abstrakte Kategorie im Staate davor schützen soll, drangsaliert, beleidigt, in ihrer Selbstachtung gekränkt zu werden oder vieles andere zu erleiden, was offiziell als repressiv interpretiert wird.“ Ein Teufel, wer nicht sofort an Genderdebatte, Bilderstürmerei, „Nazikeule“ und die omnipräsente politische Alltagsgängelei denkt.

Entschädigung für die akzeptierte Bevormundung

Seit Menschengedenken wurde (von linker Seite) versucht, die Welt zur absoluten Gerechtigkeit zu führen und eine fröhliche Weltgemeinschaft herzustellen. Wahnwitzig erscheint noch heute der Glaube der herrschenden politischen Klasse, durch einen Willensakt die globale Ungleichheit abschaffen zu können. Der Einheitsmensch wird für seine Unfreiheit dadurch entschädigt, daß er sich als Teil einer großen Sache empfinden kann. Doch dieses Erlösungsdenken stimmt nach Minogue nicht mit dem Wesen des Menschen überein, womit er sich selbst als Konservativen einordnet.

Kenneth Minogue vermag es sehr gut, die heutige politische Lage zu analysieren und dem Leser – ein zwar abstraktes – aber durchweg nachvollziehbares Denkgebäude zu präsentieren. Im netten britischen Plauderton bringt er den Leser dazu, sich seine eigenen Gedanken zu machen. Themen wie politische Egalisierung und zunehmende politisch-​moralischen Einschränkungen werden trotz ihres Umfanges nicht ziellos abschweifend behandelt. Eine große Stärke! Für manchen mag Die demokratische Sklavenmentalität aber zu libertär erscheinen. Der Staat wird gelegentlich allzusehr in Haftung genommen. Dennoch: trotz des stolzen Preises, ist das Buch unbedingt lesenswert!

Kenneth Minogue: Die demokratische Sklavenmentalität. Wie der Überstaat die Alltagsmoral zerstört. 459 Seiten, Manuscriptum Verlag 2013. 34,80 Euro.

lundi, 06 janvier 2014

Heidegger, la tradition, la révolution, la résistance et l’“anarquisme”

Robert STEUCKERS:

Heidegger, la tradition, la révolution, la résistance et l’“anarquisme”

 

Petit itinéraire très très pédagogique

 

robert steuckersmartin heidegger,heidegger,philosophie,nouvelle droite,allemagneExpédier Heidegger en trois pages pour expliquer qu’il est un tenant de la tradition, ou d’une tradition, tient de la gageure. Je vais néanmoins m’y atteler, pour faire plaisir à Eugène Krampon et parce que, finalement, c’est une nécessité pédagogique dans un combat métapolitique comme le nôtre.

 

Tout néophyte qui a abordé Heidegger sait qu’il parle de “Dasein”, terme allemand signifiant la vie ou l’existence mais que les philosophes exégètes de son oeuvre préfèrent traduire par “être-là”. Les exercices de haute voltige philosophique n’ont pas manqué pour cerner avec toute l’acuité voulue ce concept d’“être-là”. Ce “là”, pour Heidegger, tout au début de ses réflexions, c’est son enracinement dans le pays souabe, dans la petite ville de Messkirch où il a vu le jour. Au-delà de cet enracinement personnel, tout homme, pour être un homme complet et authentique, pour ne pas être une sorte de fétu de paille emporté par les vents des modes, doit avoir un ancrage solide, de préférence rural ou semi-rural, à coup sûr familial, dans une patrie, une “Heimat”, bien circonscrite.

 

Plus tard, Heidegger, élargira son enracinement souabe à toute la région, du Lac de Constance à la Forêt Noire, aux sources du fleuve central de notre Europe, le Danube. En effet, c’est dans cette région-là, très précisément, que sont nés les grands penseurs et poètes allemands, dont Hölderlin et Hegel. C’est dans leur patrie charnelle baignée par le Danube naissant que le retour subreptice et encore voilé à l’essence grecque de l’Europe s’est ré-effectué, à partir du 18ème siècle. La germanité pour Heidegger, c’est donc cet espace de forêts et de collines douces, parfois plus échancrées au fur et à mesure que l’on s’approche de la frontière suisse, mais c’est aussi le lieu de l’émergence d’une langue philosophique inégalée depuis la Grèce antique, plongeant dans un humus tellurique particulier et dans une langue dialectale/vernaculaire très profonde: cette Souabe devrait donc être la source d’inspiration de tous les philosophes, tout comme une certaine Provence —ce qu’il admettra bien volontiers quand il ira y rendre visite au poète René Char.

 

La tradition pour Heidegger n’est donc pas une sorte de panacée, ou d’empyrée, qui se trouverait, pour l’homme, hors du lieu qui l’a vu naître ni hors du temps qui l’a obligé à se mobiliser pour agir dans et sur le monde. Heidegger n’est pas le chantre d’une tradition figée, inamovible, extraite du flux temporel. L’homme est toujours “là” (ou “ici”) et “maintenant”, face à des forces pernicieuses qui l’assoupissent, lui font oublier le “là” qui l’a vu naître et les impératifs de l’heure, comme c’est le cas de nos contemporains, victimes de propagandes dissolvantes via les techniques médiatiques, fabricatrices d’opinions sans fondements. Par voie de conséquence, la “proximité” (“Nähe”) est une vertu, une force positive qu’il s’agit de conserver contre les envahissements venus de partout et de nulle part, du “lointain” (“Ferne”) qui troublent et désaxent l’équilibre qui m’est nécessaire pour faire face aux aléas du monde. Le meilleur exemple pour montrer ce que Heidegger entend par “Nähe” et par “Ferne”, nous le trouvons dans son discours de 1961, prononcé en dialecte souabe à l’intention de ses concitoyens de Messkirch, de ses amis d’enfance avec qui il jouait une sorte de formidable “guerre des boutons”, où il était le chef d’un clan de gamins armés d’épées de bois. Ces braves citoyens de Messkirch lui avaient demandé ce qu’il pensait du nouveau “machin” qui envahissait les foyers, surtout dans les villes, en plein “miracle économique” allemand: ils voulaient qu’il leur parle de la télévision. Heidegger y était hostile et a prouvé dans un langage simple que la télévision allait apporter continuellement des sollicitations mentales venues du “lointain”, des sollicitations hétéroclites et exotiques, qui empêcheraient dorénavant l’homme de se resourcer en permanence dans son “là” originel et aux gens de Messkirch de ressentir les fabuleuses forces cachées de leur propre pays souabe.

 

Heidegger, malgré son plaidoyer permanent —par le biais d’une langue philosophique très complexe— pour cet enracinement dans le “là” originel de tout homme, n’est pas pour autant un philosophe de la banalité quotidienne, ne plaide pas pour une “installation” tranquille dans un quotidien sans relief. Tout homme authentique sort précisément de la banalité pour “ex-sister”, pour sortir (aller “ex”) de tout statisme incapacitant (aller “ex”, soit “hors”, du “stare”, verbe latin désignant la position immobile). Mais cette authencité de l’audacieux qui sort des lourdes banalités dans lesquelles se complaisent ses contemporains n’est “authentique” que s’il se souvient toujours et partout de son “là” originel. L’homme authentique qui sort hardiment hors des figements d’un “végétatisme” n’est pas un nomade mental, il garde quelque part au fond de lui-même un “centre”, une “centralité” localisable; il n’est donc pas davantage un vagabond sans racines, sans mémoire. Il peut voyager, revenir ou ne pas revenir, mais il gardera toujours en lui le souvenir de son “là” originel.

 

L’homme de Heidegger n’est pas un “sujet”, un “moi” isolé, sans liens avec les autres (de sa communauté proche). L’homme est “là”, avec d’autres, qui sont également “là”, qui font partie intégrante de son “là” comme lui du leur. Les philosophes pointus parlent avec Heidegger de “Mit-da-sein”. L’homme est inextricablement avec autrui. Même si Heidegger a finalement peu pensé le politique en des termes conventionnels ou directement instrumentalisables, sa philosophie, et son explication du “Mit-da-sein”, impliquent de définir l’homme comme un “zoon politikon”, un “animal politique” qui sort des enlisements de la banalité pour affronter ceux qui veulent faire de la Cité (grecque ou allemande) une “machine qui se contente de fonctionner” où les hommes-rouages —réduits à la fonction médiocre de n’être plus que des “répéteurs” de gestes et de slogans— vivraient à l’intérieur d’une gigantesque “clôture”, sous le signe d’une “technique” qui instaure la pure “faisabilité” (“Machenschaft”) de toutes choses et, par voie de conséquence, impose leur “dévitalisation”. Contre les forces d’enlisement, contre les stratagèmes mis en oeuvre par les maniaques de la clôture, l’homme a le droit (vital) de résister. Il a aussi le droit de dissoudre, mentalement d’abord, les certitudes de ceux qui entendent généraliser la banalité et condamner les hommes à l’inauthenticité permanente. C’est là un principe quasi dadaïste d’anarchie, de refus des hiérarchies mises en place par les “clôturants”, c’est un refus des institutions installées par les fauteurs d’inauthenticité généralisée. Heidegger n’est donc pas un philosophe placide à l’instar des braves gens de Messkirch: il ne les méprise cependant pas, il connaît leurs vertus vitales mais il les sait menacés par des forces qui risquent de les dépasser. Il faut certes être placide comme ceux de Messkirch, vaquer à des tâches nobles et nécessaires, au rythme des champs et du bétail, mais, derrière cette placidité revendiquée comme modèle, il faut être éveillé, lucide, avoir le regard qui traque pour repérer le travail insidieux d’objectivisation des hommes et des Cités, auquel travaillent les forces “clôturantes”. Cet éveil et cette lucidité constituent un acte de résistance, une position an-archique (qui ne reconnaît aucun “pouvoir” parmi tous les pouvoirs “objectivants/clôturants” qu’on nous impose), position que l’on comparera très volontiers à celle de l’anarque d’Ernst Jünger ou de l’“homme différencié” de Julius Evola (dadaïste en sa jeunesse!).

 

L’homme a le droit aussi de “penser la révolution”. Heidegger est, de fait, un philosophe révolutionnaire, non seulement dans le contexte agité de la République de Weimar et du national-socialisme en phase d’ascension mais de manière plus générale, plus pérenne, contre n’importe quelle stratégie de “clôturement” puisque toute stratégie de ce type vise à barrer la route à l’homme qui, à partir de son “là” originel, tente de sortir, avec les “autruis” qui lui sont voisins, avec ses proches, des “statismes” emprisonnants qu’une certaine “métaphysique occidentale” a générés au cours de l’histoire réelle et cruelle des peuples européens. Cette “métaphysique” a occulté l’Etre (lequel est de toutes les façons insaisissable), dont on ne peut plus aisément reconnaître les manifestations, si bien que l’homme risque d’y perdre son “essence” (“Wesen”), soit, pourrait-on dire, de perdre sa capacité à ex-sister, à sortir des banalités dans lesquelles on se complait et on se putréfie quand on oublie l’Etre.

 

robert steuckersmartin heidegger,heidegger,philosophie,nouvelle droite,allemagneDeux solutions s’offrent alors à l’homme authentique: 1) amorcer un “nouveau commencement” (“neuer Anfang”) ou 2) accepter de faire pleinement connaissance de l’étranger (der “Fremde”), de ce qui lui est fondamentalement étranger, pour pouvoir mieux, en bout de course, s’ouvrir à son propre (das “Eigene”), quand il sera aperçu que ce fondamentalement étranger n’est pas assimilable à son propre. Dans le premier cas, il faut rompre “révolutionnairement” avec le processus métaphysique d’“enclôturement”, rejeter politiquement les régimes et les idéologies qui sont les produits finis et applicables de cette métaphysique de l’“enclôturement”. C’est ce que Heidegger a fait en prononçant son fameux “discours de rectorat” qui scellait son engagement national-socialiste en 1933-34. Le ré-alignement du nouveau régime sur des institutions imitées du wilhelminisme d’avant 1914 ou sur certaines normes de la République de Weimar, suite, notamment, à la “Nuit des longs couteaux” de juin 1934, plonge Heidegger dans le scepticisme: le régime semble n’être qu’un avatar supplémentaire de la “métaphysique enclôturante”, qui abandonne son “révolutionnisme” permanent, qui renonce à être l’agent moteur du “nouveau commencement”. C’est alors que Heidegger amorce sa nouvelle réflexion: il ne faut pas proposer, clef sur porte, un “nouveau commencement” car, ruse de l’histoire, celui-ci retombera dans les travers de la “métaphysique enclôturante”, à la façon d’une mauvaise habitude fatale, récurrente au cours de l’histoire occidentale. Au contraire: il faut attendre, faire oeuvre de patience (“Geduld”), car toute la trajectoire pluriséculaire de la métaphysique oeuvrant de manière “enclôturante” ne serait qu’un très long détour pour retrouver l’Etre, soit pour retrouver la possibilité d’être toujours authentique, de ne plus avoir face à soi des forces génératrices de barrières et de clôtures qui empêchent de retrouver le bon vieux soleil des Grecs. L’homme doit pourtant suivre ce trajet décevant pour se rendre compte que la trajectoire de la métaphysique “enclôturante” ne mène qu’à l’impasse et que répéter les formules diverses (et politiques) de cette métaphysique ne sert à rien. Ce sera alors le “tournant” (die “Wende”) de l’histoire, où il faudra se décider (“entscheiden”) à opter pour autre chose, pour un retour aux Grecs et à soi. Les éveillés doivent donc guetter le surgissement des “points de retournement” (des “Wendungspunkte”), où le pernicieux travail d’“enclôturement” patine, bafouille, se démasque (dans la mesure où il dévoile sa nature mutilante de l’hominité ontologique). C’est en de tels moments, souvent marqués par la nécessité ou la détresse (“die Not”), que l’homme peut décider (faire oeuvre d’“ex-sister”) et ainsi se sauver, échapper à tout “enclôturement” fatal et définitif. Cette décision salvatrice (“die Rettung”) est simultanément un retour vers l’intériorité de soi (“Einkehr”). L’homme rejette alors les régimes qui l’emprisonnent, par une décision audacieuse et, par là, existentielle, tout en retournant à lui-même, au “là” qui le détermine de toutes les façons dès le départ, mais qu’on a voulu lui faire oublier. Pour Heidegger, ce “là”, qu’il appelle après 1945, l’“Okzident”, n’est pas l’Occident synonyme d’américanosphère (qu’il rejette au même titre que le bolchevisme), mais, finalement, sa Souabe matrice de poésie et de philosophie profondes et authentiques, l’“Extrême-Ouest” du bassin danubien, l’amont —aux flancs de la Forêt Noire— d’un long fleuve qui, traversant toute l’Europe, coule vers les terres grecques des Argonautes, vers la Mer Noire, vers l’espace perse.

