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lundi, 28 janvier 2019

La política clásica frente a la política moderna

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La política clásica frente a la política moderna

Ex: https://www.elcritico.org

Los grandes literatos de la República Romana y del posterior Imperio, en general aquellos que constituían la intelectualidad de la sociedad romana, formaron también parte principal del gobierno romano, de su establishment político. La alta cultura de Roma coincidía con el gobierno de Roma. Catón, Cicerón, Varrón, Salustio, César, Nepote, Babrio, Veleyo Patérculo, Séneca, Tácito, Quintiliano, Suetonio, Arriano, Eutropio, Amiano Marcelino, Aurelio Víctor, Celio Antípatro, Rufino Festo, Pomponio Mela, Plinio, Macrobio, etc, formaron parte fundamental del gobierno de Roma. Diríase que la identificación entre Cultura y Gobierno era total. El Estado Romano fue un estado hegeliano. Hoy esto ha cambiado mucho. Como diría San Agustín, “Surgunt indocti et rapiunt caelum”. Salvo algunas excepciones, cultura y política no coinciden nunca hoy en España.

Todos los grandes Estados – y la mayor parte de los pequeños - que en el mundo han sido estuvieron pilotados por la intelectualidad del momento: la Atenas de Pericles, Roma, el Imperio Chino, el Imperio Carolingio, las Repúblicas italianas del Renacimiento, el Imperio Español, el Imperio Portugués, la Francia de Luis XIV, la Revolución Americana, la Revolución Francesa, el Imperio Británico, el Imperio Francés, el Imperio Alemán, la Revolución Rusa, el Fascismo Italiano, la IIª República Española y hasta los 39 años de franquismo. Es verdad que durante los primeros años de la llamada Transición importantes cargos del Gobierno, del Estado, del Poder Legislativo y del Poder Judicial estuvieron en manos de intelectuales, “de hombres que escribían muchos libros, algunos importantes”, pero en la actualidad no hay un solo ministro – quizás sólo el astronauta por sus amplios conocimientos científicos y el Ministro de Cultura, Guirao – y, desde luego, ningún parlamentario – o tres o cuatro – que puedan llamarse propiamente intelectuales. Vade retro, omni doctrina praedite!

Aristófanes llamaba a la Democracia sin intelectuales en su gobierno, “régimen de salchicheros”, debido al oficio que tenía un afamado demagogo iletrado que lideró durante años el partido demótico. Hoy España es un régimen de salchicheros. O quizás el problema sea distinto. En los regímenes citados anteriormente la intelectualidad, además de una gran competencia técnica, estaba animada por un incuestionable espíritu patriótico. Y hoy la intelectualidad “intra regnum” tiene deseos disolventes y suicidas, y sus intereses no coinciden con los intereses de la Nación. Lo mismo que podría pasar en nuestra España también pasa en otro lugares, como en los mismos EEUU. Como ha puesto de manifiesto Hermann Tertsch en el ABC del 15 de enero, “son las elites académicas de EEUU, que desde hace medio siglo salen de las universidades intoxicadas por la escuela de Francfort para servir en la administración, las finanzas, la política, los medios y las instituciones las que con extrañeza trabajan contra los sagrados intereses de la Nación”.

La verdad es que, sopesando una cosa y la otra, es peor tener intelectuales antipatriotas – v. gr. los discípulos de Marcuse y Adorno - en el Estado y en el Gobierno, que no tenerlos en ningún sentido, como es el caso español, según barrunta este humilde servidor. A nuestros políticos hace tiempo que ya no les interesa los creadores de pensamiento político que actualicen los grandes principios y valores que fundamentan - y justifican – la ideología de Partido, sino los expertos en tecnología de mercado, capaces de barruntar por dónde van los aires de los gustos sociales, como si esos gustos no hubiesen sido programados previamente por otras instancias de pensamiento político y siempre por intereses económicos. Así, hemos visto con demasiada frecuencia que el político que abrazaba la novedad, dejándose seducir por el atractivo que todo ignorante siente ante lo nuevo (“novitas”), estaba realmente abrazando al adversario, y metiendo en su reino un Caballo de Troya especialmente deletéreo. El Partido Popular ha sufrido esta invasión del ideario ajeno en el último decenio, aunque ahora intenta recuperarse limpiando sus establos de Augias ideológicos. Ningún Partido bien cuajado puede vender sus productos a todos los clientes. Y si persiste en venderlos a todos, universalmente, su producto no valdrá nada para nadie.

Por otro lado, la honestidad intelectual supone la sumisión completa a la razón, y ésta es la principal causa por la que los intelectuales tienen poco poder o ningún poder en los partidos políticos. Por ello, la aparición de intelectuales en la Convención Nacional del Partido Popular de este fin de semana es otro signo fresco y esperanzador sobre los cambios proficuos que la nueva dirección del Partido quiere hacer. Carlos Rodríguez-Braun, Johan Norberg, Mario Vargas Llosa o Inger Enkvist son buenos ejemplos de esta apuesta por el pensamiento libre. Un pensamiento que sabe que lo que más necesita el hombre en el mundo es vivir por su propia voluntad, aunque esta voluntad sea estúpida. En el fondo del alma humana vive la indestructible demanda y el eterno sueño de vivir según la propia voluntad. Es verdad que el intelecto político de altura puede traer la salvación, y quizás también la destrucción, pero siempre es mejor el movimiento, aunque entrañe peligros, que el estancamiento, que un barco varado al pairo de la Historia.

 

mercredi, 23 janvier 2019

Fukuyama on Diversity

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Fukuyama on Diversity

Francis Fukuyama’s latest book Identity was written to forestall the rise of Right-wing identity politics, but, as I argued in “Fukuyama on Identity Politics [2],” the book is actually very useful to White Nationalists because it concedes a number of our basic premises while offering weak reasons to resist our ultimate political conclusions. This is especially apparent in his discussion of diversity.

Diversity within the Same Society Causes Conflict

One of Fukuyama’s most useful concessions is that diversity within the same state causes conflict. He opens chapter 12, “We the People,” with an account of how Syria—a racially homogeneous society with significant ethnic and religious diversity—descended into a devastating civil war in 2011.

Let’s bracket the role of US intervention in kicking off the Syrian civil war, since outside forces were only exploiting existing fault lines. Instead, let’s just ask—given that religious and ethnic diversity caused Syria to descend into war—how is the much greater religious, ethnic, and racial diversity of America a strength?

It is a good question, to which Fukuyama offers four remarkably weak answers.

Fukuyama’s first reason for making one’s homeland more like Yugoslavia is the throwaway claim that “Exposure to different ways of thinking and acting can often stimulate innovation, creativity, and entrepreneurship” (p. 126). Of course we can expose ourselves to different ways of thinking and acting without changing the ethnic compositions of our societies. Furthermore, how much of this alleged innovation, creativity, and entrepreneurship is due to handling the problems of diversity? After all, you can stimulate economic activity by breaking windows. Increasing ethnic diversity certainly stimulates the market for CCTVs, window bars, pepper spray, car alarms, concrete barriers, and morning after pills. But those aren’t good things.

Fukuyama’s second reason to increase the risk of a Syrian-style civil war is all the great restaurants. No, I am not kidding:

Diversity provides interest and excitement. In the year 1970, Washington D.C. was a rather boring biracial city in which the most exotic food one would dine on was served at the Yenching Palace on Connecticut Avenue. Today, the greater Washington area is home to an incredible amount of ethnic diversity: one can get Ethiopian, Peruvian, Cambodian, and Pakistani food and travel from one small ethnic enclave to another. The internationalization of the city has stimulated other forms of interest: as it becomes a place where young people want to live, they bring new music, arts, technologies, and entire neighborhoods that didn’t exist before. (p. 127)

Where to begin?

First, to say that Washington DC in 1970 was a rather boring biracial city is to snobbishly denigrate both the black and white populations of the city, who—when they weren’t clashing with one another—found it a nice place to live. (Presumably the whites who could not economically segregate themselves from blacks were pretty well gone by then.)

Second, since when is the presence of ethnic restaurants an index of social well-being—as opposed, say, to social trust, neighborliness, and other values that Robert Putnam found decline as diversity increases?[1] [3]

Third, what percentage of non-whites run ethnic restaurants? Is it even 1%? I would gladly allow them to stay if we could deport the rest. But even better, if there is such a crying need for shawarma, why not learn to cook it ourselves?

Fourth, who are these young rootless cosmopolitan urbanites we are supposed to prize? Basically, they are Jews and people who think and live like them. But why should their preferences trump those of “boring” white (and black) people with families and jobs and communities?

And those “entire neighborhoods that didn’t exist before,” actually did exist before. At first they were occupied by white people, who were displaced by black riots and crime. Then they were occupied by blacks, who were displaced by hipsters driving up rents and calling in the police to enforce their preferred standards of behavior.

Diversity, in short, is not progress for all. Diversity is just a euphemism for fewer white people, especially “boring” white people who have families and yards but often lack tattoos and a taste for micro-brews. Do you really think these people won’t eventually start fighting back against their ethnic displacement?

FF-1.jpgThe third reason Fukuyama gives for emulating the Star Wars cantina comes from biology. Diversity, he informs us, is “crucial to [biological] resilience” and “the motor of evolution itself.” Amazingly, Fukuyama does not see that this is actually an argument for racial and cultural homogeneity and separatism. For when two distinct species occupy the same ecological niche, the result is the destruction of biological diversity through extinction or hybridization. If human biological and cultural diversity are values, then ethnonationalism follows as a matter of course, for ethnonationalism creates barriers to the chief causes of biological extinction, namely habitat loss, competition from invasive species, hybridization, and predation.

Fukuyama’s fourth reason for becoming more like Rwanda is that diversity is valuable because immigrants “resent being homogenized into larger cultures” and “want to hold on to the world’s fast-disappearing indigenous languages, and traditional practices that recall earlier ways of life” (p. 127).

There are several problems with this point. First, it is not an argument for why increased diversity is good for the natives of a society. How is America a better place by being more accommodating to immigrants who refuse to assimilate our customs and language? Second, if immigrants want to preserve their languages and customs, they should simply stay in their homelands. If they want to move to another country, shouldn’t they have to bear the cost of assimilation rather than impose the burden of unassimilated immigrants on their new society? Third, Fukuyama himself recommends imposing assimilationist policies two chapters later. So in what sense does he regard this sort of diversity as a value at all?

Fukuyama’s arguments for diversity are so weak, one has to wonder if he is even sincere. This impression is underscored by the fact that as soon as he offers his final argument (which he takes back later), he declares, “On the other hand, diversity is not an unalloyed good. Syria and Afghanistan are very diverse places, but such diversity yields violence and conflict rather than creativity and resilience” (pp. 127–28). National unity, he claims, has gotten a bad reputation “because it came to be associated with an exclusive, ethnically based sense of belonging known as ethno-nationalism” (p. 128). But there is nothing wrong with national identity as such, only “narrow, ethnically based, intolerant, aggressive, and deeply illiberal” forms of national identity. But, Fukuyama assures us, “National identities can be built around liberal and democratic political values” (p. 128).

Fukuyama then offers six arguments for the goodness of national unity.

First, it promotes physical security, as opposed to civil war and ethnic cleansing.

Second, it promotes just government as opposed to corrupt and factional government.

Third, it facilitates economic development.

Fourth, it promotes a wide range of social trust, which is an important factor in ensuring honest government and economic flourishing.

Fifth, it makes possible the welfare state. People are willing to pay high taxes if they think they are doing it for themselves, not for parasitic out groups. This is one reason why the United States did not develop as extensive a welfare state as Scandinavia or even Canada next door. The US has a large non-white population, and dark skin has proved to be a reliable marker of those who take more from the state than they contribute. Thus we can predict that rising non-white populations in Europe and elsewhere will lead to the decline of the welfare state.

Finally, national unity makes possible liberal democracy—and all forms of self-government, really—since without unity people do not feel that they are governing themselves. Instead, some groups inevitably feel they are being governed—and exploited—by other groups. For there to be pluralistic democracy without civil war, the different parties have to believe that they are fundamentally part of the same people. People are willing to trade power with other factions only if they do not feel they are being subjugated by an alien people.

All of these arguments have merit. But one has to ask: in what sort of society are they most likely to actually pertain, a society in which there is one race and one culture—or a multiracial, multicultural society where people share a democratic creed and culture? Genetic Similarity theory would predict the former, and the empirical studies of Robert Putnam and Tatu Vanhanen bear this out.

FF2.jpgPutnam studied 41 communities in the United States, ranging from highly diverse to highly homogeneous, and found that social trust was strongly correlated with homogeneity and social distrust with diversity. Putnam eliminated other possible causes for variations in social trust and concluded that “diversity per se has a major effect.”[2] [4] The loss of social trust leads to the decline of social order. People feel isolated, alienated, and powerless. They are less trusting of social institutions and strangers and less likely to be altruistic.

Vanhanen arrived at similar conclusions from a comparative study of diversity and conflict in 148 countries.[3] [5] Vanhanen found that whether they are rich or poor, democratic or authoritarian, diverse societies have more conflict than homogeneous societies, which are more harmonious, regardless of levels of wealth or democratization.

The Limits of Creedal Nationalism

Another remarkable concession that Fukuyama makes is that merely sharing the same creed is not enough to politically unify a society. National identity is not based on reason but on thumos. People have to passionately identify with their society:

. . . democracies will not survive if citizens are not in some measure irrationally attached to the ideas of constitutional government and human equality through feelings of pride and patriotism. These attachments will see societies through their low points, when reason alone may counsel despair at the working of institutions. (p. 131)

This explains a lot of the White Nationalist frustration with the post-World War II “Baby Boom” Generation. Boomer conservatives are highly resistant to White Nationalist arguments simply because their attachment to color-blind conservative civic nationalism was never based on arguments. Instead, it is based on a passionate thumotic identification with an America that is melting away before their very eyes—and they are remarkably blind to it.

This brings us to the fundamental White Nationalist objection to colorblind civic nationalism. Fukuyama wants all Americans to stop engaging in factional identity politics and instead identify with the whole of America, defined in maximally inclusive liberal democratic terms. But American civic nationalism is not a workable political ideology, because it will only be adopted by whites. Non-whites will continue openly or covertly to practice identity politics, because it benefits them.

Team strategies consistently outperform individualist strategies. Thus if whites practice color-blind individualism while non-whites practice racial and ethnic collectivism, whites will steadily lose wealth and power to non-whites. Thus, in practice, color-blind civic nationalism is simply a mechanism of white dispossession—a mechanism that blinds whites to what is happening and teaches them that blindness is a moral virtue. If you preach blindness as a moral virtue, chances are you are up to no good.

Our people’s irrational identification with American civic nationalism is a huge impediment to White Nationalism. But on balance, thumos works in our favor, because attachments to family, ethnicity, and race are far more concrete and real than attachments to an increasingly polarized and dysfunctional empire and its threadbare ideology.

Thus the best way to deprogram our people is to use thumos against itself by systematically confronting them with how their loyalty to the imperial ideology clashes with their more concrete and natural loyalties. Nothing brings home the moral obscenity of liberal civic nationalism quite like the reactions of the Tibbetts family of Iowa [6] to the murder of their daughter by an illegal alien. Some people are willing to pay quite a lot for authentic burritos.

Liberal Democratic Theory Undermines National Identities

Yet another useful concession to White Nationalism is Fukuyama’s admission that liberal democratic theory undermines national identities. This problem is brought home by the problem of immigration, which is one of the primary forces driving people toward National Populism. Fukuyama concedes that this backlash is essentially reasonable, since levels of migration are at historic highs in America, which has a long history of immigration, and Europe, which does not.

But then Fukuyama offers a stunningly dishonest rejoinder to the white Americans who want to “take back” their country. The US Constitution, he says, establishes a particular political order for “ourselves and our Posterity.” “But it does not define who the people are, or on what basis individuals are to be included in the national community” (p. 133). In fact, the Constitution makes it pretty clear who “ourselves and our posterity” are. Blacks and American Indians are not considered part of the American polity. And in 1790, when the Founders turned their attention to who they were willing to “naturalize” and allow to mix with their posterity, they specified that they be “free white people.”

Thus many white Americans correctly believe that a white republic is their birthright, a birthright that has been long eroded and is now on the brink of being wrested away from them irrevocably. Again, does anyone really believe that white Americans would not start resisting their dispossession once the endgame became clear?

Nonetheless, Fukuyama is correct to point out—citing fellow neocon Pierre Manent—that liberal theory simply assumes the existence of nation-states. Moreover, because liberalism is based on the idea of universal human rights, which prescind from ethnic and racial differences, liberal theory cannot generate borders between states. Indeed, liberalism tends to undermine nation-states and promote global government.

Surprisingly, Fukuyama rejects global government because “no one has been able to come up with a good method for holding such bodies democratically accountable” (p. 138). Moreover, “The functioning of democratic institutions depends on shared norms, perspectives, and ultimately culture, all of which can exist on the level of a national state but which do not exist internationally” (p. 138). Thus Fukuyama concludes that international bodies must be based on the cooperation of sovereign states.

But this defense of the nation-state rings hollow when one recalls that Fukuyama recommends that nation-states make a commitment to liberal democracy central to their identity, which entails that eventually there will be no meaningful differences between them, anyway.

How to Create an Ethnostate

For me, the most remarkable concession that Fukuyama makes to White Nationalism is his discussion of how national identities are created.

First, we can keep borders constant and move people across them, removing existing populations and bringing in new ones.

Second, we can let people stay where they are and move borders to fit them.

These are, of course, the two mechanisms to create racially and ethnically homogeneous states.

Third, we can “assimilate minority populations into the culture of an existing ethnic or linguistic group” (p. 141).

Fourth, we can “reshape national identity to fit the existing characteristics of the society in question” (p. 141).

FF3.jpgThese are the mechanisms preferred by civic nationalists like Fukuyama.

Astonishingly, Fukuyama also grants that “All four of the paths to national identity can be accomplished peacefully and consensually, or through violence and coercion” (p. 142). Yes, Fukuyama is saying that we can create ethnostates by moving borders and peoples in a peaceful and consensual manner, without resorting to violence and coercion. Lest some peoples mount their high horse and lecture other peoples on their historical guilt, Fukuyama also adds that, “All existing nations are the historical by-product of some combination of the four and drew on some combination or coercion and consensus” (p. 142).

But then Fukuyama pulls a fast one:

The challenge facing contemporary liberal democracies in the face of immigration and growing diversity is to undertake some combination of the third and fourth paths—to define an inclusive national identity that fits the society’s diverse reality, and to assimilate newcomers to that identity. What is at stake in this task is the preservation of liberal democracy itself. (p. 143)

Later he writes:

We need to promote creedal national identities built around the foundational ideas of modern liberal democracy, and use public policies to deliberately assimilate newcomers to those identities. Liberal democracy has its own culture, which must be held in higher esteem than cultures rejecting democracy’s values. (p. 166)

First, note that Fukuyama is treating immigration and diversity simply as problems that must be managed. This is true. But since he has only given weak reasons to value diversity at all, why stop at merely managing it?

Why not reduce immigration and diversity dramatically—or eliminate them entirely? Why shouldn’t a society try to be less like Syria, Yugoslavia, or Rwanda? It is not clear whether Fukuyama ever envisions stopping additional diversity. Will there always be “newcomers”? Why?

Fukuyama has already pointed out that it is possible to create more homogeneous societies by moving borders and moving peoples in a completely moral manner, so why are the first two options simply passed over?

Later, Fukuyama writes:

The question is not whether Americans should go backward into an ethnic and religious understanding of identity. The contemporary fate of the United States—and that of any other culturally diverse democracy that wants to survive—is to be a creedal nation. (p. 161)

No, America is not “fated” to be a multicultural society. Nor is Sweden, France, or any other white society. It was not “fate” that opened our borders and deconstructed white norms and cultures in favor of multiculturalism. It was men who decided on this experiment in social engineering, and it was men wielding the tools of statecraft and propaganda that forced it upon white societies.

These decisions can, moreover, be reversed by other, better men, and the consequences can be undone by the same tools. If it is possible for immigrants to enter white countries, it is possible for them to leave the same way. So the question really is whether white countries should want to restore themselves. Because where there’s a will, there’s a way—a completely non-violent and humane way, according to Fukuyama.

Multiculturalism is a program of social engineering that was only imposed on most white countries in the decades following the Second World War. The consequences, moreover, have been catastrophic—and they only get worse with time. For instance, second generation Muslim immigrants are more of a problem than their parents. Why should this recent experiment in social engineering—an experiment that has failed as badly as Communism—be treated as sacrosanct? Beware of Hegelians talking about “fate.”

For White Nationalists, it is not a question of wanting to “survive” as a “culturally diverse democracy.” We wish, first and foremost, to survive as a race and as distinct white nations, and we believe that white survival is not compatible with racially and ethnically diverse democracies. As I argue in The White Nationalist Manifesto [7], multicultural liberal democracy is subjecting the white race in all of our homelands to conditions that will lead to our biological and cultural extinction [8]—unless White Nationalism turns these trends around. Compared to extinction, every other political issue that divides us pales into insignificance.

Fukuyama does not address the question of whether multicultural, multiracial liberal democracies are consistent with the long-term survival of whites. And he offers no good reason for why whites should not seek to restore or create homogeneous homelands. Instead, he merely offers proposals on how to make multiracial liberal democracies work better, in order to forestall the rise of Right-wing populism. However, as we shall see in the final installment of this series [9], his proposals are astonishingly weak.

Notes

[1] [10] Robert D. Putnam, “E Pluribus Unum: Diversity and Community in the Twenty-First Century,” Scandinavian Political Studies, 30 (2007).

[2] [11] Ibid., p. 153.

[3] [12] Tatu Vanhanen, Ethnic Conflicts Explained by Ethnic Nepotism (Stamford, Conn.: JAI Press, 1999).

 

Article printed from Counter-Currents Publishing: https://www.counter-currents.com

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[1] Image: https://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2019/01/Fuku2.jpg

[2] Fukuyama on Identity Politics: https://www.counter-currents.com/2019/01/fukuyama-on-identity-politics/

[3] [1]: #_ftn1

[4] [2]: #_ftn2

[5] [3]: #_ftn3

[6] the Tibbetts family of Iowa: https://www.counter-currents.com/2019/01/the-pathological-altruism-of-the-tibbetts-family/

[7] The White Nationalist Manifesto: https://www.counter-currents.com/product/the-white-nationalist-manifesto/

[8] biological and cultural extinction: https://www.counter-currents.com/2017/06/white-extinction-2/

[9] the final installment of this series: https://www.counter-currents.com/2019/01/fukuyama-on-civic-nationalism/

[10] [1]: #_ftnref1

[11] [2]: #_ftnref2

[12] [3]: #_ftnref3

 

mardi, 22 janvier 2019

Trump vs. the Tyranny of Experts

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Trump vs. the Tyranny of Experts

Salvatore Babones
The New Authoritarianism: Trump, Populism, and the Tyranny of Experts
Medford, Mass.: Polity Press, 2018

babones.jpgSavatore Babones is an America academic with an appointment in Sociology and Social Policy at the University of Sydney. Unusually for someone in such a position, he has a few good things to say about Donald Trump—or at least about the fact of his election. Trump himself he describes as crass, a boor and lacking in qualifications. But, he writes, “there are reasons to hope that we will have a better politics after the Trump Presidency than we could ever have had without it.”

In Babones’ thinking, conservatism, liberalism, and democracy are three timeless tendencies which can be found combined in various proportions in modern Western governments: all beneficial in some way, but each existing in a necessary tension with the others. In The New Authoritarianism, he has little to say about conservatism; he is primarily concerned with the tension between liberalism and democracy. As he sees it, liberalism has been getting the better of democracy for quite some time. His thesis is that even an unqualified boor like Donald Trump may be expected to have a salutary effect on American politics if he succeeds in shifting it away from a liberalism run amok and back toward the democratic principle.

At the most basic level, democracy refers to popular decision making through public discussion. But there are many matters that even the most besotted democrat would not wish to see resolved this way. If he is sick, he does not want to see his diagnosis and treatment put to a vote among his friends; he goes to a professional with expert knowledge of how to treat illness—and similarly for plenty of other matters.

So the question arises why we do not run our governments in the same way: by appointing qualified experts to make decisions for us? In fact, over the past century we have increasingly been trying to do this. But we have not given up on democracy entirely: we still hold popular elections. A picture of a society which has gone about as far as it is possible to go in the direction of expert rule is offered by Socrates in Plato’s Republic. The central idea of this utopia is rule by “philosopher kings” in possession of unsurpassable knowledge of man and all other politically relevant matters.

Plato’s Republic is, of course, a utopia, and the effects of trying to realize such a scheme in practice might well be extremely harmful. That is because in the realm of political decision making there are not necessarily any correct answers—and when there are, those answers are often unknowable. In other words, there cannot be anyone with the relevant expertise.

Although democracy need not be the only good or legitimate form of government, there are certainly plausible arguments to be made in its favor, and some of the best of these appeal precisely to the unavailability of expert knowledge in politics. The author offers the example of America’s decision to go to war in 1917:

The delay in America’s entry into World War I left time for the issue to be comprehensively discussed, for ordinary Americans to form opinions for and against getting involved, and for them to express those opinions, whatever their merits. As a result, when the United States did go to war in 1917 it was with the full support of the American people. Contrast that process with the politics behind America’s more recent wars waged in Southeast Asia and the Middle East, hatched by cabals of experts with little genuine public debate.

If America had intervened in WWI earlier, as Babones writes:

Millions of lives might have been saved, Russia might not have fallen to the Bolsheviks, and Germany might have been more comprehensively defeated, preventing the rise of Nazism and World War II.

But, of course, we cannot know this: “perhaps the twentieth century would have turned out even more horrifically than it did.” Genuine knowledge in such matters is impossible “because the relevant counterfactuals will never be known.”

So if we cannot prove that democracy will produce better decisions than autocratic rule, of what benefit might it be? Our author writes:

Independent thinkers are not necessarily better thinkers. But they take responsibility for their decisions in a way that obedient subjects do not. Independent thinking is more important for the health of democracy than is the success or failure of any particular policy decision.

The Athenian democracy made some disastrous mistakes, such as invading Sicily in 415 BC. Yet their loss of full independence to Macedon after the Battle of Chaeronea in 338 BC was still deeply felt, regardless of increased economic prosperity and security. Their historical fate was more their own under democratic sovereignty than it could ever be under Macedonian hegemony, however wisely exercised.

In other words, free self-rule through public deliberation and the moral responsibility which goes with it are usually felt as, and may actually be, intrinsic goods apart from any benefits they may bring. So runs one common argument in favor of democracy.

Babones blames liberalism for a decline in democratic participation; he asserts that it has become a “tyranny of experts” that functions as a form of authoritarianism. He seems to be groping his way toward something like the Burnham/Francis theory of managerialism, viz., that the basic evolution of twentieth century Western society has been determined by the rise of expert management necessitated by three forms of increasing complexity: unprecedented population growth, technological progress, and a more elaborate division of labor. Like Burnham and Francis, he sees modern liberalism as the ideology which serves to justify or legitimate this process.

Of course, liberalism as such is older than managerialism. But earlier liberalism was concerned with protecting certain freedoms from government interference. This can be seen clearly in the American Bill of Rights, where a number of freedoms are reserved to the people, i.e., government is forbidden to interfere with them.

But liberalism is not what it once was. The modern version of the ideology focuses on “rights,” as listed, e.g., in the UN charter: to food, clothing, housing, medical care, social services, unemployment insurance, etc. Such so-called human rights—more properly entitlements—are not protected from government interference but guaranteed by governments. So far from forbidding, they may require government to act: e.g., to compel doctors to provide medical care to all, or to seize wealth and property for redistribution.

And the author really believes there are experts who can speak authoritatively about such entitlements. He writes:

Experts in human rights are by definition educated professionals like academics, lawyers, judges, journalists, civil servants, social workers, medical doctors and lobbyists. By dint of dedicated study and professional practice they have made themselves the legitimate authorities on the subject. And they truly are legitimate authorities on the subject. When you want an authority on chemistry, you consult a chemist. When you want an authority on human rights, you consult a human rights lawyer.

He is unnecessarily weakening his own case here. One of the most prominent aspects of managerial rule is the proliferation of what might be called “pseudo-expertise”—claims to authoritative expertise in domains which simply do not admit of such a thing. Much psychotherapy comes under this heading, being a secular substitute for pastoral care masquerading as a science. I would also view human rights lawyers as pseudo-experts.

There is no definitive list of human rights that could command the assent of all rational beings; there might not even be any that two philosophers would both agree on. If a bunch of human rights lawyers got together today to codify “human rights,” they might very likely focus on various exotic forms of sexuality. This would not be a requirement of reason or justice, but a natural result of current concerns in the sorts of intellectual echo chambers where human rights lawyers are hatched. To the men who drew up the UN Charter in the 1940s, such a preoccupation would have seemed bizarre. A hundred years hence, there is no telling what sorts of “human rights” may be in fashion.

In a world, human rights talk is ideological, not scientific, and no one can genuinely be an expert on the subject in the way that a chemist is an expert on chemistry.

But Babones is correct that modern liberalism requires deference to expert (or pseudo-expert) authority.

The people are the passive recipients of those rights the experts deem them to possess. As the domain of rights expands, experts end up making more and more of the decisions in an ever-increasing number of the most important aspects of public life: economic policy, criminal justice, what’s taught in schools, who’s allowed to enter the country, what diseases will be cured, even who will have the opportunity to run for elective office. The areas reserved to expert adjudication seem only to expand. Previously depoliticized domains rarely return to the realm of democratic determination.

University instruction, medical research councils, disaster relief agencies, courts of law and (in America) the Federal Reserve Bank are just some institutions financed by government (i.e., taxpayers) but protected from democratic political oversight. In every case, the rationale is that only those with the relevant professional expertise should be permitted to make decisions effecting such institutions.

The desirability of an independent judiciary in particular has now become so widely accepted that the European Union has recently declared Polish political interference with its own court system a violation of the rule of law. As the author pertinently remarks, EU authorities may be unaware that US states still elect their own supreme court justices.

Recent liberal demands upon political parties to nominate a minimum number of female candidates or members of underrepresented groups also seek to set bounds to popular decision making, which amounts to restricting politics itself.

In sum,

There has been in the West a slow but comprehensive historical evolution from the broad consensus that governments derive their legitimacy from the people via democratic mandates to an emerging view that governments derive their legitimacy by governing in ways endorsed by expert authority.

What is commonly called the new populism or new nationalism is essentially a revolt against liberal authoritarianism. Consider the issue of so-called free trade. The late Trans-Pacific Partnership embodied much current liberal thinking on free trade, and it went “far beyond the simple elimination of tariffs” (which was the universally understood meaning of “free trade” in the 19th century). The TPP

would have governed the right to invest in companies and operate businesses in foreign jurisdictions, and the right to trial by international expert panel rather than in each country’s court system. The TPP would have replaced the direct democratic accountability of national governments with the unaccountable transnational sovereignty of experts.

The freedom to purchase wares from the cheapest seller without government penalty (tariffs) if the seller is a foreigner is one thing; the right guaranteed by treaty to open businesses in foreign countries while remaining free from the legal jurisdiction thereof is another. The populist objection to this new form of “free trade” was not so much any negative economic consequences it may have involved as its authoritarianism.

The election of Donald Trump on a platform which included scrapping the TPP was a victory for democratic political oversight and a defeat for liberal authoritarianism. So was the election of the Law and Justice Party in Poland with its determination to subject the country’s courts to greater political control; so is the rising nationalist determination to reassert control over migration and borders; so is the decision of British voters to take their country out of the EU, and much else besides.

Our current elites want us to believe that this movement represents a “threat to democracy.” Babones reveals this rhetoric for what it is: the self-interested special pleading of liberal authoritarians increasingly threatened by a resurgent democracy. European man may be in the process of reclaiming his own destiny from a tyrannical clique of “experts.” If, as this reviewer believes, many of these are only pseudo-experts, that is all the more reason to cheer on this process.

 

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samedi, 12 janvier 2019

Uit het arsenaal van Hefaistos

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Uit het arsenaal van Hefaistos (1)

Uit het arsenaal van Hephaistos

Tien Traditionalistische perspectieven op de ideologie van de vijandelijke elite

aan de hand van Robert Steuckers’

Sur et autour de Carl Schmitt. Un monument revisité

(Les Edition du Lore, 2018)

door Alexander Wolfheze

Voorwoord: de anatomische les van Carl Schmitt en Robert Steuckers

Zonder macht kan rechtvaardigheid niet bloeien,

zonder rechtvaardigheid vergaat de wereld tot as en stof.

– vrij naar Goeroe Gobind Singh

Eerder is hier al zijdelings aandacht besteed aan bepaalde aspecten van het gedachtegoed van Duits staatsrecht specialist en rechtsfilosoof Carl Schmitt (1888-1985)i – dit essay zal Schmitt’s wetenschappelijke nalatenschap in meer detail bekijken. Aanleiding hiertoe is het recent verschijnen van het nieuwste boek van Belgisch Traditionalistisch publicist Robert Steuckers. Met Sur et autour de Carl Schmitt bijt Steuckers in de Lage Landen de spits af met een eerste substantiële monografie die past bij de recente internationale rehabilitatie van Schmitt’s hoogst originele – en hoogst actuele – gedachtegoed.ii Lange tijd was Schmitt’s gedachtewereld en levenswerk nagenoeg ‘taboe’ door zijn – complexe en daarom gemakkelijk vulgariseerbare – associatie met het Naziregime. Inderdaad werd Schmitt in mei 1933, kort na Hitler’s machtsovername, lid van de NSDAP en ondersteunde hij de autoritaire amputatie van de in zijn ogen – en die van bijna alle Duitsers – ongeneeslijk verrotte Weimar instituties. Inderdaad werd hij na de ondergang van het Derde Rijk door de Amerikaanse bezettingsautoriteiten geïnterneerdiii en weigerde hij consistent zich te onderwerpen aan de politiekcorrecte ‘wederdoop’ van semiverplichte Entnazifizierung: zijn principiële verzet tegen de bezetter kostte hem zijn academische carrière en zijn maatschappelijke aanzien. Die houding werd echter niet ingegeven door groot enthousiasme voor het Naziregime: in Schmitt’s visie schoot dat regime volledig tekort in termen van hogere legitimiteit en historische authenticiteit.iv Schmitt’s weigerde zich na Stunde Null simpelweg in te laten met de nieuwe ideologische Gleichschaltung – en met collaboratie met de bezetter. Ongeacht de exacte mate van Schmitt’s inhoudelijke ‘besmetting’ met de meer virulente uitwassen van het Nationaalsocialisme, blijft het een feit dat Schmitt’s denken en werken in dezelfde naoorlogse ‘quarantaine’ belandde waarin ook het denken en werken van vele andere Europese grote namen werd ‘weggezet’. Zo eindigde hij – net als Julius Evola in Italië, Louis-Ferdinand Céline in Frankrijk, Mircea Eliade in Roemenië, Knut Hamsun in Noorwegen en Ezra Pound in Amerika – in het rariteiten kabinet van de geschiedenis.

LORE-CS-Steuckers_site.jpgMaar zeventig jaar later blijkt dat de na de Tweede Wereld Oorlog tot standaarddoctrine verheven historisch-materialistische mythologie van ‘vooruitgang’ en ‘maakbaarheid’ – de socialistische variant in het ‘Oostblok’ en de liberale variant in het ‘Westblok’ – de Westerse beschaving aan de rand van de ondergang heeft gebracht. Na de val van het Realsozialmus in het Oostblok valt de hele Westerse wereld ten prooi aan wat men het ‘Cultuur Nihilisme’ kan noemen: een giftige cocktail van neoliberaal ‘kapitalisme voor de armen en socialisme voor de rijken’ en cultuurmarxistische ‘identiteitspolitiek’ (de nieuwe ‘klassenstrijd’ van oud tegen jong, vrouw tegen man en zwart tegen blank). Dit Cultuur Nihilisme kenmerkt zich door militant secularisme (vernietiging levensbeschouwelijke structuur), gemonetariseerd sociaaldarwinisme (vernietiging sociaaleconomische structuur), totalitair matriarchaat (vernietiging familiestructuur) en doctrinaire oikofobie (vernietiging etnische structuur) en vindt zijn praxis in de Macht durch Nivellierung mechanismen van de totalitair-collectivistische Gleichheitsstaat.v Dit Cultuur Nihilisme wordt nog steeds in eerste plaats gedragen door de forever young ‘baby boom’ generatie van rebels without a cause, maar zij plant zich nu voort als shape-shifting ‘vijandelijke elite’ die zichzelf voedt uit steeds weer nieuw uitgevonden ‘onderdrukte minderheden’ (rancuneuze beroeps-feministen, ambitieuze beroeps-allochtonen, psychotische beroeps-LBTG-ers). De macht van deze vijandelijke elite berust op twee onlosmakelijk met elkaar verbonden krachtenvelden: (1) de globalistische institutionele machinerie (de ‘letterinstituties’ – VN, IMF, WTO, WEF, EU, ECB, NAVO) waarmee zij zich onttrekt aan staatssoevereiniteit en electorale correctie en (2) het universalistisch-humanistische discours van ‘mensenrechten’, ‘democratie’ en ‘vrijheid’ waarmee zij zich de ideologische moral high ground toe-eigent. Deze dubbel trans-nationale en meta-politieke machtspositie stelt de vijandelijke elite in staat zich systematisch te onttrekken aan elke verantwoordelijkheid voor de enorme schade die zij toebrengt aan de Westerse beschaving. De door de vijandelijke elite begane misdaden – industriële ecocide (antropogene klimaatverandering, gewetenloze milieuverontreiniging, hemeltergende bio-industrie), hyper-kapitalistische uitbuiting (‘marktwerking’, ‘privatisering’, social return), sociale implosie (matriarchaat, feminisatie, transgenderisme) en etnische vervanging (‘vluchtelingenopvang’, ‘arbeidsmigratie’, ‘gezinshereniging’) – blijven ongestraft binnen een institutioneel en ideologisch kader dat letterlijk ‘boven de wet’ opereert. Het is alleen met een geheel nieuw juridisch kader dat deze straffeloosheid kan eindigen. Carl Schmitt’s rechtsfilosofie levert dat frame: zij biedt een herbezinning op de verloren verbinding tussen institutioneel recht en authentieke autoriteit en op wat daar tussenin hoort te liggen – maatschappelijke rechtvaardigheid. Voor het herstel van deze verbinding benut Schmitt het begrip ‘politieke theologie’: de aanname dat alle politieke filosofie direct of indirect voortvloeit uit al dan niet expliciet ‘geseculariseerde’ theologische stellingnamen. De politieke verplichting om een op immanente rechtvaardigheid gericht institutioneel recht te bevorderen ligt dan in het verlengde van een transcendent – theologisch – onderbouwde autoriteit.

Het is tijd het achterhaalde politiekcorrecte en niet langer houdbare ‘taboe’ op Carl Schmitt’s gedachtegoed te corrigeren en te onderzoeken welke relevantie het kan hebben voor het hier en nu overwinnen van de Crisis van het Postmoderne Westen.vi Robert Steuckers’ Sur et autour de Carl Schmitt laat ons daarbij niet alleen een monumentaal verleden bezoeken – het laat ons ook actuele inspiratie putten uit het machtige ‘Arsenaal van Hephaistos’vii

(*) Net zoals bij zijn voorafgaande bespreking van Steuckers’ werk Europa IIviii kiest de schrijver hier voor een de dubbele weergave van zowel Steuckers’ oorspronkelijke – wederom haarscherpe en azijnzure – Franse tekst als een Nederlandse vertaling. Zoals ook daar gezegd, deelt de schrijver de mening van patriottisch publicist Alfred Vierling dat de Franse taalcultuur essentieel afwijkt van de mondiaal hegemoniale Angelsaksische taalcultuur die in toenemende mate de Nederlandse taalcultuur domineert – en daarmee uit haar oorspronkelijke balans brengt. Toegang tot de Franse taal is feitelijk onontbeerlijk voor elke evenwichtig belezen Nederlandse lezer, maar het gebrek aan Franse taalkennis kan niet zonder meer de jonge Nederlandse lezer in de schoenen worden geschoven. Dit gebrek – een echte handicap bij elke serieuze studia humanitatis – komt grotendeels voor rekening van het opzettelijk idiocratische onderwijsbeleid van de Nederlandse vijandelijke elite. Eerder is in dat verband al gewezen op het dumbing down beleid dat veel verder terug dan het slash and burn staatssecretarisschap van onderwijs crimineel Mark R., namelijk op de cultuur-marxistische Mammoet Wet. De schrijver komt de lezer hier daarom tegemoet door hem zowel Steuckers’ originele Frans als zijn eigen ietwat (contextueel) vrije Nederlandse vertaling voor te leggen – vanzelfsprekend houdt hij de verantwoordelijkheid voor minder geslaagde pogingen om de Belgisch-Franse ‘bijtertjes’ van Steuckers weer te geven in het Nederlands. Een glossarium van essentiële Steuckeriaanse neo-logismen is bijgevoegd.

(**) Naar opzet is dit essay niet alleen bedoeld als recensie, maar ook als metapolitieke analyse – een bijdrage tot de patriottisch-identitaire deconstructie van de Postmoderne Westerse vijandelijke elite. Het is belangrijk te weten wie deze vijand is, wat hij wil en hoe hij denkt. Carl Schmitt’s gedachtegoed levert een rechtsfilosofische ‘anatomische’ ontleding van de vijandelijke elite – het trekt in die zin definitief de schuif weg onder die elite. Robert Steuckers levert een briljante actualisatie van dat gedachtegoed – de patriottisch-identitaire beweging van de Lage Landen is hem een dankwoord en felicitatie verschuldigd.

(***) Enerzijds wordt de ouderwets gedegen geschoolde lezer hier om geduld gevraagd met het ‘betuttelende’ apparaat van verklarende noten: dit is bedoeld voor de vele – met name jongere – lezers die door decennialange onderwijskaalslag zijn beroofd van basaal intellectueel erfgoed. Anderzijds wordt de niet in ouderwetse scholing opgevoede – en wellicht daardoor afgestoten – lezer hier om uithoudingsvermogen gevraagd: hij moet bedenken dat tekst die ‘pretentieus’ kan overkomen (point taken) niet anders is dan een reflectie van zijn eigen erfgoed, namelijk dat van de Westerse beschaving. Als de patriottisch-identitaire beweging ergens voor staat is het voor die beschaving – ΜΟΛΩΝ ΛΑΒΕ.ix

1. De wereld van het Normativisme als wil en voorstellingx

auctoritas non veritas facit legem

[macht, niet waarheid, maakt wet]

Steuckers begint zijn bespreking van het leven en werk van Carl Schmitt met een reconstructie van de cultuurhistorische wortels van de naoorlogse Westerse rechtsfilosofie. Hij herleidt de historisch-materialistische reductie – men zou kunnen zeggen ‘secularisatie’ – van de Westerse rechtsfilosofie tot de Reformatie en de Verlichting.xi De godsdienstoorlogen van de 16e en 17e eeuw resulteerden in een tijdelijke terugval van de Westerse beschaving tot een ‘natuurlijke staat’ die slechts gedeeltelijk kon worden gecompenseerd door de noodgreep van het klassieke Absolutisme (tweede helft 17e en eerste helft 18e eeuw).xii Dit ‘noodrem’ Absolutisme wordt gekenmerkt door de hooggestileerde personificatie van totaal soevereine monarchistische macht als laatste beschermer van de traditionalistische samenleving tegen de demonische krachten van modernistische chaos: na het wegvallen van de oude zekerheden van de sacrale en feodale orde grijpen ‘absolute’ monarchen in om de ontwrichtende dynamiek van het vroeg mercantiel kapitalisme, de ontluikende burgerrechten beweging en de escalerende tendens naar religieuze decentralisatie te kanaliseren. Cultuurhistorisch kan deze terugval op ‘persoonsgebonden’ auctoritas worden opgevat als een tijdelijke ‘noodmaatregel’: …en cas de normalité, l’autorité peut ne pas jouer, mais en cas d’exception, elle doit décider d’agir, de sévir ou de légiférer. ‘…onder normale omstandigheden speelt [zulk een absolute] autoriteit geen rol, maar in het uitzonderingsgeval moet zij besluiten handelend, overheersend en wetgevend op te treden.’ (p.4) Deze absolutistische ‘noodmaatregel’ is echter slechts lokaal en tijdelijk effectief: de pionierstaten van de moderniteit, zoals Groot-Brittannië en de Republiek der Zeven Verenigde Nederlanden, blijven ervan gevrijwaard – ‘semi-absolutistische’ episodes als de Stuart Restauratie en het stadhouderschap van Willem III ten spijt. Zelfs in zijn hartland overschrijdt het Absolutisme al binnen een eeuw zijn houdbaarheidsdatum – de Amerikaanse en Franse Revolutie markeren het einde van het Absolutisme en de definitieve Machtergreifung van de bourgeoisie als nieuwe dominante kracht in de Westerse politieke arena.

De burgerlijk-kapitalistische Wille zur Macht wordt abstract uitgedrukt in een politieke doctrine die gebaseerd op de effectieve omkering van de voorafgaande Traditionalistische rechtsfilosofie (dat wil zeggen van de klerikaal-feodale ‘politieke theologie’): dit nieuwe Normativisme, geconstrueerd rond burgerlijk-kapitalistisch belangen, abstraheert en depersonaliseert de staatsmacht – Thomas Hobbes beschreef haar al als een mythisch-onzichtbare ‘Leviathan’.xiii Abstractie vindt plaats door ideologisering en depersonalisering door institutionalisering: beide processen zijn gericht op het bevestigen en bestendigen van de nieuwe burgerlijk-kapitalistische hegemonie in de politieke sfeer. Rigide routines en mechanische procedures (‘bureaucratie’, ‘administratie’, ‘rechtstaat’) vervangen de menselijke maat en de persoonlijke dimensie van de macht: concrete macht verandert in abstract ‘bestuur’. L’idéologie républicaine ou bourgeoise a voulu dépersonnaliser les mécanismes de la politique. La norme a avancé, au détriment de l‘incarnation du pouvoir. ‘De republikeinse en burgerlijke ideologie wil het politieke mechanisme depersonaliseren. Zij bevordert normatieve macht ten koste van belichaamde macht.’ (p.4) Het eerste consistente experiment met het Normativisme als Realpolitik eindigt in de Grote Terreur van de Eerste Franse Republiek: het illustreert de totalitaire realiteit die noodzakelijkerwijs voortvloeit uit de consequente toepassing van het do-or-die motto dat het burgerlijk-kapitalistisch machtsproject in zowel formele (republikeinse) als informele (vrijmetselaars) vorm dekt: liberté, égalité, et fraternité ou la mort. De ethische discrepantie tussen de utopische ideologie en praktische applicatie van dat machtsproject wordt pas ideologisch afgedekt – en tot norm verheven – in het 19e eeuwse Liberalisme: het Liberalisme wordt de politieke ‘fabrieksstand’ van de moderniteit. Onder de propagandistische oppervlakte van het Liberalisme – de utopie van ‘humanisme’, ‘individualisme’ en ‘vooruitgang’ – ligt zijn diepere substantie: de met (sociaaldarwinistische) pseudowetenschap gerechtvaardigde economische uitbuiting (‘monetarisatie’, ‘vrije markt’, ‘concurrentie’) en sociale deconstructie (‘individuele verantwoordelijkheid’, ‘arbeidsmarkt participatie’, ‘calculerend burgerschap’) die met wiskundige zekerheid eindigen in sociale implosie (door Karl Marx geanalyseerd als Entfremdung en door Emile Durkheim als anomie). De op lange termijn door het Liberalisme bewerkstelligde ‘superstructuur’ berust op een zeer puristische – en daarmee zeer bestendige – vorm van Normativisme: het Liberalisme heeft daarmee tegelijk de hoogste totalitaire capaciteit van alle modernistische (historisch-materialistische) ideologieën. Zo wijst Aleksandr Doegin in zijn historische analyse, naar het Engels vertaald als The Fourth Political Theory, op deze intrinsieke – logisch-consistente en existentieel-adaptieve – superioriteit van het Liberalisme. …[L]e libéralisme-normativisme est néanmoins coercitif, voire plus coercitif que la coercition exercée par une personne mortelle, car il ne tolère justement aucune forme d’indépendance personnalisée à l’égard de la norme, du discours conventionnel, de l’idéologie établie, etc., qui seraient des principes immortels, impassables, appelés à régner en dépit des vicissitudes du réel. ‘…[H]et liberaal-normativisme werkt desalniettemin afpersend, het is zelfs veel dwingender dan de dwang die wordt uitgeoefend door een sterfelijk heerser, want het tolereert geen enkele vorm van gepersonifieerde onafhankelijkheid ten opzichte van zijn eigen ‘norm’ (conventionele consensus, standaard ideologie, politieke correctheid), verheven tot een eeuwig en ongenaakbaar principe dat zich permanent onttrekt aan de wisselvalligheden van de werkelijkheid.’ (p.5) Sociologisch kan de totalitaire superstructuur van het Liberaal-Normativisme worden beschreven als ‘hyper-moraliteit’.xiv

De vraag dringt zich op naar de rechtsfilosofische ‘bewegelijkheid’ en de ideologische relativeerbaarheid van deze schijnbaar onwrikbaar in de psychosociale Postmoderniteit verankerde monoliet. Het antwoord op deze vraag ligt in een doorbreken van de event horizon, de ‘waarnemingshorizon’ van de Liberaal-Normativistische Postmoderniteit. Een doorbraak van de ‘tijdloze’ dimensie van het Liberaal-Normativisme is mogelijk via een ‘Archeo-Futuristische’ formule: de gelijktijdige mobilisatie van hervonden oude kennis en nieuw ontdekte kracht levert de benodigde combinatie van voorstellingsvermogen en wilsbeschikking.

ii Alain de Benoist’s korte en geactualiseerde introductie Carl Schmitt actuel (2007) is inmiddels in het Engels vertaald en uitgegeven door Arktos, voor een bespreking zie https://www.counter-currents.com/carl-schmitt-today/ .

iii Op Hitler’s sterfdag werd Schmitt in Berlijn door het Rode Leger gearresteerd maar na een kort verhoor werd hij meteen weer vrijgelaten. Hij werd later als potentieel verdachte bij het Neurenberger Tribunaal alsnog opgepakt en geïnterneerd door de Amerikaanse bezetter. Plettenberg, Schmitt’s geboorte-, woon- en sterfplaats, ligt in Westfalen en dus in de toenmalige Amerikaanse bezettingszone.

iv De volgende aantekening in zijn dagboek schetst Schmitt’s diep kritische houding tegenover de subrationeel-collectivistische (‘volksdemocratische’) wortels van het Naziregime: Wer ist der wahre Verbrecher, der wahre Urheber des Hitlerismus? Wer hat diese Figur erfunden? Wer hat die Greuelepisode in die Welt gesetzt? Wem verdanken wir die 12 Mio. [sic] toten Juden? Ich kann es euch sehr genau sagen: Hitler hat sich nicht selbst erfunden. Wir verdanken ihn dem echt demokratischen Gehirn, das die mythische Figur des unbekannten Soldaten des Ersten Weltkriegs ausgeheckt hat.

v Uit de titel van een werk van de Duitse rechtsfilosoof Walter Leisner.

vi Hier wordt het ‘Westen’ gemakshalve gedefinieerd als het agglomeraat van de Europese natiestaten die hun oorsprong vinden in de West-Romeinse/Katholieke Traditie in plaats van de Oost-Romeins/Orthodoxe Traditie, kortweg West-Europa plus de overzeese Anglosfeer.

vii In de Klassieke Oudheid was (Grieks:) Hephaistos (Latijn: Vulcanus) de smid van de goden en beschermgod van de smeedkunst – dit dus in verwijzing naar ‘Schmitt’.

ix De ‘laconische’ spreuk van de Spartaanse koning Leonidas voor de Slag bij Thermopylae (480 v. Chr.) in reactie op de Perzische oproep om de wapens neer te leggen en de hopeloze strijd te staken – de strekking ervan is zoiets ‘Kom ze maar halen’, maar dan korter en krachtiger.

x Een ‘schuine’ verwijzing naar de titel (en inhoud) van het hoofdwerk van de Duitse filosoof Arthur Schopenhauer (1788-1860), Die Welt als Wille und Vorstellung.

xi Verg. Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018) 53ff en 367ff (voorwoord vrij toegankelijk via de knop View Extract op https://www.cambridgescholars.com/the-sunset-of-tradition-and-the-origin-of-the-great-war en recensie vrij toegankelijk via https://www.counter-currents.com/tag/alexander-wolfheze/ ).

xii Een belangrijke cultuurhistorische reflectie van deze regressie is te vinden in Thomas Hobbes’ midden-17e eeuwse visie van een universeel geprojecteerde (proto-sociaal-darwinistische) bellum omnium contra omnes.

xiii Voor een literaire deelanalyse van de cultuurhistorische uitwerking van het Normativisme gedurende de 20e eeuw verg. Tom Zwitzer, Permafrost: een filosofisch essay over de westerse geopolitiek van 1914 tot heden (2017).

xiv Verg. Jost Bauch’s Abschied von Deutschland: Eine politische Grabschrift (2018).

