Hablar de fronteras nunca es sencillo, probablemente porque tras cada una de ellas se esconden siglos de gestación, en no pocos casos violentos. Lo que sí es fácil de aclarar es el hecho de que todas las fronteras del mundo son una construcción humana. Si por algo se ha caracterizado la humanidad desde hace miles de años es por haber superado los límites que la naturaleza le imponía, fuesen cordilleras nevadas u océanos. No obstante, también hay que considerar que en otros muchos casos la geografía ha facilitado la separación de distintas comunidades humanas, un distanciamiento que con el paso de los siglos se ha naturalizado y profundizado mediante el surgimiento de rasgos culturales diferenciados, caso de la religión, la lengua e incluso distintas formas de organización social y política.
Con la proliferación del estado-nación a partir del siglo XVII, los procesos de fronterización han estado a la orden del día. Cada estado debía, lógicamente, tener unos límites definidos para no crear malentendidos con los vecinos. Sin embargo, esta obsesión por marcar los límites de cada ente estatal, de profundo carácter occidental, ha llevado en muchos casos a cometer auténticos desaguisados. Y es que aunque en el mundo occidental haya una alta correspondencia entre los límites del Estado y la homogeneidad social y cultural, en muchas otras partes del planeta esto no es así. A pesar de ello, la imposición de fronteras por parte de países europeos ha llevado, a menudo buscando los propios intereses, a que hoy día podamos observar estados cuyas fronteras son altamente artificiales –partiendo de la base de que toda frontera estatal es de por sí artificial–, generando numerosos conflictos y tensiones, algo que con un trazado más sensible a cuestiones étnicas, lingüísticas o simplemente históricas podría haberse mitigado.
La región de Asia Central es una de esas zonas del planeta en las que la dictadura del mapamundi es tremendamente nociva. A las particularidades sociales, económicas y culturales que durante siglos han caracterizado a los pueblos de esta región se le añaden las injerencias de distintos poderes externos y su afán de modelado, dando como resultado estados más grandes de lo “nacionalmente lógico”, otros más pequeños, alguno inexistente y terceros surgidos de la nada.
Del nomadismo al homo sovieticus
La aparición del nacionalismo en los actuales “tanes” centroasiáticos es un suceso enormemente tardío. En un ángulo muerto de los acontecimientos globales de la época contemporánea, la región, al abrigo del Hindukush, los montes Tian Shan y la vasta llanura siberiana, no supo de potencias, nacionalidades ni estados hasta bien entrado el siglo XIX.
Hasta entonces, la mezcla étnica, lingüística y los distintos modos de vida eran la norma en aquel territorio sin nombre. Su importancia histórica radicaba en haber sido un núcleo de gran importancia en la primigenia Ruta de la Seda medieval. Ciudades como Samarcanda, Mirv o Bujará se convirtieron en centros del comercio de gran importancia para la región, con su correspondiente florecimiento artístico y político. Y es que la zona centroasiática, comerciantes aparte, se caracterizó por ser siempre de paso. Desde las etnias y tribus locales de carácter nómada o seminómada, dedicadas al pastoreo entre las llanuras centroasiáticas y el piedemonte de las enormes cordilleras que guardan Asia Central, hasta otros poderes imperiales como los árabes, los persas y los chinos, aquella región que puenteaba Asia oriental con Oriente Medio vio pasar todo tipo de poderes foráneos, con las correspondientes influencias religiosas y lingüísticas.
A pesar de haber evidentes señas distintivas entre los pobladores de la zona, las identidades no se basaban en las que actualmente se pueden considerar “normales” en muchas partes del mundo, como la religión, el idioma o la etnia de cada uno. En Asia Central todo se construía en torno a dos factores: el lugar de pertenencia –la ciudad o el pueblo de origen o residencia– y una división de tipo económica, en la que los distintos grupos étnicos –que se subdividían en tribus y éstas, a su vez, podían ser nómadas o sedentarias– realizaban mayoritariamente determinadas actividades productivas. Este factor hacía interdependiente a toda la sociedad en el plano económico. Así, lo habitual era que los kirguizos y los turkmenos se dedicasen al pastoreo; los tayikos de las ciudades al comercio y la artesanía; los eslavos a labores administrativas y de cierta capacitación; los uzbekos a los cultivos de trigo y algodón y los judíos a la medicina o la enseñanza. Además, todas estas comunidades vivían entremezcladas en muchos puntos de Asia Central, especialmente en las ciudades, si bien en otras zonas, las tradicionales para esa etnia, su presencia era mayoritaria.
