mardi, 31 mai 2016
Karl Marx en José Antonio
Karl Marx en José Antonio
Cualquiera que se acerque con un mínimo de interés a la atractiva figura de José Antonio Primo de Rivera como hombre de política, habrá podido observar la radical evolución ideológica que sufrió, en tan solo 3 años, desde la fundación de Falange Española en 1933 hasta su muerte en la cárcel de Alicante en 1936, el Marqués de Estella. Una evolución ideológica que fue propiciada, según algunos, por la escisión de Ramiro Ledesma Ramos de Falange Española de las JONS en 1935 y las lecturas de distintos sindicalistas revolucionarios y la de algunos de los "no conformistas" franceses de la época.
Y si en esta evolución en el pensamiento de José Antonio hubo un filósofo, político o ideólogo que lo influenció marcadamente, ese fue, sin ningún género de dudas, Karl Marx -o Carlos Marx como él prefería llamarlo-. En sus dos últimos años de vida, de 1935 a 1936, se pudo ver reflejado de forma más clara, en sus diversos discursos, las influencias, a parte del ya mencionado Marx, de Ramiro Ledesma Ramos, Ortega y Gasset y los sindicalistas George Sorel y Hubert Lagardelle. Conocida es ya la relación de gran amistad que mantenía José Antonio con el líder sindicalista Ángel Pestaña o sus palabras en 1936 en las que decía que "Donde Falange logrará más pronto avivar las corrientes de simpatía es en las filas del viejo sindicalismo revolucionario español". (1)
Si bien es verdad que en la Falange más embrionaria y en los primeros pasos de José Antonio en ésta se puede observar un marcado antimarxismo considerado por algunos como un "residuo" de su pasado monárquico y reaccionario, esta característica fue progresivamente desapareciendo y llegó a declarar en el diario La Voz de Madrid el 14 de febrero de 1936: "Los antialgo, sea lo que sea este algo, se me presentan imbuidos de reminiscencia del señoritismo español, que se opone irreflexiva, pero activamente, a lo que él no comparte. No soy ni antimarxista siquiera, ni anticomunista, ni... antinada. Los anti están desterrados de mi léxico como si fueran tapones para las ideas".
Pese a lo que generalmente se cree, Primo de Rivera no citaba a Marx exlucivamente para descalificarlo a él, a su pensamiento y a sus camaradas sino que reconoció en él, al hombre que supo preveer con una cierta exactitud las consecuencias de un sistema, el capitalismo, y criticarlo. Un sistema que ambos -tanto Jośe Antonio como Marx- consideraban injusto e inhumano y al que ambos criticaron con dureza. Tanto es así que en 1935 José Antonio diría, "Desde el punto de vista social va a resultar que, sin querer, voy a estar de acuerdo en más de un punto con la crítica que hizo Carlos Marx. Como ahora, en realidad desde que todos nos hemos lanzado a la política, tenemos que hablar de él constantemente; como hemos tenido todos que declararnos marxistas o antimarxistas, se presenta a Carlos Marx, por algunos –desde luego, por ninguno de vosotros–, como una especie de urdidor de sociedades utópicas. Incluso en letras de molde hemos visto aquello de "Los sueños utópicos de Carlos Marx". Sabéis de sobra que si alguien ha habido en el mundo poco soñador, éste ha sido Carlos Marx: implacable, lo único que hizo fue colocarse ante la realidad viva de una organización económica, de la organización económica inglesa de las manufacturas de Manchester, y deducir que dentro de aquella estructura económica estaban operando unas constantes que acabarían por destruirla. Esto dijo Carlos Marx en un libro formidablemente grueso; tanto, que no lo pudo acabar en vida; pero tan grueso como interesante, esta es la verdad; libro de una dialéctica apretadísima y de un ingenio extraordinario; un libro, como os digo, de pura crítica, en el que, después de profetizar que la sociedad montada sobre este sistema acabaría destruyéndose, no se molestó ni siquiera en decir cuándo iba a destruirse ni en qué forma iba a sobrevenir la destrucción. No hizo más que decir: dadas tales y cuales premisas, deduzco que esto va a acabar mal; y después de eso se murió, incluso antes de haber publicado los tomos segundo y tercero de su obra; y se fue al otro mundo (no me atrevo a aventurar que al infierno, porque sería un juicio temerario) ajeno por completo a la sospecha de que algún día iba a salir algún antimarxista español que le encajara en la línea de los poetas. Este Carlos Marx ya vaticinó el fracaso social del capitalismo sobre el cual estoy departiendo ahora con vosotros. Vio que iban a pasar, por lo menos, estas cosas: primeramente, la aglomeración de capital. Tiene que producirla la gran industria. La pequeña industria apenas operaba más que con dos ingredientes: la mano de obra y la primera materia. En las épocas de crisis, cuando el mercado disminuía, estas dos cosas eran fáciles de reducir: se compraba menos primera materia, se disminuía la mano de obra y se equilibraba, aproximadamente, la producción con la exigencia del mercado; pero llega la gran industria; y la gran industria, aparte de ese elemento que se va a llamar por el propio Marx capital variable, emplea una enorme parte de sus reservas en capital constante; una enorme parte que sobrepuja, en mucho, el valor de las primeras materias y de la mano de obra; reúne grandes instalaciones de maquinaria, que no es posible en un momento reducir. De manera que para que la producción compense esta aglomeración de capital muerto, de capital irreducible, no tiene más remedio la gran industria que producir a un ritmo enorme, como produce; y como a fuerza de aumentar la cantidad llega a producir más barato, invade el terreno de las pequeñas producciones, va arruinándolas una detrás de otra y acaba por absorberlas. Esta ley de la aglomeración del capital la predijo Marx, y aunque algunos afirmen que no se ha cumplido, estamos viendo que sí, porque Europa y el mundo están llenos de trusts, de Sindicatos de producción enorme y de otras cosas que vosotros conocéis mejor que yo, como son esos magníficos almacenes de precio único, que pueden darse el lujo de vender a tipos de dumpimg, sabiendo que vosotros no podéis resistir la competencia de unos meses y que ellos en cambio, compensando unos establecimientos con otros, unas sucursales con otras, pueden esperar cruzados de brazos nuestro total aniquilamiento. Segundo fenómeno social que sobreviene: la proletarización. Los artesanos desplazados de sus oficios, los artesanos que eran dueños de su instrumento de producción y que, naturalmente, tienen que vender su instrumento de producción porque ya no les sirve para nada; los pequeños productores, los pequeños comerciantes, van siendo aniquilados económicamente por este avance ingente, inmenso, incontenible, del gran capital y acaba incorporándose al proletariado, se proletarizan. Marx lo describe con un extraordinario acento dramático cuando dice que estos hombres, después de haber vendido sus productos, después de haber vendido el instrumento con que elaboran sus productos, después de haber vendido sus casas, ya no tienen nada que vender, y entonces se dan cuenta de que ellos mismos pueden una mercancía, de que su propio trabajo puede ser una mercancía, y se lanzan al mercado a alquilarse por una temporal esclavitud. Pues bien: este fenómeno de la proletarización de masas enormes y de su aglomeración en las urbes alrededor de las fábricas es otro de los síntomas de quiebra social del capitalismo. Y todavía se produce otro, que es la desocupación[...]". (2)
Para meses más tarde, añadir, "Pero hay otra cosa: como la cantidad de productos que pueden obtenerse, dadas ciertas medidas de primera materia y trabajo, no es susceptible de ampliación; como no es posible para alcanzar aquella cantidad de productos disminuir la primera materia, ¿qué es lo que hace el capitalismo para cobrarse el alquiler de los signos de crédito? Esto: disminuir la retribución, cobrarse a cuenta de la parte que le corresponde a la retribución del trabajo en el valor del producto. Y como en cada vuelta de la corriente económica el capitalismo quita un bocado, la corriente económica va estando cada vez más anémica y los retribuidos por bajo de lo justo van descendiendo de la burguesía acomodada a la burguesía baja, y de la burguesía baja al proletariado, y, por otra parte, se acumula el capital en manos de los capitalistas; y tenemos el fenómeno previsto por Carlos Marx, que desemboca en la Revolución rusa. Así, el sistema capitalista ha hecho que cada hombre vea en los demás hombres un posible rival en las disputas furiosas por el trozo de pan que el capitalismo deja a los obreros, a los empresarios, a los agricultores, a los comerciantes, a todos los que, aunque no lo creáis a primera vista, estáis unidos en el mismo bando de esa terrible lucha económica; a todos los que estáis unidos en el mismo bando, aunque a veces andéis a tiros entre vosotros. El capitalismo hace que cada hombre sea un rival por el trozo de pan. Y el liberalismo, que es el sistema capitalista en su forma política, conduce a este otro resultado: que la colectividad, perdida la fe en un principio superior, en un destino común, se divida enconadamente en explicaciones particulares. Cada uno quiere que la suya valga como explicación absoluta, y los unos se enzarzan con los otros y andan a tiros por lo que llaman ideas políticas. Y así como llegamos a ver en lo económico, en cada mortal, a quien nos disputa el mendrugo, llegamos a ver en lo político, en cada mortal, a quien nos disputa el trozo de poder, la parte de poder que nos asignan las constituciones liberales. He aquí por qué, en lo económico y en lo político, se ha roto la armonía del individuo con la colectividad de que forma parte, se ha roto la armonía del hombre con su contorno, con su patria, para dar al contorno una expresión que ni se estreche hasta el asiento físico ni se pierda en vaguedades inaprehensibles. Perdida la armonía del hombre y la patria, del hombre y su contorno, ya está herido de muerte el sistema". (3)
Además de aceptar, como era de esperar, las teorías marxistas sobre el devenir del capitalismo -¿Acaso no se han cumplido la gran mayoría, si no todas, las "profecías" marxistas sobre el capitalismo?- José Antonio recogió de Marx, también, la crítica a la propiedad capitalista. Prueda de ello fueron aquellas palabas de Primo de Rivera en 1935,"Pensad a lo que ha venido a quedar reducido el hombre europeo por obra del capitalismo. Ya no tiene casa, ya no tiene patrimonio, ya no tiene individualidad, ya no tiene habilidad artesana, ya es un simple número de aglomeraciones. [...] La propiedad capitalista es fría e implacable: en el mejor de los casos, no cobra la renta, pero se desentiende del destino de los sometidos. [...]mientras que ahora se muere un obrero y saben los grandes señores de la industria capitalista que tienen cientos de miles de famélicos esperando a la puerta para sustituirle. Una figura, en parte torva y en parte atrayente, la figura de Carlos Marx, vaticinó todo este espectáculo a que estamos asistiendo, de la crisis del capitalismo. Ahora todos nos hablan por ahí de si son marxistas o si son antimarxistas. Yo os pregunto, con ese rigor de examen de conciencia que estoy comunicando a mis palabras: ¿Qué quiere decir el ser antimarxista? ¿Quiere decir que no apetece el cumplimiento de las previsiones de Marx? Entonces estamos todos de acuerdo. ¿Quiere decir que se equivocó Marx en sus previsiones? Entonces los que se equivocan son los que le achacan ese error. Las previsiones de Marx se vienen cumpliendo más o menos de prisa, pero implacablemente. Se va a la concentración de capitales; se va a la proletarización de las masas, y se va, como final de todo, a la revolución social, que tendrá un durísimo período de dictadura comunista. [...]también el capitalismo es internacional y materialista. Por eso no queremos ni lo uno ni lo otro; por eso queremos evitar –porque creemos en su aserto– el cumplimiento de las profecías de Carlos Marx. Pero lo queremos resueltamente; no lo queremos como esos partidos antimarxistas que andan por ahí y creen que el cumplimiento inexorable de unas leyes económicas e históricas se atenúa diciendo a los obreros unas buenas palabras y mandándoles unos abriguitos de punto para sus niños. Si se tiene la seria voluntad de impedir que lleguen los resultados previstos en el vaticinio marxista, no hay más remedio que desmontar el armatoste cuyo funcionamiento lleva implacablemente a esas consecuencias: desmontar el armatoste capitalista que conduce a la revolución social, a la dictadura rusa. Desmontarlo, pero ¿para sustituirlo con qué?[...]". (4)
Porque como decía Adriano Gómez Molina, en el pensamiento de José Antonio, "La plusvalía es una columna vertebral del análisis marxista del capitalismo. La inclusión de la plusvalía en el programa de la Falange se sitúa junto a otras propuestas de porte izquierdista, pero entraña una importancia suprema. A pesar de su gran calado ha quedado desvaída. Cuando se habla de la radicalización de José Antonio, que ciertamente se produjo, no se suele enfatizar la asignación de la plusvalía al trabajo. Pero es ahí en donde está la radicalización decisiva, muy por encima de la nacionalización de la banca, de la sindicalización de la economía o de la «reinstalación revolucionaria del pueblo campesino»". (5)
No he creído necesario profundizar en la aclaración de que, pese a la fuerte influencia de Karl Marx en José Antonio, éste no fue nunca marxista ni aceptó nunca las soluciones propuestas por los marxistas ante el capitalismo.
Por otra parte, sí veo necesario aclarar, que pese a ver en el marxismo un enemigo, José Antonio -prueba de ello es lo anteriormente expuesto- no combatió dialécticamente al marxismo desde una óptica conservadora y reaccionaria sino revolucionariamente, desde una óptica nacionalista alejada, claro está, de toda rémora zarzuelera y reaccionaria.
Para terminar, citar de nuevo a José Antonio Primo de Rivera, "Pero hay algo más que hacer que oponerse al marxismo. Hay que hacer a España. Menos "abajo esto", "contra lo otro", y más "arriba España", "por España, una, grande y libre", "por la Patria, el pan y la justicia". (6)
Por Mario Montero
Notas:
(1) Contestaciones que José Antonio dio a las preguntas que le remitió el periodista Ramón Blardony, por intermedio del enlace Agustín Pelaéz, en Alicante, el 16 de Junio de 1936.
(2) Conferencia pronunciada en el Círculo Mercantil de Madrid, el 9 de Abril de 1935.
(3) Discurso de clausura del II Consejo Nacional de la Falange, pronunciado en el Cine de Madrid el 17 de Noviembre de 1935.
(4) Discurso pronunciado en el Cine de Madrid, el 19 de Mayo de 1935.
(5) Adriano Gómez Molina, El Catoblepas, número 101.
(6) Discurso pronunciado en el Teatro Norba de Cáceres, el 19 de Enero de 1936.
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Le corporatisme: genèse et perspectives
Le corporatisme:
genèse et perspectives
(entretien avec Jean-Philippe Chauvin)
Entretien du Cercle Henri Lagrange avec Jean-Philippe Chauvin
(professeur d'Histoire, animateur du blog nouvelle-chouannerie.com)
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lundi, 30 mai 2016
El principio solidarista de José Antonio Primo de Rivera y de Leon Duguit
El principio solidarista de José Antonio Primo de Rivera y de Leon Duguit
No se ha destacado suficientemente la enorme influencia de la nueva Sociología del Derecho, especialmente la del Sindicalismo solidarista de Durkheim y, sobre todo, de Léon Duguit, en la formación del pensamiento del fundador de la Falange. Salvando la pretensión antimetafísica del pensador francés, que pone en riesgo de ser malinterpretada su negación de los derechos subjetivos, y en contraste con la fundamentación teológica que el líder falangista hace de la libertad y la dignidad de la persona humana, el paralelismo entre las propuestas de uno y otro son evidentes, tal y como pretendo exponer a continuación.
Derecho y Política
Hay que insistir, para entender en profundidad a José Antonio Primo de Rivera y a su pensamiento, que la vocación primigenia del jefe falangista no fue la política, sino el Derecho. Es por medio del estudio de juristas y filósofos, que inicia en su etapa de estudiante y continúa posteriormente, como llega el fundador de la Falange a construir el andamiaje de estructura firme y constante desde el que realizará su construcción política. José Antonio estudia las reflexiones de juristas como Stammler, Ihering, Kelsen, Jellinek, Hauriou, Durkheim o Duguit acerca de la regulación de los derechos reales como objeto de la ciencia jurídica, y se plantea, siguiendo a filósofos y teólogos como S. Agustín, Santo Tomás, Platón, Kant, Hegel o el positivista Comte, si existe alguna relación de éstos derechos con aquellos otros principios meta-jurídicos que encarnan un ideal de Justicia y que, por ello, no son objeto del Derecho, sino de la Política. José Antonio se aparta del positivismo cuando nos advierte en su conferencia sobre Derecho y Política, pronunciada en la inauguración de curso del Sindicato Español Universitario de 1935, que todo jurista tiene la necesidad de ser político, pues no es honesto, nos dice, incitar al fraude diciendo profesar, como único criterio organizador de la sociedad, la juridicidad. Pero, al mismo tiempo, una vez abrazado un ideal (político) de Justicia, habrá que cuidar de procurarse una “técnica limpia y exacta, pues en el Derecho toda construcción confusa lleva agazapada una injusticia”. Se puede afirmar que la aproximación a la política del falangista fue, ante todo, una exigencia de enfoque jurídico. José Antonio admitió, siguiendo a Stammler, que los fenómenos jurídicos se habían de referir a la ordenación de ciertos medios para conseguir unos fines pretendidos – la vieja ordinatio rationis de Santo Tomás, añadiendo la distinción kantiana entre contenido y forma– y defendió, meta-jurídicamente, la capacidad de los hechos revolucionarios para producir una legitimidad jurídica de origen; principio que aplicaría a la defensa de la Dictadura de su padre, así como a la aceptación del hecho revolucionario del 14 de Abril como legitimador de la II República española, que nació rompiendo el ordenamiento constitucional anterior.
¿Fascismo o solidarismo?
Cuando, más tarde, José Antonio publica en El Fascio su artículo “Orientaciones hacia un nuevo Estado”, no nos habla un seguidor de aquellos que, desde coordenadas hegelianas, propugnaban un Estado totalitario de soberanía plena. Su planteamiento tiene un enfoque, jurídico y político, que en nada recuerda a la posición mussoliniana que identificaba al pueblo con el cuerpo del Estado y al Estado con el espíritu del pueblo, y que reservaba todo el poder, sin divisiones ni restricciones, para el Estado – actitud próxima, por paradójico que pueda parecer, a la de los defensores del mito de la soberanía popular–. La crítica de Primo de Rivera a esta idea de soberanía, que luego repetirá en el mitin de La Comedia y en numerosos escritos posteriores, es la misma que expone Léon Duguit en sus lecciones acerca de Soberanía y Libertad. En José Antonio no existe esa sumisión de la razón a la voluntad tan característica del fascismo y de los adictos a la soberanía nacional. El discurso de José Antonio no es fascista. ¿Es solidarista?
La soberanía y el principio de solidaridad
El principio sobre el que habrán de vertebrarse los sistemas jurídicos de los Estados futuros, según la nueva sociología francesa del Derecho, habrá de ser un principio de solidaridad. Duguit proclamaba que estaba en camino de alumbrarse una nueva sociedad basada en el rechazo del derecho subjetivo como noción básica del sistema político. Sería el derecho objetivo la regla fundamental de la sociedad nueva. Para Duguit el fundamento de la norma permanente del Estado se encontraba en el concepto solidario de libertad y en la división del trabajo; es decir, en las distintas funciones a realizar en una sociedad unida por lazos de solidaridad y cooperación. La libertad es concebida como un deber, no como una especie de soberanía individual, sino, más bien, como una función. Para Duguit, la doctrina de la soberanía es, en la teoría y en la práctica, una doctrina absolutista. Rousseau sacralizaba el sofisma de la dictadura de la mayoría, de un sufragio universal que imponía tiranías en nombre de la democracia parlamentaria. El sistema jurídico-político al que Duguit aspiraba no podía fundarse sobre el concepto de soberanía, sino sobre la dependencia recíproca que une a los individuos; es decir sobre la solidaridad y la interdependencia.
Libertad y servicio
La autonomía individual es un servicio; la actividad de los gobernantes es el servicio público, afirma Duguit. José Antonio, en la conferencia que pronuncia en 1935 sobre Estado, individuo y libertad, avisa que si el Estado se encastilla en su soberanía y el individuo en la suya, el pleito no tiene solución. La única salida, justa y fecunda, para el líder falangista, es que no se plantee el problema de la relación entre el individuo y el Estado como una competencia de poderes y derechos, sino como un cumplimiento de fines y de destinos:”Aceptada esta definición del ser-portador de una misión…florece la noble, grande y robusta concepción del servicio…Se alcanza la personalidad, la unidad y la libertad propias sirviendo en la armonía total. Primo de Rivera está formulando los mismos principios solidaristas de Léon Dugit enlazándolos con la doctrina de Santo Tomás y de la escuela de Salamanca.
El Estado descentralizado sindicalista
En el terreno político, el Estado no justifica su conducta, como no la justifica un individuo, ni una clase, sino en tanto no se amolda en cada instante a una norma permanente, explica el falangista a quienes lo acusan de divinizar al Estado. Así es como el hombre puede fundar todo el sistema político-social sobre el postulado de una regla de conducta que se impone a todos. Existe una “ley orgánica de la sociedad”, objetiva y positiva, por encima de la voluntad de los individuos y de la colectividad, nos dice Duguit. Sobre esta regla se realiza la transformación del Estado, a través de una organización social que debe basarse en la descentralización o federalismo sindical. El sindicato se convierte, pues, en la corporación elemental de la estructura jurídica ideada por el jurista francés, y pasa de ser un “movimiento clasista” a desempeñar funciones concretas capaces de limitar la acción del gobierno central.
Léon Duguit en La représentation sindicale au Parlement (1911) concretó, finalmente, esta idea de un nuevo régimen político erigido sobre la representación funcional del sindicalismo que, tras la Revolución rusa, se convertía en el único medio de asegurar las libertades propias de la civilización occidental (Souveraineté et liberté, 1922). José Antonio es ya un sindicalista, en este mismo sentido, antes de conocer a Ledesma, y es ésta la idea de sindicalismo que permanece en su pensamiento, también tras haberse fusionado con el grupo de las JONS, aunque profundice más en ella y la radicalice tras leer a Sorel.
Economía solidaria
Algo similar a la transmutación solidarista del contrato social, ocurre con la propiedad privada. En el terreno de la economía, Duguit rechazaba tanto la lucha de clases como el derecho absoluto a la propiedad: nadie tiene “derechos subjetivos” para imponer su voluntad de manera absoluta. La propiedad es el producto del trabajo y nadie tiene derecho a dejarla improductiva. La propiedad sobre el capital no es un derecho, sino una función, dirá el francés, para el que la propiedad privada adquiere una función social al transmutarse de propiedad-derecho a propiedad-función. Para José Antonio, la propiedad es un atributo humano distinto al capital, que es un mero instrumento.
El Estado de Bienestar
Bajo la inspiración del principio solidarista, se pasa de una concepción negativa del orden público, como la que se tenía en el Estado liberal-individualista, a la necesidad de ajustar la idea del contrato social al postulado del bien común (ad bonum commune), y a entender que las libertades individuales vienen limitadas por el principio solidario de la función social. Cuando Duguit anuncia la superación del Estado liberal, que desaparecería aquel día en que la evolución social llevase a los gobernados a pedir a sus gobernantes algo más que los servicios de defensa, policía y administración de justicia, está sentando los fundamentos del Estado del Bienestar, que vendría tras la II Guerra Mundial y que hoy encontramos casi en trance de desaparecer. José Antonio va más allá, pues la finalidad del Estado que él defiende no se limita a procurar un bienestar puramente materialista, sino que tiene como objetivo supremo asegurar unas condiciones que permitan a los pueblos volver a la supremacía de lo espiritual.
Hacia un nuevo Estado
Duguit fue acusado de antiestatismo y de anarquizante. Desde el realismo político, Carl Schmitt lo situó entre los precursores del “pluralismo disgregador”. José Antonio, defendiendo ideas parecidas, ha sido calificado de fascista, de totalitario y de defensor del panestatismo.
Pero asistimos hoy a la crisis de los Estados nacionales y de las organizaciones internacionales, cada vez con menor margen de maniobra para garantizar el bienestar de los ciudadanos; presenciamos el auge de un neoliberalismo (sobre todo en Economía), que extiende su oscura sombra de desconfianza hacia la capacidad del Estado para ordenar la sociedad, y que pretende recortar cada vez más las funciones de éste; intentan inculcarnos una renovada fe en la quimérica y fracasada mano invisible de Adam Smith, que se nos vuelve a proponer como mágica panacea para alcanzar el bien de todos mediante el equilibrio mecánico de egoísmos contrapuestos; comprobamos el poder enorme de los grandes trust multinacionales y transnacionales, y de los grupos de presión, con una libertad de acción cada vez menos limitada en los mercados globalizados.
La ausencia de un armazón verdaderamente fraterno y humano en la vertebración de las sociedades nos invitan también a considerar que el principio solidarista de Duguit y, sobre todo, el de José Antonio Primo de Rivera necesitan, con prontitud, ser repensados y vueltos a calibrar, para que esa solidaridad orgánica que ellos consideraban como la regla fundamental, sea emplazada como piedra angular en un nuevo concepto de Estado y como pilar de una nueva sociedad.
José Ignacio Moreno Gómez.
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dimanche, 29 mai 2016
La géopolitique: doctrines et praxis
La géopolitique: doctrines et praxis
Entretien avec Pascal Gauchon
Thèmes abordés :
0:32 - définition de la géopolitique
3:31 - géopolitique et géostratégie
5:03 - Machiavel et Clausewitz, deux pères de la géopolitique
9:47 - les écoles de géopolitique anglo-saxonne et allemande
12:38 - l'école française de géopolitique
16:23 - les géopoliticiens qui ont influencé Pascal Gauchon
20:54 - les notions clés de la géopolitique
25:32 - chaque nation est-elle porteuse d'une vision géopolitique propre et permanente?