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Uit het arsenaal van Hefaistos (2)

Uit het arsenaal van Hephaistos, deel 2

2. Door het glazen plafond van het Postmodernisme

ΔΩΣ ΜΟΙ ΠΑ ΣΤΩ ΚΑΙ ΤΑΝ ΓΑΝ ΚΙΝΑΣΩ

[geef me een plaats om op te staan, en ik zal de aarde bewegen]

– Archimedes

Een van de gevaarlijkste ‘kinderziekten’ van de recentelijk in de hele Westerse wereld opkomende patriottisch-identitaire verzetsbeweging tegen de globalistische Nieuwe Wereld Orde is haar onvermogen tot een correcte inschatting van de aard en kracht van de vijandelijke elite. De wijdverspreide (‘populistische’) volkswoede en beginnende (‘alt-right’) intellectuele kritiek die deze verzetsbeweging voeden worden deels gekenmerkt door oppervlakkig pragmatisme (politiek opportunisme) en emotionele regressie (extremistische samenzweringstheorieën). Beide kunnen worden begrepen als politieke en ideologische weerslag van een natuurlijk zelfbehoudsinstinct: in confrontatie met existentiële bedreigingen zoals de doelbewuste etnische vervanging van de Westerse volkeren en de escalerende psychosociale deconstructie van de Westerse beschaving hebben politiek purisme en intellectuele integriteit simpelweg geen prioriteit. Toch is het belangrijk dat de patriottisch-identitaire beweging deze kinderziekten – met name quick fix politieke ‘islamofobie’ en short cut ideologisch ‘anti-semitisme’ – zo snel mogelijk ontgroeit.i Een ‘preventieve zelfcensuur’ met betrekking tot de legitieme cultuurhistorische vraagstukken die vervlochten zijn in de ‘islamofobische’ en ‘antisemitische’ discoursen, zoals afgedwongen door het huidige politiekcorrecte journalistieke en academische establishment, is daarbij uitdrukkelijk niet aan de orde. De patriottisch-identitaire beweging geeft uitdrukkelijk prioriteit aan authentieke (dus niet slechts legalistische) vrijheid van meningsuiting: zij stelt zich op het standpunt dat politiekcorrecte (zelf)censuur en repressief mediabeleid averechts (letterlijk: ‘extreemrechts’ bevorderend) werken doordat ze het publiek wantrouwen vergroten. Door de flagrante partijdigheid van de systeempers (stigmatiseren van elke rationele kosten-baten analyse van de massa-immigratie, negeren van etnisch-geprofileerde grooming gangs, ‘herinterpreteren’ van islamistische terreur incidenten) en door het shoot the messenger overheidsbeleid ten aanzien van systeemkritische media (fake news projecties, Russian involvement verdachtmakingen, digitale deplatforming) haken mensen massaal af uit de mediale en politieke mainstream. De teloorgang van de klassieke (papieren en televisie) media en de versplintering van het politieke speelveld zijn hiervan slechts de meest oppervlakkige symptomen. De patriottisch-identitaire beweging, daarentegen, werpt zich nu op als verdediger van door de vijandelijke elite verraden – want voor haar nu overbodige en gevaarlijke – oude vrijheden van pers en meninguiting.ii De patriottisch-identitaire beweging valt nu de taak toe de door de vijandelijke elite prijsgegeven – neoliberaal verkochte en cultuurmarxistische verraden – Westerse beschaving te beschermen: dat houdt in dat ze een hoge intellectuele en ethische standaard te verdedigen heeft. Een correcte inschatting van de aard en kracht van de vijandelijke elite is daarbij een prioritaire – zelfs voorliggende – opgave: de ‘vijand’ kortweg afdoen als ‘de Islam’ of ‘het Joodse wereldcomplot’ (of beide tegelijk) doet simpelweg geen recht aan deze opgave.

Het correct benoemen van de vijandelijke elite vergt meer dan een simpele – religieus, ethisch en existentieel op zich correcte – verwijzing naar haar ontegenzeggelijk ‘duivelse’ kwaliteit: het absolute kwaad dat resulteert uit industriële ecocide, bloeddorstige bio-industrie, etnocidale ‘omvolking’, neoliberale schuldslavernij en matriarchale sociale deconstructie spreekt voor zich.iii Er is meer nodig: het is nodig te komen tot een juridisch-kaderende en politiek-actioneerbare identificatie van de vijandelijke elite. Robert Steuckers analyse van Carl Schmitt’s ‘politieke theologie’ is in dit opzicht van grote toegevoegde waarde: zij levert het intellectuele instrumentarium dat nodig is voor deze – wellicht grootste – opgave van de Westerse patriottisch-identitaire beweging.

3. Het Liberalisme als totalitair nihilisme

le libéralisme est le mal, le mal à l’état pur, le mal essentiel et substantiel

[…het liberalisme is een absoluut kwaad: het kwaad in pure vorm,

het kwaad als essentie en substantie…] (p.37)

Steuckers analyseert het Liberaal-Normativisme als de default ideology van de vijandelijke elite – de ideologie die haar machtsstatus staatsrechterlijk legitimeert: Le libéralisme… monopolise le droit (et le droit de dire le droit) pour lui exclusivement, en le figeant et en n’autorisant plus aucune modification et, simultanément, en le soumettant aux coups dissolvants de l’économie et de l’éthique (elle-même détachée de la religion et livrée à la philosophie laïque) ; exactement comme, en niant et en combattant toutes les autres formes de représentation populaire et de redistribution qui s’effectuait au nom de la caritas, il avait monopolisé à son unique profit les idéaux et pratiques de la liberté et de l’égalité/équité : en opérant cette triple monopolisation, la libéralisme et son instrument, l’Etat dit ‘de droit’, prétendant à l’universalité. A ses propres yeux, l’Etat libéral représente dorénavant la seule voie possible vers le droit, la liberté et l’égalité : il n’y a donc plus qu’une seule formule politique qui soit encore tolérable, la sienne et la sienne seule. ‘Het liberalisme… monopoliseert (1) het recht (en het recht om recht te spreken) door het [voor eens en altijd] vast te leggen, door geen enkele aanpassing meer toe te laten en door het prijs te geven aan de ‘oplossende’ inwerking van [een ongebreidelde] economie en [een losgeslagen] ethiek (een ethiek die ontsnapt aan een godsdienstig kader en die wordt gekaapt door ‘seculiere filosofie’). Door ten bate van het exclusieve eigen profijt tegelijkertijd alle andere vormen van (2) [niet partij-politieke] volksvertegenwoordiging en (3) [niet-monetaire economische] redistributie te ontkennen en te saboteren, monopoliseert het liberalisme uiteindelijk ook het [volledige] ideële en praktische [discours] van vrijheid, gelijk[waardig]heid [en] billijkheid. Met deze drievoudige monopolie positie kan het liberalisme – via zijn instrument genaamd ‘rechtstaat’ – een claim leggen op universele geldigheid. In zijn eigen ogen vertegenwoordigt de liberale staat aldus de enig mogelijk [en alleenzaligmakende] weg naar recht, vrijheid en gelijkheid. Daarmee blijft er maar één enkele acceptabele politieke formule over: de liberale – en alleen de liberale.’ (p.38) Dit is de achtergrond van door het neoliberale globalisme als universalistisch-absoluut afgespiegelde ‘waarden’ als good governance en human rights. Vanuit Traditionalistisch perspectief vertegenwoordigt het door Steuckers gedefinieerde Liberaal-Normativisme de tastbare politiek-ideologische ‘infrastructuur’ die hoort bij een erboven liggende maar ontastbare cultuur- en psychohistorische ‘superstructuur’ die hier eerder werd aangeduid met het begrip ‘Cultuur Nihilisme’: de geconditioneerde belevingswereld van sociaaleconomische Entfremdung, psychosociale anomie, urbaan-hedonistische stasis en collectief-functioneel malignant narcisme.iv Dit Traditionalistisch perspectief sluit naadloos aan bij Steuckers’ analyse van de tastbare cultuurhistorische inwerking van het Liberaal-Normativisme, dat hij expliciet benoemt als ….[le] principe dissolvant et déliquescent au sein de civilisation occidentale et européenne. …[L]e libéralisme est l’idéologie et la pratique qui affaiblissent les sociétés et dissolvent les valeurs porteuses d’Etat ou d’empire telles l’amour de la patrie, la raison politique, les mœurs traditionnelles et la notion de honneur‘…[h]et principe van ‘oplosmiddel’ en ‘verrotting’ in het hart van de Westerse en Europese beschaving. …[H]et liberalisme is bij uitstek de ideologie en de praktijk die gemeenschappen verzwakt en die de dragende waarden van de staat of het imperium, zoals vaderlandsliefde, staatsmanschap, traditietrouw en eerbesef, ‘oplost.’ (p.36-7)v

Vanuit Traditionalistisch perspectief wordt de cultuurhistorische inwerking van het Liberaal-Normativisme bepaald door een groter metahistorisch krachtenveld (de neerwaartse tijdspiraal die door de Hindoeïstische Traditie wordt benoemd als Kali Yuga en door de Christelijke Traditie als ‘Laatste Dagen’). Het historische agency van het Liberaal-Normativisme als drager van een contextueel functionele Wertblindheit komt expliciet tot uitdrukking in Steuckers’ prognose: …une ‘révolution’ plus diabolique encore que celle de 1789 remplacera forcément, un jour, les vides béants laissés par la déliquescence libérale ‘…[het is] onvermijdelijk dat op een zekere dag een nog duivelser revolutie dan die van 1789 de gapende leegte zal opvullen die de liberale verrotting heeft achtergelaten.’ (p.37) Een eerste indicatie van die nog achter het Liberaal-Normativisme verscholen liggende diepere leegte kan worden gevonden in het recente monsterverbond tussen het neoliberalisme en het cultuurmarxisme (in de Nederlandse politieke context is dit verbond al zichtbaar in de tegelijk graai-kapitalistische en diep-nihilistische programma’s van VVD en D66). Steuckers laat zien hoe Schmitt de cultuurhistorisch neerwaarts-regressieve aard van het Liberaal-Normativisme dubbel filosofisch en religieus duidt. Schmitt benoemt de consistente Liberaal-Normativistische begunstiging van pre-Indo-Europees primitivisme (Etruskisch moederrecht, Pelagiaanse ‘katagogische’ theologie) ten koste van de Indo-Europese beschaving (Romeins vaderrecht, Augustiaanse ‘anagogische’ theologie).vi Het Traditionalisme ziet in deze begunstiging een meta-historische beweging richting ‘neo-matriarchaat’: dit verklaart de chronologische samenhang tussen de Postmoderne hegemonie van het Liberaal-Normativisme en typisch Postmoderne symptomen als feminisatie, xenofilie en oikofobie.vii Sociologisch wordt deze fenomenologie zeer treffend beschreven als passend in de ontwikkeling van een ‘dissociatieve samenleving’.viii Het spookbeeld van een absoluut nihilistisch vacuüm werpt zijn schaduw al vooruit in Postmoderne discoursen als ‘open grenzen’ (genocide-op-bestelling), ‘transgenderisme’ (depersonalisatie-op-bestelling), ‘reproductieve vrijheid (abortie-op-bestelling) en ‘voltooid leven’ (dood-op-bestelling) – discoursen die als regelrecht ‘duivels’ zijn te begrijpen vanuit elke authentieke Traditie.ix

Afgezien van de natuurlijke interetnische (feitelijk ‘neo-tribale’) conflicten van de hedendaagse ‘multiculturele samenleving’ (bio-evolutionaire spanningsvelden, interraciale drifttrajecten, postkoloniale minderwaardigheidscomplexen) is het vooral de in toenemende mate diabolische leefwereld van de Liberaal-Normativistische Westerse ‘samenleving’ die het existentiële conflict tussen Westerse autochtonen en niet-Westerse allochtonen voedt. Voor elke traditionele Moslim uit het Midden-Oosten, voor elke traditionele Hindoe uit Zuid-Azië en voor elke traditionele Christen uit Afrika is de Liberaal-Normativistische open society van het Postmoderne Westen niet slechts een abstract (theologisch) kwaad, maar een geleefde (existentiële) gruwel. De gewapende terreur van de islamistische jihad is weliswaar naar (getolereerde) vorm een offensief onderdeel van de ‘verdeel en heers’ strategie van de globalistische vijandelijke elite, maar naar (geleefde) inhoud is hij beter te begrijpen als een defensief mechanisme tegen de godslasterlijke en mensonterende leefrealiteit van het Liberaal-Normativisme. Vanuit Traditionalistisch perspectief zou men kunnen stellen dat een Islamitisch Kalifaat inderdaad een (zeer relatief) ‘beter’ alternatief is voor de Westerse volkeren dan de bestiale ontmenselijking van de zich in het Postmoderne Liberaal-Normativisme aftekenende hellegang.

Hiermee is de grootste vijand van de Westerse volkeren – en tegelijk de gemeenschappelijke vijand van alle volkeren die nog leven naar authentieke Tradities – politiek benoemd: het totalitair nihilistische Liberalisme. Het Liberaal-Normativisme wordt politiek verwezenlijkt door het Liberalisme: het programma van de vijandelijke elite wordt vormgegeven door het Liberalisme. Daarbij moet worden aangetekend dat het Liberalisme sinds de Tweede Wereld Oorlog in de Westerse wereld gestaag de status heeft verworven van ‘standaard politiek discours’. Het Liberalisme doordringt, vervormt en ontregelt alle aanvankelijk concurrerende politieke stromingen – Christen Democratie (CDA, CU), Sociaal Democratie (PVDA, SP), Civiel Nationalisme (PVV, FVD) – nu zozeer dat elk spoor van authentieke democratisch-parlementaire oppositie richting een alternatieve maatschappijvorm ontbreekt. Steuckers benoemt dit ‘politicide’ proces als een functie van het ‘ideologische sterilisatie’ vermogen van het Liberalisme. Ook buiten het klassieke partijkartel (in Nederland te definiëren als de standaard bestuurspartijen – VVD, D66, CDA, CU en PVDA) is het Liberalisme nu zozeer tot politieke habitusx geworden, dat alle overige partijen – grotendeels onwillekeurig, onbewust, onbedoeld – in de rol vallen van controlled opposition. De resulterende ‘consensuspolitiek’ – in Nederland geassocieerd met het letterlijk nivellerende ‘poldermodel’ – wordt in de Westerse wereld conventioneel benoemd als ‘Neoliberalisme’ (datering: Thatcher-Reagan-Lubbers).

4. Het Liberalisme als politicide

Het ‘democratisch gekozen’ parlement is nooit de plaats voor authentiek debat:

het is altijd de plaats waar het collectivistisch absolutisme zijn decreten uitvaardigt.

– Nicolás Gómez Dávila

De vorming van Liberalistisch-geleide partijkartels en Liberalistisch-gestuurde consensuspolitiek is grotendeels te wijten aan de simpele praktijk van het parlementarisme: door de techniek van het hyper-democratisch genivelleerde en van de realiteit losgekoppeld ‘debat’ reduceert het parlementarisme alle ‘meningen’ en ‘standpunten’ grosso modo tot hun laagste gemene deler: die van het grotesk materialistische en totaal amorele Liberalisme. In het totaal nivellerend debat vervangt kwantiteit (‘democratie’) kwaliteit, vervangt gevoel (‘humaniteit’) verstand, vervangt abstract ‘bestuur’ (regelgeving, bureaucratie, protocol) concrete rechtvaardigheid en vervangt infantiele impulsiviteit (‘behoefte bevrediging’) het collectieve toekomstperspectief. De ‘koopkracht’ gaat altijd voor nalatenschap, de life style gaat altijd voor duurzaamheid en het relationele experiment gaat altijd voor gezinsbescherming. Het parlementarisme is de politiek-institutionele reflectie van de door het Liberalisme bevorderde collectivistische nivellering: het is de reductio ad absurdum van het politieke bedrijf – politiek als talkshow entertainment.[L]’essence du parlementarisme, c’est le débat, la discussion et la publicité. Ce parlementarisme peut s’avérer valable dans les aréopages d’hommes rationnels et lucides, mais plus quand s’y affrontent des partis à idéologies rigides qui prétendent tous détenir la vérité ultime. Le débat n’est alors plus loyal, la finalité des protagonistes n’est plus de découvrir par la discussion, par la confrontation d’opinions et d’expériences diverses, un ‘bien commun’. C’est cela la crise du parlementarisme. La rationalité du système parlementaire est mise en échec par l’irrationalité fondamentale des parties. ‘[D]e essentie van het parlementarisme ligt in debat, discussie en publiciteit. Zulk parlementarisme kan zichzelf als waardevol bewijzen in Areopagenxi met rationeel en helder denkende mannen, maar dat is niet langer het geval wanneer daarin rigide ideologische partijen tegenover elkaar staan die beweren de ultieme waarheid in pacht te hebben. Dan is het debat niet langer loyaal: het einddoel van de deelnemers is dan niet langer om door een discussie en een confrontatie van meningen en ervaringen het ‘hogere belang’ te ontdekken. Hierin ligt de crisis van het [huidige] parlementarisme. De rationaliteit van het [huidige] parlementaire systeem faalt door de fundamentele irrationaliteit van de partijen.’ (p.18-9)

Het is onvermijdelijk dat deze zelfversterkende crisis in toenemende mate wordt gevoed door voorheen in de politiek ‘onzichtbare’ maatschappelijke groepen. Het escalerende proces van politieke nivellering voedt zich met de individuele ambities en rancunes van de zelfbenoemde ‘voorvechters’ van zogenaamd ‘gediscrimineerde’ groepen. Wie zoekt zal vinden: er zijn altijd nieuwe ‘ondergepriviligeerde’ groepen (uit) te vinden: jongeren, ouderen, vrouwen, allochtonen, homoseksuelen, transgenders. Het totalitair nihilistische Liberalisme is het uit dit proces resulterende diepste (meest ‘gedeconstrueerde’ en meest ‘gedesubstantialiseerde’) politieke sediment – en sentiment: het is de politieke ‘nul-stand’ die overblijft na het totaal nivellerend ‘debat’, dat wil zeggen na de neutralisatie van alle pogingen tot politiek idealisme, politieke intelligentie en politieke wilsbeschikking.

Het Liberalisme realiseert de politieke (parlementaire, partitocratische) dialectiek van het Liberaal-Normativistische ideologie. In Schmitt’s visie is de dialectische vicieuze cirkel die voortvloeit uit deze ideologie alleen te doorbreken door een fundamenteel herstel van het politiek primaat. Steuckers formuleert dit als volgt: Dans [cette idéologie], aucun ennemi n’existe : évoquer son éventuelle existence relève d’une mentalité paranoïaque ou obsidionale (assimilée à un ‘fascisme’ irréel et fantasmagorique) – …il n’y a que des partenaires de discussion. Avec qui on organisera des débats, suite auxquels on trouvera immanquablement une solution. Mais si ce partenaire, toujours idéal, venait un jour à refuser tout débat, cessant du même coup d’être idéal. Le choc est alors inévitable. L’élite dominante, constituée de disciples conscients ou inconscients de [cette] idéologie naïve et puérile…, se retrouve sans réponse au défi, comme l’eurocratisme néoliberal ou social-libéral aujourd’hui face à l’[islamisme politique]… De telles élites n’ont plus leur place au-devant de la scène. Elles doivent être remplacées. ‘In [deze ideologie] kan een [echte] vijand niet bestaan: zelfs maar het mogelijke bestaan van zulk een [vijand] te suggereren is al ‘bewijs’ van een paranoïde of obsessieve mentaliteit (vast geassocieerd met een irreëel en ingebeeld ‘fascisme’) – …er bestaan alleen maar ‘discussie partners’. Daarmee organiseert men debatten die altijd onveranderlijk eindigen in een oplossing. Maar als die altijd in ideaal [vorm gedachte discussie] ‘partner’ op een dag elk debat weigert, dan vervalt ook meteen dat ideale [‘discussie model’]. Een [existentiële] shock toestand is dan onvermijdelijk. De heersende elite, die bestaat uit bewuste of onbewuste discipelen van [deze] naïeve en kinderlijke ideologie…, zal [dan] geen antwoord op deze uitdaging hebben – net zoals de neoliberale en sociaaldemocratische eurocratie [geen antwoord heeft] op het [politiek islamisme]… Voor zulke elites is geen plaats meer op het [politieke] toneel – zij moeten worden vervangen.’ (p.245)

i Voor een analyse van ‘islamofobie’ en ‘antisemitisme’ in de context van de Nederlandse patriottisch-identitaire beweging verg., resp., http://www.identitair.nl/2018/08/laat-de-islam-met-rust.html en http://www.identitair.nl/2018/12/van-jq-naar-iq.html .

iii Voor een cultuur- en psychohistorische plaatsbepaling van de vijandelijke elite verg. https://www.erkenbrand.eu/artikelen/de-levende-doden-1/ .

iv Voor een opsomming van de belangrijkste in deze ‘superstructuur’ samenvallende cultuurhistorische fenomenen verg. Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018) 9-12.

v Een bio- en psychosociale analyse van de cultuurhistorische inwerking van het Liberaal-Normativisme is te vinden in het werk van de Duitse socioloog Arnold Gehlen (1904-76). Zijn structurele oppositie tussen (anagogische) Zucht en (katagogische) Entartung laat een objectief meetbare analyse toe van het Liberaal-Normativistische de-socialisatie proces (sociale ‘deconstructie’).

vi De theologische verwijzing betreft een vroeg-Christelijke doctrinaire controverse die in de Westerse context werd beslecht ten voordele van de erfzonde-erkennende leer van Augustinus (354-430) en ten nadele van de erfzonde-ontkennende leer van Pelagius (360-418).

vii Voor de cultuurhistorische ontwikkeling van het neo-matriarchaat verg. https://www.erkenbrand.eu/artikelen/de-levende-doden-1/ – voor een actueel inkijkje in de neo-matriarchale belevingsrealiteit verg. https://www.counter-currents.com/2018/12/against-escapism/ .

viii Verg. Jost Bauch’s Abschied von Deutschland: Eine politische Grabschrift (2018).

ix Het spookbeeld van de ultieme totalitaire staat, d.w.z. een leefwereld waarin de hele sociale en individuele sfeer is overwoekerd door de staat, vormt al het thema van vroeg 20ste eeuwse dystopische literaire klassieken zoals Jevgeni Zamjatin’s My (1924), Aldous Huxley’s Brave New World (1932) en George Orwell’s Nineteen Eighty-Four (1949).

x De sociologische omschrijving van sociaal-psychologische conditionering (hexis, mimesis) van Pierre Bourdieu.

xi Een verwijzing naar de heuvel nabij de Acropolis waar in de Klassieke Oudheid de Atheense senatoren bijeen plachten te komen.

vendredi, 11 janvier 2019

From the Arsenal of Hephaestus

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From the Arsenal of Hephaestus

 
Ex: https://www.geopolitica.ru
 
Ten Traditionalist Perspectives on the Ideology of the Hostile Elite in the Exegesis of Robert Steuckers’ Sur et autour de Carl Schmitt. Un monument revisité (Les Edition du Lore, 2018).

 

Prologue: the Anatomy Lesson of Carl Schmitt and Robert Steuckers[1]

Without power, righteousness cannot flourish,

without righteousness, the world will flounder in ashes and dust

- Guru Gobind Singh

LORE-CS-Steuckers_site.jpgSome aspects of the intellectual heritage of German legal philosopher Carl Schmitt (1888-1985) have already been dealt with by the author in general terms[2] - this essay is meant to look at Schmitt’s scientific oeuvre in more detail. The recent publication of the latest book of Belgian Traditionalist publicist Robert Steuckers affords a suitable opportunity for revisiting Schmitt’ work in a more comprehensive fashion. In the Low Countries, Steuckers’ book Sur et autour de Carl Schmitt represents the first substantial monograph dedicated to the rehabilitation of Schmitt’s highly original - and highly topical philosophy of law.[3] For many years, Schmitt’s intellectual universe and life-world were effectively ‘taboo’ due to his - complex and therefore easily vulgarized - association with the Nazi regime. It is a fact that Schmitt became a member of the NSDAP in May 1933, only a few months after Hitler’s seizure of power, and that he supported Hitler’s authoritarian amputation of the Weimar institutions - as did nearly all other German men and women at the time. It is a fact that he was interned by the American occupation authorities after the downfall of the Third Reich[4] and that he consistently refused to be subjected to the politically correct ‘second baptism’ of semi-obligatory ‘denazification’. His principled stance against foreign occupation cost him his academic career and social status. This stance, however, was not inspired by any great enthusiasm - or even basic respect - for the Nazi regime: in Schmitt’s view, this regime was fatally flawed in terms of higher legitimacy and historical authenticity.[5] After Stunde Null, Schmitt simply refused the new ideological Gleichschaltung demanded by the occupying powers. Irrespective of the exact degree to which Schmitt’s work can be considered intrinsically ‘tainted’ in the context of the virulent excesses of National Socialism, the fact remains that his life’s work was placed in the same post-war quarantine that befell the life work of other great European thinkers. It ended up in history’s cabinet of curiosities, together with that of Italy’s Julius Evola, France’s Louis-Ferdinand Céline, Romania’s Mircea Eliade, Norway’s Knut Hamsun and America’s Ezra Pound.

But seventy years later it is becoming increasingly evident that the historical-materialist mythology of ‘progress’ and ‘constructability’, now raised to the status of standard doctrine (with a socialist variety in the Eastern Bloc and a liberal variety in the Western Bloc), has brought Western civilization to the brink of extinction. After the fall of Eastern Bloc Realsozialmus, the entire Western world has fallen prey to what may be termed ‘Cultural Nihilism’: a poisonous cocktail of neo-liberal ‘capitalism for the poor and socialism for the rich’ and cultural-marxist ‘identity politics’ (the new ‘class struggle’ of old against young, female against male and black against white). This Cultural Nihilism is characterized by militant secularism (destroying religious cohesion), monetarized social-darwinism (destroying social-economic cohesion), totalitarian matriarchy (destroying family cohesion) and doctrinal oikophobia (destroying ethnic cohesion) and it is practised through the Macht durch Nivellierung (‘power through levelling’) mechanism of the totalitarian-collectivist Gleichheitsstaat.[6] The prime carrier of Cultural Nihilism is still the forever young ‘baby boomer’ generation of rebels without a cause, but that generation is now replacing itself by a time-less, shape-shifting ‘hostile elite’, feeding off continuous new discoveries of ‘repressed minorities’ (resentful feminists, ambitious immigrants, psychotic LBTG-activists). The power of this hostile elite resides in two distinct but intricately linked force fields: (1) the globalist institutional machinery (the ‘letter institutions’ - UN, IMF, WTO, WEF, EU, ECB, NATO) that allows it to overrule state sovereignty and electoral correction and (2) the universalist-humanist discourse of ‘human rights’, ‘democracy’ and ‘freedom’ that allows it to monopolize the ‘moral high ground’. This double trans-national and meta-political power position allows the hostile elite to systematically elude any responsibility for the stupendous damage it is inflicting on Western civilization. The crimes committed by the hostile elite - industrial ecocide (anthropogenic climate change, environmental degradation, diabolical bio-industry), hyper-capitalist exploitation (‘free market’, ‘privatization’, ‘social return’), social implosion (matriarchy, feminization, transgenderism) and ethnic replacement (‘asylum policy’, ‘labour migration’, ‘family reunification’) - go unpunished within an institutional and ideological framework that operates literally ‘above the law’. Only an entirely new legal framework can end the legal immunity enjoyed by the hostile elite. Carl Schmitt’s philosophy of law provides that new frame: it offers a restoration of the lost link between institutional law and authentic authority and of what is found between these two - actual justice. To restore this link, Schmitt uses the concept of ‘political theology’, i.e. the assumption that all political philosophies are shaped, directly or indirectly, by theological positions that may or may not take on an ostensibly ‘secularized’ shape. From that perspective, the political imperative of promoting institutional laws aimed at immanent justice is derived from transcendently - theologically - defined authority.

The time has come to end the entirely anachronistic and increasingly untenable ‘taboo’ on Carl Schmitt’s work and thought - and to investigate its relevance during the contemporary Crisis of the Postmodern West.[7] Robert Steuckers’ Sur et autour de Carl Schmitt permits us not only a fascinating visit to a monumental past. It also permits us to find the weapons that are needed in the here and now - it gives us access to the mighty ‘Arsenal of Hephaestus’.[8]

(*) As in the earlier review of Steuckers’ work Europa II,[9] the reviewer has chosen for a double presentation of Steuckers’ original French text - sharp and acidic as usual - as well as an English translation. As stated in that earlier review, the reviewer shares the view of patriotic publicist Alfred Vierling that the French literary culture is essentially different from the English literary culture to a degree that virtually precludes one-on-one ‘translation’. This means that French language skills are actually indispensable for any conscientious studia humanitatis. The lack of such skills among the younger generations of the West, however, is not primarily due to any intellectual complacency: it can be directly attributed to the hostile elite’s anti-education policy of deliberate ‘dumbing down’. The reviewer is therefore willing to meet younger readers half-way by presenting both Steuckers’ original text and his own somewhat ‘free’ English translation. Obviously, the reviewer acknowledges his responsibility for the less successful attempts at transposing Steuckers’ ‘biting’ Walloon-French into English. A glossary of Steuckerian neologisms is added at the end of the text.

(**) This essay is not only meant to provide a review, it is also meant as a metapolitical analysis and a contribution to the patriotic-identitarian deconstruction of the Postmodern Western hostile elite. It is important to know who the enemy is, what he aims at and how he thinks. Carl Schmitt’s life work provides an ‘anatomical’ dissection of the hostile elite’s legal philosophy - it effectively deprives the hostile elite of any authentic foundation. Robert Steuckers has achieved a brilliant rehabilitation of Schmitt’s work - the patriotic-identitarian movement of the Low Countries owes him gratitude and congratulations.

(***) On the one hand, those readers that have still been traditionally educated are asked for patience with the somewhat ‘patronizing’ explanatory notes: these are meant to assist those younger readers that have been deprived of their basic intellectual heritage by decades of anti-education. On the other hand, those readers that lack a traditional education - and that may feel ‘put off’ by any ‘pretentious’ text - are asked for an effort at bettering themselves. They should realize that what may appear ‘pretentious’ reflects, in fact, nothing else than their own stolen heritage - the heritage of Western civilization. If the patriotic-identitarian movement is meant to protect anything of value, then it is exactly that: Western civilization itself - ΜΟΛΩΝ ΛΑΒΕ.[10]

 

1. The World of Normativism as Will and Representation[11]

auctoritas non veritas facit legem

[power, not truth, makes law]

 

Steuckers commences his extensive overview of the life and work of Carl Schmitt with a reconstruction of the cultural-historical roots of post-war Western legal-philosophical thought. He retraces the historical-materialist reduction - one might say ‘secularization’ - of the Western philosophy of law to the Reformation and the Enlightenment.[12] The religious wars of the 16th and 17th Centuries resulted in the temporary regression of Western civilization into a ‘state of nature’ which could only be partially compensated for by the ‘emergency measure’ of classical Absolutism during the second half of the 17th and the first half of the 18th Century.[13] This ‘emergency brake’ Absolutism is characterized by a highly stylized personification of totally sovereign monarchic power as the last protection of a traditionalist community against the demonic forces of modernist chaos. After the abolition of the old securities of the sacred and feudal order, the ‘absolutist’ monarchs intervene in order to channel the disruptive dynamics of early mercantile capitalism, the incipient civil rights movement and the escalating tendency to religious decentralization. From a cultural-historical perspective, this ultimate resort to ‘hyper-personalized’ Auctoritas can be interpreted as a temporary ‘emergency measure’: ...en cas de normalité, l’autorité peut ne pas jouer, mais en cas d’exception, elle doit décider d’agir, de sévir ou de légiférer. ‘...in normal circumstances, [such an absolute] authority does not play a role, but in exceptional circumstances, it must act in a decisive, over-ruling and legislating fashion.’ (p.4) But this absolutist ‘emergency measure’ is only locally and temporarily effective: the pioneering nations of modernity, such as Great Britain and the Dutch Republic, remain exempt - despite ‘semi-absolutist’ measures such as the Stuart Restoration and the stadtholderate of William III. Even in its heartland, Absolutism reaches its expiry date in less than a century - the American and French Revolutions mark the end of Absolutism and the final Machtergreifung of the bourgeoisie as the new dominant force in the Western political arena.

The bourgeois-capitalist Wille zur Macht is abstractly expressed in a political doctrine that is based on the effective inversion of the preceding Traditionalist philosophy of law (i.e. of the clerical-feudal ‘political theology’): this new Normativism, constructed around bourgeois-capitalist interests, abstractifies and depersonalizes state authority - Thomas Hobbes already describes it as the mythically invisible ‘Leviathan’.[14] Abstractification is achieved through ideologization and depersonalization is achieved through institutionalization: both processes are directed at the foundation and consolidation of the new bourgeois-capitalist hegemony in the political sphere. Rigid routines and mechanical procedures (‘bureaucracy’, ‘administration’, ‘legislation’) replace the human measure and the personal dimension of Traditionalist power: concrete power is replaced by abstract ‘governance’. L’idéologie républicaine ou bourgeoise a voulu dépersonnaliser les mécanismes de la politique. La norme a avancé, au détriment de l‘incarnation du pouvoir. ‘The republican and bourgeois ideology needs to depersonalize the mechanics of politics. It favours normative power over embodied power.’ (p.4) The first consistent experiment with Normativism as Realpolitik ends with the Great Terror of the First French Republic: it illustrates the totalitarian reality that necessarily results from the consistent application of the do-or-die motto that covers the bourgeois-capitalist power project in its formal (republican) as well as its informal (freemasonic) forms: liberté, égalité, et fraternité ou la mort, ‘liberty, equality and fraternity - or death’. The ethical discrepancy between the utopian ideology and the practical application of this power project is ideologically covered by - and established as a norm in - 19th Century Liberalism. Liberalism is the political ‘default setting’ of modernity. The propagandistic surface of Liberalism - its utopia of ‘humanism’, ‘individualism’ and ‘progress’ - covers its deeper substances: the pseudo-scientifically (social-darwinistically) justified economic disenfranchisement (‘monetarization’, ‘free market’, ‘competition’) and social deconstruction (‘individual responsibility’, ‘labour marker participation’, ‘calculating citizenship’) that mathematically result in social implosion (Karl Marx’ Entfremdung and Emile Durkheim’s anomie). In the long term, Liberalism results in a ‘superstructure’ that is based on a very puritanical - and therefore highly resilient - form of Normativism: Liberalism has the highest totalitarian potential of all modernist (historical-materialist) ideologies. Thus, Alexander Dugin historical analysis, translated into English as The Fourth Political Theory, points to the intrinsic - logically-consistent and existentially-adaptive - superiority of Liberalism. ...[L]e libéralisme-normativisme est néanmoins coercitif, voire plus coercitif que la coercition exercée par une personne mortelle, car il ne tolère justement aucune forme d’indépendance personnalisée à l’égard de la norme, du discours conventionnel, de l’idéologie établie, etc., qui seraient des principes immortels, impassables, appelés à régner en dépit des vicissitudes du réel. ‘...[S]till, Liberal Normativism is coercive - it is even much more coercive than the power exerted by any mortal ruler, because it does not tolerate any form of personalized autonomy with regard to its own ‘norm’ (conventional consensus, standard ideology, political correctness), which is elevated to an eternal and unapproachable principle that is permanently exempt from the vagaries of real life’. (p.5) From a sociological perspective, the totalitarian superstructure of Liberal Normativism can be described as ‘hyper-morality’.[15]

The apparently inviolable foundation of the Liberal Normative monolith in the bedrock of Postmodern social psychology raises the question of whether or not it is possible to dislodge by the application of legal philosophy. An affirmative answer to that question depends on breaking through the ‘event horizon’ of Liberal Normative Postmodernity, i.e. stepping beyond its epistemological boundary. A break-out from the ‘timeless’ dimension of Liberal Normativism is by means of an ‘Archaeo-Futurist’ formula: the simultaneous mobilization of re-discovered ancient knowledge and newly discovered strength will provide the necessary combination of imagination and willpower.

 

2. Through the Glass Ceiling of Postmodernism

ΔΩΣ ΜΟΙ ΠΑ ΣΤΩ ΚΑΙ ΤΑΝ ΓΑΝ ΚΙΝΑΣΩ

[give me a place on which to stand, and I will move the Earth]

- Archimedes

One of the most important childhood diseases of the patriotic-identitarian resistance movement, now rising up against the globalist New World Order throughout the entire Western world, is its inability to correctly assess the nature and power of the hostile elite. The widening (‘populist’) public anger and incipient (‘alt-right’) intellectual criticism that feeds this resistance movement are partially characterized by superficial pragmatism (political opportunism) and emotional regression (extremist conspiracy theories). Both of these phenomena can be understood as the political and ideological reflections of the natural instinct of self-preservation: in a confrontation with direct existential threats, such as the ethnic replacement of the Western peoples and the escalating psychosocial deconstruction of Western civilization, political purity and intellectual integrity simply lack priority. Still, it is of vital importance that the patriotic-identitarian movement outgrows these childhood diseases as quickly as possible - especially its ‘quick fix’ political islamophobia and its ‘shortcut’ ideological anti-semitism.[16] It should be empathically stated that this does not imply any recourse to the kind of ‘preventive self-censorship’ that is now practised by the politically correct journalistic and academic establishment with regard to legitimate cultural-historical questions that are embedded within the larger discourses of ‘islamophobia’ and ‘anti-semitism’. The patriotic-identitarian movement is bound to prioritize authentic - not merely legalistic - freedom of expression: it is bound to the position that politically correct (self-)censorship and repressive media policies are counter-productive because they increase public distrust and because they feed political extremism. The obvious ‘pride and prejudice’ of the system press (which stigmatizes every rational cost-benefit analysis of ‘mass-immigration’, ignores the ethnic profiles of ‘grooming gangs’ and re-interprets incidents of islamist terror) and the governmental policy of ‘shoot the messenger’ with regard to critical media (through ‘fake news’ projections, ‘Russian involvement’ smear campaigns and digital ‘deplatforming’) have caused the public to abandon the journalistic and political ‘mainstream’. The downfall of the traditional (paper and television) media and the splintering of the political landscape merely represent the surface reflections of this development. Now it is up to the patriotic-identitarian movement to lead the defence of the old freedoms of press and opinion, freedoms that have been now been discarded by the hostile elite as superfluous - and dangerous.[17] The task of defending Western civilization, which has been sold out by the neo-liberals and betrayed by the cultural-marxists, has now devolved upon the patriotic-identitarian movement. A correct assessment of the nature and power of the hostile elite is now its highest priority - without it, a winning strategy is impossible. A short-cut identification of the ‘enemy’ as ‘the Islam’ or a ‘Jewish world conspiracy’ simply does not stand up to cold calculus and ruthless realism required from this assessment.

The correct identification of the hostile elite requires more than a simple - albeit ethically and existentially correct - reference to its undeniably ‘demonic’ quality. The absolute evil that results from industrial ecocide, bloodthirsty bio-industry, neo-liberal debt slavery and matriarchal social deconstruction is self-evident.[18] But more is needed: it is necessary to achieve a legal understanding and a political strategy that ‘frames’ the hostile elite in a definitive manner. In this regard, Robert Steuckers’ analysis of Carl Schmitt’s ‘political theology’ is of great value: it offers the intellectual tools that are necessary to complete this - possibly greatest - task of the Western patriotic-identitarian movement.

3. Liberalism as Totalitarian Nihilism

...le libéralisme est le mal, le mal à l’état pur, le mal essentiel et substantiel...

[...liberalism is evil, evil in its purest form, evil in essence and substance...] (p.37)

Steuckers analyzes Liberal Normativism as the ‘default ideology’ of the hostile elite, i.e. the ideology that ultimately legitimizes its hold on power: Le libéralisme... monopolise le droit (et le droit de dire le droit) pour lui exclusivement, en le figeant et en n’autorisant plus aucune modification et, simultanément, en le soumettant aux coups dissolvants de l’économie et de l’éthique (elle-même détachée de la religion et livrée à la philosophie laïque) ; exactement comme, en niant et en combattant toutes les autres formes de représentation populaire et de redistribution qui s’effectuait au nom de la caritas, il avait monopolisé à son unique profit les idéaux et pratiques de la liberté et de l’égalité/équité : en opérant cette triple monopolisation, la libéralisme et son instrument, l’Etat dit ‘de droit’, prétendant à l’universalité. A ses propres yeux, l’Etat libéral représente dorénavant la seule voie possible vers le droit, la liberté et l’égalité : il n’y a donc plus qu’une seule formule politique qui soit encore tolérable, la sienne et la sienne seule. ‘Liberalism monopolizes (1) the law (and the right to legislate) by [permanently] setting its boundaries, by not allowing for any fundamental adaptations and by exposing it to the ‘dissolving’ effects of [an uncontrolled] economy and [borderless] ethics (ethics that escape any religious framework and are hijacked by ‘secular philosophy). By denying and sabotaging all other forms of (2) [non-party political] representation and (3) [non-monetarized economic] redistribution for the sake of its own exclusive profits, liberalism also monopolizes the [entire] ideal and practical [discourse] of freedom, equality [and] fairness. Through this triple monopoly [and] through its state-enforced ‘legal order’, liberalism is able to claim [an absolute] universal validity. In its own eyes, the liberal state represents the sole possible [and sole redeeming] way to achieve law, freedom and equality. Thus, only one acceptable political formula remains: liberalism - and liberalism alone.’ (p.38) This is the background on which neo-liberal globalism is able to project ‘universal’ and ‘absolute’ values such as ‘good governance’ and ‘human rights’. From a Traditionalist perspective, Liberal Normativism as defined by Steuckers represents the political and ideological ‘infrastructure’ that reflects the higher but intangible cultural- and psycho-historical ‘superstructure’ that was here earlier defined as ‘Cultural Nihilism’, viz. the experiential reality that is pre-conditioned by social-economic Entfremdung, psycho-social anomie, urban-hedonist stasis and collectively-functional malignant narcissism.[19] This Traditionalist perspective fits seamlessly into Steuckers’ analysis of the tangible cultural-historical effects of Liberal Normativism. Steuckers explicitly describes Liberal Normativism as ....[le] principe dissolvant et déliquescent au sein de civilisation occidentale et européenne. ...[L]e libéralisme est l’idéologie et la pratique qui affaiblissent les sociétés et dissolvent les valeurs porteuses d’Etat ou d’empire telles l’amour de la patrie, la raison politique, les mœurs traditionnelles et la notion de honneur... ‘...[t]he ‘dissolving’ principle and ‘rot’ in the heart of Western and European civilization. ...[L]iberalism represents the ideology and practice that most effectively weakens communities and that most effectively dissolves the values on which state[s] and empire[s] are build: love of country, responsible statesmanship, traditional loyalty and authentic honour.’ (p.36-7)[20]

From a Traditionalist perspective, the cultural-historical effects of Liberal Normativism are determined by larger meta-historical dynamic, i.e. the downward time spiral that Hindu Tradition interprets as Kali Yuga and that the Christian Tradition interprets as ‘Latter Days’. The historical agency of Liberal Normativism as a carrier of a contextually functional Wertblindheit is explicitly recognized in Steuckers’ prognosis: ...une ‘révolution’ plus diabolique encore que celle de 1789 remplacera forcément, un jour, les vides béants laissés par la déliquescence libérale ‘...[it is] inevitable that, someday, an even more [openly] demonic revolution than that of 1789 will fill the gaping void that has been caused by the liberal rot.’ (p.37) A first indication of the deeper ‘outer dark’ that still lies hidden beyond the Liberal Normativist facade is found in the recent monster alliance between neo-liberalism and cultural-marxism in Western politics (in Dutch politics this alliance is visible in the program of the governing coalition parties, which combines the ‘disaster capitalist’ agenda of the VVD and the ‘deep nihilist’ agenda of the D66).[21] Steuckers highlights Schmitt’s doubly philosophical and theological interpretation of the regressive cultural-historical tendency of Liberal Normativism. Schmitt draws attention to the consistent Liberal-Normativist support for pre-Indo-European primitivism (Etruscan matriarchy, Pelagianist ‘katagogic’ theology) at the expense of Indo-European civilization (Roman patriarchy, Augustinian ‘anagogic’ theology).[22] Traditionalism associates this tendency with a meta-historical movement towards a ‘neo-matriarchy’: this explains the chronological relation between the Postmodern hegemony of Liberal Normativism and typically Postmodern symptoms such as feminization, xenophilia and oikophobia.[23] In sociological terms, this phenomenology can be accurately described as befitting the development of a ‘dissociative society’.[24] The spectre of an absolute nihilist void is already casting ahead its shadow in Postmodern discourses such as ‘open borders’ (genocide-on-demand), ‘transgenderism’ (depersonalization-on-demand), ‘reproductive freedom’ (abortion-on-demand) and ‘completed life’ (euthanasia-on-demand) - discourses that are straightforwardly demonic in any authentic Tradition.[25]

Leaving aside the natural interethnic (effectively ‘neo-tribal’) conflicts of contemporary ‘multicultural societies’ (conflicting bio-evolutionary strategies, interracial libido trajectories, post-colonial inferiority complexes), the prime trigger of the existential conflict between indigenous Westerners and non-Western immigrants is found in the increasingly diabolical life-world of Liberal-Normativist Western ‘society’. For every traditional Muslim from the Middle East, for every traditional Hindu from South Asia and for every traditional Christian from Africa the Liberal-Normativist ‘open society’ or the Postmodern West not only an abstract (theological) evil but also a lived (experiential) horror. Even if the armed terror of the islamicist jihad is (a tolerated) part of the offensive ‘divide and rule’ strategy of the hostile elite in form, in substance it can also be understood as a defensive mechanism against the blasphemous and dehumanizing experience of life under Liberal-Normativist rule. From a Traditionalist perspective, it could be said that for the Western peoples an Islamic Caliphate would, in fact, represent a (very relatively) ‘better’ alternative to the bestial dehumanization that will logically result from the ‘harrowing of hell’ of fully-implemented Liberal Normativism.

Thus, the greatest enemy of all the Western peoples - in fact, the common enemy of all peoples that still live according to authentic Traditions - is politically identified: totalitarian-nihilist Liberalism. Liberal Normativism is politically realized through Liberalism: the program of the hostile elite is shaped by Liberalism. In this regard, it is important to note the fact that, since the Second World War, Liberalism has gradually gained the status of ‘standard political discourse’. Liberalism has infiltrated, disfigured and transformed its political rivals, including Christian Democracy (the Dutch CDA and CU, which have joined the liberal governing coalition without the slightest compunction), Social Democracy (the Dutch PVDA and SP, which have been marginalized through decades of compromise) and Civil Nationalism (the Dutch PVV and FVD, which have failed to formulate a viable alternative vision of society). This process has advanced to point of eradicating any trace of authentic democratic-parliamentarian opposition in key areas such as economic and social policy. Steuckers views this process of ‘politicide’ as a function of Liberalism’s intrinsic power of ‘ideological sterilization’. Even outside of the core party cartels (in the Netherlands these are represented by standard ‘governing parties’ of VVD, D66, CDA, CU and PVDA) Liberalism has become a political habitus[26] - all other parties automatically (largely unintentionally) take on the role of ‘controlled opposition’. The result is ‘mainstream politics’ (in the Netherlands it is explicitly referred as the all-levelling ‘polder model’), now dominating the entire West since the 1980’s rise of ‘Neo-Liberalism’: the rise to power of Margaret Thatcher in Britain, Ronald Reagan in America and Ruud Lubbers in the Netherlands.

4. Liberalism as Politicide

A ‘democratically elected’ parliament can never be the place for authentic debate:

it is always the place where collectivist absolutism issues its decrees.

- Nicolás Gómez Dávila

The formation of Liberalist-led party cartels and Liberalist-guided consensus politics is largely due to the simple practice of parliamentarism: the parliamentary technique of the hyper-democratically dumbed-down and hyper-regulated unrealistic ‘debate’ reduces all ‘opinions’ and ‘viewpoints’ to their lowest common denominator, which is always found in grossly materialist and totally amoral Liberalism. The all-levelling debate replaces quality with quantity (‘democracy’), thought with feeling (‘humanism’), concrete justice with abstract governance (regulation, bureaucracy, protocol) and collective future planning with individual impulse gratification. ‘Purchasing power’ always outweighs generational legacy, ‘lifestyle’ always prevails over ecological sustainability and ‘relationship experiments’ always have priority over family life. Parliamentarism is nothing but the political and institutional reflection of the collectivist levelling sentiment that underpins bourgeois Liberalism: it represents the reductio ad absurdum of politics - politics as talk show entertainment.[L]’essence du parlementarisme, c’est le débat, la discussion et la publicité. Ce parlementarisme peut s’avérer valable dans les aréopages d’hommes rationnels et lucides, mais plus quand s’y affrontent des partis à idéologies rigides qui prétendent tous détenir la vérité ultime. Le débat n’est alors plus loyal, la finalité des protagonistes n’est plus de découvrir par la discussion, par la confrontation d’opinions et d’expériences diverses, un ‘bien commun’. C’est cela la crise du parlementarisme. La rationalité du système parlementaire est mise en échec par l’irrationalité fondamentale des parties. ‘[T]he essence of parliamentarism is found in debate, discussion and publicity. Such parliamentarism may prove itself an asset in an Aeropagus [assembly][27] of rational and clear-minded gentlemen, but this is no longer the case when rigidly ideological parties are confronting each other with claims of possessing the ultimate truth. The latter debate is no longer loyal: the aim of its participants is no longer the discovery of the ‘higher cause’ through a discussion and an exchange of opinions and experiences. Herein lies [the cause of] the crisis of [comtemporary] parliamentarism. The rationality of the [present] parliamentary system fails due to the fundamental irrationality of the parties.’ (p.18-9)

It is inevitable that this self-reinforcing crisis is increasingly fed by groups that were previously ‘invisible’ in the political landscape. The escalating process of political levelling is fed by the individual ambitions and resentments of the self-appointed ‘representatives’ of supposedly ‘discriminated’ groups. Seek and you shall find: there are always more ‘under-privileged’ groups (to be invented): young people, old people, women, immigrants, homosexuals, transgenders. Totalitarian nihilist Liberalism is the deepest (maximally ‘deconstructed’, maximally ‘desubstantivized’ political sediment - and sentiment - that results from this implosive process: it is the political ‘zero position’ that remains after the all-levelling ‘debate’, i.e. after the neutralization of all attempts at political idealism, political intelligence and political willpower.

Liberalism realizes the political (parliamentarist, partitocratic) dialectics of the Liberal-Normativist ideology. In Schmitt’ view, the dialectically vicious circle that results from this ideology can only be broken by a fundamental restoration of political authority. Steuckers states this as follows: Dans [cette idéologie], aucun ennemi n’existe : évoquer son éventuelle existence relève d’une mentalité paranoïaque ou obsidionale (assimilée à un ‘fascisme’ irréel et fantasmagorique) - ...il n’y a que des partenaires de discussion. Avec qui on organisera des débats, suite auxquels on trouvera immanquablement une solution. Mais si ce partenaire, toujours idéal, venait un jour à refuser tout débat, cessant du même coup d’être idéal. Le choc est alors inévitable. L’élite dominante, constituée de disciples conscients ou inconscients de [cette] idéologie naïve et puérile..., se retrouve sans réponse au défi, comme l’eurocratisme néoliberal ou social-libéral aujourd’hui face à l’[islamisme politique]... De telles élites n’ont plus leur place au-devant de la scène. Elles doivent être remplacées. ‘In [this ideology] a [real] enemy cannot be conceived of: even to suggest the possible existence of such an [enemy] is ‘proof’ of the paranoid or obsessive mentality (always associated with an unreal and imaginary ‘fascism’) - ...there are only ‘debating partners’. With [such partners] debates are organized and these debates always end in a solution. But if, one day, this partner - always thought of in abstract terms of rational perfection - would actually refuse the debate, then the ideal [‘discussion’ model] would immediately fail. An [existential] shock would be inevitable. The ruling elite, which is [entirely] made up of conscious and unconscious adherents to [this utterly] naive and infantile ideology..., would have no answer to this challenge - in the same manner that neoliberal and social-democrat eurocrats [have no answer] to [political islamism]... Such elites do not deserve a place on the [political] stage - they have to be replaced.’ (p.245)

5. Liberalism as Anti-Law and Anti-State

A Marxist system can be recognized by its protection of criminals

and its criminalization of opponents.