Llegó sin embargo el siglo XIX, y con él los británicos y los rusos. La potencia anglosajona posó sus ojos en Asia Central, una región ignota para los ingleses y con la que Rudyard Kipling fantaseó recurrentemente –sirva de ejemplo ‘El hombre que pudo reinar’. Deseaban expandir el imperio desde India hacia el norte, a una región sin poder foráneo desde Alejandro Magno. Desde el norte se extenderían los rusos, poseedores de un vasto pero despoblado imperio y acechantes de cara a abrirse paso hacia el Índico. Por ello, la región centroasiática fue testigo de lo que se denominó como el “Gran Juego”, en el que rusos y británicos pujaron por sus intereses de manera tan decidida que a poco estuvieron de entrar en conflicto directo. La solución vino de un clásico de la geopolítica: un estado-tapón llamado Afganistán.
Al tiempo que el siglo XIX llegaba a su fin, Asia Central ya había sido convenientemente anexionada a la Rusia zarista. Los kazajos, turkmenos, uzbekos, kirguizos, tayikos y demás etnias de la zona quedaban así bajo el poder de San Petersburgo y lejos de los incipientes movimientos panturquistas y panislamistas, algo que la élite rusa consideraba enormemente peligrosos para sus intereses. Sin embargo, el imperio zarista no tuvo especial interés en promover el nacionalismo ruso. El hecho de que como tal no existiese en Asia Central un fuerte sentimiento identitario nacionalista, así como la ya asumida multietnicidad y multirreligiosidad del imperio –nada que ver los eslavos “europeos” con las etnias del Cáucaso o los rusos del extremo oriental–, fueron motivos lo suficientemente poderosos para no intentar encontrar solución a un problema que no existía. De hecho, no sería el régimen zarista sino su sucesor, el soviético, el que plantaría la semilla del actual y exacerbado nacionalismo centroasiático.
A principios de los años veinte del siglo pasado, con la guerra civil rusa a punto de acabar, se procedió al rediseño territorial de la URSS. Dentro de la lógica soviética, la consecución del socialismo requería irremediablemente de la superación del nacionalismo tradicional. Sin embargo, y con el fin de reconocer a los entes federados dentro de la Unión Soviética, las repúblicas socialistas se dibujaron en base a esos criterios nacionalistas.
Paradójicamente, la URSS quiso fomentar cierto nacionalismo para después vaciarlo y transformarlo en un sentimiento soviético. Esto, en las repúblicas del continente europeo o caucásicas sí fue relativamente sencillo al existir previamente un nacionalismo propio y diferenciado. Sin embargo, la cuestión en Asia Central distaba mucho de ser tan fácil. ¿Cómo superar un nacionalismo si este ni siquiera existe? La solución promovida por Stalin era simple: se crea.
En aquellos años, el pensamiento soviético asociaba de manera inseparable la idea de nación –cultural– con la idea de lengua. Así, un grupo étnico con idioma propio podía ser perfectamente una nación, lo que la podía convertir en República Socialista y de ahí pasar a subsumirse en la URSS y llegar al socialismo. Sin embargo, la cuestión lingüística en Asia Central no seguía unas pautas tan uniformes. Si bien existían grupos étnicos con su propia lengua, otros tantos no disponían de un idioma exclusivo, utilizando normalmente una lengua túrquica compartida con los uzbekos o los tayikos. Con todo, este factor fue obviado por los responsables soviéticos, y la nacionalidad –como comunidad singular dentro de la URSS– fue concedida a los grupos étnicos hoy convertidos en “tanes”, mientras que otros grupos de enorme peso, como los sartos, fueron diluidos en el nuevo entramado multinacional soviético.