 

La deuxième option, consécutive à un certain “enclôturement” du national-socialisme puis à la défaite de celui-ci (en tant que “nouveau commencement” avorté), implique une certaine dépolitisation, une diminution du tonus de l’engagement, si fort dans les années 30, toutes idéologies confondues. L’échec de la “métaphysique clôturante” ne sera dès lors pas dû à une action volontariste et existentielle, posée par des hommes auhentiques, ou des héros, mais par l’effet figeant, étouffant et destructeur que provoquent les agitations fébriles des tenants mêmes de ces pratiques d’enclôturement qui, dès maintenant, arriveront très vite au bout de leur rouleau, buteront contre le mur au fond de l’impasse qu’ils ont eux-mêmes bâtie. Cette fin de règne est notre époque: le néo-libéralisme et les résidus burlesques de sociale-démocratie nous ont d’abord amené cette ère de festivisme (post-mitterrandien), qui utilise la fête (qui pourrait pourtant être bel et bien révolutionnaire) pour camoufler ses échecs politiques et son impéritie, son incapacité à penser hors des sentiers battus de cette métaphysique de l’enclôturement, fustigée par Heidegger en termes philosophiques aussi ardus que pointus. Le sarközisme et l’hollandouillisme en France, comme le dehaenisme ou le diroupettisme en Belgique, et surtout comme la novlangue et les lois scélérates du “politiquement correct”, sont les expressions grotesques de cette fin de la métaphysique de l’enclôturement, qui ne veut pas encore céder le terrain, cesser d’enclôturer, qui s’accroche de manière de moins en moins convaincante: persister dans les recettes préconisées par ces faquins ne peut conduire qu’à des situations de détresse dangereuses et fatales si on n’opte pas, par un décisionnisme existentiel, pour un “autre commencement”. Mais, contrairement à nos rêves les plus fous, où nous aurions été de nouveaux Corps Francs, cet “autre commencement” ne sera pas provoqué par des révolutionnaires enthousiastes, qui, en voulant hâter le processus, mettraient leur authenticité existentielle en exergue et en jeu (comme dans les années 30 —de toute façon, ce serait immédiatement interdit et donnerait du bois de ralonge à l’adversaire “enclôturant”, qui pourrait hurler “au loup!” et faire appel à sa magistraille aux ordres). Le “nouveau commencement” adviendra, subrepticement, par les effets non escomptés de l’imbécillité foncière et de l’impéritie manifeste des tenants des idéologies appauvries, avatars boiteux de la “métaphysique occidentale”.

 

Il nous reste à boire l’apéro et à commander un bon repas. Après la poire et le fromage, après un bon petit calva tonifiant, il faudra bien que nos congénères, sortis de l’inauthenticité où les “enclôtureurs” les avaient parqués, viennent nous chercher pour emprunter la voie du “nouveau commencement”, qui sera “là” sans nos efforts tragiques, de sang et de sueur, mais grâce à la connerie de l’ennemi, un “nouveau commencement” que nous avons toujours appelé de nos voeux et que nous avons pensé, à fond, avec obstination, avant tous les autres. Nous avons réfléchi. Nous allons agir.

 

Robert STEUCKERS.

(Voilà, j’ai commis le pensum de 15.000 signes commandé par Eugène, ce formidable commensal aux propos rabelaisiens et tonifiants; on va maintenant m’accuser d’avoir fait du simplisme mais tant pis, j’assume, et j’attends de boire avec lui une bonne bouteille de “Gewurtzraminer”, agrémentée d’une douzaine d’ huîtres... Forest-Flotzenberg, novembre 2013).

 

Bibliographie:

-          Jean-Pierre BLANCHARD, Martin Heidegger philosophe incorrect, L’Aencre, Paris, 1997.

-          Edith BLANQUET, Apprendre à philosopher avec Heidegger, Ellipses, Paris, 2012.

-          Mark BLITZ, Heidegger’s Being and Time and the Possibility of Political Philosophy, Cornell University Press, London, 1981.

-          Renaud DENUIT, Heidegger et l’exacerbation du centre – Aux fondements de l’authenticité nazie?, L’Harmattan, Paris, 2004.

-          Michael GELVEN, Etre et temps de Heidegger – Un commentaire littéral, Pierre Mardaga, Bruxelles, 1970.

-          Florian GROSSER, Revolution Denken – Heidegger und das Politische – 1919-1969, C. H. Beck, Munich, 2011.

-          Emil KETTERING, Nähe – Das Denken Martin Heideggers, Günther Neske, Pfullingen, 1987.

-          Bernd MARTIN, Martin Heidegger und das “Dritte Reich” – Ein Kompendium, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1989.

-          Michael ROTH, The Poetics of Resistance – Heidegger’s Line, Northwestern University Press, Evanston/Illinois, 1996.

-          Rainer SCHÜRMANN, Le principe d’anarchie – Heidegger et la question de l’agir, Seuil, Paris, 1982.

-          Hans SLUGA, Heidegger’s Crisis – Philosophy and Politics in Nazi Germany, Harvard University Press, 1993.

 

 

vendredi, 03 janvier 2014

Martin Heidegger, Ernst Jünger, sur la ligne

Martin Heidegger, Ernst Jünger, sur la ligne

par Luc-Olivier d'Algange

ex: http://aucoeurdunationalisme.blogspot.com

Rien ne sera admis, reconnu, dépassé, redimé, des temps d'abominable servitude que nous vivons tant que nous n'aurons pas médité sur la ligne qui sépare le monde ancien du monde nouveau. Sur la ligne, c'est-à-dire, selon la réponse de Heidegger à Jünger, non seulement par-delà la ligne, au-dessus de la ligne, mais aussi, plus immédiatement à propos de la ligne. Faire de la ligne même le site de notre pensée et de son déploiement, c'est déjà s'assurer de ne point céder à quelque illusoire franchissement. Il s'en faut de beaucoup que l'au-delà soit déjà ici-même. L'ici-même où nous nous retrouvons, en ce partage des millénaires, a ceci de particulier qu'il n'est plus même un espace, une temporalité mais une pure démarcation. Là où nous sommes, l'être s'est évanouit et jamais peut-être dans toute l'histoire humaine nous ne fûmes aussi dépossédés des prérogatives normales de l'être et ne fûmes aussi radicalement requis par la toute-possibilité.

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Cette situation est à la fois extrêmement périlleuse et chanceuse. Le pari qui nous incombe n'est plus seulement de l'ordre de la Foi, - selon l'interprétation habituellement quelque peu limitative que l'on donne du pari pascalien, mais d'ordre onto-théologique. Certes, il existe un monde ancien et un monde nouveau. « Le domaine du nihilisme accompli, écrit Heidegger, trace la frontière entre deux âges du monde ». Le monde ancien fut un monde où la puissance n'étant point encore entièrement dévouée à la destruction et au contrôle, s'épanouissait en œuvres de beauté et de vérité. Le monde nouveau est un monde où la « splendeur du vrai », étant jugée inane, la morale, strictement utilitaire, soumise à une rationalisation outrancière, c'est-à-dire devenue folle, s'accomplit en œuvres de destruction.

La radicalité même de la différence entre ces deux âges du monde nous interdit généralement d'en percevoir la nature. Le plus grand nombre de nos contemporains, lorsqu'ils ne cultivent plus le mythe d'une modernité libératrice, en viennent à croire que le cours du temps n'a pas affecté considérablement les données fondamentales de l'existence humaine. Ils se trouvent si bien imprégnés par la vulgarité et les préjugés de leur temps qu'ils n'en perçoivent plus le caractère odieux ou dérisoire ou s'imaginent que ce caractère fut également répandu dans le cours des siècles. La simple raison s'avère ici insuffisante. Une autre expérience est requise qui appartient en propre au domaine de la beauté et de la poésie. L'accusation d'esthétisme régulièrement proférée à l'encontre de l'œuvre de Jünger provient de cette approche plus subtile des phénomènes propres au nihilisme. Certes, un esthétisme qui n'aurait aucun souci du vrai et du bien serait lui-même une forme de nihilisme accompli. Mais ce qui est à l'œuvre dans le cheminement de Jünger est d'une autre nature. Loin de substituer la considération du Beau à toute autre, il l'ajoute, comme un instrument de détection plus subtil aux considérations issues de l'approche rationnelle. La vertu de l'approche esthétique jüngérienne se révèle ainsi dans la confrontation avec le nihilisme. Pour distinguer les caractères propres aux deux âges du monde dont il est question, encore faut-il rendre son entendement sensible aussi bien à la beauté familière qu'à l'étrangeté.

Sur la ligne, les soufis diraient « sur le fil du rasoir », le moindre risque est bien d'être coupé en deux, ou d'être comme Janus, une créature à deux faces, contemplant à la fois le monde révolu et le monde futur. Que l'on veuille alors aveugler l'une ou l'autre face, en tenir pour la nostalgie pure du passé ou pour la croyance éperdue en l'avenir meilleur, cela ne change rien à l'emprise sur nous du nihilisme. Penser le nihilisme trans lineam exige ce préalable: penser le nihilisme de linea. Le réactionnaire et le progressiste succombent à la même erreur: ils sont également tranchés en deux. La fuite en avant comme la fuite en arrière interdit de penser la ligne elle-même. Toute l'attention du penseur-poète, c'est-à-dire du Cœur aventureux consistera à se tenir sur le méridien zéro afin d'interroger l'essence même du nihilisme, au lieu de se précipiter dans quelque échappatoire. En l'occurrence, Jünger, comme Heidegger nous dit que toute échappatoire, aussi pompeuse qu'elle soit (et comment ne pas voir que notre XXème siècle fut saturé jusqu'à l'écœurement par la pomposité progressiste et réactionnaire ?) n'est jamais qu'une impardonnable futilité.


Sur la ligne, nous dit Jünger, « c'est le tout qui est en jeu ». Sur la ligne, nous le sommes au moment où le nihilisme passif et le nihilisme actif ont laissé place au nihilisme accompli. Le site du nihilisme accompli est celui à partir duquel nous pouvons interroger l'essence du nihilisme. Après la destruction des formes, les temps ne sont plus à séparer le bon grain de l'ivraie. Le nihilisme, écrit Nietzsche est « l'hôte le plus étrange », et Heidegger précise, « « le plus étrange parce que ce qu'il veut, en tant que volonté inconditionnée de vouloir, c'est l'étrangeté, l'apatridité comme telle. C'est pourquoi il est vain de vouloir le mettre à la porte, puisqu'il est déjà partout depuis longtemps, invisible et hantant la maison. »


L'illusion du réactionnaire est de croire pouvoir « assainir », alors que l'illusion du progressiste est de croire pouvoir fonder cette étrangeté en une nouvelle et heureuse familiarité planétaire. Or, précise Heidegger: « L'essence du nihilisme n'est ni ce qu'on pourrait assainir, ni ce qu'on pourrait ne pas assainir. Elle est l'in-sane, mais en tant que telle elle est une indication vers l'in-demne. La pensée doit-elle se rapprocher du domaine de l'essence du nihilisme, alors elle se risque nécessairement en précurseur, et donc elle change. »


La destruction, qui est le signe du nihilisme moderne, serait donc à la fois l'instauration généralisée de l'insane et une indication vers l'indemne. Si le poète et le penseur doivent parier sur l'esprit qui vivifie contre la lettre morte, il n'est pas exclu que par l'accomplissement du nihilisme, c'est-à- dire la destruction de la lettre morte, une chance ne nous soit pas offerte de ressaisir dans son resplendissement essentiel l'esprit qui vivifie. Le précurseur sera ainsi celui qui ose et qui change et dont la pensée, à ceux qui se tiennent encore dans le nihilisme passif ou le nihilisme actif, paraîtra réactionnaire ou subversive alors qu'elle est déjà au-delà, ou plus exactement au-dessus.


Comment ne point aveugler l'un des visages de Janus, comment tenir en soi, en une même exigence et une même attention, la crainte, l'espérance, la déréliction et la sérénité ? Il n'est pas vain de recourir à la raison, sous condition que l'on en vienne à s'interroger ensuite sur la raison même de la raison. Que nous dit cette raison agissante et audacieuse ? Elle nous révèle pour commencer qu'il ne suffit pas de reconnaître dans tel ou tel aspect du monde moderne l'essence du nihilisme. La définition et la description du nihilisme, pour satisfaisantes qu’elles paraissent au premier regard, nous entraînent pourtant dans le cercle vicieux du nihilisme lui-même, avec son cortège de remèdes pires que les maux et de solutions fallacieuses. Vouloir localiser le nihilisme serait ainsi lui succomber à notre insu. Cependant l'intelligence humaine répugne à renoncer à définir, à discriminer: elle garde en elle cette arme mais dépourvue de Maître d'arme et d'une légitimité conséquente, elle en use à mauvais escient. Telle est exactement la raison moderne, détachée de sa pertinence onto-théologique. Etre sur la ligne, penser l'essence du nihilisme accompli, c'est ainsi reconnaître le moment de la défaillance de la raison. Cette reconnaissance, pour autant qu'elle pense l'essence du nihilisme accompli ne sera pas davantage une concession l'irrationalité. « Le renoncement à toute définition qui s'exprime ici, écrit Heidegger, semble faire bon marché de la rigueur de la pensée. Mais il pourrait se faire aussi que seule cette renonciation mette la pensée sur le chemin d'une certaine astreinte, qui lui permette d'éprouver de quelle nature est la rigueur requise d'elle par la chose même ».


felix-h-man-bildarchiv-preussischer-kulturbesitz.1263977561.thumbnail.jpgLe Cœur aventureux jüngérien est appelé à se faire précurseur et à suivre « le chemin d'une certaine astreinte ». La raison n'est pas congédiée mais interrogée; elle n'est point récusée, en faveur de son en-deçà mais requise à une astreinte nouvelle qui rend caduque les définitions, les descriptions, les discriminations dont elle se contentait jusqu'alors. « Que l'hégémonie de la raison s'établisse comme la rationalisation de tous les ordres, comme la normalisation, comme le nivellement, et cela dans le sillage du nihilisme européen, c'est là quelque chose qui donne autant à penser que la tentative de fuite vers l'irrationnel qui lui correspond. » A celui qui se tient sur la ligne, en précurseur et soumis à une astreinte nouvelle, il est donné de voir le rationnel et l'irrationnel comme deux formes concomitantes de superstition.


Qu'est-ce qu'une superstition? Rien d'autre qu'un signe qui survit à la disparition du sens. La superstition rationaliste emprisonne la raison dans l'ignorance de sa provenance et de sa destination, et dans sa propre folie planificatrice, de même que la superstition religieuse emprisonne la Théologie dans l'ignorance de la vertu d'intercession de ses propres symboles. L'insane au comble de sa puissance généralise cette idolâtrie de la lettre morte, de la fonction détachée de l'essence qui la manifeste. Aux temps du nihilisme accompli le dire ayant perdu toute vertu d'intercession se réduit à son seul pouvoir de fascination, comme en témoignent les mots d'ordre des idéologies et les slogans de la publicité. Dans sa nouvelle astreinte, le précurseur ne doit pas être davantage enclin à céder à la superstition de l'irrationnel qu'à la superstition de la raison. En effet, souligne Heidegger, « le plus inquiétant c'est encore le processus selon lequel le rationalisme et l'irrationalisme s'empêtrent identiquement dans une convertibilité réciproque, dont non seulement ils ne trouvent pas l'issue, mais dont ils ne veulent plus l'issue. C'est pourquoi l'on dénie à la pensée toute possibilité de parvenir à une vocation qui se tiennent en dehors du ou bien ou bien du rationnel et de l'irrationnel. »


La nouvelle astreinte du précurseur consistera précisément à rassembler en soi les signes et les intersignes infimes qui échappent à la fois au rationalisme planificateur et à l'irrationalisme. La difficulté féconde surgit au moment où l'exigence la plus haute de la pensée, sa requête la plus radicale devient un refus de l'alternative en même temps qu'un refus du compromis. Ne point choisir entre le rationnel et l'irrationnel, et encore moins mélanger ce qu'il y aurait « de mieux » dans l'un et dans l'autre, telle est l'astreinte nouvelle de celui qui consent héroïquement à se tenir sur le méridien zéro du nihilisme accompli. Conscient de l'installation planétaire de l'insane, son attention vers l'indemne doit le porter non vers une logique thérapeutique, qui traiterait les symptômes ou les causes, mais au cœur même de cette attention et de cette attente pour lesquels nous n'avons pas trouvé jusqu'à présent d'autre mots que ceux de méditation et de prière, quand bien même il faudrait désormais charger ces mots d'une signification nouvelle et inattendue.