- Alexander Solzhenitsyn

Sometime during the aftermath of the Machtergreifung of the soixante-huitards the hostile elite has taken the strategic decision to replace the indigenous peoples of the West.[28] Its underlying logic is as clear as it is ruthless. The European peoples have proven to be historically incompatible with Modernity, as it is defined by Culture Nihilism: this is why they have to be mixed with and replaced by more malleable - less intellectual, less demanding, less self-conscious - slave peoples. The European peoples are demographically infertile under totalitarian dictatorship, they are economically unproductive in urban-hedonist stasis and they are politically unreliable in debt slavery.[29] But the ethnic replacement of the Western peoples is a project with considerable risks: even the most optimally calibrated Umvolkung recipe and the most carefully calculated dosage of its various ingredients (mass immigration, ethnically selective natalist policy, affirmative action, native economic deprivation) demand a political balancing act of unparalleled refinement. To achieve the political ‘point of no return’ (the demographically-democratically checkmate of the Western peoples) the hostile elite runs the risk that its amputation-transplantation operation will fail when the double psychological and spiritual anaesthesia fails, causing the patient to awake on the operating table. Until that point is reached, the expiry date of the hostile elite depends on two main anaesthetic medicines: (1) the hedonist-consumerist defined level of ‘wealth’ and ‘wellness’ and (2) the educative-journalistic manipulated politically correct consensus. If one of these two elements fall under a certain critical measure (a measure that is gradually revised downward), the danger of the patient awakening increases exponentially. Thus, a certain minimum remnant (constantly revised downward as well) of the welfare state, labour legislation, political pluriformity and freedom of opinion must be maintained until the process of ethnic replacement has been completed. The neoliberal-globalist ideals of entirely ‘open borders’, of an entirely amoral ‘open society’ and a total social-economic bellum omnium contra omnes can only be fully realized after the ethnic replacement project has reduced the native Western population to the status of ‘endangered species’, confined to marginal ‘reservations’. Until that time, the transition process creates a legal predicament for the hostile elite: it has to carefully manage the maximum speed with which Western state institutions and laws can be demolished and replaced with Liberal anti-state institutions and anti-laws. If this demolition and replacement take place too quickly, the Liberal anti-state risks an uncontrollable backlash: an early overdose of chaos and injustice in the public sphere risks a premature alienation and collective countermovement among the native Western populace.

The increasingly grotesque side-effects of the Liberal demolition of state institutions and legal safeguards are particularly problematic in case of those privileges that are the exclusive preserve of the ‘immigrants’ (‘affirmative action’, ‘preferential treatment’, ‘housing priorities’, ‘targeted subsidies’) and of those sanctions that are explicitly aimed at the natives (student loans, commercial credit and administrative fines for natives vs. scholarships, grants and prosecution dismissal for ‘immigrants’). The contrast between the bureaucratic hurdles, fiscal pressure, labour market congestion and housing shortages faced by the native population (particularly its unfortunates: the homeless, the infirm, the poor) and the red carpet treatment (free legal assistance, free shelter and free money followed by priority housing, start-up facilities and full access to social support) provided to foreign colonists (including masses of fraudsters, thieves and rapists) is becoming more grotesque every year. As the immigrant population explodes due to ‘managed migration’ (‘Marrakesh’),‘family reunification’ (‘human rights’) and ‘child allowances’ (‘legal equality’) - always at the expense by the native population - the hostile elite risks pushing the native population into electoral resistance (‘populist parties’) and civil disobedience (gilets jaunes) too soon and too far. The hostile elite is attempting to abolish the historical gains of 150 years of Western civilization - legal recourse, labour law, social security, educational opportunity, universal healthcare, administrative integrity, responsible governance - in the space of no more than two generations. Here, the generational divide (essentially the divide between baby-boomer and post-baby-boomer) is essential because it is vitally important to ‘clean’ the collective memory of the Western populace: to make sure that inconvenient concepts such as ‘educational standards’, ‘living wage’, ‘income security’, ‘old age insurance’ and ‘justice for all’ are eradicated as quickly as possible. The hostile elite is close to achieving this aim, even if it is not fully ‘in the clear’ yet.

The Liberal anti-state and anti-law of the hostile elite has already basically reduced its hardworking, conscientious and naive indigenous subjects to ‘milk cows’ and ‘slaughter cattle’ to be exploited on behalf of a rapidly increasing mass of ruthless, unproductive, fraudulent and criminal ‘immigrants’. The sickening burden of this colonizing immigration is particularly crushing for the most vulnerable indigenous groups: day labourers, small entrepreneurs, pensioners, the physically and mentally handicapped and single-parent families. The hostile elite is silencing their feeble protests against demographic inundation and social-economic marginalization with mind-twisting and utterly cynical one-liners such ‘multicultural enrichment’ and ‘humanitarian duty’, ‘market forces’ and ‘private responsibility’. In the Dutch context, their situation is best symbolized by a caricature picture that is now frequently becoming reality: the humble indigenous bicyclist who is stopped in the pouring rain by the traffic police to be fined for a defect light, when a few yards away an ‘immigrant’ drugs lord is speeding through the red light in his sports car on the way to launder his ill-gotten riches in the ‘convenient store’ of his family clan.

But worse is yet to come - and many are starting to experience this ‘in the flesh’. Worse is the experience of indigenous girls and women: with the clients of their ‘lover boys’[30] during their school years, with their ‘rapefugee’ stalkers during their college years and with their ‘#metoo’ affirmative action ‘bosses’ during their working lives. And the worst is hidden still: the murderous decolonization (Lari 1953, Algiers 1956, Stanleyville 1964, Kolwezi 1978, Air Rhodesia Flight 827 1979) and the postcolonial atavism (Macías Nguema in Equatorial Guinea 1968-79, Muammar Kaddafi in Libya 1969-2011, Idi Amin in Uganda 1971-79, Pol Pot in Cambodia 1976-79, Saddam Hussein in Iraq 1979-2003) of the Third World bode ill for the future of the remnant native population of the West once it is fully colonized by primitive Africans and resentful Asians. Perversion is already the becoming the standard modality of Western bureaucracies and judiciaries as the indigenous Western peoples are abandoned and left to face terrorism, criminality and persecution without effective recourse. They are left with a toothless police that is caught up in red tape, a matriarchal anti-judiciary that is protecting criminals against victims, a silent media cartel that is hiding the ‘colour of crime’[31] and a perverted political system that prioritizes ‘public perception’ over public responsibility. These collective experiences, however, are now fast accumulating into a critical mass that threatens the whole ethnic replacement: they are, in fact, creating space for an effective collective challenge to the hostile elite. The moral legitimacy of the native resistance is giving it the status of an ‘Authority in the Making’, empowering it to tear up the seemingly inescapable but wholly fraudulent ‘IOU from history’ that the hostile elite is foisting on the Western peoples. The traffic light of history is flashing yellow for Liberalism. The gilets jaunes have already shown the Liberal hostile elite the ‘yellow card of history’: it is now up to the Western peoples to write out its red card - and to transfer it from the political stage to the penalty box of history.

6. The Patriotic-Identitarian Resistance as Authority in the Making[32]

And that, knowing the time, that now it is high time to awake out of sleep:

for now is our salvation nearer than when we believed.

The night is far spent, the day is at hand:

let us therefore cast off the works of darkness,

and let us put on the armour of light.

- Romans 13:11-12

The basis of a successful campaign of Liberal Normativism as an ideological model and of Liberalism as a political force is the realization that both are the mortal enemies of Western civilization. For the Western peoples, the annihilation of Liberalism as a political force is an absolute precondition for a successful reconquista of state sovereignty and ethnic identity. In this case, the absolute right of survival coincides with the ethical imperative of resistance. This ethical imperative applies to all nations with ‘their back against the wall’, as formulated by Marek Edelman, the last leader of the Zydowska Organizacja Bojowa (‘Jewish Combat Organization’): We knew perfectly well that we had no chance of winning. We fought simply not to allow the Germans alone to pick the time and place of our deaths. We knew we were going to die.[33]

In this regard, the Western patriotic-identitarian movement would be well advised to take to heart what Steuckers has to say about the illusion of ‘dialogue’ with the hostile elite. Reasonability and dialogue end - have to end - when one is faced with an existential threat: ...l’ennemi n’est pas bon car il veut ma destruction totale, mon éradication de la surface de la Terre: au mal qu’il représente pour moi, je ne peux, en aucun cas et sous peine de périr, opposer des expressions juridiques ou morales procédant d’une anthropologie optimiste. Je dois être capable de riposter avec la même vigueur. La distinction ami/ennemi apporte donc clarté et honnêteté à tout discours sur le politique. ‘...the enemy simply cannot be good, because he seeks my total destruction [and] my eradication from the face of the Earth: I cannot, when faced with the [absolute] evil that he represents to me, apply the legal and moral prescriptions of [a misguided] anthropological optimism - if I do so, I will become extinct. I must be able to retaliate with equal vigour. Thus, the distinction between friend [and] enemy provides the political discourse with clarity and honesty.’ (p.51)

The hostile elite, which speaks through Liberal Normativism and which acts through Liberalism, has declared war on the Western peoples and on Western civilization: the Western peoples are simply left with no other choice than to fight for their lives and to appoint a newly-legitimate ‘authority in the making’. The weapons with which the Western patriotic-identitarian resistance can deal the intellectual deathblow to the hostile elite can be found in the arsenal of Carl Schmitt - Robert Steuckers’ Sur et autour provides the key to this arsenal. One of the weapons to be found there is Schmitt’s philosophical validation of the restoration of authentic Auctoritas.

7. Decisionism as State Theory

In Gefahr und grosser Noth

Bringt der Mittel-Weg den Tod

[In danger and distress

The middle way leads to death]

- Friedrich von Logau

The weakness of the hostile elite’s pseudo-philosophy of law is ruthlessly exposed in Steuckers’ analysis of Schmitt’s basic notions of the inevitably concrete and personal dimension of all authentic forms of legitimate law and power. The concrete and personal dimensions of law and power are best illustrated in its unavoidable incarnation in the person of the judge: the person of the judge bridges the gap between abstract and historically determined law (legal code, jurisprudence) and the concrete and contemporary reality (event, circumstance). La pratique quotidienne des palais de justice, pratique inévitable, incontournable, contredit l’idéal libéral-normativiste qui rêve que le droit, la norme, s’incarneront tous seuls, sans intermédiaire de chair et de sang. En imaginant, dans l’absolu, que l’on puisse faire l’économie de la personne du juge, on introduit une fiction dans le fonctionnement de la justice, fiction qui croit que sans la subjectivité inévitable du juge, on obtiendra un meilleur droit, plus juste, plus objectif, plus sûr. Mais c’est là une impossibilité pratique. ‘The daily, inevitable and undeniable practice of due legal process contradicts the Liberal-Normativist illusion that laws and norms can [somehow] be realized without a flesh-and-blood intermediary. By imagining an ‘absolute law’ that eliminates the person of the judge, it introduced a legal fiction: a fiction that proposes a better, more just and more objective law without the inevitable subjective [mediation of the] judge. But, [of course,] no such thing is possible in practice.’ (p.5-6) No legal verdict can be conceived of without the physical presence of a Vermittler, i.e. a man of flesh and blood who is - consciously or unconsciously - shaped by values and sentiments. Thus, no legal order can be conceived of without the imprint of the specific (historically and contextually experienced) charisma of the judge. In the Postmodern context, this charisma will tend to be of a collectivist-tainted, resentment-fed and downward-directed negative nature. Parce qu’il y a inévitablement une césure entre la norme et le cas concret, il faut l’intercession d’une personne qui soit une autorité. La loi [et] la norme ne peu[vent] pas s’incarner toute[s] seule[s]. ‘Because there will always be a gap between the [abstract] norm and the concrete [case], mediation by personalized authority is a necessity. [Thus,] the law [and] the norm can never incarnate themsel[ves].’ (p.6) The same concrete and personalized dimension apply with regard to political power: the entirely abstract, institutionalized and bureaucratized form of political power that is wished for, believed in and aimed at my Liberal Normativism is simply impossible. Thus, the inevitable and indispensable incarnation of political authority remains ...le démenti le plus flagrant à cet indécrottable espoir libéralo-progressisto-normativiste de voir advenir un droit, une norme, une loi, une constitution, dans le réel, par la seule force de sa qualité juridique, philosophique, idéelle, etc. ‘...the most definitive argument against the incorrigible liberal-progressivist-normativist hope that it will be possible, one day, to achieve a real-world law, norm [and] order that is solely based on judicial, philosophical and idealist quality.’ (p.6)

Under the aegis of totalitarian Liberal Normativism, however, Postmodern West politics has no longer any space for rational debate and superior argumentation: only ‘might is right’. L’idéologie républicaine ou bourgeoise a voulu dépersonnaliser les mécanismes de la politique. La norme a avancé, au détriment de l‘incarnation du pouvoir. ‘The republican and bourgeois ideology is aimed at the depersonalization of the mechanics of politics. It favours normative power at the expense of personalized power.’ (p.4) The contemporary power of Liberal Normativism is psychosocially anchored in an anti-rational matriarchal conditioning that abolishes all personalized forms of authentic authority in a hyper-collectivist règne de la quantité.[34] Dramatic illustrations of this increasingly oppressive matriarchal reality can be found in the Western European ‘ground zero’ of Postmodernity: in the ex-nation states of ‘Anti-Frankrijk’ en ‘Anti-Germany’ the policies of anti-tradition, anti-nationalism and anti-masculine are now metastasizing into openly sadomasochistic projects of self-mutilating and suicidal Umvolkung à l’outrance. In this context, every form of collectivist resistance (parliamentary ‘opposition’ and extra-parliamentary ‘activism’) against the idiocratic and absurdist excesses of Liberal Normativism is doomed to failure because it will limit itself to pragmatic ‘symptom management’. By limiting themselves to the matriarchal-collectivist (doubly politically-institutional and psycho-social) ‘frame’ of Liberal Normativism, such parliamentary opposition (the AfD in Germany, the FvD in the Netherlands) and such extra-parliamentary activism (the Reichbürger movement in Germany, the gilets jaunes movement in France[35]) are effectively reduced to ‘lightning conductors’. There exists only one true remedy for the matriarchal-collectivist ‘anti-authority’ of Liberal Normativism: patriarchal-personalized authority as defined in Traditionalist Decisionism.

The Decisionist approach to law and politics is always concrete, and therefore also physical and personal. In legal-philosophical terms, it is primarily concerned with the physical protection of the concrete (geographically and biologically bounded) realities of state and ethnicity. In Decisionism, earthly realities always take priority over abstract norms: ist erdhaft und auf Erde bezogen [the law is earth-bound and refers to earthly reality]. In metapolitical terms, it proceeds from the recognized necessity of personalized authority in order to meet physical calamities as well as overdoses of ‘normative’ power. It sanctions personalized authority for the effective management of existential threats against the state and the people: Ausnahmezustand, ‘state of emergency’, Ernstfall, ‘case of emergency’, Grenzfall, ‘borderline case’. This highest command authority is based on the (temporary) suspension (in fact: correction) of (normative) law through its (temporary) personification: this emergency measure is applied whenever the legal order, the power of the state or the survival of the nation are undermined or shaken. ...[E]n cas de normalité, [cet] autorité peut ne pas jouer, mais en cas d’exception, elle doit décider d’agir, de sévir ou de légiférer. ‘...[U]nder normal circumstances, th[is] authority stands outside daily life, but in case of emergency it is obliged to act, to rule and to legislate [directly].’ (p.4) This ‘emergency power’ kicks in case of existential threats from without (natural disaster, enemy invasion) and from within (rebellion, treason). In Traditional societies, this personalized authority is permanently (institutionally) available in the ‘reserve functionality’ of sacred office. In pre-modern Western societies, this reserve functionality is institutionally represented in the Monarchy, regulated either through election or succession. The sacred nature of the highest command authority is derived from the transcendental (and therefore anagogical) concept of state and nation that prevailed in all pre-modern societies. Carl Schmitt’s philosophy of law - inspired by the Traditionalist-Catholic state theory of Donoso Cortés[36] - retains this sacred element in its transcendental definition of a holistically conceived unity of state, nation and society. This unit, as qualified through the ancient notions of Unitas Ordinis, ‘Unified Order’, Societas Civiles, ‘Civil Society’ and Corpus Mysticum, ‘Mystical Body’, is taken to represent a creation that is naturally organic as well as divinely ordained - as such it can never be wholly encompassed by any political institution. The man that fate has called upon to defend the life of this mysterious ‘creature’ is held to be imbued with a sacred vocation of the highest order.

Thus, from a Traditionalist perspective, the state-nation-society agglomerate constitutes a living organism and a historical community with a mystical destiny that constitutes a political a priori: politics should be shaped around its needs and interests and politics serves it. ...[L]e peuple... n’est pas chose formée (par une volonté humaine et arbitraire) mais fait empirique et n’est jamais ‘formable’ complètement; il restera toujours de lui un résidu rétif à tout formatage, un reste qui échappera à la volonté de contrôle des instances dérivées de certaines ‘Lumières’... [L]a souveraineté populaire ne peut être entièrement représentée (par des députés) car alors une part plus ou moins importante de sa présence concrète est houspillée hors des institutions de représentation, lesquelles ne représent[e]nt plus que les intérêts ou des réalités fragmentaires. ‘...[T]he people... is not a ‘construct’ (to be made and unmade according to human will), but rather an empirical given fact that can never be entirely ‘malleable’ [in a political sense]: it always retains an indivisible residue that resists [all attempts at] ‘construction’ - a residue that remains intangible in terms of the kind of institutional control that derives from ‘Enlightenment’ [thought]... [N]ational sovereignty [and electoral mandates] can never be entirely representative through ‘representation’, because a [certain] - larger or smaller - part of the concrete presence [of the nation] will always be excluded from institutional representation, [because such a representation] will be inevitably focussed on fragmentary interest and realities.’ (p.33) The Traditionalist definition of the state-nation-society agglomerate is found in the vision of ... la ‘nation unie’, non mutilée par des dissensions partisanes, donc une nation tournant ses forces vives vers l’extérieur, et non pas vers sa seule sphère interne en y semant la discorde et en y désignant des ennemis, provoquant à terme rapide l’inéluctable implosion du tout. La Nation comme l’Eglise doit être un coïncidentia oppositorum : elle doit faire coïncider et s’harmoniser toutes les forces et différences qui l’irriguent, en évitant les modi operandi politiciens qui sèment les dissensus et ruinent la continuité étatique... ‘...the ‘unified nation’, undivided by partisan strife - a nation that directs its vital force outwards, and not merely inwards, where [that force] will create frictions and factions, results in inevitable and early total implosion. As in the case of the Church, the Nation is called upon to constitute a coïncidentia oppositorum: it must focus all [its] powers and harmonize the differences that feed its growth. It must avoid all politicized modi operandi - [factional divides and party-political narrow-mindedness] - that would cause [societal] friction and that would endanger the continuity of its state [sovereignty]...’ (p.38)

From this follows the double theological and legal imperative of a trans-democratic and trans-secular state authority which is simultaneously open in a downward (earthly) and upward (heavenly) direction and which guarantees the historical continuity of the nation(s) that it represents. A built-in permanent Decisionist ‘reserve option’ - a (temporal) ‘dictatorial’ command structure to deal with the Ernstfall - is an indispensable part of this state authority. Within the Traditionalist philosophy of law of the Christian world this reserve option is always ‘framed’ - and limited - by the higher transcendental principle of Caritas, which is explicitly expressed in the key principles of Catholic politics: Community, Solidarity and Subsidiarity. Caritas: the ‘anthropologically pessimistic’ Christian ethical imperative and pious practice of magnanimity with all creatures that need protection and assistance. First and foremost these are those people that are vulnerable, incapacitated or weak-minded - children, women, the poor, the sick, the handicapped and the dying. But these are also the animals and plants that cannot speak up for themselves and that are subject to man’s dominion. Noblesse oblige. In the Traditionalist philosophy of law of the Christian world the Monarchy was the highest natural and legitimate carrier of Decisionistically defined Auctoritas: ...les familles royales, qui incarnent charnellement les Etats dans l’Ancien régime, offrent de successions de monarques, différents sur le plan du caractère et de la formation, permettant une plus grande souplesse que les régimes normatifs et normateurs. Elles permettent la continuité dans l’adaptation et le changement, apportés par les héritiers de la lignée. En ce sens, les monarchies constituent des contrepoids contre le déploiement purement technique de la raison normative, qui fait basculer les Etats dans l’abstraction et apportent, in fine, la dictature. ‘...royal families - which are made to literally embody the state during the [Absolutist] ancien régime - offer a [continuous] succession of [ever new generations of] monarchs differ in character, upbringing and education: they offer a [‘built-in’ and] much greater flexibility than ‘normative’,... [democratically liberal] regimes. In this sense, monarchies offer a counterbalance against the purely ‘technocratic’ rule of normative ‘reason’ that reduces states to legal abstractions and, eventually, to [normative] dictatorships.’ (p.36) In a Monarchy the principle of Subsidiarity postulates an additional and derivative role for other ‘privileged’ institutions as well: the Clergy and the Nobility are called upon to carry many responsibilities - they are burdened with a secondary Decisionist Pflicht zur Tat, or ‘obligation to act’. All of these Traditional institutions were assumed to take on a number of natural and legitimate obligations on the basis of an existential quality that is simply unimaginable under the aegis of Liberal-Normativist modernity - a quality that can best be grasped in a number of concepts of more ‘aristocratically minded’ languages: solemnidad, ‘solemnity’, gravedad, ‘gravity’, Haltung, ‘composure’, Würde, ‘dignity’. In this regard, Steuckers points to the ‘Roman Form’ that is essential to this existential orientation - an orientation that was largely eliminated from the originally Roman-Catholic Church during the 20th Century aggiornamento that is now associated with Second Vatican Council (1962-65).[37] This Roman Form views ...l’homme... comme un être combattant, un être sans cesse préoccupé de limiter le chaos naturel des choses, de donner forme au réel, de maintenir les continuités constructives léguées par l’histoire... ‘man... as a warrior creature, a creature that is waging an incessant struggle against the chaotic state of the natural [world and that is called upon] to give structure to the reality [around himself and] to maintain the constructive continuities that he has inherited from history...’ (p.41)

This Roman Form is deconstructed in the utterly false ‘anthropological optimism’ of Liberal Normativism, which sets ‘self-made’ - cosmologically ‘autonomous’, sinless ‘free’, morally ‘self-determining’ - ‘modern man’ aside from Divine Creation, the Divine Order and Divine Providence. Liberal Normativism does not offer - cannot offer - any alternative for the Roman Form that it has ‘deconstructed’: Liberal Normativism is an exclusively negative ideology that can only thrive on denial, deconstruction and destruction. In political terms, it represents the abdication of Fortitudo, ‘fortitude’, and its replacement with administrative chaos and legal impunity. In economic terms, it represents the abdication of Temperantia, ‘self-restraint’, and its replacement with greedy materialism and unbridled consumerism. In social terms, it represents the abdication of Castitas, ‘chastity’, and its replacement with public feminization and private immorality. In psychological terms, it represents the abdication of Humilitas, ‘humility’, and its replacement with megalomania and narcissism. Thus, in the sense of Carl Schmitt’s politische Theologie, Liberal-Normativism can be interpreted as the political application of theological antinomianism.

8. The Antinomianist Project of the Hostile Elite

errare humanum est, perservare est diabolicum

[to err is human, to persist is diabolic]

Liberal-Normativism is entirely incompatible with any form of positive (eudaemonic, anagogic) - let alone Traditionalist (holistic, Decisionistic) - philosophy of law or concept of state. Its antinomianism - its pretence to be exempt from Divine Order and the Divine Law - places it outside and under and transcendentally inspired form of philosophy and statecraft. In the words of Robert Steuckers: Le normativisme se place en dehors de tout continuum historique puisque la norme, une fois instaurée, est jugée tout à la fois comme un aboutissement final et comme indépassable et, en théorie, le normativisme exclut toute dérogation au fonctionnement posé une fois pour toutes comme ‘normal’, même en cas d’extrême danger pour les choses publiques. ‘Normativism places itself outside all forms of historical continuity because, as soon as it is installed, its norm achieves the status of necessary and unsurpassable finality. Strictly speaking, normativism excludes any kind of exemption from the once-and-for-always established ‘normal’ functionality [of state power], even if the greater good is threatened in an unprecedented manner.’ (p.35) The epistemological and ontological ‘steel cage’ of Liberal Normativism closes with mathematical precision - in its doctrinal perfection, it wholly excludes all corrective possibilities. In this regard, Steuckers designates the legalism of Liberal Normativism as the ultimate arcanum of Western Postmodernity. This pharisaic legalism guarantees the (mentally preventive) ‘deconstruction’ of all authentic visions of a societas perfecta. It literally rules out the Decisionist (pragmatic, flexible, temporary) Auctoritas that is built into every Traditionalist concept of state power and philosophy of law.

In the chapter La décision dans l’oeuvre de Carl Schmitt, ‘The Decision in the Work of Carl Schmitt’, Steuckers provides a precise analysis of Schmitt’s intellectual Werdegang. He points to the remarkable parallelism between Schmitt’s intellectual development and the 20th Century development of the Liberal-Normativist epistemological-ontological ‘steel cage’. The three phases that Steuckers distinguishes in Schmitt’s work and life can be interpreted as three phases in the development of the antinomian project of the hostile elite, i.e. three phases in the construction of the Liberal-Normativist totalitarian dictatorship that is nearing completion under the aegis of Western Postmodernity. Steuckers names each of these three phases after the historical function of the ‘decision-maker’ - the symbolic personification of highest command power - during the phase in question. In the framework of this essay, which aims at a ‘short anatomy of the ideology of the hostile elite’, it is useful to briefly review each of these three ‘decision makers’ according to an improvised - artificial but investigative - ‘timetable’.

(1) The phase of the Beschleuniger, the ‘Accelerator’, which covers the forty years between two symbolically important years in Western history, viz. 1905, marking the first military-political victory of a non-Western over a Western great power (the Russo-Japanese War) and the ‘constitutionalization’ of the last Traditional Western autocracy (First Russian Revolution), and 1945, marking the final military-political victory by late-modern trans-nationalism (Grossraum, American and Soviet superpower) over the classic-modern nation-state (Lebensraum, Axis powers).[38] This phase is characterized by an ‘engineering ideology’ that allows for a technical acceleration of power, in the sense of a chronological break-through as well as a spatial break-out. Here, ‘1905’ expresses a double breaking-point in terms of significant power expansions in technique (submarine exploration, aviation, ether communication, spectrum analysis) as well as cognition (Einstein’s annus mirabilis, the Weber Thesis, de Saussure’s semiotics, Durkheim’s social fact-finding). The technical suppression of the classic-modern nation-state during this phase starts with an acceleration of sea power (1905 marks the launch of the Dreadnought and the start of the Naval Arms Race) and ends with a break-out into literally supra-terrestrial power: the launch of V-2 Wunderwaffe number MW18014 on 20 June 1944 marks the start of the Space Age and the ‘Trinity Test’ of 16 July 1945 marks the start of the Nuclear Age. It is ironic that the pursuit of revolutionary and transformative forms of power was most explicitly incorporated in the ideologies of the geopolitical losers of 20th Century, viz. in Italian Futurism and in German Technical Idealism.[39] In this regard, Steuckers points to the fact that Schmitt’s legal-philosophical analysis of the economically and technologically motivated Beschleuniger can only be properly understood as an expression of the new ‘titanic’ ontology that is incarnated in German Technical Idealism, i.e. the same ‘spectral’ spirituality that inspires technocrats of the Third Reich such as Albert Speer and Wernher von Braun. The German Technical-Idealist aim of transformative Beschleunigung also characterized the parallel philosophical explorations of Martin Heidegger.[40] Here it should be noted that the search for a way out of the dead-end of Western Postmodernity would benefit from a systematic revaluation of the ideal content of German Technical Idealism - such a revaluation would be much more interesting than the endless ruminations over its ideological weight. A revaluation of German Technical Idealism can proceed from its emphasis on a productive (qualitatively measured) rather than a commercial (quantitatively measured) economy and on an explorative rather than a utilitarian science.

(2) The phase of the Aufhalter, the ‘Inhibitor’, which covers the forty years between the Götterdämmerung of German Technical Idealism and the Promethium Sky over Hiroshima[41] from 1945 till 1985. 1985 is not only the year of Carl Schmitt’s death; it is also symbolically significant as the year after George Orwell’s 1984 and as ‘point of no return’ in anthropogenic global warming - it marks the point at which the Postmodern ‘fall into the future’[42] becomes inevitable and at which all ‘inhibitions’ fail. This phase is characterized by a protracted ‘delaying action’ of the (political, social, cultural) traditional institutions of Western civilization against the rising tide of (doubly technical-industrial and psycho-social mobilized) proto-globalism that starts to flood the Western heartland in 1945. During this phase, these traditional institutions (Monarchy, Church, Nobility, Academy) are gradually pushed back in their role as Katechon. As Aufhalter the Katechon represents the ‘shield of civilization’ that surrounds any Traditional society.[43] Le katechon est le dernier pilier d’une société en perdition; il arrête le chaos, en maintient les vecteurs la tête sous l’eau. ‘The katechon is the last pillar of a society in dissolution: it holds back the [forces of] chaos by holding [its] vectors below the surface.’ (p.10) During this phase, the roots of authentic philosophy of law are gradually cut away: its Ortungen (as expressed in Schmitt’s adage Das Recht ist erdhaft und auf die Erde bezogen, ‘the law derives from the Earth and refers back to the earthly realm’) are abolished in a global process of de-naturalization, de-territorialization and de-location. During this phase, the Katechon institutions are no longer able to stop the literally all-mobilizing but teleologically negative process of globalization - they mere retain a residual function as a temporary inhibitor.[44] The political reflection of this cultural-historical process is found in the deliberate globalist demolition of the nation-state: states and ethnicities are stripped of their sovereign rights and authentic identities. The geopolitical force field is increasingly dominated by an all-mobilizing, all-liquefying and border-less thalassocracy: the all-monetarizing ‘sea power’ that gradually expands outwards from its Atlantic-Anglo-Saxon heartland through tides of money and commerce.[45] Globalist fata morgana’s such as ‘universal human rights’, ‘international law’, ‘free market mechanisms’ and ‘open borders’ are raised to the status of ‘norm’ in the political arena. L’horreur moderne, dans cette perspective généalogique du droit, c’est l’abolition de tous les loci, les lieux, les enracinements, les im-brications. Ces dé-localisations, ces Ent-Ortungen, sont dues aux accélérations favorisées par les régimes du XXe siècle, quelle que soit par ailleurs l’idéologie dont ils se réclamaient. ‘The modern horror that finds expression in this genealogy of law is the eradication of all loci - all placements, all roots [and] all enclosures. These ‘displacements’, these Ent-Ortungen, result from the accelerations that are favoured by all 20th Century regimes, irrespective of the [formal] ideological [discourses] that they claim to represent.’ (p.10)

(3) The phase of the Normalisateur, the ‘Normalizer’, approximately coincides with the Postmodern Era. During this phase, the structural inversion of the traditional institutions and values of Western civilization is basically completed. The political-institution and legal-philosophical role of the Katechon, which was previously determined by the positive (anagogic) trajectory of Western civilization is now reversed and replaced by that of the ‘Normalizer’, i.e. by the political-institutional and legal-philosophical ‘anti-christ’ in pursuit of the negative (katagogic) norm of globalist Postmodernity. This is the phase of fully-fledged Liberal Normativism. Steuckers points to the ‘Weimar Standard’ as the ‘factory setting’ of Liberal Normativism: this standard provides, as it were, the ‘sacred’ reference point and the ideal form of secular-bourgeois Liberalism. The thalassocratic ‘New World Order’, enforced by the ‘letter institutions’ (UN, IMF, WEF, EU, NATO), implements this ‘Weimar Standard’ on a global scale, hijacking the technical (digital, virtual) innovations that are now directly linking ‘borderless’ products and services to ‘borderless’ demands and emotions (world wide web, social media, virtual reality). Instability becomes the standard modality in all spheres of life. In the political sphere, ‘open borders’ prevail. In the social sphere, ‘open relations’ prevail. In the psychological sphere, ‘open access’ prevails: relations are reduced to ‘role-playing’, interactions are reduced to narcissist ‘ego communication’ and intimacies are reduced to the ‘pornosphere’. In the cultural sphere, ‘open sources’ prevail: knowledge is reduced to ‘resource management’ and publicity is reduced to ‘(b)log activity’ - Schmitt uses the term Logbücher. The spiritual ‘melt-down’ of Western civilization during this nearly literal new ‘Age of Aquarius’ is a fact. Against this background the role of the ‘Normalizer’ becomes clear. La fluidité de la société actuelle... est devenue une normalité, qui entend conserver ce jeu de dé-normalisation et de re-normalisation en dehors du principe politique et de toute dynamique de territorialisation. Le normalisateur, troisième figure du décideur chez Schmitt, est celui qui doit empêcher que la crise conduirait à un retour du politique, à une re-territorialisation de trop longue durée ou définitive. La normalisateur est donc celui qui prévoit et prévient la crise. ‘The fluidity of society... has [now] become ‘norm’: the [dialectic] process of de-normalization and re-normalization is permanently put beyond the grasp of political power and territoriality. The normalizer, the third avatar of the ‘decision-maker’ in Schmitt[’s work], is appointed to manage all crises in such a way as to prevent any definitive or prolonged return to the [exercise of] political power or re-territorialization. Thus, the normalizer is the one that foresees and prevents such crises.’ (p.14) Effectively, the ‘Normalizer’ is charged with the permanent maintenance of the Liberal-Normativist anti-order: he must prevent the widespread recognition of the Ernstfall and the resulting declaration of a state of emergency. In religious terms, this would be the classical function of the ‘anti-christ’. This ‘Normalizer’ is now incarnated in the hostile elite of the Postmodern West. The functionality of the hostile elite as ‘Normalizer’ explains the extreme forms of its antinomian project: institutional oikophobia, rabid demophobia, politically correct totalitarianism, Orwellian censorship, matriarchal ‘anti-law’, idiocratic anti-education, social deconstruction and ethnic replacement.

9. The Decisionist Alternative

In the beginning of a change the patriot is a scarce man,

and brave, and hated and scorned.

When his cause succeeds, the timid join him,

for then it costs nothing to be a patriot.

- Mark Twain

An answer to the question of whether or not the fast-growing patriotic-identitarian movement in the heavily battered nation-states of the West is able to politically destroy the globalist New World Order in its old heartland will depend on its meta-political - philosophical, ideological - ability to break out of the ‘frame’ of Postmodernity, which was here identified as the ‘steel cage’ of Liberal-Normativism. Within the limited framework of this essay, extensive consideration of this problem is impossible - all that can be done here is to indicate the approximate direction in which this ability must be sought.

Martin Heidegger already pointed to the profound psycho-social conditioning that follows from the ontological quality of Western Modernity. Liberal Normativism can be defined as the psycho-social reflection of this ontological quality, which Heidegger exposes as embodied in the Modern-Western Gestell, or ‘technical frame’. Jason Jorjani has pointed to the necessity of an explicit re-orientation on the Techne as an autonomous and self-creative force field that determines this Gestell: only a brand-new technical-idealist ‘re-thinking’ of this Techne will provide control over the Gestell. Jorjani has started this process of re-thinking: his Archaeo-Futurist approach encapsulates this Techne and is thus able to break through the epistemological ceiling of historical-materialism. Jorjani’s break-out from historical-materialist discursive dialectics has delivered a fatal blow to the Liberal-Normativist ideology that is based upon these dialectics - but only if and when that break-out is followed up by a ruthless exploitation of its final (political, economic, social, cultural) consequences. In terms of this exploitation, Carl Schmitt’s philosophy of law is highly relevant, because it offers a possibility of an Archaeo-Futurist deconstruction of Liberal Normativism in its political and legal guises. It provides a ‘crowbar’ with which to wrench open the political-legal ‘steel cage’ of the Liberal-Normativist anti-state and anti-law. This crowbar is found in Decisionism, as sanctioned by Carl Schmitt’s philosophy of law. Carl Schmitt breaks down the (abstract, deconstructive) discursive dialectics of Liberal Normativism by the (concrete, constructive) Realdialektik of Decisionism. Decisionism recovers the habitus of Ordnungsdenken and it restores the authentic (flexible, pragmatic) counter-norm of the Obrigkeitsstaat. Decisionism offers the patriotic-identitarian movement an Archaeo-Futuristically valid deconstruction of Liberal Normativism.

Steuckers’ reconstruction of Schmitt’s philosophy of law provides the building blocks of a new, Archaeo-Futuristically framed Decisionism as a remedy for Liberal Normativism. An Archaeo-Futuristically determined Decisionism will have to take its cue from the institutional and legal-philosophical Western Tradition: Tout avenir doit être tributaire du passé, être dans sa continuité, participer d’une perpétuation, faute de quoi il ne serait qu’une sinistre farce, un projet éradicateur et, par là même, criminel. ‘Every [vision of the] future must recognize itself as heir of the past and as [carrier of historical] continuity: otherwise, it will be nothing more than a sinister farce, a project of destruction and, therefore, a criminal [enterprise].’ (p.60-1) At the same time, it is important to build in an important caveat: Steuckers points to the need for a pragmatic application of Decisionism, befitting the contemporary reality: ...il y a... deux dangers à éviter, celui de caricaturer la tradition, [comme] éloigné[e] de tout véritable souci du...’ politique politique’, et celui de l’abandonner au profit de maigres schémas normativistes. ‘... two dangers must be avoided: [first,] a caricature of tradition, divorced from an effective concern for... a [always pragmatic] ‘political politics’, and, [second,] an abandonment of tradition in favour of substance-less normativist schemes.’ (p.63) Accordingly, there can be no neo-reactionary return to anachronistic forms of Decisionism: ...les régimes pré-libéraux... étaient plus stables sur le long terme, [m]ais... on ne pourra pas les restaurer sans d’effroyables bains de sang, sans une sorte d’apocalypse. [On] doit dès lors éviter l’enfer sur terre et œuvrer au maintien des stabilités politiques réellement existantes. ‘...the pre-liberal forms of government [that ruled the pre-modern world]... were more stable in the long term, [b]ut... they cannot be restored without a horrific bloodbath [and] a kind of apocalypse. [It] is imperative to avoid hell on earth and to work within the framework of such political stability as can still be found.’ (p.31) Thus, modern Decisionism should avoid anachronistic purism: it should seek organic development.

Key elements of such an organic development can be found in Steuckers’ reconstruction of the historical trajectory of Western Decisionism. Partially secularized, but still transcendentally-inspired aspects of a Decisionism that serves the ‘greater good’ can be found in a series of chronologically sequential but organically related notions that are scattered throughout the history of the Western philosophy of law. These include: the Corpus Mysticum of Francisco Suárez (1548-1617), the volonté générale of Jean-Jacques Rousseau (1712-78), the élan vital of Henri Bergson[46] (1859-1941), the omul nou of Corneliu Codreanu (1899-1938) and the Reichstheologie of Erich Przywara (1889-1972). These notion transcend all 19th and 20th Century ‘isms’: the transcend fascism (which tends to wrongly view the state as an aim instead of a means), nationalism (which tends to wrongly ascribe an active instead of a passive role to the nation) and parliamentarism (which tends to wrongly prioritize procedures over problem-solving). Thus, there exists an uninterrupted (semi-)Traditionalist continuity that develops alongside - and in constant opposition to - the gradual modernist devolution that has now resulted in the Liberal Normativist New World Order, realized through the (trans-national and informal) potestas indirecta of the hostile elite. This alternative Decisionist continuity offers a guideline for an Archaeo-Futurist deconstruction of Liberal Normativism: it offers an exit from the total Staatsdämmerung of neo-Liberalism and the permanent Ersatz-Revolution of cultural-marxism.

In the peripheral areas of the West, the first signs of a proto-Archaeo-Futurist reaction to Liberal Normativism are already becoming visible: these are the ‘Enlightened Decisionisms’ of Vladimir Putin, Viktor Orbán and Recep Erdogan, very accurate defined as ‘illiberal’ by the Liberal-Normativist propaganda machine. The Western hostile elite is now scrambling to prevent the spread of this Decisionist reactive movement into the Western heartland, a spread that can already be discerned in phenomena such as ‘Brexit’, ‘Trump’ and ‘M5S’. The hostile elite is opting for a Flucht nach vorn, a ‘flight forward’, by an accelerating of its core strategies: the introduction of totalitarian matriarchy (anti-white ‘multiculturalism’, anti-male ‘transgenderism’, anti-intellectual ‘political correctness’), the fostering of social implosion (‘no-fault divorce’, ‘birth control’, ‘sexual revolution’) and the enforcement of ethnic replacement (‘refugee quotas’, ‘migration pacts’, ‘high-skill migration’).

The success of the Western patriotic-identitarian movement in its struggle with the hostile elite depends not only on an intellectual re-armament through the re-instatement of a Decisionist (meta-)political discourse, but also on the inner re-enactment of a deeper Wehr- und Waffen-Instinkt, or ‘defence and armament instinct’.[47] In this regard, Steuckers emphasizes the importance of traditional Western ethics of the crusader, i.e. the double monastic and knightly archetype of the ‘military Katechon’. There is a direct psycho-historical relation between the Crisis of the Modern West and the abolition of the Western monastic and knightly traditions. Steuckers points to the crucial role of crusader ideal in Western history, which tends to recur in highly stylized forms in heroic figures such as Johann Tserclaes Count von Tilly, commander of the Catholic League from 1610 till 1632, Prince Eugene of Savoy, victorious over the French hereditary enemy at Blenheim (1704) and Oudenaerde (1708) and over the Turkish archenemy at Zenta (1697) and Belgrade (1717). The capacity of the Western patriotic-identitarian movement to mount a credible Decisionist challenge against the Liberal-Normativist hostile elite will also depend on a re-enactment of the Western Wehr- und Waffen-Instinkt. This means the capacity to wage war in all spheres: physical, psychological, intellectual and spiritual. The ‘training’ required to reach a sufficient level of ‘fitness’ will have to start with a therapeutic confrontation with the psycho-historical traumas of the West. Session One: a positive inner re-enactment of the existential attitude that is expressed in - obviously German and Prussian - ‘taboo words’ such as Beharrung, ‘persistence’, Kleinkrieg, ‘guerrilla’, Zermürbung, ‘attrition’, totaler Widerstand, ‘total resistance’, totaler Krieg, ‘total war’. Session Two: a transformative projection of this re-enactment into brand-new ‘catch phrases’ that call for peaceful but effective civic resistance: ‘Take the Hit’ (Jared Taylor) and ‘Great White Strike’ (Frodi Midjord). Session Three: the development of an unwavering commitment through a permanent confrontation with the enemy: inward in what the Islamic Tradition terms al-jihad al-akbar, or ‘Greater Holy War’, and outward in what the Augustinian Tradition terms the bellum justum, or ‘Just War’. The discipline and courage that will result from these exercises will bring the hostile elite to its knees soon enough: the hostile elite maybe malicious - it is also cowardly.

Noch sitzt ihr da oben, ihr feigen Gestalten.

Vom Feinde bezahlt, dem Volke zum Spott.

Doch einst wird wieder Gerechtigkeit walten, dann richtet das Volk.

Dann genade Euch Gott!

[Still you are on top, you cowardly figures,

paid by our enemy, ridiculed by our people.

But one day righteousness will prevail - on you will be judged by our people.

On that day, may God be with you!]

- Theodor Körner

 

10. The Eurasianist Dimension

à tous les coeurs bien-nés que la patrie est chère

[to all well-born hearts the fatherland is dear]

The struggle against the globalist hostile elite, which is thinking and operating on a planetary scale, demands more than a patriotic-identitarian intervention at the national level within each Western nation-state: it also demands a certain degree of geopolitical coordination at an international level. In this regard, Steuckers’ brilliant ‘update’ of Schmitt’s Land und Meer analysis[48] is highly relevant. Steuckers points to the fact that the approaching apogee globalism - effectively the apogee of Atlanticist-Anglo-Saxon thalassocracy analyzed by Schmitt - is characterized by ‘pyro-politics’, i.e. a compulsive resort to globalist ‘arson’ in all parts of the world that are not directly accessible to sea power-based globalism. Les forces hydropolitique cherchent à détruire par tous les moyens possibles cette terre qui ne cesse de résister. Pour parvenir à cette fin, l’hydropolitique cherchera à provoquer des explosions sur les lambeaux de continent toujours résistants ou même simplement survivants. L’hydropolitique thalassocratique va alors chercher à mobiliser à son profit l’élément Feu comme allié, un Feu qu’elle ne va pas manier directement mais confier à des forces mercenaires, recrutées secrètement dans des pays ou des zones urbaines en déréliction, disposant d’une jeunesse masculine surabondante et sans emplois utiles. Ces forces mercenaires seront en charge des sales boulots de destruction pure, de destruction de tout ce qui ne s’était pas encore laissé submerger. ‘The hydro-political powers are pursuing the destruction of all land[power] that persists in resisting [globalist thalassocracy] with all means at their disposal. To achieve that aim, hydro-politics is seeking to provoke explosions in all remnants of continent[al power] that continue to exist, or simply continue to survive. To this end, thalassocratic hydro-politics is attempting to mobilize the Fire element as an ally - an [element] that it cannot apply directly, but which it entrusts to those mercenary forces that it secretly recruits from the unemployed surplus male youth [found] in [backward] countries and derelict suburbs. These mercenary forces are committed to the ‘dirty work’ of wanton destruction - [to] the destruction of everything that has not yet allowed itself to be submerged [by globalism].’ (p.241)

Thus, Steuckers explains a number of contemporary geopolitical patterns, such as the waves of ‘humanitarian interventions’ (Somalia 1992, Kosovo 1999, Libya 2011), ‘proxy wars’ (Chechenia from 1994, Sinkiang from 2007, Syria from 2011) and ethnic émeutes, or ‘city riots’ (Los Angeles 1992, Paris 2005, London 2011). Other phenomena that can be explained through the prism of Steuckers’ pyro-politics are the hostile elite’s deliberate creation of ‘colour revolution’, ‘separatism movements’ and ‘failed states’. The writer of this essay proposes to extend this pyro-political analysis to even greater contemporary patterns. Thus, anthropogenic climate change (‘fired up’ through global-scale hyper-consumerism and industrial ‘outsourcing’ to the Third World), global overpopulation (‘fired up’ through ‘development aid’ to the Third World) and intercontinental migration (‘fired up’ through ‘refugee resettlement’ and ‘humanitarian assistance’) can be understood as calculated experiments in globalist pyro-politics. ...[L]a stratégie thalassocratique de mettre le Feu à des régions entières du globe en incitant à des révoltes, en ranimant des haines religieuses ou des conflits tribaux n’est certes pas nouvelle mais vient de prendre récemment des proportions plus gigantesque qu’auparavant dans l’histoire. C’est là le défi majeur lancé à l’Europe en cette deuxième décennie du XXIe siècle. ‘...[T]he thalassocratic ‘scorched earth’ strategy, which is [now] affecting entire regions of the globe by inciting revolts, stoking up religious hatreds and reanimating tribal conflicts, is certainly not new, but it has recently taken on historically unprecedented proportions. This is the greatest challenge facing Europe in the second decade of the 21st Century.’ (p.243)

Steuckers points to Schmitt legal-philosophical validation of a geopolitical vision that offers Europe an alternative to globalist pyro-politics: a European Monroe Doctrine. This alternative finds its legal-philosophical validity in the Decisionist priority of earthly Realpolitik over abstract ‘normative politics’: das Recht ist erdhaft und auf die Erde bezogen, ‘the law derives from the Earth and refers back to the earthly realm’. In the geopolitical vision of Schmitt that has been reconstructed by Steuckers, the atrocious atavism of globalist pyro-politics is directly caused by the philosophical regression that runs parallel to America’s rise as a thalassocratic superpower - the American intervention in the First World War marks the fatal turning point. ...[L]e droit n’existe pas sans territoire et... les civilisations se basent sur une organisation spécifique de l’espace (Raumordnung), d’où découle un jus publicum admis par tous. En Europe, de la fin du Moyen Age jusqu’au début de notre siècle, l’histoire a connu un jus publicum europaeum où l’on admettait que chaque Etat, chaque Nation menaient une guerre juste de son point de vue. Ce respect de l’adversaire et des [motives] qui le poussent à agir humanisera la guerre. Avec Wilson, on assiste à un retour à la discrimination entre les ennemis car l’Amérique s’arroge le droit de mener seule une guerre juste. ‘...[T]here can be no law without territory and... all civilizations base themselves on their own particular Raumordnung, or ‘spatial order’, from which they derive a jus publicum, or ‘public law’, that is recognized by all. From the late Middle Ages till the beginning of the [20th] Century, the history of Europe is determined by a jus publicum europaeum which recognizes the legitimate right of every State and every Nation to wage war, commensurate to its lawful interests. This respect for the enemy and for the motives that cause him to act led to a [relative] ‘humanization’ in [European] warfare. But during [the presidency of Woodrow] Wilson, there is a regression into discrimination between enemies, because [under his leadership] America claims the exclusive right to wage a just war.’ (p.19)

The abstractly normativist philosophy of law that underpins globalist geopolitics and that continues to follow the Wilsonian path can only be deconstructed by a systematic return to concrete legal-philosophical Ortungen, i.e. by literal re-territorializations and the reconstitution of multiple place-bound legal orders. This is the legal-philosophical basis for a viable multipolar geopolitical order - a multipolarity that forms the basis for the Neo-Eurasianist project proposed by Alexander Dugin.[49] Dugin’s work reflects the re-territorialization of the Russian State and Nation after the seventy-year de-territorialization of the trans-national Soviet project. Thus, what Steuckers already predicted in 1985, before Gorbachev’s Glasnost and Perestroika, has come true : Quand les Russes cesseront de se laisser gouverner par de vieux idéocrates, ils seront à nouveau eux-mêmes: le peuple théophore, le peuple porteur du sublime. ‘When the Russian stop allowing themselves to be ruled by old ideocrats, they will again be what they were before: the theophoric people, the people that carry the Sublime’. (p.27) The miraculous resurrection of Russia from the ashes of Soviet Communism can inspire the Western peoples: it sets a precedent for their own resurrection from the ashes of Liberal Normativism.

Thus, the basis of a Eurasianist ‘Monroe Doctrine’ that can protect the peoples and civilizations of Eurasia from globalist thalassocracy must be sought in a concrete legal-philosophical Ortung. Si l’Europe a un droit à l’identité, il convient de définir cette identité à la lumière du concret, en rappelant les lourdes concrétudes de l’histoire et sans ressasser ces pseudo-arguments complètement stériles qu’avancent tous les fétichistes adorateurs d’idéaux désincarnés. Parce que l’Europe n’est pas d’abord une idée, belle et abstraite... L’Europe, c’est d’abord une terre, un espace, morcelé en Etats nationaux depuis le XVIIe siècle, balkanisée avant la lettre en son centre géographique depuis ce pré-Yalta que furent les traités de Westphalie conclus en 1648. ‘If Europe has the right to an identity, then it is necessary to define that identity in the light of concrete [reality], recalling the burdensome concrete facts of [its] history without regressing into the entirely vacuous and sterile pseudo-arguments that have been launched by the adoring fetishists of abstract ideas. Because Europe is not a beautiful and abstract idea... Above all, Europe is a territory, a space that has been divided up into nation-states since the 17th Century, and that has been ‘balkanized’ avant la lettre since the proto-Yalta of the Westphalia Treaties signed in 1648.’ (p.25) Accordingly, the Eurasianist project aims at re-territorializations: politically in restored state sovereignty, socially in restored ethnic identity and economically in restored autarky (i.e. a maximum of self-sufficiency in the production of food, energy and industry for each of its regional ‘welfare spheres’). L’économie, par la crise, nous défie et nous accuse d’avoir fait fausse route. La géopolitique nous dicte ses vieux déterminismes que personne ne peut contourner. Il n’y a que nos volontés qui vacillent, qui ne suivent pas l’implacable diktat du réel et de l’histoire. ‘[Chronic] economic crises are challenging us and they prove to us that we have chosen the wrong path. Geopolitics forces us to deal with the older [earth-bound] realities that cannot be overturned by anybody. It is only our will that is [still] lacking: [we should recover our] determination to follow the incontrovertible signposts of [earthly] and historical reality.’ (p.27)

To defeat the globalist hostile elite, the patriotic-identitarian movement of the West must gain insight into the enemy’s mind and motives. In this respect, it has much to gain by simply revisiting the great thinkers of the Western Tradition. It therefore owes a great debt of gratitude to Robert Steuckers for providing updated access to the rich heritage of Carl Schmitt - and for providing the weaponry it needs to destroy the hostile elite.