30:55 - les critères déterminants de la construction d'une unité géopolitique
33:31 - les limites du matérialisme économique en analyse géopolitique
40:26 - les principales forces à l’œuvre dans la géopolitique mondiale contemporaine
47:26 - développement des entités déterritorialisées et obsolescence des États
50:03 - raisons de l'improbabilité de cette obsolescence
53:05 - les États-Unis pourraient-ils renouer avec leur tradition isolationniste?
58:35 - la pérennité de l'hégémonie américaine face à la montée en puissance des BRICS
1:03:01 - la Russie : une nation oscillant entre occidentalisme et panslavisme
1:06:19 - la reconfiguration de la carte moyen-orientale
1:10:16 - la construction européenne est-elle fondamentalement anti-géopolitique?
1:15:46 - avantages et inconvénients d'un monde multipolaire
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samedi, 28 mai 2016
"Eloge du populisme" de Vincent Coussedière
Dr Bernard Plouvier,
Auteur, essayiste
Ex: http://metamag.fr
L’auteur est un philosophe qui vient de passer le cap de la cinquantaine et récidive en 2016 avec un second livre sur le sujet (Le retour du peuple. An 1, paru au Cerf).
Deux remarques préliminaires paraissent nécessaires au lecteur qui veut aborder la prose, de style parfait, dégagé de toute fioriture académique, de l’auteur… qui est l’un des rares penseurs politiques français du moment à être intéressant et original.
Qu’est-ce que l’élite d’un peuple ? Si l’on préfère formuler autrement la question : un élu, fût-il appelé à de très hautes fonctions, est-il obligatoirement doté du courage et du caractère, voire simplement de l’intelligence indispensables au gouvernant ? La notion « d’élite politique » est, en soi, risible. Jamais la politique ne devrait être une profession, mais une fonction temporairement exercée par un individu ayant fait preuve d’une remarquable efficacité dans son activité professionnelle. La politique n’est pas un métier : ce devrait être l’un des fondements de la mentalité populiste.
Qui gouverne en Occident depuis le début des années 1980 ? Et de façon opposée, quel type d’homme gouverne en Russie et en Chine débarrassées de l’immondice communiste (ou marxiste, au gré de chacun… encore qu’il existe des clowns pour prétendre que la pure doctrine de Karl Marx n’ait jamais été appliquée, ce qui est entièrement faux : elle l’a été en Russie, de 1919 à 1921, et ‘’Lénine’’ a eu recours à la Nouvelle Économie Politique pour éviter l’implosion de l’URSS) ?
Après avoir répondu à ces deux questions, le lecteur peut aborder le premier livre de l’auteur qui s’intéresse au vide politique (et à celui non moins profond du discours politique) dans la France, des années Mitterrand à nos tristes jours. M. Coussedière a parfaitement compris que c’est Mitterrand qui a sciemment lancé la Nation française dans l’économie globale et la mondialisation politique, raciale et pseudo-culturelle (alors qu’à l’époque, Helmut Schmidt hésitait à y lancer l’Allemagne de l’Ouest, comme le prouve la prose de Jacques Attali, cf. Verbatim-I).
Le monde occidental actuel est celui du consumérisme, de l’hédonisme, de la niaiserie : le triomphe de l’individualisme et du très court terme. Ce n’est nullement de façon innocente que les maîtres encouragent la multiplication des langues exotiques dans les pays où ils contraignent les autochtones à se laisser envahir, ainsi que la déstructuration des langues à diffusion quasi-universelle : l’anglais devient le basic english, voire l’immonde bafouillage des blogs débiles du Net.
La définition du populisme par l’auteur est parfaitement exacte : c’est la réaction d’un peuple qui se sent trahi ou abandonné par la caste dirigeante, inepte, inapte et/ou corrompue. C’est une aspiration à renouveler le fonctionnement du couple Nation-État… « une errance », tant que le peuple n’a pas trouvé son chef ou lorsqu’il se laisse prendre aux rets d’un oiseleur, tel le démagogue Sarkozy – exemple pris par l’auteur.
La démagogie n’a jamais été que l’art de faire croire à un peuple qu’il pouvait obtenir (presque) tout, sans effort notable. Seuls les plus modernes des populistes ont soutenu le contraire, exigeant énormément d’efforts pour surmonter une énorme détresse morale, ce qui est bien plus grave qu’une crise économique : tels Mustafa Kemal ‘’Atatürk’’, le Mussolini des années 1920, ou Raoul Perón. De nos jours, partout en Occident, les autochtones ressentent une angoisse de ce type, associant désillusions et déréliction, sensation de péril imminent et surtout la tristesse spécifique de la fin d’une ère historique.
À dire vrai, Sarkozy avait de bonnes idées, mais il n’a jamais osé les appliquer, pour l’excellente raison que, parvenu à l’Élysée, il a dû jouer son rôle de pion, de sous-ordre des titulaires actuels du Pouvoir dans les États de style de vie occidental : les maîtres du jeu économique. Les « gouvernants sont devenus des administrateurs » (les guillemets indiquent des citations de l’œuvre)… plus exactement des gérants de la globalo-mondialisation, pratiquant, à l’instar de leurs spéculateurs de maîtres, la technique du pilotage sans visibilité.
Une critique que l’on pourrait faire à l’auteur est de n’avoir pas donné sa définition personnelle du mot Nation et de s’être contenté de celles d’autrui. Or, le problème sémantique devient un choix crucial de nos jours, aussi bien en Amérique du Nord qu’en Europe occidentale et danubienne : faut-il ou non faire intervenir la notion d’origine raciale dans l’acception du mot Nation… pour certains, l’étymologie le commande, comme le simple bon sens.
Si un peuple – soit un groupe de citoyens enregistrés par l’état-civil – n’a pas d’identité propre et s’avère composite par les religions (suprême facteur de désunion), les usages (par exemple culinaires), voire la langue (combien d’immigrés ne font pas l’effort d’apprendre la langue du pays où ils viennent résider ?), la Nation est définie par des origines continentales et une histoire communes, des lois et des usages communs, soit des valeurs identitaires. L’auteur a raison : le populisme n’est pas obligatoirement corrélé au nationalisme.
Le populisme est la volonté d’un peuple d’être « gouverné selon son intérêt ». C’est le besoin de voir correctement géré le Bien commun (cher à Platon, Aristote, Hobbes etc.), c’est la nécessité de créer les meilleures conditions pour la génération à venir, en se souvenant que les prévisions d’expert à long terme s’avèrent constamment fausses.
Le populisme, c’est l’espoir pour un peuple de renaître, de recommencer une vie commune sur de nouvelles fondations. Le populisme, ce n’est nullement l’utopie égalitaire (c’est, au contraire, le Leitmotiv des propagandes démagogiques). Le populisme, c’est se vouer à une grande aventure collective, à la fois politique, économique, sociale et culturelle… soit l’inverse de l’actuel individualisme stéréotypé, de l’individu standardisé.
Car le grand art de nos maîtres est de faire réagir de façon similaire l’Européen et le Nord-Américain, l’Africain ou l’Asiatique évolués. Léon XIII l’avait prévu, dès la fin des années 1890, comme divers sociologues, tels Gabriel Tarde cher à l’auteur ou l’inusable Gustave Le Bon.
C’est en cela que la mondialisation sous-culturelle et politique réalise le pire des totalitarismes : on impose une pensée unique, sans violence excessive, par le seul effet de la répétition ad nauseam d’une propagande niaise et optimiste, chez des êtres gavés de jouissances matérielles et de petits bonheurs. Hannah Arendt n’a donné qu’une définition très partielle du phénomène totalitaire, pour s’être limitée aux seuls cas marxiste et nazi. Le totalitarisme est le fait de prendre l’être humain dans sa globalité : travail, vie de relation et surtout croyances et pensée, le tout pour uniformiser l’expression de l’opinion publique. La violence n’est nullement nécessaire : au Moyen Âge, l’espoir du paradis et la peur des infernales souffrances éternelles suffisaient à imposer une croyance commune aux Européens.
On peut ne pas être d’accord avec l’auteur dans sa longue digression sur le gauchisme des années 1968 sq. – l’auteur était trop jeune pour avoir vécu cette époque de profonde hypocrisie et d’énorme malhonnêteté intellectuelle. Les ex-gauchistes de 1968 sq. se sont parfaitement intégrés au consumérisme mondialiste (l’exemple de Cohn-Bendit est particulièrement démonstratif). Le populisme n’a rien à voir avec ces fumistes.
De même, il est faux de considérer que la vichyssoise « révolution nationale livrait le pays à l’occupation allemande » : c’était un essai de technocratie, elle-même réactionnelle aux excès opposés d’une finance trop attirée par la spéculation boursière et monétaire et de la surenchère démagogique du Front populaire (dont les réformes furent à la fois très incomplètes et abominablement coûteuses). La société des années 1950 sq. – qui a fait le lit de la Ve République gaullienne, morte en 1969 – est directement issue des réformes proposées par le brain-trust qui entourait le maréchal Pétain puis l’amiral Darlan.
Mais on ne peut qu’abonder dans le sens de l’ultime comparaison de l’auteur : être populiste en nos jours de toute puissance de la globalo-mondialisation, c’est faire acte de Résistance, comme certains l’ont fait, avec panache, dès 1940. Finalement, ne pourrait-on pas imaginer que toute la question se résume à une simple équation : Populisme = Démocratie véritable… soit le gouvernement POUR le peuple et non plus le gouvernement pour défendre les privilèges de la caste politicienne ?
Ce très bon ouvrage n’est pas un livre d’historien : il ne faut pas y chercher une référence aux populismes antiques (Pisistrate, les Gracques ou Jules César), médiévaux, modernes ou contemporains. C’est l’œuvre d’un penseur, à la fois philosophe et sociologue, qui – heureuse surprise – n’est ni un raseur, ni un fumiste. C’est une œuvre utile, car – chose exceptionnelle – elle fait réfléchir le lecteur, qu’il soit ou non en phase avec telle ou telle option de l’auteur. La clarté d’expression sert une pensée originale et honnête sur un sujet brûlant d’actualité, non seulement européenne, mais aussi dans toutes les parties du monde où la globalo-mondialisation exerce ses charmes vénéneux.
Vincent Coussedière, Éloge du populisme, Élya Éditions, collection Voies Nouvelles, 168 pages, 16€. (2012).
Du même auteur, Le retour du peuple, an 1, Éditions du Cerf, 272 pages, 19 € ( mars 2016).
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mercredi, 25 mai 2016
DIEGO FUSARO: Dis-godding (Heidegger). The Holy under Assault from Economy
DIEGO FUSARO:
Dis-godding (Heidegger)
The Holy under Assault from Economy
2016. DIEGO FUSARO: www.filosofico.net –www.diegofusaro.com
www.facebook.com/fusaro.diego?fref=ts
inserting sub-titles Luciana Zanchini – Firenze
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mardi, 24 mai 2016
"Het geheim van de laatste staat" van Paul Frissen
"Het geheim van de laatste staat" van Paul Frissen
door Dirk Verhofstadt
Ex: http://www.liberales.be
Heel wat politici, filosofen en gewone burgers eisen van de overheid meer transparantie in het politiek bedrijf. Het lijkt wel het tovermiddel om onze democratie sterker en efficiënter te maken. En de politiek speelt daar ook op in. Nieuwe parlementsgebouwen worden gebouwd met grote glaspartijen als figuurlijk, maar ook letterlijk symbool van de gezamenlijke wil om te komen tot transparantie. Burgers krijgen zo bijna letterlijk inzage in de parlementaire werking en de verkozenen van het volk zien als het ware hoe de burgers op hen toekijken. Dus geen beslissingen meer in duistere achterkamertjes maar openbare debatten die dan via televisie en het internet gevolgd kunnen worden door al wie interesse heeft. Transparantie wordt ook geëist van zowat alle burgers om aan te tonen dat ze ‘niets te verbergen hebben’ en daarom figuurlijk doorzichtig moeten zijn. Leve de transparantie dus. Maar tegen die trend in schreef de Nederlandse hoogleraar Bestuurskunde Paul Frissen het boek Het geheim van de laatste staat waarin hij kritiek geeft op de transparantie en pleit voor het fundamentele recht van de burger op geheimen als één van de waarborgen van zijn vrijheid.
Frissen beseft dat het begrip ‘transparantie’ een buzzwoord van onze tijd is dat voortdurend wordt aangehaald ter bevordering van de democratie en om ‘de waarheid’ te kennen. Maar hij is overtuigd dat zowel de burgers als de staat geheimen nodig hebben om de vrijheid van de burgers te beschermen. Hij wijst daarbij op de paradox dat we met zijn allen wel belang hechten aan onze privacy maar via de sociale media overal sporen nalaten. En dat we wel alles willen weten over onze machthebbers maar schrikken als de staat in onze geheimen komt snuffelen. De auteur bespreekt eerst de historische oorzaken naar die drang naar transparantie. Sinds de Verlichting willen we zoveel mogelijk weten. ‘De sluiers van onwetendheid waarin geloof en magie de mensheid millennia lang hebben gehuld, moesten worden afgeworpen,’ schrijft Frissen. En met de opkomst van de democratie hebben burgers recht op informatie, moet openheid bijdragen in het geheel van check and balances, en willen we weten wat we van de overheid en onze bestuurders mogen verwachten. Transparantie draagt trouwens ook bij tot een betere marktwerking en het voorkomen van corruptie en belangenvermenging.
Je zou dus kunnen stellen dat transparantie in de democratie ‘zowel een voorwaarde als een doel is’, aldus Frissen. Maar toch kunnen er redenen zijn om niet alles te onthullen. Als dit nodig is voor de veiligheid van de staat, als belangrijke staatsbelangen op het spel staan, of bij de opsporing en vervolging van strafbare feiten. En, nog belangrijker, om onze privacy te beschermen. De auteur komt dan tot het besluit dat de ‘verbintenis tussen transparantie en democratie om verschillende redenen echter minder vanzelfsprekend (is)’. Sterker nog: totale zichtbaarheid van mensen spoort met totalitarisme. Frissen beklemtoont dat democratieën maar kunnen functioneren door representatie en dat politiek een vorm van ‘creatie’ is. Denk hierbij aan het sluiten van een compromis dat tot stand komt in beslotenheid. De auteur stelt dat de transparantiedwang veel van doen heeft met wantrouwen. Zijn voornaamste bezwaar is dat een transparante samenleving overeenkomt met een volmaakte controlesamenleving.
Dat laatste vormt het thema van diverse dystopische romans zoals Wij van Jevgeni Zamjatin, 1984 van George Orwell en De Cirkel van Dave Eggers. Vooral die laatste roman geeft een hallucinant beeld van wat er zou kunnen gebeuren mochten de sociale mediasystemen die we vandaag kennen, gebundeld worden in één groot bedrijf dat zo een quasi monopolie zou hebben over het doen en laten van bijna de gehele wereldbevolking. Politiek wordt overbodig omdat iedereen, in een vorm van directe democratie, op elk moment een voorstel kan goed- of afkeuren. ‘Privacy is diefstal’ en ‘Geheimen zijn leugens’ zo luiden de slogans van het bedrijf. Want waarom zou je eigen ervaringen niet willen delen met anderen, tenzij je slechte bedoelingen hebt? En zo volgen meer stappen naar volledige transparantie die bijna steeds voortvloeien uit goede bedoelingen, maar een gitzwarte keerzijde kennen. Namelijk een onthutsende ontmanteling van onze privacy met levens die permanent onder toezicht staan en gecontroleerd worden op afwijkend of ongezond gedrag. Het leidt alvast tot een totalitair systeem zonder enige vrijheid om zich eraan te onttrekken. ‘Niet gezond maar ongezond willen leven, dat alles is ook vrijheid’, aldus Frissen.
Gelukkig leven we niet in De Cirkel. We hebben nog steeds het recht om niet alles te onthullen en sommige vormen van geheimhouding zijn zelfs wettelijk voorzien zoals het beroepsgeheim van dokters, advocaten, journalisten, enz. Ook op de vrije markt mogen bedrijven geheimen hebben (denk aan het recept van Coca Cola), maar ook in de diplomatie, inlichtingendiensten, de politie en bij politiek overleg. De overheid heeft zelfs de taak om persoonsgegevens van burgers te beschermen. ‘Geheimhouding is noodzakelijk en functioneel voor de moderne staat, maar stuit op het ideaal van transparantie’, schrijft Frissen. Toch is de lijn soms flinterdun. Neem de bestrijding van criminaliteit en terreur waarvoor de staat moet kunnen beschikken over bijzondere bevoegdheden. Maar anderzijds mogen die bevoegdheden de rechten en vrijheden van de burgers niet aantasten. Frissen citeert dan ook de liberale denker Michael Ignatieff die pleit voor ‘het minste kwaad’ als een soort middenweg. In elk geval is geheimhouding soms noodzakelijk om de open samenleving in stand te houden.
‘Vrijheid is het recht in verborgenheid te leven’, aldus Frissen. Dit is een belangrijke uitspraak, zeker in het licht van de toenemende aantasting van onze privacy door de grote internetbedrijven. Vandaar de noodzaak van een kritische tegenbeweging van burgers en politici die opkomen voor onze privacy. Vandaar het belang van de rechtelijke uitspraak met betrekking tot Google over het ‘recht om vergeten te worden’. Vandaar de reden om elke wijziging in de bedrijfspolitiek in de nieuwe mediabedrijven met argwaan te onderzoeken. De leiders van Google, Facebook, Twitter en andere succesbedrijven zullen in alle toonaarden ontkennen dat ze onze privacy willen aantasten. De realiteit is dat onze private voorkeuren in de loop van geschiedenis nog nooit zo erg werden uitgebuit ten bate van de beurskoersen van de betrokken bedrijven. Geheimhouding is ook nodig om de veiligheid van de staat en haar burgers zo goed als mogelijk te beschermen tegen interne en externe vijanden. Om die reden is de auteur ook geen sympathisant van Julian Assange en Edward Snowden, al lijkt hun onthulling over de bedrijvigheden van geheime inlichtingendiensten nu net wel een positieve zaak in het zoeken naar het precaire evenwicht tussen geheimhouding en transparantie.
‘Geheimhouding en transparantie zijn beide ten diepste verbonden in een dynamisch evenwicht dat voortdurend kan ontsporen’, schrijft Frissen. Vandaar het belang van de democratie en democratische processen om voortdurend afwegingen te maken. Dit boek vormt alvast een belangrijke bijdrage in het debat hierover en moet dan ook breed gelezen worden door beleidsmakers en gewone burgers om met de nodige nuance te kunnen oordelen.
Recensie door Dirk Verhofstadt
Paul Frissen, Het geheim van de laatste staat. Kritiek van de transparantie, Boom, 2016
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Behind the New German Right
Behind the New German Right
Throughout its postwar history, Germany somehow managed to resist the temptations of right-wing populism. Not any longer. On March 13, the “Alternative for Germany” (AfD)—a party that has said it may be necessary to shoot at migrants trying to enter the country illegally and that has mooted the idea of banning mosques—scored double-digit results in elections in three German states; in one, Saxony-Anhalt, the party took almost a quarter of the vote. For some observers, the success of the AfD is just evidence of Germany’s further “normalization”: other major countries, such as France, have long had parties that oppose European integration and condemn the existing political establishment for failing properly to represent the people—why should Germany be an exception?
Such complacency is unjustified, for at least two reasons: the AfD has fed off and in turn encouraged a radical street movement, the “Patriotic Europeans Against the Islamization of the West,” or Pegida, that has no equivalent elsewhere in Europe. And perhaps most important, the AfD’s warnings about the “slow cultural extinction” of Germany that supposedly will result from Chancellor Angela Merkel’s welcoming of more than a million refugees have been echoed by a number of prominent intellectuals. In fact, the conceptual underpinnings for what one AfD ideologue has called “avant-garde conservatism” can be found in the recent work of several mainstream German writers and philosophers. Never since the end of the Nazi era has a right-wing party enjoyed such broad cultural support. How did this happen?
The AfD was founded in 2013 by a group of perfectly respectable, deeply uncharismatic economics professors. Its very name, Alternative for Germany, was chosen to contest Angela Merkel’s claim that there was no alternative to her policies to address the eurocrisis.The professors opposed the euro, since, in their eyes, it placed excessive financial burdens on the German taxpayer and sowed discord among European states. But they did not demand the dissolution of the European Union itself in the way right-wing populists elsewhere in Europe have done. Still, Germany’s mainstream parties sought to tar them as “anti-European,” which reinforced among many voters the sense that the country’s political establishment made discussion of certain policy choices effectively taboo. Like other new parties, the AfD attracted all kinds of political adventurers. But it also provided a home for conservatives who thought that many of Merkel’s policies—ending nuclear energy and the military draft, endorsing same-sex unions, and raising the minimum wage—had moved her Christian Democratic Union (CDU) too far to the left. Since there was a mainstream conservative view opposing many of these decisions, the AfD could now occupy space to the right of the CDU without suspicion of being undemocratic or of harking back to the Nazi past.
The AfD narrowly failed to enter the German parliament in 2013, but managed to send seven deputies to Brussels after the 2014 elections to the European Parliament, where they joined an alliance of Euroskeptic parties led by Britain’s conservatives. With outward success came internal strife. Young right-wingers challenged the AfD’s professors with initiatives such as the “Patriotic Platform,” which appeared closer to the nationalist far right than an authentically conservative CDU. In summer 2015, most of the founders of the AfD walked away; one expressed his regret about having created a “monster.” The AfD seemed destined to follow the path of so many protest parties, brought down by infighting, a lack of professionalism, and the failure to nurture enough qualified personnel to do the day-to-day parliamentary politics it would have to engage in to become more than a flash in the pan.
And then the party was saved by Angela Merkel. Or so the AfD’s new, far more radical leaders have been saying ever since the chancellor announced her hugely controversial refugee policy last summer. At the time, her decision was widely endorsed, but in the months since, her support has declined precipitously—while the AfD’s has surged. Many fear that the German state is losing control of the situation, and blame Merkel for failing to negotiate a genuinely pan-European approach to the crisis. Alexander Gauland, a senior former CDU politician and now one of the most recognizable AfD leaders—he cultivates the appearance of a traditional British Tory, including tweed jackets and frequent references to Edmund Burke—has called the refugee crisis a “gift” for the AfD.
Others have gone further. Consider the statements of Beatrix von Storch, a countess from Lower Saxony who is one of the AfD’s deputies to the European Parliament, where she just joined the group that includes UKIP and the far right Sweden Democrats. A promoter of both free-market ideas and Christian fundamentalism she has gone on record as saying that border guards might have to use firearms against refugees trying illegally to cross the border—including women and children. After much criticism, she conceded that children might be exempted, but not women.
Such statements are meant to exploit what the AfD sees as a broadening fear among voters that the new arrivals pose a deep threat to German culture. The AfD will present a full-fledged political program after a conference at the very end of April, but early indications are that there will be a heavy emphasis on preventing what the party views as the Islamization of Germany. A draft version of the program contains phrases such as “We are and want to remain Germans”—and the real meaning of such platitudes is then made concrete with the call to prohibit the construction of minarets. It is here that the orientation of AfD and the far more strident, anti-Islam Pegida movement most clearly overlap.
Pegida was started by right-wing activists in the fall of 2014 who invited citizens to join them for what they called “evening strolls” through Dresden and other cities to oppose “Islamization.” The movement’s leaders have also advocated better relations with Russia (posters have said “Putin help us!”), a call strongly echoed by AfD politicians such as Gauland. The demonstrators appropriated the slogan “We are the people,” which East German citizens had famously chanted in 1989 to protest against the state socialist regime. Pegida not only lives off diffuse fears (there are hardly any Muslims in Dresden), but also questions the democratic system as such. Elected representatives in parliament—Volksvertreter—are denounced as traitors—Volksverräter. Pegida members have decried Merkel’s policies of maintaining open borders as violating her oath of office to keep the German people safe.
Supporters of the movement have demanded “resistance,” or at least “civil disobedience,” for instance by blocking access to refugee centers. Demonstrators sometimes hold up the “Wirmer flag,” which the anti-Hitler resistance around Claus von Stauffenberg had intended as the symbol of a post-Nazi Germany. In fact, many far-right groups in Germany have appropriated this symbol to signal that they consider the current state illegitimate (even though Josef Wirmer, the designer of the flag, was a Catholic democrat who was executed by the Nazis; his son has said the Wirmer family might sue Pegida demonstrators for using the banner). Pegida events have been attended by right-wing leaders from outside Germany, most prominently the Dutch right-wing anti-Islam politician Geert Wilders (who calls the Tweede Kammer, the Dutch House of Representatives in The Hague, a “fake parliament”).
Here is where German intellectuals come into the story. Journalists and academics have had a hard time understanding why the Pegida movement emerged when it did and why it has attracted so many people in Germany; there are branches of the Pegida movement in other parts of Europe, but they have gathered only marginal support thus far. Those who suggest it is driven by “anger” and “resentment” are being descriptive at best. What is remarkable, though, is that “rage” as a political stance has received the philosophical blessing of the leading AfD intellectual, Marc Jongen, who is a former assistant of the well-known philosopher Peter Sloterdijk. Jongen has not only warned about the danger of Germany’s “cultural self-annihilation”; he has also argued that, because of the cold war and the security umbrella provided by the US, Germans have been forgetful about the importance of the military, the police, warrior virtues—and, more generally, what the ancient Greeks called thymos (variously translated as spiritedness, pride, righteous indignation, a sense of what is one’s own, or rage), in contrast to eros and logos, love and reason. Germany, Jongen says, is currently “undersupplied” with thymos. Only the Japanese have even less of it—presumably because they also lived through postwar pacifism. According to Jongen, Japan can afford such a shortage, because its inhabitants are not confronted with the “strong natures” of immigrants. It follows that the angry demonstrators are doing a damn good thing by helping to fire up thymos in German society.