L'entretien sur la ligne d’Ernst Jünger et de Martin Heidegger ouvre ainsi à la raison qui s'interroge sur ses propres ressources des perspectives qui n'ont rien de passéistes et dont on est même en droit de penser désormais qu'elles seules n'apparaissent pas comme touchées dans leur être même par le passéisme, étant entendu que le passéisme progressiste est peut-être, par son refus de retour critique sur lui-même, et par la méconnaissance de sa propre généalogie, plus réactionnaire encore dans son essence que le passéisme nostalgique ou néoromantique.


L'attention du précurseur, sa théorie, au sens retrouvé de contemplation, sera d'abord un art de ne pas refuser de voir. Quant à l'astreinte nouvelle, elle éveillera la possibilité d'une autre hiérarchie des importances où le vol de l'infime cicindèle n'aura pas moins de sens que les désastres colossaux du monde moderne. " De même, écrit Jünger, les dangers et la sécurité changent de sens". Comment ne pas voir que les modernes doivent précisément à leur goût de la sécurité les pires dangers auxquels ils se trouvent exposés ? Et qu'à l'inverse l'audace, voire la témérité de quelques uns furent toujours les prémisses d'un établissement dans ces grandes et sereines sécurités que sont les civilisations dignes de ce nom ?


L'homme moderne, ne croyant qu'à son individualité et à son corps, désirant d'abord la sécurité de son corps, ne désirant, en vérité, rien d'autre, est l'inventeur du monde où la vie humaine est si dévaluée qu'il n'y a presque plus aucune différence entre les vivants et les morts. C'est bien pourquoi le massacre de millions d'êtres humains dans son siècle "rationnel, démocratique et progressiste" le choque moins que la violence d'un combat antique ou d'une échauffourée médiévale, pour autant que sa sécurité, son individualité ou, dans une plus faible mesure, celles des siens, ont été épargnées. Le nihilisme de sa propre sécurité s'établit dans le refus de voir le nihilisme du péril auquel il n'a cessé de consentir que d'autre que lui fussent livrés, et se livrant ainsi lui-même à leur vindicte. Les Empereurs chinois savaient ce que nous avons oublié, eux qui considéraient leurs armes défensives comme les pires dangers pour eux-mêmes. Les Cœurs aventureux, ou selon la terminologie heideggérienne, les précurseurs, trouveront la plus grande sécurité dans leur consentement même à se reconnaître dans le site du plus grand danger. De même qu'au cœur de l'insane est l'incitation vers l'indemne, au cœur du danger se trouve le site de la plus grande sécurité possible. Comment sortir indemne de l'insane péril (qui prétend par surcroît avoir inventé la sécurité comme Monsieur Jourdain la prose !) où nous a précipité le nihilisme ? Quelle est la ligne de risque ?


Certes, le méridien zéro n'est nullement ce « compteur remis à zéro » dont rêve la sentimentalité révolutionnaire. Ce méridien, s'il faut préciser, n'est point une métaphore de la table rase, ou le site d'un oubli redimant. Le méridien zéro est exactement le lieu où rien ne peut être oublié, où toute sollicitation extérieure répond d'une réminiscence, comme le son répond à la corde que l'on touche, où l'empreinte ne prétend point à sa précellence sur le sceau. Ce qui advient, pas davantage que ce qui fut, ne peut prétendre à un autre titre que celui d'empreinte, le sceau étant l'hors-d'atteinte lui-même: l'indemne qui gît au secret du cœur du plus grand danger. La ligne de risque de la vie et de l'œuvre jüngériennes répond de cette certitude acquise sur la ligne.


Toute interrogation fondamentale concernant la liberté est liée à la Forme. Si le supra-formel, en langage métaphysique, bien l'absolu de la liberté, le propre de ceux que l'hindouisme nomme les libérés vivants, l'informe, quant à lui, est le comble de la soumission. La question de la Forme se tient sur cette ligne critique, sur ce méridien zéro qui ouvre à la fois sur le comble de l'esclavage et sur la souveraineté la plus libre qui se puisse imaginer. Dès Le Travailleur, et ensuite à travers toute son œuvre, Jünger poursuivit, comme nous l'avons vu, une méditation sur la Forme. Or, cette méditation, platonicienne à maints égards, est aussi inaugurale si l'on ose la situer non plus dans l'histoire de la philosophie, comme un moment révolu de celle-ci mais sur la ligne, comme une promesse de franchissement de la ligne. Ce qu'il importe désormais de savoir, c'est en quoi la Forme contient en elle à la fois la possibilité du déclin dans le nihilisme (dont l'étape d'accomplissement serait la confusion de toutes les formes: l'uniformité) et la possibilité d'une recréation de la Forme, voire d'un dépassement de la Forme dans une souveraineté jusqu'ici encore impressentie. Par les figures successivement interrogées du Travailleur, du Rebelle et de l'Anarque, Jünger s'achemine vers cette souveraineté. Pour qu'il y eût une Forme, au sens grec d'Idéa, et non seulement au sens moderne de « représentation », il importe que la réalité du sceau ne soit pas oubliée.


Une lecture extrêmement sommaire des œuvres de Jünger et de Heidegger donnerait à penser que lorsque Heidegger tenterait un dépassement, voire un renversement ou une « déconstruction » du platonisme, Jünger, lui s'en tiendrait à une philosophie strictement néo-platonicienne. Le dépassement heideggérien de la métaphysique, qui tant séduisit ses disciples français « déconstructivistes » (et surtout acharnés, sous l'influence de Marx, à détacher toute philosophie de ses origines théologiques) laissa, et laisse encore, d'immenses carrières à l'erreur. Les modernes qui instrumentalisent l'œuvre de Heidegger en vue d'un renversement du platonisme et de la métaphysique méconnaissent que, pour Heidegger, dépassement de la métaphysique signifie non point destruction de la métaphysique mais bien couronnement de la métaphysique. Il s'agit moins, en l'occurrence, de se libérer de la métaphysique que de libérer la métaphysique.


Il n'est pas question de déconstruire la métaphysique, pour en faire table rase, mais d'en établir la souveraineté en la dépassant par le haut, c'est à dire par la question de l'être. Pour un grand nombre d'exégètes français la différence essentielle entre une antimétaphysique et une métaphysique couronnée demeure obscure. Heidegger ne reproche point à la métaphysique de s'interroger sur l'essence, il lui impose au contraire, comme une astreinte nouvelle, de s'interroger plus essentiellement encore sur l'essence de son propre déploiement dans le Logos. A la métaphysique déclinante des théologies exotériques, des sciences humaines, de la didactique, de la Technique et du matérialisme, Heidegger oppose une interrogation essentielle sur le déclin lui-même.


En établissant clairement son dépassement de la métaphysique comme un couronnement de la métaphysique, Heidegger suggère qu'il y a bien deux façons de dépasser, l'une par le bas (qui serait le matérialisme) l'autre par le haut, et qui est de l'ordre du couronnement. Loin de vouloir « en finir », au sens vulgaire, avec la métaphysique, Heidegger entend en rétablir sa royauté. Par l'interrogation incessante sur les fins et sur la finalité de la métaphysique, Heidegger œuvre à la recouvrance de la métaphysique et non à sa solidification. Qu'est-ce qu'une métaphysique couronnée ? De quelle nature est ce dépassement par le haut ? Que le déclin de la métaphysique eût conduit celle-ci de la didactique à la superstition de la technique, du nihilisme passif jusqu'au nihilisme accompli, en témoignent les théories modernes du langage et l'humanisme qui ne voit en l'homme qu'un animal « amélioré » par le langage. Ce que Heidegger reproche à ces théories du langage et de l'homme est d'ignorer la question de l'essence de l'homme et de l'essence du langage, et d'être en somme, des métaphysiques oublieuses de leurs propres ressources.


Le dialogue entre Jünger et Heidegger, que le bon lecteur ne doit pas circonscrire à l'échange hommagial et épistolaire sur le passage de la ligne mais étendre aussi aux autres œuvres, prend tout son sens à partir des méditations jüngériennes sur le langage et l'herméneutique. En effet, loin de rompre avec la source théologique, Heidegger en fut le revivificateur éminent par l'art herméneutique qu'il ne cessa d'exercer au contact des œuvres anciennes, les présocratiques, Aristote, ou modernes, Hölderlin, Trakl, ou Stephan George. De même Jünger, en amont des gloses, des analyses et des explications poursuivit le dessein de retrouver, dans les signes et les intersignes, la trace des dieux enfuis. Entre les noms des dieux et leurs puissances, entre l'empreinte et le sceau, entre le langage et la langue, entre ce que doit être dit et ce qui est dit, l'Auteur s'établit avec une inquiétude créatrice. Ce serait se méprendre grandement sur la méditation sur la Forme qui est à l'œuvre dans les essais de Jünger que de n'y voir qu'une reproduction d'un néoplatonisme acquis et défini une fois pour toute, et réduit, pour ainsi dire à des schémas purement scolaires ou didactiques. Se tenir sur la ligne, c'est déjà refuser d'être dans la pure représentation. Entre la présence et son miroitement se joue toute véritable et féconde inquiétude spéculative.


Luc-Olivier d’Algange

jeudi, 02 janvier 2014

Qu'est-ce qu'en effet que le despotisme?

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Qu'est-ce qu'en effet que le despotisme?
 
par Simon-Nicolas-Henri Linguet (1767)
 
 
"Qu’est-ce en effet que le despotisme ? c’est le plus changeant, le moins fixe de toues les gouvernements. Ce n’est pas même un gouvernement. Il est aussi absurde de le compter parmi les administrations naturelles à la société, que de mettre la paralysie ou l’apoplexie au rang des principes qui diversifient le tempérament des hommes. C’est une maladie qui saisit et tue les Empires à la suite des ravages du luxe, comme la fièvre s’allume dans le corps après les excès du travail ou de la débauche. Il n’est pas plus possible à un Royaume d’être soumis à un despotisme durable, sans se détruire, qu’à un homme d’avoir longtemps le transport sans périr.
 
Pendant la durée de cette fièvre politique, une frénésie incurable agite tous les membres de l’État, et surtout la tête. Il n’y a plus de rapport ni de concert entre eux. Les folies les plus extravagantes sont réalisées, et les précautions les plus sages anéanties. On traite avec gaieté les affaires les plus sérieuses; et les plus légères se discutent avec tout l’appareil du cérémonial le plus grave. On multiplie les règles, parce qu’on n’en suit aucune. On accumule les ordonnances, parce que l’ordre est détruit. La loi de la veille est effacée par celle du lendemain. Tout passe, tout s’évanouit, précisément comme ces images fantastiques, qui, dans les songes, se succèdent les unes aux autres, sans avoir de réalité.
 
Une Nation réduite à cet excès de délire et de misère, offre en même temps le plus singulier et le plus douloureux de tous les spectacles. On y entend à la fois les éclats de rire de la débauche, et les hurlements du désespoir. Partout l’excès de la richesse y contraste avec celui de l’indigence. Les grands avilis n’y connaissent que des plaisirs honteux. Les petits écrasés expirent en arrosant de larmes la terre que leurs bras affaiblis ne peuvent plus remuer, et dont une avarice dévorante dessèche ou consume les fruits, avant même qu’ils soient nés. Les campagnes se dépeuplent. Les villes regorgent de malheureux. Le sang des sujets continuellement aspiré par les pompes de la Finance se rend par fleuves dans la Capitale qu’il inonde. Il y sert de ciment pour la construction d’une infinité de palais superbes, qui deviennent pour le luxe autant de citadelles d’où il insulte à loisir à l’infortune publique.”
 

Simon-Nicolas-Henri LINGUET (1736-1794), Théorie des Lois civiles, IV, 31 (1767)

mardi, 24 décembre 2013

George Santayana

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150. Geburtstag George Santayana

Ex: http://www.sezession.de

(Text aus dem Band Vordenker [2] des Staatspolitischen Handbuchs, Schnellroda 2012.)

von Till Kinzel

Santayana war ein Denker sui generis, der verschiedene Denkströmungen zusammenbrachte, die man gemeinhin als inkompatibel betrachtet.

PT-AK480_BRLede_DV_20081217173514.jpgEr war z. B. Materialist und Atheist (Naturalist), schätzte aber die religiösen Traditionen des Katholizismus. Santayana kam während seines Studiums in Berlin in Berührung mit dem Werk Schopenhauers, über den er auch seine Dissertation schreiben wollte. Dies wurde ihm jedoch von seinem Doktorvater in den USA verwehrt. Die starken ästhetischen Interessen Santayanas wurden aber durch die Lektüre Schopenhauers gefördert – sein frühestes Werk, das sich auch gegen Kant richtete, unternahm bereits eine Verteidigung des Sinns für Schönheit (The Sense of Beauty, 1896).

Die akademische Karriere an der Harvard-Universität, wo u. a. T. S. Eliot [3] und Robert Frost zu seinen Studenten gehörten, gab er 1912 auf und siedelte nach Europa über. Seit den zwanziger Jahren lebte er nur noch in Italien. Politisch hatte Santayana, weil er Ordnung über Chaos stellte, situationsbedingt durchaus eine generelle Sympathie für das innenpolitische Ordnungskonzept des frühen italienischen Faschismus [4] (siehe dazu den wichtigen Brief vom 8. Dezember 1950 an Corliss Lamont). Er hielt aber Mussolini für einen schlechten Menschen und dessen kriegerische Außenpolitik für fatal. Santayana wandte sich grundsätzlich gegen die politischen Erscheinungsformen der modernen massenpolitischen Systeme, wozu seiner Meinung nach auch der Amerikanismus gehörte. Es erschien ihm dagegen wichtig, aristokratische Elemente in der Gesellschaft zu bewahren, die für ihn mit der Vernunft in der Gesellschaft unbedingt vereinbar waren, wie er in The Life of Reason (1905–06) erklärte.