Behold, I have created the smith that bloweth the coals in the fire,

and that bringeth forth an instrument for his work;

and I have created the waster to destroy.

No weapon that is formed against thee shall prosper;

and every tongue that shall rise against thee in judgment thou shalt condemn.

This is the heritage of the servants of the Lord,

and their righteousness is of me, saith the Lord.

- Isaiah 54:16-17

 

Glossary

 

Decisionism

doctrine of directly-concrete and physically-embodied

command authority, opposite of indirectly-abstract and psychologically-manipulative Normativism (Rex vs. Lex);

Kakocracy

‘government by the worst’,

rule of the hostile ‘fake-elite of counterfeits’[50];

Normativism

totalitarian doctrine based on the absolute ‘anti-political’ norm established by the combined praxis of neo-liberal nihilism

and culture-marxist deconstruction;

Partitocracy

political ‘hostage-taking’ of parliamentary institutions by party-political interests and party-cartels; mechanism behind Politicide;

Politicide

destruction of political plurality through a monolithic politically-correct party-cartel, introduction of dogmatic political-correctness

as ‘public consensus’ (‘1984’);

Pyro-politics

geopolitical ‘scorched earth’ strategy of the globalist hostile elite to ‘burn away’ all multipolar resistance to its New World Order;

Quiritary

inflexibly legalistic interpretation of political command authority, historically reflected in some of the totalitarian practices of fascism and nazism.

 

Notes


[1] An oblique reference to the title of one of the most famous works of Dutch Golden Age painter Rembrandt, entitled ‘The Anatomy Lesson of Dr. Nicolaes Tulp’ (1632).

[3] Alaine de Benoist’s Carl Schmitt actuel (2007), which provides a concise and updated introduction to Schmitt’s work, has recently been published in English translation by Arktos Publishing – for a review cf. https://www.counter-currents.com/carl-schmitt-today/.

[4] On the day of Hitler’s death Schmitt was arrested in Berlin by Red Army troops, but he was released almost immediately after a short interview. Later, he was re-arrested and interned by the Americans as a potential suspect in the Nuremberg Trials. Plettenberg, the place of Schmitt’s birth, residence and death, is located in Westphalia and it was therefore located in the American Zone of Occupation.

[5] The following excerpt from his diary elucidates Schmitt’s deeply critical attitude to the subrational-collectivist (‘popular democratic’) roots of the Nazi regime: Wer ist der wahre Verbrecher, der wahre Urheber des Hitlerismus? Wer hat diese Figur erfunden? Wer hat die Greuelepisode in die Welt gesetzt? Wem verdanken wir die 12 Mio. [sic] toten Juden? Ich kann es euch sehr genau sagen: Hitler hat sich nicht selbst erfunden. Wir verdanken ihn dem echt demokratischen Gehirn, das die mythische Figur des unbekannten Soldaten des Ersten Weltkriegs ausgeheckt hat. [Who is the true criminal and the true perpetrator of Hitlerism? Who invented this figure? Who has birthed this monstrous episode of horror? To whom we owe these 12 million [sic] dead Jews? I can tell you very exactly: Hitler did not invent himself. We owe hi[s appearance] to the truly democratic brain that concocted the mythical ‘unknown soldier’ of the First World War.]

[6] A reference to the title of a work by German legal philosopher Walter Leisner.

[7] For convenience sake, the ‘West’ will here be defined as the agglomerate of European nation-states that are historically associated with the Western Roman/Catholic Tradition rather than the Eastern Roman/Orthodox Tradition – in short: Western Europe plus the overseas Anglosphere.

[8] In Classical Antiquity (Greek) Hephaestus (Latin: Vulcan) was the smith of the gods and the guardian divinity of smithery: German Schmitt is English ‘Smith’.

[10] The ‘laconic’ bon mot of Spartan king Leonidas at the Battle of Thermopylae (480 BC), where he faced hopeless odds and was summoned by his Persian enemy to put down his weapons - the meaning is a stronger version of ‘Come and take them’.

[11] An oblique reference to the title (and contents) of the main work of German philosopher Arthur Schopenhauer (1788-1860), Die Welt als Wille und Vorstellung.

[12] Cf. Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018) 53ff and 367ff (preface freely accessible under the button ‘View Extract’ at https://www.cambridgescholars.com/the-sunset-of-tradition... - review freely available at https://www.counter-currents.com/tag/alexander-wolfheze/ ).

[13] An important cultural-historical reflection of this regression may be found in Thomas Hobbes’ mid-17th Century concept of a universally projected (proto-social-darwinist) bellum omnium contra omnes.

[14] For a literary analysis of the 20th Century cultural-historical consequences of Normativism cf. Tom Zwitzer, Permafrost: een filosofisch essay over de westerse geopolitiek van 1914 tot heden (2017).

[15] Cf. Jost Bauch’s Abschied von Deutschland: Eine politische Grabschrift (2018).

[16] Dutch patriotic-identitarian working group IDNL has already addressed these issues in the Dutch context: cf., respectively, http://www.identitair.nl/2018/08/laat-de-islam-met-rust.h... en http://www.identitair.nl/2018/12/van-jq-naar-iq.html .

[18] For a cultural- and psycho-historical analysis of the hostile elite cf. https://www.geopolitica.ru/en/article/living-dead .

[19] For an overview of the most important cultural-historical phenomena that coincide in this ‘superstructure’, cf. Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018) 9-12.

[20] A bio- and psycho-social analysis of the cultural-historical effects of Liberal Normativism may be found in the work of German sociologist Arnold Gehlen (1904-76). His structural opposition between (anagogically directed) Zucht and (katagogically directed) Entartung allows for the objectively scientific calculus of the Liberal-Normativist process of de-socialization (social ‘deconstruction’).

[21] The VVD (‘People’s Party for Freedom and Democracy’) is the ex-‘classic liberal’ and now utterly corrupt banksterite-globalist party of PM Mark Rutte; the D66 (‘Democrats [19]66’) is the ex-‘progressive liberal’ and now militantly anti-normative (anti-royalist, anti-national, anti-family, anti-religious) party that was until recently led by Alexander Pechtold, who had to resign after a series of scandals in the public and private sphere. 

[22] A theological reference to an early Christian doctrinal controversy that was originally resolved by the recognition of the doctrine of original sin (Augustine 354-430) and the rejection of its denial by Pelagius (360-418).

[23] For a cultural-historical development of neo-matriarchy, cf. https://www.geopolitica.ru/en/article/living-dead - for a descriptive insight into the experiential reality of neo-matriarchy, cf. https://www.counter-currents.com/2018/12/against-escapism/ .

[24] Cf. Jost Bauch’s Abschied von Deutschland: Eine politische Grabschrift (2018).

[25] The spectre of the ultimate totalitarian state, i.e. a life-world in which the entire social and individual sphere is controlled by the state, already provided the central theme of 20th Century dystopian literary classics such as Jevgeny Zamjatin’s My (1924), Aldous Huxley’s Brave New World (1932) and George Orwell’s Nineteen Eighty-Four (1949).

[26] A sociological concept covering social-psychological conditioning (hexis, mimesis) developed by Pierre Bourdieu.

[27] A reference to the hill near the Acropolis where the Athenian senate met during Classical Antiquity.

[28] A proto-type strategy of ethnic replacement is found in the political writings of one of the ideological founders of the trans-national project ‘European Union’, Richard Count von Coudenhove-Kalergi (1894-1972). The possible existence of an anti-European ethnocidal ‘Kalergi Plan’ to implement his vision is the subject of a controversial conspiracy theory, but that vision itself is as clear as it needs to be: The man of the future will be of mixed race. Today's races and classes will gradually disappear owing to the vanishing of space, time, and prejudice. The Eurasian-Negroid race of the future, similar in its appearance to the Ancient Egyptians, will replace the diversity of peoples with a diversity of individuals. (Praktischer Idealismus p.22-3, cf. https://en.wikipedia.org/wiki/Richard_von_Coudenhove-Kale... ).

[29] From Alexander Wolfheze, Alba Rosa. Ten Traditionalist Essays about the Crisis in the Modern West (forthcoming, advance ordering: https://www.goodreads.com/book/show/43409181-alba-rosa ).

[30] In the Netherlands, ‘lover boy’ is a politically-correct euphemism that describes the same ‘grooming gang’ phenomenon that is terrorizing Great Britain.

[31] A reference to the title of a work by Jared Taylor, freely available at https://www.amren.com/the-color-of-crime/ .

[32] A reference to Carl Schmitt’s legal philosophical analysis of the partisan as ‘authority in the making’ in the context of the popular insurrections led by Mao Tse-Tung in China, Vo Nguyen Giap in Vietnam and Ernesto ‘Che’ Guevara in Congo.

[33] On 8 May 1943, Marek Edelman succeeded to the highest command position after the suicide of Mordechai Anielewicz in the bunker of 18 Mila Street. The author had the privilege of speaking to several eye-witnesses of the Warsaw Ghetto Uprising – he lived near Edelman in the Polish city of Lodz (Edelman was anti-zionist, fought for Poland during the Warsaw Uprising of 1944 and thereafter lived in Lodz till his death in 2009).

[34] Cf. René Guénon, Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps (1945).

[35] References to, respectively, the German civil rights movement that denies the sovereignty of the Federal Republic of Germany and the French civil rights movement that demanded the resignation of President Macron.

[36] A reference to the Spanish political philosopher Marquis Donoso Cortés (1809-53).

[37] An ‘Archaeo-Futurist’ revaluation of this theme may be found in John Leonard’s recent analysis of the ‘CQ’ (‘Catholic Question’) within the context of Western Postmodernity, cf. https://arktos.com/2018/12/20/the-problem-of-christianity... .

[38] Chronological terminology according to the scheme of Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018), 390-2 (Early Modernity 1488-1776, Classic Modernity 1776-1920, Late Modernity 1920-1992, Post-Modernity 1992-present).

[39] Cf. Alexander Wolfheze, The Sunset of Tradition and the Origin of the Great War (2018) 237ff.

[40] A first systematic attempt at resuming the Heideggerian line of exploration, directed at a break-through of the historical-materialist Gestell of Western Modernity and a break-out into the ‘spectral space’ that encapsulates it, is found in the work of Jason Jorjani.

[41] A reference to Jason Jorjani’s ‘magical’ interpretation of the ontological (Atlanticist) transformation of Japan, enacted in the collective experience of nuclear warfare.

[42] A reference to the cultural-historical analysis of Peter Sloterdijk’s Die schrecklichen Kinder der Neuzeit. Über das anti-genealogische Experiment der Moderne (2014).

[43] The theme of the Katechon in its Dutch setting is explored in https://www.geopolitica.ru/en/article/dutch-ernstfall .

[44] Carl Schmitt projected this role on Adolf Hitler as ‘Protector of the Law’ (der Führer schützt das Recht) against the revolutionary power of atavist chaos that was (temporarily) disabled during the Nacht der langen Messern, the ‘Night of the Long Knives’.

[45] For a short introduction to the theme of ‘thalassocracy’ cf. https://www.geopolitica.ru/en/article/le-rouge-et-le-noir... .

[46] A notion that implies morpho-genetic synergy that he develops in his best-known work, L’Evolution créatrice – for its Archaeo-Futurist reinterpretation cf. Jason Jorjani’s Prometheus and Atlas (review freely available at https://www.geopolitica.ru/en/article/archaeo-futurist-re...  ).

[47] A reference to Friedrich Nietzsche’s usage of Martin Luther’s theme ‘A mighty fortress is our God, a good defence and weapon’.

[48] A reference to Carl Schmitt’s Land und Meer. Eine weltgeschichtliche Betrachtung (1942).

[49] For a brief introduction to Eurasianism cf. https://www.geopolitica.ru/en/article/le-rouge-et-le-noir... .

[50] A reference to the title of a Dutch political treatise written by Martin Bosma, second in command of Geert Wilders’ patriotic party PVV (De schijn-élite van de valsemunters (2010), made freely available by Bosma at https://gratis-boek.nl/martin-bosma-de-schijn-elite-van-d... ).

 

samedi, 29 décembre 2018

L’Idée d’« Europe »

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L’Idée d’« Europe »

par Kerry Bolton

Traduction français de Chlodomir

L’Europe est plus qu’une région économique d’où des bureaucrates gavés et des non-entités politiques tirent des salaires et des avantages divers. Avant la connivence du comte Kalergi et de ses amis banquiers, et avant les cabales comme le Groupe de Bilderberg, il y avait l’Europe comme un organisme vivant et dynamique, dont la culture, la foi et les héros ont été étouffés dans un marais de sous-culture américaine, dans la dette des banquiers, et la possibilité pour n’importe qui de s’appeler « Européen ». L’Europe a été détournée et souillée par des ennemis extérieurs et des traîtres intérieurs. Paradoxalement, les Européens qui ont les instincts les plus sains sont parmi ceux qui rejettent et s’opposent à l’entité aujourd’hui appelée « Europe », comme un récent sondage sur le Brexit l’a indiqué. Cependant, le dégoût envers le projet européen mis en œuvre par les humanistes laïcs, les francs-maçons, les banquiers, les bureaucrates et les stratèges géopolitiques américains est si puissant que la noble Idée de la Nation Europe, qui s’était développée au cours des siècles, a été remplacée par ceux qui devraient la promouvoir le plus ardemment par l’étatisme-étroit qui fut inauguré par la Révolution Française et les forces de désintégration libérales ultérieures. L’Europe a été transformée en une parodie d’elle-même, et rejetée par ceux qui devraient être ses champions parce qu’ils ne voient pas au-delà de plusieurs siècles de trahison, de corruption et de maladie-de-la-culture.

La naissance de l’« Europe »

Généralement une nation, une ethnicité, ou un peuple n’est pas conscient d’elle-même ou de lui-même tant qu’il ne fait pas face à un ennemi ou à quelque chose qui est complètement différent d’elle ou de lui. Le Romain savait qui il était vis-à-vis du « barbare », et le Grec aussi avant lui. Il n’y avait « pas de Maori sur le continent qui devint la Nouvelle-Zélande tant qu’il n’y eut pas de ‘Pakeha’ », d’étranger. De même, des ethnicités disparates peuvent se coaguler en un plus grand groupement ethnique lorsqu’elles font face à un danger commun. Les Etats-nations se sont formés de cette manière, mais l’Etat-nation moderne n’est pas plus sacro-saint que les Etats précédents basés sur les mariages dynastiques et les alliances, et pourraient tout aussi bien se disloquer. Ainsi quand le nationaliste étatiste-étroit voit sa nation comme une finalité, et craint d’être « submergé » par une Europe unie, il n’y a pas de base historique pour la persistance de son « Etat-nation » sous sa présente forme, ni pour que l’Europe ne puisse pas renaître si elle a la volonté de le faire.

La conscience d’être un « Européen » et celle de l’« Europe » se développa vis-à-vis des païens, des Mongols, des Juifs et des Maures, et définit ce qu’on était par rapport à l’étranger. L’impulsion en faveur de l’Europe vint de la reconnaissance d’un « ennemi extérieur ».

En décrivant la bataille de Poitiers contre les Arabes en 732, la Chronique espagnole d'isidore parle des armées chrétiennes de Charles Martel comme composées d' « Européens ». L’empire de Charlemagne (768-814) est nommé « Europe » par les chroniqueurs contemporains. En 755, le prêtre Cathwulf loua Charlemagne comme régnant sur « la gloire de l’empire d’Europe ». En 799 Angilbert, gendre de Charlemagne et poète de la cour, décrivit l’Empereur comme « le père de l’Europe » : Rex, pater Europae. Le « Royaume de Charles » fut appelé « Europa » dans les Annales de Fulda. Alcuin (735-804), maître de l’école du palais, théologien et rhétoricien de la cour, l’appela « le continent de la foi ». Durant l’ère de Charlemagne, son empire était l’« Europe ».

belloceurope.jpgL’auteur franco-anglais Hilaire Belloc dans L’Europe et la Foi décrivit la conscience-de-soi qui animait la Haute Culture de l’Age Médiéval avec son style distinctement « européen », gothique :

« Dans la période suivante – les Ages Sombres – le Catholique commence à voir l’Europe sauvée de l’attaque universelle du Mahométan, du Hun, du Scandinave : il remarque que la férocité de l’attaque était telle que quelque chose qui n’aurait pas été divinement institué aurait été anéanti. Le Mahométan parvint à trois jours de marche de Tours, le Mongol fut aperçu depuis les murs de Tournus sur la Saône, au milieu de la France. Le sauvage scandinave s’engouffra dans les embouchures de tous les fleuves de la Gaule, et submergea presque la Grande-Bretagne. Il ne restait rien de l’Europe à part un noyau central. Néanmoins l’Europe survécut. »

Dans la nouvelle floraison qui suivit cette époque sombre – le Moyen-Age –, le Catholique ne note pas des hypothèses mais des documents et des faits ; il voit les Parlements naître non d’un modèle « teutonique » imaginaire – un produit de l’imagination des académies – mais des très réels et présents grands ordres monastiques, en Espagne, en Grande-Bretagne, en Gaule, jamais en-dehors des anciennes limites de la Chrétienté. Il voit l’architecture gothique jaillir, spontanée et autochtone, d’abord dans le territoire de Paris et ensuite se répandant vers l’extérieur dans un anneau vers les Highlands écossais et vers le Rhin. Il voit les nouvelles universités, un produit de l’âme de l’Europe, réveillées – il voit la merveilleuse civilisation nouvelle du Moyen-Age surgir comme une transformation de la vieille société romaine, une transformation entièrement interne, et motivée par la Foi.

Il y avait un style architectural commun, le gothique, qui ne devait rien à des influences extérieures à l’Europe, rien au Mongol, ni à l’Arabe. Le style gothique, avec ses arches et ses flèches particulières, était unique : il reflétait la vision-du-monde gothique occidentale de l’envol vers l’infini, complètement différente de celle de la mosquée arabe ou du caractère sinueux de l’architecture orientale. Il y avait une science, des mathématiques et une technique occidentales, comme Lawrence Brown l’a remarqué il y a des décennies dans son livre aujourd’hui oublié, The Might of the West. Là encore, celles-ci ne devaient pas leur existence à l’Arabe, à l’Hindou, au Chinois, ni même au Grec. Il y avait un art spécifiquement occidental, culminant dans la perspective de la peinture à l’huile des « vieux maîtres », et une musique gothique, qui donnait le même sentiment d’atteindre le ciel. Ce n’était pas italien, anglais, allemand, français ou espagnol… C’était occidental, gothique, européen ; cela faisait partie d’une Haute Culture commune qui ne fut pas enseignée par les Chinois ou les Arabes, mais grandit organiquement à partir du sol de l’Europe.

Il y avait une économie régulée par une éthique sociale et religieuse, qui favorisait le « juste prix », regardait l’usure comme un « péché » et l’artisanat comme une vocation divine, et qui était encadrée par des guildes. La Chevalerie était l’idéal pour les affaires de la guerre et de la paix entre les guerriers et les dirigeants honorables. Le dernier vestige de plusieurs siècles de chevalerie disparut durant la Première Guerre mondiale, avec la pratique des aviateurs enterrant avec les honneurs leurs ennemis abattus. L’ordre social et économique basé sur les guildes fut décrit par l’historien américain, le Rév. Dr. W. D. P. Bliss :

« Ces guildes d’une sorte ou d’une autre s’étendirent sur toute l’Europe germanique et durèrent dans la plupart des pays jusqu’à l’époque de la Réforme et dans certains cas jusqu’au XIXe siècle. Le Moyen-Age fut une période de prix coutumiers et non compétitifs, et l’idée de laisser des accords être décidés par le ‘hasard du marché’ était une impossibilité, parce que d’autres lois du marché n’étaient pas laissées au libre arbitrage des parties contractantes. » (W. D. P. Bliss, New Encyclopaedia of Social Reform, New York: Funk and Wagnalls, 1908, pp. 544-545)

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Bliss disait que c’était une ère où l’artisanat dominait le capital et où « le maître travaillait à coté de l’artisan » (Ibid., p. 546). Il n’y avait pas de « lutte des classes », puisque chaque individu et chaque famille fonctionnait comme une cellule dans un organe (guilde et état) et chaque organe était une partie nécessaire de l’organisme social dans sa totalité. Bliss décrivit la nature sociale organique de l’Europe en prenant comme exemple la cité allemande de Nuremberg :

« Aucun habitant de Nuremberg ne pensait même sérieusement à laisser le commerce ou l’art ou la manufacture, ou en fait la moindre portion de la vie, au hasard et à l’incident de la compétition illimitée. L’habitant de Nuremberg aurait dit : ‘La compétition est la mort du commerce, la destructrice de la liberté, et surtout la destructrice de la qualité’. Chaque habitant de Nuremberg, comme tout homme médiéval, se considérait non pas comme une unité indépendante, mais comme une partie dépendante, bien que composante, d’un plus grand organisme, église ou empire ou cité ou guilde. C’était l’essence même de la vie médiévale. » (Ibid., p. 842p)

« La guilde déterminait quelles matières premières seraient utilisées dans une manufacture, combien il fallait en acheter, le nombre d’apprentis qu’un maître pouvait employer, les salaires, les méthodes de production, et les prix fixés. » (Ibid.)

« La guilde ne permettait pas au travailleur non-formé ou au commerçant à l’esprit mauvais de casser les prix pour dépouiller ou voler le marché. Les guildes mesuraient et pesaient et testaient tous les matériels, et déterminaient combien chaque producteur pouvait avoir. (…) Elles mesuraient aussi ou comptaient, pesaient et testaient le produit fini. (…) En 1456 encore, deux hommes furent brûlés vifs à Nuremberg pour avoir vendu des vins frelatés (…). Nuremberg voyait donc très bien que la compétition ne servait que le riche et le fort. Ce commerce collectif était l’espérance des pauvres et des gens simples. (…) L’argent ne devait pas être prêté avec usure (intérêt). (…) L’extorsion, les fausses mesures, l’adulation des biens, étaient des abominations dans une cité commerciale et généralement punies de mort. » (Ibid.)

Désintégration

Qu’est-ce qui n’a pas marché ? Il semble que selon une loi générale de l’histoire, les révolutions entreprises au nom du « peuple » sont une façade pour la prise du pouvoir par des intérêts financiers contre les souverains et les règles traditionnels. Remontant même jusqu’à la civilisation romaine, l’historien Oswald Spengler dans son monumental Déclin de l’Occident nota que Tiberius Gracchus commença sa révolte au nom du « peuple », mais avec le soutien de la riche classe des chevaliers (Equites) ; Spengler étant d’avis que même à notre époque il n’y a pas de mouvement révolutionnaire des travailleurs, incluant le communisme, qui ne serve pas les intérêts et la direction de l’« argent ». Aujourd’hui, voyez Soros, le National Endowment for Democracy, les « révolutions de couleur », etc. Chaque révolte, au nom de la liberté, signifie une liberté plus grande pour les classes émergeantes de la nouvelle richesse. La Réforme d’Henry VIII détruisit l’ordre social qui avait été maintenu par l’Eglise, le monastère, le prêtre de village, et qui fut remplacé par les oligarques. La Révolution puritaine de Cromwell ouvrit la voie à la Banque d’Angleterre.

SCRF.jpgLa Révolution française, d’où sortirent le libéral-capitalisme et le socialisme, détruisit les derniers vestiges des guildes, abolies par la loi au nom du « marché libre ». Le syndicalisme fut une réaction à l’industrialisme, par laquelle les travailleurs tentaient de tirer autant de rémunération que possible des propriétaires d’usines, pendant qu’ils étaient eux-mêmes exploités par l’usure des banques, dont Marx et d’autres socialistes ne parlèrent presque pas. Disparu était l’organisme social qui, en dépit de ses défauts et tribulations, avait été la norme de l’Europe précapitaliste, organisé autour de la guilde et du village et regardé comme l’ordre divinement ordonné.

L’Europe divisée

L’unité organique spirituelle et culturelle appelée « Europe » se brisa en royaumes et en fédérations princières après Charlemagne. L’unité temporelle fut sapée ; cependant l’unité spirituelle était encore maintenue par la Papauté. Cependant au XIe siècle le manteau de (saint) Henri II pouvait encore être décoré de la légende : « Ô béni César Henri, honneur de l’Europe, puisse le Roi qui règne dans l’éternité accroître ton empire ». Après la mort d’Henri un chant funéraire eut pour refrain : « L’Europe, aujourd’hui décapitée, pleure » (Denis de Rougemont, The Idea of Europe, New York: Macmillan Co., 1966, pp. 47-49).

Un autre schisme fut causé par Philippe le Bel de France durant le XIVe siècle, lorsqu’il défia à la fois le pouvoir temporel du Saint-Empire et le pouvoir spirituel du pape Boniface VIII. Ce fut la première manifestation des « droits souverains » qui devait finalement provoquer l’émergence des petits Etats-nations et la désintégration de l’unité spirituelle-culturelle-politique de l’Europe. L’Age des Grandes Découvertes conduisant aux empires coloniaux mit l’accent sur l’Atlantique et sur la rivalité commerciale entre les Etats. La Réforme sapa l’unité spirituelle, et les instigateurs comme Luther et Calvin ne parlaient pas de l’Europe (Ibid., p. 76). Le protestantisme cherchait à remplacer le Saint-Empire et la Papauté par des Etats fédérés (Ibid., p. 90), donnant finalement naissance à ce que nous connaissons aujourd’hui comme des plans pour des combinaisons fédérées et régionales dans l’intérêt du commerce et d’autres facteurs économiques. Les partisans de la fédération européenne commencèrent à parler de cela au XVIIe siècle comme du prélude à l’unité mondiale (Ibid.).

La Réforme apporta non seulement le schisme à l’Europe dont celle-ci ne s’est jamais remise, mais inaugura aussi la présente ère du capitalisme. L’auteur franco-anglais Hilaire Belloc écrivit :

« Quand nous en arrivons à l’histoire de la Réforme en Grande-Bretagne, nous verrons comment la forte résistance populaire à la Réforme triompha presque de cette petite classe fortunée qui utilisa l’excitation religieuse d’une minorité active comme un moteur pour obtenir un avantage matériel pour elle-même. Mais en fait en Grande-Bretagne la résistance populaire à la Réforme échoua. Une persécution violente et presque générale dirigée, dans l’ensemble par les classes plus riches, contre la religion de la populace anglaise, et la fortune qui la finançait finit par réussir. En un peu plus d’un siècle, les nouveaux riches avaient gagné la bataille. » (Belloc, Europe and the Faith, Londres, 2012, chapitre 5).

Victoire de l’Argent

En Angleterre avant Henry VIII il n’y avait pas de propriétaires terriens rapaces. Les monastères et les couvents étaient basés sur les œuvres de charité et sur les vœux de pauvreté personnelle. Du VIe au XVe siècle, c’était une société qui assurait la liberté contre le besoin et la tyrannie. L’ordre social traditionnel fut détruit par Henry VIII avec le pillage et la fermeture des Maisons religieuses, qui avaient fourni une éducation gratuite à la jeunesse du voisinage, et la nourriture et un abri à ceux qui étaient dans le besoin. En 1536 par un Acte du Parlement, les monastères et les couvents furent fermés et leurs biens confisqués au bénéfice d’Henry et de ses favoris. Le commentateur social William Cobbett (1763-1835) dit qu’avec cet Acte, frappant la base même de la vie sociale et économique locale du peuple :

cobbetterural.jpg« …commença la ruine et la dégradation du corps du peuple d’Angleterre et d’Irlande ; car ce fut la première mesure prise, sous forme légale, pour voler les gens sous prétexte de réformer leur religion ; car ce fut le précédent sur lequel les futurs pillards s’appuyèrent, jusqu’à ce qu’ils aient complètement appauvri le pays ; car ce fut le premier de cette série d’actes de rapine, par laquelle ce peuple autrefois bien nourri et bien habillé a finalement été réduit à des guenilles et à une pitance pire que celle des prisons ; je citerai son préambule menteur et infâme dans sa totalité. Les Anglais supposent en général qu’il y a toujours eu des lois pour les pauvres et des indigents en Angleterre. Ils devraient se souvenir que, pendant neuf cent ans (…), il n’y en eut pas. » (William Cobbett, The History of the Protestant Reformation in England and Ireland, 1824, p. 166 ; online at: http://www.wattpad.com/171334-History-of-the-protestant-Reformation-by-William-Cobbett)

Cobbett, un auteur plus perspicace que Karl Marx, connaissant intimement le pays anglais, écrivit :

« La Réforme dépouilla les classes ouvrières de leur patrimoine, elle leur arracha ce que la nature leur avait attribué ; elle leur vola cette aide pour les nécessiteux qui était la leur par un droit imprescriptible, et qui leur avait été confirmée par la Loi de Dieu et la Loi de la Terre. Elle leur apporta un mode artificiel d’aide obligatoire et rancunière, calculée pour que le pauvre et le riche se haïssent, au lieu de les lier par les liens de la charité chrétienne. » (Ibid.)

Belloc écrivit, parlant du processus historique conduisant au système économique mondial aujourd’hui contrôlé par l’usure :

« Finalement, parmi les conséquences majeures de la Réforme il y eut ce phénomène que nous avons fini par appeler ‘capitalisme’, et que beaucoup, reconnaissant sa malignité universelle, considèrent à tort comme le principal obstacle au juste règlement de la société humaine et à la solution de nos tensions modernes aujourd’hui intolérables. Ce qui est appelé ‘capitalisme’ naquit directement dans toutes ses branches de l’isolement de l’âme. Cet isolement permit une compétition illimitée. Il donna à la ruse supérieure et même au talent supérieur une carrière sans limite. Il donna toute licence à l’avidité. Et d’un autre coté il brisa les liens collectifs par lesquels les hommes se maintiennent dans une stabilité économique. Par celui-ci surgit en Angleterre d’abord, plus tard dans toutes les nations protestantes plus actives, et plus tard encore à divers degrés dans tout le reste de la Chrétienté, un système sous lequel un petit nombre possédait la terre et la machinerie de production, et le grand nombre fut graduellement dépossédé. Le grand nombre ainsi dépossédé ne pouvait exister que par des allocations accordées par les possédants, et la vie humaine n’était pas un souci pour ces derniers. » (Belloc, chapter X).

bellocheresy.jpgLes libéraux, les Jacobins et leurs sponsors maçonniques commencèrent à appeler à la création d’une Europe fédérée, mais comme un prélude à un monde fédéré. Pour cette raison, de nombreux membres de la Droite Nationaliste supposent qu’ils doivent soutenir l’étatisme étroit [= les Etats-nations] et s’opposer à la Nation Europe pour pouvoir résister au « nouvel ordre mondial ». L’Europe jacobine du type que nous avons aujourd’hui est l’anti-Europe par rapport à l’Europe, comme l’Antéchrist par rapport au Christ. L’Antéchrist est décrit dans la Bible comme possédant beaucoup des traits du Christ, et comme pouvant tromper même les purs.

Jean Baptiste déclara à l’Assemblée Nationale française le 13 juin 1790 que les « Droits de l’Homme », la nouvelle loi devant remplacer les Dix Commandements, devaient être adoptés par toute l’humanité, et qu’il ne devait plus exister de nations souveraines. Ce fut le précurseur des « Quatorze Points » du président Woodrow Wilson et de la Charte de l’Atlantique du président Franklin Roosevelt, et de la Déclaration des Nations Unies sur les Droits de l’Homme. Le 2 avril 1792, à la Convention, Baptiste appela à la création de « La République Universelle ».

La Nation Europe n’est pas un prélude à un « nouvel ordre mondial », c’est la seule manière de résister au globalisme ; avec l’espace géographique, la population, et les ressources pour former un bloc souverain, où les différences régionales et ethniques seraient encouragées et non oblitérées, parce que la Nation Europe serait un développement organique, reprenant la croissance qui a été retardée et avortée il y a des siècles [= avec la naissance des Etats-nations] ; pas une construction artificielle conçue dans des salles de réunion et des loges comme une étape vers le globalisme.

Les mesures initiales d’après-guerre commençant par des accords économiques entre nations européennes, jusqu’à la CEE et finalement jusqu’à l’actuelle Union Européenne faisaient partie d’un processus graduel. C’est à partir de ces manœuvres des ploutocrates et des membres de sociétés secrètes que l’actuelle fausse « Europe » a été constituée. Comment cette anti-Europe peut-elle être prise pour l’Europe qui est notre héritage ? L’Europe n’est pas et ne doit pas être la création d’oligarques, de bureaucrates et d’initiés ténébreux des loges. Rejeter l’Europe parce qu’elle a été transformée en prostituée malade par des pathogènes-de-la-culture au service des ennemis extérieurs et des traîtres intérieurs, c’est nier ce que l’Europe pourrait redevenir. N’est-ce pas plutôt le devoir de ceux qui résistent à la décadence de l’ère moderne de travailler à la restauration de la santé de l’Europe, au lieu de maintenir sa division par l’étatisme-étroit ?

 

[Caractères gras/vert clair (sauf intertitres) ajoutés par le traducteur.]

 

lundi, 17 décembre 2018

Christianity & Nationalism: A Cautionary Tale

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Christianity & Nationalism: 
A Cautionary Tale

The arguments over identitarians should embrace or abandon Christianity is a question that still remains unresolved within the broader movement.

Last week, Quintilian entered the fray [2] and offered a reasoned argument for why white nationalists should embrace Christianity. The writer believes that white nationalists have fallen prey to the corrupted image of modern Christianity and fail to see the glory of the traditional faith. 

According to Quintilian, Christianity is essential to the creation of an ethnostate and nationalists must strive to restore it to its traditional state. But identitarians should be wary of the possibility that a restored and conservative Christianity would be amenable to our cause.

In fact, this resurgent Christianity may be more inclined to fight against our movement, regardless of however much we profess our devotion to the faith. Quintilian deplores Vatican II as the event that destroyed the historical religion, but the Church was hostile to our beliefs many long before the bishops met in Rome in 1962. Take for instance the tragic tale of the Action Française.[1] [3]

Charles Maurras’s reactionary nationalist movement wanted to restore the monarchy, end the separation of church and state, and uphold France’s traditional Catholic identity. It was firmly opposed to liberalism and many of its economic and political beliefs were firmly in line with Catholic social teaching. Maurras himself was an agnostic, but he argued for the necessity of the Catholic faith and was extremely careful in allaying clerical fears about his irreligion. This should have been a movement the Church fully supported, and in its early years, many clerics did. The movement provided most of the militant activists in Catholic battles against the forces of secularism and liberalism in the first decades of the 20th century.

Yet, many Church intellectuals began to suspect the Action Française of being too militant, too political, too nationalist, and too, hilariously enough, pagan. Clerics began to suspect the nationalists were drawing young Catholics to an ideology not controlled by the Church. Church leaders preferred a safer political outlet that directed the youth to follow the instructions of priests, not pro-Catholic agnostics.

In 1926, the Vatican issued a formal condemnation against the Action Française, put their publications on the index liborum prohibitorum, denied communion to anyone associated with the movement, and purged sympathizers from the clergy.

This was the pre-Vatican II church led by a conservative pope. Unlike any Right-wing movement today, Action Française had plenty of bishops who were willing to vouch for the proper Christianity of Maurras’s newspaper and politics. Right before the condemnation, the movement’s leaders pleaded with Catholic authorities that they were true to the faith. All of this was for naught as the Church happily kneecapped an allied movement that it could not control.

This condemnation was not enacted by liberal modernists who wanted the Church to be more tolerant and heterodox. Maurras was attacked for failing to adhere to traditional dogma and his lack of genuine piety. His movement was seen as dangerous because it made the youth too nationalist and too enamored with classical ideals. Catholic leaders did not oppose the movement because of its anti-liberalism–it was simply because Action wasn’t directly controlled by the Church and its unorthodox ideas were more popular than Church-sanctioned ones.

The Church was also hostile to the Falange for the same reasons it condemned the Action Française, along with the accusation [4] José Antonio Primo de Rivera was a “Bolshevik” for wanting sensible social reforms. Even though the Falange was firmly opposed to liberalism, defended the Church from Left-wing attacks, and emphasized Spain’s traditional Catholic identity, Church authorities did not like the movement because of its ultra-nationalism, alleged crypto-paganism, and masculine values.[2] [5]

This hostility was par for the course for the conservative Pope Pius XI, who served as the vicar of Christ for much of this time period. Pius XI is considered a man who upheld traditional church teachings against the modernists Pope Pius X despised and is altogether a representative of the era Quintilian wishes the West to return to. However, Pius XI’s Christianity was strongly opposed [6] to racialism and nationalism. He spoke out several times against racial thinking, emphasizing that “catholic meant universal” and to divide the world by nationality and race is “contrary to the faith of Christ.” He ordered the drafting of an encyclical that would aggressively condemn racialism and anti-Semitism shortly before he died in 1939. The encyclical was never published, but many of its ideas found their way in the first encyclical of Pius XI’s successor, Pius XII. That work, Summi Pontifactus, [7]claimed there were no real racial differences as we are all part of one human race.

Quintilian blames modernism for the ultimate corruption of the Church, and this may be true when it comes to the god-awful liturgy of modern masses. But modernism is not what made the Church racially egalitarian and hostile toward nationalist movements. It is a feature that has been found in Christianity since the beginning and has only been tempered by the needs of secular society.

We can see this secular temperance in Poland and Hungary, the two exemplars of the Christian nationalism Quintilian envisions. The relationship between the Church and Eastern European nationalists isn’t as harmonious as one would imagine, but the Church restrains itself on their disagreements due to the demands of secular society. Poland’s leading Catholic bishops have long urged [8] the country to take in non-white migrants and to cease its efforts to purge communists from the judiciary. Some Catholic leaders in the country have gone as far as to deride [9] the immigration policies of the ruling government as “un-Christian.”

The Church hierarchy in Hungary is slightly better as they have argued [10] with Pope Francis over the pontiff’s aggressively pro-migrant stance. But even there, prominent Church leaders still urge [11] for more liberal immigration policies, albeit in more mild tones than that of their western colleagues.

The reason the Church is more muted in its criticism of nationalism in Poland and Hungary has less to do with them finding identitarian arguments in Thomas Aquinas than in their fear of alienating the flock. The vast majority of Poles and Hungarians want to keep their countries white, regardless of whether that desire comports to church teaching. Throughout the centuries, the Church has adapted its teachings and tone to reach the widest audience. Secular liberalism’s domination of Western Europe and America makes the Church try to sound nicer on LGBT issues and pitch God as your personal therapist.

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In a society where nationalists control the discourse, the Church would similarly adapt to those circumstances, as Greg Johnson has pointed out [12]. But you first must gain power and dramatically change the culture to see this effect. A white nationalist-driven “restoration” of Christianity outside of a seizure of power is not going to happen. Institutional Christianity will continue to oppose us until that day comes, regardless of how Christian we appear today. Just ask Italy’s Lega, which seeks to put crucifixes back in classrooms and claims the Gospel as its foundation. The nationalist party receives only hostility [13] from the Church.

The resurgence of a more traditionalist Christianity wouldn’t necessarily help our cause. It would see us as an enemy and likely be as hostile to us as the corrupt institutions we face right now. As seen in the example of the Action Française, when you define yourself as a Christian movement, you become beholden to the opinions of priests and pastors. The clergy would want strict adherence to Christian dogma and would not broker “innovative” racialist readings of scripture and tradition. It would prefer we focus on side issues like banning contraceptives rather than protecting our people from demographic replacement. It would tells us African and Latin American Christians are our brothers and that there is no good reason to bar them from our countries.

To oppose these measures would risk condemnation and the deflation of our movement.

Identitarians must appeal to Christians in order to gain victory, but we mustn’t let ourselves be defined by Christianity. Our best arguments are secular and should appeal to Europeans regardless of whether they are Christian, pagan, or atheist. There is only so much energy and political capital we have and we must choose our battles wisely. To waste our limited energy on restoring Christianity to its pre-20th century state would be a serious error with no real rewards.

Notes

[1] [14] Eugen Weber, Action Francaise: Royalism and Reaction in Twentieth Century France.

[2] [15] Stanley G. Payne, Fascism in Spain: 1923-1977.

Article printed from Counter-Currents Publishing: https://www.counter-currents.com

URL to article: https://www.counter-currents.com/2018/12/christianity-and-nationalism-a-cautionary-tale/

URLs in this post:

[1] Image: https://www.counter-currents.com/wp-content/uploads/2015/10/Charles_Maurras.jpg

[2] entered the fray: https://www.counter-currents.com/2018/11/christianity-white-nationalism/

[3] [1]#_ftn1

[4] accusation: https://www.newenglishreview.org/Norman_Berdichevsky/Franco,_Fascism_and_the_Falange_-_Not_One_and_the_Same_Thing/

[5] [2]#_ftn2

[6] strongly opposed: https://www.ewtn.com/library/CHISTORY/racialaws.htm

[7] Summi Pontifactus,: http://w2.vatican.va/content/pius-xii/en/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20101939_summi-pontificatus.html

[8] urged: https://cruxnow.com/global-church/2017/09/15/catholic-leaders-trying-correct-sins-polands-leaders/

[9] deride: https://www.ncronline.org/news/world/polands-catholic-church-takes-its-critics

[10] argued: http://hungarianspectrum.org/2017/12/27/they-dont-see-eye-to-eye-pope-francis-and-the-hungarian-bishops/

[11] urge: https://www.reuters.com/article/europe-migrants-hungary-bishop/catholic-bishop-gives-shelter-to-migrants-in-rare-voice-of-support-in-hungary-idUSKBN16L1MX

[12] as Greg Johnson has pointed out: https://www.counter-currents.com/2017/12/the-christian-question-in-white-nationalism-2/

[13] receives only hostility: https://www.theguardian.com/world/2018/jul/09/italian-catholic-priests-go-to-war-with-salvini-over-immigration

[14] [1]#_ftnref1

[15] [2]#_ftnref2

 

jeudi, 06 décembre 2018

A Mainstream Primer on Populism

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A Mainstream Primer on Populism

John B. Judis
The Populist Explosion: How the Great Recession Transformed American and European Politics
New York: Columbia Global Reports, 2016

Judis-200x300.jpgFollowing the collapse of the Warsaw Pact in 1989 and, two years later, of the Soviet Union itself, there was a widespread sense in the West that the free market had conclusively vindicated itself and that socialism had been just as conclusively relegated to the scrapheap of history. But the political outcome of this period, surprisingly, was not continued electoral triumph for conservative cum classical liberal politicians of the Reagan/Thatcher type who had presided over victory in the Cold War. Instead, an apparent embrace of “markets” by center-Left parties in the West was followed by the rise of “new Democrat” Bill Clinton in the US (1993) and “new Labourite” Tony Blair in the UK (1997). Asked in 2002 what her greatest achievement was, Thatcher replied, “Tony Blair and New Labour. We forced our opponents to change their minds.”

This was the neoliberal moment, when there appeared to be a broad consensus on economic issues among all mainstream parties. Francis Fukuyama famously speculated it might herald a Kojèvian end of history.

The worm in the apple was partly that the supposedly “pro-market” consensus between mainstream parties was not so much a return to laissez-faire as a new type of crony capitalism involving collaboration between business interests and the political class as a whole. To some extent, current dissatisfaction with “capitalism” is really anger at this corrupt alliance against the common man misinterpreted as market failure.

But it must also be admitted that the free international movement of labor and capital, perhaps the most important point on which business interests and political elites are agreed, is objectively contrary to the interests of the Western working class. As Cambridge University economist Ha-Joon Chang has written:

Wages in rich countries are determined more by immigration control than anything else, including any minimum wage legislation. How is the immigration maximum determined? Not by the “free” labor market which, if left alone, will end up replacing 80-90 percent of native workers with cheaper immigrants.

This kept the neoliberal honeymoon brief.

John B. Judis’ The Populist Explosion is fairly reliable on this economic aspect of recent populist movements; his subtitle even suggests they might merely be a consequence of the post-2008 recession. Yet Jean-Marie Le Pen founded the Front National as early as 1972. Populist opposition to mass immigration elsewhere long predates the neoliberal moment as well. Like all mainstream writers, however, Judis is innocent of race and identity. He is the sort of writer who thinks Islamic terrorism would disappear if all Muslim immigrants were provided with good jobs.

The Populist Explosion consists of an introduction, six historical chapters, and a conclusion. Theoretical discussion is mostly limited to the introduction and conclusion. The author follows the late Argentine political scientist Ernesto Laclau’s understanding of populism as developed in his book On Populist Reason (2005). In this view, there is no one feature common to all populist movements, but only a kind of family resemblance among them. This family resemblance certainly includes a rhetoric centered on advocacy for “the people” and opposition to entrenched elites, but people and elites may be defined differently by different movements. The people may be “blue-collar workers, shopkeepers, or students burdened by debt.” The elites may be the “money power” of late nineteenth-century American populism, George Wallace’s “pointy-headed intellectuals,” or today’s globalists.

The author also follows Laclau in recognizing the existence of both Left- and Right-wing populisms. He claims to see at least one defining difference between them, however:

Leftwing populists champion the people against an elite or establishment. Theirs is a vertical politics of the bottom and middle arrayed against the top. Rightwing populists champion the people against an elite that they accuse of coddling a third group, which can consist, for instance, of immigrants, Islamists, or African-American militants. Leftwing populism is dyadic. Rightwing populism is triadic. It looks upward, but also down upon an out group.

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I am unsure whether this is a timeless truth about populist movements, but it correctly describes a recent pattern. Sam Francis described the managerial elites’ alliance with the underclass as a “squeeze play” against the middle class. European nationalists’ struggle against the alliance of globalists with unskilled Third World immigrants fits this model as well. No Leftist movement would deliberately exclude the underclass or non-white immigrants, whom they hope instead to lure away from any loyalty to current elites.

Judis also remarks that populist movements “often function as warning signs of a political crisis.” They occur when people see the prevailing political norms as being at odds with their own hopes and fears. Populist politicians express these neglected concerns in a language pitting ordinary people against intransigent or out-of-touch elites, thus becoming catalysts for change. In a two-party system such as America’s populism, it may succeed indirectly by getting its concerns adopted by one of the major parties instead of by breaking through to electoral success itself.

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The book’s first chapter traces populism back to late nineteenth-century America, which may not seem all that far. Politics since ancient times has been a contest between the many and the few, but this modest study does not claim to cover the populares faction of Republican Rome. Modern populism in Judis’ sense is “an American reaction that spread later to Latin America and Europe.”

Between 1870 and 1890, farm prices in the South and Midwest fell by two-thirds, compounded in some regions by drought. Railroads, which enjoyed a virtual monopoly, were raising farmers’ transport costs at the same time. Many fell into debt or lost their land to East Coast investors. The response of President Grover Cleveland’s Secretary of Agriculture, Norman Jay Coleman, to calls for government help expressed the political orthodoxy of the time: “The intelligent, practical, and successful farmer needs no aid from the government; the ignorant, impractical and indolent farmer deserves none.”

In May 1891, the legend goes, some members of the Kansas Farmers Alliance, riding back home from a national convention in Cincinnati, came up with the term “populist” to describe the political views that they and other alliance groups in the West and South were developing. The next year, the alliance groups joined hands with the Knights of Labor to form the People’s Party that over the next two years challenged the most basic assumptions that guided Republicans and Democrats in Washington.

At its height, in 1894, the People’s Party elected four Congressmen, four Senators, twenty-one governors, and four hundred sixty-five state legislators. In 1896, Democratic presidential candidate William Jennings Bryan adopted much of the party’s platform, and they endorsed his candidacy rather than fielding someone of their own. The People’s Party subsequently lost support. Their historical significance was considerable, however:

The populists were the first to call for government to regulate and even nationalize industries that were integral to the economy, like the railroads; they wanted government to reduce the inequality that capitalism, when left to its own devices, was creating; and they wanted to reduce the power of business in determining the outcome of elections. Eventually, much of the populist agenda, [including] the graduated income tax, was incorporated into the New Deal.

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Judis’ first chapter also devotes space to Huey Long and George Wallace. His second chapter describes the Perot and Buchanan movements, as well as the Tea Party and Occupy Wall Street. Chapter Three concludes his history of American populism with the Bernie Sanders and Donald Trump campaigns. The author seems to understand that it was precisely the utopianism of Sanders’ program which attracted young voters:

While older voters evaluated Sanders’s programs by whether they could be included in the president’s Fiscal Year 2018 budget, younger voters liked the visionary sweep of Medicare for All and Free Public College. They understood that these couldn’t happen within the current “rigged system” and would require a political revolution. The contrast couldn’t have been sharper with Clinton’s campaign that dwelt entirely on lists of incremental changes.

“Visionary” is the correct word. Those of us old enough to remember the Cold War received a jolt recently when polls indicated that fifty-seven percent of young Democratic voters are favorably disposed toward a hot, new idea they have just heard about called “socialism.”

As for Donald Trump, the author writes that he:

. . . repeatedly displayed the thin skin of a businessman who treasures his celebrity. At his rallies, he cheered supporters who beat up protestors. And he tried to turn his supporters against the press. [Judis apparently thinks the press’s own behavior had nothing to do with this.] Trump’s actions reflect a bilious disposition, a meanness borne out of bare-knuckle real estate and casino squabbles, and a conviction, borne out of his financial success, or perhaps arrested development, that he could say in public whatever he thought in private about Mexicans or women without suffering any consequences.

Might this outspokenness not appeal to millions of Americans tired of being told they are not allowed to mention certain obvious realities? It wouldn’t seem so to an author who has never experienced the temptation to express an unorthodox thought. Going to press apparently in the late spring of 2016, the author, like all other mainstream so-called experts, expected Trump to be “soundly defeated.”

In keeping with his economic orientation, Judis explains the first appearance of populism in Europe as resulting from the downturn of the 1970s, and ascribes their recent breakthroughs to the recession after 2008. Left-wing populist movements, as he observes, have been most significant in southern Europe, while Right-wing populists have been most influential in the north. Particularly informative for this reviewer was his account in Chapter Five of recent Left-wing movements in Greece and Spain. Greece’s Coalition of the Radical Left, popularly referred to as Syriza, was established in 2004 and is now ruling the country. Its rise is largely a reaction to tough austerity measures forced upon Greece by the European Union. Golden Dawn, a less successful party which some would describe as Right-wing populist, is left unmentioned. Spain’s center-Left Podemos party was founded in 2014 and received twenty-one percent of the vote in parliamentary elections in December 2015. It is now the third-largest group in the Spanish legislature, but has suffered internal rifts.

The author’s final chapter provides useful summaries of the history of four northern European Right-wing populist parties: the Danish People’s Party, Austria’s Freedom Party, UKIP, and France’s Front National (since renamed National Rally). All are best-known for opposing mass Third World immigration. Judis acknowledges that immigration threatens working-class wages, but does not seem to understand the threat to native folkways which motivates so many of these parties’ voters. He mentions Germany’s AfD only in passing. The Populist Explosion went to press before the rise of Sebastian Kurz in Austria or Marine Le Pen’s defeat at the hands of Emanuel Macron.

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The book’s conclusion discusses the threadbare accusation of fascism still leveled at Right-wing populists. Among the genuine resemblances the author sees are “the role of the charismatic leader, the flouting of democratic norms, [and] the scapegoating of an outgroup.” Of course, it is mainly these parties’ stress on the nation that reminds the Left of interwar fascism. Today’s Right-wing populism is a response to neoliberal globalism and its primary weapon of mass immigration, just as fascism was a response to the threat of Leninist Communism. But Judis concedes that today’s populists operate within a democratic, multiparty framework rather than aiming at dictatorship.