Jongen, who is now deputy leader of the AfD in Baden-Württemberg, was virtually unknown until this spring. Not so Sloterdijk, one of Germany’s most prominent philosophers (and undoubtedly the most prolific) whose work has also become well-known in the US. Sloterdijk regularly takes on controversial subjects such as genetic engineering and delights in provoking what he sees as an intellectual left lacking in humor and esprit. His books, which sell extremely well, are not so much driven by clear-cut arguments as suggestively offering philosophical, and often poetic, re-descriptions of recent history, or even the history of the West as a whole.
Like in Nietzsche’s On the Genealogy of Morality—a continuous inspiration for Sloterdijk—these re-descriptions are supposed to jolt readers out of conventional understandings of the present. However, not much of his work lives up to Nietzsche’s image of the philosopher as a “doctor of culture” who might end up giving the patient an unpleasant or outright shocking diagnosis: Sloterdijk often simply reads back to the German mainstream what it is already thinking, just sounding much deeper because of the ingenuous metaphors and analogies, cute anachronisms, and cascading neologisms that are typical of his highly mannered style.
Sloterdijk has distanced himself from Jongen’s self-declared “avant-garde conservatism.” But the “psycho-political” perspective Jongen adopts is one of Sloterdijk’s philosophical trademarks. In his 2006 volume Rage and Time, in which he also takes his cues from Nietzsche, Sloterdijk argued that in the West thymos had been largely forgotten because of the dominance of eros in consumer capitalism, with the result that envy and resentment dominate the inner lives of citizens. He echoed Francis Fukuyama’s argument in his The End of History and the Last Man that pacified liberal democracies generally fail to find a proper place for “thymotic energies,” and Sloterdijk has said explicitly that, in confrontations with Islam, the West needs to rediscover the role of thymos. Just like Jongen, who criticizes the EU for being “post-thymotic,” Sloterdijk longs for Europe to assert itself more forcefully on the global stage and fears that the refugee crisis will weaken the continent—to the delight, he says, of the US (“that’s why Obama praises Merkel,” as Sloterdijk put it in an interview published at the beginning of 2016).
Sloterdijk has also invoked the concept of “the state of exception” developed by the right-wing jurist Carl Schmitt in the Twenties. As Schmitt saw it, the sovereign could, in order to save the polity in a situation of crisis, suspend the constitution by declaring a state of exception. He added that whoever decides whether there really is an existential threat to a state is revealed as the supreme power. Today, Sloterdijk holds, it is not the state, the nominal sovereign, but the refugee who decides on the state of exception. As a result of Merkel’s policy to allow the unrestricted entry of Syrians, Sloterdijk charges, Germany has waived its own sovereignty, and this “abdication” supposedly “continues day and night.”
No doubt refugees themselves have faced a state of emergency and no doubt their arrival has created an exceptional challenge for Germany—but Sloterdijk’s observation makes at best for a momentarily arresting aphorism, as opposed to providing any real analysis of the situation: Merkel and her parliamentary majority in fact retain decision-making power, and there is no reason to believe that Europe’s most powerful state has become a plaything of dangerous foreigners. But Sloterdijk has charged that his critics are superficial intellectuals who surround his ideas as if the latter were “women at New Year’s Eve”—a tasteless allusion to the attacks on females in Cologne this winter.
Sloterdijk is not the only prominent cultural figure who willfully reinforces a sense of Germans as helpless victims who are being “overrun” and who might eventually face “extinction.” The writer Botho Strauβ recently published an essay titled “The Last German,” in which he declared that he would rather be part of a dying people than one that for “predominantly economic-demographic reasons is mixed with alien peoples, and thereby rejuvenated.” He feels that the national heritage “from Herder to Musil” has already been lost, and yet hopes that Muslims might teach Germans a lesson about what it means to follow a tradition—because Muslims know how to submit properly to their heritage. In fact, Strauβ, who cultivates the image of a recluse in rural East Germany, goes so far as to speculate that only if the German Volk become a minority in their own country will they be able to rediscover and assert their identity.
Such rhetoric indicates a potentially profound shift in German political culture: it is now possible to be an outspoken nationalist without being associated with—or, for that matter, without having to say anything about—the Nazi past. And it is possible to argue that Germany needs to experience a kind of 1968 in reverse: whereas back then, a grand coalition of Social and Christian Democrats meant that there was no real representation of the left in parliament, or so student activists thought, there are now a growing number of established intellectuals who are prepared to argue that there is no effective way to counter Merkel’s refugee policies in the Bundestag—with the consequence that the right needs to engage in “extra-parliamentary opposition.” It is one thing to oppose a government’s particular policies; it is another to claim, as the AfD explicitly does in its draft program, that a self-serving political class consisting of all parties has hijacked the democratic system as a whole: an “illegitimate situation,” the party says, which the Volk needs to correct.
Like at least some radicals in the late Sixties, the new right-wing “avant-garde” finds the present moment not just one of apocalyptic danger, but also of exhilaration. There is for instance Götz Kubitschek, a publisher specializing in conservative nationalist or even outright reactionary authors, such as Jean Raspail and Renaud Camus, who keep warning of an “invasion” or a “great population replacement” in Europe. Kubitschek tells Pegida demonstrators that it is a pleasure (lust) to be angry. He is also known for organizing conferences at his manor in Saxony-Anhalt, including for the “Patriotic Platform.” His application to join the AfD was rejected during the party’s earlier, more moderate phase, but he has hosted the chairman of the AfD, Björn Höcke, in Thuringia. Höcke, a secondary school teacher by training, offered a lecture last fall about the differences in “reproduction strategies” of “the life-affirming, expansionary African type” and the place-holding European type. Invoking half-understood bits and pieces from the ecological theories of E. O. Wilson, Höcke used such seemingly scientific evidence to chastise Germans for their “decadence.”
These ideas have been met with significant resistance. Some intellectuals have criticized Sloterdijk for being an armchair philosopher who offers Volk-psychology with little awareness of the reality of refugees’ lives or, for that matter, of the complex political imperatives Merkel is trying to juggle. (Sloterdijk in turn has said that he is simply on the side of populism, which he understands as the “realpolitik of the less and less silent majority.”) The social theorist Armin Nassehi has shrewdly pointed out that the seemingly avant-garde conservatives offer not much more than the sociologically naive view that more national homogeneity will solve all problems; and the novelist and essayist Navid Kermani, who with his much-praised reporting from the “Balkans route,” has reminded Germans of the actual plight of refugees. Nassehi and Kermani are among the most thoughtful intellectual voices in Germany today. Both also happen to be second-generation immigrants whose parents came to Germany from Iran in the 1950s.
The AfD might yet fail to establish itself in the political system. Infighting continues, not least because there are deep disagreements about whether the party should enter coalition governments or remain in “fundamental opposition.” It’s not clear that the AfD can successfully evoke the heroism of resistance and be a home for moderate Bürger all at the same time. As the number of refugees reaching Germany has dwindled with the effective closing of the “Balkans route,” the pressure on Merkel is easing. But neither conservatives nor nationalists are likely to forgive her for her stance during the refugee crisis. Three-quarters of Germans now expect the AfD to enter parliament in the national elections in 2017. And even if the party doesn’t reach the required threshold, it, and its intellectual supporters, will have brought about the most dramatic change in mainstream German political discourse since the country’s unification in 1990.
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lundi, 23 mai 2016
Het politieke denken van Chantal Mouffe
Het politieke denken van Chantal Mouffe
Patrick De Vos
Ex: http://www.dewitteraaf.be
Het cordon sanitaire mag het VB (Vlaams Blok/Vlaams Belang) dan al verhinderen om aan het bestuur deel te nemen, de probleemstellingen, thema's en ideeën van het VB zijn uitgegroeid tot de common sense van het politieke denken in Vlaanderen en België. [1] In België is het VB daarmee het meest succesvolle politieke project van de voorbije 15 jaar; in heel Europa is het inmiddels de sterkste partij in haar soort geworden. Het oogst daarvoor aanzien in rechtse kringen over het hele continent.
Zoveel electorale voorspoed en ideologische impact stemt tot nadenken over de manier waarop we nu al jaren met die partij omgaan. In dat verband is het vreemd dat een Belgische politieke theoretica die ons daarbij kan helpen, de in Londen docerende Chantal Mouffe, in haar geboorteland, waar de problematiek wellicht het acuutst is, nagenoeg onbekend blijft. Als coauteur (met Ernesto Laclau) van het in 1985 verschenenHegemony and Socialist Strategy, en als auteur van The Return of the Political (1993), The Democratic Paradox(2000) en On the Political (2005), geniet zij bij een Anglo-Amerikaans, Latijns-Amerikaans, Frans en Duits lectoraat bekendheid om haar radicale en vernieuwende kijk op democratie.
Het werk van Laclau en Mouffe vind je binnen de politieke en sociale wetenschappen onder de noemer postmarxisme: de recentste telg van de marxistische stamboom, waarvan ook de sociaal-democratie, althans in principe, nog altijd een tak is. Laclau en Mouffe zijn kinderen van hun tijd: ‘68-ers die met het links-radicale denken zijn opgegroeid. Mouffe ging meteen na haar studies in Leuven naar Parijs om er bij de structuralist-marxist Louis Althusser te studeren. Daarna trok ze, als velen van haar generatie, naar de derde wereld. In Columbia werd haar al snel duidelijk dat althusseriaanse concepten, om het minste te zeggen, maar beperkt bruikbaar waren.
Rond 1970 radicaliseerde ook de Latijns-Amerikaanse studentenbeweging, aangemoedigd door de Cubaanse revolutie. Aan de Universiteit van Buenos Aires is de jonge marxist Ernesto Laclau politiek erg actief. Maar met de dogma’s van het marxisme worstelde hij toen al. Onder invloed van het Peronisme wou hij het marxisme met iets anders vermengen. Met hun lezing van de Italiaanse marxist Antonio Gramsci zullen Laclau en Mouffe uiteindelijk breken met het essentialisme en economisme van marxisten als Althusser en Poulanzas. In hun postmarxisme integreren zij de liberale notie van individuele rechten. De sociale horizon van hun politieke project is een radicale en pluralistische democratie. Het moet de doelstelling van Links zijn om de Democratische Revolutie, die tweehonderd jaar geleden geïnitieerd werd, te verdiepen en uit te breiden naar steeds meer gebieden van het sociale leven, steeds meer maatschappelijke sferen. Dat is wat ze bedoelen met “de radicalisering van de democratie”.
Daarnaast verwijderen Laclau en Mouffe het klassebegrip en de klassestrijd uit het marxisme. [2] De arbeidersklasse is niet langer de geprivilegieerde agent van de geschiedenis, en de strijd tegen het kapitalisme is niet noodzakelijk acuter dan die tegen racisme, seksisme of andere vormen van onderdrukking. Als we morgen alle kapitalistische productieverhoudingen afschaffen – voor zover dat al mogelijk is – dan zijn alle vormen van ongelijkheid en onderdrukking nog niet de wereld uit. [3] Wie de arbeider als geprivilegieerde politieke actor van de geschiedenis blijft zien, zal onder feministen of ecologisten weinig bondgenoten vinden. Hun politieke strijd is vanuit zo’n optiek immers van ondergeschikt belang. Laclau en Mouffe ontdoen het socialisme van deze essentialismen en effenen zodoende het pad om het, samen met feminisme, ecologisme, antiracisme, andersglobalisme enzovoort, tot een nieuw links project te articuleren. We spreken midden jaren ‘80 toen in de Britse context, waar ze inmiddels werkten, het thatcherisme pas goed op dreef kwam.
De liberale democratietheorie
Historisch gezien is onze democratie gegroeid uit de combinatie van twee vormgevende principes. Ten eerste de zogenaamde rule-of-law, die geassocieerd wordt met liberalisme, scheiding der machten, individuele vrijheden en mensenrechten. Elke burger komen onvervreemdbare, fundamentele rechten toe, die grondwettelijk verankerd zijn, en die de bescherming garanderen van de integriteit en de vrijheid van het individu. Deze ideeën passen in een liberale denktraditie die teruggaat tot de 17de-eeuwse Engelse filosoof John Locke. “All men are born free and equally alike”, zei Locke: dat is hun natuurlijke staat.
Ten tweede is er de notie van de volkssoevereiniteit, die geassocieerd wordt met democratische participatie, formele gelijkheid tussen burgers en het beslissen bij meerderheid. Hier staat de gedachte centraal dat het volk zichzelf bestuurt; een gedachte die teruggaat tot de Griekse stadstaat en die in de moderne tijd terugkeert bij de 18de-eeuwse Franse filosoof Jean-Jacques Rousseau.
Deze twee principes vormen geen eeneiige tweeling. Tussen beide heerst een onherleidbare spanning, die Mouffe “de democratische paradox” noemt. Er is bijvoorbeeld een spanning tussen het liberale principe van individuele rechten en de nood van elke democratische samenleving aan sociale en politieke eenheid. Niet-negotieerbare mensenrechten (liberalisme) beperken onvermijdelijk de volkssoevereiniteit (democratie), terwijl de in- en uitsluiting aan de hand waarvan bepaald wordt wie er wel en niet tot de demos behoort (democratie) aan de universele mensenrechten (liberalisme) noodzakelijk beperkingen oplegt. Er is immers geen garantie dat een democratische beslissing de individuele rechten en vrijheden niet op het spel zet.
Hoewel we vandaag onder democratie, als vanzelfsprekend, liberale democratie verstaan, gaat het dus om een articulatie van twee verschillende tradities: de liberale traditie van individuele vrijheid en pluralisme, en de democratische traditie van volkssoevereiniteit en gelijkheid. Liberalisme is geen homogene doctrine, maar een amalgaam van principes: de rechtsstaat, individuele vrijheden en rechten, de erkenning van sociaal-politiek pluralisme, representatief bestuur, de scheiding der machten, limitatie van de staatsmacht, de kapitalistische markteconomie. Democratie, van haar kant, ontstond als een vertoog over volkssoevereiniteit, universeel stemrecht en gelijkheid.
In oorsprong waren liberalisme en democratie oppositioneel, en had de term democratie zelfs een pejoratieve betekenis: de heerschappij van het gepeupel, en dus chaos. Beide beginselen werden voor het eerst samen gearticuleerd in de 19de eeuw, wat er op den duur voor gezorgd heeft dat het liberalisme gedemocratiseerd en de democratie geliberaliseerd werd. Dit gebeurde door een opeenvolging van politieke conflicten, waarbij de ene traditie telkens weer haar suprematie over de andere wil doen gelden. Lange tijd werd dat conflict als legitiem beschouwd; pas in de voorbije decennia werd het als achterhaald van de hand gewezen. Maar volgens Mouffe bestaat er tussen de liberale principes van pluralisme, individualisme en vrijheid, en de democratische principes van eenheid, gemeenschap en gelijkheid, nog altijd een aanhoudende spanning, die in de huidige democratische theorie en praktijk verwaarloosd wordt. Het is deze onoplosbare spanning die de democratie levendig houdt en het primaat van de politiek garandeert, zegt Mouffe.
Traditioneel wordt democratie door de liberale theorie opgevat als een aggregatie van belangen. Dit model werd in de voorbije decennia wat verdrongen door het model van de deliberatieve democratie, dat politiek ziet in ethische en doorgaans universele termen, en dat verdedigd wordt door onder anderen Jürgen Habermas, John Rawls en Ronald Dworkin. Volgens hen is de democratische samenleving gericht op de creatie van een rationele consensus, die bereikt wordt aan de hand van deliberatieve processen die tegemoetkomen aan de belangen vaniedereen. Een beslissing is democratisch wanneer, na het voeren van een redelijke deliberatie, tussen álle betrokkenen een overeenstemming wordt bereikt. In dit denken domineren consensus en compromis, verkregen door rationele argumentatie en overtuiging.
Kenmerkend voor het individualistisch rationalisme van deze liberale democratieopvatting is het onvermogen om de specifieke aard van het politieke, en de formatie van politieke identiteiten die daarmee gepaard gaat, ten gronde te begrijpen. De idee van een perfecte consensus – of een harmonieuze collectieve wil, zoals bij Rousseau – wijst Mouffe als gevaarlijk van de hand. [4] Het liberale pluralisme wordt gekenmerkt door eindeloze conflicten tussen verschillende opinies en opvattingen inzake de ‘correcte’ interpretatie van vrijheid en gelijkheid. Het is deze aanhoudende onenigheid die mensen opdeelt in vrienden en vijanden. Als liberale denkers het collectieve karakter van de politieke strijd, die door het pluralisme bevorderd wordt, niet zien, dan komt dat door hun individualistische opvatting van politiek, als het rationeel nastreven en onderhandelen van individueel eigenbelang.
Net als Carl Schmitt (1888-1985) voert Chantal Mouffe de differentia specifica van het politieke terug op het onderscheid tussen vriend en vijand; oftewel tot de altijd aanwezige mogelijkheid van vijandelijkheid in intermenselijke relaties. Mouffe zegt niet dat alle sociale relaties noodzakelijk antagonistisch zijn, maar dat de mogelijkheid van conflict en vijandigheid in elke relatie op elk moment aanwezig is. Het politieke heeft altijd te maken met conflict en antagonisme, het gaat altijd gepaard met de formatie van een ‘wij’ versus een ‘zij’. In de discourstheorie van Laclau en Mouffe heet dit equivalentielogica: het opdelen van de sociale ruimte door betekenissen en identiteiten te comprimeren tot twee antagonistische polen.
Antagonisme is het sleutelwoord om de vorming van politieke identiteit te begrijpen. Anders dan de traditionele notie van sociaal antagonisme – dit is een confrontatie tussen sociale agenten die reeds beschikken over een volledig ontwikkelde identiteit – beweren Laclau en Mouffe dat antagonismen juist voorkomen omdat wij, als sociale agenten, niet bij machte zijn onze identiteit volledig te ontwikkelen. Zij steunen daarvoor in hoofdzaak op de lacaniaanse psychoanalyse en de derridiaanse notie van een constitutieve buitenkant, als voorwaarde voor de constructie van elke identiteit. Eenvoudig gesteld: een antagonisme ontstaat wanneer de aanwezigheid van ‘de Andere’ mij verhindert om volledig mezelf te zijn. [5] Deze blokkade is een wederzijdse ervaring. [6] Antagonismen onthullen niet alleen het tekort aan identiteit van sociale agenten, zij geven vorm aan de sociale werkelijkheid als zodanig. Sociale formaties worden gevormd aan de hand van antagonistische relaties, waardoor zich tussen sociale agenten politieke breuklijnen vestigen en verschillende identificaties vorm aannemen. [7]
Een democratie behoort pluraal te zijn. Op dat punt is Mouffe het eens met de liberale theorie. Zij betwist evenmin dat een plurale democratie een minimale consensus vereist over gemeenschappelijke ethisch-politieke principes. Maar consensus alleen volstaat niet. Zij is slechts het resultaat van een onderhandeling die telkens weer gevoerd moet worden. In de liberale democratieopvatting ligt de focus op het resultaat van consensus, die bereikt wordt door rationele compromisvorming tussen subjecten met een stabiele en gepreconfigureerde identiteit. Politiek wordt als een neutraal terrein gezien waarop verschillende groepen strijden om politieke macht. De politiek is als een schaakspel waarvan de spelregels en limieten vastliggen. Voor Mouffe daarentegen, gaat het er juist om de regels van de politiek te herschrijven. Het politieke terrein is niet neutraal. Het is in zekere zin de inzet van politieke strijd; in die strijd zelf wordt het terrein gevormd of hervormd.
Liberalism forever!
Sinds de val van de Berlijnse Muur domineert het in oorsprong thatcheriaanse denkbeeld dat er voor de huidige liberaal-kapitalistische wereldorde geen alternatief bestaat. Het failliet van het reëel bestaande socialisme betekende de definitieve overwinning van het kapitalisme en de liberale democratie: dat was de these van Francis Fukuyama, de Amerikaanse politicoloog en adviseur van Ronald Reagan. [8] Het liberalisme had die overwinning volgens hem te danken aan het feit dat het zowel op het materiële vlak (kapitalistisch marktmechanisme) als op het niet-materiële vlak (individuele erkenning) een maximale bevrediging biedt. Uit een hegeliaanse analyse van de geschiedenis haalt Fukuyama het ‘bewijs’ voor de afwezigheid van samenhangende alternatieven voor het liberalisme. De geschiedenis, als voortdurende strijd tussen politieke ideologieën en statenstelsels, heeft haar eindtermen bereikt: “liberalism forever!”
Het einde van de geschiedenis is een wat filosofische uitdrukking die staat voor het einde van de politiek, en Fukuyama was niet de eerste die deze stelling verdedigde. Om te beginnen was er Hegel zelf die in 1806, na de overwinning van Napoleon in de slag bij Jena, verklaarde dat de geschiedenis aan haar einde was gekomen. Begin jaren ‘60 initieerde de Harvardsocioloog Daniel Bell het debat over het einde van de grote ideologische conflicten. In de welvarende samenlevingen van het westen, aldus Bell, is de voorraad aan politieke ideeën uitgeput en zijn ideologische vraagstukken irrelevant geworden. Er is een brede ideologische consensus ontstaan, met als gevolg dat politieke partijen enkel nog om de macht strijden door hun electoraat meer welvaart te beloven. Volgens Bell zegevierde het economische dus ook over het politieke. Maar de heropleving van politiek-ideologische tegenstellingen en de politieke radicalisering van mei ‘68 haalden zijn these onderuit.
De clou bij dit soort politieke eschatologie is de volgende. Politieke ideologieën zijn supra-individuele denkvormen waardoor sociale actoren en groupe zin en richting geven aan hun maatschappelijk bestaan. Ze zijn naast descriptief altijd ook normatief. Ze willen vormgeven aan (toekomstige) sociale verhoudingen en bijgevolg zijn ze op handelen gericht. Elke politieke ideologie heeft de ambitie sociaal te interveniëren (decision making) of zo’n interventie te verhinderen (non-decision making). Deze toekomstgerichtheid vereist een sociale horizon (of sociale utopie) die het resultaat belooft te zijn van dat politieke project.
Elke politieke ideologie houdt dus de belofte in dat ze, met de realisatie van haar project, een eind zal maken aan de politiek. Het was Friedrich Engels die de stelling van Claude Henri de Saint-Simon overnam dat het heersen over mensen in de klassenloze maatschappij – de sociale horizon van het socialistische project – plaats zal maken voor het beheer van zaken. “Goed bestuur”, zeggen we vandaag. En het was de Italiaanse nationalist Giuseppe Mazzini (1805-1872) die stelde dat, als elke natie, separaat en distinct, een volwaardige organische eenheid zal zijn, er geen reden meer is voor onderling conflict. Macht en geweld zijn nodig om de oude orde aan de kant te zetten, maar eens de wereld volgens de nationalistische doctrine van één taal, één volk en één natie geordend zal zijn, wordt oorlog overbodig. [9]
Elk politiek project belooft dat, met de volledige realisatie van haar utopie, politiek overbodig wordt. Het is in die geest van het einde der tijden en het laatste oordeel dat Fukuyama de superioriteit van de liberaal-democratische staatsordening en van het kapitalistisch economisch systeem als bewezen proclameert. Nochtans was zijn these onder meer op feitelijke onjuistheden gebaseerd. Niet het liberalisme ‘pur sang’ had de Koude Oorlog overleefd, maar een gemengd model dat het laisser-fairebeginsel van de vrije markt compenseert door staatstussenkomst, regulatie en herverdeling. In de moderne geschiedenis heeft er nooit een volledig vrije markt bestaan, en dit geldt zelfs voor die landen waar het politieke liberalisme op dat moment hoogtij vierde: het Amerika van Reagan en Bush Senior en het Engeland van Thatcher en Major. Alle sterke, geïndustrialiseerde landen zijn sterk geworden door een mix van laisser faire en staatsinterventie. Ook hier zien we dat het principe van de vrije markt op gespannen voet staat met de democratie: de markt genereert ongelijkheid, die vervolgens door staatsinterventie gecompenseerd wordt. Op dat punt is er geen finale, rationele consensus mogelijk. Het economisch liberalisme is een moderne theorie van de ongelijkheid, zoals de vertegenwoordigende democratie een moderne theorie van de gelijkheid is. Het dispuut over de juiste verhouding tussen markt en staat is inherent aan de liberaal-democratische samenleving. [10]
Wat een radicale democratie à la Laclau en Mouffe onderscheidt van de moderne politieke projecten, is dat ze niet van een realiseerbare telos uitgaat, maar van het besef dat elk sociaal project onvolmaakt en conflictueel zal blijven. Het streven naar een volledig democratische maatschappij, waarin alle mensen volledig vrij zijn omdat ze volledig gelijk zijn, en vice versa, veronderstelt een volledige transparantie. Het veronderstelt een samenleving zonder spanningen en repressie, die dus alle conflicten onderdrukt. [11] Zo’n harmonieuze democratie zou een totalitaire nachtmerrie zijn. Bij Laclau en Mouffe wordt de mogelijkheid om het finale doel te realiseren verlaten, zelfs als louter regulatief idee. Er is trouwens geen reden om dat te betreuren. Integendeel, het is de garantie dat het democratisch-pluralistisch proces aan de gang blijft. Het is door de liberale rechten samen met volkssoevereiniteit te articuleren, dat we vermijden dat de democratie tiranniek wordt. Een ideale, vrije en gelijke democratische samenleving is er noodzakelijk een zonder pluralisme, want pluralisme veronderstelt dat de sociale orde en haar machtsrelaties kunnen worden gecontesteerd. Een samenleving zonder machtsrelaties (het einde van de politiek) is evenmin mogelijk, want het zijn precies de machtsrelaties die de sociale orde constitueren. Laclau en Mouffe vertrekken dus van een niet-reduceerbare, pluralistische sociale orde; en dit betekent dat de finale sociale orde nooit bereikt wordt. Niet alleen de individuen verkeren in de onmogelijkheid om hun identiteiten te finaliseren; ook de samenleving als zodanig is nooit af.