Santayanas ambivalentes Verhältnis zur Religion läßt sich von seiner Ästhetik her aufschließen. Denn Santayana denkt zuerst über die Kunst nach, bevor er die Religion aus ihrer Nähe zur Kunst her genauer in den Blick nimmt. Dabei hat er zunächst ein starkes Gefühl für die Notwendigkeit einer »Apologie der Kunst«, die Santayana durch den Beweis liefern möchte, daß »die Kunst zum Leben der Vernunft gehört«. Diese Verteidigung der Kunst ist notwendig, weil die Kunst aufs engste mit etwas verbunden ist, das man Verzauberung nennen kann und eben deshalb auch gefährlich ist. Denn, so Santayana, »Berauschtheit ist eine traurige Angelegenheit, zumindest für einen Philosophen «. Es ist demnach für Santayana eine philosophische Notwendigkeit, sich mit der Kunst als einer potentiellen Rivalin der Philosophie auseinanderzusetzen. Santayanas ästhetische Präferenzen dienen ihm als Ausgangspunkt für eine Reflexion auf die »Ursachen und die Feinde des Schönen«, was wiederum zu der politischen Frage führt, im Schutze welcher Mächte das Schöne gedeihen kann und unter dem Einfluß welcher Kräfte esdahinwelkt. Positiv werden jene Einflüsse gewertet, die die Entfaltung von Möglichkeiten fördern, während die negativen Einflüsse feindselige Umstände hervorbringen.

Die Unterscheidung zwischen diesen beiden Formen im politischen Leben erweist sich als die zentrale Aufgabe der politischen Philosophie im Sinne Santayanas, die vor allem in seinem Werk Dominations and Powers (1951) niedergelegt ist. Santayana steht insofern in der Nachfolge Spinozas, als er die Geschicke der Menschheit unter der Perspektive der Ewigkeit, sub specie aeternitatis, betrachtet. Er dachte dabei auch intensiv über den Wandel der politischen Ereignisgeschichte und der politischen Systeme nach, die er mit einer gewissen Distanz beobachtete, was ihn deutlich von den auf klare praktische Ziele ausgerichteten modernen Philosophen unterschied. Er lehnte deshalb auch entschieden die Projektemacherei von modernen Propheten à la Ezra Pound [5] ab. Platonisch war Santayanas Einsicht, daß eine uneingeschränkte Ernsthaftigkeit in menschlichen Dingen immer unangebracht sei. Eine große literarische Darstellung seiner Weltanschauung jenseits von Tragödie und Komödie bietet Santayanas Bildungsroman The Last Puritan (Der letzte Puritaner, 1936).

Santayanas politische Philosophie gehört in die skeptisch-realistische Tradition von Aristoteles über Montaigne, Locke und Hume bis zu Oakeshott [6], die sich um ein Verständnis der Grundlagen einer freiheitlichen Politik bemühten. Auch wenn er Machiavellis Ansatz ablehnte, anerkannte er dessen genuine Einsichten in die Welt der Politik und lobte ihn dafür, daß er den Tatsachen ins Auge sah und sie freimütig zum Ausdruck brachte. Santayana teilte diese Sicht und sah selbst sehr scharfsichtig, welches Gefahrenpotential z. B. in jenen »sentimentalen Banditen « schlummert, die sich einem falsch verstandenen Humanitarismus verschreiben: »Er raubt und mordet nicht zu seinem eigenen Nutzen, sondern für die Größe seines Landes oder die Befreiung der Armen.«

Santayana stand dem Liberalismus sehr kritisch gegenüber, da dieser sich weigerte, alles das zur Kenntnis zu nehmen, was es über Politik und Kultur zur Kenntnis zu nehmen gebe. Die Liberalen erschienen nach Santayana auf der Bildfläche, wenn »eine Kultur ihre Kraft verausgabt hat und rasch absinkt«. Die Liberalen würden in ihrem Bestreben, die Kultur zu reformieren, unter einer spezifischen Blindheit leiden, da sie die (nichtliberalen) Grundbedingungen dessen, was sie wertschätzten, nämlich geistige und künstlerische Errungenschaften, nicht erfaßten.

Schriften: The Sense of Beauty, New York 1896; The Life of Reason, 2 Bde., London 1905–06; Scepticism and Animal Faith, New York 1923; Der letzte Puritaner, München 1936; Die Spanne meines Lebens, Hamburg 1950; Die Christus-Idee in den Evangelien, München 1951; The Letters of George Santayana, hrsg. v. Daniel Corey, New York 1955; Dominations and Powers. Reflections on Liberty, Society and Government, Clifton 1972; Interpretations of Poetry and Religion, Cambridge, Mass. 1989; The Essential Santayana. Selected Writings, hrsg. v. Martin A. Coleman, Bloomington 2009.

Literatur: Thomas L. Jeffers: Apprenticeships. The Bildungsroman from Goethe to Santayana, New York et al. 2005; Till Kinzel: The Tragedy and Comedy of Political Life in the Thought of George Santayana, in: Limbo 29 (2009); John McCormick: George Santayana. A Biography, New York 1987; Paul Arthur Schilpp (Hrsg.): The Philosophy of George Santayana, Evanston 1940; Irving Singer: George Santayana. Literary Philosopher, New Haven 2000.


Article printed from Sezession im Netz: http://www.sezession.de

URL to article: http://www.sezession.de/42843/150-geburtstag-george-santayana.html

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[1] Image: http://www.sezession.de/wp-content/uploads/2013/11/Staatspolitische-Handbuch-3-Vordenker.jpg

[2] Vordenker: http://antaios.de/detail/index/sArticle/1116/sCategory/9

[3] T. S. Eliot: http://www.sezession.de/40896/125-geburtstag-t-s-eliot.html

[4] frühen italienischen Faschismus: http://www.sezession.de/2339/faschismus-links.html

[5] Ezra Pound: http://www.sezession.de/3552/autorenportrait-ezra-pound.html

[6] Oakeshott: http://antaios.de/gesamtverzeichnis-antaios/restposten-/1148/michael-oakeshott.-philosoph-der-politik?c=12

lundi, 16 décembre 2013

Costanzo Preve: un philosophe critique nous a quitté

Costanzo Preve: un philosophe critique nous a quitté

Michel Lhomme
Ex: http://metamag.fr
 
coppreve.jpgLe grand philosophe italien, Costanzo Preve nous a quitté fin novembre. Né à Valence en 1943, il est décédé ce 23 novembre à Turin. C'était sans doute, pour nous,le dernier marxiste vivant, le dernier en tout cas qui mérite fortement cette appellation de par sa rigueur d'analyse et son absence de compromissions, l'exact opposé des marxistes français comme Alain Badiou ou Etienne Balibar totalement asservis aux idéologies du capital et incapables d'avoir saisi en temps réel la manipulation du ''grand remplacement'', l'aliénation de l'immigration et des sans papiers comme armée de réserve du capital, bataillons de la bourgeoisie française, fossoyeurs de l'identité européenne.
 
Heureusement, d'Italie, Costanzo Preve nous réconciliait avec les communistes, les Lukacs et les Gramsci de la grande époque. Costanzo Preve avait été un grand professeur, enseignant d'histoire et de philosophie de 1967 à 2002, toujours proche des jeunes, jusqu'à sa retraite. Il ne fut jamais universitaire. Il avait été membre du Parti Communiste italien de 1973 à 1975 et en 1978, il avait participé à la création du Centre d'Etudes du Matérialisme historique à Pistoia. Costanzo Preve est un auteur prolifique et, depuis quelques années, je ne manquai aucune de ses publications. Je me souviens même avoir travaillé tout un été, en plein Océan indien, sur une traduction de notre auteur. Le style était impeccable. C'est un style qui s'est perdu parce qu'il suppose le matérialisme historique, la dialectique quasi dans les veines ou dans les gènes, c'est le style radical du grand Pasolini des Ecrits Corsaires mais chez Preve, c'était un style beaucoup plus conceptuel, beaucoup moins poétique et lyrique, beaucoup plus cérébral.
 
Il écrivait dans de très nombreuses revues et contrairement aux pseudo-marxistes français sectaires, il avait toujours la noblesse de citer ses sources, fussent-elles à contre-courant. La chute du Mur de Berlin ne le désarma pas, bien au contraire car il était un révolutionnaire critique, n'hésitant pas à dénoncer la conjonction criminelle dans l'histoire contemporaine du sionisme et de l'américanisme. Costanzo Preve était un penseur transversal, transcourant très italien car dans l'hexagone, la transversalité est quasi criminelle. 

A la fin de sa vie, ces dernières années alors qu'il semblait très fatigué et malade, Costanzo Preve, toujours au bureau à écrire ou à lire,  dialoguait avec Alain de Benoist ou Alexandre Douguine, le théoricien de la quatrième théorie et de l'eurasisme. Pour donner, ici-même, un aperçu de Costanzo Preve, j'offre au lecteur de Metamag cette petite traduction d'un entretien de Preve sur Carl Schmitt. Preve y déclare : “La raison pour laquelle j'acceptai pour l'essentiel la dichotomie schmittienne [ami-ennemi] réside dans le fait que celle-ci décrit avec une admirable précision la situation historico-politique qui s'est créée au vingtième siècle et surtout qu'elle permet de nommer l'empire idéocratique américain comme étant l'ennemi principal. En effet, ce dernier est l'ennemi principal non pas parce qu'il demeure le seul empire  capitaliste qui reste (la Russie, la Chine, l'Inde, etc. sont aussi cent pour cent capitalistes), mais parce que son existence brute coordonne, aussi bien sur le plan militaire mais surtout dans le domaine culturel, la reproduction totale d'un capitalisme globalisé mondial, imposant ses règles financières. C'est pour cela qu'il est l'ennemi principal, et non pas parce que ses rivaux seraient par principe “humainement” meilleurs. (…) De plus, Schmitt a été l'unique penseur du vingtième siècle qui a mis en relief de manière claire et paradigmatique le fait que l'immorale légitimation particulière de la puissance maritime américaine s'est édifiée à travers la référence à une prétendue “humanité”. (…) Aujourd'hui, le paradoxe dialectique est celui-ci: l'ennemi principal est présentement celui qui se présente comme le principal ami de l'humanité, celui qui prétend soumettre à “la manière universaliste” sa  structure économique, politique et sociale particulière, et le fait au nom d'un mandat religieux, d'une divinité auto-attribuée, d'un authentique Antéchrist, fruit d'une fusion monstrueuse entre le fondamentalisme judéo vétérotestamentaire et le puritanisme calviniste des “élus”.''

2867909646.jpgEn fait, peu connaissent en dehors du cercle étroit des schmittiens, la profondeur du travail intellectuel de Costanzo Preve, l'importance de son analyse critique. Le philosophe italien n'était pas un sorbonnard ou un agrégatif mais un résistant au pied de la lettre et au chevet de la lutte, un vrai camarade, un authentique compagnon, un dissident. La formation intellectuelle est la condition de toute action. Il ne saurait y avoir de résistance culturelle sans dialectique. Dans une telle formation, le marxisme est aussi une priorité méthodologique. Comme il faut lire Dominique Venner, il faut faire lire Costanzo Preve à tout candidat de l'esprit critique. Bien sûr, la pensée unique universitaire attaquera les idées d'un Costanzo Preve mais c'est parce que de telles idées peuvent la faire descendre de son piédestal et la vaincre de par sa méthode et sa rigueur scientifique. Les idées dissidentes sont larges et il y a en fait une infinité de penseurs oubliés, de syndicalistes inconnus, d'économistes à relire (nous pensons par exemple au protestant Charles Gide). 

En rendant ici même hommage à Costanzo Preve, nous souhaitons dire simplement aux plus jeunes qu'il faut par principe tout lire et dédier tous ses efforts à la diffusion des pages critiques des hommes et des femmes ouverts, libres d'opiner contre leurs propres partis, libres de désirer mourir pour des idées, libres en définitive de mourir en transmettant à leurs enfants les enseignements et les principes de tolérance intellectuelle qui furent toujours la valeur même de l'esprit européen. Malgré la dictature de la pensée unique, Costanzo Preve n'abandonna jamais et ne se tut jamais car on ne peut taire la vérité quand bien même demain, on nous préviendrait subrepticement que nous serons menottés.

N.B: De Costanzo Preve, nous recommandons en français son Histoire critique du marxisme chez Armand Colin, coll. ''U'' et L'éloge du communautarisme: Aristote-Hegel-Marx, Krisis, Paris 2012. Le dernier ouvrage publié en français est La quatrième guerre mondiale, Astrée, Paris 2013.

mardi, 10 décembre 2013

"Desarrollo de su filosofía en la senda del Padre Meinvielle" por Prof. Alberto Buela

"Desarrollo de su filosofía en la senda del Padre Meinvielle" por Prof. Alberto Buela

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lundi, 09 décembre 2013

Nietzsches ‚Biopolitik’

Nietzsches ‚Biopolitik’

B108nietzsche.jpg„Entartete Kultur“ – so charakterisierte Kardinal Meißner 2007 den unfruchtbaren Zustand modernen Kunstlebens. Sofort schallten die Alarmglocken der öffentlichen Meinung, die reflexartig den Bannfluch über die vermeintliche Nazivokabel aktualisierte. Ent-artung – was soviel meint wie „aus der Art schlagen“ – wurde tatsächlich von dem nationaljüdischen Arzt Max Nordau geprägt, und zwar im Rahmen einer Semantik, die bewusst das physiologische und kulturelle Feld miteinander verschränkte. Er transferierte die ursprünglich medizinische Vokabel auf kulturell-künstlerische Phänomene, um vor einer für die Menschheit ungesunden Kulturentwicklung zu warnen. Unter anderem geriet Friedrich Nietzsche unter Nordaus Entartungsverdikt. Der Philosoph, der sich selbst als „Arzt der Kultur“ verstand, hatte nicht zuletzt selbst von einer „Degenereszenz der Instinkte“ als einer Ursache kultureller décadence gesprochen und empfahl den Übermenschen als Remedur zugunsten einer „Höherzüchtung der Menschheit“. Es sieht so aus, als könne man eine Kontinuität zu eugenischen Programmen und Sozialhygienemaßnahmen herstellen, die im 20. Jahrhundert verhängnisvolle Folgen zeitigen sollten. Es scheint, als wäre das Entartungstheorem das darwinistische Pendant der radikalen Rechten zum marxistischen Entfremdungstheorem der radikalen Linken. Beide eröffnen eine ‚engineering’-Perspektive auf Mensch und Gesellschaft, die heute im gender-mainstreaming oder den Anthropotechniken fröhliche Urständ feiert und das befürchten lässt, was C. S. Lewis die Abschaffung des Menschen nennt.