The second essential difference from interwar fascism (including German National Socialism) was that those earlier movements were expansionist and imperialistic. Today’s Right-wing populists sometimes describe themselves as “sovereigntist,” seeking to protect their borders from economic migrants and their national governments from supranational organizations such as the European Union and the United Nations. In other words, they are defensive rather than aggressive movements. The cry of fascism serves – and no doubt is meant – to divert attention from these obvious realities.

 

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samedi, 01 décembre 2018

Le communautarisme fait perdre son identité collective à la gauche

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Le communautarisme fait perdre son identité collective à la gauche

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L’une des plaies de la société occidentale moderne est le vague des définitions, l’aspect d’auberge espagnole des concepts politiques, qui brouille tellement le débat public que parfois, il est impossible de savoir de quoi on parle au juste. On peut prendre comme exemples des mots comme « valeurs », « démocratie », « république » dont aujourd’hui, nous serions bien en peine de dégager une définition commune. Mais l’une des principales victimes de ce flou est le concept de « gauche ». D’où la reprise de cet article, dont l’auteur s’est attelé à l’œuvre salutaire d’en délimiter les différentes tendances et conflits internes.

Une nécessité pour enfin savoir de quoi on parle… et si quelqu’un parmi vous a une définition aussi claire de la droite, envoyez-la parce que, pour le moment, elle est tout aussi confuse.


Par Tomasz Pierscionek
Paru sur RT sous le titre How identity politics makes the Left lose its collective identity 


Le phénomène des communautarismes qui envahit le monde occidental est une stratégie de division et de conquête qui entrave l’émergence d’une véritable résistance aux élites.

L’un des principes fondamentaux du socialisme est l’idée d’une solidarité supranationale qui unit la classe ouvrière internationale et l’emporte sur tout facteur qui pourrait la diviser, comme la nation, la race ou le sexe. Les travailleurs de toutes les nations sont des partenaires, avec la même valeur et la même responsabilité dans la lutte contre les exploiteurs de leur cerveau et de leurs muscles.

Le capitalisme, surtout dans sa forme la plus aboutie, exploiteuse et dénuée d’états d’âme — l’impérialisme — a fait plus de tort à certains groupes de personnes qu’à d’autres. Les empires coloniaux réservaient leur pires brutalités aux peuples subjugués, alors que pour sa part, la classe ouvrière de ces nations impérialistes s’en sortait mieux, parce qu’elle se tenait plus près des miettes qui tombaient de la table de l’empire. La lutte internationale des classes vise à libérer tous les peuples du joug capitaliste, quel que soit leur degré d’oppression passé ou présent. L’expression an injury to one is an injury to all’ [‘Une attaque contre un est une attaque contre tous’, slogan du syndicat américain fondé en 1905 Industrial Workers of the World, Travailleurs industriels du monde, NdT] résume cet état d’esprit et exclut de donner la priorité aux intérêts d’une faction de la classe ouvrière sur la collectivité.

Depuis la fin du XXe siècle, une tendance d’inspiration libérale infiltrée dans la gauche (du moins en Occident) encourage l’abandon d’une identité collectivité unique fondée sur la classe sociale en faveur de communautés multiples fondées sur le genre, la sexualité, la race ou tout autre vecteur de divisions. Chaque sous-groupe, de plus en plus distant de tous les autres, se concentre sur une identité partagée et les seules expériences de ses membres, et donne la priorité à sa propre émancipation. Toute personne extérieure à ce sous-groupe est admise, au mieux, au rang d’allié.

Au moment où j’écris ceci, il existe apparemment plus de 70 genres différents en Occident, sans parler des nombreuses orientations sexuelles — l’acronyme LGBT s’est à présent démultiplié en LGBTQIP2SAA. En y ajoutant les races et ethnies, on obtient un nombre encore plus grand de permutations ou d’identités possibles. Chaque sous-groupe a sa propre idéologie. Certains de ces groupes gaspillent un temps fou à se battre contre ceux qu’ils jugent moins opprimés et à les sommer d’admettre leur statut de « privilégiés » à mesure des changements dans la hiérarchie de la victimisation de ces « Olympiades de l’oppression » – car les règles de ce sport sont aussi fluides que les identités de ses participants. Par exemple, l’un des derniers dilemmes du communautarisme LGBT est la question de savoir si les transgenres masculin → féminin méritent d’être reconnus et acceptés en tant que femmes ou s’ils ne ‘sont pas des femmes et s’avéreraient en réalité des hommes « violeurs » de lesbiennes’.

L’idéologie communautariste affirme que l’homme blanc hétérosexuel est au sommet de la pyramide des privilèges, et responsable de l’oppression de tous les autres groupes. Son péché originel le condamne à l’opprobre éternelle. S’il est vrai que les hommes blancs hétéros (en tant que groupe) ont rencontré moins d’obstacles que les femmes, les hommes non hétéros ou les minorités ethniques, la majorité des hommes blancs hétéros, passés et présents, tirent aussi le diable par la queue et ne sont pas personnellement impliqués dans l’oppression d’autres groupes. Bien que la plupart des individus les plus riches du monde soient des hommes de race blanche, il existe des millions d’hommes blancs pauvres et dénués de tout pouvoir. L’idée de « race blanche » est en soi un concept ambigu qui implique un profilage racial. Par exemple, les Irlandais, les Slaves et les Juifs ashkénazes peuvent bien être blancs, mais ils ont enduré plus que leur part de famines, d’occupations et de génocides au cours des siècles. Établir un lien entre le privilège d’un individu et son apparence est en soi une forme de racisme imaginée par des « intellectuels » libéraux fumeux (certains pourraient dire des privilégiés) qui seraient superflus dans toute société socialiste.

Les lesbiennes issues de groupe ethniques minoritaires de la classe moyenne d’Europe occidentale sont-elles plus opprimées que les Syriennes blanches qui tentent de survivre à l’occupation de l’Etat islamique ? Un ouvrier blanc britannique jouit-il vraiment de plus de privilèges qu’une femme de la classe moyenne de la même société ? Les stéréotypes fondés sur la race, le sexe ou tout autre facteur ne conduisent qu’à diviser et aliéner. Comment pourrait-il y avoir une unité de la gauche tant nous ne sommes loyaux qu’à nous-mêmes et à ceux qui nous ressemblent le plus ? Certains hommes ‘blancs’ pour qui la gauche n’a plus rien à offrir ont décidé de jouer le jeu du communautarisme dans leur quête d’une planche de salut, et ont dérivé vers Trump (un milliardaire avec qui ils n’ont rien de commun) ou l’extrême droite, ce qui a débouché sur une aliénation, des animosités et un sentiment d’impuissance supplémentaires qui renforcent les 1% de l’élite économique. Or, les gens du monde entier sont plus divisés en classes sociales qu’en tout autre critère.

Mais il est beaucoup plus facile de « lutter » contre un groupe aussi opprimé, ou légèrement moins opprimé que le vôtre que de s’unir et de s’organiser contre l’ennemi commun – le capitalisme. La lutte contre l’oppression par le biais du communautarisme est au mieux une forme paresseuse, perverse et fétichiste de la lutte des classes. Elle est pilotée par des militants issus de la classe moyenne et de l’enseignement supérieur pour la plupart libéraux, et qui ne comprennent pas grand-chose à la théorie politique de gauche. Au pire, il s’agit d’un autre outil utilisé par les 1 % de l’élite économique pour diviser les 99 % restants en 99, ou en 999 groupes concurrents trop occupés à se battre entre eux pour remettre en question le statu quo. Sans surprise, l’un des principaux donateurs de cette fausse gauche communautariste est le milliardaire cisgenre blanc George Soros, dont les ONG ont aidé à orchestrer les manifestations de l’Euromaïdan en Ukraine, avec leur émergence de mouvements d’extrême droite et néo-nazis : le genre d’individus qui croient dur comme fer à une supériorité raciale et ne voient pas la diversité d’un bon œil.

Il existe une fausse idée largement diffusée, selon laquelle le communautarisme dériverait de la pensée marxiste. L’expression sans signification « marxisme culturel », qui a plus de rapport avec la culture libérale qu’avec le marxisme, est utilisée pour vendre cette ligne de pensée. [Aux USA, le « marxisme culturel » est une idéologie très à la mode émanée de l’École de Francfort, dont les travaux démarrés en 1923 avaient fini par déboucher sur une fusion entre le marxisme et l’idéologie bourgeoise. En France, nous en avons eu l’équivalent (sans l’étiquette marxiste) avec des intellectuels comme Derrida, Foucault, Deleuze, Guattari, etc. On notera que par exemple, le Français Raymond Aron faisait à la fois partie de l’École de Francfort et du Congress for Cultural Freedom, une officine implantée par la CIA en France (lien en français) dans les années 50, expressément pour faire la promotion d’une gauche anticommuniste, libérale-libertaire, capable d’éliminer l’influence du Parti communiste en Europe. Mission accomplie, NdT].

Non seulement le communautarisme n’a rien de commun avec le marxisme, le socialisme ou tout autre courant de pensée traditionnelle de gauche, mais il en représente l’antithèse exacte.

Une attaque contre un est une attaque contre tous’ a été remplacé par quelque chose comme ‘Une attaque contre moi est tout ce qui m’importe’. Aucun pays socialiste n’a jamais fait la promotion du communautarisme. Ni les nations africaines et asiatiques qui se sont libérées de l’oppression colonialiste, ni les États de l’URSS et du bloc de l’Est, ni les mouvements de gauche qui ont vu le jour en Amérique latine au début du XXIe siècle n’ont eu le temps de faire joujou avec des politiques communautaristes.

L’idée selon laquelle le communautarisme fait partie de la pensée traditionnelle de gauche est diffusée par la droite, qui cherche à discréditer les mouvements de gauche, par les libéraux qui cherchent à les infiltrer, à les poignarder dans le dos et à les détruire, et par des jeunes radicaux malavisés qui ne connaissent rien à la théorie politique, et qui n’ont ni la patience ni la discipline nécessaires pour l’apprendre. Ces derniers cherchent à se donner à bon compte l’illusion d’ébranler les fondements du capitalisme alors qu’en réalité, ils les renforcent.

Le communautarisme est typiquement un phénomène moderne piloté par la classe moyenne [à la remorque des médias grand public, NdT] pour aider les dirigeants libéraux à diviser et distraire les masses. En Occident, vous êtes libre de choisir votre sexe ou votre sexualité, d’en changer à votre guise ou même de créer les vôtres, mais vous n’avez pas le droit de remettre en question les fondements du capitalisme ou du libéralisme. Le communautarisme est le nouvel opium du peuple et handicape sérieusement toute résistance organisée contre le système. Certains segments de la gauche occidentale pensent même que ces « libertés » susmentionnées sont un indicateur de progrès et de supériorité culturelle qui justifie leur exportation à l’étranger, que ce soit en douceur par l’intermédiaire d’ONG ou plus brutalement, par des révolutions de couleur et des changements de régime.

Tomasz Pierscionek est médecin spécialisé en psychiatrie. Il était auparavant membre du conseil d’administration de l’association caritative Medact, est rédacteur en chef du London Progressive Journal et a été l’invité de Sputnik, de RT et de l’émission Kalima Horra (présentée par George Galloway) sur la chaine de télévision pan-arabe Al-Mayadeen.

Traduction Entelekheia
Photo Pixabay

vendredi, 30 novembre 2018

Le sociétalisme est-il le poison électoral de la gauche ?

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Le sociétalisme est-il le poison électoral de la gauche ?

Ex: http://entelekheia.fr 

Après l’article de la semaine dernière sur le communautarisme dans la gauche occidentale actuelle, une autre analyse du même phénomène, cette fois non plus relative à la structure elle-même de la gauche libérale-libertaire/sociétale, mais à ses chances de victoires électorales. Écrit par un homme de droite républicaine américaine, cet article décrypte ce qui pourrait bien constituer l’un des principaux rouages de la « machine à perdre » de la gauche libérale à travers une courte, mais édifiante leçon d’histoire récente des USA.


Par James P. Pinkerton
Paru sur The American Conservative sous le titre Social Justice Warriors Are the Democrats’ Electoral Poison


Une jeune femme bien connue de la classe des bavards de New York s’est finalement lâchée sur ce qu’elle pense vraiment. « La race blanche est le cancer de l’histoire de l’humanité », dit-elle, « c’est la race blanche et elle seule — ses idéologies et ses inventions — qui éradique des civilisations partout où elle se répand, ce qui a bouleversé l’équilibre écologique de la planète, ce qui menace aujourd’hui la vie même. »

Votre serviteur vient-il de citer le tweet d’un de nos nouveaux justiciers anti-blancs ? Non. La citation ci-dessus remonte à 1967. Elle est de Susan Sontag, une critique littéraire sur papier glacé. Ses paroles étaient d’abord écrites en réaction à la guerre du Vietnam, mais comme nous pouvons le voir, sa critique s’est étendue bien au delà de la seule guerre. Nous pourrions également ajouter que Sontag a dit plus tard qu’elle regrettait ses mots — parce qu’ils manquaient de considération pour les victimes de cancer.

En d’autres termes, rien de nouveau sous le soleil. Les blancs sont mauvais, la culture occidentale est mauvaise, l’Amérique est mauvaise, etc. Récemment, la journaliste Sarah Jeong a publié une tribune sur le Washington Post, en date du 8 juin, intitulée « Pourquoi ne devrions-nous pas haïr les hommes ? » Et le 19 juin, The Root – une publication fondée par le propriétaire du Washington Post aujourd’hui propriété d’Univision — a mis à la Une un article intitulé « Les blancs sont des couards ». Et le 23 juillet dernier, le New Yorker a offert ceci : « Un sociologue analyse la ‘fragilité psychologique des blancs’ qui empêche les Américains blancs de se confronter au racisme. »

Comme nous pouvons le voir quotidiennement, beaucoup de journalistes et auteurs tentent aujourd’hui d’être de nouvelles Susan Sontag.

Le problème : le succès médiatique n’est pas la même chose que le succès politique. C’est-à-dire que ce qui est aimé de la classe bavarde n’est souvent, disons, pas aimé des électeurs.

Pour illustrer ce point, revenons à l’époque de Sontag, à la fin des années 1960. En 1968, l’année suivant sa déclaration sur le « cancer », les Démocrates, après deux mandats à la Maison Blanche [de 1961 à 1969 avec Kennedy et Johnson, NdT], ont perdu contre Richard Nixon. La fin des années 60 avait apporté un net changement à l’esprit du temps. Oui, la révolution culturelle s’était épanouie dans certaines universités et autres domaines de l’élite, mais en majorité, le pays s’était déporté vers la droite.

Par exemple, l’une des chansons les plus célèbres de 1968 était « Revolution » des Beatles, dont les parolesétaient, en fait, nettement contre-révolutionnaires. Et l’un des plus gros tubes de 1969, « Okie From Muskogee »de Merle Haggard, était carrément réactionnaire.

Certes, la gauche était encore très forte. Le 15 novembre 1969, une manifestation contre la guerre du Vietnam à Washington, D.C., avait attiré 500 000 personnes. Et en parlant de protestations, quoique d’un type particulier, en 1969 et 1970, il y avait eu 370 attentats à la bombe dans la seule ville de New York. Au cours des deux années suivantes, au moins 2 500 bombes avaient explosé dans le pays, y compris au Capitole.

Parallèlement, Hollywood était passé en mode turbo avec des paraboles anti-guerre du Vietnam comme M*A*S*HCatch 22 et Little Big Man. Sur la défensive face à la pop culture, les Républicains soulignaient qu’ils avaient hérité de la guerre du Vietnam des Démocrates, mais à l’époque, la gauche de l’Amérique avait déjà pris des dimensions sontagiennes. Par exemple, un film de 1970, Joe, sur un père ouvrier réactionnaire — Susan Sarandon à ses débuts y figurait — le dépeignait comme haineux au point de tuer.

Pourtant, comme toujours, la politique électorale, par opposition aux postures culturelles, se préoccupait de chiffres — qui avait la majorité ? Et c’est là que les gauchistes avaient un problème : ils avaient du venin à revendre, mais pas assez d’électeurs.

Les élections de mi-mandat de 1970 avaient été portées par des questions sociétales, notamment diffusées par la Nouvelle Gauche contre ce que Nixon avait surnommé la « majorité silencieuse », les partisans de la « loi et l’ordre ». Pendant ce temps, les critiques se déchaînaient, traitant Nixon de presque tous les noms, y compris « fasciste » et « nazi ».

Pourtant, les observateurs ont été surpris lorsque Nixon a choisi de riposter. En mai 1970, le 37e président a tourné en dérision les radicaux des campus en les qualifiant de « minables, vous savez, ceux qui font sauter les campus ». Selon les normes d’aujourd’hui, ce type de rhétorique peut sembler anodine, mais à l’époque, elle avait fait sensation.

Parallèlement, le vice-président de Nixon, Spiro Agnew, était allé plus loin en dénigrant les opposants, en particulier dans les médias, en les traitant de « snobs décadents » et « nababs de la négativité ».

Peut-être en conséquence, les résultats des élections de mi-mandat de 1970 avaient offert un succès mitigé au duo Nixon-Agnew : les Républicains avaient remporté deux sièges de plus au Sénat. Oui, ils avaient aussi perdu une douzaine de sièges à la Chambre et un certain nombre de gouvernorats, mais cette mauvaise nouvelle avait été quelque peu adoucie par la réélection confortable d’une étoile montante en Californie, Ronald Reagan. [Ajoutons qu’à cette époque, la popularité de Nixon était sévèrement écornée par son soutien à la Guerre du Vietnam, à l’encontre d’une opinion publique de plus en plus hostile à ladite guerre – qu’il avait d’ailleurs promis d’arrêter pendant sa campagne électorale de 1968 pour ensuite se dédire. La défaite calamiteuse de McGovern en 1972, soit deux ans plus tard, alors que McGovern avait déclaré vouloir mettre une fin immédiate à cette guerre des plus impopulaires, n’en est qu’encore plus surprenante, NdT].

Puisque la gauche n’avait pas pu vaincre Nixon par les urnes, elle a cherché à le battre à la télévision. En 1971, CBS a créé All in the Family, une sitcom qui mettait en vedette Archie Bunker, un homme réactionnaire de Queens, à New York. Le programme suivait la même ligne directrice que le film Joe, même si l’acteur Carroll O’Connor jouait Archie avec plus de clins d’yeux humoristiques (et depuis, de nombreux observateurs — y compris Rob Reiner, un membre du casting de l’émission — ont comparé Archie Bunker à un autre fils de Queens, Donald Trump.

Mais contrairement aux prévisions, Archie est devenu un héros. Les téléspectateurs de l’Amérique profonde avaient sûrement compris que censément, c’était un beauf, mais les gens de Muskogee et de Peoria avaient décidé de bien l’aimer quand même. Pour utiliser le langage d’aujourd’hui, les Américains de base avaient choisi de « s’approprier » Archie, avec tous ses défauts. L’émission a fait des records d’audience pendant cinq saisons, à une époque où, nous pouvons le noter, cela signifiait qu’un tiers de toutes les télévisions en Amérique étaient allumées sur cette chaîne (en revanche, aujourd’hui, une émission peut prendre la tête des audiences avec seulement un cinquième des téléspectateurs de All in the Family).

Donc, comme on peut le constater, la stratégie de la gauche contre la droite avait ses faiblesses, et même ses retours de boomerang. Mais, bien sûr, même avant l’arrivée de Fox News [la principale chaîne de télévision conservatrice des USA, NdT], il y avait au moins une certaine opposition à la contre-culture. Le début des années 70 avaient notamment vu la défense vigoureuse du pays, de ses institutions et de son peuple d’Arnold Beichman, Nine Lies About America (Neuf mensonges sur l’Amérique), et l’attaque cinglante d’Edith Efron contre les médias, The News Twisters (Les tordeurs d’informations). Mais surtout, les gens ordinaires, parfois peu éduqués, avaient écouté leurs tripes : si les élites culturelles impopulaires résidentes des deux côtes détestaient tant Nixon, alors il devait être dans le vrai. [Aux USA, les classes aisées, qui sont majoritairement de gauche libérale, se concentrent sur les deux côtes atlantique et pacifique. Le reste, l’Amérique profonde beaucoup plus conservatrice, est souvent dédaigneusement nommée « Flyover America », « l’Amérique qu’on survole en avion » pour se rendre d’une côte à l’autre, NdT].

Venons-en à l’élection présidentielle de 1972. Nixon n’était pas particulièrement populaire, mais il avait eu de la chance : les démocrates, enivrés par leur propre culture — et peut-être diverses substances – avaient choisi, à la place de leurs candidats modérés, un gauchiste libéral-libertaire, George McGovern. Et McGovern portait un handicap supplémentaire, à savoir ceux qui, dans ses rangs, donnaient dans un sociétalisme extrémiste, notamment ceux qui se glorifiaient d’une approche à la Sontag.

George McGovern a été battu avec pertes et fracas. La débâcle électorale l’a vu perdre dans 49 États.

Arrêtons ce petit tour historique ici. Qu’il suffise de dire que jamais depuis ce jour, les Démocrates n’ont plus présenté de candidat aussi gauchiste que McGovern. [Ce qui veut dire qu’ils se sont trompés sur les raisons de sa défaite et que, dans les discours et les programmes de leurs candidats, ils ont supprimé le volet social de la gauche pour n’en garder que l’aspect sociétal/communautariste. Autrement dit, la sociétaliste Hillary Clinton oui, le populiste Bernie Sanders non. Et ils l’ont payé par une défaite, comme du temps de McGovern. Et Barack Obama, direz-vous ? Obama était une exception – charismatique, jouant volontiers sur la fibre exceptionnaliste et nationaliste des Américains, il avait su séduire à droite comme à gauche, NdT].

En fait, on devrait peut-être dire qu’ils ne l’ont pas encore fait. Comme nous l’avons vu, la gauche libérale américaine a dérivé encore plus vers le sociétalisme et le communautarisme – au point d’un antagonisme pur et simple envers l’Amérique – ce qui est susceptible de décourager de nombreux électeurs, même ceux qui ne sont peut-être pas des fans de Trump. En d’autres termes, les justiciers du politiquement correct peuvent dominer sur le campus de Berkeley ou à Burlington, sur la côte Est, mais ils ne passent pas dans les villes de Pontiac, dans le Michigan, ou Provo dans l’Utah.

Qu’adviendra-t-il des démocrates en 2020 ? Vont-ils succomber, une fois de plus, au chant des sirènes du macgovernisme, avec ses notes d’extrémisme à la Sontag ?

Aucun candidat démocrate plausible n’est ouvertement hostile à la majorité de la population du pays. Pourtant, il reste à voir si l’un ou l’autre des candidats dénoncera activement les paroles des jusqu’au-boutistes sociétaux, et se vaccinera ainsi contre le poison électoral du politiquement correct.

On se souviendra que ce type de dénonciation avait été la stratégie gagnante du Démocrate Bill Clinton en 1992. En mai de la même année, Clinton avait condamné les propos incendiaires d’une rappeuse, Sister Souljah, qui avait dit : « Pourquoi ne pas prendre une semaine pour tuer des blancs ? », ce qui était exactement ce que les Américains attendaient de sa part. Bien sûr, Clinton l’a très intelligemment attaquée : il l’a comparée à David Duke, le chef du Ku Klux Klan, se mettant ainsi à égale distance de ces deux figures toxiques opposées.

Malgré l’évident calcul de sa démarche, Clinton a manifestement fait ce qu’il fallait. A ce moment-là — dont on se souvient comme de son moment Sister Souljah — il s’est posé en centriste courageux, sans peur de s’attaquer à l’extrémisme de droite comme de gauche. La gauche libérale de l’époque l’avait violemment critiqué, mais les électeurs l’ont récompensé en le portant à la Maison Blanche dans une victoire éclatante.

Les démocrates peuvent-ils reproduire l’exploit de Clinton aujourd’hui ? Peuvent-ils se dégager des éléments les plus politiquement handicapants de leur coalition ?

Il est tout à fait possible que l’élection présidentielle de 2020 dépende de la réponse à ces questions.

James P. Pinkerton écrit pour TAC, dont il est également rédacteur en chef adjoint. Il a travaillé au bureau du Haut conseiller à la Maison-Blanche pour les présidents Ronald Reagan and George H.W. Bush (Bush père).

 

Traduction et notes Corinne Autey-Roussel pour Entelekheia

lundi, 26 novembre 2018

Georges Feltin-Tracol et la question sociale : la troisième voie solidariste

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Georges Feltin-Tracol et la question sociale : la troisième voie solidariste

par Pierre LE VIGAN

« Notre particularité, c’est la logique de la troisième voie, celle qui réussit la synthèse entre le national et le social », expliquait début 2011 Emmanuel Leroy, alors un des principaux conseillers de Marine Le Pen. La troisième voie, c’est le tercérisme, et c’est ce que l’on a appelé le solidarisme. Il y a là un continent des idées à redécouvrir. C’est ce à quoi contribue un ouvrage récent. Sous un titre militant, Georges Feltin–Tracol ne se contente pas de rendre compte d‘expériences politiques comme celles du Bastion social. Il explore les idées et propositions d’une troisième voie telles qu’elles ont pu être avancées à droite, mais aussi dans des milieux intellectuels inclassables, c’est-à-dire transversaux.

Saluons son travail d’excavation de thèmes et de propositions oubliées bien à tort, comme si les réelles questions de l’identité et de l’écologie avaient fait disparaître la question sociale, et comme si les trois n’étaient pas liées.

D’où parle Georges Feltin–Tracol ? D’une « droite » révolutionnaire, aussi bien éloignée du libéralisme-libertaire (dénoncé très tôt par Michel Clouscard) que du libéralisme-conservateur, qui paraît à Georges Feltin–Tracol une imposture car on ne peut accepter l’accumulation sans limite, ni territoriale ni anthropologique, du capital sans rendre liquide les peuples eux-mêmes par les migrations. Ce que voit très bien Georges Feltin–Tracol, c’est aussi que la logique du système économique est de pousser à la consommation et de rendre impossible toute patrimonialisation. C’est pour cela que le système liquide les classes moyennes. Contre ce processus, il espère en une troisième voie. Et nous donne un aperçu de son contenu.

pierre-leroux.jpgGeorges Feltin–Tracol rappelle d’abord les origines du socialisme avec Pierre Leroux, qui critiquait à la fois les restaurationnistes de la monarchie (une illusion), et le libéralisme exploiteur (une réalité). Un socialisme non marxiste qui préfigure une troisième voie. Puis, Georges Feltin–Tracol souligne ce qu’a pu être le socialisme pour Jean Mabire : une éthique de l’austérité et de la camaraderie, « au fond des mines et en haut des djebels ». Ce fut le contraire de l’esprit bourgeois. Ce fut un idéal de justice et de fraternité afin de dépasser les nationalismes pour entrer dans un socialisme européen. Avec un objectif : « conjoindre tradition et révolution ». Critiquant ce que le communisme peut voir de bourgeois, Jean Mabire lui préférait le « communisme des conseils », libertaire (mais certes pas libéral-libertaire). Pour les mêmes raisons que le tenait éloigné du communisme productiviste et embourgeoisé, Mabire ne s’assimilait aucunement au fascisme, non seulement parce qu’il était mort en 1945, mais parce qu’il n’avait été ni socialiste, ni européen. Il se tenait par contre proche de la nébuleuse qualifiée de « gauche réactionnaire » par Marc Crapez. Une gauche antilibérale et holiste. Georges Feltin–Tracol évoque aussi le curieux « socialisme » modernisateur, technocratique, anti-bourgeois et anti-rentier de Patrie et progrès (1958-60). Dans son chapitre « Positions tercéristes », Georges Feltin–Tracol évoque les mouvements de type troisième voie de l’Amérique latine, du monde arabe, du Moyen-Orient, d’Afrique.

La troisième voie dans le monde a toujours été à la fois une voie économique et sociale nouvelle, mais aussi un projet de non alignement par rapport aux grandes puissances. Dominique de Roux et Jean Parvulesco l’ont bien vu. « On ne peut pas dissocier la troisième voie sociale et économique du tercérisme géopolitique », note GFT.

Une autre voie économique tercériste est celle de Jacques Duboin et de son journal La grande relève. C’est l’abondancisme et le distributisme, avec une monnaie fondante. Il s’agit de transférer la propriété des moyens de production à des structures locales collectives (familles, corporations, etc.). G-K. Chesterton et Hilaire Belloc défendent, comme J. Duboin, un distributisme lié au projet de Crédit social de C.-H. Douglas. Avec le créditisme, la monnaie est créée en fonction de la richesse réelle produite. Hyacinthe Dubreuil, de son côté, défend des idées proches des distributistes et insiste sur l’auto-organisation nécessaire des travailleurs dans de petites unités.

GFT s’attache aussi à la généalogie des solidarismes. Il étudie le cas de la France avec Léon Bourgeois, puis s’intéresse à la Russie avec le NTS, dont l’emblème fut le trident ukrainien (à noter que l’usage du trident « ukrainien » par des Russes signifie pour eux la force des liens entre la Russie et l’Ukraine. C’est aussi, en forme de fourche, un symbole de la colère et de la force du peuple). Le solidarisme russe du NTS de Sergei Levitsky et d’autres intellectuels militants se réclame d’une doctrine à la fois personnaliste et communautaire. Le solidarisme est aussi présent en Allemagne avec un groupe de solidaristes anti-hitlériens, en Belgique flamande avec les nationaux-solidaristes du Verdinaso et Joris van Severen.

En France, cinquante ans après Léon Bourgeois, se revendiquent solidaristes des déçus du nationalisme traditionnel souhaitant repenser la question sociale. C’est le Mouvement Jeune Révolution dans les années 60, puis le Groupe Action Jeunesse, teinté de nationalisme révolutionnaire, puis le Mouvement nationaliste-révolutionnaire de Jean-Gilles Malliarakis, avant le mouvement Troisième Voie, et d’autres petits groupes. Ce sont les nouveaux tercéristes. Qu’il s’agisse du solidarisme de « Troisième Voie » des années 80 ou de « 3e Voie » des années 2010, il s’agit d’un solidarisme nationaliste-révolutionnaire. Le projet est de bâtir une République du peuple tout entier. Le solidarisme de « 3e Voie », vers 2010, « défendait l’idée d’une démocratie directe vivante axée sur le référendum d’initiative populaire. On notera que ce sont des propositions profondément démocratiques – mais il est vrai que les solidaristes se veulent « au-delà de la droite et de la gauche », et libres par rapport aux divisions droite/gauche de plus en plus artificielles et trompeuses. Loin de toute doctrine xénophobe ou suprématiste, le « solidarisme est défini comme l’universalisme des nations en lutte pour leur survie (Serge Ayoub, Doctrine du solidarisme) ». On est loin de la caricature du « nationalisme fauteur de guerre », caricature maniée par Macron à la suite de Mitterrand et de bien d’autres. « Nous sommes des révolutionnaires, mais des révolutionnaires conservateurs », précise encore Serge Ayoub.

loimut.jpgLe gaullisme n’est pas si éloigné de cette conception de l’économie et du social. Pour les gaullistes de conviction, la solution à la question sociale est la participation des ouvriers à la propriété de l’entreprise. C’est le pancapitalisme (ou capitalisme populaire, au sens de « répandu dans le peuple ») de Marcel Loichot. Pour de Gaulle, la participation doit corriger l’arbitraire du capitalisme en associant les salariés à la gestion des entreprises, tandis que le Plan doit corriger les insuffisances et les erreurs du marché du point de vue de l’intérêt de la nation. Participation et planification – ou planisme comme on disait dans les années trente – caractérisent ainsi la pensée du gaulliste Louis Vallon. D’autres personnalités importantes du gaullisme de gauche sont René Capitant, Jacques Debû-Bridel, Léo Hamon, Michel Cazenave (1), Philippe Dechartre, Dominique Gallet… L’objectif du gaullisme, et pas seulement du gaullisme de gauche, mais du gaullisme de projet par opposition au simple gaullisme de gestion, est, non pas de supprimer les conflits d’intérêts mais de supprimer les conflits de classes sociales. La participation n’est pas seulement une participation aux bénéfices, elle est une participation au capital de façon à ce que les ouvriers, employés, techniciens, cadres deviennent copropriétaires de l’entreprise. Le capitalisme populaire, diffusé dans le peuple, ou pancapitalisme, succèderait alors au capitalisme oligarchique. Il pourrait aussi être un remède efficace à la financiarisation de l’économie.

Jacob Sher, juif lituanien issu d’une famille communiste, développe une doctrine dite l’ergonisme (ergon : travail, œuvre, tâche). Il ne s’agit pas d’être entre capitalisme et socialisme mais hors d’eux et contre eux, comme le troisième angle d’un triangle. Jacob Sher propose la propriété des moyens de production par les travailleurs, mais non pas au niveau de la nation, ce qui passe concrètement par l’État et renvoie au modèle soviétique – qu’il a vu de près et rejette – mais au niveau de la collectivité des travailleurs dans les entreprises. L’autogestion se fonde, dans ce projet, sur l’autopropriété de l’entreprise par les travailleurs – c’est le point commun avec Marcel Loichot – et est donc une autogestion très différente de celle de la Yougoslavie de Tito, qui implique une propriété collective, nationale, des grands moyens de production (même si, à partir de 1965, la Yougoslavie de Tito a donné de plus en plus de place au marché et à l’autonomie des entreprises). L’idée de Jacob Sher se rapproche plutôt des coopératives de production. Ce projet de Jacob Sher apparaît aussi proche de celui du Manifeste de Vérone de la République tardivement édifiée par Mussolini, la RSI (République sociale italienne) (2). Jacob Sher propose ainsi une socialisation plus qu’une nationalisation des moyens de production.

Reste que tous ces projets se trouvent confrontés à une difficulté nouvelle. Dans les années 60, l’obstacle au dépassement non communiste du capitalisme était d’abord politique. Comment briser la domination de l’argent-roi qui pèse sur le politique. Comment libérer le politique des grands trusts ? (Ni trusts ni soviets était encore le titre d’un livre brillant de Jean-Gilles Malliarakis en 1985). La situation est très différente. Tous les projets « tercéristes », ou « solidaristes », ou gaullistes de gauche reposent sur la pérennité des collectifs de travail. Or, cette pérennité est mise en péril par la précarisation, l’uberisation (ou « amazonification »), l’éclatement des collectifs de travail (les contrats de projet à la place des contrats de travail). Il faut donc repenser les projets tercéristes. Face à l’isolement des travailleurs, salariés ou auto-entrepreneurs, il faut remettre des projets en commun, des enjeux en commun, des capitaux en commun, des arbitrages en commun, il faut réinventer des corps de métier et des solidarités trans-entreprises, « corporatives » et locales. Il faut changer à la fois les mentalités et les structures. La troisième voie est aussi une démondialisation et un recours aux liens qui libèrent. Vaste programme.

Pierre Le Vigan

Notes

1 : Philosophe, spécialiste de C.-G. Jung, il organisa le fameux Colloque de Cordoue en 1979.

2 : Voir le point 11 du Manifeste de Vérone – « Dans chaque entreprise – privée ou d’État – les représentants des techniciens et des ouvriers coopéreront intimement, à travers une connaissance directe de la gestion, à la répartition égale des intérêts entre le fond de réserve, les dividendes des actions et la participation aux bénéfices par les travailleurs. Dans certaines entreprises, on pourra étendre les prérogatives des commissions de fabrique. Dans d’autres, les Conseils d’administration seront remplacés par des Conseils de gestion composés de techniciens et d’ouvriers et d’un représentant de l’État. Dans d’autres encore une forme de coopérative syndicale s’imposera. »

• Georges Feltin-Tracol, Pour la troisième voie solidariste. Un autre regard sur la question sociale, Éditions Les Bouquins de Synthèse nationale, coll. « Idées », 172 p., 20 €.

• D’abord mis en ligne sur Polémia, le 22 octobre 2018.

lundi, 19 novembre 2018

La volonté d’impuissance ou l’ochlocratie comme révolte des élites

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La volonté d’impuissance ou l’ochlocratie comme révolte des élites

Pasolini affirmait que « rien n’est plus anarchique [que le pouvoir], ce que veut le pouvoir est totalement arbitraire ou dicté par des nécessités économiques échappant à la logique. » L’idée que les élites politiques françaises, mais de plus en plus globalement en Europe, sinon en Occident, organisent leur propre impuissance n’est pas neuve. Cette représentation nationale dépourvue de représentativité aurait pu cependant trouver un terme dans une réaction nationale qui s’est historiquement toujours illustrée par son mépris envers une caste politique qui ne représente plus qu’elle-même. Pourtant, la solution historique qui permettait au pays de sortir de ses crises paraît anéantie depuis le XXe siècle, et la crise de la modernité provoquée par la Grande Guerre semble y avoir un impact. L’esprit qui anima les révolutions qui jalonnèrent la France depuis 1789 se serait ainsi essoufflé, et l’avènement de régimes politiques caractérisés par l’inconstance des élites serait symptomatique de ce qu’observât Bernanos à son retour du Brésil au sujet d’un peuple français « malade d’une guerre civile manquée, ravagée, refoulée. »

Pour autant, les causes de l’apathie du peuple vis-à-vis des turpitudes de ses représentants ne pourraient s’expliquer par la seule invocation de la crise de la modernité, ni par la révolte des élites prise à part – qui par ailleurs n’est pas un phénomène nouveau en France, mais est au contraire bien implanté dans notre culture politique, au moins depuis la Révolution – ; cette dernière doit être mise en corrélation avec le manque d’ambition populaire vis-à-vis de la démocratie. Si la révolte des élites prospère plus que jamais – à l’exception de la parenthèse gaulliste qui, en réalité, permet justement de la mettre en évidence – ce serait avant tout parce que l’idéal révolutionnaire propre à la culture française se serait évanoui. Si l’embourgeoisement des classes populaires est un fait social admis par tous, peu de monde s’intéresse à l’embourgeoisement des classes depuis l’apparition du consumérisme. L’embourgeoisement à l’époque paléo-industrielle reposait sur une certaine bourgeoisie éclairée tandis la culture dominante actuelle repose sur la satisfaction de désirs massifiés ; même le rapport au travail productif est conditionné par une logique de consommation. Les individus n’appréhendent désormais l’égalité plus que sous le prisme de la consommation et désirent tous la même chose, de la même manière, avec la même ardeur, ce qui eut pour effet de reléguer les anciennes valeurs populaires au rang de lubies ataviques. Cette massification extrême a engendré un véritable régime de masse, une ochlocratie. À partir du moment où les élites elles-mêmes furent acculturées, le peuple qui continuait malgré tout à en faire leur référence culturelle s’est à son tour transformé en masse dont on ne saurait plus distinguer culturellement la moindre composante. Toutefois, cette culture de la masse chez les élites semble préexister au consumérisme, dont il incarnerait une évolution, un catalyseur de l’ochlocratie. Maurice Duverger relevait ainsi dans son ouvrage La Nostalgie de l’Impuissance que nos politiques s’échinaient à revenir à la IVe République – régime symptomatique de cette culture de masse – à coups de modifications constitutionnelles pour échapper à une certaine rigueur institutionnelle. Duverger attribuait justement ce retour à marche forcée à une culture non pas tant de l’instabilité qui caractérisa le parlementarisme classique qu’incarnait « Mademoiselle Q » mais plutôt à celle des intrigues de palais, du mépris du politique au profit d’une société du spectacle à l’intérieur de la société du spectacle ; une forme d’oligochlocratie en somme, pour user d’un néologisme.

Cela nous renvoie à la définition que donna Aristote de l’ochlocratie dans Les Politiques : « Une autre espèce de démocratie, c’est celle où toutes les autres caractéristiques sont les mêmes, mais où c’est la masse qui est souveraine et non la loi. C’est le cas quand ce sont les décrets qui sont souverains et non la loi. » De plus ; la massification des individus induit aussi une aliénation de la souveraineté, aussi bien nationale que populaire, au profit des passions, si caractéristiques de la vie politicienne d’aujourd’hui qui ne vit plus que par leur rythme. C’est l’analyse qu’en donna notamment Ernst Jünger dans son Traité du Rebelle : « L’aspect de foules énormes, délirantes de passion, est l’une des marques essentielles de notre entrée dans une ère nouvelle. Sa magie fait régner, à défaut d’unanimité, l’accord des voix : car si une autre voix s’élevait ici des tourbillons se formeraient pour engloutir celui qui l’a fait entendre. »

Dès lors, il apparaîtrait que le régime de masse dans lequel nous sommes plongés serait susceptible de découler directement de la révolte des élites ; du fait de leur culture historique du comportement en masse, culture que la société de consommation a amplifiée et étendue à tout le peuple. L’essence de la révolte des élites tient désormais plus de la culture nationale, ou plutôt de la culture globale puisque touchant presque tous les peuples ; bref l’extension d’une oligochloratie en véritable ochlocratie. Cette extension pourrait être passée par deux étapes ; la première par la fin des souverainetés jusqu’alors inhérentes à un peuple , lequel est ensuite, avec ses élites, entraîné dans l’impuissance la plus totale.

LA FIN DES SOUVERAINETÉS

La souveraineté d’un peuple s’exerce de deux manières différentes, celle de sa souveraineté entendue comme indépendance nationale, de ses libertés fondamentales et d’être maître chez soi ainsi que de ses choix, mais aussi de la souveraineté de ses opinions qui est censée lui permettre l’élection de ses représentants et des choix définissant les orientations de la communauté de destin dont il fait partie de la manière la plus éclairée et vertueuse possible. Ces deux facettes sont celles de la démocratie au sens littéral, l’exercice du pouvoir par le peuple. Pour garantir sa souveraineté nationale et populaire, le peuple doit avant tout être souverain de lui-même. Or, lorsque l’une de ces souverainetés se retrouve aliénée et que la seconde n’est qu’illusoire, le peuple se retrouve dépossédé des moyens de mettre fin à la révolte des élites.

La massification des opinions

Pasolini remarquait – même s’il parlait de l’Italie, aujourd’hui ce constat peut s’étendre à la France – que l’une des spécificités de la bourgeoisie est qu’elle serait étrangère sa propre nation. Cette représentation nationale qui serait en fait issue d’une culture cosmopolite – dans son acception déracinée et apatride – a une conséquence directe, bien que négligée dans les débats, sur l’attitude des élites envers leurs électeurs. En France, le système représentatif repose sur un électorat-fonction : c’est le corps électoral qui fait la représentativité des représentants. À partir du moment où le corps électoral refuse, ou est incapable, d’assurer cette fonction, le système représentatif se retrouve dès lors perverti.

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Nous l’avons dit plus haut, l’élite, soit le corps des représentants de la nation, s’est caractérisée dans le comportement politique d’une masse, toutefois à sa propre échelle – ce que nous avons dénommé oligochlocratie. Cette culture se traduisit notamment dans l’instabilité institutionnelle des malheureuses IIIe et IVe Républiques, mais qui se démarquait aussi par sa capacité à demeurer en vase clos, d’incarner en donc cet état d’oligochlocratie, qui contenait cependant déjà les germes du glissement vers l’ochlocratie. En effet, avant de comprendre comment les citoyens ont progressivement accepté que l’indépendance nationale serait une idée obsolète, voire insensée, les élites se sont en premier lieu échinées à les défaire de leur souveraineté sur leurs propres opinions. L’on a pu ainsi constater que pour désarmer une communauté nationale, en France tout du moins, l’on commence par lui instiller un mépris envers elle-même afin qu’elle assimile d’autres dogmes, d’autres valeurs.

Avec l’apparition de la société de consommation, l’embourgeoisement des classes populaires et moyennes est devenu une arme culturelle dont l’élite se sert de manière coercitive pour façonner le peuple à son image, sans comprendre qu’elle n’est elle-même rien d’autre qu’une exécutante de ce « Nouveau Pouvoir » qu’abhorrait Pasolini. Arrivée au paradoxe décrit par Gramsci, soit d’être une classe dominante, mais incapable de diriger à cause d’une crise d’autorité mettant en cause sa représentativité, et donc sa légitimité, la coercition devient un levier de compensation pour se maintenir au pouvoir, d’où l’acculturation qui s’opère désormais. En produisant une culture de masse qui n’a que faire de ce que les valeurs populaires sacralisaient, ce « nouveau pouvoir » a fatalement massifié les hommes en leur donnant de nouvelles idoles et en rendant toute autre idéologie méprisable, marginale et ridicule. Les différentes couleurs politiques ne sont plus qu’un simulacre que dénonçait déjà le philosophe au marteau dans l’aphorisme « À l’Écart » présent dans Le Gai Savoir : « il est indifférent de savoir si l’on impose une opinion au troupeau ou si on lui en permet cinq. — Celui qui diverge des cinq opinions publiques et se tient à l’écart a toujours tout le troupeau contre lui. » La modernité de la société de consommation n’a rien changé à ce fait ; elle l’a au contraire massifié à une ampleur que même Nietzsche n’imaginait probablement pas. À partir du moment où tous, quelle que soit la culture politique ou les différences de classes sociales, se nourrissent de la même culture (de masse) vendue par un bourrage de crâne totalisant – et donc totalitaire –, il ne saurait y avoir de différences idéologiques et culturelles, sinon purement nominales. La mort du politique n’est alors plus quelque chose d’inexplicable. Au contraire, il est substitué par les démagogues grâce à l’apparition du « sociétal », qui ne recouvre rien d’autre que des préoccupations individualistes, égoïstes et vénales contradictoires, que ces derniers tenteront de satisfaire pour se maintenir au pouvoir, le démagogue n’étant rien d’autre que le personnage qui flatte les passions de la masse dans le but d’accroître sa propre popularité. Il y a une volonté politique de satisfaire ces désirs des électeurs, ou d’occuper leurs esprits avec des thématiques superflues, les empêchant de songer aux véritables enjeux politiques ; c’est là que s’incarne cette coercition permettant à la classe dominante de conserver sa domination, mais sans plus diriger. C’est justement sur ce point que la définition de l’ochlocratie donnée par Aristote dans Les Politiques rencontre un écho avec notre époque : « Là où les lois ne dominent pas, alors apparaissent les démagogues ; le peuple, en effet, devient monarque, unité composée d’une multitude, car ce sont les gens de la multitude qui sont souverains, non pas chacun en particulier mais tous ensemble. » Il relève ainsi le paradoxe propre de l’ochlocratie, régime où la souveraineté – mais une souveraineté horrible, car aliénée et hédoniste – est exercée par la masse, qu’il distingue du peuple dont elle est le penchant pervers (c’est la distinction entre dêmos et ókhlos) : « Donc un tel peuple, comme il est monarque, parce qu’il n’est pas gouverné par une loi, il devient despotique, de sorte que les flatteurs sont à l’honneur, et un régime populaire de ce genre est l’analogue de la tyrannie parmi les monarchies. »

Dès lors, comment s’étonner de l’hégémonie d’une « manufacture du consentement » qui dirige et les élites, et les citoyens en leur faisant croire que c’est tel ou tel modèle, consumériste, qu’il faille absolument singer pour triompher ? Que les démagogues fassent les couvertures des magazines people afin d’être enviés par la masse qui fait office de corps électoral ? Les opérations séductions, la « souveraineté du people » – pour reprendre l’expression du sociologue Guillaume Erner – ont remplacé les débats d’idées, là est la continuité moderne de la révolte des élites, et c’est justement ce que remarquait Aristote au sujet de l’ochlocratie : « Ces démagogues sont causes que les décrets sont souverains et non les lois ; ils portent, en effet, tout devant le peuple, car ils n’arrivent à prendre de l’importance que du fait que le peuple est souverain en tout, et qu’eux sont souverains de l’opinion du peuple. Car la multitude les suit. » En façonnant les citoyens à leur image, les élites peuvent ainsi s’adonner à la vaste récréation à laquelle ils ont toujours rêvé. D’où la paupérisation des débats, des idées des partis politiques, et cet étrange paradoxe qu’engendre les souverainetés réduites à l’impuissance, puisque l’ochlocratie est symptomatique d’une nostalgie de la toute-puissance, mais une toute-puissance de façade, « toute-puissance pour empêcher ou pour détruire, impuissance pour décider et construire », pour reprendre le mot de Duverger dans La Nostalgie de l’Impuissance.

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Cette ambivalence de ce qui est, somme toute, une toute-puissance de l’impuissance, à laquelle le peuple est dorénavant assimilé, et le néant de la pensée qui l’accompagne, font qu’il n’y a désormais ni élite, ni peuple, qui se sont confondus dans l’ókhlos. Cette fin de la souveraineté populaire entraîne fatalement la fin de l’État, comme l’analysait Rousseau dans Du Contrat Social où sa typologie rejoint celle d’Aristote: « Quand l’État se dissout, l’abus du gouvernement quel qu’il soit prend le nom commun d’anarchie. En distinguant, la démocratie dégénère en ochlocratie, l’aristocratie en oligarchie. »  Or, la fin de l’État signifie la fin de la souveraineté nationale, fin généralement justifiée par les élites à grand renfort de discours juridiques abscons et oiseux auxquels les citoyens n’entendent rien.  Cet abandon de la souveraineté comme exercice de l’indépendance d’un peuple et de sa possibilité à choisir son destin pourrait s’expliquer en reprenant le propos d’Ernst Jünger dans son Traité du Rebelle : « L’inexorable encerclement de l’homme a été préparé de longue date, par les théories qui visent à donner du monde une explication logique et sans faille, et qui progressent du même pas que les développements de la technique. On soumet d’abord l’adversaire à un investissement rationnel, puis à un investissement social, auquel succède, l’heure venue, son extermination. »

La massification des communautés de destins

La massification des opinions est donc logiquement suivie par la massification des communautés de destins. L’anéantissement des altérités au profit de l’uniformisation culturelle passe par la fin des indépendances nationales, et donc par la fin de la liberté des peuples à disposer d’eux-mêmes. Pour cela, les élites suivent la même méthode ; elles confondent les scrutins avec leurs propres personnes, marginalisent les idées en imposant un chantage aux électeurs où il s’agit d’approuver l’élection du démagogue qui use de flatteries et de peur afin d’obtenir gain de cause. Plus précisément, il joue sur les quatre impulsions affectives primaires théorisées par le sociologue Serge Tchakhotine : l’agressivité, l’intérêt matériel immédiat, l’attirance sexuelle au sens large, la recherche de la sécurité et de la norme. Les démagogues n’ont plus qu’à conquérir l’électorat comme on gagnerait des parts de marché. Cela a pour effet de transformer les élections en plébiscites, pour lesquels la raison est réduite à l’accessoire. L’on peut encore une fois citer Le Traité du Rebelle d’Ernst Jünger qui en a particulièrement saisi l’esprit : « À mesure que les dictatures gagnent en pouvoir, elles remplacent les élections libres par le plébiscite. Mais l’étendue du plébiscite dépasse le secteur soumis naguère au jugement du corps électoral. C’est maintenant l’élection qui devient l’une des formes du plébiscite. »

Les succès de ce glissement de l’élection vers le plébiscite s’étendant de plus en plus dans le monde sont d’ailleurs à lier à une nouvelle génération de démagogues. Présentés par les médias de masse comme jeunes, donc nouveaux donc antisystème et donc, forcément, représentants du Bien. Ils incarnent finalement tout ce que Pasolini méprisait dans la façon dont « le conformisme consumériste a bouffé la réalité », à manipuler les corps en recueillant l’assentiment de tous. L’apparition de personnalités telles que Justin Trudeau, Matteo Renzi ou encore Emmanuel Macron s’inscrivent totalement dans cette volonté de modeler un « homme nouveau » produit par l’hédonisme de masse. Bref, comme le disait Pasolini dans Essais sur la politique et sur la société : « Les bourgeois, créateurs d’un nouveau type de civilisation, ne pouvaient joindre qu’à déréaliser le corps. Ils y ont réussi, en effet, et ils en ont fait un masque. » Désormais, les pays occidentaux se dotent petit à petit d’hommes qui paraissent identiques, de leur physique jusqu’à leur action politique, laquelle dépossède les peuples de leur souveraineté sous couvert de démocratie, ou plutôt de démocratisation mondiale. Si l’expression de « village mondial » tient d’ailleurs généralement du sarcasme – les défenseurs de son concept lui préfèrent l’expression de « banquet des nations » de Mazzini – elle correspond néanmoins à une bonne allégorie du processus de massification des communautés de destins, qui est en fait le corolaire du processus de déracinement des hommes. En leur ôtant l’envie de choisir, l’on leur ôte ensuite la capacité de choisir, si bien que les quelques rares individus qui s’en émeuvent passent au mieux pour des nostalgiques mièvres, au pire pour de dangereux réactionnaires. L’on pourrait reprendre l’ironie nietzschéenne de l’aphorisme « Victoire de la démocratie » dans Le Voyageur et son ombre, dont les coups de marteau n’ont jamais aussi bien résonné : « Le résultat pratique de cette démocratisation qui va toujours en augmentant, sera en premier lieu la création d’une union des peuples européens, où chaque pays délimité selon des opportunités géographiques : on tiendra alors très peu compte des souvenirs historiques des peuples, tels qu’ils ont existé jusqu’à présent, parce que le sens de piété qui entoure ces souvenirs sera peu à peu déraciné de fond en comble, sous le règne du principe démocratique, avide d’innovations et d’expériences. »

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Car la massification des communautés de destins découle en bonne partie du façonnage et de l’affirmation d’un certain sens de l’Histoire conforme à la culture ochlocratique. L’imposition d’une lecture unique et fortement connotée du passé, auquel l’ont adjoint des symboles – parfois détournés de leur réalité historique – servant l’enrégimentement total des individus n’est pas seulement une rupture avec les relations qu’avaient les sociétés avec leur Histoire. Une fois le même destin imposé à tous et l’incapacité totale des citoyens à s’arracher d’un univers où l’homme n’a plus qu’à s’endormir sur son conformisme, le passé est dissocié de son rôle instructeur, enfermant en définitive les communautés de destins dans un présent perpétuel où les slogans tirés du champ lexical du progrès et de la modernité peuvent triompher indéfiniment puisqu’ils recouvrent la même dimension incantatoire. Cette impuissance totale dans laquelle les sociétés sont plongées ou, pour reprendre le mot de Bernanos : « un système de slogans, comme un oiseau pris sous le faisceau d’un projecteur », a pour conséquence de niveler l’intelligence des citoyens, mais aussi de permettre au pouvoir politique, aussi déliquescent puisse-t-il être, de faire du provisoire un état de fait immuable, contre lequel ceux qui se dresseraient seraient des dangers pour un régime démocratique qui n’existe pourtant plus.