Politiek zonder ware tegenstanders
Dit plurale en onvoltooibare van elke samenleving wordt door de consensuspolitiek van het centrum verdoezeld; en het is tegen die achtergrond dat we volgens Chantal Mouffe het succes van rechts-populistische partijen kunnen begrijpen. In nagenoeg dezelfde periode waarin het VB in Vlaanderen opgang maakt, bewegen de traditionele partijen naar het centrum, en claimen daar de zogenaamde Derde Weg. Toen New Labour op 1 mei 1997 de Britse verkiezingen won, nam het toenmalige BRTN-journaal de proef op de som. Het vroeg de partijvoorzitters van de drie grootste Vlaamse partijen, onafhankelijk van elkaar, om commentaar te geven bij deze gebeurtenis. Eén voor één verklaarden ze op dezelfde lijn te zitten als Tony Blair: de christen-democraten vonden dat ze altijd al de gulden middenweg van Blair hadden bewandeld; de liberalen zegden dat zij, net als Blair, de grote politieke vernieuwers van hun generatie waren; en de sociaal-democraten zagen in de verkiezingsoverwinning van Blair een bevestiging van de vernieuwingsbeweging in heel de Europese sociaal-democratie.
De ideologische tegenstellingen tussen de gevestigde partijen is in de loop van het laatste decennium alsmaar kleiner geworden, waardoor het steeds moeilijker is om partijen en politici in hun optreden en standpunten te onderscheiden. Ideologische beginselen boeten aan belang in, terwijl politiek pragmatisme en consensuspolitiek op de voorgrond treden. In de consensuspolitiek van het centrum, zegt ook de Sloveense filosoof Slavoj Zizek, moet elke fundamentele belangentegenstelling plaats ruimen voor een vrijmoedig geloof in een politiek zonder ware tegenstanders, en zonder enige subversiviteit. [12] Eens beyond left and right lossen sociale tegenstellingen vanzelf op en bieden er zich politieke oplossingen aan die kennelijk voor iedereen goed zijn. Bij gebrek aan een reële politieke strijd, onderscheiden politieke partijen zich enkel nog door culturele attitudes. De politieke strijd wordt herleid tot een belangencompetitie op neutraal terrein, met als enige doel het bereiken van compromissen en het aggregeren van voorkeuren. Om fundamentele belangenconflicten te omzeilen, weigert men om duidelijke politieke grenzen te trekken. Daarmee wordt de integratieve rol van conflict in de moderne democratie genegeerd. [13]
Want het specifieke van een democratie schuilt niet zozeer in haar formele procedures – zoals verkiezingen of de parlementaire stemrondes – maar in haar erkenning van de legitimiteit van sociaal conflict, en haar afwijzing van de autoritaire onderdrukking ervan. [14] Democratie is meer dan een populariteitspoll. Wat een samenleving werkelijk democratisch maakt, is dat ze plaats ruimt voor de expressie van conflicterende belangen en waarden; of anders gezegd, dat zij de voorwaarden schept die antagonistische confrontatie mogelijk maken. Alleen dan leeft die democratie. Het onvermogen om dat in te zien, zegt Mouffe, is zonder meer de belangrijkste tekortkoming van de consensuspolitiek. De reële keuzemogelijkheid die een democratie haar burgers behoort te bieden, is als gevolg van het sacraliseren van de consensus in feite verdwenen. Daardoor kunnen belangrijke politieke sentimenten niet meer worden uitgedrukt binnen het democratische systeem. Naast de nieuwe liberale orde is er geen plaats voor een debat over mogelijke alternatieven; er is geen ruimte voor andere identificatiemodellen waarrond mensen kunnen worden gemobiliseerd. En daardoor winnen andere vormen van politieke identificatie terrein: vormen die met de democratie nauwelijks verzoenbaar zijn – zoals rechts-extremisme en religieus fundamentalisme. [15] Het succes van populistisch rechts, zegt Zizek, is de prijs die de linkerzijde betaalt voor het verloochenen van elk radicaal politiek project en voor het aanvaarden van het kapitalisme als een fait accompli. [16]
Dienen we de kritiek van Chantal Mouffe op te vatten als een ultieme oproep om het cordon sanitaire in Vlaanderen dan toch maar op te doeken? Dat valt te betwijfelen. Waar het Mouffe om te doen is, is laten zien wat het ons heeft opgeleverd, om daaruit conclusies te trekken. Het probleem is overigens niet dat mensen uit zijn op conflict omwille van het conflict. Het probleem is dat, door het gebrek aan een sociale horizon, bepaalde sentimenten geen uitdrukking vinden binnen het democratisch spectrum. Deze sentimenten moeten democratisch gemobiliseerd worden; en daarvoor moeten de democratische partijen een sociale horizon projecteren die mensen uitzicht biedt op een andere en betere toekomst.
De opkomst van extreem-rechts heeft voor Mouffe dus in eerste instantie te maken met het gebrek aan hoop dat het democratisch systeem ons vandaag biedt. Als mensen niet langer geïnteresseerd zijn in politiek, of hun toevlucht nemen tot intolerante en fundamentalistische groeperingen, dan komt dat in hoofdzaak omdat de democratische partijen hen te weinig solide alternatieven bieden. Het liberale consensusdenken verhindert dat we de rol van non-rationele factoren – zoals sentimenten, dromen, passie, fantasie, verlangen, ontgoocheling en hoop – goed begrijpen. Mouffe beschouwt deze individueel verankerde motivaties als een drijvende politieke kracht. “I had a dream”, zei Martin Luther King. Hij zei niet dat hij een oplossing had bedacht, een rationele consensus die het conflict van de baan zou helpen. Rationalisme is altijd ook een obstakel om de conflictuele aard van de politiek te begrijpen.
De Amerikaanse socioloog Immanuel Wallerstein vroeg zich ooit af waarom de armen het tolereren dat de rijken rijker worden, terwijl zijzelf armer worden. [17] Volgens hem hebben zij dat de voorbije twee eeuwen voornamelijk getolereerd omdat zij geloofden dat er hoop was, en omdat zij verwachtten dat hun situatie zou verbeteren, dankzij politieke mechanismen zoals de sociaal-democratie en de welvaartsstaat. Maar hoop is niet alleen wat de armen nodig hebben. Hoop is altijd verbonden met iets wat afwezig is, en die absentie is iets wat we allemaal, in een of andere vorm, ervaren.
De notie van hoop is bij Chantal Mouffe verbonden met die van menselijke emancipatie. Als we ons als mens beknot voelen in onze potentiële ontwikkeling, creëren we een soort toekomstbeeld waarin we die limitaties overstijgen. In een situatie van radicale wanorde en machtswillekeur, bijvoorbeeld, wordt de voorstelling van een ordelijke maatschappij een sociale utopie. Zo’n denkbeeld, waaruit we hoop putten, geeft richting aan ons streven. Hoop is wat onze sociale horizon voedt. Die hoop is onuitroeibaar; maar zij kan op verschillende manieren en in verschillende richtingen gemobiliseerd worden. Wanneer de democratie er zelf geen ruimte voor schept, door fundamentele dissensus toe te laten, dan zal zij zich uiten op een negatieve manier: als een proteststem bijvoorbeeld, een stem tégen de afwezigheid van hoop.
Het verwaarlozen van de antagonistische dimensie in de politiek, zorgt ervoor dat die hoop zich naar de rand van het politieke spectrum verplaatst. Dat is de belangrijkste oorzaak van de opkomst van extremistische groeperingen. En dit lijkt meteen ook de kern van Mouffes boodschap. De aantrekkingkracht van extreem-rechts is dat het wél een sociale horizon biedt, terwijl de gevestigde partijen doen alsof er geen fundamenteel alternatief mogelijk is. Maar omdat de sociale horizon van extreem-rechts geen plaats voor pluralisme biedt, bedreigt zij de liberale democratie en biedt zij ook geen ‘hoop’ in de ware zin van het woord – de zin die Mouffe eraan geeft. Mouffe ziet in de huidige politieke situatie een democratisch deficit: een samenleving die verstoken blijft van een dynamisch democratisch leven, met reële confrontaties rond een diversiteit van effectieve alternatieven, legt het terrein voor andere vormen van identificatie rond etnische, religieuze, nationalistische en soortgelijke problematische claims; claims waarmee het democratisch systeem uiteindelijk slecht gediend is. [18]
Noten
1 Zie Jan Blommaert, Blokspraak, in: De Witte Raaf nr. 114, maart-april 2005, pp. 1-3.
2 Ellen M. Wood, The Retreat from Class: the New ‘True Socialism’, London, Verso, 1986, p. 4.
3 Ernesto Laclau & Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics, London, Verso, 1985, p. 192.
4 Chantal Mouffe, Radical Democracy or Liberal Democracy, in: Socialist Review, vol. 20 (2), 1990, pp. 58-59.
5 Laclau & Mouffe, op. cit. (noot 3), p. 125.
6 David Howarth & Yannis Stavrakakis, Discourse Theory and Political Analysis, in: David Howarth, Aletta J. Noval & Yannis Stavrakakis (red.), Discourse Theory and Political Analysis: Identities, Hegemonies and Social Change, Manchester, Manchester University Press, 2000, p. 10.
7 David Howarth, Discourse Theory and Political Analysis, in: Elinor Scarbrough & Eric Tanenbaum (red.),Research Strategies in the Social Sciences: a Guide to New Approaches, Oxford, Oxford University Press, 1998, p. 276; Howarth & Stavrakakis, op. cit. (noot 6), p. 11.
8 Francis Fukuyama, Het einde van de geschiedenis en de laatste mens, Amsterdam, Contact, 1992.
9 Peter J. Taylor, Political Geography: World-Economy, Nation-State and Locality, Harlow, Longman Scientific & Technical, 1993, p. 206.
10 Siep Stuurman, Het begin van de toekomst, in: Vrij Nederland, 9 oktober 1999.
11 Jacob Torfing, New Theories of Discourse: Laclau, Mouffe and Zizek, Oxford, Blackwell, 1999, p. 258.
12 Slavoj Zizek, Wat is het fijn om tegen Haider te zijn, in: Nieuw Wereldtijdschrift, vol. 17 (3), april 2000, pp. 43-45.
13 Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, London, Verso, 2000, pp. 113-116.
14 Chantal Mouffe, The Radical Centre: a Politics Without Adversary, in: Soundings, nr. 9, zomer 1998, p. 13.
15 Chantal Mouffe, 10 Years of False Starts, in: New Times, 9 november 1999.
16 Zizek, op. cit. (noot 12), pp. 43-45.
17 Immanuel Wallerstein, geciteerd in: Bart Tromp, Het systeem kraakt, in: De Groene Amsterdammer, 3 december 1997.
18 Chantal Mouffe, op. cit. (noot 14), p. 13.
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Basteln an der neuen rechten Weltanschauung
Basteln an der neuen rechten Weltanschauung
Die Partei «Alternative für Deutschland» ist auf dem Vormarsch. Fortschritte macht auch der weltanschauliche Überbau.
«Klassiker der Ästhetik»: So lautet die Lehrveranstaltung des Philosophiedozenten Marc Jongen (Foto) an der Staatlichen Hochschule für Gestaltung (HfG) Karlsruhe im Wintersemester 2015/16. «Im Seminar werden klassische philosophische Texte, die für das Verständnis der Ästhetik wesentlich sind, gelesen und diskutiert», steht in der Ankündigung. Ein akademischer Feingeist? Nicht nur; er kann auch anders. Flüchtlinge sieht er als eine Art Naturkatastrophe, als «schrankenlose Überschwemmung mit Menschen, die auf die lange Dauer nicht integrierbar sind, weil sie einfach zu viele sind und zu fremd». Wer das anders sieht, den bezichtigt er wahlweise einer «überzogen humanitaristischen Moral» oder einer «Hypermoral».
Nachzulesen ist dies in einem Interview mit Marc Jongen in der «NZZ am Sonntag». Dort ruft er auch zu Wehrhaftigkeit auf: «Wir müssen, um als europäische Staaten und Völker zu überleben, deutlich nüchterner, realistischer und auch wehrhafter werden». Denn: «Wenn unsere Vorväter dieses Territorium nicht leidenschaftlich und wenn nötig auch mit Gewalt verteidigt hätten, würden wir jetzt nicht hier sitzen und uns in unserer Sprache unterhalten». So kann man deutsche Geschichte auch interpretieren, wenn man der Wahrheit nur genügend Gewalt antut.
«Thymotische Unterversorgung»
Gewalt, Wut und Zorn sind ohnehin Schlüsselbegriffe in der Welt des Marc Jongen. «Wir pflegen kaum noch die thymotischen Tugenden, die einst als die männlichen bezeichnet wurden», doziert der Philosoph, weil «unsere konsumistische Gesellschaft erotozentrisch ausgerichtet» sei. Für die in klassischer griechischer Philosophie weniger bewanderten Leserinnen und Leser: Platon unterscheidet zwischen den drei «Seelenfakultäten» Eros (Begehren), Logos (Verstand) und Thymos (Lebenskraft, Mut, mit den Affekten Wut und Zorn). Jongen spricht gelegentlich auch von einer «thymotischen Unterversorgung» in Deutschland. Es fehle dem Land an Zorn und Wut, und deshalb mangle es unserer Kultur auch an Wehrhaftigkeit gegenüber anderen Kulturen und Ideologien.
Der in der Schweiz noch wenig bekannte Marc Jongen gehört zur intellektuellen Abteilung der Rechtspartei «Alternative für Deutschland». Die AfD galt ja in ihrer Gründungszeit bis zur Parteispaltung Mitte 2015 als «Professorenpartei» und geizte auch im jüngsten Wahlkampf nicht mit akademischen Titeln auf Plakaten. Als akademischer Mitarbeiter an der Hochschule für Gestaltung Karlsruhe diente Jongen lange Jahre als Assistent des bekannten Philosophen und früheren Rektors Peter Sloterdijk, der sich allerdings mittlerweile deutlich von den politischen Ansichten seines Mitarbeiters distanziert (mehr zum Verhältnis Jongens zu Sloterdijk findet sich in einem Beitrag der Online-Plattform «Telepolis»). In der AfD ist Jongen Vize-Landesvorsitzender in Baden-Württemberg und Mitglied der AfD-Bundesprogrammkommission. Er schreibt an einem Papier, das die weltanschauliche Marschrichtung der Partei skizzieren soll.
«Gefilde abseits der Vernunft»
Der Mann hat also das Potenzial, innerhalb der seit den März-Wahlen in drei deutschen Bundesländern sehr erfolgreichen Partei eine zentrale Rolle zu spielen. Da muss es interessieren, wes Geistes Kind er ist. Jongen gehört nicht zu den Lauten in der Partei, er argumentiert lieber mit Platon und anderen philosophischen Grössen; da kennt er sich aus. Aber er war eben im vergangenen Jahr auch am Sturz von Bernd Lucke beteiligt, des verhältnismässig liberalen Parteivorsitzenden. Damit hat er den populistischen, nationalromantischen bis rechtsradikal-völkischen Kräften innerhalb der AfD zum Durchbruch verholfen.
Auffallend ist, wie stark sich Jongen mit reaktionären philosophischen Konzepten beschäftigt. Die «Frankfurter Allgemeine Zeitung» findet in einer lesenswerten Analyse, bei ihm schimmere eine Fundamentalkritik der Moderne durch: «Der Philosoph bezieht sich jedenfalls vorwiegend auf Denker, die in diesem Ruf stehen: Friedrich Nietzsche, Oswald Spengler, Martin Heidegger und einen Vordenker der ‘konservativen Revolution’ wie Carl Schmitt, der zunächst von seinem Schreibtisch aus die Weimarer Republik zu sabotieren suchte und dann nach der Machtergreifung ebenso wie Heidegger dienstfertig dem Nationalsozialismus zuarbeitete. Gemeinsam ist diesen Denkern, dass sie von der Vernunft und republikanischer Mässigung wenig hielten, sondern mehr von scharfen historischen Brüchen. Sie operierten vorwiegend in geistigen Gefilden abseits der Vernunft, in Ausnahmezuständen und Seinsordnungen, Freund-Feind-Schemata und dionysischen Rauschzuständen.»
Gegen Gleichstellung der Geschlechter
«Die Zeit» macht darauf aufmerksam, dass der AfD-Landesparteitag Baden-Württemberg unter der Federführung Jongens die Gleichstellung der Geschlechter mit der Begründung abgelehnt habe, man wisse sich dabei «mit den ethischen Grundsätzen der grossen Weltreligionen einig». Die dürften nicht «auf dem Altar der pseudowissenschaftlichen Gender-Ideologie» geopfert werden. Dies ist eine für einen philosophisch Gebildeten recht abenteuerliche Argumentation. Denn damit wird den Weltreligionen im Umkehrschluss eine wissenschaftliche Grundlage zugebilligt.
Die Mitgliedschaft Marc Jongens in der AfD hat, wenig erstaunlich, auch zu einigen Turbulenzen an der Hochschule für Gestaltung geführt. Der neue Rektor, Siegfried Zielinski, hat Jongen alle Leitungsfunktionen entzogen und ihn auch als Herausgeber der Schriftenreihe «HfG-Forschung» abgesetzt. Das ist demokratiepolitisch heikel und kann als Beschneidung der Meinungsäusserungsfreiheit interpretiert werden. Rektor Zielinski hat jedoch in einer bemerkenswerten Medieninformation vom 24. Februar 2016 seinen Schritt sauber begründet. Solange «die Partei, in der Jongen politisch engagiert ist, zu den legalen politischen Formationen gehört, geniesst er denselben Schutz wie alle anderen Hochschulangehörigen». Das Rektorat sei «indessen nicht für die personellen Konstellationen der Vergangenheit verantwortlich» und müsse sie deshalb nicht so belassen wie bisher.
«Wer denkt, ist nicht wütend»
Die Medieninformation wurde unter dem Titel «Wer denkt, ist nicht wütend» veröffentlicht, ein Zitat von Theodor W. Adorno. Es spielt an auf den von Jongen so oft bemühten und oben erwähnten Thymos (Wut, Zorn). Das Dokument ist auch deshalb eindrücklich, weil es präzis die Aufgabe einer Kunsthochschule beschreibt:
«Kunsthochschulen haben die Aufgabe, werdenden Intellektuellen, Künstlerinnen und Künstlern sowie Gestalterinnen und Gestaltern einen optimalen, anregenden, ihr Wissen und ihre Begabungen fördernden Freiraum zu organisieren. Das ist eine von Grund auf positive Herausforderung und Bestimmung. Eine Ideologie, die prinzipiell in der Verneinung eine Alternative sieht und aus der Perspektive der Verachtung handelt, bildet einen maximalen Gegensatz zu dieser Aufgabe.
(…)
Hass, Verbitterung, radikale Enttäuschung oder Unlust am Heterogenen vertragen sich nicht mit dem positiven Überraschungsgenerator, den eine gute Kunsthochschule der Möglichkeit nach darstellt.
(…)
Der neue Rektor folge «in seiner Arbeit einer Logik der Mannigfaltigkeit, der unbegrenzten Vielheit. (…) Als wichtigsten Impuls enthält eine Logik der Mannigfaltigkeit die uneingeschränkte Achtung vor dem Anderen, vor dem, was nicht mit uns identisch ist.»
(…)
«Die veröffentlichte Debatte um die Mitgliedschaft eines akademischen Mitarbeiters einer universitären Einrichtung des Landes Baden-Württemberg in der durch den Staat zugelassenen politischen Partei AfD schadet der HfG Karlsruhe als einer Einrichtung, die von kritischem Engagement, Gastfreundschaft, Erfindungsreichtum, Neugier und Toleranz getragen ist.»
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dimanche, 22 mai 2016
'A vibrant democracy needs agonistic confrontation'
'A vibrant democracy needs agonistic confrontation'
An interview with Chantal Mouffe
Chantal Mouffe is a Belgian political theorist well known for her conception of radical and agonistic democracy. She is currently Professor of Political Theory at Westminster University where she also directs the Centre for the Study of Democracy. Her books include On the Political (2005), Democratic Paradox (2000) the Return of the Political (1993), Agonistics (2013) and Hegemony and Socialist Strategy co-authored with Ernesto Laclau (1985). She spoke to Biljana Đorđević and Julija Sardelić in May 2013 whilst at the Subversive Forum in Zagreb.
Đorđević: So maybe it's best to start with a preview before the talk you will give tomorrow. As far as I understand you'll be challenging the interpretation of protest movements - Occupy movement - as horizontal practices of democracy and you will be offering that it should be read as agonistic practising democracy. What is the key difference between these horizontal conceptualizations of democracy and agonistic democracy?
Mouffe: Well, you can’t really make that level. What I am going to discuss is those protests as seen from different points of view as expression either of rejection of representative democracy or the beginning of or a call for non-representative form of democracy, basically called sometimes presentist or horizonal form of democracy. That's for instance the common interpretation, which we find in the work of people who are influenced by Hardt and Negri’s strategy of what I call ‘withdrawal from’ or strategy that they themselves call ‘exodus’ which is their main view of envisaging radical politics. This is the strategy of the Indignados in Spain or Occupy Movement, as the protesters say, "we don't want anything to do with parties, with trade unions, with existing institutions because they can't be transformed. We need to assemble and organise new forms of life. We should try democracy in presence, in act." The strategy that I oppose to that of ‘withdrawal from’ is a strategy that I call ‘engagement with’ – it engages with the existing institutions in order to transform them. The strategy of exodus declares: “ We don't want anything to do with the system, we are going to construct a completely different form of democracy outside the parties, outside the representation." I am going to read those protests from the point of view of the conception of agonism, which I presented in my book On the Political. So my line is the following. Of course those movements are an expression of crisis of representative democracy but the question we need to ask is: Is it a crisis of representative democracy that means that representative democracy in whatever form cannot work or is it a crisis of the way representative democracy exists at the moment? In my view the problem is not representative democracy per se but the way it exists at the moment, and the problem is that it is not agonistic enough. Because my view is that a vibrant democracy needs to have the possibility for an agonistic confrontation between different points of view and in On the Political what I argue is that the problem with our post-political societies is that there is no difference basically between the centre-right and the centre-left. So there is nobody offering an alternative to neo-liberal globalisation. So it's the lack of agonism, which is the origin of the crisis of representative democracy today. And the solution is not simply to abandon representative democracy but to transform it and to make it really agonistic. And I think these movements are a symptom of this lack of an agonistic debate and this is why one of the mottos of these movements is “we have a vote but we don't have a voice.” And to give a voice is to allow for an agonistic debate.
Sardelić: We have been witnessing new protest movements in the post-Yugoslav region, you’re probably familiar with the recent protests in Slovenia and also on-going protest movements for free education in many other post-Yugoslav states. Can these protests be understood under your notion of agonistic democracy and are they substantially different from movements such as Occupy?
Mouffe: Well I think that what is common across all the differences is that they point to the lack of an agonistic democracy. The problem here is the hegemony of neoliberalism. It is so total that it has imposed the view that there is no alternative. Mrs Thatcher used to be called TINA because she kept repeating, “There is no alternative” and of course this is why some social democratic and labour parties have accepted neoliberal hegemony. For instance, the imposition of the neoliberal model is particularly important in the field of education because, instead of accepting before that the state has the obligation to provide free education, students are now seen as consumers. Education is not a public service, it is a product, you sell that to the students. The relation between the teacher and the students is completely transformed. One of the speakers here was saying that in the United States 60% of the students are already in debt when they enter their studies. This is why they have these movements for free and better education but that is a consequence of the fact that neoliberalism challenges the view that education is a public service that the state needs to provide. And again the problem is that this view has been accepted also by social democratic parties. There is a consensus between centre-right and centre-left parties whose consequence is a lack of possibility for people to choose between alternatives. So the only way they can manifest their voice is through these protest movements because there are no real political channels other than protests.
Sardelić: So you see the protests in Slovenia in this line as well?
Mouffe: Yes. I think it's definitely an expression of a lack of an agonistic democracy that will offer alternatives to neoliberal globalisation.
Đorđević: How do we evade turning agonism into antagonism, which is something of a burden for this region? Because if there is something we had here and we still have are these deep disagreements but at the same time we lack political openness (of the political field) that agonism entails.
Mouffe: In this region there are still forms of antagonism but these are more to do with the question of nationalities, ethnicities. In Bosnia or Kosovo there is no agreement among the different ethnic communities on how to live together but that is a problem, which is completely different from the problem that we were mentioning before about movement for free education and things like that. So I think I will ask the reverse: those antagonisms exist, how can they be transformed into agonism, so that people will accept to live together and be citizens of the political community? So it's not a move from agonism to antagonism because I don't think that at the moment we really have agonism at that level. Where do you see that there is agonism today?