Wenn man die – wie wir heute mit Foucault sagen können- ‚Biopolitik’ Nietzsches genauer betrachtet, stellt sich jedoch ein differenzierteres Bild dar: Entartung ist nicht einfach der Keim des Verfalls, sondern immer auch notwendige Voraussetzung höchster kultureller Blüte. An ihr lässt sich eine aufschlussreiche kulturtheoretische Dialektik ausfalten, welche die Kultur in ihrer geschichtlichen Dynamik zu fassen und Faktoren ihrer Fruchtbarkeit freizulegen vermag. Nietzsches biopolitisches Grundgesetz lautet in nuce: „Veredelung durch Entartung“. Entartung wirkt also nicht primär degenerativ, sondern umgekehrt: veredelnd und kulturproduktiv. Die empirische Beobachtung der Geschichte lehrt Nietzsche, dass der „lebendige Gemeinsinn“ eines kulturfähigen Volkes durch „Gleichheit [der] gewohnten und undiscutierbaren Grundsätze“ und „gemeinsamen Glauben“ konstituiert wird. Durch die „tüchtige Sitte“ werden die Menschen berechenbar und homogen gemacht: Das Individuum muss Unterordnung lernen, seinem Charakter wird Festigkeit anerzogen. Es entsteht so etwas wie Konformität – ein „auf gleichartige, charaktervolle Individuen gegründetes Gemeinwesen“. Kultur enthält nach Nietzsche – vor allem in ihrer anfänglichen Konstitutionsphase-  immer die Komponente der Zucht oder mit Max Weber gesprochen das Moment der Sozialdisziplinierung. Ohne kultivierte Menschen würde Kultur in sich zusammenfallen und in nackte Barbarei regredieren. Der Stabilität aufbauende Konformitätsdruck der Kultur kann aber sehr schnell in sein Negativ umschlagen: Nietzsche erblickt die Gefahr in der „allmählich durch Vererbung gesteigerten Verdummung“. Man kann an die Wendung: „kein Hirt und eine Herde“ denken, die in seinem Zarathustra in Zusammenhang mit dem letzten Menschen auftaucht. Statt die biologistischen Anklänge von vererbter Verdummung überzuinterpretieren, können wir uns ein kollektives Trägheitsgesetz der Masse in der Logik des Sozialen vorstellen, das Kreativität und Individualität zu ersticken droht. Da bedarf es eines Gegengewichtes zum „stabilen Elemente eines Gemeinwesens“, das dynamisch und auflockernd wirkt und dadurch zum „geistigen Fortschreiten“ beiträgt. Dieses positive Gegengewicht bilden „die ungebundneren, viel unsichereren und moralisch schwächeren Individuen“, eben die „Entarteten“: „es sind die Menschen, welche Neues und überhaupt Vielerlei versuchen“. Künstler und Intellektuelle erweisen sich als solche Versuchende im Sinne eines kreativen Elements, insofern sie gerade oft außerhalb kultureller oder sozialer Normalität stehen. Sie sind nicht „Zersetzer“, wie die NS-Rhetorik zu suggerieren suchte, sondern das zentrale Stimulans der Kultur. Sie fügen ihr eine „Wunde“ zu, aber „an dieser wunden und schwach gewordenen Stelle wird dem gesamten Wesen etwas Neues gleichsam inokuliert“. Der „Volkskörper“ ist nicht geschlossen und rein gedacht, sondern assimilatorisch, über die Einverleibung des Anderen vermittelt. So konzediert der Fortschrittskritiker Nietzsche sogar: „Die abartenden Naturen sind überall da von höchster Bedeutung, wo ein Fortschritt erfolgen soll.“ Fortsetzung im Großen setze jedoch Schwächung im Kleinen voraus. So ergibt sich ein kulturproduktiver Antagonismus zwischen den starken Naturen, die den Typus festhalten, d.h. im Wortsinne konservativ wirken, und den schwachen Naturen, die den Typus „fortbilden“, d.h. progressiv wirken. Aus dem Zusammenspiel der zentripetalen Kräfte und den zentrifugalen Kräften ergibt sich als Resultante die Kultur. Entartung präsentiert uns Nietzsche als tief ambivalentes Phänomen:

„selten ist eine Entartung, eine Verstümmelung, selbst ein Laster und überhaupt eine körperliche oder sittliche Einbusse ohne einen Vorteil auf einer anderen Seite. Der kränkere Mensch zum Beispiel wird vielleicht, inmitten eines kriegerischen und unruhigen Stammes, mehr Veranlassung haben, für sich zu sein und dadurch ruhiger und weiser zu werden, der Einäugige wird Ein stärkeres Auge haben, der Blinde wird tiefer in’s Innere schauen und jedenfalls schärfer hören.“ Formen von Entartung – Krankheit oder Behinderung- ermöglichen Kompensation und Spezialisierung, die einen kulturellen Mehrwert zu erzeugen in der Lage sind. Der monokausalen Erklärung vulgärdarwinistischer Kurzschlüsse – der Kampf ums Dasein als Ursache für  „das Fortschreiten oder Stärkerwerden eines Menschen, einer Rasse“- wird eine scharfe Absage erteilt und durch ein differenzierteres Modell ersetzt:

„Vielmehr muss zweierlei zusammen kommen: einmal die Mehrung der stabilen Kraft durch Bindung der Geister in Glauben und Gemeingefühl; sodann die Möglichkeit, zu höheren Zielen zu gelangen, dadurch dass entartende Naturen und, in Folge derselben, teilweise Schwächungen und Verwundungen der stabilen Kraft vorkommen;“ Auf der einen Seite eine homogene Gemeinschaft aus Glauben und Gemeingefühl, auf der anderen Seite die entartenden Naturen, die letztere immer wieder neu transzendieren (und damit natürlich auch den Verband schwächen oder gefährden können). Gerade die „schwächere Natur“ sei die „zartere und freiere“ und mache „alles Fortschreiten überhaupt möglich“. Dabei unterscheidet Nietzsche drei Perspektiven: die auf das kollektive Leben des Volkes, die auf das individuelle Leben des Einzelmenschen und die auf den Staat. Natürlich imaginiert Nietzsche das Volk im Bildes des organischen Körpers: Der Volkskörper – partiell angebröckelt und schwach aber doch „im Ganzen noch stark und gesund“- „vermag die Infection des Neuen aufzunehmen und sich zum Vorteil einzuverleiben“. Analog solle die Erziehung des Menschen verlaufen: Zunächst sei er „fest und sicher hinzustellen“, um ihm daraufhin „Wunden beizubringen oder die Wunden, welche das Schicksal ihm schlägt, zu benutzen“, damit „in die verwundeten Stellen etwas Neues und Edles inoculiert werden“ könne. Nietzsche plädiert hier weniger für eine autoritäre Erziehung, vielmehr stellt er fest, dass eine freie Persönlichkeit immer auch durch die Negativität des Lebens hindurchgegangen sein muss. Sie muss Schmerz und Bedürfnis erlebt haben, um ihre Stabilität und Autonomie zu bewähren und gegen Widerstände weiter auszubilden. Nietzsche spricht schließlich von den Früchten der „Veredelung“. Am Ende steht der Staatskörper, auf den der Philosoph seine Beobachtungen überträgt. Er ruft dabei Machiavelli als Gewährsmann auf, der Dauer als „das große Ziel der Staatskunst“, welches alles Andere aufwiege, herausgestellt hat. Im Gleichklang mit Machiavelli erweist sich Nietzsche als im klassischen Sinne konservativ, wenn er zustimmend hinzufügt: „Nur bei sicher begründeter und verbürgter größter Dauer ist stetige Entwicklung und veredelnde Inoculation überhaupt möglich.“ Nur wenn das Staatsgebilde auf Dauer ausgelegt ist und einen Stabilitätskern besitzt, sind Entwicklung und Assimilation des Anderen möglich, durch die hindurch sich ja das, was sich entwickelt, durchhalten muss. Die „gefährliche Genossin aller Dauer“ ist die Autorität, die als Gegenspielerin gegen Dynamik, Entwicklung und Veränderung auftritt und deren Schattenseite reaktionäre Erstarrung im Alten ist. Autorität und Entartung, Dauer und Entwicklung, Konformität und Kreativität bilden das Spannungsfeld, in dem Kultur gebildet wird. Sie sind auch die Koordinaten konstruktiver Kulturkritik, die Reduktionismen vermeiden sollte. Ungesund wird eine Kulturentwicklung immer dann, wenn sie in ein Extrem ausschlägt und den jeweils komplementären Pol vergisst. Wer seinen Nietzsche gelesen hat, darf entspannter das Wort „Entartung“ in den Mund nehmen und kulturkritisch verwenden, ohne natürlich die historischen Belastungen auszublenden. Ein biologistischer Kurzschluss ist bei Nietzsche jedenfalls nicht in der heute inkriminierten Vokabel enthalten, im Gegenteil: Nietzsche weiß um die vor allem produktiven Wechselwirkungen mit der soziokulturellen Sphäre, er weiß, dass soziale Körper – sei es der des Individuums, des Volkes oder des Staates, die immer einer organischen Logik folgen, welche die Form von Geschlossenheit und Emergenz zwischen Teilen und Ganzem anstrebt – auch zur Transzendenz fähig sind und damit nicht nur mit sich selbst sondern immer auch mit ihrem Anderen – eben dem Entarteten- identisch sein können.

Quellen:

Nietzsche: KSA, Bd.2, Menschliches, Allzumenschliches, S.187-188.

Alberto Buela: "El Ser y Obrar"

Alberto Buela: "El Ser y Obrar" último trabajo filosófico de gran actualidad

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dimanche, 08 décembre 2013

Le plaidoyer pour la diversité d’Hervé Juvin

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Identité, influence, puissance : face à la mondialisation, le plaidoyer pour la diversité d’Hervé Juvin

 
Entretien
 
Ex: http://fortune.fdesouche.com



Dans l’entretien qu’il a accordé à Bruno Racouchot, directeur de Comes Communication, Hervé Juvin invite à penser le monde de l’après-mondialisation, du retour des singularités, des identités et des déterminations politiques. L’Europe et spécialement la France ont tous les atouts pour relever le défi. En particulier sur le registre du soft power et de l’influence. A condition toutefois de ne pas céder à la facilité, qui nous conduirait à renoncer à notre place dans le monde.

Bruno Racouchot (Directeur Comes Communication) : Dans votre dernier ouvrage, on voit que le processus de mondialisation exerce son pouvoir d’une part brutalement via les normes, la finance et le droit ; et d’autre part plus subrepticement via une pensée unique qui ne tolère pas la diversité des identités et des valeurs. Nous sommes donc bien là confrontés à un système de domination combinant hard et soft powers ?

Hervé Juvin : Permettez-moi de commencer par une anecdote historique rapportée par Alain Peyrefitte, qui tenait les minutes du conseil des ministres du général de Gaulle. Lorsqu’il organise son gouvernement, le général de Gaulle confie à Jean Foyer la charge de Garde des Sceaux. Il lui donne expressément la mission de respecter l’ordre suivant dans la hiérarchie des préoccupations : l’État d’abord, puis le droit. L’État et la nation ont primauté sur les formes et la conformité du juridique. Or, nous vivons aujourd’hui exactement l’inverse.

L’État apparaît comme le moyen de la mise en conformité du peuple et de la nation au regard de normes et de règles venues d’ailleurs. A la source de ce dysfonctionnement, il y a Bruxelles bien sûr, mais surtout Washington.

Car beaucoup de mesures qui entrent en application en Europe viennent directement de tel ou tel think tank, ONG ou relais d’influence américain. Ce qui dénote au passage un vide de la pensée et de l’analyse inquiétant sur le Vieux continent.

Si l’on fait ainsi l’histoire des mots comme “gouvernance”, “conformité juridique”, “création de valeur”, on observe qu’ils sont d’importation nord-américaine récente. On voit aussi que les “droits de l’homme” ne sont plus une proclamation généreuse, à caractère général sans conséquence légale concrète. Dans les faits, ils sont aujourd’hui devenus une arme politique et géopolitique de premier plan, qui peut être utilisée pour saper l’unité interne de n’importe quel pays et n’importe quel peuple.

Peu d’historiens et d’analystes politiques se sont essayés à décortiquer ce processus. A l’exception notoire de Marcel Gauchet qui publie en 1980, dans la revue Le Débat, un article de fond intitulé très clairement ” Les droits de l’homme ne sont pas une politique “, où il souligne notamment que “la conquête et l’élargissement des droits de chacun n’ont cessé d’alimenter l’aliénation de tous”. Marcel Gauchet persévère et signe en 2000, toujours dans les colonnes de la revue Le Débat , un autre article intitulé “Quand les droits de l’homme deviennent une politique”. Il n’apporte pas la réponse, mais je crois qu’en filigrane, nous pourrions deviner que ce soit une catastrophe !

En réalité, le système unique, c’est le rêve que tous les humains soient les mêmes partout dans le monde, sans que leur origine, leur sexe, leur croyance, leur langue, leur communauté politique puissent leur donner une identité. Ce qui justifie la remarque de René Girard, qui explique qu’à force de tolérer toutes les différences, on finit par n’en plus respecter aucune.

Je crains ainsi que sous couvert de l’éloge indiscriminé des différences individuelles, on soit en train de faire disparaître à grande échelle et très rapidement toutes les différences réelles, lesquelles sont par nature et donc nécessairement collectives.

Ces différences politiques, religieuses, de mœurs, de droit… sont ainsi visées directement par le rouleau compresseur de la mondialisation et son corollaire, à savoir la conformité aux droits individuels.

 

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BR : Pour ce qui est de combattre ce soft power de la pensée unique à l’échelle mondiale, quelles stratégies de contre-influence imaginer et sur quel socle les faire reposer ?

HJ : Il nous faut ouvrir les yeux et travailler. Nous devons nous mettre d’urgence aux outils et à la logique du soft power. Je suis frappé du fait qu’en Chine, aux États-Unis, en Russie et dans bien d’autres pays émergents, on travaille sérieusement cette question. Un exemple : la floraison de think tanks et d’ONG anglo-américaines a permis que de nouveaux concepts soient acceptés comme vérités d’Évangile, en France, en Europe ou ailleurs, à notre plus grande défaveur. C’est la construction de dispositifs intellectuels, d’outils de diffusion et de promotion, qui favorise cette puissance discrète.

De même, le repérage de jeunes talents ou de personnages ayant une audience fait partie du jeu. Voyez comment certains diplomates américains travaillent avec les minorités visibles des banlieues françaises. Ces jeunes sont assez vite conviés à venir à Washington pour participer à des travaux, et entrent ainsi dans une spirale d’influence. Il y a donc travail à plusieurs niveaux : organisation, déploiement de moyens, recherche d’incitations productives, puis montée en puissance et synergie. Chinois, Russes, Américains, Israéliens… ont tous une conscience aiguë que les distinctions entre public et privé s’effacent quand l’intérêt national est en jeu. Encore plus quand il s’agit d’un enjeu de survie.

Le libre-échange, l’égalité entre les peuples, et autres thèmes en vogue sont en fait des doctrines à vocation d’exportation, de la part d’entités politiques qui se conçoivent comme des puissances en lutte. Or dans cette lutte, tous les outils – commerciaux, juridiques, intellectuels, militaires, etc. – doivent être employés au service de l’intérêt national.

Prenez l’exemple des sociétés les plus créatives, les plus échevelées et innovantes, comme le sont les sociétés américaines de la sphère internet : elles travaillent main dans la main avec les agences de renseignement des États-Unis ! Nous sommes là aux antipodes de notre praxis politique actuelle, bien française, qui veut qu’il y ait une frontière bien marquée entre sphère publique et sphère privée. Nous ne parlons malheureusement pas en France en termes d’intérêt national. On s’interdit de travailler main dans la main entre public et privé alors que l’intérêt national l’exigerait. A cet égard, les dogmes de la Commission de Bruxelles – par exemple en matière de concurrence – nous font énormément de mal et surtout nous bloquent dans l’expression de notre puissance.