L’IMPUISSANCE TOTALE

Nietzsche disait, non sans raillerie, de la démocratie qu’elle était le régime de la médiocrité par excellence, car permettant à ses citoyens d’être assez intelligents pour voter, mais pas assez pour voter de manière éclairée. L’état d’impuissance totale dans lequel ils sont plongés dans un régime ochlocratique, en sus d’empêcher la formation de tout esprit critique, induit aussi un panurgisme qui profite aux démagogues. Ces derniers ont toutefois besoin d’entretenir une apathie intellectuelle des masses pour que leur révolte puisse perdurer. Pour cela, les démagogues enferment le politique dans une bulle du présent ; provisoire par nature, il devient perpétuel dans l’ochlocratie, confirmant l’ambivalence énoncée par Maurice Duverger citée plus haut : « toute-puissance pour empêcher ou pour détruire, impuissance pour décider et construire. »

Le provisoire perpétuel

Georges Bernanos affirmait dans une entrevue au Diario de Beló Horizonte que : « Ce que l’esprit de vieillesse oppose à ces partis pris, sous le nom de sagesse, c’est le calcul d’une prévoyance abjecte qui pourrait se résumer ainsi : « Tâchons de faire durer le provisoire aussi longtemps que nous, et après nous, qu’importe ! » […] L’esprit de vieillesse n’est conservateur que de lui-même. L’esprit de vieillesse est essentiellement destructeur. » Faire du provisoire un état perpétuel, corollaire du fameux « pour que tout reste comme avant, il faut que tout change » du Guépard, est la cage politicienne qui permet aux démagogues de se maintenir. Les propagandes sur la construction européenne figées depuis les années 1970, les slogans autour du « vivre ensemble », de la « tolérance », mais aussi le chantage d’un retour du péril fasciste pourtant réduit à l’état de phénomène archéologique, témoignent de l’arrêt du temps politique. Le propre du concept de Progrès reposant justement en son évolution permanente, il demeure logiquement inatteignable puisque son horizon est sans cesse repoussé par le développement ou la consécration de nouveaux besoins dont la masse demandera ensuite la satisfaction. La révolte des élites peut ainsi s’épanouir dans ce contingentement du temps qui incarne une sorte de dérive perverse et cynique du carpe diem poussé à son comble que permet l’ochlocratie. Faire durer le provisoire indéfiniment permet, comme le disait Bernanos, une autoconservation qui met en péril l’avenir, mais conjugué à l’ochlocratie, c’est l’avenir lui-même qui est reporté sine die. L’image du déluge invoquée par Bernanos est judicieuse à un autre titre, en sus de démontrer le nihilisme propre à la révolte des élites et à l’ochlocratie, il correspond au chantage de la peur qui se trouve aussi au cœur du discours démagogique lorsque les flatteries d’icelui ne suffisent pas, ou lorsqu’il y a confrontation entre deux démagogues, bien qu’identiques culturellement, ils se battent pour l’obtention de tel ou tel titre vaguement pontifiant car vidé de sa substance politique.

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Ce règne du provisoire est naturellement en corrélation avec le triomphe du consumérisme. Il justifie la consommation de tout, tout le temps, bref, de la jouissance comme acte de réalisation de soi. Puisque nous devrions faire table rase du passé, mais aussi de l’avenir, ce sont les valeurs nihilistes – certains diront « postmodernes » – ainsi dévoilées de l’hédonisme de masse qui règnent sans discontinuité, peu importe les remous de la caste politique. Cela est à rapprocher de la consécration de l’immanence des hommes au détriment de la transcendance, dont Nietzsche percevait la problématique dans son fameux aphorisme – souvent tronqué et détourné de son sens – au sujet de la mort de Dieu. L’absence de but transcendant pour l’humanité qui se retrouve non plus avec une liberté comme moyen, mais comme fin, l’enferme dans une quête de satisfaction des désirs matérialistes, quête toujours renouvelée, mise à jour et encouragée par un modèle culturel et économique qui ne peut fonctionner autrement qu’en imposant ce nivellement à tous. Le provisoire perpétuel s’illustre à travers ses scènes où des foules de consommateurs se jettent sur des marchandises en singeant grossièrement leurs aïeux qui pillaient leur seigneur à cause de la famine ; mais à présent, le pillage n’est plus causé par un authentique instinct de survie. Ce dernier s’est confondu avec les pulsions consuméristes, cette « fièvre d’obéissance à un ordre non énoncé » où « tout le monde ressent l’anxiété, dégradante, d’être comme les autres dans l’art de consommer », comme le notait Pasolini dans un article figurant dans les Écrits Corsaires. Le serpent se mord ainsi la queue, enfermé dans un cycle infini des passions qui s’autoalimentent ; le consumérisme nourrit la culture de masse, les massent nourrissent l’économie issue du consumérisme, et les élites nourrissent l’imaginaire hédoniste du consumérisme.

Cela a un impact direct sur la vie parlementaire, et plus largement politique et médiatique, et réciproquement. Les élites souhaitent s’autoconserver comme telles ; le cumul des mandats dans le temps et l’atavisme des citoyens concernant une culture légitimiste favorisant les élus candidatant à leur propre réélection en usant des stratagèmes susmentionnés en sont l’une des marques. Ce fonctionnement en vase clos des élites, en sus de vider la démocratie de son intérêt, est l’une des conséquences du provisoire perpétuel. Christopher Lasch y porta aussi une analyse sociologique dans son célèbre essai La révolte des élites, où il constatait que les élites se reproduisaient même socialement entre elles ; comme par les mariages, entre autres exemples, plus fréquents entre individus issus d’une même classe sociale élevée qu’entre un individu issu de la bourgeoisie et un autre d’une classe populaire. Cela empêche ainsi tout renouvellement des élites mais sans pour autant les mettre en péril dans un système comme le nôtre, où elles demeurent le modèle culturel de référence ; à la fois vectrices de ce modèle et ses victimes consentantes. Anéantir la capacité des citoyens à exercer leurs souverainetés, notamment par le renouvellement des élites qu’est censée permettre la démocratie et leur volonté même de renouvellement, autre que cosmétique, les prive de tout moyen alternatif. C’est d’ailleurs le drame de l’hégémonie du mot « alternance » qui s’est petit à petit imposé dans les bouches, comme on a imposé une connotation péjorative à « populisme » pour lui faire dire la même chose que « démagogie ». L’idée imposée que ce soit l’alternance qui serait nécessaire et non plus  l’alternative revient à imposer un renoncement total au véritable changement. L’alternance n’est rien d’autre qu’un changement de forme, elle n’induit pas le changement d’un objectif, contrairement à l’alternative, qui inclut ce double changement, de forme et de fond. La victoire du mot « alternance », tout comme le sens négatif de « populisme » qui en réalité renvoie simplement à l’idée de défendre les intérêts du peuple – l’on comprend dès lors pourquoi les démagogues devaient absolument déformer la chose à leur profit –, découle de la révolte des élites. En parvenant à faire en sorte que le peuple se déteste lui-même à l’aide de braquages sémantiques dignes de 1984 d’Orwell par lesquels il est ensuite intellectuellement contraint, les moyens nécessaires à son émancipation ne peuvent que lui manquer tandis que l’exaltation de ses pulsions hédonistes et individualistes, au contraire, auront toujours pour effet d’étoffer les champs lexicaux d’icelles. Jamais nous n’avons connu une telle inflation du vocabulaire lié au plaisir – notamment vénal –, aux particularismes superflus et individualistes de chacun – le mot « sociétal » en est d’ailleurs le premier symptôme.

Karl Polanyi, dans son essai La Grande Transformation, notait ainsi que l’émiettement des sociétés engendré par une volonté politique et économique d’asservissement des populations au profit de « l’homme nouveau » s’inscrivait dans une perspective d’anéantissement des valeurs traditionnelles au profit du déracinement. Dans le dixième chapitre, intitulé « L’Économie politique et la découverte de la société », il affirmait notamment que «l’effet le plus évident du nouveau système institutionnel est de détruire le caractère traditionnel de populations installées et de les transmuer en un nouveau type d’hommes, migrateur, nomade, sans amour-propre ni discipline, des êtres grossiers, brutaux, dont l’ouvrier et le capitaliste sont l’un et l’autre un exemple. »

Le transformisme politique

Il peut toutefois advenir un conflit entre démagogues, issus de la classe dominante traditionnelle et ceux d’une classe montante, comme l’analysait Gramsci dans ses Cahiers de prison. Lorsque la classe dominante traditionnelle ne dirige plus, elle est en effet fragilisée et, comme nous l’avions dit, nécessite une force coercitive pour se maintenir. Face à la montée de nouveaux démagogues, mais aussi pour prévenir une éventuelle réaction nationale, la classe dominante opère parfois un transformisme politique. Institutionnellement, cela s’est traduit généralement par le mariage de forces centristes qui, jusqu’alors, faisaient croire aux électeurs qu’elles étaient opposées. Le transformisme politique est un phénomène apparu en Italie ; avant l’unification de la péninsule, l’on utilisait l’expression ironique de connubio pour dénommer l’union des partis de centre-droite et de centre-gauche de Cavour et Rattazzi au parlement sarde. Il aura néanmoins fallu attendre la fin du Risorgimento pour que le transformisme politique se concrétise, et permette ainsi aux forces centristes de gouverner tout en empêchant les autres composantes de l’assemblée d’accéder au pouvoir.

C’est cette forme d’oligochlocratie dont nous parlions pour illustrer la révolte des élites lors de la IVe République ; avec l’émergence d’une coalition des partis du centre sous l’appellation de Troisième Force. Si le corps électoral se défaisait ainsi, même momentanément, de son comportement ochlocratique, l’oligochlocratie pourrait toujours conserver sa domination. L’on saisit alors mieux la traduction institutionnelle de cette volonté politique consistant à faire durer le provisoire : en formant un cartel de partis ayant pour but à la fois l’autoconservation et d’empêcher tout renouvellement politique, le transformisme permet de perpétuer un système à la dérive. Il incarne d’ailleurs parfaitement la nuance entre l’alternance et l’alternative, puisqu’il découle du premier pour empêcher l’avènement de la seconde.

Seulement, aujourd’hui ce transformisme s’opère en amont. La campagne pour l’élection présidentielle française de 2017 confirme cette progression. En premier lieu à cause de l’hégémonie du mot « alternance », devenu véritable slogan invoqué à plusieurs reprises par les candidats de la droite et du centre, mais aussi par le phénomène d’En Marche. En second lieu, c’est aussi le plébiscite qui, en sus de se substituer à l’élection comme le disait Ernst Jünger, permet le transformisme politique. Ce fut d’ailleurs l’un des arguments avancé par Emmanuel Macron, qui estimait qu’un programme politique relevait de l’accessoire, et que le vote pour un candidat devait avant tout être mû par une certaine mystique, bref une adhésion à la personne ; le projet devant vraisemblablement se construire selon les circonstances à venir, lui permettant dès lors d’offrir un large consensus où le plus grand nombre peut se retrouver malgré les antagonismes passés. Cela pose le problème du transformisme, parce qu’il ôte le choix aux électeurs ; quand bien même ces derniers s’affranchiraient dans les urnes d’un stratagème qu’ils estimeraient dirigé contre eux, ils ne pourraient pas empêcher une composition politique dans l’hémicycle qui ignorerait les suffrages, à défaut d’avoir pu les orienter. C’est alors le fameux retour de « Mademoiselle Q », et pour citer une nouvelle fois La Nostalgie de l’Impuissance de Maurice Duverger, « si les citoyens n’entendent pas promptement des propos plus sérieux et plus responsables, le risque ne sera plus de rétrograder dans l’ordre des Républiques, mais de perdre la République elle-même. »

mardi, 13 novembre 2018

Le nouveau livre de Georges Feltin-Tracol: "Pour la troisième voie solidariste"

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Le nouveau livre de Georges Feltin-Tracol:

"Pour la troisième voie solidariste"

Aristide Leucate

sur Boulevard Voltaire cliquez ici

Arlésienne de l’histoire des idées, la « troisième voie », oscillant entre instrumentalisation partisane et slogan déclaratif, est aussi insaisissable qu’indéfinissable. À en croire la notice que Wikipédia consacre à cette notion, celle-ci, apparue avant les années 1880 lorsque le pape Pie XI appelait à une troisième voie entre socialisme et capitalisme, serait distribuée entre tenants d’une alternative sincère au libéralisme et à l’économie planifiée de type marxiste ou socialiste et défenseurs d’une synthèse pragmatique dépassant autant les clivages traditionnels droite/gauche que toute opposition (considérée comme implicitement stérile) à l’économie de marché acceptée sans combattre comme étant la norme.

En résumé, si les premiers n’ont pas paru obtenir la visibilité médiatique et le rayonnement intellectuel qu’ils attendaient, les seconds, en revanche, sans doute au prix d’une tromperie n’ayant pas peu contribué à diluer l’expression dans un flou sémantique improbable, ont clairement triomphé, de Tony Blair et Gerhard Schröder, hier, à Emmanuel Macron et Justin Trudeau ou Matteo Renzi, aujourd’hui.

Dans un récent ouvrage, Georges Feltin-Tracol fait brillamment le point sur cette question et se met littéralement en quête des racines d’un corpus doctrinal dont l’originalité tient au fait qu’il emprunte sans dogmatisme ni sectarisme, tout à la fois, au syndicalisme, au socialisme, au solidarisme, à la doctrine sociale chrétienne, au personnalisme, au gaullisme de gauche, au nationalisme révolutionnaire, à l’identitarisme, au corporatisme, au distributisme, au justicialisme péroniste, à l’organicisme fasciste, au subsidiarisme, au thomisme, au mutuellisme fédéraliste proudhonien, à la révolution conservatrice ou au communautarisme symbiotique d’Althusius.

Dressant un éclairant panorama haut en couleur et fort instructif du tercérisme, en France et dans le monde, l’auteur nous fait voisiner avec des personnalités intellectuelles et politiques aussi hétéroclites que Pierre Leroux (inventeur du mot « socialisme »), Maurice Barrès, Louis-Auguste Blanqui, Pierre-Joseph Proudhon, Georges Sorel, Léon Bourgeois, René de La Tour du Pin, Emmanuel Mounier, Jean Mabire (dont le socialisme européen enraciné s’abreuvait aux meilleures sources du socialisme utopique français), Maurice Bardèche, Georges Valois, Henri Lagrange, Charles Maurras, Louis Salleron, Maurice Allais, Christian Bouchet (auquel on doit, dès les années 1980, l’introduction en France du substantif « tercérisme »), Alexandre Douguine (qui prônait, quant à lui, la recherche d’une « quatrième théorie politique au-delà du communisme, du fascisme et du libéralisme »), Guy Debord, Juan Domingo Perón, Mouammar Kadhafi, Gabriele Adinolfi, etc.

Rejoignant « des positions de bon sens, une adhésion au bien commun de la civilisation européenne », le tercérisme tente de conjuguer une approche fondée sur la solidarité des individus liés entre eux par le souci d’œuvrer à la conservation matérielle et spirituelle de la communauté, en rupture tant avec le capitalisme et son corrélat turbo-consumériste qu’avec l’étatisme socialisant, tous deux foncièrement caractérisés par la concentration des moyens de production. Ce faisant, le tercérisme solidariste repose sur une conception organique de l’entreprise au sein de laquelle des « œuvriers contractuels » (et non plus des ouvriers salariés) participeraient directement tant à la propriété qu’au capital d’icelle. Loin des expériences d’autogestion ou de cogestion, le tercérisme se veut d’abord ergoniste (du grec ergo, le travail, du nom de son inventeur, Jacob Sher), soit un mutuellisme ni droite-ni gauche, coopératif, participatif et autonome fondé sur la collaboration des classes.

Inspiré du socialisme utopique, le tercérisme solidariste n’en a pas moins été concrètement illustré, tant par la « participation » gaulliste que par les nombreuses expériences de SCOP (sociétés coopératives ouvrières de production) ou de démocratie directe dans l’entreprise. Un exemple à développer à l’heure du chômage de masse et de la raréfaction des métiers…

Pour la troisième voie solidariste, un autre regard sur la question sociale, Georges Feltin-Tracol, Les Bouquins de Synthèse nationale, collection "idées", 2018, 170 pages, 20 € + 4 € de port cliquez ici

vendredi, 26 octobre 2018

Eh, Fukuyama : tout ça pour ça ?

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Eh, Fukuyama : tout ça pour ça ?

Ex: http://www.dedefensa.org

En avril 1989, un haut-fonctionnaire du département d’État, Francis Fukuyama, donna à Washington une conférence (quelques mois après, figurant comme un article dans Foreign Affairs) où il présenta une thèse que tout le monde, aux USA et particulièrement à Washington même, ne demandait qu’à accepter : la “Fin de l’Histoire”, grâce au triomphe de la “démocratie libérale” dont les USA étaient absolument les concepteurs, les propriétaires exclusifs, les producteurs et les laudateurs extasiés. L’intervention de Fukuyama tombait à pic pour relever le statut de communication des USA car, à cette époque-là, contrairement à ce que nous rapportent les petits soldats de l’histoire-courante-récrite, la plus extraordinaire popularité du monde, y compris et même surtout en Occident, allait à Gorbatchev et à l’évolution de son pays. Toute la gloire absolument justifiée allait à un processus, qui était celui de la fin de la Guerre froide et de l’équilibre de la terreur avec menace d’anéantissement réciproque, et nullement à “la victoire de l’un sur l’autre”. C’est alors (mai 1988) qu’Arbatov, le conseiller de Gorbatchev, disait justement à un intervieweur de Time : « Nous allons vous faire une chose terrible, nous allons vous priver d’Ennemi. »

(Arbatov aurait dû lui dire : “Nous allons vous faire une chose terrible, nous allons vous priver de vrai ennemi” dans le sens d’“ennemi crédible”. L’URSS était la seule capable de tenir ce rôle, le reste de l’aventure jusqu’à nous le démontre absolument.)

C’est après, justement avec l’aide de “la Fin de l’Histoire” comme structure de philo-communication, qu’on pourrait rapprocher de philo-nikos (amour de la victoire) selon Platon, faisant office d’une doctrine qui ne se distinguait nullement par sa sagesse mais par son hybris opérationnel, qu’apparut la narrative qui a depuis servi d’histoire récrite : l’affaire Gorbatchev était devenue simplement un effet résiduel d’une “victoire” écrasante du capitalisme (de la démocratie libérale) sur le communisme. Les arguments “opérationnels” développés depuis et offerts à notre connaissance sont complètement fabriqués, sinon faussaires et de toutes les façons hors contexte, mais la trouvaille de Fukuyama clouait le bec par la fortune de l’expression autant que par sa prétention philosophique. Elle fut (la trouvaille) rapidement sanctionnée, trois ans plus tard, par un livre utilisant le même titre, en le complétant par une expression nietzschéenne invertie(La fin de l’Histoire, ou le dernier homme).

Quoi qu’il en soit des mises au point, des contestations, des précisions, etc., le slogan tint bon largement jusqu’au milieu de la décennie 2000. C’est au nom de “la Fin de l’Histoire” et en application d’une stratégie affectiviste (“droitsdelhommisme”) utilisées l’une et l’autre comme feuille de vigne, que les USA pulvérisèrent l’ancienne URSS et l’Occident l’ex-Yougoslavie en organisant la formation de divers États-gangsters contre la Russie et la Serbie ; que les USA envahirent l'Afghanistan et l’Irak et lancèrent leur grand programme de “démocratisation” du Moyen-Orient ; et la suite sans fin (Libye, Syrie, etc.) depuis. Entretemps, le concept avait commencé à subir les outrages d’un temps très rapide et ceux des événements eux-mêmes, tout aussi rapides à la mesure du temps. C’est ce qu’acte aujourd’hui le philosophe lui-même, Fukuyama, en adoubant la montée irrésistible, non du populisme comme disent avec un hoquet de dégoût les élites-Système qui se targuent d’une vertu antiSystème, mais de la “démocratie illibérale”.

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Dans The New Stateman du 17 octobre 2018, George Eaton publie un article décrivant une rencontre qu’il vient d’avoir avec Fukuyama. Le philosophe reconnaît la nécessaire révision de son concept tout en avertissant qu’il avait annoncé cette révision en présentant les caractères extrêmement conditionnels et les limites très importantes du modèle de la “démocratie libérale” :

« Vingt-six ans plus tard, des États-Unis à la Russie, de la Turquie à la Pologne et de la Hongrie à l'Italie, une Internationale illibérale se développe. Le nouveau[et neuvième] livre de Fukuyama,[The Demand for Dignity and the Politics of Resentment]entend chercher à apprécier et à définir cette nouvelle dynamique. Lorsque j'ai rencontré l’universitaire de Stanford âgé de 65 ans, dans nos bureaux de Londres, il a pris soin de souligner la continuité de sa pensée. “Ce que j’ai dit à l’époque[1992], c’est que l’un des problèmes de la démocratie moderne est qu’elle assure la paix et la prospérité, mais que les gens veulent plus que cela… Les démocraties libérales n’essaient même pas de définir ce qu’est une bonne vie, ils laissent cette quête aux individus qui, dès lors, se sentent aliénés, sans but. C’est la raison pour laquelle ils forment et rejoindre ces groupes identitaires qui leur donnent donne le cadre et le sens d’une communauté”. [...] [Mes critiques] n’ont sans doute pas lu le livre jusqu’à la fin, la partie “Le dernier homme”, qui concernait certaines des menaces potentielles contre la démocratie... »

Il n’empêche que la carrière elle-même de Fukuyama, et les engagements qui vont avec, expliquent que la conception hâtive que recouvre l’expression “la fin de l’Histoire” puisse avoir été prise pour du comptant, comme fondant et illustrant parfaitement cette portion historique allant de la fin de la Guerre froide à la guerre en Irak (et le resdte). Lui-même, Fukuyama, a développé sa carrière officielle dans le gouvernement, avant de bifurquer vers une carrière universitaire, d’une façon parfaitement conforme à ce qu’on a fait de cette conception : il eut l’archi-neocon Paul Wolfowitz comme mentor dans les années 1980, poursuivit en s’inscrivant nettement dans le courant néoconservateur et se proclamant partisan de la guerre de 2003 contre l’Irak, avant de la juger catastrophique une fois la catastrophe accomplie. C’est alors qu’il commença à modifier son attitude politique, puis de plus en plus nettement avec la crise de 2008... « Ces politiques développées par les élites se sont avérées absolument désastreuses et il y a bien des raisons justifiant que les gens se soient de plus en plus opposés à elles. [...] S’il y a un enseignement à retenir de la crise financière [de 2008], c’est que ce secteur [de la finance] doit être radicalement réglementé parce que [le système en place] oblige tous les autres à payer pour ses erreurs. Toute cette idéologie s’est profondément enracinée dans la zone euro, et de ce fait l’austérité imposée par l’Allemagne a été désastreuse, notamment pour le Sud de l’Europe a été désastreuse. »

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Aujourd’hui, Fukuyama qui était apparu comme l’étendard de la liquidation historique et définitive du marxisme, trouve à la grande surprise de Eaton un certain charme à Marx et au socialisme, – de même qu’il juge que le retour d’une gauche marxiste au Royaume-Uni et aux USA n’est pas injustifié...

« Si [par socialisme] vous voulez parler de programmes de redistribution des richesses qui tentent de remédier à ce déséquilibre important qui existe entre les revenus, alors oui je pense que non seulement il [le socialisme] pourrait revenir, mais il devrait revenir. Cette longue période, qui a commencé avec Reagan et Thatcher, a donné lieu à une série de développement des marchés non réglementés qui ont eu à bien des égards des effets désastreux. [...] À ce stade, il me semble que certaines choses dites par Karl Marx se révèlent vraies. Il a parlé justement de la crise de surproduction… [Il a prévu justement] que les travailleurs seraient appauvris et que la demande serait insuffisante... »

Notons encore quelques remarques de Fukuyama :

• Pour lui, le “modèle chinois”, avec un gouvernement autoritaire encadrant une économie libérale et se portant garant de sa stabilité, a une certaine vertu. Si ce cadre politique parvient à rester en place lors de crises économiques, et s’il est encore là dans trente ans, il aura prouvé sa validité et, d’une certaine façon, sa capacité à prétendre être une alternative à la “démocratie libérale”. Manifestement, Fukuyama juge le “modèle chinois” comme pouvant être considéré comme proche, dans tous les cas dans l’esprit de la chose, de ce qu’il nomme “démocratie illibérale”.

• L’une de ses préoccupations majeures est par ailleurs ce qu’il juge être la probabilité d’un conflit entre la Chine et les USA, nullement du fait d’une attaque-surprise et/ou massive mais plutôt à la suite d’un incident annexe et mineur, à propos de Taïwan ou de la Corée du Nord par exemple. Il estime ce conflit comme étant le modèle du “piège de Thucydide” (“the Thucydides trap”), comme le nomme le professeur de Harvard Graham Allison, l’affrontement entre une puissance en place et une puissance en pleine ascension.

• Pour autant, il ne faut pas se précipiter... « Fukuyama avertit les libéraux qu’il ne faut pas trop sur-réagir et conclure que la démocratie illibérale est la nouvelle ‘fin de l’histoire’. “Je pense que les gens devrait tempérer un peu leurs réactions”. »

... En un sens, et en nous gardant de “sur-réagir”, nous sommes conduits à observer que si Fukuyama n’était pas selon lui-même si affirmatif qu’on l’a dit dans sa thèse de “la fin de l’Histoire”, et bien qu’il se soit engagé politiquement avec ceux qui adoptaient manifestement cette thèses (les neocons), il est aujourd’hui aussi peu affirmatif quant à la définition de ce qu’il juge apte à remplacer le “modèle” actuel de “démocratie libérale”... Car il est bien question d’un Grand Remplacement à cet égard, car s’il y a une seule chose dont il soit lui-même assuré pouvons-nous juger sans “sur-réagir”,c’est bien l’échec complet sinon catastrophique de ce modèle de la “démocratie libérale”.

51qBsdU6PuL._SX328_BO1,204,203,200_.jpgUn autre aspect de cette réflexion à noter, c’est la propension bienvenue et justifiée qu’a Fukuyama à écarter tous les clivages qui continuent pourtant à être proclamés par les idéologues à prétention antiSystème, ceux-là semblant prendre grand plaisir à se déchirer au nom de références extrêmement vieillottes (la gauche essentiellement, avec son obsession pathologique du fascisme). Comme on l’a signalé, Fukuyama répugne à employer le terme de “populisme” bien que l’on puisse parler de “populisme de droite” et de “populisme de gauche”, pour pouvoir mieux mettre dans le même sac d’une réaction anti-libérale tout à fait justifiée sinon absolument nécessaire des exemples aussi différents formant une “internationale illibérale”, « des États-Unis à la Russie, de la Turquie à la Pologne et de la Hongrie à l'Italie... », – auxquels on ajouterait la Chine si l’on comprend bien. Il mélange donc allégrement, sans les différencier comme tels même s’il les identifie, les mouvements populistes venus de la droite, et la “renaissance” du socialisme venue de la gauche. Certains exemples sont d’ailleurs ambigus sinon énigmatiques : faut-il mettre dans le même sac le populisme qui a mené Trump au pouvoir et le soi-disant “marxisme culturel” qui s’oppose à Trump ? Le point d’interrogation restera en suspens au terme de l’entretien avec le philosophe.

Même s’il y a beau temps que Fukuyama a viré sa cuti, cette prise de position dans un livre qui adoube et justifie absolument la protestation globale de l’“internationale illibérale” (c’est-à-dire notre “internationale populiste”, question de mots) a une fonction symbolique très forte tant l’époque commencée en 1989-1991 avait cru trouver comme symbole irrésistible de sa légitimité paradoxalement historique l'expression “la fin de l’Histoire”. Pour le reste, il faut bien constater que “la suite de l’Histoire”, quant à la vision qu’on peut en avoir, est en panne ; tout comme le philosophe lui-même, car s’il y a une chose que Fukuyama nous avoue in fine, c’est qu’il ne sait rien de précis de ce qui nous attend. Nous nous contentons de vivre dans les restes infâmes de ce qui est désormais une imposture infamante, une contre-civilisation qui ne parvient plus à dissimuler sa condition d’imposture infâme.

 

jeudi, 25 octobre 2018

Tacite et le message anti-impérialiste

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Tacite et le message anti-impérialiste 

Les Carnets de Nicolas Bonnal

Ex: http://www.dedefensa.org

Les extraits que vous allez lire sont de Tacite (Agricola, XXX-XXXII). Ils exposent le message national, rebelle et anti-impérial du chef de la résistance bretonne à l’envahisseur romain qui l’attaque avec son armée mondialisée, ses mœurs sexuelles dépravées et ses impôts incroyables et son esclavage assorti. Ils sont d’une actualité brûlante et valent tous les écrits de résistance postérieurs. Lisez-les bien par conséquent :

 « Parmi les chefs, Calgacus se distinguait par sa bravoure et son lignage. Devant la foule qui s’agglutinait et réclamait le combat, il prit la parole.

51X1TNV36PL._SX210_.jpgVoici les propos qu’on lui prête :

XXX. 1. « Chaque fois que je pense à nos raisons de faire le guerre et à l’état d’urgence où nous sommes réduits, j’ai vraiment l’espoir que cette journée, qui scelle aujourd’hui notre entente, marquera pour toute la Bretagne le début de sa liberté. Car c’est tous ensemble que vous êtes ici réunis, vous qui n’avez jamais connu l’esclavage. Au-delà de notre terre, il n’y a plus rien. La mer ne nous protège même plus : la flotte romaine nous y attend. 2. Alors, prendre les armes pour combattre – un honneur que revendiquent les braves – c’est le choix le plus sûr, même pour les pleutres ! 3. Ceux qui autrefois, avec des fortunes diverses, ont combattu les Romains, voyaient dans notre force armée l’espoir d’être secourus. Pourquoi ? »

 On se croyait loin des invasions impériales en Bretagne. Mais comme a dit Guy Debord à la fin des années 80, « dans un monde unifié, on ne peut s’exiler » :

« Nous étions de toute la Bretagne les plus dignes et, pour cette raison, nous vivions dans son cœur même, sans voir les rivages où vivent des hommes asservis. Nous préservions même nos regards à l’abri des atteintes de l’oppression. 4. Nous occupons les confins du monde, la terre des derniers hommes libres, car c’est notre éloignement même et tout ce qui entoure notre réputation qui, jusqu’aujourd’hui, nous ont protégés ; or tout ce qui est inconnu est magnifié. 5. Mais maintenant voilà que s’ouvre l’extrémité de la Bretagne. Au-delà, il n’y a plus un seul peuple. Il n’y a plus rien. Rien que des vagues, des écueils et une menace encore plus grande, celle des Romains. Ne croyez surtout pas que vous échapperez à leur fierté méprisante en vous effaçant dans l’obéissance. »

 L’empire romain ressemble à notre empire actuel néolibéral. Il pille, il est omniprésent, il est sexuellement dépravé et insatiable ; il profane le monde et notre humanité.

« 6. Le monde entier est leur proie. Ces Romains, qui veulent tout, ne trouvent plus de terre à ruiner. Alors, c’est la mer qu’ils fouillent ! Riche, leur ennemi déchaîne leur cupidité, pauvre, il subit leur tyrannie. L’Orient, pas plus que l’Occident, n’a calmé leurs appétits. Ils sont les seuls au monde qui convoitent avec la même passion les terres d’abondance et d’indigence. 7. Rafler, massacrer, saccager, c’est ce qu’ils appellent à tort asseoir leur pouvoir. Font-ils d’une terre un désert ? Ils diront qu’ils la pacifient. XXXI. 1. La nature a voulu que les enfants et les proches soient aux yeux de chacun les êtres les plus chers. Les conscriptions les arrachent pour en faire ailleurs des esclaves. Même si en temps de guerre, épouses et sœurs ont échappé aux appétits sexuels des envahisseurs, ceux-ci attentent à leur pudeur en invoquant l’amitié et les lois de l’hospitalité. »

823773.jpgSelon ce grandiose Calgacus, on est là aussi pour être rincés par les impôts qui n’ont jamais été aussi élevés (France, Allemagne, USA) pour les couches faibles et moyennes dans ce monde pourtant si libéral :

« 2. Les revenus des biens sont dévorés par l’impôt, chaque année les récoltes passent à donner du blé, les corps eux-mêmes et les bras s’épuisent, sous les coups et les injures, à défricher des forêts et assécher des marais. 3. Ceux qui sont nés pour servir ne sont qu’une seule fois pour toutes destinés à être vendus comme esclaves. Mieux, ils sont nourris par leurs maîtres. Mais la Bretagne, c’est chaque jour qu’elle achète son asservissement, chaque jour qu’elle le repaît. 4. Au sein du personnel domestique, tout esclave acheté en dernier lieu est tourné en ridicule, même par ses compagnons d’esclavage. De la même façon, dans ce monde domestiqué depuis bien longtemps, on nous voue à l’extermination: nous qui sommes les derniers venus, nous ne valons rien ! »

 Extraordinaire Calgacus ou Tacite ! Les peuples n’ont plus de patrie et ils sont remplacés comme dans notre nouvelle économie de plantation (on déplace les esclaves, on remplace les locaux, on envoie les bénéfices à Dubaï ou Wall Street). Description des envahisseurs romains si proches des anglo-américains contemporains (le thème est repris par Geoffroy de  Monmouth, X, voyez mon livre sur Perceval et la reine) :

 « XXXII. 1. Croyez-vous vraiment que les Romains soient aussi vaillants à la guerre que dévergondés dans la paix ? Il n’y a que nos divergences et nos différends pour mettre en valeur ces gens, qui font des défauts de leurs ennemis la gloire de leur propre armée. Or cette armée n’est qu’un ramassis des peuples les plus disparates. Seules des circonstances favorables préservent son unité, que des revers réduiront en miettes. Mais, peut-être, pensez-vous que, tout en offrant leur sang pour asseoir ce pouvoir étranger, des Gaulois et des Germains et – quelle honte ! – bien des Bretons, qui furent plus longtemps les ennemis que leurs esclaves, se sentiront retenus par des sentiments de fidélité et d’attachement ? 2. La crainte et l’effroi sont de bien faibles liens d’amitié et, quand ils sont dépassés, ceux qui n’ont plus peur se mettent à haïr ».

Calgacus espère faire reculer l’armée de l’envahisseur en évoquant la patrie et la famille, les deux réalités les plus massacrées à notre époque.

« 3. Tout ce qui fait vaincre est de notre côté. Ici, les Romains n’ont pas d’épouses qui enflamment leur courage, pas de familles pour les blâmer s’ils ont fui. Beaucoup n’ont pas de patrie ou peut-être est-ce une autre que Rome. 4. Ils ne sont que peu nombreux. Ils ne connaissent rien de cette terre et cela les fait trembler : le ciel lui- même, la mer, les forêts, c’est l’inconnu tout autour d’eux ! Tout se passe comme si les dieux nous avaient livrés des prisonniers enchaînés ! 5. Ne vous laissez pas impressionner par de vains dehors ni par l’éclat de l’or et de l’argent, qui ne protège ni ne blesse. 6. C’est dans les rangs mêmes de l’ennemi que nous recruterons nos propres troupes. 7. Les Bretons reconnaîtront leur propre cause ! Les Gaulois se souviendront de leur liberté perdue ! Tout comme viennent de le faire des Usipiens, tous les autres Germains déserteront ! 8. »

On a peur de résister, sauf quand on a plus mal que peur. La résistance ne doit alors plus effrayer car c’est cela ou l’esclavage et la mine :

« Après cela, qu’est-ce qui nous fera encore peur ? Des fortins vides ? Des colonies de vieillards ? Des municipes en mauvaise posture où se déchirent ceux qui se soumettent de mauvais gré et ceux qui les dominent injustement ?

Ici, il n’y a que leur général, ici, il n’y a que leur armée. Là d’où ils viennent, on paie des impôts, on peine dans les mines et tous les autres sévices s’abattent sur ceux qui sont asservis. Subirons-nous ces outrages à jamais ou nous en vengerons-nous tout de suite dans cette plaine ? Marchez au combat en pensant à vos aïeux et à vos fils ! »

Rassurons le système : Calgacus fut tué, les bretons écrasés (XXXVII),  et les héritiers anglo-saxons devinrent les meilleurs impérialistes de l’histoire !

Bibliographie

Nicolas Bonnal – Perceval et la reine

Guy Debord – Commentaires sur la Société du Spectacle

Niall Ferguson – Empire_How Britain made the modern world

Geoffrey of Monmouth – History of the kings of Britain – book X – In Parentheses publications

Tacite – Agricola (sur Wikisource_ traduction Danielle De Clercq-Douillet)

mercredi, 24 octobre 2018

Pourquoi l'Eurasisme ?

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Pourquoi l'Eurasisme ?

Ex: http://lheureasie.hautetfort.com

« Le fond de la destinée russe consiste à révéler au monde un Christ russe, inconnu à l’univers, et dont le principe est contenu dans notre orthodoxie. À mon avis, c’est là que se trouvent les éléments de la future puissance civilisatrice, de la résurrection par nous de l’Europe » lettre de Dostoïevski à Nikolaï Strakhov en 1869

Comme nous ne nous connaissons pas, nous vous rappelons rapidement notre démarche idéologique, à notre échelle militante, et qui n'est pas exclusivement tournée vers l'eurasisme : critique positive des idées politiques et du militantisme au XXIème siècle .

Pour aller à l'essentiel, nous savons qu'Alexandre Douguine a mauvaise presse dans nos milieux mais l'Eurasisme ne se résume pas à Alexandre Douguine et Alexandre Douguine ne se résume pas à ses provocations. Nous connaissons les extraits cités comme des déclarations de foi par les détracteurs de Douguine et qui tournent dans nos milieux, c'est de bonne guerre, mais nous vous renvoyons à la lecture des passages dont il est question dans le contexte de leurs ouvrages et vous constaterez par vous-même qu'il ne s'agit pas de premier degré, la construction littéraire laisse peu de doutes... Nous comprenons que ces extraits de but en blanc peuvent heurter les sensibilités nationalistes et identitaires mais, fondamentalement, Alexandre Douguine n'est pas notre ennemi et ses essais sont autant d'éloges de la frontière ; des plus grandes frontières. C'est l'atlantisme qui est visé. Le conflit ukrainien et les positions d'Alexandre Douguine ont bien évidement joué un rôle majeur dans le rejet de l'eurasisme par les milieux nationalistes français ; nous pensons que pour entretenir un dialogue il est besoin d'interlocuteurs, fussent-ils des adversaires. Nous n'ignorons pas les vues impérialistes de la Russie qui n'est plus la Blanche et Sainte Russie des Tsars et des prophètes.

dugin-eurasianist.jpgL'Eurasisme comme phare idéologique malgré les frasques de Douguine ; nous nous devons de le justifier, parce que nous pensons et persistons à penser malgré les mauvais temps ukrainiens et le brouillard néo-souverainiste que l'orientation eurasiste est l'expression idéologique la plus immédiate vers la « révolution conservatrice ».

Pour les néophytes, il faut distinguer deux formes effectives d'eurasisme, l'eurasisme russe et proactif d'Alexandre Douguine et l'eurasisme européen et « opératif » de Robert Steuckers, aussi, nous pourrions distinguer l'eurasisme mystique et « spéculatif » de Laurent James qui, en quelque sorte, fait le pont entre les deux. Le point commun entre ces trois formes d'eurasisme et entre nos trois protagonistes s'incarne dans le corps littéraire de Jean Parvulesco.

Le paysage et le réseau eurasiste francophone se divisent en trois franges : le canal historique sous l'égide de l'orthodoxe Constantin Parvulesco et de son fils Stanislas 1er, Prince d'Araucanie (et du « Royaume littéraire » de Patagonie, Nouvelle France – pour comprendre cette filiation inattendue nous vous renvoyons à la lecture du roman de Jean Raspail : « Moi, Antoine de Tounens, roi de Patagonie » ), fils et petit-fils de Jean Parvulesco, et dont Laurent James est proche ; les canaux éditoriaux et de diffusion de la nouvelle ex-droite via Alain de Benoist et Christian Bouchet ; et, le plus confidentiel « Eurasisme européen » initié par Maître Steuckers et dans lequel nous nous inscrivons prioritairement.

Le réseau et le mouvement eurasiste francophone sont inexistants en terme de militants, d'activités et d'actualités, l'eurasisme en France reste de la pure littérature de combat et appartient au monde des idées. Cependant, il est nécessaire de s'y intéresser si nous voulons, à terme, incarner une Troisième voie européenne et avoir un véritable dialogue avec les eurasistes russes, parce qu'il y a des filiations qui ne mentent pas. Il y aura des antagonismes idéologiques entre « eurasisme » et ce que vous appelez aujourd'hui « occidentalisme » mais la construction eurasiste reposent sur de nombreuses références occidentales, au sens classique de la révolution conservatrice dans laquelle eurasisme et occidentalisme se confondent, s'inscrivent et pourraient se rejoindre.

Nous vous laissons tout le loisir de vérifier l'existence de l'eurasisme et des différentes formes de sa révolution en lisant la littérature eurasiste la plus immédiate d'Alexandre Douguine à Robert Steuckers, de Jean Parvulesco à Jean Thiriart, de Laurent James à Guillaume Faye, de Eugène-Melchior de Vogüé à Henri de Grossouvre et qui vous donnera toutes les références et filiations, origines et sources nécessaires pour appréhender les orientations eurasistes.

Nous ne savons pas quelle part doit avoir l'eurasisme dans nos propres constructions mais nous savons que l'eurasisme a sa partition à jouer ; et quelle musique !

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Cela dit, l'Eurasisme français n'existe pas au-delà d'une tempête dans la baie de Douarnenez, du troquet de Maître Steuckers dans la capitale de toutes les Russies en exil et de la cave ensoleillée de Laurent James, et ce n'est pas un réel problème pour nous parler entre militants d'une génération identitaire et européenne qui se cherche un empire.

Ce qui serait fondamentalement opportun de retenir au sujet de l'orientation eurasiste, c'est l'idée que la Tradition est un feu sacré qui, pour être préservé, pour ne pas s'éteindre, se déplace ; c'est l'histoire de Rome, c'est l'histoire des centres spirituels, c'est l'histoire de notre civilisation. Nous n'avons pas été dissous par l'Empire, nous nous sommes diffusés à travers l'Empire. « La chute de Rome » a été fantasmée, et l'Empire d'Orient a survécu, sauvegardant le meilleur de l'Occident pour lui rétribuer ; à tout barbare, civilisation. Quand commence et quand s'achève une civilisation ? Ou, comment passe-t-on du temple romain à l'église romane ?

Par les médiations du Ciel ; de la « civilisation des pierres levées » à la révolution de Février qui sonne le glas ; de la séparation cataclysmique au schisme parousial ; du recours shamanique aux forêts de Merlin à la mort de Raspoutine ; du centre ardent du catholicisme médiéval aux confins de l'Empire Avar ; au cœur du pagano-christianisme des celtes de Galilée aux battements des tambours de guerre des peuples hyperboréens ; de l'arrivée des Saints de Provence au retour des Cosaques ; de l'ombre d'Attila au pacte de Clovis ; de la furie gauloise aux cris de la Horde d'or ; Pour nous, la Gaule charnelle et notre sang sont toujours déjà présents sur les terres de nos ancêtres et notre salut aux anciens russes et vieux croyants est fraternel ; Par Toutatis !

L'Eurasisme et l'Européisme sont les veines de la Révolution conservatrice, les routes herculéennes vers l'Europe et la plus Grande Europe, vers le retour de la dernière Rome et de la nouvelle Gaule. Moscou est le cœur battant de la Troisième Rome, de la Rome éternelle, réanimée, le centre actuel d'un même combat civilisationnel, de la renaissance religieuse et spirituelle européenne de l’Église Catholique romaine et Orthodoxe grecque, cela peut nous contrarier, la Russie de Vladimir Poutine n'est peut-être pas parfaite, mais nous ne pouvons que l'admettre. Arthur sarmate !

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Nous autres, eurasistes, cœurs sauvages de l'Empire, si nous nous proclamons gaulois plutôt que français nous sommes marqués au fer rouge des nationaux et des souverainistes. Pour les néo-païens, nous sommes d'horribles traditionalistes catholiques ; pour les cathos tradis, de terribles gnostiques. Ceux d'entre vous, communistes et libéraux, qui opposez la France à la république comme nous le faisons pour mille raisons excellemment justifiées par Laurent James à plusieurs reprises au sujet des deux France et qui nous reprochent nos ruades contre le chauvinisme ; le nationalisme de pure frime, interprétées comme haute trahison ou suspectées d'antiracisme, ce qui est un comble de mauvaise foi, quelle sera votre dernière patrie quand la terre aura brûlé ? Nous savons qui nous sommes ; nous chérissons notre race. Nous attendons que vous en possédiez une à défaut que le néant vous possède. Tout le monde sait que l'on se bat toujours pour ce que l'on n'a pas ; pour ce que l'on a perdu. Était-ce par distraction ? Alors, recherchez-la partout, priez Saint-Antoine de Padoue, mais ne nous demandez pas de retrouver ce que nous n'avons jamais égaré.

Le mot « eurasisme » n'est pas une fin ; par contre, il faudra bien, tôt ou tard, se rassembler sous une bannière.

De la nôtre, nous avons enlevé le rouge et y avons jeté le Feu. Notre bannière est noire et solaire. Telle est notre anarchie ; notre Droite.

jeudi, 18 octobre 2018

Européisme et fédéralisme

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Européisme et fédéralisme

par Pierre Eisner

Ex: http://thomasferrier.hautetfort.com 

Ces derniers jours, Guillaume Larrivé, dans les colonnes du Figaro, a invité à se méfier du « piège européiste » d’Emmanuel Macron, puis Nadine Morano à sa suite, sur les ondes de BFM, s’est opposée à la demande de « toujours plus de fédéralisme ».

Les termes d’européisme et de fédéralisme sont évités par une droite, modérée ou non, dont on dit qu’elle est timide sur la question européenne. Mais ils sont également évités par ceux qui se présentent, à tort comme on le verra, comme les plus ardents partisans de l’Europe.

Or être qualifiés d’européistes ne devrait pas gêner ceux qui, dans leur discours récent au moins, défendent l’Europe. A savoir tous les partis, y compris le Rassemblement national. Quant à ceux qui devraient à juste titre être qualifiés de fédéralistes, nous verrons qu’ils ne seraient pas forcément si éloignés des aspirations de quelques euro-réalistes.

D’abord la ligne préconisée par Emmanuel Macron, comme bien d’autres à gauche et au centre, n’est ni européiste, ni fédéraliste. Que signifierait en effet, pour l’Europe, un statut d’état fédéral ?

Ce serait d’abord un état unifié. Mais seuls les peuples disposent de la légitimité pour demander un état les regroupant. Autrement dit il conviendrait de parler de peuple européen, de nation européenne. On n’en est pas très loin quand on pense au triple héritage, païen, chrétien et humaniste. C’est celui que défendait Valéry Giscard d’Estaing, récemment rejoint par Nicolas Sarkozy qui ajoutait les racines juives.

Ensuite un état fédéral serait un état décentralisé, laissant beaucoup d’initiative à des régions ou états tout court. Ces derniers sont cependant subsidiaires de l’état fédéral.

Le projet européen actuel n’est pas du tout sur cette voie. Il consiste au contraire en une superstructure subsidiaire par rapport aux états la composant, laquelle fait fi de leur parenté de civilisation. Comme elle n’a pas de légitimité, elle n’a pas non plus la puissance pour défendre les Européens vis-à-vis de l’extérieur, sur des sujets comme le commerce, comme les migrations, comme le terrorisme ou les menaces militaires, par exemple. Pour prendre de l’importance, elle s’immisce alors dans le fonctionnement interne des états. Instance sans âme, elle s’appuie pour cela sur les valeurs mondialistes inventées par un club de notables coupés du peuple. En demandant à cette seule fin un transfert à son profit de la souveraineté démocratiquement fondée des états, cette souveraineté finit par être une illusion. 

Ceux qui prétendent être partisans de l’Europe ne demandent pas un changement de paradigme. Ils demandent une accélération de la prétendue construction européenne dans le prolongement de ce qu’elle est devenue, autrement dit une dissolution de l’Europe dans un monde de type néo-féodal.

Nicolas Dupont-Aignan a trouvé une bonne image avec le syndic de copropriété. Tout se passe comme si le syndic s’occupait exclusivement de la vie des résidents chez eux, contrôlant leurs habitudes, faisant supprimer les portes palières et exigeant l’accueil de n’importe qui.

Ainsi Manuel Macron est-il un faux européiste et un faux fédéraliste. Mais, suite à un tel dévoiement des idées d’européisme et de fédéralisme, l’on comprend pourquoi ces termes sont honnis par les plus lucides et seulement balbutiés par les falsificateurs. C’est aussi la raison pour laquelle les vrais partisans de l’Europe devront plutôt parler d’une Europe unifiée et décentralisée, annonçant clairement leurs objectifs.

Parallèlement les souverainistes, comme ceux du Rassemblement national ou de Debout la France, sont de faux réalistes. S’ils critiquent à juste titre l’intrusion des instances de l’Union dans le mode de vie des citoyens européens jusque dans ses moindres détails, ils ne proposent rien de sérieux pour leur protection. Marine Le Pen a tenu un discours où l’on retrouvait quelques éléments de langage nouveaux, mais elle est vite revenue à ses habitudes europhobes.

Ces faux réalistes, en fermant la porte aux actions collectives nécessaires à la survie de l’idée européenne, ouvrent la porte aux faux européistes et faux mondialistes. Finalement les uns et les autres ne sont pas de vrais adversaires. Quand les uns n’ont pas la légitimité, les autres n’ont pas les moyens.

D’ailleurs, lorsque Angela Merkel traite directement avec l’Algérie pour y renvoyer des migrants indésirables chez elle, ou qu’elle tente de négocier avec Donald Trump une brèche dans le protectionnisme américain, elle joue une carte souverainiste avec la bénédiction des faux européistes, faux fédéralistes. Comme la Pologne quand elle achète une base américaine.

Voyons, maintenant, quelles seraient les conséquences du choix d’un statut d’état unifié et décentralisé pour l’Europe.

D’abord le fait de fonder l’état européen selon un principe national implique de s’attarder sur l’identité européenne, sur un patrimoine commun, sur le besoin de s’inscrire dans un destin commun. C’est à l’échelle du continent l’équivalent de ce que veulent les pays du groupe de Visegrad ou l’Autriche, quels que puisent être d’éventuels errements dans leur gouvernance. Et c’est ce que veulent majoritairement les citoyens de pays dont les dirigeants sont mondialistes. Par rapport aux euro-réalistes qui veulent s’appuyer sur l’idée de nation, ce serait seulement un changement d’échelle.