Đorđević: I had in mind those theorists that used the concept of agonism in transitional justice, talking about agonistic reconciliation for divided societes. What you think about these attempts to appropriate agonism for reconciliation?
Mouffe: My view is that what democracy should try to do is to create the institutions which allows for conflict - when it emerges - to take an agonistic form, a form of adversarial confrontation instead of antagonism between enemies. But when antagonisms already exist to transform them is of course is much more difficult but it's not impossible and I think one of the good examples is Northern Ireland. Because in Northern Ireland we had for a long time an antagonistic conflict between Protestants and Catholics. They were treating each other as enemies. Now since the Good Friday Agreement and with the institutions that have been created there is no more antagonism, there is an agonism. It doesn't mean that these people agree, they do disagree but they disagree in a way that they no longer see the other community as an enemy to be destroyed. They say, “We need to find a way to live together” so I think this is where this idea of agonism is important for these kind of situations. I can think of another case where the same thing should happen - but we are very far from the solution there - Palestine and Israel. Obviously we can never imagine that the Palestinians and Israelis are going to agree but it will be a very important step that instead of having this antagonistic relationship there will be an agonistic one in that they will accept each other, and of course this is mainly on the part of the Israelis. Of course we also need the Palestinians to recognise the right of Israel to exist but it should also be on the part of Israel to create a condition for the Palestinians to have a real state. So this is where the idea of the agonistic perspective is important because it allows us to imagine how can we in a situation of antagonism create some form of life in common. The question is what is the aim in the resolution of such conflicts. Some people will say that the aim is to create a consensus but this is not possible because the demands are incompatible. What is possible is for that confrontation to take a form that is agonistic which would mean that there is a possibility of life in common. Total rational reconciliation is not possible but that is the agonistic perspective - there are antagonistic conflicts that can't be solved rationally but those conflicts could take an agonistic form. The problem of Northern Ireland is not completely solved but things have changed a lot between ten years ago and now and I think this should be the aim of such processes.
Sardelić: In your work you contemplate about the rise of the right-wing populist parties where you claim - and I’m quoting you here “this is a consequence of a post-political consensus and a lack of an effective democratic debate.” We can see this rising populism here in the post-Yugoslav space, but also in the wider Europe right-wing populist parties and protest movements on the right are expanding. They also claim that they speak in the name of the people. You say we should avoid the moralistic approach in theorizing these right wing movements, but since many in these movements say that some groups should be extinguished and so on, can these movements really contribute to agonism? How can we include them into agonism?
Mouffe: Well you can address this question at two levels. One, and that needs to be posed, what are the limits of the agonistic debate? Because I'm not saying that all the demands should be part of the agonistic debate. My argument is that we need a conflictual consensus for democracy to exist. There needs to be some form of consensus but the consensus is on what I call ‘the ethical-political principles’, the values that we are going to accept in order to organise our coexistence: liberty and equality for all. But those values are going to be interpreted differently according to different perspectives. Another thing that is particularly important is who is part of this. Are the immigrants part of this? This is the main problem in deciding whether to accept right-wing populism or not. Some people argue that those parties cannot be part of the democratic politics, they should not have the right to contest in elections, they should not have the right to have people elected because as they say in France they are not ‘Republican’ parties. Some people, a few years ago viewed the Front National of Jean-Marie Le Pen as a party that should be outlawed. I personally believe that it’s really a question of borderline because in general these right-wing populist parties do not contest that liberty and equality should be the main values, the main problem is the way they understand "for all" from which the immigrants are not part. Such parties should be accepted into the agonistic debate because you can't really say that they are totally outside. They've got an interpretation of the common ethico-political values that we don't like and of course we want to fight that interpretation but we are going to fight it within the agonistic debate. But there are other parties such as Golden Dawn in Greece that I think should not be able to contest in elections because this is clearly a neo-Nazi party. There is a difference between neo-Nazi parties and right-wing populist ones and I think that those parties should not be part of agonistic debate. They are enemies, not adversaries. That does not mean of course that we should eliminate them. It means that they don't have the right to present candidates and be elected in Parliament. In my view the best way to fight against right-wing populism is to deliver what I call left-wing populism. To create another form of the idea of the people, a people constructed in a different way. A good example of that is the party of Jean-Luc Mélenchon in France - le Parti de Gauche that is part of the Front de gauche. It is a populist movement because they also want to create people. I think that there is a necessary populist dimension in democracy and we should not use populism only in a negative sense because in democracy there is always the aim of constructing a people, a collective will. But of course this collective will, this people, can be constructed in different ways according to how you define the adversary. For instance, Marine Le Pen defines the adversary in terms of the immigrants and mainly the Muslims; they are the people to be excluded. Jean-Luc Mélenchon, on the contrary, is also constructing a people but a people, which includes the Muslims and immigrants and for him the adversary of these people is the big transnational corporations, the financial system and all the things that are the pillars of a neoliberalism. This is the only way to really fight the right-wing populism by constructing a different people.
Đorđević: There are some voices that are criticizing the agonistic approach as too soft on capitalism, and that in its emphasising the autonomy of the political it neglects a bit this economic dimension. What would actually be this agonistic take on wealth and inequalities and power relations that these wealth and inequalities produce? Or to rephrase: is 1% an enemy or an adversary?
Mouffe: I think that criticizing an agonistic perspective for not being critical enough of capitalism is basically a difference of strategy and again this is where the strategy of ‘engagement with’ or, using a term of Gramsci - ‘a war of position’ - is what is the one I propose. I imagine that the person that you have in mind is Slavoj Žižek because he's the one who is criticising the agonistic approach for being a liberal one. But his position is a rhetorical revolutionary one which does not propose any strategy. We want the end of capitalism, sure, but how are we going to do it, with whom? It's very rhetorical to say: the end of capitalism. I think the question is to engage with existing institutions, and this requires a long process. Some people still would say we need a revolution like the Soviet revolution. If we are to learn something from the experience, the tragic experience of really existing socialism, is precisely that this strategy of making a complete new start doesn’t work. You can't just end a society in one move and start from scratch - it’s not possible. It’s only possible by using terror. ‘A war of position’ is better strategy; we need to target specific institutions in order to transform them. For me at the moment the most important task is to end the hegemony of neoliberalism and of financial capitalism. Of course that's not going to be the end of capitalism. The aim is to create a society that will not be submitted to the logic of the market. They might still remain some sectors which are going to be organised by capitalists but the main society will not be one in which the market controls everything. But that cannot be done one day. There are of course proposals in the line of Hardt and Negri who believe that the development of the self-organisation of the multitude is going to make capitalism completely irrelevant. They accept that it is going to be a process and they do not advocate any kind of Jacobin form of revolution but they believe that the state will disappear and I don't believe that. Some of those experiences of new forms of living are important but they are not enough. The power of capitalism is not going to disappear because we have a multitude of self-organizing outside the existing institutions. We need to engage with those institutions in order to transform them profoundly. I saw a few years ago a film called Was tun? (What is to be done). It was about the anti-globalization movement and the role of Hardt and Negri’s strategy. At the end of the film they asked them “what should we do?” And Negri answered “wait and be patient” and Hart answered “follow your desire.” That’s their strategy. They believe that there is some kind of law of history that is necessarily going to lead to ‘absolute democracy’. It's very similar to the traditional Marxist view that capitalism is its own gravedigger but I don't think that's the case. Capitalism is not going to disappear simply by us being patient and waiting, we need to engage with it, and that is the strategy of agonistic engagement. It's not a total revolution, that’s not possible, it's ‘a war of position’ in order to transform the existing institutions.
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NATION? – Un retour du «romantisme politique»?
Le livre récent de Christian E. Roques , (Re)construire la communauté, a pour projet de présenter la réception du romantisme politique sous la République de Weimar par des philosophes et des penseurs politiques critiques de la modernité. Son but n'était pas de faire un travail sur la vérité des interprétations multiples qui en ont été faites, mais plutôt de voir ce que ces diverses lectures ont pu ouvrir comme perspectives politiques. L’enjeu est qu’au départ, le romantisme politique consiste en un discours en opposition à la philosophie des Lumières, qui met en question le pouvoir de la raison, et donc le pouvoir politique fondé sur l’exercice de la raison.
Genèse du romantisme politique
Le premier romantisme allemand s’organisme autour du Cercle d’Iéna, qui rassemble le théoricien de la littérature, Friedrich Schlegel, le philosophe Johann Gottlieb Fichte et des écrivains comme Ludwig Tieck, Wilhelm Heinrich Wackenroder et Novalis. Reprenant la thématique de Max Weber à propos du désenchantement du monde, le philosophe allemand Rüdiger Safranski identifie le projet romantique, dans sa globalité, comme une tentative pour ré-enchanter le monde et redécouvrir le magique, en repoussant la raison dans ses confins. Autour de 1800, le motif romantique s’inscrit dans plusieurs champs : la théologie protestante de Friedrich Schleiermacher définit ainsi la religion comme « le sens et le goût pour l’infini », et les études philologiques d’un Görres ou d’un Schlegel cherchent les racines de la langue et la vérité de l’origine dans l’Orient et l’Inde antiques. Ce désir des origines perdues s’exprime non seulement à travers des voyages spirituels dans le lointain, mais aussi dans la reconstitution d’un passé imaginaire. La Grèce de Friedrich Hölderlin illustre cette relation au passé, poétiquement condensée, et qui confronte une Antiquité mythologiquement sublimée à la réalité profane de sa propre époque :
«La vie cherches-tu, cherche-la, et jaillit et brille
Pour toi un feu divin du tréfonds de la terre,
Et frissonnant de désir te
Jettes-tu en bas dans les flammes de l’Etna.
Ainsi dissolvait dans le vin les perles l’effronterie
De la Reine ; et qu’importe ! si seulement
Tu ne l’avais pas, ta richesse, ô poète,
Sacrifiée dans la coupe écumante !
Pourtant es-tu sacré pour moi, comme la puissance de la terre,
Celle qui t’enleva, mis à mort audacieux !
Et voudrais-je suivre dans le tréfonds,
Si l’amour ne me retenait, ce héros.»
Dans un second temps, émerge le romantisme politique. Il prend racine à partir du concept de nation chez Fichte, de l’idée d’un « Etat organique » développée par Adam Müller, ainsi que dans le populisme artificiel de Ernst Moritz Arndt et de Friedrich Jahn. Il se nourrit également de la haine à l'encontre de Napoléon et des Français, transfigurée par la littérature de Heinrich von Kleist. Aussi le romantisme s’est-il éloigné de ses prémisses philosophiques. Cette prise de distance caractérisera également la littérature du romantisme tardif d’un Josef von Eichendorff et d’un E.T.A. Hoffmann.
Réceptions du romantisme : un concept polémique
Qui sont les philosophes ou les théoriciens qui, sous la République de Weimar, opposent le romantisme à ce qu’ils perçoivent comme des errements de la modernité? . Christian E. Roques distingue trois principales lectures du « romantisme politique ».
La première, de 1918 à 1925, fait immédiatement suite à l’instauration de la République weimarienne : elle met en place un discours à la recherche d’une communauté nouvelle ainsi qu’une critique de l’individualisme libéral. Le romantisme, traditionnellement identifié à un discours conservateur, a inspiré des projets communautaires d’inspiration à la fois socialistes et romantiques, cherchant à donner sens au politique après la conflagration guerrière de 1914-1918. A droite, au contraire, certaines voix comme celle du philosophe Carl Schmitt s’élèvent contre le romantisme.
La seconde lecture du « romantisme politique », de 1925 à1929, est plus apaisée : elle tente d’établir le romantisme comme fondement de la « pensée allemande ». C’est ce qui structure la pensée du philosophe et sociologue autrichien Othmar Spann tout au long des années 1920-1930. Le romantisme politique devient chez lui un discours droitier. Il met en place tout un travail philologique sur les auteurs romantiques. Quant au sociologue allemand Karl Manheim, il démontre dans sa thèse de 1925, comment le conservatisme est inhérent au romantisme. Il révèle ainsi à partir de ses travaux un nouveau rapport entre politique et savoir, ouvert sur la dimension irrationnelle de l’existence humaine.
Puis de la crise de 29 jusqu’à la veille de l’avènement du parti nazi, l’ampleur des troubles socio-économiques rend caduque le questionnement théorique sur la question de la modernité et de son dépassement, face à l’imminence de la crise politique et l’urgence de la question du « que faire ? » - qualifiée de léniniste par Christian Roques. Ainsi, si l'ancien officier de la Wehrmacht Wilhem von Schramm affirme encore l’actualité du projet romantique, c’est en proposant d’adopter la démarche de « l’ennemi bolchévique », à savoir sa méthode révolutionnaire d’enthousiasme pseudo-religieux, afin de retrouver l’esprit communautaire vécu dans les tranchées. Le théologien protestant allemand Paul Tillich ouvre dans un même temps un dialogue avec les forces « socialistes » de tout bord.
Réactiver la polémique du romantisme au XXIe siècle ?
Mais l’essentiel se situe peut-être après le moment de Weimar : en effet, ce sont les discours et les actions politiques produites pendant la République à partir de ces lectures des romantiques, qui donneront sens aux réflexions et décisions politiques après Weimar. A ce titre, l’ouvrage de Christian E. Roques s’apparente au laboratoire d’une modernité en crise. Il y expérimente, par des lectures croisées du « romantisme politique », des rencontres imprévues entre des penseurs au positionnement politique opposé. De fait, dès Weimar, le « romantisme politique » est d’abord un concept polémique pour comprendre le réel présent : c’est une sorte d’instrument de mesure des idéologies politiques actuelles, à la lumière des idéologies passées d’Etats en crise.
Dans le monde moderne, le romantisme se présente comme le correctif salutaire aux discours politiques « rationnels », dans la mesure où ses aspirations transgressives font apparaître les limites de la rationalité. C’est en cela qu’on a pu y lire une opposition aux Lumières ou du moins une réflexion sur les limites du pouvoir de la raison. Le philosophe brésilien Michael Lôwy, déclarait, en faisant référence à Marx que le romantisme était d’abord une « vision du monde » en opposition à la bourgeoisie au nom d’un passé antérieur à la civilisation bourgeoise, et qu’il perdurerait tant que cette bourgeoisie sera là, comme son contre-modèle indissociable : « On pourrait considérer le célèbre vers de Ludwig Tieck, Die mondbeglanzte Zaubernacht, « La nuit aux enchantements éclairée par la lune », comme une sorte de résumé du programme romantique » .
Finalement, le travail de Christian Roques se justifie par sa conviction que le concept romantique n’aurait rien perdu de sa force polémique dans notre propre présent : « Au regard notamment du retour en force du discours écologique (voir éco-socialiste) qui repose fondamentalement sur un appel à une approche universaliste, dépassant les égoïsmes individuels pour adopter une conception globale, il semble légitime de se demander si nous ne sommes pas à l’aube d’une nouvelle "situation romantique". » . Présenté comme alternative au discours libéral en temps de crise, le romantisme politique réapparaît aujourd’hui avec des références politiques et philosophiques qui dépassent le cadre binaire des partis politiques.
Christian E. Roques, (Re)construire la communauté : La réception du romantisme politique sous la République de Weimar, MSH, 2015, 364 p., 19 euros
À retrouver sur nonfiction.fr :
Tous les articles de la chronique Nation ?
Présentation de l'éditeur:
(sur: http://www.fabula.org )
"Le "romantisme politique" connaît un regain d'intérêt important en Allemagne sous la République de Weimar (1918-1933), au point de devenir un élément essentiel du discours politique de l'époque. Avec la "communauté", la "nation" ou le "peuple", le "romantisme" va constituer un des mots magiques autour desquels se cristallisent les débats de la vie intellectuelle weimarienne. Le présent ouvrage entreprend donc d'analyser les stratégies de discours politiques qui se structurent autour du paradigme romantique entre 1918 et 1933. À partir d'un corpus d'auteurs variés, pour certains célèbres et pour d'autres tombés dans l'oubli (Arthur Rubinstein, Carl Schmitt, Othmar Spann, Karl Mannheim, Wilhelm von Schramm, Paul Tillich), il est possible de montrer l'existence non d'une idéologie politique clairement définie, mais d'une sensibilité "romantique" qui transcende les oppositions politiques traditionnellement conçues comme imperméables (gauche/droite, conservateur/progressiste, nationaliste/universaliste, etc.) et qui se construit dans l'opposition fondamentale à l'individualisme matérialiste du "libéralisme" capitaliste."
Sommaire:
- Introduction : La république de Weimar, laboratoire d'une modernité en crise -- Romantisme, romantisme politique : l'impossible définition ? -- La généalogie du romantisme : un paradigme fantôme -- Le romantisme politique : de gauche, de droite, au-delà ? -- Pour une archéologie de la réception -- La rupture méthodologique -- Le problème de la téléologie : savoir historique et condamnation morale des engagements en faveur du nazisme -- Le champ discursif du "romantisme politique" : les marqueurs d'une renaissance -- Des "néoromantiques" sous la République de Weimar ? -- La redécouverte d'Adam Müller -- Le socialisme romantique : un projet démocratique post-marxiste -- Socialisme, marxisme, romantisme : affinités électives ? -- Landauer, penseur socialiste vakisch -- Les jeunesses socialistes entre romantisme et marxisme -- Une révolution sous le signe des conseils -- Faire sens du moment révolutionnaire -- Crise de la théorie marxiste -- Une nouvelle idée émerge : des soviets allemands ? -- Le conseil au coeur de la nouvelle démocratie -- Du paradis médiéval aux abysses absolutistes -- Le Moyen Âge communautaire et démocratique -- La barbarie de l'absolutisme : contrat social et souveraineté -- Crise de l'absolutisme -- Romantisme et absolutisme -- Le romantisme comme projet d'avenir -- Le romantisme, une hérédité occultée -- Une critique radicale du libéralisme -- La radiographie de l'ennemi : Carl Schmitt contre le romantisme politique -- Un livre sous influences : les racines françaises de la critique schmittienne -- Le jeune Schmitt : une position atypique entre isolement et influence étrangère -- Les inspirateurs allemands -- Les parrains français -- Le romantisme politique : l'idéologie de l'ennemi -- Romantisme : l'impossible définition ? -- Aux sources intellectuelles du romantisme -- L'essence du romantisme : l'occasionnalisme subjectivisé -- Le romantisme comme impuissance politique -- Qui est l'ennemi ? Schmitt et la crise de l'idéologie allemande -- Schmitt l'inquisiteur de Carl ? -- Continuités d'une pensée en guerre -- La mort de l'intellectuel apolitique -- L'universalisme romantique d'Othmar Spann : la réponse allemande à l'individualisme moderne -- Spann et la galaxie universaliste -- Othmar Spann, père de l'Église néoromantique -- L'école néoromantique -- "L'État véritable" et l'actualité du romantisme politique -- De l'histoire économique au projet politique -- Les éléments de la contre-offensive romantique -- Rejet nazi de l'universalisme spannien : l'enjeu romantique -- Penser l'envers de la modernité : romantisme et conservatisme chez Karl Mannheim -- Penser à la marge -- L'émigré hongrois -- Un travail scientifique entre décentrement et écriture essayistique -- Trouver sa place à l'université : la thèse de 1925 -- La naissance romantique du conservatisme -- Conservatisme et traditionalisme : de l'anthropologie à l'idéologie -- Morphologie du conservatisme allemand : à contre-courant de la modernité -- Le locus antimoderne : le romantisme aux sources du conservatisme -- Une nouvelle synthèse ? -- S'ouvrir à l'irrationnel : penser comme conservateur -- La synthèse et ses "vecteurs" : une conceptualité romantique ?
- La politique radicale de Wilhelm von Schramm : victoire du christianisme romantique -- Wilhelm von Schramm : officier, écrivain et théoricien politique -- Au coeur des réseaux du nouveau conservatisme weimarien -- La fascination du modèle russe : le bolchevisme entre émulation et terreur -- Ernst Jünger : nationalisme militaire et théorie de la guerre -- Les jeunes-conservateurs et la tradition du romantisme politique -- Le modèle soviétique -- Le projet intellectuel : aller à l'essentiel -- Théorie générale du bolchevisme -- Bolchevisme et romantisme allemand : généalogie du nouvel universalisme -- Revenir aux racines allemandes : le romantisme comme solution -- Le XIXe siècle allemand : entre mission romantique et schizophrénie nationale -- Le projet romantique et chrétien de Wilhelm von Schramm -- Mythe romantique et décision socialiste : Paul Tillich à la recherche de l'unité du politique -- La "jeune droite" et la rénovation de la social-démocratie -- Des "jeunes-socialistes" à la "jeune droite" -- La plateforme du renouveau : les Neue Blatter flir den religilisen Sozialismus -- Le projet socialiste contre le mythe romantique -- Crise et division : penser le monde moderne à l'aune du jeune Hegel -- Ontologie politique : l'homme entre origine et devenir -- Le mythe de l'origine : retour critique sur le romantisme politique -- Antinazisme ou réconciliation ? -- Le projet politique de Tillich en 1933.
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Agonistic Democracy and Radical Politics
Chantal Mouffe:
Agonistic Democracy and Radical Politics
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The political between antagonism and agonism
What is the best way to envisage democratic politics? Until a few years ago, the most fashionable model in political theory was that of ‘deliberative democracy’ defended, in different forms, by John Rawls and Jürgen Habermas. But another model, which proposes an ‘agonistic’ way of conceiving democracy, is steadily gaining influence, and I believe it is useful to examine what its representatives have in common. As I myself belong to the ‘agonistic camp’, I have chosen to highlight the differences that exist between my conception of agonism and that of a certain number of theorists who have other sources of inspiration.
I will begin by presenting the main principles of the theoretical framework that informs my reflection. I have suggested distinguishing between the political, which is linked to the dimension of antagonism present in human relations an antagonism that manifests itself politically in the construction of the friend/enemy relation and that can emerge from a large variety of social relations -, and politics, which aims to establish an order and to organise human coexistence under conditions that are marked by ‘the political’ and thus always conflictual. We find this distinction between the political and politics in the other agonistic theories, though not always with the same signification. We can in fact distinguish two opposing conceptions of what characterises ‘the political’. There are those for whom the political refers to a space of liberty and common action, while others view it as a site of conflict and antagonism. It is from this second perspective that my work proceeds, and I will demonstrate how it is on this point that the fundamental divergence between the different agonistic theories rests.
Politics and antagonism
One of the principal theses that I have defended in my work is that properly political questions always involve decisions which require a choice between alternatives that are undecidable from a strictly rational point of view. This is something the liberal theory cannot admit due to the inadequate way it envisages pluralism. The liberal theory recognises that we live in a world where a multiplicity of perspectives and values coexist and, for reasons it believes to be empirical, accepts that it is impossible for each of us to adopt them all. But it imagines that these perspectives and values, brought together, constitute a harmonious and non-conflictual ensemble. This type of thought is therefore incapable of accounting for the necessarily conflictual nature of pluralism, which stems from the impossibility of reconciling all points of view, and it is what leads it to negate the political in its antagonistic dimension.
I myself argue that only by taking account of the political in its dimension of antagonism can one grasp the challenge democratic politics must face. Public life will never be able to dispense with antagonism for it concerns public action and the formation of collective identities. It attempts to constitute a ‘we’ in a context of diversity and conflict. Yet, in order to constitute a ‘we’, one must distinguish it from a ‘they’. Consequently, the crucial question of democratic politics is not to reach a consensus without exclusion which would amount to creating a ‘we’ without a corollary ‘they’ but to manage to establish the we/they discrimination in a manner compatible with pluralism.
According to the ‘agonistic pluralism’ model that I developed in The Democratic Paradox (London: Verso, 2000) and On the Political (London: Routledge, 2005), pluralist democracy is characterised by the introduction of a distinction between the categories of enemy and adversary. This means that within the ‘we’ that constitutes the political community, the opponent is not considered an enemy to be destroyed but an adversary whose existence is legitimate. His ideas will be fought with vigour but his right to defend them will never be questioned. The category of enemy does not disappear, however, for it remains pertinent with regard to those who, by questioning the very principles of pluralist democracy, cannot form part of the agonistic space. With the distinction between antagonism (friend/enemy relation) and agonism (relation between adversaries) in place, we are better able to understand why the agonistic confrontation, far from representing a danger for democracy, is in reality the very condition of its existence. Of course, democracy cannot survive without certain forms of consensus, relating to adherence to the ethico-political values that constitute its principles of legitimacy, and to the institutions in which these are inscribed. But it must also enable the expression of conflict, which requires that citizens genuinely have the possibility of choosing between real alternatives.
Politics and hegemony
It is necessary at this point to introduce the category of hegemony, which will enable us to identify the nature of the agonistic struggle. To understand the political as the ever present possibility of antagonism, the absence of a final foundation and the undecidability that pervades every order must be acknowledged. It is precisely to this that the category of hegemony refers, and it indicates that every society is the product of practices that seek to institute an order in a context of contingency. Every social order is therefore hegemonic in nature, and its origin political. The social is thus constituted by sedimented hegemonic practices, that is, practices that conceal the originary acts of their contingent political institution and that appear to proceed from a natural order. This perspective reveals that every order results from the temporary and precarious articulation of contingent practices. Things could always have been different and every order is established through the exclusion of other possibilities. It is always the expression of a particular structure of power relations, and it is from here that its political character stems. Every social order that at a given moment is perceived as natural, together with the ‘common sense’ that accompanies it, is in fact the result of sedimented hegemonic practices and never the manifestation of an objectivity that one could consider external to the practices through which it was established.