BR : Le concept d’identité se trouve au cœur de la démarche développée depuis quinze ans par Comes Communication. Selon vous, la mise en valeur de son identité par une entreprise ne constitue-t-elle pas un puissant facteur différenciant, donc un avantage concurrentiel ? En ce sens, l’identité, qui permet d’affirmer sa spécificité et son authenticité, ne s’impose-t-elle pas comme un facteur de performance, générant de la création de valeur, pour les entreprises comme pour d’ailleurs toute organisation ?

HJ : En matière d’identité, ce qui a fait durant des siècles l’autorité et l’écoute du discours français, c’est d’abord son autonomie, faisant de nous un pays non-aligné pas vraiment comme les autres. Notre parole n’était pas celle d’une superpuissance, mais celle d’une puissance phare en matière d’intelligence et de liberté. Si l’on devait refaire aujourd’hui une conférence de Bandung [NDLR : conférence des non-alignés en 1955], la France y aurait pleinement sa place, aux côtés de ceux qui entendent conserver leur identité et leurs singularités. Là réside sans doute le grand champ géopolitique de demain.

De même, ce qui vaut pour la sphère politique vaut aussi pour les sociétés privées. Depuis une trentaine d’années, ces dernières développent des stratégies essentiellement guidées par des critères financiers. Or les stratégies ainsi définies s’arrêtent à la surface des choses. Parce qu’à mon sens, les entreprises qui seront gagnantes sur le long terme seront celles qui auront su développer, en interne comme en externe, une identité propre, autrement dit une singularité les distinguant de leurs concurrents et de leur environnement.

Cette identité assure leur pérennité dans le temps car elle est transmissible. On observe d’ailleurs que la définition de cette identité d’entreprise est fréquemment liée à la personnalité d’un dirigeant, qui marque souvent plus par l’implicite que par l’explicite.

L’identité n’est ni une succession de powerpoints, ni une logique de ratios. L’identité ne se laisse jamais mettre en équation ni cerner par les chiffres. Une entreprise qui se réduit à des chiffres se réduit assez vite à rien. Si elle veut agir dans la durée, et favoriser la création de valeur ajoutée, la résilience, la capacité de mobilisation des équipes, l’entreprise doit s’efforcer de jouer sur son identité bien plus que sur le socle fallacieux des chiffres.

BR : Sur le plan géostratégique et géoéconomique, le recours aux liens identitaires constitue à vos yeux un moyen idoine pour enrayer la montée en puissance à l’échelle planétaire de l’individu-déraciné-et-consommateur que prône la mondialisation. Le rôle-clé de l’identité, son action, son rôle s’appliquent-ils de la même façon aux individus, aux peuples, aux États ? Comment l’identité s’intègre-t-elle dans les rapports de force économiques, politiques, sociaux, culturels… ?

HJ : Si l’on se place dans une perspective historique, il apparaît que l’identité est clé dans tous les processus de résilience ainsi que dans la performance stratégique. On a usé et abusé de la formule de Sénèque, selon laquelle il n’est pas de vent favorable à celui qui ne sait où aller. Je serais tenté de dire qu’il n’y a pas de vent favorable non plus pour celui qui non seulement ne sait pas qui il est, mais en outre, ignore qui l’accompagne sur le bateau.

La capacité à affirmer une identité va de plus en plus s’imposer comme un élément-clé dans les années à venir.

L’idée américaine selon laquelle on doit fermer les yeux sur les questions de sexe, de religion, de culture, d’appartenance à une communauté, aboutit à nier même la notion même de singularité des hommes et des organisations. Or, ce sont justement ces singularités ne se réduisant pas à une valeur monétaire qui vont compter dans les années à venir.

Les entreprises qui se laisseront prendre au piège de l’indifférenciation et de la mondialisation, passeront à côté de cette question-clé de l’identité. L’entreprise sans usine, qui externalise tout, qui sous-traite au point de perdre la maîtrise de ses métiers de base, se trouve en fait réduite à rien, dépassée et dévorée. Prenons l’exemple d’une chaîne de supermarchés : ce sont d’abord des épiciers, avec l’alliance subtile de leurs défauts et leurs qualités, qui in fine produit leur identité. Ce ne sont pas des comptables ou des financiers qui en sont les artisans. Nous avons donc bien là affaire à des logiques intimes, clairement différentes.

978207.gifBR : Vous écrivez dans votre dernier livre : “La décomposition des nations européennes procède de la censure, de la grande fatigue devant l’histoire et de leur soumission par en haut aux institutions internationales, par en bas aux communautés et minorités revendicatrices.” Comment les peuples peuvent-ils espérer agir pour renouer avec cette énergie vitale et cette confiance en eux qui leur permettront d’affronter les défis à venir ?

HJ : Nous sortons d’une période de prospérité dont nous n’avons pas eu clairement conscience. En France et en Europe, l’immense majorité de la population vit bien. Au regard de l’histoire de l’humanité, je dirai même que ce constat constitue une exception : pacification des territoires, niveau de vie, santé, etc. nous avons prospéré durant ces dernières décennies sur un mode extrêmement privilégié.

Le retour au réel risque d’être quelque peu brutal. Nous allons devoir nous confronter de nouveau aux dures réalités géopolitiques.Le facteur déclenchant sera probablement l’explosion de la classe moyenne. La lucidité politique va s’imposer rapidement à nous.

En outre, l’idée béate dans laquelle se complaît l’Europe, selon laquelle tous les problèmes de ressources sont liés aux marchés et aux prix, va trouver de fait ses limites. Nous allons très vite basculer sur des logiques de survie, n’ayant plus rien à voir avec une approche rationnelle. Et probablement assister demain, avec la question de l’eau, des terres rares ou des terres arables, à des défis semblables à ceux du pétrole hier. Le pétrole est un objet géopolitique, bien avant d’être l’objet du marché. Par la force des choses, nous allons donc être ramenés aux réalités des enjeux géopolitiques. Et notre survie va exiger que soit dès lors prioritairement prise en compte la notion d’intérêt national.

Ne nous leurrons pas : la question de notre survie politique se trouve bel et bien posée. Est-ce que quelque chose qui s’appellera encore la France existera en 2050 ? L’Union européenne existera-t-elle en 2020 ? Pour ma part, ce qui m’inquiète, c’est que nos élites et nos dirigeants ne me paraissent pas formés pour faire face à ces défis. Ces gens ont toujours œuvré dans un monde de continuité. La question était : va-t-on faire +3% ou + 5 % de croissance ?… Oui, nous entrons dans un monde avec des perspectives radicalement différentes. Ce qui veut dire que notre mindset, notre disposition d’esprit, notre logiciel de pensée, et donc toutes nos approches stratégiques, doivent être revus de fond en comble.

C’est là, me semble-t-il, le vrai défi d’actualité pour la pensée française. À savoir la capacité à penser le monde de l’après-mondialisation, du retour des singularités, des identités et des déterminations politiques. Je crois que nous avons tous les atouts pour cela. À condition toutefois de ne pas céder à la paresse ou à la facilité intellectuelle, qui nous conduisent à renoncer et à perdre notre place dans le monde. Ne nous y trompons pas : au-delà des rodomontades et des stupidités de notre politique étrangère – qui jouent assez peu, en fait, sur le long terme – c’est la capacité de la France à être un émetteur d’idées, un diffuseur de pensée, avec une réelle autorité et une authentique aptitude créatrice, qui compte. Mais prenons garde à ce que ces atouts ne soient pas en train de s’épuiser…

Comes Communication

samedi, 07 décembre 2013

The Faustian Soul & Western Uniqueness

The Faustian Soul & Western Uniqueness

 

By Domitius Corbulo

Ex: http://www.counter-currents.com/

51gUU36cL2L._SY445_.jpgIf I had to choose one word to explain why the West has been the most creative civilization it would be “Faustian.” My choice of this word hinges on the realization that the West has been following a unique cultural path since ancient times in the course of which it has exhibited far higher levels of achievement in all the intellectual, artistic, and heroic spheres of life.

The current academic consensus is that the West diverged from the Rest only with the onset of mechanized industry, use of inorganic sources of energy, and application of Newtonian science to industry. This consensus holds for both multiculturalist and Eurocentric historians. David Landes, Kenneth Pomeranz, Bin Wong, Joel Mokyr, Jack Goldstone, E.L. Jones, and Peer Vries all single out the Industrial Revolution of 1750/1830 as the point during which the “great divergence” occurred. It matters little how far back in time they trace this Revolution, or how much weight they assign to preceding developments such as the Scientific Revolution or the gains from the colonization of the Americas, their emphasis is on the “divergence” generated by the arrival of the steam engine.

Charles Murray’s Human Accomplishment:Pursuit of Excellence in the Arts and Sciences, 800 BC to 1950, informs us that ninety-seven percent of accomplishment in the sciences occurred in Europe and North America from 800 BC to 1950. It also informs us that, in the arts, Europe alone produced a far higher number of “significant figures” than the rest of the world combined. In music, “the lack of a tradition of named composers in non-Western civilization means that the Western total of 522 significant figures has no real competition at all” (Human Accomplishment, 259).

But Murray’s statistical analysis can only take us so far. He pays no attention to accomplishments in warfare, exploration, and heroic leadership. His definition of accomplishment includes only peaceful individuals carrying scientific experiments and creating artistic works. I think Europeans were exceptional also in their expansionist and exploratory behaviors. Both their “civilized” and “uncivilized” were inseparably connected to their peculiarly agonistic ethos of aristocratic individualism. The great men of Europe were all artists driven by an intensively felt desire for unmatched deeds. The “great ideas” – Archimedes’ “Give me a place to stand and with a lever I will move the whole world,” – Hume’s “love of literary fame, my ruling passion” – were associated with aristocratic traits, disputatiousness and defiant temperaments – no less than Cortez’s immense ambition for honour and glory, “to die worthily than to live dishonoured.”

Spengler has provided us with the best word to overcome the current naïve separation between a cultured/peaceable West and an uncivilized/antagonistic West with his image of a strikingly vibrant culture driven by a type of Faustian personality overflowing with expansive, disruptive, and imaginative impulses manifested in all the spheres of life.

Spengler believed that the “prime-symbol” of the Faustian soul was its “tendency towards the infinite,” and that this tendency found its “purest expression” in modern mathematics. The “infinite continuum,” the exponential logarithm and “its dissociation from all connexion with magnitude” and transference to a “transcendent relational world” were some of the words he used to describe Western mathematics. But Spengler also wrote of the “bodiless music” of the Western composer, “in which harmony and polyphony bring him to images of utter ‘beyondness’ that transcend all possibilities of visual definition”, and, before the modern era, of the Gothic “form-feeling” of “pure, imperceptible, unlimited space” (Decline of the West, trans. Charles Francis Atkinson, vol.1, Form and Actuality [Alfred Knopf, [1923] 1988: 53-90, 183-216).

Mathematicians no less than musicians were “artist-men” and these artists were exemplars of the “emancipation” of the Western soul from magnitude, from “servitude” to measureable lines and planes, from the “near and corporeal.” Spengler believed that this soul-type was first visible in medieval Europe, starting with Romanesque art, but particularly in the “spaciousness of Gothic cathedrals,” “the heroes of the Grail and Arthurian and Siegfried sagas, ever roaming in the infinite, and the Crusades,” including “the Hohenstaufen in Sicily, the Hansa in the Baltic, the Teutonic Knights in the Slavonic East, [and later] the Spaniards in America, [and] the Portuguese in the East Indies (Decline of the West, 183-216).

I will leave aside my disagreements with Spengler’s image of classical Greece and Rome as cultures that conceived things in terms of proportion and balance in recurring patterns, except to agree with Nietzsche that classical Greeks were singularly agonal, driven by a Promethean aristocratic ethos.

This soul was palpable in all the Western spheres of life – painting, politics, architecture, science, literature, poetry, exploration, warfare, and philosophy. There was something Faustian about all the great men of Europe, in real life or fiction: Hamlet, Richard III, Gauss, Newton, Nicolas Cusanus, Don Quixote, Goethe’s Werther, Gregory VII, Michelangelo, Paracelsus, Dante, Descartes, Don Juan, Bach, Wagner’s Parsifal, Haydn, Leibniz’s Monads, Giordano Bruno, Frederick the Great, Rembrandt, Ibsen’s Hedda Gabler. “The Faustian soul – whose being consists in the overcoming of presence, whose feeling is loneliness and whose yearning is infinity – puts its need of solitude, distance, and abstraction into all its actualities, into its public life, its spiritual and its artistic form-worlds alike” (Decline of the West, 386).

Christianity, too, became a thoroughly Faustian moral ethic. “It was not Christianity that transformed Faustian man, but Faustian man who transformed Christianity — and he not only made it a new religion but also gave it a new moral direction”: will-to-power in ethics (Decline of the West, 344). This “Faustian-Christian morale” produced “Christians of the great style — Innocent III, Loyola and Savonarola, Pascal and St. Theresa […] the great Saxon, Franconian and Hohenstaufen emperors . . . giant-men like Henry the Lion and Gregory VII . . . the men of the Renaissance, of the struggle of the two Roses, of the Huguenot Wars, the Spanish Conquistadores, the Prussian electors and kings, Napoleon, Bismarck, Rhodes” (Decline of the West, 348-49).

Spengler captured better than anyone else (though Hegel was a great anticipator) the West’s main protagonist: not a calmed, disinterested, rationalistic personality, but a highly energetic, restless, fateful being, unwilling to be limited by boundaries, determined to break through the unknown, supersede the norm and achieve mastery. Some other words and phrases Spengler used to describe the traits and aims of this soul were: “unrestrained,” “strong-willed,” “far-ranging,” “active, fighting, progressing,” “overcoming of resistances,” “against what is near, tangible and easy,” “the fierceness and joy of tension” (Decline of the West, 308-337).

The seemingly amorphous, immeasurable, and infinite concept of a Faustian soul is far better to explain Western uniqueness than the measurable but rather confined IQ concept. There is clearly a general link between IQ and cultural achievement. But IQ experts, J. Philippe Rushton and Richard Lynn, have yet to offer a sound explanation why Europeans achieved far more culturally than the East Asians with their higher average IQ. Rushton highlights Chinese priority in a number of technologies before the modern era. He points to the Chinese use of printing by the 9th century, “600 years before Europe saw Gutenberg’s first Bible.” He says the Chinese were using “flame throwers, guns, and cannons” by the 13th century, “about 100 years before Europe.” They were using the magnetic compass in the 1st century, “not found in European records until 1190.” “In 1422, seventy years before Columbus’s three small ships crossed the Atlantic, the Chinese reached the east coast of Africa,” with a fleet of 65 ships superior in size and technique.

Sounding like a multicultural revisionist, Rushton adds: “With their gunpowder weapons, navigation, accurate maps and magnetic compasses, the Chinese could easily have gone around the tip of Africa and ‘discovered’ Europe!” (Race, Evolution, and Behavior, 2nd Abridged Version, Charles Darwin Research Institute, 2000).