Il reste que cette identité européenne recouvre des identités plus spécifiques que les citoyens des anciennes nations ne veulent pas perdre, pour ce qui est des nations méritant encore ce nom, ou veulent retrouver, pour ce qui est des autres. C’est là que la décentralisation entre en jeu. L’organisation en régions devrait être constitutionnelle. Il s’agit bien sûr d’une constitution de l’état unifié, installée en même temps que seront abolies les constitutions antérieures des actuels états membres. Cependant les modifications ultérieures devront être soumises à un accord réparti sur l’ensemble des anciens états.

Cette constitution fédérale laisserait aux régions ou états tout court le contrôle de la vie sociale, de l’éducation et surtout du droit d’installation. Leur identité propre serait alors vraiment pérennisée. Bien davantage qu’en conservant des nations souveraines.

Dans l’image de la copropriété, le syndic exercerait son rôle et seulement son rôle. Ce dernier défendrait son bien vis-à-vis des immeubles voisins et des instances diverses. Mais il ne s’occuperait pas de la vie des résidents, lesquels seront chez eux et abriteront qui ils veulent.

Une telle Europe serait sécurisante, vis-à-vis des craintes manifestées par ceux qu’on appellent les nationalistes. Les Hongrois seraient sûrs de rester hongrois, les Polonais de rester polonais, par exemple. Ainsi aurait-elle un mérite que n’aura jamais le statut d’union entre états souverains que les souverainistes préconisent. En effet ces petits états seront très faciles à soumettre dans des confrontations bilatérales avec un état puissant, comme les États-Unis ou la Chine, voire avec un continent comme l’Afrique. Si bien que ceux qui auront choisi la souveraineté plutôt que l’identité n’auront in fine ni l’identité ni la souveraineté, rejoignant ceux qui veulent détruire l’identité. L’Europe unifiée, au contraire, pourra imposer sa vision des choses au monde entier. 

Cela étant, les citoyens des états actuels ne sont peut-être pas prêts à franchir le pas tout de suite. En attendant il convient surtout de préserver l’avenir, en contrant les initiatives de tout ce qu’il y a de mondialiste et de bien-pensant, comme en répondant aux aveuglements nationalistes par des initiatives protectrices. Là les euro-réalistes peuvent apporter leur contribution.

En résumé ce qu’on vient d’exposer porte un nom : c’est l’alliance des visionnaires et des lucides.

Pierre EISNER (Le Parti des Européens)

mardi, 16 octobre 2018

Gianfranco Miglio

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Gianfranco Miglio

par Georges FELTIN-TRACOL

Ex: http://www.europemaxima.com

C’est l’ombre d’un défunt qui plane sur l’Italie depuis le 1er juin dernier, jour d’entrée en fonction du gouvernement de coalition entre le Mouvement 5 Étoiles (M5S) et la Ligue. Dans un entretien accordé à GZERO Media mentionné par Faits et Documents (n° 453, du 1er au 31 juillet 2018), Beppe Grillo estime que « nous retournons […] dans les cités-États, et les frontières et les nations sont vouées à disparaître ». Le fondateur du M5S rejoint en partie le point de vue de l’avocat, universitaire et politologue italien Gianfranco Miglio.

Né en janvier 1918, Gianfranco Miglio applique une grille inspirée des travaux de Max Weber pour étudier l’histoire des administrations européennes depuis le Moyen Âge. Il se rend très vite compte que la centralisation piémontaise appliquée au moment de l’unification italienne a nui aux spécificités locales de la Péninsule. Il remarque cependant que les jurisprudences s’inscrivent encore dans la tradition juridique des anciens États italiens.

Dans les années 1980, il anime le « Groupe de Milan », une équipe de juristes qui souhaitait réviser la Constitution de 1947 dans un sens primo-ministériel, c’est-à-dire un Premier ministre, chef de l’exécutif, élu au suffrage universel direct. Favorable à un Sénat des régions, Gianfranco Miglio se rapproche à la fin de cette décennie de la Ligue lombarde d’Umberto Bossi qui va bientôt se transformer en Ligue du Nord. Il en deviendra vite le principal théoricien.

51cSphIrRuL._SY344_BO1,204,203,200_.jpgLecteur autant des néo-libéraux Ludwig von Mises et Friedriech von Hayek que de Carl Schmitt et de Julien Freund, ce Lombard approuve très tôt le fédéralisme italien et européen. Il juge en effet que l’État moderne sous sa forme d’État-nation entre dans un déclin inéluctable. Dans un rare texte de Gianfranco Miglio disponible en français, « Après l’État-nation » (mis en ligne le 17 novembre 2017 sur le site Le grand continent), il considère que « les villes sont de véritables communautés politiques, de fait toujours plus affranchies des États, entretenant parfois des relations étroites (ou des rivalités) les unes avec les autres. Elles sont toujours moins en harmonie avec leurs États respectifs qui leur imposent plutôt des limites ». Son inspiration politique s’appelle le Saint-Empire romain germanique et la Ligue hanséatique. Au soir de sa vie, il reconnaissait volontiers que « l’Empire était une structure multinationale qui servait aux Reichsstädten, aux Cités de l’Empire, à régler les conflits qui surgissent aux niveaux locaux. Mais pour le reste les communautés urbaines ou locales avaient la liberté de s’auto-gouverner, à promulguer leurs propres lois. L’autorité impériale les laissait en paix, au contraire de ce que fait Bruxelles aujourd’hui (dans La Padania du 15 juin 2000, repris dans Nouvelles de Synergies Européennes, n° 48, 2000) ».

Gianfranco Miglio suggère par conséquent une Italie fédérale constituée des cinq régions actuelles à statut spécial (Sicile, Sardaigne, Trentin-Haut Adige – Tyrol du Sud, Frioul-Vénétie julienne et Val d’Aoste) et trois macro-régions : au Nord, la Padanie, au Centre, l’Étrurie, et au Sud, l’Ausonie ou la Méditerranée. Chaque entité régionale disposerait de sa propre autonomie et de son propre ordre juridique. En effet, ce partisan de la subsidiarité soutient à l’instar de Hayek que le droit doit se conformer au terreau socio-culturel et géo-politique sur lequel il s’applique. De fait, il conçoit que les mafias remplacent dans le Mezzogiorno les structures administratives d’un État déficient, voire défaillant. Pour Gianfranco Miglio, « nous devons retourner à la grande tradition juridique inaugurée jadis par Althusius et les juristes des XVIe et XVIIe siècles, qui ont construit des modèles pour assurer la permanence des souverainetés particulières. Je crois que le poids du “ droit public européen ”, qui a créé l’État moderne, est encore (trop) considérable dans l’histoire quotidienne de l’Europe d’aujourd’hui. Le problème actuel est de mettre ce droit de côté, de le remplacer par des structures fédérales. L’État moderne est entré en déclin pour devenir un État parlementaire. Il nous faut retourner aux traditions fédérales des XVIe et XVIIe siècles, que l’on a oubliées, et que l’État moderne a oblitérées, pour se poser comme l’unique pouvoir souverain et inégalable (dans La Padania du 4 juillet 2000, repris dans Au fil de l’épée, 2000) ».

Il est élu sénateur de la Lega Nord en 1994. Il y siégera jusqu’à sa mort en août 2001. Entre-temps, vexé qu’Umberto Bossi ne l’ait point proposé comme ministre du premier gouvernement Berlusconi, il quitte la Ligue du Nord, adhère au Parti fédéraliste et rejoint le groupe sénatorial de Forza Italia.

Malgré les efforts méritoires des revues Vouloir et Orientations de Robert Steuckers, l’œuvre de Gianfranco Miglio reste inconnue en France alors que ses conclusions politico-constitutionnelles tant pour l’Italie jaune-verte que pour une construction européenne améliorée demeurent plus que jamais pertinentes. Ainsi le Professeur Gianfranco Miglio est-il un incontestable visionnaire de notre idée européenne enracinée.

Georges Feltin-Tracol

• Chronique n° 20, « Les grandes figures identitaires européennes », lue le 9 octobre 2018 à Radio-Courtoisie au « Libre-Journal des Européens » de Thomas Ferrier.

lundi, 15 octobre 2018

Zur Aktualität von Ludwig Gumplowicz

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Rassenkampf als Triebfeder der Geschichte

Von Univ.-Prof. Paul Gottfried

Zur Aktualität von Ludwig Gumplowicz

Was an dem Soziologen Ludwig Gumplowicz (1838–1909) zunächst auffällt, ist die Vergessenheit, in die der Wissenschaftler seit Mitte des letzten Jahrhunderts geraten ist. In der Zwischenkriegszeit wurde Gumplowicz in der deutschen Fachliteratur noch rühmend hervorgehoben, und obwohl der langjährige Professor an der Universität Graz schon im Dritten Reich wegen seiner jüdischen Herkunft und erneut im Nachkriegsdeutschland zur Unperson erklärt wurde, war es in den 1970er Jahren noch möglich, in amerikanischen Enzyklopädien auf günstige Einschätzungen seiner Leistung zu treffen. Zur Bestätigung dieses Ruhmes in den USA läßt sich anführen, daß Gumplowicz, der an Krebs erkrankte und mit seiner schon lange bettlägerigen Gattin Franziska Doppelselbstmord beging, vom hervorragenden amerikanischen Soziologen Frank Lester Ward mit einem ausführlichen Nachruf gewürdigt wurde. Ein noch namhafterer Soziologe, Harry Elmer Barnes, erstellte im Jahre 1968  für die „International Encyclopedia of the Social Sciences“ einen Beitrag über den Sozialwissenschaftler Gumplowicz.

Als Nachkomme einer Familie galizischer Rabbiner trat Gumplowicz zum Katholizismus über, als er sich für eine akademische Laufbahn entschied. In seiner Jugendzeit beteiligte er sich in seiner Heimstadt Krakau stürmisch am aufflammenden polnischen Nationalismus. Gekoppelt mit diesem Engagement gab Gumplowicz eine für die polnische Unabhängigkeit eintretende, polnischsprachige Zeitung mit dem Titel „Krai“ (dt. das Land) heraus. Seine frühen Schriften über Soziologie und Verwaltungslehre wurden auf polnisch verfaßt. 1875 zog er nach Graz, wo der Neuankömmling an der Universität über Verwaltungslehre dozierte. Binnen zwanzig Jahren brachte er es dort zum Ordinarius und erweiterte den Bereich seiner Lehrtätigkeit um die Sozialwissenschaft. Zu diesem Zeitpunkt begann der Professor durch seine zahlreichen Publikationen bekannt zu werden.
In der biographischen Skizze der „International Encyclopedia“ finden sich wiederholt Hinweise auf Ludwig Gumplowicz als „einen der Grundväter der Sozialwissenschaften im neunzehnten Jahrhundert“. Barnes zufolge trug er viel zum Verständnis der „intergroup relations“ und vor allem zur Überwindung älterer Begriffe des Gesellschaftskörpers bei. Er stellte die Scharnierrolle der Gegensätzlichkeit nicht nur bei der Entschlüsselung sozialer Verhältnisse, sondern auch bei der Entwicklung des Staatswesens und der menschlichen Zivilisationen in den Vordergrund. Und nicht zuletzt fokussiert er das Geflecht der Machtfaktoren, das sowohl die Gruppenbildung wie die konfliktträchtigen Beziehungen zwischen konkurrierenden Gruppen mitprägt. Im Gegensatz zu anderen hochprofilierten Sozialwissenschaftlern wie Emile Durkheim, die ein organisches Sozialgefüge annehmen oder ein aus der idealisierten Natur abgeleitetes ganzheitliches Bild von sozialen Verhältnissen darbieten, befaßte sich Gumplowicz hauptsächlich mit den Kämpfen unter den Menschen.


Was ihn verdächtig macht, liegt darin, wo er das konfliktträchtige Potential im geschichtlichen Prozess ausmacht. Sein 1883 in Innsbruck erschienener Erfolgstitel heiβt „Soziologische Untersuchungen. Rassenkämpfe“. In dieser Studie steht der Einfluß ethnischer Faktoren auf den menschlichen Entwicklungsprozess im Vordergrund. Wechselwirkung und Zusammenprall von rassisch verschiedenen Gruppen dienen für Gumplowicz als Schlüssel, um Geschichtsveränderungen von bedeutendem Ausmaβ zu begreifen. Obwohl der „Widersinn“ (sein bevorzugtes Schimpfwort) sich bei ihm nur selten einschleicht, daß aller Wandel einseitig und unmittelbar auf den Rassenfaktor zurückzuführen sei, stimmt es, daß für Gumplowicz Rassengegensätze eine zentrale Rolle bei den geschichtlichen Veränderungen spielen. Gumplowicz war auch der Auffassung, daß „alle diese Gesetze der Vererbung und Übertragung eher zur Erhaltung als zur Zersplitterung des Typus dienen“, daß die Rassenunterschiede also aufrecht bleiben. Eines seiner Hauptthemen versäumt Gumplowicz, mit der angemessenen Überzeugungskraft zu bearbeiten. Eine besondere Abteilung in seinen „Soziologischen Untersuchungen“ widmete er einer Verteidigung des „Polygenismus“. Doch alle neuen anthropologischen Daten belegen die Vermutung, daß der Homo sapiens sapiens vor ungefähr fünfzigtausend Jahren aus Ostafrika hervortrat. Erst zu einem späteren Zeitpunkt zeichnen sich die feststellbaren Rassenunterschiede ab. Gumplowicz ist im Irrtum, wenn er seinen Standpunkt auf polygenetische Prämissen zu stützen versucht. Auch wenn man davon ausgeht, daß die sich voneinander abgrenzenden Rassenteilungen lange nach der Auswanderung aus Afrika erfolgten, zieht das nicht die Nachhaltigkeit der später vollendeten Verschiedenheit in Zweifel.


Auch Gumplowicz Beschäftigung mit der Entwicklungsgeschichte der Sprachen muß als historisch überholt betrachtet werden. Immerhin räumt er ein, daß verschiedene Sprachen von einer Rasse, oder dieselbe Sprache von verschiedenen Rassen gesprochen werden können. Das besagt allerhand. Der Autor anerkennt, wenn auch nur stellenweise, daß sich Menschengruppen verschiedene Sprachen nutzbar machen konnten.
Als Jude aus Galizien, der mit Polnisch aufgewachsen war, wechselte Gumplowicz, als er 1875 nach Graz übersiedelte, zu der hochgeachteten deutschen Sprache. Er machte sie sich ganz zu eigen und pflegte als deutschösterreichischer Autor einen glänzenden Stil. Zwischen Sprach- und Rassenverwandtschaft, so Gumplowicz, besteht eine entfernte und nicht immer nachweisbare Entsprechung. Wenn dem so ist, warum sollte dann die Rassenverschiedenheit eine wuchernde Vielfalt von vorgeschichtlichen Sprachen voraussetzen? Bestreitbar, wenn nicht sogar zu widerlegen ist seine Feststellung, daß die Anzahl von Sprachen seit der grauen Vorzeit bedeutend abnimmt. Gumplowicz deutet auf die Herausbildung einer Vielfalt von Weltreichen und Staatsverwaltungen hin, um seine Argumentation zu stützen; jedoch fußt die Behauptung allenfalls auf Mutmaβungen.

Staaten entstehen durch Gewalt

Hingegen ist Gumplowicz Grundthese bezüglich der Bedeutung von Rassenkämpfen gröβtenteils haltbar, auch wenn seine Belege nicht immer zwingend erscheinen. (Erklärend muß man hinzufügen, daß Gumplowicz den Begriff der „Rasse“ allgemein auf ethnisch oder kulturell geschiedene Menschengruppen bezog.) Bei seiner Darlegung des „naturgeschichtlichen Prozesses“ verweist er gezielt auf ethnische Streitigkeiten und berücksichtigt, in welchem Umfang sie Herrschaftsverhältnisse bestimmen. Die im Kampf überlegene Stammesgruppe „nutzt die Unterlegenen aus“, doch das geschieht nicht immer auf dieselbe Weise. Zuerst töteten oder versklavten die Sieger, was ihnen zur Beute fiel. Als sie aus dem Urzustand allmählich emporstiegen, fanden sie eine bessere Verwendung für die Besiegten. Die Unglücklichen bildeten eine Art Unterschicht und mußten der Herrscherklasse samt Kindern und Kindeskindern dienen. Auf die Dauer wurden die unterlegenen Stämme in eine geregelte Staatsordnung eingefügt, und das ging Hand in Hand mit der Einführung einer Amtssprache und der Schaffung von verbrieften Rechten für alle Stände.


LG1.jpgGumplowicz nennt für den Aufbau des Staates eine Reihe von Folgeerscheinungen. Dabei verschwand die Rassentrennung nicht ganz. Vielmehr wird sie in die staatliche Ordnung eingebettet und tritt als eine staatlich gewährleistete Rangfolge auf. Gumplowicz erklärt: „Denn schließlich ist Herrschaft nichts anderes als eine durch Übermacht geregelte Teilung der Arbeit, bei der den Beherrschten die niedrigeren und schweren, den Herrschenden die höheren und leichteren (oft nur das Befehlen und Verwalten) zufällt. Wie aber ohne Teilung der Arbeit keinerlei Kultur denkbar ist, so ist ohne Herrschaft keine gedeihliche Teilung der Arbeit möglich, weil sich, wie gesagt, freiwillig niemand zur Leistung der niedrigeren und schwereren Arbeit hergeben wird.“ Dieser Punkt ist wichtig: Obwohl die „Vergesellschaftung der Sprache und Religion“ zu einer „amalgamierten“ Gesellschaft führt, wirkt die Staatenbildung gleichzeitig darauf hin, eine Herrschaftsordnung mit einer Trennung von Herrschern und Beherrschten zu festigen.
Ein weiteres Mittel, das der Herrscherklasse gegeben ist, betrifft die Ausgestaltung der immer mehr verzweigten Reichsstrukturen. Das erlaubt es den Besiegten und Tributpflichtigen, ein kollektives Eigenleben unter eingeschränkten Möglichkeiten zu führen. Die Unterordnung bleibt, ohne jedoch die bezwungenen Stammesgruppen ganz zu unterjochen oder ihre Eigenart auszulöschen. Dazu gehört auch die Bildung von Trabanten-Staaten, ein Entwurf, den sowohl die USA wie ihr sowjetischer Widersacher nach dem Zweiten Weltkrieg umgesetzt haben. Obwohl beide eine Zwangsherrschaft im besetzten Deutschland errichteten, wirkten sich die jeweiligen Direktiven verschieden aus. Die DDR wurde zu einem dauernden Polizeistaat, die sowjetische Regierung beutete die  Bodenschätze und die Industrie der Ost- und Mitteldeutschen für sich aus.


In Westdeutschland dagegen haben die Sieger ihren Trabanten-Staat aus der Ferne geschickter gesteuert. Man setzte darauf, den Deutschen jede Spur eines Nationalbewußtseins zu rauben und ihnen nur die Erkenntnis zu lassen, daß sie mit schlimmen Verbrechen belastet waren, und daß sie zwei verheerende Kriege angezettelt hatten. Um diese gefährliche Neigung zu überwinden und den Nachbarländern künftige Gewalttaten zu ersparen, verlange es der Anstand sowie eine erdrückende „Weltmeinung“, die Besiegten umzuerziehen. Wenn diese Umformung gelänge, so die Hoffnung der Sieger, dann würde es möglich sein, einen Nachwuchs heranzubilden, der auf seine Heimat und Tradition nicht mehr stolz wäre. Im besten Falle würden die Umgeformten die gesamte deutsche Geschichte bedauern bis zu dem Moment, da ihr Land eingenommen und geistig und weltanschaulich umgebaut wurde.


Gumplowicz hätte in beiden Fällen von einem Trabanten-Staat sprechen können. Denn in beiden Fällen ist ein als fremd und bedrohlich eingeordneter Feind geschlagen worden, und der Sieger macht sich die Geschlagenen zu Dienern. (Der Vollständigkeit halber muß erwähnt werden, daß die Einnahme Deutschlands durch die Ansätze des Kalten Krieges begleitet wurde. Die Unterworfenen suchte man beiderseits zur Verfolgung weiterer Kriegsziele auszunutzen.)


Im Anhang zu seinen „Soziologischen Untersuchungen“ stuft Gumplowicz die Perser als musterhafte Reichsschöpfer ein und spendet ihrem vergangenen Reich lobende Worte: „Sie verstanden es besser als andere, eine dauernde Weltmacht zu begründen. Den ganzen Witz der Staatskunst: die mannigfachsten ethnischen Elemente in eine einheitliche Interessengemeinschaft zu verbinden, die Eigentümlichkeit der einzelnen Elemente so weit zu schonen, soweit dieselben dem Bestande der Ganzen nicht im Wege stehen.“
Verbriefte Rechte haben, wie schon erwähnt, langfristig eine positive Wirkung für die  Unterdrückten. Danach war es um die Niedrigen nicht so schlimm bestellt wie früher bei der Leibeigenschaft. Gumplowicz sagt dazu: „Nur im Staat scheint das ursprüngliche Leben der Stämme von Grund auf einer Umwandlung unterzogen worden zu sein – nur der Staat konnte dasselbe von Grund auf ändern. Wo dieser es nicht tat oder nicht vermochte, da besitzt das Leben der Stämme eine derartige zähe Stabilität, daß es sich heutzutage in denselben Formen vollzieht wie vor Jahrtausenden.“


Dagegen sollte man folgendes nicht auβer acht lassen: Die Staatsordnung gilt als fortwährende Herrschaftsordnung, die besonders anfänglich die Bezwungenen gesetzlich benachteiligt. Die vorausgegangene Übernahme von Land und Macht ist durch Rassenfeindseligkeit geprägt. In seinem 1875 veröffentlichten Traktat über die Staatenbildung lehnt Gumplowicz schlichtweg jeden Begriff von einer „Vertragstheorie“ für den Ursprung der Staatsentwicklung ab. Weltverbesserer wie Kant und Rousseau wiegten sich in einer Traumwelt, worin die Unterjochung des anderen mit der Gründung einer Staatsverwaltung nichts zu tun hätte. Gumplowicz spricht sich eindeutig gegen solche Ansätze für die Sozialwissenschaft aus.


Gleichzeitig nimmt er sich aber in acht, die bloße Gruppenzugehörigkeit mit echten Rassen zu verwechseln. Wegen der in Gang gesetzten Amalgamierung sind Stammesgruppen miteinander vermischt und kulturell verwachsen: „Danach sehen wir im Laufe der Entwicklung der Menschheit immer und überall aus heterogenen Gruppen, die wir einfach Rassen nennen wollen, höhere Gemeinschaften entstehen, die sich im Gegensatz zu anderen heterogenen Gruppen und Gemeinschaften als Rassen darstellen. Die Stammeszugehörigkeit bekundet sich in einem ‚Gefühl der Einheit, vermöge dessen dieselben sich an die eine Menschengruppe enger anschlossen und mehr angezogen fühlen als an andere Menschengruppen.‘“


Zum „sozialen Naturprozeß“ treten noch zwei Tendenzen hinzu, die in argem Gegensatz miteinander zu stehen scheinen, aber tatsächlich nebeneinander herlaufen. Einerseits wirkt die Amalgamierung als Triebkraft, wenn Stammesgruppen sich verbünden und Mischehen eingehen. Andererseits formen sich immer wieder gegensätzliche Fronten aus, die angetrieben werden von einem Stammesbewußtsein, gekoppelt mit einer tiefen Abneigung gegen die drohenden Konkurrenten. Gumplowicz hält es nicht für lohnend, bestimmte Grundsätze in Abrede zu stellen. Zu seinen Grundaussagen zählt etwa: „Jede Herrschaft ist immer das Resultat eines Krieges“; ohne Herrschaft wäre es nicht möglich, die Kultur als „Gesamtheit der geistigen Gebiete“ eines Volkes hervorzubringen, und nicht zuletzt: Die ethnisch bedingten Gegensätze führen schließlich zu einer menschlichen Zivilisation.


LG2.jpgGumplowicz bringt seine brutalen Grundsätze aber nicht vor, um Blutvergießen zu rechtfertigen oder die Herrschenden zum Krieg aufzustacheln. Ihm geht es darum, auf die blutige Voraussetzung jeder Staatswerdung aufmerksam zu machen. Er distanziert sich von der Gefühlsduselei, die schon zu seiner Zeit die Darstellungen der internationalen Beziehungen prägten. Und nicht zuletzt versucht er, menschliche Erfahrungen und Errungenschaften ohne die übliche Weichzeichnung darzustellen. Die Wechselwirkung von Rassenstreitigkeiten und dem nachfolgenden Amalgamierungsdrang stellt Gumplowicz nochmals in „Rasse und Staat. Eine Untersuchung über das Gesetz der Staatenbildung“ (1875) dar: „Ohne Rassengegensätze gibt es keinen Staat und keine staatliche Entwicklung, und ohne Rassenverschmelzung gibt es keine Kultur und keine Zivilisation.“
Die vollendete Gleichheit gibt es jedoch nie: „Wir bemerkten es fast in allen Staaten, daß die Erobererrasse, die sich als herrschende Adels-Classe in den erobernden Gebieten niederläßt, die geistig entwickeltere, intelligentere, mit einem Wort die moralisch überlegene ist.“ Auch wenn die peinlich genau erstellten Rangordnungen sich verschieben lassen oder Einschnitte bilden, dauert es Generationen, bis sich eine entscheidende Umstellung vollzogen hat.

Vorläufer von Spengler und Schmitt

Gumplowicz ist Spengler um zwei Generation voraus, wenn er mit dem Verfall des öffentlichen Lebens und der Lockerung der Staatsräson eine verfeinerte Gesittung und geschmäcklerische Kunstpflege verbindet. Im Vorgriff auf das Leitmotiv des „Untergangs des Abendlandes“ stellt der Soziologe einen auffälligen Vergleich zwischen den Lebensstufen einer Staatsordnung und der Abfolge der Menschenalter an: „Das Stadium der schroffen Rassengegensätze, die in politischem und socialem Kastenwesen ihren Ausdruck finden, das ist die noch culturlose Kindheit des Staates; das Stadium des Kampfes und der beginnenden Amalgamierung der Rassen, das ist das Jünglings- und Mannesalter des Staates; das Stadium der Ausgleichung der Rassengegensätze und der reifen Civilisation, das ist das Greisenalter des Staates, das sein nahes Ende verkündet.“ (Bei dem Vergleich mit Spengler muß man natürlich gewissen terminologischen und begrifflichen Unterschieden Rechnung tragen. Im Gegensatz zu Spengler spricht Gumplowicz vom Staat und nicht von einer ausgeprägten Zivilisation. Überhaupt verwendet er die Bezeichnung „Cultur“ für das, was Spengler als reife „Zivilisation“ bezeichnet. Sosehr sich Gumplowicz in seinem „Grundriss“ von naturwissenschaftlichen Analogien und Gleichnissen distanziert und die Unvereinbarkeit dieses Vorgehens mit einer streng sozialwissenschaftlichen Sichtweise betont, verwendet er stellenweise doch die geschmähte Methode.)


Reizthemen, denen man später bei Georg Simmel und vor allem Carl Schmitt begegnet, nimmt Gumplowicz ebenfalls vorweg. Seit den 1870er Jahren oder schon früher führt er seinen eigenen Begriff von einer Freund-Feind-Beziehung zur Vollkommenheit. Mehr als Schmitt im „Begriff des Politischen“ zieht Gumplowicz reichhaltige historische Beispiele für seine Konflikttheorien heran. Bei seiner eingehenden Betrachtung der griechischen Geschichte bestreitet er grundsätzlich, daß die Erweiterung des Machtgebiets von Athen im Unterschied zur Geschichte Spartas im Wesentlichen friedlich erfolgte. In Attika wie in Lakonia ging die Herausbildung einer „politischen Gemeinschaft“ nur mit Brachialgewalt vonstatten. Schon Aristoteles, athenischer Herkunft und ehrenhalber athenischer Staatsbürger, verwies im ersten Buch seiner „Politik“ auf die unterschiedliche Abstammung der Herrschenden und Beherrschten. Zwar bringt er einen grundsätzlichen Einwand gegen das Sklavenhaltertum vor, indem er darauf verweist, daß es Sklaven gäbe, die wegen ihrer Verstandeskraft in einen höheren Rang eingestuft werden sollten, und ebenso Sklavenbesitzer, die keine Begabung zum Herrschen aufweisen. Dennoch hält er daran fest, daß es Menschen gibt, die zum Sklaven geboren sind und daß insbesondere die „Barbaroi“, die nicht vom selben Stamm wie die Herrscher seien, nur zu dieser Rangstufe taugen. Auch die Athener haben den ursprünglichen Bewohnern das Land entrissen und die früheren Ansiedler unterworfen. Diese Verdrängung bezeugt einen immer wiederkehrenden Geschichtsablauf, auf den auch der bedeutende preußische Historiker Maximilian Duncker verwies: „Das Emporkommen des mächtigeren ethnischen Elements“, dessen Machtausübung kultur- und zivilisationsbringend ist.

Wie die Weißen die Herrschaft über ihre Länder verlieren

Wenn der Leser Gumplowicz pessimistisches Ideengebilde in den Blick nimmt, dürften ihm zwei Fragen in den Sinn kommen. Zuerst könnte man sich fragen, ob die Widersprüche, wodurch Gruppen sich verfeinden, immer auf blutige Lösungen hinauslaufen müssen. In den letzten sechzig Jahren wurden alle westlichen Länder in unterschiedlichem Grad von einer Beinahe-Diktatur der Politischen Korrektheit und deren Folgen geprägt. Im Verlauf dieser Umkehr aller Werte, die durch Wahlen bestätigt wurde, sind ganze europäische Kulturen abgetragen und weite Gebiete „umgevolkt“ worden. Diejenigen, die der gesteuerten „Zeitströmung“ entgegenzuwirken versuchen, werden als Rassisten und sogar als Nazis diffamiert, von öffentlichen Ämtern und den Medien ausgeschlossen und schlimmstenfalls strafrechtlich belangt.


Diese einschneidende Wende möchte ich nicht moralisch beurteilen. Ich will nur auf den einen Punkt hinweisen, daß die Umwandlung einer ehemals bürgerlich-christlichen westlichen Gesellschaft in eine (beschönigend zu sprechen) grundverschiedene Form des Zusammenlebens erfolgt, ohne daß Gewalt ausgeübt wird. Die Einwohner stimmten zu, als die neuen Herrschenden die Deutungshoheit übernahmen und zur Förderung ihrer Umformungszwecke den Staat benutzten. Die gewalttätigen Auseinandersetzungen verschiedener Gruppen, die Gumplowicz mit der Entstehung von Staaten in Verbindung bringt, gelten offenbar nicht mehr als Voraussetzung zum Machtwechsel.


In Anknüpfung daran ergibt sich die zweite Frage: Wenn die menschliche Geschichte als eine Aufeinanderfolge von Herrschaftsformen sich entfaltet und wenn das Machtstreben mit einer Stammeszugehörigkeit deckungsgleich ist, warum zeigen dann die Weiβen in den westlichen Ländern und allen voran die Deutschen einen solchen Mangel an Gruppensolidarität? Es mag sein, daß dies zahlenmäβig eine unbedeutende Ausnahme darstellt im Vergleich zur Gesamtheit aller Erfahrungen. Dennoch sticht die Abweichung ins Auge. Wieso lassen sich die weißen Mehrheiten von land- und zivilisationsfremden Einwanderern verdrängen und wegschieben, ohne einen Protest zu äuβern, während Erzieher und Journalisten die Stammesgruppen, aus denen sie selbst kommen, geringschätzen? Die Einheimischen sprechen nach, was die Vertreter der „multikulturellen Gesellschaft“ ihnen vorbeten. Das verdient aufmerksame Betrachtung, weil es mit den genannten Gesetzmäßigkeiten keineswegs in Einklang steht.


Einige Gründe für diese Abweichung schildert der Ordinarius für Psychologie am Massachusetts Institute for Technology, Steven A. Pinker, in seinem 2011 erschienenen Bestseller „The Better angels of our Nature: Why Violence Has Declined“. Wenngleich bei manchen seiner Schlußfolgerungen erhebliche Zweifel angebracht sind, steht doch fest, daß die westlichen Kernvölker seit dem Zweiten Weltkrieg immer weniger zur Gewalt neigen, und daß kriegerische Gewalttaten und zivile Ausschreitungen weiterhin im Abnehmen begriffen sind. Pinker prahlt mit dieser Entwicklung, die er weitgefächerten Faktoren zuschreibt, ausgehend von Kriegsmüdigkeit und dem Vorhandensein besserer Beschäftigung bis hin zu einer therapeutischen Regierung, die „aus der Rasse der Menschen alle Streitsucht herauszüchtet“. Pinker freut sich über die von oben gesteuerte Verweichlichung der Männerwelt, die Schwächung der Nationalgefühle in Westeuropa, und die von oben nach unten verordnete Pflege von friedensstiftenden weltgemeinschaftlichen Empfindungen.


Bei diesem Punkt steht man vor einer weiteren Frage: was werden die ihres ererbten und erarbeiteten Besitzstandes beraubten Abendländer tun, wenn sie von den einströmenden und kulturell begünstigten Zuwanderern bedroht werden? Würden Sie gegebenenfalls den Mut aufbringen, einer drohenden Enteignung und Übernahme zu widerstehen? Ist die Verweichlichung so weit fortgeschritten, daß sie bei den Betroffenen jedem Widerstandsimpuls entgegenwirkt? Vielleicht sollte man sich nicht nur in Graz wieder darauf besinnen, was Gumplowicz, immerhin einer der Väter der deutschen Soziologie, als wesentliche Antriebskraft der historischen Entwicklung herausgestellt hat.

samedi, 13 octobre 2018

Robert Steuckers: Sur et autour de Carl Schmitt

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Robert Steuckers:

Sur et autour de Carl Schmitt

Sur Carl Schmitt

La décision dans l’œuvre de Carl Schmitt

Carl Schmitt a quitté la vie

Une doctrine de Monroe pour l’Europe

Carl Schmitt, Donoso Cortés, la notion du politique et le catholicisme

allemand

Du droit naturel et de l’essence du politique chez Carl Schmitt

L’Europe entre déracinement et réhabilitation des lieux : de Schmitt à Deleuze

Une bibliographie biographique de Carl Schmitt

Sources et postérité de Carl Schmitt

Pourquoi lire Clausewitz ?

Sur Gustav Ratzenhofer (1842-1904)

Othmar Spann et l’État vrai

La leçon du sociologue et philosophe Hans Freyer

Otto Koellreutter (1883-1972)

L’État comme machine ou les théories politiques pré-organiques

Le Triomphe, fondement du politique ?

Sur le politologue Rüdiger Altmann

Bernard Willms (1931-1991)

Der « Ganze » Rationalismus : réponse de Helmut F. Spinner au rationalisme critique par une relecture de Max Weber et Carl Schmitt

Autour des concepts de Carl Schmitt

La notion d’Ernstfall

L’ère de la pyropolitique a commencé

Carl Schmitt : État, Nomos et « Grands espaces » par Theo Hartman

Annexes

Hommage à Piet Tommissen pour ses 75 ans par Günter Maschke

Adieu au Professeur Piet Tommissen (1925-2011)

Piet Tommissen, gardien des sources

Le livre est disponible à la vente au lien suivant :
http://www.ladiffusiondulore.fr/home/693-sur-et-autour-de...

298 pages - 26 euro

mardi, 09 octobre 2018

Le concept de culture sociétale

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Le concept de culture sociétale

par Antonin Campana

Ex: http://autochtonisme.com

Le concept de culture sociétale est régulièrement employé dans notre blog, nous lui avons déjà consacré quelques lignes pour le préciser. Nous y revenons ici tant celui-ci nous semble important dans la logique de libération nationale autochtone qui est la nôtre.

Par « culture » nous entendons ce qui est différent de la nature, même si notre nature, nos structures mentales par exemple, peuvent expliquer certaines expressions de notre culture (le sujet est glissant et nous n’irons pas plus loin ici). Par « culture » nous signifions aussi ce qui est commun à un groupe d’individus et ce qui le soude : son héritage ancestral et ses valeurs partagées. La définition de l’UNESCO nous convient assez bien : « Dans son sens le plus large, la culture peut aujourd’hui être considérée comme l'ensemble des traits distinctifs, spirituels, matériels, intellectuels et affectifs, qui caractérisent une société ou un groupe social. Elle englobe, outre les arts, les lettres et les sciences, les modes de vie, les lois, les systèmes de valeurs, les traditions et les croyances ». En bref, nous ne faisons pas une distinction franche entre la « culture » et «l’identité » : notre culture est aussi notre identité.

L’UNESCO pose clairement que c’est la culture et non le « contrat social» qui distingue les sociétés et les groupes sociaux (la culture est l’ensemble des traits distinctifs, spirituels, matériels, intellectuels et affectifs, qui caractérisent une société ou un groupe social). Autrement dit, les populations étrangères installées au milieu d’un peuple donné, le nôtre par exemple, et présentant des traits distinctifs, spirituels, matériels, intellectuels et affectifs qui les caractérisent, constituent des sociétés parallèles et des groupes sociaux distincts. Le problème est que le régime en place dit exactement le contraire. Par le miracle du « pacte républicain » (un vulgaire processus administratif de naturalisation), tous les Français « sans distinction d’origine, de race ou de religion » formeraient une « république une et indivisible » !

La culture distingue, caractérise, donc sépare, des groupes sociaux que le régime entend fusionner dans le même « creuset ». La culture est donc un obstacle important au vivre-tous-ensemble. Pour arriver à ses fins, le régime doit obligatoirement éliminer la puissance structurante des cultures.

C’est ici que nous arrivons au concept de culture sociétale.

Une culture est par définition sociétale. Dans la mesure où la culture donne à ses membres à la fois un mode de vie et un sens qui règlent les activités humaines et les relations des hommes entre eux, tant dans l’espace social que dans l’espace privé, nous pouvons dire que la culture est « sociétale ». La culture est un patrimoine ancestral qui a vocation à organiser le groupe autour de valeurs partagées. Elle module les schémas de pensée, l’éducation, la religion, les sentiments, les relations interpersonnelles, les liens sociaux, les loisirs, la vie des sphères privées et publiques… Une culture ne vit et ne se développe que si elle est sociétale. Une culture qui perd son caractère sociétal va se rétracter et se marginaliser jusqu’à être cantonnée dans la sphère privée. Le destin d’une culture diffuse et résiduelle est de se transformer en folklore, avant de disparaître totalement.  En résumé, une culture est sociétale ou n’est pas.

De cela il est facile de déduire qu’il n’est pas utile d’attaquer frontalement une culture pour la détruire. Il suffit de lui enlever progressivement son caractère sociétal. Par exemple, jusqu’à la Révolution, la culture européenne réglait l’institution du mariage, conçu comme l’union d’un homme et d’une femme devant Dieu. Les révolutionnaires auraient pu interdire le mariage religieux. Ils ont jugé préférable de l’ignorer pour faire du mariage un contrat révocable à tout moment et seul valable en droit : ils ont marginalisé un pan de la culture sociétale européenne ! Voyez les résultats aujourd’hui. Dans un autre article (voyez ici), nous avons souligné que le caractère sociétal de la culture européenne avait été neutralisé dans de nombreux autres domaines. Notre culture européenne ne règle plus, ou de moins en moins, les rôles sociaux féminins et masculins, l’ordre sexué, la vie de la famille, la relation à l’Etranger, la production artistique, le monde du travail, l’élaboration de la langue, la vie politique…  Nous expliquions que ce reflux objectif de la culture sociétale européenne n’était pas du à l’avancée d’une culture étrangère mais à l’action politique et juridique de la République. Si nous observons de plus près l’entreprise républicaine d’ingénierie sociale nous nous apercevrons que le régime a progressivement substitué un ordre juridique universel en son principe aux valeurs culturelles enracinées. C’est d’ailleurs à partir de l’expérience républicaine que Karl Popper (1902-1994) a pu élaborer son concept de « société ouverte ».  

gscar.pngQue dit le maître à penser de Georges Soros ?  En substance, qu’une société ouverte, au contraire d’une société fermée, distingue ce qui relève du droit de ce qui relève de la culture. Le philosophe explique que la société ne doit plus être soudée par des valeurs partagées mais par des lois qui respectent le droit naturel et n’entravent pas le pluralisme des idées ou des croyances. Une société ouverte fondée sur des lois acceptables par tous les hommes peut, et même doit selon Popper, être multiculturelle et multiraciale. En résumé, Popper, inspiré par le républicanisme « français », nous explique que les cultures doivent perdre leur caractère sociétal sous l’effet de lois culturicides. La loi émanant de l’identité doit s’effacer devant une loi abstraite émanant de l’universalité. Le philosophe propose un génocide culturel, prélude toujours d’un génocide biologique, qui rendra possible l’établissement d’une société multiraciale ouverte.

Globalement, soyons lucide, le projet a réussi. Le régime s’est servi du droit pour ôter à notre culture son caractère sociétal, ce qui a facilité l’installation d’une société multiraciale plus ou moins bancale et conflictuelle.  Il est illusoire d’espérer pouvoir un jour réorganiser le fonctionnement du « corps d’associés » multiethnique selon nos valeurs identitaires. Est-ce seulement souhaitable ? Mais il est encore possible de recréer un lien entre la culture autochtone et un espace social autochtone. Pour cela, il nous faut travailler à la formation d’une société parallèle autochtone (Grand Rassemblement). Nous n’avons pas d’autre solution si nous voulons contrer la marginalisation de notre culture et sa fossilisation progressive. Il faut que celle-ci retrouve une forte compacité dans un espace protégé. Nous pouvons pour cela nous appuyer sur la Déclaration des Nations unies sur les droits des peuples autochtones qui énonce que les Autochtones ont le droit de ne pas subir la « destruction de leur culture » et qu’ils ont le droit d’observer, de promouvoir, de défendre et de vivre selon leurs « traditions culturelles ». La mise en avant de notre autochtonie est donc indispensable elle-aussi : tout se tient !

Il faut avoir conscience que les dégâts occasionnés à notre culture depuis deux siècles sont considérables. Les Autochtones sont fondés à restaurer le caractère sociétal de la culture autochtone. C’est une question de survie. Bien sûr, cette sociétalité ne sera pas identique à ce qu’elle fut avant le coup d’Etat républicain, cela est impossible. Mais dans l’esprit, elle devra exprimer notre identité européenne et les valeurs que nos ancêtres nous ont léguées.   

Antonin Campana

dimanche, 30 septembre 2018

Conférence: le mouvement völkisch

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mardi, 25 septembre 2018

¿Rojos o liberastas?

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¿Rojos o liberastas?

Por Adriano Erriguel

Ex: https://prensarepublicana.com

Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Toda lucha por la hegemonía política comienza por una definición del enemigo. Pero siendo la política el ámbito por excelencia del antagonismo, está claro que esas definiciones nunca pueden ser neutrales. No estamos aquí en el campo de la probidad intelectual, ni en el de las pautas verificables de objetividad y precisión. Toda lucha política aspira a movilizar un capital emocional, se apoya en recursos retóricos, intenta arrastrar al antagonista hacia un terreno de juego amañado. En esa tesitura, aquél que determina los códigos lingüísticos ha ganado la partida. No en vano, la hegemonía consiste precisamente en eso: en un juego. O más exactamente, en juegos de lenguaje.

El pensamiento hegemónico de nuestros días – todo eso que el politólogo norteamericano John Fonte bautizaba hace años como progresismo transnacional – ha impuesto de forma aplastante su definición del enemigo. Todo aquél que se enfrente a su visión mesiánica del futuro – un mundo postnacional de ciudadanía global, en el que una gobernanza mundial irá desplazando a las soberanías nacionales – se verá inmediatamente tildado de reaccionario, de ultraconservador o de populista, cuando no de algo peor.[1]

Caben pocas dudas: en el debate público actual casi todas las cartas están marcadas. Si bien el lenguaje nunca es neutral, hoy está más trucado que nunca. Pocos diagnósticos más erróneos – entre los formulados en el siglo XX– que aquél que profetizaba el “fin de las ideologías”. Hoy la ideología está por todas partes. La prueba es que asistimos a la imposición de un lenguaje extremadamente ideologizado, si bien de forma subrepticia y con el noble aval de poderes e instituciones.

¿Un lenguaje ideologizado? Aunque por su omnipresencia parezca invisible, ese lenguaje existe y es el instrumento de una sociedad de control. El control comienza siempre por el uso de las palabras.

¿Qué tipo de palabras? ¿Cómo se organizan?

Si intentamos una clasificación somera podemos distinguir varias categorías. Por ejemplo: las palabras–trampa, aquellas que tienen un sentido reasignado o usurpado (“tolerancia”, “diversidad”, “inclusión”, “solidaridad”, “compromiso”, “respeto”); las palabras–fetiche, promocionadas como objetos de adoración (“sin papeles”, “nómada”, “activista”, “indignado”, “mestizaje”, “las víctimas”, “los otros”); los términos institucionales, santo y seña de la superclase global (“gobernanza”, “transparencia, “empoderamiento” “perspectiva de género”); los hallazgos de la corrección política (“zonas seguras”, “acción afirmativa”, “antiespecista”, “animalista”, “vegano”); los idiolectos universitarios con pretensiones científicas (“constructo social”, “heteropatriarcal”, “interseccionalidad”, “cisgénero”, “racializar”, “subalternidad”); los eufemismos destinados a suavizar verdades incómodas: “flexibilidad” y “movilidad” (para endulzar la precariedad laboral), “reformas” (para designar los recortes sociales), “humanitario” (para acompañar un intervención militar), “filántropo” (más simpático que “especulador internacional”), “reasignación de género” (más sofisticado que “cambio de sexo”), “interrupción voluntaria del embarazo” (menos brutal que “aborto”), “post–verdad” (dícese de la información que no sigue la línea oficial).

Especial protagonismo tienen las “palabras policía” (George Orwell las llamaba blanket words) que cumplen la función de paralizar o aterrorizar al oponente (“problemático”, “reaccionario”, “nauseabundo”, “ultraconservador”, “racista”, “sexista”, “fascista”). Destaca aquí el lenguaje de las “fobias” (“xenofobia” “homofobia”, “transfobia”, “serofobia”, etcétera) que busca convertir en patologías todos aquellos pensamientos que choquen con el código de valores dominantes (pensamientos que, inevitablemente, formarán parte de un “discurso de odio”). Sin olvidar las palabras–tabú: aquellas que denotan realidades arcaicas, inconvenientes y peligrosas (“patria”, “raza”, “pueblo”, “frontera”, “civilización”, “decadencia”, “feminidad”, “virilidad”). [2]

La “Nuevalengua” (Newspeak) de la corrección política tiene dos características: 1) se transmite de forma viral por el mainstream mediático 2) su utilización funciona como un código o “aval” de conformidad con la ideología dominante. El objetivo de la Nuevalengua– como Orwell demostró en “1984”– es determinar los límites de lo pensable. Por eso la hegemonía construye su propio vocabulario, decide sobre sus significados y se atribuye el monopolio de la palabra legítima. De esta forma, cualquier atisbo de rebelión contra el “pensamiento único” se encuentra, ya de entrada, “encastrado” en el campo semántico del enemigo.

Pero ¿qué enemigo?

Los objetores al pensamiento único necesitan definir a qué se enfrentan aquí. Y como estamos hablando de relaciones de antagonismo, la definición, lejos de ser neutral, debe contener un elemento peyorativo que asegure su eficacia política. Los objetores al pensamiento único deben construir su propio campo semántico, deben aprender a jugar los juegos de lenguaje.

¿Quién manda aquí?

En los estudios sobre filosofía del lenguaje es un lugar común citar un famoso pasaje de “Alicia a través del espejo”, de Lewis Carroll. Recordemos el episodio. Alicia dialoga con Humpty Dumpty, el grotesco personaje con forma de huevo, criatura del folklore inglés. En un momento dado, Humpty Dumpty utiliza palabras con un significado aparentemente ajeno al contenido de la conversación. Cuando Alicia se lo reprocha, el diálogo sigue de la siguiente forma:

– “Cuando yo uso una palabra – dijo Humpty Dumpty en un tono desdeñoso – quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.

– la cuestión – insistió Alicia – es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

– la cuestión – zanjó Humpty Dumpty – es saber quién es el que manda…, eso es todo”.

En su fabulación, Lewis Carroll capturaba de forma sencilla algo que, años más tarde, se convertiría en el gran campo de minas de la filosofía posmoderna: el cuestionamiento de la idea de significado, el desafío a las teorías tradicionales del lenguaje y de la cultura, el post–estructuralismo y la deconstrucción. Básicamente, lo que los filósofos del lenguaje venían a decir – en la línea de Wittgenstein y de Humpty Dumpty – era que el lenguaje se constituye en una serie de “juegos”, y que los enunciados o declaraciones se agrupan en tipologías diferentes que dependen de reglas compartidas y producen una relación entre los hablantes, de la misma forma en que los juegos requieren reglas y generan una relación entre los jugadores. En ese sentido los diálogos pueden ser vistos como una “sucesión de maniobras”: “hablar es luchar” en el sentido de “jugar”. La conclusión esencial de todo esto es que “al ganar una ronda, al replicar de forma inesperada, al alterar los términos del debate, al disentir frente a la posición dominante, podemos alterar las relaciones de poder, aunque sea de forma imperceptible”.[3]

La cuestión es saber quién manda. Aquél de los jugadores que acepte como propio el campo semántico del enemigo, o que maneje un código lingüístico obsoleto, está perdido de antemano.

La lucha por el lenguaje forma parte de un gran fenómeno posmoderno: las guerras culturales.

El Gran Juego

Nuestra aldea global está inmersa en un “gran juego”. Ese juego puede definirse acudiendo a un concepto nacido en el mundo anglosajón: las “guerras culturales”. Lo que ese concepto quiere decir es que la política ha desbordado el ámbito estricto de las doctrinas políticas y los programas electorales. Hoy más que nunca – como lo vio Gramsci hace casi un siglo– todo es política. Tradicionalmente es la izquierda la que mejor lo ha comprendido, y por eso lo ha politizado absolutamente todo: el lenguaje por supuesto, pero muy especialmente todo aquello que atañe a la vida privada y a los aspectos más íntimos de la persona. En la parte que le toca, la derecha – inspirada en los principios del liberalismo clásico – abandonó la vida privada al albedrío de cada individuo y se centró en la gestión de la economía. Una derecha gestionaria frente a una izquierda de valores: esa ha sido – grosso modo y simplificando mucho – la situación durante las últimas décadas. Pero algo ha cambiado en los últimos años. El primer resultado tangible de ese cambio se ha visto en los Estados Unidos, el laboratorio principal de esa “izquierda de valores” que sigue constituyendo, hoy por hoy, el pensamiento hegemónico.

Los meses que precedieron a la victoria de Trump en noviembre 2016 no fueron una campaña electoral al uso, sino más bien la culminación de una “guerra cultural” que se venía librando desde hacía años. Más allá de las estridencias del personaje, lo importante de Trump es el fenómeno social y cultural que representa, y que hizo posible la incubación de este inesperado terremoto político. Lo que ocurrió fue que, ante la dictadura de la corrección política, las fuerzas disidentes habían empezado a construir su propio campo semántico, a quebrar el “marco” lingüístico definido por el enemigo.

Las “guerras culturales” se configuran como un concepto clave para los años venideros. La vieja derecha – la llamada derecha “civilizada”– con su discurso legalista y tecnocrático se encuentra en este terreno completamente perdida. Confiada en el fondo en su superioridad intelectual (acreditada, a su juicio, por la gestión económica) esa derecha se limita a asumir como propias las cruzadas culturales definidas desde la izquierda, transcurridos (eso sí) los plazos preventivos de aclimatación. La razón de fondo es que, en realidad, esa derecha asume el mismo marco mental que la izquierda: la historia tiene un “sentido” que sigue el curso del progreso.

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Pero volvemos a la pregunta anterior. Para los disidentes frente al pensamiento hegemónico: ¿cómo definir al enemigo?