What is at stake in the agonistic struggle is the very configuration of the power relations that structure a social order and the type of hegemony they construct. It is a confrontation between opposing hegemonic projects that can never be reconciled rationally. The antagonistic dimension is therefore always present but it is enacted by means of a confrontation, the procedures for which are accepted by the adversaries. The agonistic model that I propose acknowledges the contingent character of the hegemonic articulations that determine the specific configuration of a society at a given moment; as pragmatic and contingent constructions, they can always be disarticulated and transformed by the agonistic struggle. Unlike the liberal models, such an agonistic perspective takes account of the fact that every social order is politically instituted and that the ground on which hegemonic interventions occur is never neutral for always the product of previous hegemonic practices. Far from envisaging the public sphere, as for example Habermas does, as fertile ground in the search for consensus, my agonistic approach conceives it as the battlefield on which hegemonic projects confront one another, with no possibility whatsoever of a final reconciliation.
Which agonism?
My disagreement with Habermas is not surprising given that it is partly in opposition to his ‘deliberative democracy’ model that I developed my agonistic conception. But I would now like to examine the differences that exist between my approach and the one found within a certain number of conceptions that also adopt an agonistic perspective. Beyond the ‘family resemblance’ linking these conceptions, there are important points of divergence, which similar vocabulary tends to conceal.
I will begin with the case of Hannah Arendt. Arendt is often considered a representative of agonism, and her references to the Greek Agon can justify such a reading. But the conception of agonism that can be derived from her work is very different to the one I defend. Indeed, we discover in Arendt what I would call an ‘agonism without antagonism’. By this I mean that, although she insists a good deal on human plurality and conceives politics as dealing with the community and with reciprocity between different beings, she never recognises that this plurality is at the origin of antagonistic conflicts. According to Arendt, to think politically consists in developing the ability to see things from a multiplicity of perspectives. As indicated by her reference to Kant and his notion of enlarged mentality, the pluralism she advocates is finally not so different to Habermas’s, also resting as it does on the horizon of intersubjective agreement. It is clear that what she seeks in the Kantian critique of aesthetic judgement is a procedure to obtain intersubjective agreement in the public sphere. Despite the differences in their respective approaches, I therefore believe that Arendt, like Habermas, envisages the public sphere as a place where consensus can be established. Obviously, in her case, this consensus will be the result of an exchange of voices and opinions (in the Greek sense of doxa), rather than the rational Diskurs found in Habermas. As noted by Linda Zerilli in Feminism and the Abyss of Freedom (Chicago: The University of Chicago Press, 2005), while for Habermas consensus emerges through what Kant calls disputieren, an exchange of arguments bound by logical rules, for Arendt it is a matter of streiten, where agreement is produced by persuasion and not based on irrefutable proofs. But neither of the two manages to acknowledge the hegemonic nature of every form of consensus in politics or the ineradicable character of antagonism, the moment of Widerstreit, that which Lyotard calls the différend.
My conception of agonism must also be distinguished from Bonnie Honig’s, which is clearly influenced by Arendt. In her book Political Theory and the Displacement of Politics (Ithaca: Cornell University Press, 1993), Honig criticises liberal conceptions for being too consensual and she advances the emancipatory potential of political contestation, which enables established practices to be questioned. She defends a conception of politics centred on virtú, and places agonistic contestation at its heart, thanks to which citizens are able to keep open a space of debate and prevent the confrontation of positions from drawing to a close. The permanent questioning of dominant identities and ideas is central to the agonistic struggle as conceived by Honig. Thus, in an article titled “Towards an Agonistic Feminism: Hannah Arendt and the Politics of Identity” (Feminist Interpretations of Hannah Arendt, edited by Bonnie Honig, The Pennsylvania State University Press, 1995), she declares that the importance of Hannah Arendt’s work for feminists is to provide them with an agonistic politics of performativity. While acknowledging that Arendt never identified with feminism, Honig asserts that her agonistic politics of performativity is crucial for a feminist politics because it enables feminism to be envisaged as a site of contestation over the meaning, practice and politics of gender and sexuality. The appropriation of Arendt’s ideas should, according to Honig, enable feminists to understand that identities are always performative productions and to thereby question the existing positions of subject and liberate the identity of ‘woman’ from the restrictive categories in which we try to enclose it. The idea of an identity suitable for women and that would serve as a starting point for a feminist politics is replaced by a multiplicity of identities constantly produced in an agonistic space, opening the way for feminist emancipation.
We can observe that the agonistic struggle is, according to Honig, reduced to the moment of contestation. It is important for her to guarantee the expression of plurality and to prevent the closure of the questioning process. However, I myself consider that this is but one of the dimensions of the agonistic struggle, which cannot be limited to contestation. The second moment, involving the construction of new hegemonic articulations, is fundamental in politics. It is for this reason that I regard Honig’s conception of agonism as inadequate for envisaging democratic politics.
I have a similar problem with the conception of William Connolly, another theorist of agonism. Connolly is influenced by Nietzsche rather than Arendt, and he has endeavoured to render his Nietzschian conception of the Agon compatible with democratic politics. In his book Pluralism (Durham: Duke University Press, 2005) he argues for a radicalisation of democracy through the development of a new democratic ethos among citizens. He conceives this ethos as one of permanent engagement in agonistic contestation that would make all attempts to bring closure to debate impossible. The central notion of Connolly’s work is that of ‘agonistic respect’, which he presents as originating in our common existential condition, itself linked to our struggle for identity and the recognition of our finitude. Agonistic respect constitutes for him the cardinal virtue of the type of pluralism he advocates and he considers it the most important political virtue in the pluralist world we live in today. Of course, I agree with Connolly when he insists on the role respect must play between adversaries engaged in an agonistic struggle. But I believe it is necessary to question the limits of this agonistic respect. Can all antagonisms be transformed into agonism? In other words, must all positions be considered legitimate and must they be granted a place inside the agonistic public sphere? Or must certain claims be excluded because they undermine the conflictual consensus that constitutes the symbolic framework in which opponents recognise themselves as legitimate adversaries? To put it another way, can one envisage pluralism without antagonism?
This is in my opinion the properly political question that Connolly’s approach is not able to ask. It is for this reason that I do not consider his conception of agonism any better placed than Honig’s to serve as a framework for democratic politics. In order to think and act politically, we cannot escape the moment of decision and this requires establishing a frontier and determining a space of inclusion/exclusion. Any perspective that evades this moment renders itself incapable of transforming the structure of power relations and of instituting a new hegemony. I certainly do not intend to deny the importance of a democratic ethos but I think it would be a mistake to reduce democratic politics to the promotion of an ethics of agonistic respect. Yet this appears to be what Connolly proposes and, rather than a new conception of democratic politics, what we find in his work is a new form of pluralist ethics. It undoubtedly has its merits but is not sufficient to envisage the nature of a hegemonic democratic politics and the limits the latter must impose on pluralism.
The fundamental difference between my conception of agonism and those that I have just examined resides in the absence in the cases of Arendt, Honig and Connolly of the two dimensions central to my approach and which I believe are indispensable to think the political: antagonism and hegemony. The principal objective of these authors is to prevent the closure of debate and to give free rein to the expression of plurality. Their celebration of a politics of destabilisation ignores the phase of hegemonic struggle, which consists in the establishment of a chain of equivalence between democratic struggles in order to construct another hegemony. However, it is not enough to disturb the dominant procedures and disrupt existing arrangements to radicalise democracy. Once we accept that antagonism can never be definitively eliminated and that every order is hegemonic in nature, we cannot avoid the central question in politics: what are the limits of agonism, and which institutions and configurations of power must be transformed to radicalise democracy? This requires the moment of decision to be confronted and necessarily implies a form of closure. It is the price to pay for acting politically.
To finish, I would like to suggest that this inability to account for the nature of the political decision in the authors I have just examined is linked to the way they conceive the political as common action and envisage pluralism on the mode of the valorisation of multiplicity. This is what leads them to elude the constitutive role of conflict and antagonism. On the contrary, the other vision of the political, the one from which my work proceeds, recognises the constitutive character of social division and the impossibility of a final reconciliation. The two conceptions affirm that in modern democracy ‘the people’ can no longer be considered as ‘one’; but whereas in the first perspective it is seen as ‘multiple’, in the second it is understood as ‘divided’. The thesis I defend is that only once the ineradicable character of division and antagonism is recognised does it become possible to think in a properly political manner.
—
Chantal Mouffe (b. 1943) is a political theorist educated at the universities of Louvain, Paris, and Essex and a Professor of Political Theory at the University of Westminster. She has taught at many universities in Europe, North America and Latin America, and has held research positions at Harvard, Cornell, the University of California, the Institute for Advanced Study in Princeton, and the Centre National de la Recherche Scientifique in Paris. Between 1989 and 1995 she was Directrice de Programme at the College International de Philosophie in Paris. Professor Mouffe is the editor of Gramsci and Marxist Theory, Dimensions of Radical Democracy, Deconstruction and Pragmatism, and The Challenge of Carl Schmitt; co-author (with Ernesto Laclau) of Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics (1985); and author of The Return of the Political (1993), and The Democratic Paradox (2000). Her latest work is On the Political published by Routledge in 2005. She is currently elaborating a non-rationalist approach to political theory; formulating an ‘agonistic’ model of democracy; and engaged in research projects on the rise of right-wing populism in Europe and the place of Europe in a multi- polar world order.
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Le totalitarisme inversé
Source : Sheldon Wolin, The Nation
Ex: http://www.les-crises.fr
Traduit par les lecteurs du site www.les-crises.fr. Traduction librement reproductible en intégralité, en citant la source.
Imaginez comme cela paraîtrait étrange de devoir parler de “la Constitution de l’Empire américain” ou de “démocratie de superpuissance”. Des termes qui sonnent faux parce que “Constitution” signifie limitations imposées au pouvoir, tandis que “démocratie” s’applique à la participation active des citoyens à leur gouvernement et à l’attention que le gouvernement porte à ses citoyens. Les mots “empire” et “superpuissance” quant à eux sont synonymes de dépassement des limites et de réduction de la citoyenneté à une importance minuscule.
Le pouvoir croissant de l’état et celui, déclinant, des institutions censées le contrôler était en gestation depuis quelque temps. Le système des partis en donne un exemple notoire. Les Républicains se sont imposés comme le phénomène unique dans l’Histoire des États-Unis d’un parti ardemment dogmatique, fanatique, impitoyable, antidémocratique et se targuant d’incarner la quasi-majorité. A mesure que les Républicains se sont faits de plus en plus intolérants idéologiquement parlant, les Démocrates ont abandonné le terrain de la gauche et leur base électorale réformiste pour se jeter dans le centrisme et faire discrètement connaître la fin de l’idéologie par une note en bas de page. En cessant de constituer un véritable parti d’opposition, les Démocrates ont aplani le terrain pour l’accès au pouvoir d’un parti plus qu’impatient de l’utiliser pour promouvoir l’empire à l’étranger et le pouvoir du milieu des affaires chez nous. Gardons à l’esprit qu’un parti impitoyable, guidé par une idéologie et possédant une base électorale massive fut un élément-clé dans tout ce que le vingtième siècle a pu connaître de partis aspirant au pouvoir absolu.
Les institutions représentatives ne représentent plus les électeurs. Au contraire, elles ont été court-circuitées, progressivement perverties par un système institutionnalisé de corruption qui les rend réceptives aux exigences de groupes d’intérêt puissants composés de sociétés multinationales et des Américains les plus riches. Les institutions judiciaires, quant à elles, lorsqu’elles ne fonctionnent pas encore totalement comme le bras armé des puissances privées, sont en permanence à genoux devant les exigences de la sécurité nationale. Les élections sont devenues des non-évènements largement subventionnés, attirant au mieux une petite moitié du corps électoral, dont l’information sur les affaires nationales et mondiales est soigneusement filtrée par les médias appartenant aux firmes privées. Les citoyens sont plongés dans un état de nervosité permanente par le discours médiatique sur la criminalité galopante et les réseaux terroristes, par les menaces à peine voilées du ministre de la justice, et par leur propre peur du chômage. Le point essentiel n’est pas seulement l’expansion du pouvoir du gouvernement, mais également l’inévitable discrédit jeté sur les limitations constitutionnelles et les processus institutionnels, discrédit qui décourage le corps des citoyens et les laisse dans un état d’apathie politique.
Il ne fait aucun doute que d’aucuns rejetteront ces commentaires, les qualifiant d’alarmistes, mais je voudrais pousser plus loin et nommer le système politique qui émerge sous nos yeux de “totalitarisme inversé”. Par “inversé”, j’entends que si le système actuel et ses exécutants partagent avec le nazisme la même aspiration au pouvoir illimité et à l’expansionnisme agressif, leurs méthodes et leurs actes sont en miroir les uns des autres. Ainsi, dans la République de Weimar, avant que les nazis ne parviennent au pouvoir, les rues étaient sous la domination de bandes de voyous aux orientations politiques totalitaires, et ce qui pouvait subsister de démocratie était cantonné au gouvernement. Aux États-Unis, c’est dans les rues que la démocratie est la plus vivace – tandis que le véritable danger réside dans un gouvernement de moins en moins bridé.
Autre exemple de l’inversion : sous le régime nazi, il ne faisait aucun doute que le monde des affaires était sous la coupe du régime. Aux États-Unis, au contraire, il est devenu évident au fil des dernières décennies que le pouvoir des grandes firmes est devenu si dominant dans la classe politique, et plus particulièrement au sein du parti Républicain, et si dominant dans l’influence qu’il exerce sur le politique, que l’on peut évoquer une inversion des rôles, un contraire exact de ce qu’ils étaient chez les nazis. Dans le même temps, c’est le pouvoir des entreprises, en tant que représentatif du capitalisme et de son pouvoir sans cesse en expansion grâce à l’intégration de la science et de la technologie dans sa structure même, qui produit cette poussée totalitaire qui, sous les nazis, était alimentée par des notions idéologiques telles que le Lebensraum.
On rétorquera qu’il n’y a pas d’équivalent chez nous de ce que le régime nazi a pu instaurer en termes de torture, de camps de concentration et autres outils de terreur. Il nous faudrait toutefois nous rappeler que, pour l’essentiel, la terreur nazie ne s’appliquait pas à la population de façon générale ; il s’agissait plutôt d’instaurer un climat de terreur sourde – des rumeurs de torture – propre à faciliter la gestion et la manipulation des masses. Pour le dire carrément, il s’agissait pour les nazis d’avoir une société mobilisée, enthousiaste dans son soutien à un état sans fin de guerre, d’expansion et de sacrifices pour la nation.
Tandis que le totalitarisme nazi travaillait à doter les masses d’un sens du pouvoir et d’une force collectifs, Kraft durch Freude (“la Force par la Joie”), le totalitarisme inversé met en avant un sentiment de faiblesse, d’une inutilité collective. Alors que les nazis désiraient une société mobilisée en permanence, qui ne se contenterait pas de s’abstenir de toute plainte, mais voterait “oui” avec enthousiasme lors des plébiscites récurrents, le totalitarisme inversé veut une société politiquement démobilisée, qui ne voterait quasiment plus du tout. Rappelez-vous les mots du président juste après les horribles évènements du 11 septembre : “unissez-vous, consommez, et prenez l’avion”, dit-il aux citoyens angoissés. Ayant assimilé le terrorisme à une “guerre”, il s’est dispensé de faire ce que des chefs d’États démocratiques ont coutume de faire en temps de guerre : mobiliser la population, la prévenir des sacrifices qui l’attendent, et appeler tous les citoyens à se joindre à “l’effort de guerre”.
Au contraire, le totalitarisme inversé a ses propres moyens d’instaurer un climat de peur générale ; non seulement par des “alertes” soudaines, et des annonces récurrentes à propos de cellules terroristes découvertes, de l’arrestation de personnages de l’ombre, ou bien par le traitement extrêmement musclé, et largement diffusé, des étrangers, ou de l’île du Diable que constitue la base de Guantanamo Bay, ou bien encore de la fascination vis-à-vis des méthodes d’interrogatoire qui emploient la torture ou s’en approchent, mais également et surtout par une atmosphère de peur, encouragée par une économie corporative faite de nivelage, de retrait ou de réduction sans pitié des prestations sociales ou médicales ; un système corporatif qui, sans relâche, menace de privatiser la Sécurité Sociale et les modestes aides médicales existantes, plus particulièrement pour les pauvres. Avec de tels moyens pour instaurer l’incertitude et la dépendance, il en devient presque superflu pour le totalitarisme inversé d’user d’un système judiciaire hyper-punitif, s’appuyant sur la peine de mort et constamment en défaveur des plus pauvres.
Ainsi les éléments se mettent en place : un corps législatif affaibli, un système judiciaire à la fois docile et répressif, un système de partis dans lequel l’un d’eux, qu’il soit majoritaire ou dans l’opposition, se met en quatre pour reconduire le système existant de façon à favoriser perpétuellement la classe dirigeante des riches, des hommes de réseaux et des corporations, et à laisser les plus pauvres des citoyens dans un sentiment d’impuissance et de désespérance politique, et, dans le même temps, de laisser les classes moyennes osciller entre la peur du chômage et le miroitement de revenus fantastiques une fois que l’économie se sera rétablie. Ce schéma directeur est appuyé par des médias toujours plus flagorneurs et toujours plus concentrés ; par l’imbrication des universités avec leurs partenaires privés ; par une machine de propagande institutionnalisée dans des think tanks subventionnés en abondance et par des fondations conservatrices ; par la collaboration toujours plus étroite entre la police locale et les agences de renseignement destinées à identifier les terroristes, les étrangers suspects et les dissidents internes.
Ce qui est en jeu, alors, n’est rien de moins que la transformation d’une société raisonnablement libre en une variante des régimes extrémistes du siècle dernier. Dans de telles circonstances, les élections nationales de 2004 constituent une crise au sens premier du terme, un tournant. La question est : dans quel sens ?
Source : Sheldon Wolin, The Nation, le 26/02/2012
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vendredi, 20 mai 2016
Arnold Gehlen et l’anthropologie philosophique
INTRODUCTION (2016): Arnold Gehlen (1904-1976) est, avec Max Scheler et Helmut Plessner, l’un des représentants majeurs de l’anthropologie philosophique apparue dans les années vingt en Allemagne. L’homme est pour lui une créature dont la culture est la seule nature. Être imparfait (Mängelwesen), il compense sa déficience biologique par l’invention de la technique et des institutions. Libéré ainsi des sollicitations immédiates des besoins et des pulsions, il peut prévoir et planifier. Après avoir cédé à la tentation du national-socialisme pendant les années trente, Gehlen est devenu après 1945 un représentant du conservatisme technocratique et un critique avisé de la société moderne. Ses thèses ont nourri la réflexion de Jürgen Habermas, Hans Blumenberg, Ernst Tugendhat et Theodor W. Adorno. Quand les pollutions, le dérèglement climatique etc. menacent l’avenir de l’humanité, mais quand aussi s’exprime partout le souci de sa préservation, alors il est temps de découvrir l’anthropologie d’Arnold Gehlen (B.).
« La réalité la plus puissante qu’il y ait au monde est donc constituée par les centres de force du monde inorganique en tant qu’ils sont les points les plus bas où agit “l’impulsion” fondamentale ; ils sont aveugles à tout ce qui est idée, forme et structure. D’après une conception de plus en plus répandue de notre physique théorique : ces centres ne sont probablement pas soumis, dans leur rapprochement et leur opposition réciproques, à des lois ontiques mais seulement aux lois statistiques du hasard. C’est l’être vivant qui, parce que ses organes et fonctions sensoriels indiquent plutôt dans le monde les régularités que les anomalies, introduit le premier dans l’univers cette “légalité naturelle” que l’entendement y saisit ensuite. Aussi n’est-ce pas la loi qui se trouve ontologiquement parlant derrière le chaos du hasard et de l’arbitraire, mais c’est le chaos qui est situé derrière la loi du mécanisme formel. Si cette idée s’imposait, selon laquelle toutes les lois naturelles de cette sorte n’ont au fond qu’une signification statistique et que tous les phénomènes naturels (même dans la micro-sphère) résultent déjà de l’interaction d’unités dynamiques sans règle, — toute notre représentation de la nature subirait une transformation considérable. Il faudrait alors regarder comme les vraies lois ontiques ce qu’on nomme les lois de la forme, c’est-à-dire les lois qui prescrivent un certain rythme temporel de devenir, et en fonction de ce rythme, certaines formes statiques de l’existence corporelle (…).
Comme, dans le domaine de la vie, tant physiologique que psychique, ne sont assurément valables que des lois du type des lois de la forme (bien que ce ne soient pas nécessairement les seules lois matérielles de la physique), la légalité de la nature serait encore, grâce à cette conception, une légalité rigoureusement unitaire. Il ne serait pas impossible alors d’appliquer la forme de l’idée de sublimation à tout ce qui arrive dans le monde. Il y aurait sublimation en chacun des phénomènes essentiels par lesquels, au cours du devenir universel, des forces d’une sphère inférieure passeraient peu à peu au service d’une forme plus élevée de l’être et de l’évolution : ainsi par ex. les forces qui se déploient entre les électrons au service de la forme de l’atome ; ou les forces qui agissent dans le monde inorganique, au service de la structure de la vie. La formation de l’homme et la spiritualisation devraient alors être considérées comme la dernière en date des sublimations de la nature ; elle se manifesterait à la fois par l’emploi croissant des énergies externes assimilées par l’organisme, dans les processus les plus complexes que nous connaissions, les processus d’excitation de l’écorce cérébrale ; et, dans l’ordre psychique, par le phénomène analogue de la sublimation des tendances, en tant que conversion de l’énergie instinctive en activité “spirituelle” » (La situation de l’homme dans le monde, trad. M. Dupuy, cité in : Max Scheler, Alexandre Métraux, Seghers, 1973).
- 1) casaniers du nid (mammifères inférieurs)
- 2) évadés secondaires du nid (chevaux, bovidés, …)
- 3) casaniers secondaires du nid (l’homme).
Exemples : | Poids à la naissance | Ce poids X2 après |
---|---|---|
Porc | 02 kg | 14 jours |
Bœuf | 40 kg | 47 jours |
Cheval | 45 kg | 60 jours |
Homme | 3,5 kg | 180 jours |
- 1) de déduire de la retardation toutes les non-spécialités spécifiques de l’homme
- 2) de déduire de la nécessaire longue durée de l’enfance, un cadre familial durable
- 3) de rejeter les vieilles conceptions que l’on se faisait de l’homme primitif, conceptions qui veulent que celui-ci soit littéralement descendu du singe. L’hominisation provient du système endocrinien
- 4) d’aborder le problème des races sous une lumière nouvelle. Avant Bolk, de nombreux auteurs avaient déjà parlé de différences issues de l’équilibre hormonal. Les races mongoloïdes ont, pour Bolk, des traits plus fœtaux que les autres races. Les Europoïdes ont certains de ces traits dans leur embryon. Les Négroïdes, écrit Bolk, se développent plus vite mais vieillissent également plus vite. Bolk poursuit son raisonnement en constatant que l’embryon négroïde présente des traits europoïdes que les adultes ont dépassés.
- la fonction de décharge des institutions
- le dépassement du subjectivisme
- l’analogie institution/idée.
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mercredi, 18 mai 2016
L’ère de la pyropolitique a commencé…
Robert Steuckers :
L’ère de la pyropolitique a commencé…
Qu’entendent les quelques politologues contemporains par « pyropolitique », concept qui vient d’être formé, notamment par le Professeur Michael Marder (cf. infra) ? Pour comprendre le contexte dans lequel ce vocable nouveau a émergé, il convient d’explorer deux domaines particuliers, exploration qui nous permettra de cerner le contenu même de la pyropolitique : le premier de ces domaines est celui de la théologie politique, avec, notamment, les réflexions de Juan Donoso Cortès sur le libéralisme, le socialisme et le catholicisme (posé, dans son œuvre, comme la « Tradition » à l’état pur) ; il faudra aussi, en explorant ce domaine de la théologie politique, relire les textes où Carl Schmitt affirme que tout concept politique moderne recèle en lui-même, quelque part, une racine théologique ; deuxième domaine à explorer dans l’œuvre politologique de Carl Schmitt : le corpus dans lequel le juriste de Plettenberg pose les confrontations du monde contemporain comme un choc permanent entre forces élémentaires brutes, de pré-socratique mémoire, en l’occurrence l’affrontement entre l’élément Terre et l’élément Eau. Toute expression réelle du politique (« das Politische ») étant, dans cette optique, une expression du facteur élémentaire « Terre », le politique en soi ne pouvant avoir qu’un ancrage tellurique, continental. Le véritable homme politique est alors une sorte de géomètre romain, explique Carl Schmitt dans son Glossarium publié après sa mort. Un géomètre qui mesure et organise le territoire qui tombe sous sa juridiction.
Suite aux deux défaites allemandes de 1918 et de 1945, la Terre n’a plus été l’élément dominant de la politique mondiale : elle a été remplacée par l’Eau, élément du Léviathan thalassocratique. D’où Carl Schmitt démontre quelle dialectique subversive et mortifère se profile derrière la lutte de la Terre (« Land ») contre la Mer (« Meer »). L’Eau/la mer arrache finalement la victoire au détriment des forces telluriques et des puissances continentales. Dans son Glossarium, Carl Schmitt insiste lourdement sur les effets désastreux, pour toute civilisation, de l’écrasante victoire de l’hydropolitique américaine.