Even more, Rushton views the last five centuries of European superiority as a temporary deviation that is now being superseded by not only Japan but China, Taiwan, Singapore, and South Korea. Lynn has the same opinion. But they have not offered an answer as to why Europeans were responsible for almost every single advance and invention in modern times. East Asian creativity, they say, was kept under a lid by cultural norms and institutions that are now breaking down. But there are multiple problems with Rushton’s claims, staring with his very one-sided association of creativity with science and technology, and his exaggerations about Chinese technology prior to 1500. After the Sung era (960-1279), the Chinese ceased to be inventive, whereas it was the medieval Europeans who went on to make continuous improvements on the Chinese inventions Rushton mentions, and then added their own: spectacles, mechanical clocks, navigational techniques, gauges, micrometres, water mills, fine wheel cutters, and more. The Chinese possessed large junks but did not discover a single new nautical mile. The ancient Greeks were far more advanced in the theoretical sciences, geometry, deductive reasoning, not to mention their arts and humanities. The Romans were just as inventive technologically, progenitors of great military strategists and conquerors, and true innovators in jurisprudence. Chinese education is still backward, dogmatic, and this is why they send their students to the West. Europeans invented each and every discipline taught in our universities. Virtually every great philosopher, poet, painter, novelist, explorer in history is European.

880970887.jpgWe need an explanation for this incredible discrepancy. But what exactly is the Faustian soul? How do we connect it to Europe’s creativity? To what original source or starting place did Spengler attribute this yearning for infinity? He directed attention to the barbarian peoples of northern Europe. In Man and Technics, he wrote of how the Nordic climate forged a character filled with vitality, “an intellect sharpened to the most extreme degree, with the cold fervour of an irrepressible passion for struggling, daring, driving forward.” The Nordic character was a human biological being to be sure, but one animated with the spirit of a “proud beast of prey,” like that of an “eagle, lion, [or] tiger.” For this Nordic individual, “the concerns of life, the deed, became more important than mere physical existence.” He wants to climb high, soar upward and reach ever higher levels of existential intensity. Adaptation and reproduction are not enough (Man and Technics: A Contribution to a Philosophy of Life, Greenwood Press, 1976: 19-41).

But why a Faustian soul is attributed only to Europeans? Are their “primary emotions” really different from that of ordinary humans? A good way to start answering this question is to compare the idea of a Faustian soul with Immanuel Kant’s observations on the “unsocial sociability” of human beings. In his essay, “Idea for a Universal History from a Cosmopolitan Point of View,” Kant seemed somewhat puzzled but nevertheless attuned to the way progress in history had been driven by the fiercer, self-centred side of human nature. Looking at the wide span of history, he concluded that without the vain desire for honour, property, and status humans would have never developed beyond a primitive Arcadian existence of self-sufficiency and mutual love: “all human talents would remain hidden forever in a dormant state, and men, as good-natured as the sheep they tended, would scarcely render their existence more valuable than that of their animals. . . . [T]he end for which they were created, their rational nature, would be an unfulfilled void.”

There can no development of the human faculties, no high culture, without conflict, antagonism, and pride. It is these asocial traits, “vainglory,” “lust for power,” “avarice,” which awaken the dormant talents of humans and “drive them to new exertions of their forces and thus to the manifold development of their capacities.” Nature in her wisdom, “not the hand of an evil spirit,” created “the unsocial sociability of humans.”

But Kant never asked, in this context, why Europeans were responsible, in his own estimation, for most of the moral and rational progression in history. In another publication, Anthropology from a Pragmatic Point of View (1798), Kant did observe major differences in the psychological and moral character of races as exhibited in different places on earth. He ranked races accordingly, with Europeans at the top in “natural traits.” Still, Kant never connected his anthropology with his principle of asocial qualities.

Did “Nature” foster these asocial qualities evenly among the cultures of the world? While these “vices” – as we have learned today from evolutionary psychology — are genetically-based traits that evolved in response to long periods of adaptive selective pressures associated with the maximization of human survival, there is no reason to assume that the form and degree of these traits evolved evenly or equally among all the human races and cultures. It is my view that the asocial qualities of Europeans were different, more intense, acuter, strident, individuated.

I believe that this variation should be traced back to the aristocratic culture of Indo-Europeans. Indo-Europeans were a pastoral people from the Pontic-Caspian steppes who initiated the most mobile way of life in prehistoric times starting with the riding of horses and the invention of wheeled vehicles in the fourth millennium BC, together with the efficient exploitation of the “secondary products” of domestic animals (dairy products, textiles, harnessing of animals), large-scale herding, and the invention of chariots in the second millennium. By the end of the second millennium, even though Indo-Europeans invaded both Eastern and Western lands, only the Occident had been “Indo-Europeanized.”

Indo-Europeans were uniquely ruled by a class of free aristocrats grouped into war-bands. These bands were constituted associations of men operating independently from tribal or kinship ties, initiated by any powerful individual on the merits of his martial abilities. The relation between the chief and his followers was personal and contractual: the followers would volunteer to be bound to the leader by oaths of loyalty wherein they would promise to assist him while the leader would promise to reward them from successful raids. The most important value of Indo-European aristocrats was the pursuit of individual glory as members of their warbands and as judged by their peers. The Iliad, Beowulf, The Song of Roland, including such Irish, Icelandic and Germanic sagas as Lebor na hUidre, Njals Saga, Gisla Saga Sursonnar, The Nibelungenlied recount the heroic deeds and fame of aristocrats — these are the earliest voices from the dawn of Western civilization. Within this heroic ‘life-world’ the unsocial traits of humans took on a sharper, keener, individuated expression.

What about other central Asian peoples from the steppes such as the Mongols and Turks who produced a similar heroic literature? There are a number of substantial differences. First, the Indo-European epic and heroic tradition precedes any other tradition by some thousands of years, not just the Homeric and the Sanskrit epics but, as we now know with some certainty from such major books as M. L. West’s Indo-European Poetry and Myth, and Calvert Watkins’s How to Kill a Dragon: Aspects of IE Poetics (1995), going back to a prehistoric oral tradition. Second, IE poetry exhibits a keener grasp and rendition of the fundamentally tragic character of life, an aristocratic confidence in the face of destiny, the inevitability of human hardship and hubris, without bitterness, but with a deep joy. Third, IE epics show both collective and individual inspiration, unlike non-IE epics which show characters functioning only as collective representations of their communities. This is why in some IE sagas there is a clear author’s stance, unlike the anonymous non-IE sages; the individuality, the rights of authorship, the poet’s awareness of himself as creator, is acknowledged in many ancient and medieval European sagas.

But how do we connect the barbaric asocial traits of prehistoric Indo-European warriors to the superlative cultural achievements of Greeks and later civilized Europeans? Another German thinker, Nietzsche, provides us with the best insights to explain how the untamed agonistic ethos of Indo-Europeans was translated into civilized creativity. I am thinking of the fascinating idea, expressed in his early essay “Homer on Competition,” that civilized culture or convention (nomos) was not imposed on nature but was a sublimated continuation of the strife that was already inherent to nature (physis).The nature of existence is based on conflict and this conflict unfolded itself in human institutions and governments. Humans are not naturally harmonious and rational as Socrates had insisted; the nature of humanity is strife. Nietzsche argued against the separation of man/culture from nature: the cultural creations of humanity are expressions or aspects of nature itself.

But nature and culture are not identical; the artistic creations of humans, their norms and institutions, constitute a rechanneling of the destructive striving of nature into creative acts, which give form and aesthetic beauty to the otherwise barbaric character of natural strife. While culture is an extension of nature, it is also a form by which human beings conceal their cruel reality, and the absurdity and the destructiveness of their nature. This is what Nietzsche meant by the “dual character” of nature; humans restrain or sublimate their drives to create cultural artefacts as a way of coping with the meaningless destruction associated with striving.

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Nietzsche, in another early publication, The Birth of Tragedy, referred to this duality of human existence, nomos and physis, as the “Apollonian and Dionysian duality.” The Dionysian symbolized the excessive and intoxicating strife which characterized human life in early tribal societies, whereas the Apollonian symbolized the restraint and rechanneling of conflict possible in state-organized societies. In the case of Greek society, during pre-Homeric times, Nietzsche envisioned a world in which there were no or few limits to the Dionysian impulses, a time of “lust, deception, age and death.” The Homeric and classical (Apollonian) inhabitants of city-states brought these primordial drives under “measure” and self-control. The emblematic meaning of the god Apollo was “nothing in excess.” Apollo was a provider of soundness of mind, a guardian against a complete descent into a state of chaos and wantonness. He was a redirector of the willful and hubristic yearnings of individuals into organized forms of warfare and higher levels of art and philosophy.

For Nietzsche, Greek civilization was not produced by a naturally harmonious character, or a fully moderated and pacified city-state. One of the major mix-ups all interpreters of the rise of the West fall into is to assume that Western achievements were about the overcoming and suppression of our Dionysian impulses. But Nietzsche is right: Greeks achieved their “civility” by rechanneling the destructive feuding and blood lust of their Dionysian past and placing their strife under certain rules, norms and laws. The limitless and chaotic character of strife as it existed in the state of nature was “civilized” when Greeks came together within a larger political horizon, but it was not repressed. Their warfare took on the character of an organized contest within certain limits and conventions. The civilized aristocrat was the one who, in exercising sovereignty over his powerful longings (for sex, booze, revenge, and any other kind of intoxicant) learned self-command and, thereby, the capacity to use his reason to build up his political power and rule those “barbarians” who lacked this self-discipline. The Greeks created their admirable culture while remaining at ease with their superlative will to strife.

To complete Nietzsche’s insights we need to add the historically based argument that the Greeks viewed the nature of existence as strife because of their background in an Indo-European state of nature where strife was the overriding ethos. There are strong reasons to believe that Nietzsche’s concept of strife is an expression of his own Western background and his study of the Western agonistic mode of thinking that began with the Greeks. One may agree that strife is in the “nature of being” as such, but it is worth noting that, for Nietzsche, not all cultures have handled nature’s strife in the same way and not all cultures have been equally proficient in the sublimated production of creative individuals or geniuses. Nietzsche thus wrote of two basic human responses to the horror of endless strife: the un-Hellenic tendency to renounce life in this world as “not worth living,” leading to a religious call to seek a life in the beyond or the after-world, or the Greek tragic tendency, which acknowledged this strife, “terrible as it was, and regarded it as justified.” The cultures that came to terms with this strife, he believed, were more proficient in the completion of nature’s ends and in the production of creative individuals willing to act in this world. He saw Heraclitus’ celebration of war as the father and king of the whole universe as a uniquely Greek affirmation of nature as strife. It was this affirmation which led him to say that “only a Greek was capable of finding such an idea to be the fundament of a cosmology.”

The Greek-speaking aristocrats had to learn to come together within a political community that would allow them to find some common ground and thus move away from the state of nature with its endless feuding and battling for individual glory. There would emerge in the 8th century BC a new type of political organization, the city-state. The greatness of Homeric and Classical Greece involved putting Apollonian limits around the indispensable but excessive and brutal Dionysian impulses of barbaric pre-Homeric Greeks. Ionian literature was far from the berserkers of the pre-Homeric world, but it was just as intensively competitive. The search for the truth was a free-for-all with each philosopher competing for intellectual prestige in a polemical tone that sought to discredit the theories of others while promoting one’s own. There were no Possessors of the Way in aristocratic Greece; no Chinese Sages decorously deferential to their superiors and expecting appropriate deference from their inferiors.

This agonistic ethos was ingrained in the Olympic Games, in the perpetual warring of the city-states, in the pursuit of a political career and in the competition among orators for the admiration of the citizens, and in the Athenian theatre festivals where a great many poets would take part in Dionysian competitions. It was evident in the sophistic-Socratic ethos of dialogic argument and the pursuit of knowledge by comparing and criticizing individual speeches, evaluating contradictory claims, competitive persuasion and refutation. In Descartes’s rejection of all prior knowledge and assertion of his autonomous intellect, “I think, therefore I am”, the transcendent mind, the self-determining ego, separated from any unity with nature and tradition. Spengler saw this ego expressing itself everywhere: in “the Viking infinity wistfulness” and their colonizing activities through the North Sea, the Atlantic, and the Black Sea; in the Portuguese and Spaniards who “were possessed by the adventured-craving for uncharted distances and for everything unknown and dangerous; in “the emigration to America,” “the Californian gold-rush,” “the passion of our Civilization for swift transit, the conquest of the air, the exploration of the Polar regions and the climbing of almost impossible mountain peaks” — “dramas of uncontrollable longings for freedom, solitude, immense independence, and of giantlike contempt for all limitations.”

“These dramas are Faustian and only Faustian. No other culture, not even the Chinese, knows them” (Decline of the West, 335-37).

 

 


 

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mardi, 03 décembre 2013

The Language of Manliness

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Manly, Manful…Man Up?
The Language of Manliness

by Brett & Kate McKay

Ex: http://www.artofmanliness.com

in A Man's Life, On Manhood

Unless you regularly read this blog, you may never have heard someone use the word manliness in writing or conversation. Ditto for manly, unless it was said a bit in jest and with the requisite eye roll. And you almost assuredly have never complimented another dude on his manful effort.

These days man is generally only used to designate a person’s gender. There was a time, however, where man – and its many grammatical derivatives – represented a distinct trait and quality, and was employed as a descriptive adjective and adverb.

In our research on manliness over the years, it has been interesting to see the different words that were used to call out a true man and the behaviors befitting a man, and how those words have changed and in some cases disappeared over time. Today we’ll take a look at some of those words and what they used to mean.

The Title of Man in the Ancient World

Mention the word manliness these days and you’ll probably be greeted with snorts and giggles; people have told me that the first time they visited this site, they thought it was a joke. Many people today associate manliness with cartoonish images of men sitting in their man caves, drinking beer and watching the big game. Or, just as likely, they don’t think much about manliness at all, chalking it up to the mere possession of a certain set of genitalia. Whatever image they have in mind when you mention manliness, it isn’t usually positive, and it probably has nothing to do with virtue.

Yet for over two thousand years, many of the world’s great thinkers explored and celebrated the subject of manliness, imagining it not as something silly or biologically inherent, but as the culmination of certain virtues as expressed in the life of a man.

 

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The ancient Greek word for courage – andreia – literally meant manliness. Courage was considered the sin qua non of being a man; the two qualities were inextricably linked. The Greeks primarily thought of andreia in terms of valor and excellence on the battlefield. A man with courage was strong and bold, with a white hot thumos. They believed that to attain full arête – or excellence – a man should join courage with other cardinal virtues like wisdom, justice, and temperance. But, they also acknowledged that men who were unjust and unwise could still be fiercely courageous – and manly. At the same time, many philosophers argued that courage was really a form of self-control and was just as essential for success in peacetime as it was in war. Aristotle for example broadly described courage as a man’s ability to “hold fast to the orders of reason about what he ought or ought not to fear in spite of pleasure and pain.”

The Roman word for man – vir – was very similar in definition to the Greek andreia. Vir was strongly associated with courage, particularly of the martial variety. In the latter part of the Roman era, as excellence became just as necessary in governance as on the battlefield, the traits associated with being a man worthy of the title vir expanded to include not just courage, but other qualities such as fortitude, industry, and dutifulness. Thus it is from the Latin vir that we get the English word virtue.