La cosa se complica tras la irrupción, durante los últimos años, de un nuevo elemento: una izquierda populista estimulada por la crisis financiera de 2008. En realidad, esto no constituye ninguna sorpresa. La llegada del populismo de izquierdas se ha visto preparada, durante las últimas décadas, por el aplastante predominio – en los ámbitos cultural, académico y mediático– de la izquierda posmoderna. Existe una relación de continuidad entre los nuevos movimientos de izquierda (llámense populistas, radicales, de extrema izquierda o como se quiera) y la izquierda posmoderna. Ambos comparten los mismos dogmas, el mismo sustrato cultural, la misma mitología progresista. Ambos son el ecosistema natural de la “corrección política”. Ambos son coetáneos del período de máxima expansión del neoliberalismo (una coincidencia nada casual a la que nos referiremos más tarde). Para calificar al pensamiento de esa izquierda posmoderna algunos utilizan el término de “marxismo cultural”. Para calificar a esa izquierda populista muchos continúan refiriéndose al comunismo o al “neo–comunismo”, como si éste fuera una amenaza real, como si éste tuviese la capacidad de reproducir la experiencia totalitaria del siglo XX.

Pero estas definiciones responden a categorías obsoletas. No nos encontramos aquí frente a “marxismo cultural”, ni frente al “marxismo” a secas, ni mucho menos frente al comunismo. Todo lo contrario. La izquierda posmoderna –y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas– tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro.

Pero eso es algo que a primera vista no parece tan claro. Es muy cierto que la izquierda radical usa y abusa de una retórica “retro” (el “antifascismo” en primer lugar) y reclama para sí el patrimonio moral de las luchas “progresistas” del pasado. Pero con ello lo único que hace es parasitar una épica revolucionaria que no le corresponde. En realidad, la apuesta ideológica de la izquierda en todas sus variedades (desde la socialdemócrata hasta la más radical o populista) se inscribe de facto en la agenda de la globalización neoliberal. Y si su pensamiento es a veces calificado como “marxismo cultural”, ello obedece al peso del viejo lenguaje, así como a la rutina mental de la derecha habituada a categorizar como “comunista” todo lo que no le gusta.

Pero no, no nos encontramos en vísperas de un “asalto a los cielos” leninista, ni en el de una socialización de los medios de producción, ni en el de una dictadura del proletariado. Todo lo contrario: el escenario es el de la dictadura de una “superclase” (overclass) mundializada, apoyada en técnicas de “gobernanza” posdemocrática. Un escenario en el que la izquierda radical ejerce las funciones de acelerador y comparsa, preparando el clima cultural propicio a todas las huidas hacia adelante de la civilización liberal. Frente a los desafectos, la izquierda radical asegura – con su celo vigilante e histeria correctista– una función intimidatoria y represora que adquiere tintes parapoliciales. Tareas todas ellas perfectamente homologadas por el sistema.

¿De dónde vienen, pues, los equívocos? En el mundo de las ideas no hay blancos y negros. El vocabulario actual de la corrección política se nutre, sin ninguna duda, de una incubación en el posmarxismo de la Escuela de Frankfurt y sus epígonos. Ahí está el origen de un malentendido – el pretendido carácter “marxista” de la ideología hoy dominante – que la guerra cultural anti–mundialista debería deshacer de una vez por todas, si quisiera asumir una definición eficaz del enemigo.

Conviene para ello hacer un poco de historia.

Los auténticos enterradores del marxismo

Suele pensarse que el fin del marxismo como ideología política tuvo lugar en 1989, con la caída del “socialismo real” y el derrumbe de la URSS. Pero lo cierto es que el marxismo había sido enterrado muchos años antes, y que bastantes de sus enterradores pasaban por ser discípulos de Marx.

En realidad, el acontecimiento que supuso el canto de cisne del marxismo fue la revolución de mayo 1968, el momento en que el movimiento obrero fue desplazado por un sucedáneo: el “gauchismo” liberal–libertario.[4] Pero la epifanía progre de los estudiantes de París y de Berkeley había sido prefigurada – con varias décadas de antelación – por el corpus teórico (también llamado “teoría crítica”) de la “Escuela de Frankfurt”. Fueron los intelectuales del “Instituto para la Investigación Social” fundado en 1923 en esa ciudad alemana los que provocaron, desde dentro, la implosión del marxismo. Muchas de las ideas y temas impulsados por esos intelectuales se encuentran en el origen de los condensados ideológicos que hoy conforman la ideología mundialista.

Desde sus primeros años y durante su etapa de exilio en los Estados Unidos, la Escuela de Frankfurt arrumbó en el desván de la historia el dogma central del marxismo ortodoxo: el determinismo económico, la idea de que son las condiciones materiales y los medios de producción (la infraestructura) los que determinan el curso de la historia, la visión fatalista de un triunfo inevitable del socialismo. Lo que a los intelectuales de Frankfurt les interesaba era la acción sobre la “superestructura”, puesto que son las condiciones culturales – más que la economía – las que determinan la reificación y la alienación de los seres humanos. Algo que Georg Lukács ya apuntaba en “Historia y conciencia de clase” (1923), la obra fundadora del marxismo occidental. No en vano todas las luminarias de la escuela – Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Herbert Marcuse – se centrarían casi exclusivamente en la crítica cultural, dejando de un lado las cuestiones económicas. Lo cual nos lleva al segundo golpe – todavía más letal – que la escuela de Frankfurt iba a propinar al marxismo ortodoxo.

Al centrar sus denuncias en la reificación y la alienación de los seres humanos – y no en las condiciones económicas de explotación capitalista– estos intelectuales desplazaban el fin último de la transformación social: ésta ya no se reduciría a la abolición de las injusticias sociales, sino que se centraría en la eliminación de las causas psicológicas, culturales y antropológicas de la infelicidad humana. En esa línea, estos autores se esforzarían en establecer pasarelas entre el materialismo histórico y pensadores ajenos a esa tradición, tales como Freud (es el llamado “freudo–marxismo”) o – en un improbable ejercicio de malabarismo intelectual – el mismísimo Nietzsche. En realidad, la escuela de Frankfurt es un abigarrado taller de herramientas intelectuales donde se puede encontrar un poco de todo: las intuiciones más brillantes se codean con las amalgamas más precarias, y una crítica extremadamente perspicaz de la modernidad y sus condiciones de desenvolvimiento se ve mezclada con un empecinamiento utópico abocado al dogmatismo. Todo ello bañado en una atmósfera de virtuosismo y de elitismo intelectual que sellaba el extrañamiento definitivo entre los “intelectuales orgánicos” y la gente corriente. O lo que es decir, entre la intelligentsia progresista y el pueblo.

Cosmópolis utópica

La escuela de Frankfurt ofrece una gran paradoja: partiendo del marxismo – o más bien, de una interpretación “humanista” de la obra del “joven Marx” – sus teóricos preparaban el terreno para la ideología orgánica de la globalización neoliberal. El primer puente entre ambos mundos tiene mucho que ver con el fetiche ideológico de estos intelectuales: la idea de utopía. Para la escuela de Frankfurt, la utopía no es un “día del Juicio” o fin de la historia en el sentido marxista – el advenimiento de una sociedad sin clases –, sino que, insuflando una nota de realismo, admiten que si bien nunca alcanzaremos la Salvación o Redención final, el mantenimiento del Ideal – el sueño de la Redención – es un bien en sí mismo, puesto que nos impele a una mejora indefinida de la Humanidad. Es el “principio esperanza” definido por el filósofo Ernst Bloch. Bajo el baremo implacable de la Utopía, el presente se ve así sometido a una acusación perpetua, se ve impelido a avanzar por la senda del cosmopolitismo y de la “tolerancia” en pos del (siempre distante) espejismo utópico. Pero no se trata aquí de una utopía colectivista del tipo de la “sociedad comunista” del marxismo clásico. Desde el momento en que se vincula a una idea de “felicidad” personal, la utopía frankfurtiana concierne sobre todo al individuo. Lo que nos conduce al segundo gran puente con el neoliberalismo.

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Que la “felicidad” como reivindicación individual es un viejo fetiche del liberalismo, es algo que no requiere grandes demostraciones. Basta con leerlo en la Constitución de los Estados Unidos. La aportación de la Escuela de Frankfurt consistió en encauzar hacia esa reivindicación una parte del capital teórico del marxismo, remodelándolo como una especie de filosofía “humanista” y relegando sus enfoques de clase y sus aspiraciones revolucionarias. La llave maestra para ello consistió en el descubrimiento del “joven Marx” – el de los “Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844”– con sus “inclinaciones utópicas y su visión de un hombre nuevo y liberado del egotismo, de la crueldad y de la alienación. La revolución contra el capitalismo se sustituyó por algo parecido a un intento de transformación de la condición humana. El socialismo pasaba así a identificarse con una forma de tratar a la gente, más que con un modelo institucional y político”.[5] Aquí se consuma el auténtico entierro del marxismo.

Frente a las categorías materialistas y positivistas del marxismo – empeñadas en una analogía con las ciencias naturales –, la “Escuela de Frankfurt” enfatizaba los elementos éticos, subjetivos e individuales de la “teoría crítica”, de forma que ésta se configuraba como una teoría general de la transformación social, a su vez espoleada por un deseo de “liberación” entendida en sentido individual. La “liberación” y la “emancipación” eclipsaban así el objetivo de la revolución y se fundían en el horizonte utópico de una “felicidad” orientada al desarrollo personal. No es extraño que Wilhelm Reich – con sus trabajos sobre sexología– o Erich Fromm – con obras como “El concepto de hombre en Marx”– alcanzaran gran popularidad y fueran ampliamente leídos en los medios radicales norteamericanos.

¿Qué quedaba entonces del marxismo? Una retórica, una jerga académica, una dialéctica opresores/oprimidos, una cáscara de romanticismo subversivo al servicio del único sistema que, de hecho, hace tangible ese grial utópico de la “liberación” individual indefinida: el liberalismo libertario en lo cultural, el neoliberalismo en lo económico; lo que es decir: el capitalismo en su estadio final de desarrollo.

Del posmarxismo al neoliberalismo

La primera regla de la guerra cultural es saber leer al enemigo. El legado de la escuela de Frankfurt es demasiado rico como para ser arrojado en el cómodo saco del “marxismo cultural”; de hecho, buena parte de sus postulados admiten una lectura “de derecha”. El caso más evidente – e interesante – es la perspectiva “antiprogresista” desarrollada por una parte de esta escuela.

Una de las paradojas de la teoría frankfurtiana consiste en su crítica sistemática de la modernidad. En realidad, se trata de la única crítica de la modernidad y de la idea de “progreso” que haya sido formulada desde la izquierda, o al menos desde una tradición no conservadora o no reaccionaria. Posiblemente sea también la más brillante de las realizadas hasta la fecha. La experiencia de Auschwitz y la consiguiente ruina del optimismo progresista son las bases sobre las que se construye la obra seminal de Max Horkheimer y Theodor Adorno: “Dialéctica de la Ilustración”. En esa obra, lo que ambos autores vienen a decir es que, después de todo, tal vez el precio a pagar por “el progreso” sea demasiado alto, y que los ideales racionalistas, cuando son absolutizados, revierten en su opuesto: en un nuevo irracionalismo. En su enfoque crítico sobre la Ilustración, ambos autores rechazan la narrativa tradicional que se focalizaba sobre la evolución de las instituciones, las ideas políticas o el progreso tecnológico, y se centran en una crítica antropológica: los daños causados por el despliegue de la razón instrumental en una sociedad totalmente administrada, con sus corolarios de reificación alienación de la persona. Desde esa perspectiva, el panorama de la modernidad y del progreso podía ser muy sombrío. Hay por lo tanto en la Escuela de Frankfurt una apertura hacia un cierto conservadurismo cultural.[6] No en vano Horkheimer señalaba que, así como hay cosas que deben ser transformadas, hay otras que deben ser preservadas, y que un verdadero revolucionario está más cerca de un verdadero conservador que de un fascista o de un comunista.

Pero aceptadas estas premisas, la diferencia con una auténtica “crítica de derecha” es clara: allí donde ésta hubiera puesto el énfasis en la denuncia de la uniformización cultural, el desarraigo identitario y la ruptura del vínculo comunitario (fenómenos todos ellos impulsados por la modernidad), Horkheimer y Adorno tienen un enfoque individualista: la denuncia de la pérdida de “autonomía” personal, el rechazo a los “procesos de dominación” que afligen al individuo. Sea como fuere, la crítica frankfurtiana a la modernidad sigue siendo una píldora dura de tragar para la vulgata progresista y el “pensamiento positivo” de nuestra época. Por eso mismo continúa siendo una aportación insoslayable para todos aquellos que, ya sea desde la derecha o desde la izquierda, desean acometer una deconstrucción teórica de la modernidad, la Ilustración y el “progreso”.

Pero el genio del liberalismo consiste en su capacidad para absorber todas las críticas, su habilidad para transformarlas en “oposición controlada”. El éxito de la “teoría crítica” frankfurtiana marcó su integración en las instituciones, algo que los propios Horkheimer y Adorno habían ya previsto cuando señalaban que, en la medida en que una obra gana en popularidad, su impulso radical se ve integrado dentro del sistema. El liberalismo desechó la parte más auténticamente subversiva de la Escuela de Frankfurt – la crítica de la razón instrumental, el análisis sobre la desacralización del mundo, la reivindicación de los valores no económicos, la denuncia del consumismo, el rechazo a la mercantilización de la cultura, la advertencia sobre la pérdida de “sentido” – y adoptó sus postulados más individualistas y libertarios de “emancipación” y de rechazo a la “dominación” ejercida por la familia, el Estado y la iglesia. La “dialéctica negativa” desarrollada por la Escuela de Frankfurt sirvió así de instrumento a toda una generación de radicales americanos y europeos empeñados en una reconfiguración profunda de la sexualidad, la educación y la familia.

A un nivel teórico más profundo, la “dialéctica negativa” frankfurtiana enlazaba sin solución de continuidad con una nueva generación más radical y carente de los escrúpulos “conservadores” de Horkheimer y sus amigos: la generación del posmodernismo y del post–estructuralismo, de Foucault y de Derrida, de la deconstrucción y de la ideología de género. A partir de los años 1970 se sentarían las bases de una nueva cultura y de un “hombre nuevo”.

Quedaba expedito el camino hacia el neoliberalismo.

…………………………………………………………………………………………

[1] John Fonte, Investigador del Instituto Hudson (Washington), acuñó en 2001 el término “progresismo transnacional” para dirigirse a la ideología de la post–guerra fría. Se trata de una de las mejores descripciones de la ideología mundialista realizadas hasta la fecha. Según Fonte, entre las creencias promovidas por esta ideología figuran: 1) promover las identidades de grupo (género, etnia) sobre las identidades individuales; 2) una visión maniquea de opresores/oprimidos; 3) una promoción de las minorías oprimidas a través de cuotas; 4) la adopción de los valores de estas minorías por parte de las instituciones; 5) el inmigracionismo; 6) la promoción de la “diversidad” frente a la idea de asimilación en países de destino; 7) la redefinición de la democracia para acomodar la representación de las minorías; 8) la deconstrucción “posmoderna” de las naciones occidentales, y su sustitución por el multiculturalismo.   https://www.hudson.org/content/researchattachments/attach...

[2] Para esta clasificación nos apoyamos, de forma bastante libre, en la obra magistral de Jean–Yves Le Gallou y Michel Geoffroy, Dictionnaire de Novolangue. Ces 1000 mots qui vous manipulent. Via Romana 2015, pp. 10–11.

[3] Catherine Belsey, Poststructuralism. A very Short Introduction. Oxford University Press 2002, pp.97–98.

[4] Adriano Erriguel, Vivir en Progrelandia. Mayo del 68 y su legado. www.elmanifiesto.com

[5] Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short introduction. Oxford University Press 2011, p. 48.

[6] Es lo que el crítico cultural británico Jonathan Bowden llamaba el “secreto íntimo” de la Escuela de Frankfurt. Jonathan Bowden, Frankfurt School Revisionismhttps://www–counter–currents.com)

El libro “Dialéctica de la Ilustración” de Adorno y Horkheimer fue una influencia mayor en los orígenes de la corriente de ideas conocida como la “Nueva derecha” francesa.

elmanifiesto.com

dimanche, 23 septembre 2018

La politique continue de faire fi de la volonté du peuple

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La politique continue de faire fi de la volonté du peuple

De la diplomatie secrète à la manipulation médiatique

par Karl Müller

Ex: http://www.zeit-fragen.ch/fr

«Les conséquences en sont grotesques et amères. Là, où les guerres économiques, et d’autres choses encore pires sont imminentes, l’existence de millions d’humains est mise en question. Les PR et les médias ne servent pas uniquement à cacher le machiavélisme en politique, la violation continue du droit, l’ignorance politique derrière la dignité humaine et les droits de l’homme. Il s’agit également d’y habituer les gens petit à petit. Et la stratégie implique encore autre chose: les représentants des relations publiques savent que cette ignorance est évidente pour chacun qui sait réfléchir un peu. Mais les gens réfléchissant et empathiques doivent se sentir impuissants. Voilà, homme qui pense, tes idées et sentiments ne nous intéressent pas, tu es insignifiant, nos moyens pour le maintien du pouvoir sont plus forts, nous te rions au nez, le mépris est notre boulot, nous sommes en position de force, les ‹masses› nous suivront! Combien de temps encore?»

Cinq mois après le crime présumé, le gouvernement des Etats-Unis a décidé d’introduire des sanctions économiques strictes contre la Russie dès le 22 août 2018. La justification de leurs nouvelles sanctions se fonde sur l’accusation d’une transgression de la «ligne rouge» du législateur américain en utilisant la neurotoxine («arme chimique») «novitchok» pour tenter d’assassiner l’ancien double agent Skripal (ayant également travaillé pour le service de renseignement militaire de l’armée soviétique GRU).


Les nouvelles décisions ont été prises au moment de la publication de deux soi-disant rapports d’investigation du Scotland Yard britannique. Selon ces documents, deux suspects auraient été identifiés, deux agents du service de renseignement militaire russe GRU séjournant en Russie. La Première ministre britannique Theresa May devrait décider, selon ces rapports, d’une demande d’extradition adressée à la Russie. Si la Russie refusait, ceci aggraverait encore davantage les relations britanniques et russes.
Concernant les prétendus résultats d’investigation de Scotland Yard on lit: «Selon les rapports non confirmés, les auteurs présumés du crime ont été identifiés après plusieurs mois de recherches. Des centaines de détectives ont comparé le matériel d’innombrables caméras vidéo avec les données de voyageurs étant entrés ou ayant quitté la Grande Bretagne autour de la date de l’attentat du 4 mars.» («Neue Zürcher Zeitung» du 7/8/18).

Différentes conclusions

Quelles conclusions sont possibles? Certains diront: maintenant, il est évident que les Russes sont les auteurs de la tentative d’assassinat. Alors, il est juste que le gouvernement des Etats-Unis en tire les conséquences, et que Donald Trump, l’inepte sympathisant de Poutine, soit forcé à faire le nécessaire: introduire des sanctions encore plus strictes contre la Russie.


D’autres se demanderont de quel droit le gouvernement américain décide de nouvelles sanctions, alors que dans le cas Skripal rien du tout n’est prouvé jusqu’à ce jour et que toutes les anciennes assertions se sont avérées fausses» (p. ex. que le «novitchok» n’existerait qu’en Russie). Si même la «Neue Zürcher Zeitung» parle de «rapports non confirmés» et d’«auteurs du crime présumés», et utilise des termes extrêmement flous comme «le matériel d’innombrables caméras vidéo», «des centaines de détectives», «les données de passagers», on peut s’imaginer tout ce qu’on veut, mais il n’y a rien de concret qui soit convaincant ou qui vaille comme preuve. Les réactions russes officielles ne sont donc pas si déraisonnables, parlant d’une «guerre économique» de l’administration américaine contre la Russie et appelant le procédé du gouvernement contraire au droit international.

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1918: Le président américain Wilson s’opposa à la diplomatie secrète

Au début novembre 1918, il y a bientôt 100 ans, c’était la fin de la Première Guerre mondiale. Les Etats de l’Europe étaient détruits, les gens étaient las des souffrances de la guerre… et se demandaient à juste titre: comment fut-il possible que l’on ait réussi à nous impliquer dans une telle tuerie de masse?


Le président américain Woodrow Wilson utilisa ces sentiments des peuples et formula ses 14 thèses, ayant trouvé leur entrée dans les manuels d’histoire. Déjà la première retient que «les accords de paix doivent être conclus de manière transparente et publiquement.» Puis, dans la deuxième phrase de ce premier point: «Des ententes internationales secrètes n’auront plus leur raison d’être, la diplomatie devra toujours se pratiquer honnêtement et aux yeux de tout le monde.» Ceci correspondait au désir et à la volonté de millions de personnes. Jusqu’à ce jour, on recherche les causes de la guerre mondiale, les controverses se maintiennent, les archives sont toujours fermées. Il y eut de nombreuses ententes secrètes entre les gouvernements et les discrets milieux influents impliqués.

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Wilson n’agit pas comme il avait parlé

Malheureusement, Wilson n’agit pas comme il avait parlé. Au contraire: vu dans la rétrospective, il faut supposer que ses dires n’étaient que de la propagande de guerre, habilement appliquée pour tirer les habitants de l’Europe (et des Etats-Unis) de son côté. Wilson avait engagé un spécialiste de la propagande: Edward Bernays. «Edward Louis James Bernays, né à Vienne le 22 novembre 1891 et mort à Cambridge (Massachusetts) le 9 mars 1995 est un publicitaire austro-américain.» Selon Wikipédia «il est considéré comme le père de la propagande politique institutionnelle et de l’industrie des relations publiques, ainsi que du consumérisme américain.» Puis on lit: «En 1917, durant la Première Guerre mondiale, Bernays fait partie du ‹Committee on Public Information› crée par le président Wilson pour retourner l’opinion publique américaine et la préparer à l’entrée en guerre.» Sa campagne fut conduite sous le slogan «Make the world safe for democracy» – Amère dérision!

L’apparence doit être démocratique, mais tout doit être sous notre contrôle

Wilson et Bernays savaient que les méthodes du XIXe siècle étaient obsolètes. Il n’était plus possible de dire aux peuples que la politique n’était pas leur affaire et ne concernait que les gouvernements. La politique avait besoin de nouvelles formes de «légitimation». Depuis la fin de l’absolutisme, la référence au droit divin du souverain n’était plus opportune. L’argumentation de Hegel, selon laquelle l’Etat (prussien) ne devait être pas moins que l’apogée de l’«incarnation» de l’esprit du monde (Weltgeist hégélien) convainquait, elle aussi, de moins en moins les gens. «L’apparence doit être démocratique, mais tout doit être sous notre contrôle», devint le nouveau principe, attribué bien plus tard à Walter Ulbricht de la RDA. Les moyens appropriés pour le réaliser étaient les relations publiques (public relations, PR) et les médias qui reprirent les contenus des PR et les divulguèrent sans vergogne. Il en est ainsi jusqu’à l’heure actuelle.

En position de force, combien de temps encore?

Les conséquences en sont grotesques et amères. Là, où les guerres économiques, et d’autres choses encore pires sont imminentes, l’existence de millions d’humains est mise en question. Les PR et les médias ne servent pas uniquement à cacher le machiavélisme en politique, la violation continue du droit, l’ignorance politique derrière la dignité humaine et les droits de l’homme. Il s’agit également d’y habituer les gens petit à petit. Et la stratégie implique encore autre chose: les représentants des relations publiques savent que cette ignorance est évidente pour chacun qui sait réfléchir un peu. Mais les gens réfléchissant et empathiques doivent se sentir impuissants. Voilà, homme qui pense, tes idées et sentiments ne nous intéressent pas, tu es insignifiant, nos moyens pour le maintien du pouvoir sont plus forts, nous te rions au nez, le mépris est notre boulot, nous sommes en position de force, les «masses» nous suivront!
Combien de temps encore? 

vendredi, 21 septembre 2018

Alexandre Kojève & the End of History

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Alexandre Kojève & the End of History

Author’s Note:

This is transcript by V. S. of a talk that I gave to the Atlanta Philosophical Society in 2000. As usual, I have eliminated some wordy constructions and some back-and-forth with the audience. 

We live in a time when there’s a lot of talk about the ends of ages. Last year, at the end of 1999, the vast majority of people celebrating the New Year were celebrating the millennium a year early. But still, there’s a sense that when we reach a round number something important is going to happen. There’s a lot of talk about the “end of modernity” in academia today. So-called postmodernist philosophers and literary critics are quite popular, and certain religious thinkers and writers are of course concerned that time itself may end very soon.

A friend of mine who is an Orthodox monk in Bulgaria emailed me just before the New Year saying that not only did some people in Bulgaria think that all the computers were going to fail, they thought the end of time was at hand. I wrote back saying, “Well, if I don’t hear from you again, it’s been nice knowing you.”

I want to talk about one of the most stunning claims that history is over, namely the claim popularized by Alexandre Kojève, a 20th-century philosopher who I think is probably the most influential single philosopher in the 20th century, although at the same time he’s one of the least known. He’s influential not only in the world of ideas but also in the world of politics. In fact, he’s had an enormous influence on the post-Second World War global economic and political order that we live in today. People sometimes call it the “New World Order.” It’s very much influenced by his thought and action.

Kojève claimed that history is not about to end, but that it had already ended, and that it ended in 1806. So, all of the expectant people who are waiting for the millennium have already missed it. History is already over. It’s been over for nearly two centuries, and it came to an end in 1806 when Georg Wilhelm Friedrich Hegel was sitting in his study in Jena writing his book Phenomenology of Spirit and nearby Napoleon was defeating his enemies at the great Battle of Jena, which turned the tide of resistance in Europe toward the ideas of the French Revolution.

According to Kojève, history ended with the triumph of the ideals of liberty, equality, and fraternity and Hegel’s understanding of the significance of these events. Everything that’s happened since then, he said, including the two World Wars, is just post-historical “mopping up.” It’s of no real historical significance. It’s just a matter of carrying the ideals of the French Revolution to the furthest corners of the globe.

Last night I saw a trailer for a film called The Cup, which is set in Bhutan in the Himalayas. This is a movie about the mopping-up process. It’s about some intrepid young Buddhist monks who fall in love with soccer and decide to bring satellite television to Bhutan. According to Kojève, this is just the kind of mopping-up process you’d expect as the world becomes completely integrated and its culture becomes entirely homogenized. Of course, this is presented as a heart-warming tale of intrepid youth.

51MV5jM0MgL._SX339_BO1,204,203,200_.jpgNow, who was Alexandre Kojève? He was born in 1902 as Aleksandr Vladimirovič Koževnikov. He was born in Moscow to a very wealthy family. After the Russian Revolution, the family fell on hard times, and he was eventually reduced to selling black-market soap on the street. He was arrested for this and narrowly escaped execution. His experiences with the GPU led to a rather unusual outcome. He converted to Marxism and maintained that he was an ardent Stalinist to the very end of his life.

In 1920, ardent Marxist-Stalinist that he was, he still saw fit to flee the Soviet Union to Germany. He enrolled at the University of Heidelberg, studying philosophy with the great German existentialist thinker Karl Jaspers, and he wrote a dissertation on Vladimir Soloviev, a Russian mystical philosopher of some interest, although he is rather unknown in the West.

Apparently, the Koževnikovs had money abroad, so while he was in Germany Kojève was actually something of a bon vivant. He lived the high life. He was a sort of limousine Stalinist. But he invested his family money poorly, and in 1929 he was pretty much wiped out by the great stock market crash.

In that year, he moved to France and started trying to find work. He had many friends, Russian émigrés, who helped him out. One of them was Alexandre Koyré, who was a historian of philosophy and science who had to go off to Egypt as a visiting professor and got Kojève the job in 1933 of subbing for him in a seminar on Hegel’s Phenomenology of Spirit.

Kojève did such a spectacular job that he gave the seminar every year until 1939, when the Germans moved in and French intellectual life changed somewhat. Kojève spent the war in the south of France, writing, and some of the works that he wrote during the war were published posthumously. He probably sat out the war because he realized that it was of no historical significance.

In 1945, he returned from his exile and was immediately given a position in the French Ministry of Economic Affairs, the head of which had been a student in his Hegel seminar during the 1930s.

From 1945 to 1968, he held the same position, a kind of undersecretary position, yet while he did not have any official leadership role, he was—as one person who knew him put it—the Mycroft Holmes of the French government. He was the guy who knew everything and everybody, and kept everybody abreast of everything else. He was a nerve center or brain center for the French government for a period of more than 20 years.

He claimed, in his typically hyperbolic style, that de Gaulle took care of foreign affairs, and “I, Kojève,” as he put it, “took care of everything else.” And apparently Raymond Aron, who was another of his students and an extremely sober fellow, actually said that this was pretty much true, that Kojève was probably second only to de Gaulle in importance in the French government in the 22 years that he occupied his position.

And what did he do? Well, he was one of the architects of what’s now called the European Economic Community. He was also one of the architects of what is known as the General Agreement on Trades and Tariffs, or GATT.

Right after the Second World War, he gave a speech to a bunch of technocrats in West Germany, where he laid out the model for what was then called pejoratively “neo-colonialism.” In his terms, colonialism after the Second World War and the end of the old colonial empires would now take the form not of taking, but of giving, namely of investing in and developing the underdeveloped countries, the former colonies, and integrating them into the world economic system. His model was basically carried out to a T. Organizations like the World Bank basically follow to this day the Kojèvian model of neo-colonialism.

9782070295289FS.gifHe was also the first person to announce what is sometimes called the convergence thesis. Zbigniew Brzezinski, National Security Adviser to Jimmy Carter, is often credited with this view. The convergence thesis is basically that as the Cold War wore on, the pressures of fighting it would cause both sides to gradually converge and become indistinguishable from one another.

Kojève was instrumental in creating—through the economic and political integration of the Western, non-Communist nations—one of the most important factors in helping them win the Cold War, but the French intelligence service believed that he was passing information to the KGB the whole time. So he was playing both sides in a very dangerous game. I want to give some suggestions about what Kojève’s dangerous game actually was.

Before I do that, though, I want to talk about his influence in the world of ideas. I’ve talked about his political activity. Really, of all the philosophers in the 20th century, he’s had the most impressive record of actually changing the world instead of just theorizing about it. Much of the world that we know today and think of as normal was influenced by this strange Russian. So, we need to understand the ideas behind his actions.

Kojève’s students at his Hegel seminar in the 1930s included the following people: Raymond Aron, who was probably the most brilliant conservative political theorist in France in the 20th century; Maurice Merleau-Ponty, who was something of a Marxist-Stalinist at one time and one of the most significant phenomenological philosophers in 20th-century France; Jacques Lacan, the great interpreter of Freud, who fused Freud with Kojève’s Hegel and is probably the leading Freudian thinker after Freud; Henry Corbin, who made the first (partial) French translation of Heidegger’s Being and Time but is far more famous for the work that he did in medieval Arabic philosophy and mysticism; Robert Marjolin, who was the leader of the French Ministry of Economic Affairs, the guy who gave Kojève his job; Gaston Fessard, who was little-known outside France but was an extraordinary scholar and a Jesuit priest as well; André Breton, who was one of the founders of French Surrealism; Georges Bataille, famous for writing really rather gross and I think quite untitillating pornography, as well as many books and essays on the philosophy of culture—a rather profound although difficult and quite perverted thinker; and Raymond Queneau, a novelist whose most famous novels are translated as The Sunday of Life and Zazie in the Metro—these are “end of history” novels and were very much influenced by Kojève’s vision of life at the end of history.

And of course these members of the seminar in turn had their own students and readers. Among them are some of the most important 20th-century French thinkers of the next generation: Jacques Derrida, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, and the like. None of them were students of Kojève himself, but I would maintain that nobody can really understand these French postmodernists—especially their use of certain words like “metaphysics,” “modernity,” “difference,” and “negativity”—without understanding how all of these derive from Kojève’s interpretation of Hegel. The peculiar vehemence with which terms like “metanarrative,” “history,” “being,” “absolute knowledge,” and so forth are spoken by these writers has everything to do with Kojève’s specific interpretation of the meaning of these terms in Hegel’s Phenomenology of Spirit. One can’t read French postmodernism and understand it without understanding that most of these thinkers are reacting to Kojève. They would not call themselves Kojèvians. They’re all anti-Kojèvians. But insofar as they’re opposing themselves to him and to his very peculiar takes on things, they’re very much influenced by him. They bear the trace of Kojève.

9782253075035FS.gifAnother contemporary thinker who’s really quite trendy today is the Slovene writer Slavoj Žižek. I hope there are no Slovenians in the audience who will knock my pronunciation. Žižek has written quite a number of books with titles like Everything You Always Wanted to Know About Lacan . . . But Were Afraid to Ask Hitchcock, and he’s enormously influenced by Kojève’s view of Hegel, and also Lacan’s reading of Kojève’s Hegel.

Kojève attracted students even after he stopped teaching. Two of them were Allan Bloom, the author of The Closing of the American Mind, and Stanley Rosen, who is a very well-known commentator on Greek philosophy, as well as on Hegel and Heidegger. Their teacher, Leo Strauss, sent them to study with Kojève in the early 1960s. Bloom and Rosen would go to his office at the Ministry. He would close the door, and they would talk philosophy.

More recently, Francis Fukuyama, who was a student of Allan Bloom, became famous for his book The End of History and the Last Man, which is really a popularization of Kojèvian ideas. Just as the Communist regimes in Eastern Europe were coming down, Fukuyama raised the question: What if Kojève was wrong and history hadn’t ended in 1806, as Hegel wrote the Phenomenology of Spirit? What if history ended in 1989, as Communism fell and Fukuyama was in the process of interpreting it as the global triumph of Western liberal democracy? That started a huge debate.

Of course, people on the Right in America were particularly delighted to hear that their perseverance in the Cold War had brought about not just the end of Communism but the end of history itself, and everything would be smooth sailing from then on. Little things like the Gulf War were just mopping-up.

Some of Kojève’s peers—people that he corresponded with and interacted with and influenced him—include Leo Strauss, who is one of the most important 20th-century philosophers. He was a German-Jewish philosopher who met Kojève in the 1920s. They met again in Paris in the 1930s, where they spent a lot of time together, and they corresponded throughout the rest of their lives. Strauss, of course, was a conservative thinker, a thinker of the Right, and yet he derived both pleasure and knowledge from his friendship with Kojève, the ardent Stalinist.

Carl Schmitt was the notorious German jurist and political philosopher who wrote the brief showing how Hitler’s seizure of power in 1933 was perfectly legal according to the Weimar constitution—which was indeed a brief anybody could have written because, strictly speaking, it was legal. Schmitt, of course, had been tarred with the Nazi association until he died at a very old age recently. Schmitt was a friend of Kojève’s, and they corresponded over a period of many decades. Another improbable intellectual friendship.

Georges Bataille was not just a student of Kojève, but really a peer. I think Bataille dramatically influenced Kojève’s intellectual development. Bataille is certainly a thinker of the far Left.

So, we have a strange phenomenon: Kojève had close intellectual relationships with, and a powerful influence on, thinkers on the Right and on the Left, but the thing that all of these thinkers have in common is a vehement rejection of modernity, precisely the modernity that Kojève himself is so eager to proclaim as inevitable. All of Kojève’s students and most passionate admirers ended by rejecting, vehemently, his vision of the end of history. That’s an interesting thing to puzzle through.

If Hegel and Kojève believe that history came to an end in 1806, then they obviously mean something very different by “history” than all of us do. If history can come to an end, it has to be something different from what is reported every day in the newspapers. They didn’t claim that human events would cease. There are post-historical human events, just as there were pre-historical human events. So, history isn’t just the record of human events. It is a very specific thing.

For Hegel, history is the human quest for self-knowledge and self-actualization. There was a time when human beings were not actively pursuing those aims. This was characteristic of prehistorical forms of life, when men were brutish and dumb. And there will be a time when human beings will no longer actively pursue self-knowledge and self-actualization, because we will have already achieved them. That will be post-historical life.

History is the human quest for self-knowledge and self-actualization. When that quest comes to an end, when we know ourselves and become ourselves, then there will be no more history. That’s how history will stop.

Hegel posits that human beings have a fundamental need for self-knowledge. In fact, in the last analysis, for him self-actualization just is self-knowledge. So, human beings are fulfilled by knowing themselves. That’s what it’s all about. That’s what we’re all striving for. That’s what the whole record of history has been pointing to: self-knowledge.

hegel.jpgHow is the pursuit of self-knowledge connected with history? Isn’t self-knowledge just something we have through introspection? Can’t you just have self-knowledge on a desert island or lying in bed in the morning? Why do we need to do things like build civilizations or cathedrals and fight wars? Why do we need history in order to pursue self-knowledge?

Hegel would agree that we do have a kind of immediate self-awareness, which Rousseau would call the “sentiment of existence.” But that feeling is shared with all the animals, too. Therefore, insofar as we have an immediate feeling of self that really doesn’t constitute knowledge of us as distinctly human creatures. Second, knowledge as such requires more than just immediate feeling. It has to be more articulated, reflective, and, as he puts it, mediated rather than immediate. It has to be on the level of thought rather than the level of feeling. In order to arrive at self-knowledge of our distinctly human characteristics, and to know that in a distinctly human way through reason, through thought, we have to go beyond just feeling. We have to do things.

Now, to know ourselves as physical beings we can look in a mirror. Although we have to recognize the being we see in the mirror as ourselves. Animals don’t seem to be able to recognize their own reflections. But when human beings reach a certain point in our development, we realize, “Aha! That’s us!” And there’s something extraordinary about recognizing ourselves as reflected in something other, something external.

Hegel believes that self-knowledge of our soul, if you will, requires a similar process. We need to find a mirror in which our soul can be reflected, and in which we can recognize our reflection, and thereby come to know ourselves as spiritual beings.

Now, what is the appropriate mirror of the soul? Well, the first and most obvious answer would be another soul, another human being. The way that we come to know ourselves as human beings is by recognizing ourselves in others. The best form of recognition would be to recognize ourselves in the eyes of somebody who is very similar to us, who can really show us who we are. The kind of relationship where that happens is friendship or love. We can know ourselves through people who antagonize us, but the best kind of self-awareness is through love and friendship. The most complete sort of self-awareness is through love and friendship.

But that’s not enough. Love is not enough for Hegel. Friendship is not enough to explain history. If we could know ourselves adequately, if we could satisfy our need for self-knowledge simply through interpersonal relationships, we never would have embarked on this long quest towards civilization, because we could have satisfied that need in the prehistorical family, in the little villages, in thatched huts, in hunter-gatherer bands. We don’t need buildings and technologies and civilizations that extend thousands of miles. We don’t need cathedrals and skyscrapers or any of that just to have interpersonal relationships.

So, the quest for self-knowledge has to be understood more precisely here. We need to know ourselves. To know ourselves as individuals does not require history, so what kind of self-knowledge requires history? Hegel seems to believe that history is required if we are to know ourselves universally, to know ourselves in an abstract sense, and not just as a particular individual—in other words, to know what is man in general. Ultimately, this is the aim of philosophy.

Your best friend or your spouse is not going to be adequate to give you this kind of universal self-knowledge. Another human being isn’t an adequate mirror for that. Only philosophy can show that to you, and so Hegel believes that we have to understand history as arising out of the need for universal self-knowledge.

But of course philosophy wasn’t there at the beginning of history. So, how do we try to begin to satisfy that need for universal self-knowledge?

Hegel’s argument is simple: We have to make a mirror for ourselves. We have this material called nature—rocks and rivers and trees—and we need to remake it. We need to go out there and transform the world, to put the stamp of humanity upon it, to humanize the world, to remake the world in our own image—and to recognize ourselves, to recognize the truth about mankind in general, in our work.

Every culture is basically an ensemble of practices, artifacts, and institutions in which, and by which, human beings embody a particular attempt to understand themselves. Culture is the mirror in which human beings know themselves in a universal way. The record of cultures and their transformation is what we call history. Therefore, history is necessitated as our first step towards universal self-understanding.

There are many cultures and thus many interpretations of our nature. But there is only one truth. Therefore, all cultures can’t be rated equally. Some are truer to man and his nature than others. So it’s possible to rank cultures in a hierarchy in terms of how well or how poorly they reflect the true nature of man. But Hegel is also clear that ultimately, culture as such is an inadequate medium for coming to universal self-understanding. Thus what happens at a certain point in at least some cultures—three, to be exact—is the emergence of philosophy. The Greeks, the Indians, and the Chinese all spontaneously evolved philosophical traditions.

Hegel’s view is that we finally come to universal self-understanding through philosophy—ultimately through Hegel’s philosophy, as it turns out. History is the pursuit of wisdom. Hegel has become wise. He knows the truth about man, and therefore the philosophical quest and the historical quest both came to an end in 1806, when Hegel wrote his book The Phenomenology of Spirit.

Now, this might sound grandiose to you, but really every philosopher worth his salt is grandiose, because they’re searching for the Truth with a capital T. Hegel is just one of the more immodest philosophers, because he claims that not only is he searching for it, he’s actually found it, and therefore he’s not really a philosopher anymore. He’s a wise man. He’s a sage.

What is this big Truth that has brought history to an end? According to Kojève, the truth about man is that we’re all free and equal. That might sound banal, but he says that that’s what human beings have been fighting for and struggling for—sculpting and painting, composing music and writing books for, over thousands of years—in order to discover that we’re all free and equal. Once this discovery has been announced, and once the world has been remade in the image of freedom and equality, history has come to an end.

Kojève claims that history comes to an end with what he calls the universal and homogeneous state. When we recognize that all men are free and all men are equal, the only thing left is to create a form of society that recognizes this freedom and equality. That form of society has to be universal. It can’t be attached to any particular culture, because culture is over, too. History is just a record of cultures, and when history ends, culture is over, too. Culture becomes, in some sense, unnecessary, because it’s really not the best medium for coming to self-understanding. Kojève glimpses a tendency towards the complete homogenization of the world within this universal state. So he calls the end of history the universal homogeneous state, and he thinks this is great. This is wonderful.

We’re rapidly seeing this all around us. In Bhutan, they’re getting TV today. Tomorrow, they’re going to be wearing little baseball caps—backwards, of course—listening to rap music, and wearing t-shirts with American brand names on them. Eventually it will be more practical to just learn one language: English. As one friend puts it, “language par excellence.” And we’ll all be English speakers; we’ll all be buying the same things; we’ll all be watching the same TV shows. We’ll be one big, happy, peaceful world, and mankind will be entirely satisfied, because we’ll all be free and we’ll all be equal.  But we won’t all be philosophers. Only the very smart ones will become philosophers. Because we’re not going to all be equal in that respect. We’ll be politically equal.

That’s the Hegelian story, in a very crude overview. It’s crude, but it’s completely correct and accurate. It’s completely correct and accurate to Hegel’s view, if not to reality; let’s put it that way.

This is Kojève’s description of the end of history: “In the final state, there are naturally no more human beings.” Why? Because man is a historical being, too, and when history comes to an end, what is distinctively human disappears. “The healthy automata are satisfied. They have sports, art, eroticism, and so forth, and the sick ones get locked up.” Or they get Prozac. Or other mood-altering drugs to make them happier. “The philosophers become gods. The tyrant becomes an administrator, a cog in the machine fashioned by automata for automata.”

This is his view of the end of things. Now, if somebody were to step forward and declare, “I have a dream of a world of healthy, well-fed automata, de-humanized robots ruled over by technocrats that think they are gods,” would you be at all inclined to be inspired by that vision of things? It is a very strange way of speaking about something that Kojève at least officially regards as utopia, the form of society that totally satisfies all of mankind.

Here we arrive at the odd problem, because as he becomes more and more enthusiastic about the end of history—at least putatively enthusiastic, apparently enthusiastic—he begins phrasing it in ways that are more and more chilling, unappetizing, and unappealing.

The notes for Kojève’s Hegel seminar were edited and published in 1947 by Queneau as Introduction to the Reading of Hegel. After it was published, it was reprinted in a number of different editions. As the new editions came out, Kojève would add notes to them. About half of the French volume has been translated into English. The good stuff. There’s a famous note in here. Kojève adds a note to the second edition and then adds a note to that note in the third edition. As the notes pile up, the vision of the end of history becomes more and more disturbing and unappealing.

What’s going on here? Surely, Kojève, who was a master of rhetoric, knew the likely effects of his rhetoric. So, why was he praising something in terms designed to produce discomfort and disgust? It’s a very interesting question.

His second thoughts about the end of history were expressed in his later writings as a thesis that man is coming to an end. The end of history is the end of man. Man, properly understood, is being erased. The masses of people at the end of history, he said, will become beasts. And another term for them, he said, are slaves without masters.

He said, “Bourgeois man is a slave without a master. He is a slave spiritually, because there is nothing he is willing to die for.”

The worst possible thing for the bourgeoisie, he says, is a violent death. They’ll do anything to avoid that. The greatest possible thing is comfortable living. They’ll betray virtually anything for that. “Do it to Julia!” He says that the end of history is a society where the vast majority of human beings are slaves without masters. They’re officially free, but spiritually speaking, they are slavish. They have no ideals. There’s nothing they’re willing to die for. Nothing is more important than just being comfortable and secure.

The small minority who will rule everything will at least understand everything. They are the philosophers. And they too are dehumanized. Not by becoming beasts, but by becoming gods.

What’s left out are just men, and by “man” Kojève means people who have what Plato called spiritedness. And what is spiritedness? Well, part of spiritedness for Plato is the capacity to respond passionately to ideals. In the most primitive sense, spiritedness is just a kind of touchiness about points of honor. A desire to be treated with respect. But the same kind of attachments to one’s ideal vision of one’s self that used to lead us to fight duels to the death over matters of honor can also be attached to higher things like countries and causes, and so forth. It can even be attached to a love of the good itself.

Kojève thinks that the end of history will mark the elimination of the spirited part of man’s soul. Once we know the truth about mankind—that we are all free and equal—there will be nothing to fight over and no propensity to fight, anyway. The capacity to get angry over points of honor or ideology will simply disappear. This is what he means by the end of man.

Again, it’s not a very appealing picture. Yet it’s a picture that’s increasingly true.

The philosophers, as I said, are increasingly dehumanized as well. They become gods, which means that they are de-spirited creatures as well—effete, cosmopolitan, rootless, and so forth. They jet from one end of the globe to another. They interpret things. They give little papers at conferences. They graze at the buffets and crowd around the open bars. And they experience nothing greater than themselves. They look down on the cultures of the past with detachment, but they buy their artifacts and playfully display them in an eclectic jumble on their mantlepieces.

At the very time Kojève was painting this bleak picture of the end of man, he maintained it was his dream—indeed, that it’s all of our dreams. This is what history is aiming towards, and we’ll all be completely satisfied by it. You’ll love it! Believe me! You’re already loving it! But why in the world did he say things that undermine his overall thesis?

The interpretation I want to give is this: Kojève became very much influenced by Nietzsche, and Nietzsche is really the great 19th-century antipode of Hegel. If you want to find two thinkers who are most fundamentally opposed in philosophy of history and culture, Nietzsche and Hegel are the most opposite you can find. The influence of Nietzsche, I think, was primarily mediated through the influence of Georges Bataille, Kojève’s student, peer, and friend. Bataille was something of a Nietzschean, and I think that as their friendship progressed and as Kojève thought more about things, he came to think that Bataille was fundamentally correct that there was something true about Nietzsche’s view of history.

So, what is Nietzsche’s view of history? Hegel has a linear view of history. History proceeds in a straight line from a beginning to an end. The progress of history arises from a single fundamental need, which is the human need for self-knowledge. Once we achieve that goal, history ends, and that’s it. It’s paradise.

Nietzsche, by contrast, has a cyclical view of history, and he believes that there are two fundamental principles that make the historical world go around. One is the need for self-knowledge, but the other is what I would like to call “the need for vitality,” the need to feel alive and express that feeling.

In Nietzsche’s view, history begins with a kind of vital upsurge, which is leading towards self-knowledge. History begins with a kind of barbarous vitality. As culture progresses, however, and become more refined, our reflectiveness and refinement come to interfere and undermine the sources of cultural vitality.

Culture, at the beginning, is something that’s necessary for us to be healthy, but as it progresses and becomes more refined, it becomes a source of sickness, decline, and decay. So, at this point we have a decadent culture where people are very reflective, dispassionate, corrupt, and lacking in virtue. And what eventually happens when decadence grows widespread? Everything collapses, everything falls apart. You can’t have a functioning society full of rotten people. The few survivors who are left return to barbarism. All the cobwebs of fine-spun theories are swept away, human vitality returns, and history begins again.

Now, in the portrait that Kojève paints at the end of history, you really can see this Nietzschean perspective at work. The “last man,” which was Nietzsche’s term for decadent and dehumanized men, is the true outcome of Hegel’s drive for universal freedom and equality. But the last man can’t sustain civilization, so history must start all over again. The last man, in Nietzsche’s terms, is precisely what Kojève is describing as slaves without masters and masters without slaves, the dehumanized beasts and gods that exist at the end of history. Both beasts and gods lack a distinctively human vitality to give rise to culture and values.

I want to argue that Kojève’s ambivalence about the end of history really arises out of the fact that he simultaneously affirms two completely contradictory theories of history. One is Hegel’s and the other is Nietzsche’s. Kojève was not an idiot. In fact, people who I respect enormously said that he was the smartest man they ever knew. He was extraordinarily intelligent. The best-functioning and best-stocked brain of the century, according to one person who knew him. Thus he was not so stupid as to overlook the fact that he was affirming two diametrically opposed views. So why was he doing this?

I’ll answer this question, but I want to raise another one first. Why did Kojève play both sides of the Cold War? Clearly he had to see that there was something a little immoral, or there was at least an appearance of impropriety, in passing secrets to the KGB. Why did he do this? Why was he affirming opposed theories of history, and why was he playing both sides against another in the Cold War? I think that the answers to both questions are related.

Let me answer the first question this way. I follow Plato, and Plato recommends that in order to understand a philosopher’s teachings, you don’t just look at his words, you also look at his deeds, and then you put the words and the deeds together and look at the total effect. The total effect of a philosopher’s teaching is what he is really getting at. Not necessarily what he says or what he does, but the total effect of the two together on the actions of the people who read it, understand it, and follow it. These guys are smart. They know the likely effect of their writings. So, if you want to understand the meaning of a philosopher’s teachings, look at the effect, not what he says in isolation, not what he does in isolation, but the effect of what he says and what he does taken together.

What’s the effect of Kojève’s teaching about modernity? The fact is that every single person who took Kojève seriously as a teacher—Left or Right, far Left or far Right—ended up rejecting the end of history, the vision of modernity that Kojève was loudly trumpeting as his dream—and everybody’s dream—come true. He was not so stupid as to be caught unaware by this. I refuse to believe that.

I think that the meaning of Kojève’s teachings is precisely this: Kojève presented Hegel’s view of history in such dire and dystopian terms to induce people to revolt against it. He was presenting the end of history in a way that was designed to make people want to get history started all over again. If history can start all over again, that means that, fundamentally, we affirm the Nietzschean cyclical view rather than the Hegelian linear view. So, I think that ultimately Kojève was a kind of Nietzschean who was deeply disturbed by modernity and wanted to bring it to an end.

How is this connected with his political actions? Well, some people may say, “Look, the reason why he was on both sides of the Cold War is because he believed in the convergence thesis and didn’t think there was any difference between the two.”

But that really doesn’t explain it, for this reason: If he didn’t believe that either side was fundamentally different from the other, then why wouldn’t he have worked as hard as possible on one side to ensure its ultimate triumph? It would be a matter of indifference as to which side he supported. But why was he helping both sides? That can’t be explained, because by helping both sides in the Cold War, you would think that that was actually helping to perpetuate the Cold War rather than bring it to an end. Why would he want us to keep fighting?

But this makes sense if Kojève is fundamentally a Nietzschean who wanted to forestall as long as possible the end of history that Fukuyama—his somewhat unsubtle and popularizing student—was so happy about.

I think that perhaps his very dangerous political game had a similar aim as his philosophical game, namely not to bring history to an end but to keep it going, keep the conflict going. Why? Because as a Nietzschean, he believed that, ultimately, conflict about values is the thing that makes us most human. The capacity to aspire to and ultimately die for ideals, is the most glorious and distinctly human characteristic we have. And the Cold War was one, long conflict over fundamental ideas, and it would be perfectly consistent with the Nietzschean view to want to keep that conflict going, especially if he foresaw that the outcome of one side winning would be McWorld. If that was the case, then it makes perfect sense that he would be playing both sides. He didn’t want either one to win. The longer Kojève could forestall the end of history, the better. The better for all of us.

And now that history has ended, we need to go to Plan B, which is to start history all over again. And we don’t need to wait for the barbarians. They are already here.

 

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