« Pyros » signifie « feu » en grec ancien et représente un autre élément fondamental selon Michael Marder, qui combine en son sein plusieurs aspects : celui d’un feu omni-dévorant, aux flammes destructrices, mais aussi des corollaires comme la lumière et la chaleur, aspects autres, et tout aussi fondamentaux, de l’élément « feu ». Si Schmitt avait campé le choc animant la scène internationale comme le choc entre les deux éléments « Eau » et « Terre », cela ne signifie pas que les éléments « air » et « feu » n’existaient pas, ne jouaient aucun rôle dans le politique, même si cela ne transparaissait pas aussi clairement aux époques vécues par Schmitt.
L’élément « Feu » recouvre dès lors plusieurs significations : il est la force brûlante/dévorante de la destruction (que l’on retrouve dans les révolutions anti-traditionnelles) ; il est aussi la « lumière-sans-chaleur » de l’idéologie des Lumières ou encore la chaleur couvant sous la cendre, celle de la révolte silencieuse contre les institutions abstraites et anti-traditionnelles issues des divers corpus modernistes du 18ème siècle des Lumières.
Dès le moment historique où il n’y a plus aucun territoire vierge à conquérir et à organiser sur la planète (voir les thèses de Toynbee à ce sujet), à la mode tellurique/continentale des géomètres romains, la « Terre », en tant qu’élément structurant du véritable politique, cède graduellement sa place prépondérante, non seulement à l’Eau mais aussi au Feu. L’Eau est l’élément qui symbolise par excellence le libéralisme marchand des thalassocraties, des sociétés manchestériennes, des ploutocraties : voilà pourquoi un monde dominé par l’élément Eau refuse de reconnaître limites et frontières, les harmonies paisiblement soustraites à toute fébrilité permanente (Carl Schmitt rappelle dans son Glossarium que qui cherche le repos, immobile, en mer coule et se noie). Il n’y a plus d’ « otium » (de repos fructueux, d’introspection, de méditation, de transmission sereine) possible, il n’y a plus que du « neg-otium » (de la nervosité fébrile, des activités matérielles, acquisitives et cumulantes, sans repos). Seul ce « neg-otium » permanent et ubiquitaire survit et se développe de manière anarchique et exponentielle, submergeant tout sous son flux. Nous vivons alors dans des sociétés ou une accélération sans arrêt (Beschleunigung) domine et annule toutes les tentatives raisonnables de procéder à une « décélération » (Entschleunigung). Dans cette perspective, toute véritable pensée écologique, et donc non politicienne, vise à ramener l’élément Terre à l’avant-plan de la scène où se joue le politique (même si la plupart de ces menées écologiques sont maladroites et empêtrées dans des fatras de vœux pieux impolitiques).
La domination de l’hydropolitique, par l’intermédiaire des superpuissances maritimes, conduit donc à la dissolution des frontières, comme nous pouvons très clairement le percevoir aujourd’hui, à la suprématie mondiale de l’économique et aux règles hypermoralistes du nouveau droit international, inauguré par le wilsonisme dès la première guerre mondiale. L’économique et l’hypermoralisme juridique étant diamétralement contraires aux fondements du politique vrai, c’est-à-dire du politique tellurique et romain.
Cependant, même si la Terre est aujourd’hui un élément dominé, houspillé, cela ne veut pas dire qu’elle cesse d’exister, de constituer un facteur toujours potentiellement virulent : elle est simplement profondément blessée, elle gémit dans une hibernation forcée. Les forces hydropolitiques cherchent à détruire par tous moyens possibles cette terre qui ne cesse de résister. Pour parvenir à cette fin, l’hydropolitique cherchera à provoquer des explosions sur les lambeaux de continent toujours résistants ou même simplement survivants. L’hydropolitique thalassocratique va alors chercher à mobiliser à son profit l’élément Feu comme allié, un Feu qu’elle ne va pas manier directement mais confier à des forces mercenaires, recrutées secrètement dans des pays ou des zones urbaines en déréliction, disposant d’une jeunesse masculine surabondante et sans emplois utiles. Ces forces mercenaires seront en charge des sales boulots de destruction pure, de destruction de tout se qui ne s’était pas encore laissé submerger.
L’apogée des forces thalassocratiques, flanquées de leurs forces aériennes, a pu s’observer lors de la destruction de l’Irak de Saddam Hussein en 2003, sans que ne jouent ni l’adversaire continental russe ni les forces alliées demeurées continentales (l’Axe Paris-Berlin-Moscou). Il y avait donc de la résistance tellurique en Europe et en Russie.
Mais la guerre contre l’Irak baathiste n’a pas conduit à une victoire totale pour l’agresseur néoconservateur américain. Les puissances thalassocratiques n’étant pas des puissances telluriques/continentales, elles éprouvent toujours des difficultés à organiser des territoires non littoraux comme le faisaient les géomètres romains. Les terres de l’intérieur de l’Irak arabe et post-baathiste résistaient par inertie plus que par volonté de libération, ne passaient pas immédiatement au diapason moderniste voulu par les puissances maritimes qui avaient détruit le pays. Cette résistance, même ténue, recelait sans doute un maigre espoir de renaissance. Or cet intérieur irakien, mésopotamien, doit être maintenu dans un état de déréliction totale : la thalassocratie dominante a eu recours à l’élément Feu pour parfaire cette politique négative. Le Feu est ici l’incendie destructeur allumé par le terrorisme qui fait sauter immeubles et populations au nom d’un fanatisme religieux ardent (« ardent » dérivant du latin « ardere » qui signifie « brûler »). Les attentats terroristes récurrents contre les marchés chiites à Bagdad (et plus tard au Yémen) constituent ici les actions les plus horribles et les plus spectaculaires dans le retour de cette violente pyropolitique. Le même modèle de mobilisation pyropolitique sera appliqué en Libye à partir de 2011.
Lorsque l’on refuse les compétences du géomètre, ou qu’aucune compétence de géomètre n’est disponible, et lorsque l’on ne désire pas créer un nouvel Etat sur les ruines de celui que l’on a délibérément détruit, nous observons alors une transition vers une pyropolitique terroriste et destructrice. L’ex-élite militaire baathiste, dont les objectifs politiques étaient telluriques, ont été mises hors jeu, ont cherché emploi et vengeance : elles ont alors opté pour la pyropolitique en créant partiellement l’EIIL, l’Etat islamique, qui s’est rapidement propagé dans le voisinage immédiat de l’Irak meurtri, aidé par d’autres facteurs et d’autres soutiens, aux intentions divergentes. Aux sources de l’Etat islamique, nous trouvons donc des facteurs divergents : une révolte (assez légitime) contre le chaos généré par l’agression néoconservatrice menée par les présidents Bush (père et fils) et une manipulation secrète et illégitime perpétrée par les puissances hydro- et thalassopolitiques et leurs alliés saoudiens. L’objectif est de mettre littéralement le feu aux pays indésirables, c’est-à-dire aux pays qui, malgré tout, conservent une dimension politique tellurique. L’objectif suivant, après la destruction de l’Irak et de la Syrie, sera d’amener le Feu terroriste chez les concurrents les plus directs du monde surdéveloppé : en Europe d’abord, aujourd’hui havre de réfugiés proche- et moyen-orientaux parmi lesquels se cachent des terroristes infiltrés, puis en Russie où les terroristes tchétchènes ou daghestanais sont d’ores et déjà liés aux réseaux wahhabites.
Conclusion : la stratégie thalassocratique de mettre le Feu à des régions entières du globe en incitant à des révoltes, en ranimant des haines religieuses ou des conflits tribaux n’est certes pas nouvelle mais vient de prendre récemment des proportions plus gigantesques qu’auparavant dans l’histoire. C’est là le défi majeur lancé à l’Europe en cette deuxième décennie du 21ème siècle.
La pyropolitique de l’Etat islamique a un effet collatéral : celui de ridiculiser –définitivement, espérons-le- les idéologies de « lumière-sans-chaleur », dérivées des Lumières et professées par les élites eurocratiques. La lumière seule, la trop forte luminosité sans chaleur, aveugle les peuples et ne génère aucune solution aux problèmes nouveaux qui ont été fabriqués délibérément par l’ennemi hydro- et pyropolitique, qui a l’habitude de se déguiser en « allié » indispensable. Toute idéologie politique déterminée uniquement par l’élément « lumière » est aveuglante, dans la perspective qu’inaugure Michael Marder en sciences politiques ; elle est aussi dépourvue de tous sentiments chaleureux, déterminés par l’aspect « chaleur » de l’élément Feu. Cette absence de « chaleur » empêche tout élan correcteur, venu du peuple (du pays réel), et ôte tout sentiment de sécurité. Toute idéologie de « lumière sans chaleur » est, par voie de conséquence, condamnée à échouer dans ses programmes d’organisation des sociétés et des Etats. Les Etats européens sont devenus des Etats faillis (« failed States ») justement parce que leurs élites dévoyées n’adhèrent qu’à des idéologies de « lumière-sans-chaleur ». Dans les circonstances actuelles, ces élites ne sont faiblement défiées que par des mouvements plus ou moins populistes, exigeant le facteur « chaleur » (la Pologne fait exception).
L’Europe d’aujourd’hui subit une double agression, procédant de deux menaces distinctes, de nature différente : la première de ces menaces provient des systèmes idéologico-politiques relevant de la « lumière seule » parce qu’ils nous conduisent tout droit à cet effondrement planétaire dans la trivialité qu’Ernst Jünger avait appelé la « post-histoire ». L’autre menace est plus visible et plus spectaculaire : c’est celle que représente la pyropolitique importée depuis le monde islamisé, littéralement incendié depuis deux ou trois décennies par divers facteurs, dont le plus déterminant a été la destruction de l’Irak baathiste de Saddam Hussein. La pyropolitique de l’Etat islamique vise désormais à bouter le feu aux pays de l’Europe occidentale, tenus erronément pour responsables de l’effondrement total du Proche- et du Moyen-Orient. La pyropolitique de l’Etat islamique est un phénomène complexe : la dimension religieuse, qu’elle recèle, se révolte avec sauvagerie contre l’idéologie dominante de l’Occident et de la globalisation, qui est, répétons-le, une idéologie de lumière froide, de lumière sans chaleur. Exactement comme pourrait aussi se révolter un pendant européen de ce déchaînement féroce de feu et de chaleur, qui agite le monde islamisé. Ce pendant européen viserait alors le remplacement définitif des nuisances idéologiques aujourd’hui vermoulues, qualifiables de « lumière seule ». Le piètre fatras libéralo-eurocratique, condamnant les peuples au dessèchement et au piétinement mortifères et post-historiques, cèderait le terrain à de nouveaux systèmes politiques de cœur et de chaleur. L’avatar néolibéral des idéologies de « lumière seule » cèderait ainsi devant un solidarisme générateur de chaleur sociale, c’est-à-dire devant un socialisme dépouillé de toute cette froideur qu’avait attribué aux communismes soviétique et français Kostas Papaioannou, une voix critique du camp marxiste dans les années 60 et 70 en France.
La pyropolitique salafiste/wahhabite n’est pas seulement une critique, compréhensible, de la froideur des idéologies de la globalisation ; elle recèle aussi un aspect « dévorateur » et extrêmement destructeur, celui qu’ont cruellement démontré les explosions et les mitraillades de Paris et de Bruxelles ou que mettent en exergue certaines exécutions publiques par le feu dans les zones syriennes conquises par l’Etat islamique. Ces attentats et ces exécutions visent à insuffler de la terreur en Europe par le truchement des effets médiatiques qu’ils provoquent.
L’utilisation de ces dimensions-là de la pyropolitique, et le fait qu’elles soient dirigées contre nous, en Europe, constituent une déclaration de guerre à toutes les parties du monde où la religiosité absolue (sans syncrétisme aucun) des wahhabites et des salafistes n’a jamais eu sa place. Le monde, dans leur perspective, est un monde constitué d’ennemis absolus (Dar-el-Harb). Nous faisons partie, avec les orthodoxes russes, les Chinois ou les bouddhistes thaïlandais, de cet univers d’ennemis absolus. Position qu’il nous est impossible d’accepter car, qu’on le veuille ou non, on est toujours inévitablement l’ennemi de celui qui nous désigne comme tel. Carl Schmitt et Julien Freund insistaient tous deux dans leurs œuvres sur l’inévitabilité de l’inimitié politique.
Personne ne peut accepter d’être rejeté, d’être la cible d’un tel projet de destruction, sans automatiquement se renier, sans aussitôt renoncer à son droit de vivre. C’est là que le bât blesse dans l’Europe anémiée, marinant dans les trivialités de la post-histoire : le système politique qui la régit (mal) relève, comme nous venons de le dire, d’une idéologie de lumière sans chaleur, mise au point au cours des cinq dernières décennies par Jürgen Habermas. Cette idéologie et sa praxis proposée par Habermas n’acceptent pas l’idée agonale (polémique) de l’ennemi. Dans son optique, aucun ennemi n’existe : évoquer son éventuelle existence relève d’une mentalité paranoïaque ou obsidionale (assimilée à un « fascisme » irréel et fantasmagorique). Aux yeux d’Habermas et de ses nombreux disciples (souvent peu originaux), l’ennemi n’existe pas : il n’y a que des partenaires de discussion. Avec qui on organisera des débats, suite auxquels on trouvera immanquablement une solution. Mais si ce partenaire, toujours idéal, venait un jour à refuser tout débat, cessant du même coup d’être idéal ? Le choc est alors inévitable. L’élite dominante, constitué de disciples conscients ou inconscients de l’idéologie naïve et puérile des habermassiens, se retrouve sans réponse au défi, comme l’eurocratisme néolibéral ou social-libéral aujourd’hui face à l’Etat islamique et ses avatars (en amont et en aval de la chaîne de la radicalisation). De telles élites n’ont plus leur place au devant de la scène. Elles doivent être remplacées. Ce sera le travail ardu de ceux qui se sont toujours souvenu des enseignements de Carl Schmitt et de Julien Freund.
Robert Steuckers,
Forest-Flotzenberg, mai 2016.
Source: Michael Marder, Pyropolitics: When the World is Ablaze (London: Rowman and Littlefield, 2015).
Lectures complémentaires (articles du Prof. Michael Marder):
"The Enlightenment, Pyropolitics, and the Problem of Evil," Political Theology, 16(2), 2015, pp. 146-158.
"La Política del Fuego: El Desplazamiento Contemporáneo del Paradigma Geopolítico," Isegoría, 49, July-December 2013, pp. 599-613.
"After the Fire: The Politics of Ashes," Telos, 161, Winter 2012, pp. 163-180. (special issue on Politics after Metaphysics)
"The Elemental Regimes of Carl Schmitt, or the ABC of Pyropolitics," Revista de Ciencias Sociales / Journal of Social Sciences, 60, Summer 2012, pp. 253-277. (special issue on Carl Schmitt)
Note à l'attention des lecteurs:
La version originale de ce texte est anglaise et a paru pour la première fois le 6 mai 2016 sur le site américain (Californie): http://www.counter-currents.com dont le webmaster est Greg Johnson qui a eu l'amabilité de relire ce texte et de le corriger. Merci!
La version espagnole est parue sur le site http://www.katehon.com/es , lié aux activités d'Alexandre Douguine et de Leonid Savin. Merci au traducteur!
La version tchèque est parue sur le site http://deliandiver.org . Merci au traducteur!
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samedi, 14 mai 2016
Llega la era de la piropolítica
Llega la era de la piropolítica
¿Qué significa cuando los politólogos hablan de "piropolítica"? Hay dos fuentes que explorar con el fin de entender de qué hablan. En primer lugar, uno tiene que investigar todo el ámbito de la teología política, incluyendo el pensamiento de Juan Donoso Cortés sobre el liberalismo, el socialismo, y el catolicismo (el último en ser percibido como Tradición como tal) y, por supuesto, uno debe luego estudiar a fondo la tesis central de Carl Schmitt, que demuestra que todas las ideas políticas tienen un transfondo teológico; en segundo lugar, usted tiene que tomar en consideración la percepción de Schmitt de la política mundial como un choque entre elementos primarios tales como la tierra y el agua. La política real, llamada en genuino alemán como “das Politische”, está necesariamente ligada a la tierra, es continental, y el hombre político verdaderamente eficaz es una especie de geómetra romano que organiza el territorio objeto de su jurisdicción mediante la simple medición del mismo.
Tras las dos derrotas alemanas en 1918 y 1945, la Tierra ya no fue el elemento central de la política mundial y fue reemplazado por el Agua. De ahí la nueva dialéctica subversiva y destructiva del “Land und Meer”, o la Tierra y el Mar, en virtud de la cual el Agua alcanza la victoria al final. El diario de Schmitt editado póstumamente, Glossarium, insiste en gran medida en los efectos destructivos de los victoriosos "hidropolíticos" estadounidenses que todo lo abarcan. "Piros" significa "fuego" en griego, y representa, según Michael Marder (véase más abajo), otro elemento primario que combina no sólo la idea de una llama devoradora/ardiente, sino también los corolarios de "luz" y "calor". Incluso si Schmitt reduce las posibilidades de la política a dos elementos principales (tierra y agua), esto no significa que el fuego o el aire no existan y no jueguen un papel, incluso aun cuando los mismos son menos perceptibles.
Por lo tanto, el "Fuego" significa varios fenómenos: la fuerza ardiente de destrucción (que se encuentra en las revoluciones anti-tradicionales), la "luz-sin-calor" de la Ilustración, o el calor de la revuelta silenciosa contra las instituciones no tradicionales (en abstracto) derivado de varios corpus ideológicos de la ilustración del siglo XVIII.
Una vez que ya no hay territorios vírgenes que conquistar (ver el pensamiento de Toynbee) y subsiguientemente organizada de acuerdo a los mismos principios ligados a la tierra de los geómetras romanos, la Tierra, como elemento estructurante de la verdadera política, es reemplazada gradualmente, no sólo por el Agua, sino también por el Fuego. El Agua, como elemento emblemático del liberalismo, especialmente del tipo manchesteriano, el poder marítimo o plutocracia, no conoce fronteras claras o en reposo positivo (aquellos que descansan hundiéndose en el mar y se ahogan, dijo Schmitt en su Glossarium). Ningún "otium" (el descanso fructífero, la introspección, la meditación) es posible ya, sólo el "neg-otium" (la nerviosidad febril de las actividades materialistas sin descanso) sobrevive y prospera. Vivimos entonces en sociedades donde domina sólo la aceleración incesante ("Beschleunigung") y cancela todos los intentos razonables para desacelerar las cosas (el hermano de Ernst Jünger, Friedrich-Georg, fue el principal teórico de la "desaceleración" o "Entschleunigung", verdadero pensamiento ecológico que es un complicado intento para traer de vuelta el elemento primario Tierra a la escena política mundial).
La dominación de la hidropolítica (el poder marítimo) conduce a la disolución de las fronteras, como se puede observar claramente en la actualidad, y a la supremacía mundial de la economía y de las reglas anti-tradicionales/anti-telúricas/antipolíticas de la ley moral (por ejemplo, el wilsonismo).
No obstante, incluso como un elemento ahora sometido a la dominación, la Tierra no puede ser simplemente eliminada, pero permanece en silencio como si estuviera profundamente herida y en estado de hibernación. Por lo tanto, las fuerzas hidropolíticas se esfuerzan por todos los medios posibles para destruir definitivamente el elemento Tierra tácitamente resistente y, con posterioridad, provocar explosiones en el continente, es decir, movilizar al fuego como un coadyuvante, un fuego que no manipulan ellos mismos, sino que dejan a las fuerzas mercenarias contratadas en secreto para hacer los trabajos sucios en países con una gran cantidad de jóvenes sin trabajo. El vértice del Mar y el poder aéreo pudo observarse después de la destrucción del Irak de Saddam Hussein en 2003, sin la complicidad de aliados y extranjeros (el eje París-Berlín-Moscú). La guerra contra el Irak baasista no resultó una victoria completa para los agresores neocon. Los poderes del Mar, como no son poderes ligados a la Tierra, son renuentes a organizar áreas ocupadas como hicieron los geómetras romanos. Por lo tanto, para mantener a los países vencidos y destruidos en un estado de abandono total, los poderes hidropolíticos movilizaron el elemento fuego, es decir, el terrorismo (con su estrategia de volar a la gente y los edificios, y su ardiente fanatismo religioso - "ardiente" se deriva del latín "Ardere", que significa "quemar"). Los recurrentes ataques terroristas contra mercados del Bagdad chií son las acciones más atroces en este retorno de la violenta piropolítica. El mismo patrón de violencia destructiva total se utilizará más adelante en Libia.
Cuando ninguna de las habilidades del geómetra están disponibles y cuando no hay deseo de crear una nueva categoría de estado para reemplazar el que se ha roto, se observa una transición a la piropolítica. La élite militar baazista ligada a la Tierra del antiguo Iraq también se dirigió a la piropolítica, en parte mediante la creación del ISIS, que se extendió en la zona, siendo al mismo tiempo una revuelta contra el caos generado por la guerra del neoconservador Bush y una manipulación de las fuerzas secretas hidro/ talaso/políticas para dejar en llamas a los países indeseables y, finalmente, difundir el devorador Fuego fanático/terrorista a los territorios de los principales competidores (a Europa como un puerto para los refugiados, entre los cuales se esconden los terroristas, y a Rusia, donde los terroristas chechenos y dagestaníes están directamente vinculados a las redes wahabíes).
La estrategia hidro/talaso/política para establecer zonas enteras en llamas incitando revueltas, el odio religioso, y las enemistades tribales seguramente no es nueva, pero recientemente ha tomado nuevas dimensiones más gigantescas.
La piropolítica del ISIS tiene como efecto colateral la ridícula "luz-sin-calor" característica de las ideologías de la ilustración de las élites eurocráticas. Una luz ciega que no produce verdaderas soluciones para los nuevos problemas que fueron inducidos por la hidro y la piro política del enemigo disfrazado. Una luz cegadora de determinada ideología política que también está desprovista de cualquier "dar calidez", de sentimientos de seguridad, y está obviamente destinada al fracaso. Los estados europeos se vuelven gradualmente Estados fallidos porque se adhieren a la "ideología-sólo-luz", siendo solo débilmente desafiados por los llamados movimientos populistas "exigiendo-calor". Europa está siendo sometida a una doble agresión por parte de dos amenazas: una, de los sistemas ideológicos de "luz-sin-calor" - que conducen a lo que Ernst Jünger define como "post-historia" -, y la otra, de los piropolíticos importados del mundo musulmán anteriormente incendiado por varios factores, entre los cuales la destrucción total del Irak de Saddam es el más determinante. La piropolítica del ISIS tiene por objeto dejar en llamas los países de Europa occidental que se mantienen erróneamente responsables del colapso completo de los países del Cercano y Medio Oriente. La piropolítica del ISIS es, sin embargo, un problema bastante complejo: el elemento religioso en eso se rebela salvajemente contra toda "sólo-luz", determinando la ideología dominante occidental y global y promoviendo una piropolítica alternativa "basada en el calor", exactamente como una contraparte europea que también tendría como objetivo sustituir las anticuadas y sombrías molestias ideológicas "sólo-luz", por sistemas políticos más cálidos y abiertos de corazón. El avatar neoliberal de la ideología "sólo-luz" debe ser por lo tanto sustituido por un solidarismo "que-da-calor", es decir, el socialismo que debe perder todo el "frío" que fue atribuido al comunismo soviético o francés por Kostas Papaioannou, una voz crítica interna del comunismo en los años 60 y 70 en Francia.
Pero también hay un salvaje y destructivo aspecto "como-en-llamas" en la piropolítica: el ardiente fuego de las explosiones y el traqueteo de las ametralladoras (como en París y Bruselas) y de algunas ejecuciones públicas por el fuego en la Siria ocupada por el ISIS, con el objetivo de encender el miedo en Europa a través del efecto mediático que inevitablemente tenían.
El uso de tales dimensiones de la piropolítica es una declaración de guerra contra el resto del mundo, que se configura como un reino mundial de enemigos totales (Dar-el-Harb), que no puede ser aceptado (como usted es, inevitablemente, el enemigo de todos aquellos que le declaran enemigo - Carl Schmitt y Julien Freund subrayan esto muy claramente en sus obras).
Nadie puede aceptar un rechazo tan radical y feroz sin negarse automáticamente a ellos mismos y su propio derecho a vivir. El problema se hace aún más agudo, ya que todo el sistema establecido por la ideología de "luz-sin-calor" (Habermas) no acepta la idea polémica del "enemigo". A los ojos de los seguidores de Habermas, nunca hay un enemigo; sólo hay interlocutores. Pero si los interlocutores se niegan a discutir, ¿qué ocurre? Los enfrentamientos son entonces inevitables. La elite dominante, como los seguidores del pobre e infantil Habermas, se quedan sin ninguna respuesta al desafío. Tendrán que ser reemplazados. Será la pesada tarea de aquellos que siempre han recordado las enseñanzas de Schmitt y Freund.
Robert Steuckers
Forest-Flotzenberg, May 2016
Fuente: Michael Marder, Pyropolitics: When the World is Ablaze (London: Rowman and Littlefield, 2015).
Further readings (articles of Prof. Michael Marder):
"The Enlightenment, Pyropolitics, and the Problem of Evil," Political Theology, 16(2), 2015, pp. 146-158.
"La Política del Fuego: El Desplazamiento Contemporáneo del Paradigma Geopolítico," Isegoría, 49, July-December 2013, pp. 599-613.