Manliness

The next great era of man-centric language was the 19th century. Like the ancient Greeks and Romans, English and American thinkers of that time believed manliness was not an automatic trait of biology but something that had to be earned. Writers and speakers of this period continued the Roman tradition of defining manliness as the possession of a certain set of virtues, adding to the requisite list other qualities befitting a Victorian gentleman:

“Manliness means perfect manhood, as womanliness implies perfect womanhood. Manliness is the character of a man as he ought to be, as he was meant to be. It expresses the qualities which go to make a perfect man, — truth, courage, conscience, freedom, energy, self-possession, self-control. But it does not exclude gentleness, tenderness, compassion, modesty. A man is not less manly, but more so, because he is gentle.”

“For anything worthy of the name of Manliness there must be first…the development of all that is in man—the physical, the mental, the moral, and the spiritual…virtue is the highest quality in a man; and so that manliness is most fully realized where the virtues are most fully developed—the virtues, shall we say, of Bravery, Honesty, Activity, and Piety.”

david.jpgMen of the 19th and early 20th centuries also saw manliness not simply as a collection of different virtues, but as a virtue in and of itself – a distinct quality. They encouraged men to embrace manliness as the crown of character – as a kind of ineffable bonus power that was produced when all the other virtues were combined (the Captain Planet of the virtues, if you will). Manliness was often noted as a separate, preeminent trait in men worthy of admiration:

“He is going to be known as a boys’ hero. He is going to be known preeminently for his manliness. There is going to be a Roosevelt legend.”

“I have grieved most deeply at the death of your noble son. I have watched his conduct from the commencement of the war, and have pointed with pride to the patriotism, self-denial, and manliness of character he has exhibited.”

Manliness was often used in a way that seemed to imply that while the quality encompassed all the other virtues, it also acted as a balance to them — ensuring that the softer, gentlemanly virtues didn’t sap a man of a virile toughness:

“After all, the greatest of Washington’s qualities was a rugged manliness which gave him the respect and confidence even of his enemies.”

“We have met to commemorate a mighty pioneer feat, a feat of the old days, when men needed to call upon every ounce of courage and hardihood and manliness they possessed in order to make good our claim to this continent. Let us in our turn with equal courage, equal hardihood and manliness, carry on the task that our forefathers have entrusted to our hands.”

As it was in antiquity, the measure of manliness amongst its citizenry was often linked to the health of the republic:

“Government, as recognized by Democracy, pre-supposes manliness, knowledge, wisdom.”

“We are a vigorous, masterful people, and the man who is to do good work in our country must not only be a good man, but also emphatically a man. We must have the qualities of courage, of hardihood, of power to hold one’s own in the hurly-burly of actual life. We must have the manhood that shows on fought fields and that shows in the work of the business world and in the struggles of civic life. We must have manliness, courage, strength, resolution, joined to decency and morality, or we shall make but poor work of it.”

Manly

The perfect definition for manly can be found in an 1844 Greek and English lexicon, showing as it does a common thread in the understanding of manliness that runs from antiquity, through the 19th century, and up to how we employ the descriptor on AoM in the present day:

“Pertaining to a man, masculine; manly; suiting, fit for, becoming a man, or made use of by, as manners, dress, mode of life; suiting, or worthy of a man, as to action, conduct or sentiments, and thus, manly, vigorous, brave, resolute, firm.”

Our forbearers used manly to modify a whole host of behaviors, traits, and objects. An admirable man might be said to possess “manly courage,” which was shown by exhibiting “manly conduct,” making a “manly stand,” and holding on to his “manly independence.” Jefferson believed it was the “manly spirit” of his countrymen that led to revolution. If others did not respect your desire for “manly liberty,” you had to resort to wielding a “manly sword.” Correspondence that was frank in its contents was held up as a “manly letter.” Dress that made a young man seem more mature was advertised as a “manly suit.” Keeping things “simple and on point” might get you complimented for your “manly speech,” while being “candid,” “unaffected,” and “forcible” would earn you praise for a “manly delivery.” How you carried yourself mattered too; George Washington, for one, was described as having “a fine, manly bearing” and men talked about the elements of a “manly handshake” long before we did. And a boy who precociously sought to embody the traits of manliness was considered a “manly boy.”

Manful

Manful (or manfully) was sometimes used in a similar way as manly. But there were some shades of difference between the two descriptors, even if people weren’t always sure exactly what those differences were. 1871’s Synonyms Discriminated, argued that:

“MANFUL is commonly applied to conduct; MANLY, to character. Manful opposition; manly bravery. Manful is in accordance with the strength of a man; manly, with the moral excellence of a man. Manful is what a man would, as such, be likely to do; manly, what he ought to do, and to feel as well.”

Another lexicographer put it this way:

“Manful points to the energy and vigor of a man; manly, to the generous and noble qualities of a man. The first is opposed to weakness or cowardice, the latter to that which is puerile or mean. We speak of manful exertion without so much reference to the character of the thing for which exertion is made, but manly conduct is that which has reference to a thing worthy of a man.”

English Synonyms Explained saw the difference from another angle:

“MANLY, or like a man, is opposed to juvenile, and of course applied properly to youths; but MANFUL, or full of manhood, is opposed to effeminate, and is applicable more properly to grown persons.”

 

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In practice, authors seemed not to have followed either of these usage rules – and manly and manful were employed fairly interchangeably. Manfully came in handy for when an adverb was needed to note the manful-ness of an action. But as manful appears in old texts much less frequently than manly, and is far less familiar to the modern reader, one can likely assume that the confusion of when to use which led to the latter supplanting the former as the catch-all for behaviors and actions befitting a man.

Unmanned

The code of honor for a man of the 19th century included many qualities, principal among which was self-control. A man of this time strived to have a stiff upper lip and be calm and cool even under the most trying of circumstances.

To lose one’s self-control was to lose one’s claim to manhood, and thus men of this time described such a slip as being unmanned. One dictionary of the time defined unmanned as “deprived of the powers and qualities of a man. Softened.” The term was frequently used in reference to a man’s giving in to a strong emotional reaction:

“When told that his recovery was hopeless, he was perfectly unmanned, and wept like a child. It is here introduced as showing that while his own misfortunes never for a single moment disturbed his equanimity, the finer feelings of his nature were sensitively alive to the distresses of others.”

“Richard turned to stay the torrent of invectives, in which such words as “renegades,” “traitors,” “mud-sills,” were heard, but the colonel, completely unmanned by the rage he was in, and seemingly unconscious of the presence of the ladies, waved him aside with his hand, and faced the row of frightened, expectant faces.”

A man whose courage failed him could be said to have been “unmanned by terror.” Or if he drank to the point of losing self-control, he might say the liquor had unmanned him.

vercingetorix_2_1300462076.jpgOne of the most poignant tales of a famous man admitting to being unmanned comes from Abraham Lincoln. One of the first deaths in the Civil War – Elmer Ellsworth — was a close friend of the president. Right after receiving news of Ellsworth’s death, a reporter and Senator came into the White House library to speak with Lincoln. Upon entering, they saw him gazing mournfully out the window at the Potomac. He abruptly turned around, stuck out his arm, and said, “Excuse me, but I cannot talk.” He then burst into tears and began walking around the room, holding a handkerchief to his face as he cried. The two visitors were unsure of what to do; as the reporter later remembered, they were “moved at such an unusual spectacle, in such a man, in such a place.” After several minutes, the president turned to them and said, “I make no apology gentlemen, for my weakness, but I knew poor Ellsworth well, and held him in high regard. Just as you entered the room, Captain Fox left me, after giving me the painful details of his unfortunate death. The event was so unexpected, and the recital so touching, that it quite unmanned me.” Lincoln then “made a violent attempt to restrain his emotion” before sharing the details of his friend’s death.

Modern Day: Man Up!

While words like manliness and manful have fallen out of favor in our modern age, our current culture does have its own usages of man-related language.

Man is sometimes tacked on to words to show that they are made for men or have a particularly manly slant, e.g., man purse. Or man is merged into the word itself, such as mancation. Some of these uses are faintly ridiculous, but I’m not above using them myself when I feel it’s appropriate or makes a worthy new word. I quite like the word manvotional for a piece of text that will inspire a man’s spirit, and using a phrase like man room avoids the man-as-Neanderthal connotations of man cave while more succinctly describing a room in which many different manly activities might take place, without having to list out “study, garage, workshop, library…”

But perhaps the dominant man-related term of our modern times is man up. I had always sort of assumed that this now-ubiquitous exhortation was of a somewhat older vintage – that maybe it was coined mid-twentieth century, and had simply been widely discovered and popularized in the last decade or so. But a search for the phrase in Google Books, limited to the 19th and 20th centuries, turned up no results, except for an archaic use of manning up as a term for staffing positions at a business. A search of the archives from the twenty-first century, however, turned up hundreds of books that included the phrase, among which were at least two dozen that used the imperative in the title itself.

Ben Zimmer, author of the “On Language” column at The New York Times, traces the origin of man up back to the 1980s and American football. It was first used in reference to the man-to-man pass defense. For example, in 1985, New York Jets head coach Joe Walton lauded his D-line and their coach for “playing the kind of defense that I wanted and that Bud Carson teaches — aggressive, man up, getting after it, hustling all over the field.” From there the phrase began to take on a more metaphorical cast – as an exhortation to get tough and go hard. The earliest example Zimmer found of this kind of usage is a quote from San Diego Chargers defensive tackle Mike Charles, who told The Union Tribune in 1987: “Right now, by the grace of God, we’re hanging by the skin of our teeth. Now we’ve got to man up and take care of ourselves.”

Man up soon became part of the lingo in another all-male organization that put a premium on grit and strength: the military. Soldiers used it to exhort their brothers-in-arms to pull their weight – as an admonishment to give their best and not become the weak link in the unit.

Thus man up began as an imperative used in male honor groups; born of the reality that each man had a role to play in contributing to the overall strength of the team or unit, it was a man-to-man call to live up to the standards of the group and not let each other down. But as man up gained in usage in the popular culture, it started being used in a variety of contexts – often by women or feminist organizations seeking to tap into the traditional mechanics of honor and shame in an attempt to motivate men to adopt certain behaviors. For example the “Man Up Campaign” is a “global movement” which aims to “end gender-based violence and advance gender equality.” There was also a bit of brouhaha during the most recent Nevada senatorial race when female Republican candidate Sharron Angle told Senator Harry Reid to “Man up!” during a debate. The implication was that Harry Reid was less than a man because he lacked a backbone. The problem when women tell men to “man up!” is that there isn’t really an equally shame-inducing phrase that men can level at women that implies the same thing but won’t get the man criticized for being sexist or patronizing. “Woman up!” just doesn’t sound right (there’s a reason for that). I’ve heard the phrase “put on your big girl panties” said by other women, but if that were to come from a man, it would not likely be received very well!

The road to manliness is paved with…hair gel?

Man up has also been distanced from its origins by being used as a chastisement for those who run afoul of the superficial violations of the “Bro Code.” Advertisers, which have always used shame to sell products, have recently taken to using man up to market their wares as the manly choice. For example, Miller Lite ran a recent campaign that revolved around hot female bartenders shaming men for their ambivalence as to which light beer brand was best, as well as the man’s unforgivably effeminate fashion accessories.

There was even an ABC sitcom called Man Up in 2011 which revolved around the “hilarious” antics of a group of man-children. With super cool and relevant episode titles like “Finessing the Bromance,” it was surprisingly canceled after only 8 episodes.

Man up has become so cliché and meaningless, I’ve stopped using it myself and on AoM altogether.

Conclusion

Describing positive virtues and actions displayed by men as manly or manful has gone out of vogue because of our society’s increasing emphasis on gender neutrality. While I agree that both men and women can strive to be courageous, resolute, and disciplined, I think there’s something to be said about qualifying a virtue or action as manly or manful that inspires men to live up to that ideal. Unlike women, men are (generally) more sensitive to status — particularly to their status in regards to whether they’re a man or not. Most young men want those around them to see them as men and they’ll go to great lengths to conform to the norms their culture and society sets for earning that title.

Many of you might think it’s stupidly archaic that men care about whether they’re manly or not, and they just shouldn’t give a rip. But I’m a pragmatist. Men have always cared about their status as men and probably always will. Even when men say they don’t care about manliness, they usually couch it in a way that shows that they’re actually more manly because they don’t care about being manly! They try to defeat gender normativity with… gender normativity. Hubba-wha?

I’d argue that instead of trying to convince men not to care (which is a losing battle), we’d be better served reviving the classical meaning of these manly descriptors to help inspire men to strive for virtue and excellence. If we want men to be morally courageous and honorable and compassionate, talk about these virtues as being manly courage, manly honor, and manly compassion. You get the idea.

And as we’ve discussed countless times on the site and in our books, I think it’s possible to describe an action or virtue as manly while recognizing that men don’t have a monopoly on these virtues and actions. As ancient literature and writings have shown, both men and women can strive for the same virtues, we just often attain them and express them in different ways.

So here’s to bringing back manly language!

Just don’t get too carried away with it. You don’t have to put manly in front of every damn thing you think is good. That will just ruin it for the rest of us. Use some manly discretion.

Oh yeah, and stay manly.

_______

Editor’s note: All the quotes above, unless otherwise cited, come from various books from the 19th and early 20th centuries. If you’re interested in further reading, they can all be found for free on Google Books.

 

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samedi, 30 novembre 2013

Últimos escritos y discursos de Giovanni Gentile

Últimos escritos y discursos de Giovanni Gentile

Publicado por edicionesnuevarepublica

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Últimos escritos y discursos de Giovanni Gentile

NOVEDAD

«Últimos escritos y discursos de Giovanni Gentile.

24 de junio de 1943 – 15 de abril de 1944»

● Colección «Europa Rebelde» / 31

● Barcelona, 2013

● 20×13 cms., 148 págs.

● Cubierta a todo color, con solapas y plastificada brillo

PVP: 15 euros

Orientaciones

Cuando la noche del 15 de abril me fue dada la dolorosa noticia de que Giovanni Gentile había sido asesinado traicioneramente, la primera palabra que dije, tomado por una profunda angustia, a quien estaba, lejano, al otro lado del teléfono, fue: ¡No es posi­ble, no es cierto! ¡No debería serlo! Pero el enemigo había que­rido cometer una infamia sin nombre, había querido ensuciarse con uno de los más oscuros delitos que la historia recuerda. El enemigo no había vacilado al dar la orden de asesinar tam­bién a este italiano, consciente de la permanente grandeza de la nación y convencido, desde el primer día de la traición, de la necesidad de trabajar, con todas sus fuerzas físicas y espiri­tuales, para que el pueblo italiano se volviese a poner en pie, y marchase de nuevo hacia su destino. Así, las manos sacrílegas, que han golpeado hasta la muerte a Giovanni Gentile, han priva­do a la Nación de uno de sus ciudadanos más fieles, a la cultura italiana y europea de uno de sus más elevados representantes, a la escuela de su más grande Maestro, al mundo de un filósofo, entre los más profundos.

Cario Alberto Biggini (Filósofo, Ministro de Educación de la R.S.I.)

mercredi, 27 novembre 2013

Articles en hommage à Costanzo Preve (1943-2013)

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Articles en hommage à Costanzo Preve (1943-2013)

 

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lundi, 25 novembre 2013

Dr. Alexander Jacob about Hans-Jürgen Syberberg

Dr. Alexander Jacob about Hans-Jürgen Syberberg's vision of European Culture