Sin embargo, en Moscú redoblaron los esfuerzos para dotar a las recientes nacionalidades de un sustrato que acentuase las diferencias. El primer paso fue trazar las fronteras internas, de carácter administrativo, pero que ya establecían límites geográficos –y sobre todo mentales– a las comunidades centroasiáticas. A un diseño bastante arbitrario de estos límites se le sumó el hecho, bastante habitual en la URSS, de ir traspasando territorios de una república a otra con la única razón de equilibrar económicamente a los territorios o, como ocurrió con Crimea, hacer un simple regalo. Así, ciudades uzbekas como Osh o Uzgen pasaron en 1924 a estar en Kirguizistán por el único motivo de que esta última república carecía de núcleos industriales.
Tras la fronterización vendría la creación de un nacionalismo propio para cada una de las recién creadas entidades. Identitariamente se empezó a etiquetar a la sociedad centroasiática, ya que además de ser ciudadanos de la Unión Soviética, también eran identificados como miembros de una república y una etnia concreta. Así, este continente étnico-nacional, bastante vacío en sus inicios, fue llenándose paulatinamente a partir de la Segunda Guerra Mundial –Gran Guerra Patriótica en la retórica soviética–. Se promovió la simplificación folclórica para crear una historia y una cultura diferenciada. Esto irremediablemente llevó a la apropiación de la identidad centroasiática compartida por cada una de las nacionalidades. Así, el arte, la arquitectura, la historia o la etnia cada vez fueron haciéndose más homogéneas en las fronteras impuestas desde Moscú. Ahora sí, en Asia Central existían las naciones bajo el paraguas de la Unión Soviética.
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El escenario que probablemente no se plantearon los responsables soviéticos fue el de un Asia Central fuera de la URSS, o directamente los problemas derivados de la inexistencia del estado soviético. Así, para cuando en diciembre de 1991 la Unión Soviética se disolvió, en la región centroasiática no se había realizado ningún tipo de transición hacia el ideal socialista. De hecho, estos territorios se hallaban en un frenesí nacionalista, algo que aprovecharon y alimentaron los responsables soviéticos de la región, ahora reconvertidos en presidentes de las nuevas repúblicas.
Kazajistán, Uzbekistán Tayikistán, Kirguizistán y Turkmenistán nacían oficialmente como estados a finales de 1991. Desde el primer día los ilógicos trazados fronterizos heredados de la época soviética remarcaron las dificultades que iba a tener esta región para revertir aquella situación. Si a eso se le sumaba el declive económico en los años posteriores a la desaparición de la URSS y a la carrera nacionalista, el panorama no podía ser más desolador.
Desde entonces, no hay estado centroasiático que no tenga problemas con sus vecinos por la cuestión fronteriza por tierra, mar –el lago Aral– y aire. Cierres de fronteras, campos minados y conflictos étnicos han estado a la orden del día desde entonces, y sólo dos factores han evitado que los problemas fuesen a más: las etnias repartidas por varios países y la interdependencia económica. En definitiva, las variables que históricamente han sido el nexo de unión regional. No es casualidad. Así, que dos o más de estos países no hayan entrado en conflicto abierto responde a que una importante comunidad del país atacante viviría en el país atacado y viceversa, actuando éstas de potenciales “rehenes”, un coste político imposible de asumir. Del mismo modo, la organización agrícola, industrial y energética de la región provoca que en muchos casos las actividades estén diferenciadas entre las distintas repúblicas. Así, el país industrial necesita de la energía del país energético, al igual que del agrícola y este del que dispone de los recursos hídricos. Un conflicto en Asia Central significaría el derrumbe de toda la economía regional.
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A día de hoy el gran punto caliente es el valle de Fergana, vergel y centro de producción agrícola de la región. Su composición multiétnica y la importancia zonal de este territorio mayoritariamente uzbeko hace que sea deseado por muchos. Por ello, el ejercicio de fronterización de este valle es exhaustivo; trazado milímetro a milímetro entre las montañas para no dejar a nadie descontento. Sin embargo, las tensiones entre estados –y líderes–; los habituales conflictos interétnicos, que han ocasionado cientos de muertos y miles de desplazados o la todavía no resuelta cuestión sobre el control de los ríos hacen poco halagüeño el futuro de estas repúblicas, que unido al desinterés de la comunidad internacional podría alargar este problema durante décadas.
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Mortimer Durand o el Salomón de los pastunes
En 1893, el funcionario colonial británico Mortimer Durand fue enviado a la frontera noroccidental de la India para negociar con el emir afgano Abdur Rahman Khan una solución al conflicto entre los británicos y las tribus pastunes lideradas por el emir. Los casacas rojas habían intentado durante medio siglo establecer un control efectivo sobre Afganistán, pero, para su desgracia, este apenas había llegado más allá de las ciudades, haciendo imposible llevar el control de la Corona a las agrestes montañas afganas. Por ello, las revueltas de caudillos y señores locales habían sido frecuentes, infligiendo severas derrotas a los británicos.
La finalidad de aquellas negociaciones no eran las de trazar una frontera al uso, sino demarcar hasta dónde podía llegar la autoridad del emir y de la colonia británica. En el fondo, lo que se dirimía era la influencia sobre las tribus pastunes establecidas entre el Hindukush y la llanura fluvial del río Indo. Durand, en vista de que el Imperio no iba a poder someter a los pastunes y para que el emir afgano no acaparase demasiado poder, optó por la vieja táctica de “divide y vencerás”. Para ello, en las negociaciones trazó una línea desde la cordillera del Pamir, entonces territorio del imperio ruso, hacia el suroeste, acabando en la frontera con Persia –hoy Irán. En dicho recorrido seccionó por la mitad las áreas tribales pastunes, quedando la mitad bajo control afgano y la otra mitad bajo control inglés. Esta división pasaría a la historia como Línea Durand.
Este trazado no produjo demasiados problemas en las décadas siguientes. Los pastunes, como la práctica totalidad de las etnias de la zona, no habían interiorizado ningún tipo de sentimiento nacionalista, y la porosidad de la frontera era tan elevada que a efectos prácticos no limitaba los movimientos de un lado a otro.
La idea de Durand se convertiría en un asunto espinoso cuando los británicos abandonasen el continente indio, dejando tras de sí dos estados abiertamente enfrentados, India y Pakistán. El estado pakistaní, autofabricado a partir de un acrónimo y la fe musulmana, se encontró arrinconado entre un país del que se declaraba enemigo, unas fronteras al noreste sin definir –la región de Cachemira– y la Línea Durand, que de un día a otro había pasado de ser un trazo en el mapa a ser la frontera entre los pakistaníes y los afganos.
Y es que esa frontera, totalmente naturalizada en los mapas y reconocida por todos los estados del mundo, no es del gusto de Afganistán ni de Pakistán. Consideran la Línea Durand como una imposición colonial que perjudica a ambos entes. Sin embargo, la resolución de la cuestión es tan espinosa que lleva décadas empantanada. Cada estado defiende la postura de recoger en su territorio a todas las zonas de mayoría pastún, lo que supondría tanto para Afganistán como para Pakistán perder importantes zonas de territorio. Por ello, tampoco desean alimentar un nacionalismo pastún que podría traer inestabilidad y conflicto a una zona que en la actualidad escapa al control de ambos estados.
Recordemos que este área pastún, las conocidas como “zonas tribales”, parte vital del concepto del AfPak, han sido el refugio de los talibanes desde la invasión norteamericana de Afganistán en 2001. La extrema porosidad de la frontera, la colaboración de los pastunes y la incapacidad –o desinterés– de Pakistán en realizar un control efectivo sobre esta zona han sido un factor determinante en la imposibilidad norteamericana de zanjar esa guerra, retirándose del país sin haber eliminado la amenaza talibán y con un estado afgano tremendamente frágil. Otro motivo más de la extrema influencia que tiene el trazado de una frontera.
La región centroasiática sigue abocada al reto de tener que vivir con unas fronteras que ellos no crearon, algo que ha provocado unas dinámicas nocivas para la región y tremendamente disfuncionales. El equilibrio existente hasta hace menos de un siglo fue roto por las potencias que ahora se desentienden, aunque los problemas no hayan desaparecido. El terrorismo islamista transnacional, por ejemplo, es uno de ellos, y creciente. Que en el mundo occidental las fronteras se den por sentadas y naturalizadas no implica que en otras partes del planeta deban ser repensadas.