"After the Fire: The Politics of Ashes," Telos, 161, Winter 2012, pp. 163-180. (special issue on Politics after Metaphysics)
"The Elemental Regimes of Carl Schmitt, or the ABC of Pyropolitics," Revista de Ciencias Sociales / Journal of Social Sciences, 60, Summer 2012, pp. 253-277. (special issue on Carl Schmitt)
Note à l'attention des lecteurs:
La version originale de ce texte est anglaise et a paru pour la première fois le 6 mai 2016 sur le site américain (Californie): http://www.counter-currents.com dont le webmaster est Greg Johnson qui a eu l'amabilité de relire ce texte et de le corriger. Merci!
La version espagnole est parue sur le site http://www.katehon.com/es , lié aux activités d'Alexandre Douguine et de Leonid Savin. Merci au traducteur!
00:05 Publié dans Philosophie, Révolution conservatrice, Synergies européennes, Théorie politique | Lien permanent | Commentaires (0) | Tags : pyropolitique, synergies européennes, robert steuckers, théorie politique, philosophie, philosophie politique, politologie, sciences politiques, révolution conservatrice, carl schmitt, feu | | del.icio.us | | Digg | Facebook
jeudi, 12 mai 2016
La révolution Chomsky
La révolution Chomsky
J'écoutais distraitement la radio lorsque je fus accaparé par un refrain obsessionnel : Noam Chomsky is a soft revolution! Et cela émanait d’un rockabilly endiablé !
Après une brève recherche, j’ai retrouvé le morceau et son auteur. Le refrain était le titre du morceau. Il venait de sortir. Et l’auteur : Foy Vance, auteur-compositeur-interprète venu d’Irlande du Nord. Casquette en tweed, moustache « Brigades du Tigre » et mobilhome pour les tournées.
Dans sa chanson, Vance mêle ses préférences musicales, d’Aretha Franklin à Willie Nelson, aux influences intellectuelles :
Jean-Paul Sartre si tu as perdu ton âme, Dostoïevski si tu veux vraiment savoir…
…pour conclure, à chaque couplet, que Noam Chomsky est une douce révolution.
De la linguistique à la résistance idéologique
Cette ritournelle fut ma madeleine de Proust. Elle m’a ramené à une vie précédente où j’essayais de suivre une voie universitaire. Ruminant à la bibliothèque sur les montagnes de théories pédantes, sophistiquées et provisoires qu’on nous obligeait à ingurgiter, j’étais tombé sur une anthologie de textes de Noam Chomsky.
A mes yeux, il s’agissait uniquement, jusqu’alors, de l’illustre linguiste, inventeur de la grammaire générative et transformationnelle, une innovation qu’on qualifiait aussi de révolution chomskyenne. Je découvris soudain que la vraie révolution chomskyenne, la plus importante, était ailleurs. Non dans le champ de la science, mais dans le champ de la conscience.
Je découvrais ce qu’on ne m’avait pas dit du grand savant : qu’il était un opposant, un penseur politique et un veilleur. A ce moment précis, l’Empire du Mal soviétique était sur le point de s’écrouler, le triomphe de l’Amérique et de son idée paraissait total et absolu. Chomsky, pourtant, continuait de pointer du doigt l’oncle Sam.
Du temps de la Guerre froide, ses adversaires avaient beau jeu de déclarer qu’il « jouait pour le camp adverse », qu’il était un agent soviétique. Mais les agents soviétiques se sont évanouis le jour même où leur employeur a fait faillite. La critique de Chomsky n’était pas partisane au sens où elle aurait servi un camp contre l’autre dans une guerre. Elle était absolue, c’est-à-dire ancrée dans les principes de la morale universelle. Il est des choses, nous disait-il, qu’on ne fait pas, même si l’adversaire ne se prive pas de les faire lui non plus.
Pour cette raison, les écrits politiques de Chomsky ont traversé les époques et conservent toute leur valeur. L’auteur n’a fait qu’ajouter des étages à son édifice, notamment dans ses prises de position sur la Palestine. Même si l’on n’épouse pas toutes ses causes, on est subjugué — et éduqué — par l’intelligence du regard. Son bref exposé sur Les dessous de la politique de l’Oncle Sam n’est pas un manifeste politique, mais avant tout un traité sur la manipulation des esprits.
La loi du « deux poids-deux mesures »
En tant que linguiste, c’est sur la novlangue que Chomsky s’est d’abord fondé pour déconstruire une propagande foncièrement totalitaire. Avec l’aide de ses étudiants, il s’est livré à de sérieux travaux de médialogie, les rares vraiment utiles. Étant entendu que les « recherches » de la filière officielle, en matière de sciences humaines, ne servent jamais à confondre le discours officiel, mais au contraire à le renforcer soit en lui ajoutant une justification académique, soit en brouillant et estompant toute représentation claire de la réalité vécue.
A rebours de ces méthodes, Chomsky va droit au but, avec des mots simples et des arguments concrets. Deux de ses exemples me sont restés en mémoire et ont changé ma manière de penser et de voir le monde.
Dans les dernières années du bloc soviétique, nous étions quotidiennement abreuvés de nouvelles sur la lutte du syndicat Solidarnošć et de la Pologne catholique contre la dictature communiste. L’élection d’un pape polonais — le premier non italien depuis des siècles — avait évidemment offert à cette cause un écho mondial. La nouvelle de la torture et de l’assassinat de l’aumônier du syndicat, le père Popieluszko, en 1984, a sonné le glas du régime du général Jaruzelski. 500’000 personnes ont assisté aux funérailles du prêtre martyr, qui fut béatifié en 2010.
Le père Popieluszko, victime d’un régime communiste, est une belle et lumineuse figure de résistant au totalitarisme. Cependant, Chomsky et son coauteur Herman ont placé cette tragédie unique en regard du sort de nombreuses autres figures catholiques martyrisées à la même époque par des régimes « amis » des USA. Et elles ne sont pas peu : 72 religieux tués en Amérique latine entre 1964 et 1978, 23 au Guatemala entre 1980 et 1985, et surtout l’assassinat de Mgr Romero et de quatre religieuses américaines au Salvador en 1980. Il y avait parmi ces victimes des exemples de dévouement et de foi non moins admirables que celui du père Jerzy. Mais la comparaison de l’espace médiatique objectif alloué, aux États-Unis, à ces ensembles d’événements aboutit à un résultat sidérant. Il apparaissait qu’un prêtre assassiné par le régime polonais « pesait », en matière de couverture médiatique, 666 fois plus lourd qu’un prêtre assassiné par un régime satellite des USA !
Il serait superflu de relever les exemples de ce procédé d’escamotage dans l’actualité récente. Il ne s’agit plus de cas, du reste, mais du mode même de l’information passant par l’ensemble des médias de grand chemin occidentaux. Les rédactions, ou plutôt les journalistes isolés, qui essaient de rééquilibrer un tant soit peu la balance, sont aussitôt stigmatisés par leur milieu même. Les « décideurs » n’ont même pas à intervenir.
Un auto-aveuglement total
L’autre étude de cas proposée par Chomsky est encore plus instructive quant au fonctionnement de la propagande occidentale. Elle prend pour point de départ un incident stupéfiant survenu à la radio soviétique en 1983 lorsqu’un courageux animateur, Vladimir Dantchev, dénonça l’occupation soviétique de l’Afghanistan au cours de cinq émissions successives avant d’être limogé et envoyé aux soins psychiatriques. La presse occidentale salua abondamment le courage de ce dissident, non sans se rengorger : « cela ne pourrait jamais arriver chez nous ».
Prenant cette autosatisfaction à la lettre, Chomsky s’attela à trouver des exemples de critique semblables dans les médias du mainstream américain au sujet de la calamiteuse guerre du Vietnam. Il n’en trouva… aucune !
« En bref, il n’y a pas de Danchevs chez nous. Dans le mainstream, il ne se trouve personne pour appeler une invasion “invasion”, ou même pour prendre conscience du fait ; il était impensable qu’un journaliste US appelle publiquement les Sud-Vietnamiens à résister à l’invasion américaine. Une telle personne n’aurait pas été envoyée dans un hôpital psychiatrique, mais il est improbable qu’elle eût conservé sa position professionnelle et son statut social. »
Et Chomsky ajoute encore ceci:
« Il est à remarquer que dire la vérité, de ce côté-ci, ne demande pas de courage, seulement de l’honnêteté. Nous ne pouvons invoquer la violence d’Etat, comme le font ceux qui suivent la ligne du parti dans un pays totalitaire. »
Parler bas pour penser haut
L’école de pensée de Chomsky n’a rien de révolutionnaire. Elle repose, en somme, sur le vieux dicton évangélique de la paille et de la poutre. Mais le calme, la persévérance et la constante lucidité du vieux linguiste ont modifié la conscience de millions d’Américains et d’Occidentaux, précisément en leur ouvrant les yeux sur la matrice qui les conditionne eux-mêmes, le plus souvent à leur insu. Chomsky n’a pas besoin de dresser des barricades ni de faire de l’agitation politique, même s’il reste, curieusement, un démocrate très discipliné. Sa révolution est dans les têtes, et dans des têtes, souvent, fort éloignées des hautes sphères de la vie intellectuelle.
Comme le dit Foy Vance : « Jamais aucun être humain n’a parlé aussi doucement en délivrant des vérités aussi dévastatrices que Noam Chomsky lorsqu’il a partagé ses idées. Il est réellement une douce révolution. »
© 2016 Association L’Antipresse
ANTIPRESSE | N° 23 | 8.5.2016
PS: Foy Vance se produira le 2 juin prochain au Caribana festival de Crans-près-Céligny.
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Res Publica Europensis
Res Publica Europensis
par Yohann Sparfell
Ex: http://www.in-limine.eu
« L'esclavage prend de graves proportions lorsqu'on lui accorde de ressembler à la liberté »
Ernst Jünger
La modernité a eu pour principe de nous asséner une « vérité » qui aurait été l'ultime vérité: l'humanité aurait atteint ses propres profondeurs en accomplissant son destin. L'histoire serait parvenue à sa fin et nous aurions eu la pleine maîtrise du monde en acquérant la possibilité de le façonner sans limite pour notre usage. Il s'est agit d'une révélation, d'une forme de « religion », dévoyée, dans le sens où au travers elle nous imaginons un monde issu d'une création ; mais d'une création de notre fait, d'une Raison imaginative qui outrepasse le sens de la liberté.
Le Progrès nous a emmené là où nous en sommes actuellement: l'accomplissement de l'humanité, donc en quelque sorte, sa fin, son obsolescence par conséquent. Car en effet, c'est une conséquence dont nous ne pourrions en contester le terme. Le temps fut venu de faire table rase, et d'opposer une prétendue supériorité du post-humain à l'antiquité crasse d'un vieux monde enraciné et... trop humain. La prétendue spiritualité derrière laquelle se cache cet élan maudit de création puis de destruction nihiliste est bien dans l'air du moment, mais plutôt au sens où elle n'est plus attachée à rien, où elle se prend d'une irrésistible envie de voler entre les nuages des rêves de puissances et des désirs de se prendre pour Dieu. Mais alors, est-ce encore une spiritualité ? Cela en tient lieu à partir du moment où elle tâche de nous « élever » vers une croyance envers un monde où l'homme, sans limite, aurait la maîtrise de tout ce qui l'entoure, de lui-même, de sa propre vie comme de sa mort. Mais il faut bien distinguer la croyance du mirage. Et la spiritualité des temps postmodernes, aboutissement de la modernité « libérée » des croyances et des dogmes surannées, n'existe qu'en rapport au mirage, parce qu'elle ne pose d'emblée aucune limite à son champs d'action, à sa tendance à fonder un monde-exutoire pour l'individu « libéré ». Une spiritualité qui rend honneur aux instincts insatiables de l'homme, qui tend à l'abaisser et non à l'élever, bref, une spiritualité à l'envers. Nous pourrions dire à son propos qu'elle n'est donc pas liée à une espérance céleste de l'homme, qu'elle ne se situe pas sur les sommets, mais a contrario au sein des profondeurs liquides où tout se mêle, se confond, et où rien d'autre ne compte que l'illusion d'une indépendance conquise au prix du sang des peuples de l'Europe qui a porté pourtant en son sein, originellement, un tout autre humanisme.
En sacrifiant à une « spiritualité » dévoyée, à un « humanisme dévergondé », l'on pèche effectivement par excès, et l'on met en péril l'âme et l'équilibre de notre civilisation et, aussi, la terre qui la porte depuis des millénaires : l'Europe. Comment pourrions-nous sauver, en la réaffirmant, cette civilisation qui porte en elle l'espoir sans fin d'un humanisme garant de la personne et de sa singularité ? En nous y inspirant de nouveau – une fois évacuée le pseudo-humanisme des Lumières et des droits-de-l-homme – afin de prendre goût et passion, de nouveau, pour le soin et le progrès de notre Europe et de ceux qui la font depuis des générations. Mais quelle est cette Europe que nous pourrions fonder si tant est que nous en ayons encore la force ?
La singularité
À partir du moment où il nous fallut engendrer un monde pour l'homme « libéré » de ses attaches et de ses appartenances, il fallut bien dans le même temps engendrer cet homme lui-même. Si l'homme n'est plus cette créature qui se doit de rendre grâce à son Créateur, en poursuivant sans fin sa quête de vérité, alors il tend à devenir le créateur lui-même, celui d'un monde fait à son image, ou du moins à celle qu'il imagine être la sienne.
Notre monde, celui de la modernité, a ceci d'étrange qu'il est bel et bien le nôtre, celui issu des délires de nos imaginations idéologiques depuis près de trois cent ans. Mais comme tout ce qui est conçu, il se devait d'être achevé, de tendre vers une sorte de perfection. Ainsi le monde est devenu une certitude, rassurante. Il est devenu possible tout à coup de pouvoir le concevoir, c'est-à-dire de se donner la possibilité d'en extraire toutes les fonctions sous des formes mathématiques – les mathématiques ne sont pas l'expression tout entière de la vérité mais seulement un langage permettant de modéliser la réalité telle que l'on est supposément capable de le faire à un moment donné. Ainsi, le monde est explicable, commensurable, limité. Il devient par conséquent possible d'atteindre la « vérité », et enfin pense-t-on de pouvoir se reposer, s'endormir sous les fatras de nos rêves utopiques.
Dans un monde ainsi imaginé, il n'y a plus de place pour l'incertitude, l'intranquilité, la quête de sens. Il n'y a plus qu'une immanence froide au sein de laquelle se doit de se loger l'humain, d'y demeurer. Et c'est ainsi que les demeurés tendent à se ressembler en se rassemblant dans un esprit grégaire. L'individu est né par le fait qu'il fallait qu'il s'adapte, non pas tant à ses conditions réelles, biologiques, sociales, politiques, mais à des préjugés pour lesquels il tendit à s'uniformiser. Le « tous pareil » fut le nouveau credo d'une modernité qui, de par sa nécessité de rationaliser son espace, et son temps, engagea la création d'un homme-individu d'une espèce bien déterminée. Au nom d'un tel monde, de telles certitudes « scientifiques », que n'avons-nous pas brisé comme espérances ? Combien d'étoiles n'avons-nous pas éteintes, étouffées par une « vérité » suffocante ?
Bien entendu, tout monde humain appelle une certaine normativité des comportements, une certaine homogénéité des mœurs, au nom de principes communs. Mais ceci ne fonde en aucune manière une uniformité du cœur des hommes. Chacun de ceux-ci en effet est invité par notre tradition gréco-chrétienne européenne à une recherche personnelle de la vérité, tout en maintenant le soucis constant d'adhérer à des valeurs civilisationnelles. Le principe de cette adhésion est donc d'assurer et d'accroître idéalement la pluralité des formes personnelles et collectives de quêtes pour la vérité. La vérité n'étant pas définissable en dernier lieu - par conséquent elle se dérobe perpétuellement lorsque l'on tente de la figer - l'identité ne peut se définir que conditionnellement. Cette dernière n'est qu'une forme que prend une résolution face à la responsabilité qu'a une communauté humaine, dans le temps et en un lieu, d'absorber la diversité sous une nécessité ontologique : celle de la quête de vérité et du maintien de l'espérance dans la vie de cette communauté. L'identité en ce cas est liée à l'émergence et la diffusion de l'énergie émanant de la diversité humaine au sein de l'interrelation formée par la communauté. Tout le contraire d'une identité conçue comme imposition d'une forme d'espérance qui s'apparente bien plus à un destin commun soumettant chaque homme à un but. Dans le premier cas, la dynamique vitale émerge du moyen qu'à l'homme de progresser, dans le second, cette dynamique s'essouffle dans le but imposé.
Ce but nous ramène à l'individu et à ce qui l'identifie à un autre individu : la défense de son intérêt. Au nom de ce préjugé, car c'en est un, nul nécessité ne peut apparaître quant au maintien de la diversité culturelle et personnelle au sein de l'humanité, sinon de façon exutoire – le ressentiment dû à la vue provocante de ce qui paraît différent. L'utilitarisme effrénée pour lequel on a fondé un monde uniforme et figé, et le doute insupportable dans lequel s'enfonce la civilisation postmoderne vis-à-vis de la croyance en la toute-puissance de l'intérêt individuel comme moteur de ce monde, pousse désormais l'individu européen à ne plus croire en lui-même. Il ne peut plus se situer dans une civilisation singulière et devient par là-même flottant, « liquide » comme disait ZigmuntBauman.
Il ne peut en être de même de la personne, enracinée dans une réalité, une civilisation, une certaine forme d'espérance. Il ne peut en être de même de celui pour qui le chemin mérite plus nos attentions que le but à atteindre qui toujours véritablement se dissipera à mesure que l'on s'imaginera l'approcher. Le monde ne se construit qu'illusoirement d'après nos mythes. S'il était particulièrement courant de le faire en des temps très anciens, aujourd'hui nous le faisons en nous appuyons sur une « raison » disproportionnée, en rejetant toute limite pourtant inhérente à notre réalité. Nous avons mis sur pied un système de pensée inventant un monde à notre usage. Ce monde n'est plus celui de la personne, d'un homme conscient de ses propres limites, mais de l'individu mu par ses seules envies d'avoir la pleine maîtrise sur son destin.
Chaque personne est pour elle-même une parcelle d'absolu, et pour le monde une parcelle de relativité. C'est la raison pour laquelle son accomplissement représente à l'égard de la « personnalité » de Dieu une nécessité, une sorte d'obligation vis-à-vis du reste de la Création – et par conséquent du reste de la communauté dont est membre la personne. Entraver cette liberté, car il s'agit là de la seule et véritable liberté, revient à nier la présence de Dieu dans l'Univers, le monde en Dieu et Dieu en chaque partie du monde. L'accomplissement est la dynamique qui porte le « monde » - l'univers comme les mondes humains – et la personne possède en elle-même cette capacité « naturelle » à pouvoir se déployer, à l'image, inversée, de Dieu par l'Univers ; c'est en cela que l'éducation a un rôle si fondamental et profond au sein d'une civilisation comme la nôtre en Europe et qu'il est nécessaire d'élever au rang de priorité pour sa nouvelle renaissance.
Si l'homme ne prend pas acte de cette nécessité, il n'octroie au monde, par répercussion, qu'une « valeur » insignifiante, et surtout insensée – d'où alors la possibilité d'en exploiter les ressorts. Le sens que collectivement, en tant que civilisation, nous donnons au monde, à notre monde, est lié au sort que nous réservons à la personne, au respect, ou non, de sa singularité. De la pluralité des aventures personnelles naît un monde dont les principes, les valeurs, reposent sur la liberté et l'intensité par lesquelles ont pu, et peuvent, s'accomplir ces aventures en harmonie avec toutes les autres.
Des singularités qui ont la faculté de pouvoir s'affirmer, s'épanouir autant que faire ce peut, portées par l'espérance en l'avenir, cela procède d'une singularité générale de cette civilisation qui donne à l'humain une place plus haute, et différenciée par rapport au reste de la Création, que n'apporte aucune autre civilisation. Ainsi en est-t-il de notre civilisation européenne. Au regard de ce principe au moins deux fois millénaire, l'Europe est digne de se donner par elle-même en ce troisième millénaire naissant une organisation sociale, politique et « religieuse » qui la pousse en avant sur la voie de l'espérance et de la puissance.
L'autonomie personnelle et communautaire
L'homme n'est une personne qu'à partir du moment où il s'intègre, consciemment ou pas - et consciemment est pour le mieux - aux communautés qui lui apportent les soutiens nécessaires à sa propre réalisation. Ces soutiens, quels sont-ils ? L'ensemble de ce qui peut lui permettre de s'affirmer parmi les siens (éducation, savoirs, etc) et par la suite, de lui donner l'occasion de saisir ces opportunités de la vie par lesquelles il aura la chance de s'élever par-delà lui-même et ainsi dépasser ses appartenances. Ce dépassement n'est pas une négation. Élever un être humain, ce n'est pas le jeter dans les airs. C'est tout au contraire l'accompagner vers son accomplissement et l'affirmation de sa propre personnalité, irréductible à tout autre. C'est en cela que la personne « dépasse » ses appartenances : par l'assomption de l'ensemble de ses identités, telles que définies prioritairement plus haut.
Mais un tel paradigme ne peut se concevoir que si l'on se réfère à un certain progrès accompli au sein des communautés humaines. Faire mention à ce moment d'un progrès humain lié à la faculté pour les singularités d'accéder à leur auto-réalisation, c'est de notre part s'attacher à des valeurs qui sont celles de la civilisation européenne : l'homme doit trouver en lui-même les ressources qui lui permettront de se dépasser et de trouver son Salut. Cela implique de ne plus seulement se référer aux mythes fondateurs de notre civilisation, incontournables d'une certaine façon, mais à ce qui fonde l'âme de cette civilisation : la quête pour la vérité. Le monde, tout comme l'homme, comme chaque personne, reste toujours à découvrir, par nous-même, par lui-même, par elle-même. Mais il ne s'avère possible de le faire que si l'on a les pieds bien ancrés sur notre sol, dans la réalité qui nous fonde et peut être à même de nous élever par la suite. La vie est une recherche, de soi-même et de la vérité sur le monde, et il n'est possible de la mener qu'en accédant à une plus ou moins grande part d'autonomie. Et l'autonomie n'est pas l'indépendance, ni l'autarcie. Elle peut se concevoir comme une dialectique.
L'auto-réalisation implique une connaissance préalable de soi, une recherche de la vérité qui n'est pas dirigée uniquement vers l'extérieur de soi, mais aussi vers l'intérieur. Connaissance et vérité, renaître au travers de l'assomption de ce que l'on est véritablement, c'est ce qui stimule l'espérance. C'est aussi ce qui nous porte vers l'autonomie, vers une maturation et l'élévation de l'esprit, vers la possibilité de se désenclaver de sa « gangue » tout en restant soi-même, en bref, d'exister – ex, hors, du stare, immobilité. C'est proprement affirmer son identité personnelle, tout en donnant aux identités collectives qui ont nourri les prémisses de notre humanité la valeur de repères dans le cheminement de la vie - nous ne saurions partir de rien mais toujours d'un « là ». « Connais-toi toi-même ! », à condition de pouvoir en permanence se ressourcer à ce qui alimente notre besoin de nous enraciner dans une réalité rassurante : nos communautés d'origine.
La vérité est unique, mais diverse la façon de l'aborder. Et tant que cette diversité existe, existera aussi l'espérance d'approcher toujours plus de la vérité, pas à pas, munis de notre propre vision du monde. Ainsi armés, nous pouvons avancer sur le chemin de nos accomplissement personnelles, de notre autonomie, tout en enrichissant nos communautés de nos expériences et de nos diversités. En se découvrant soi-même, l'on découvre l'autre, le prochain, ceux de sa race, de son métier, de sa patrie, puis l'on peut alors partir à la découverte du lointain, l'aborder en toute confiance, de soi-même et de ses propres capacités.
Comme nous l'avons dit plus haut, la quête d'autonomie est une dialectique : nos communautés sont les soutiens nécessaires, les sources de nos espérances, les causes immobiles de nos engagements, tandis que ces derniers représentent des sauts dans l'inconnu qui sont autant d'espoirs vers une élévation de nos âmes. La liberté, lorsqu'elle n'est pas dévoyée, s'alimente de ce besoin irrésistible de dépasser les immobilismes inhérents à ce qui existe depuis fort longtemps, à ce que les hommes ont fondée depuis les temps immémoriaux. Mais elle ne peut le faire qu'en sachant très bien qu'il lui faut pourtant s'y appuyer, s'y inspirer afin de, non pas engendrer le même, mais quelque chose de toujours supérieur, quand bien même cela ne serait que faux-pas.
Les communautés ont besoin de vivre par elle-même, en toute autonomie. Et elles ne peuvent construire cette autonomie que si elles permettent à leurs membres d'accéder eux-mêmes à une part la plus large d'autonomie. Ce qui implique une responsabilité de leur part, et de la part des communautés à leur égard. Tout ceci va évidemment à l'encontre, radicalement, des tendances actuelles au sein de notre monde individualiste. C'est que les hommes y sont sensés être hommes par eux-mêmes, en ne considérant que leur nature organique, et en niant les attaches qui pourtant les a fait être tels. Nul n'est vierge de dettes envers ses prédécesseurs !
L'autonomie, comme beaucoup de concepts de nos jours, est bien mal comprise par nos contemporains. On la confond avec l'indépendance. Or, l'autonomie est cette aptitude à trouver à partir de soi dans son environnement propre les conditions de sa perpétuation et de sa croissance. Elle requiert par conséquent une inter-dépendance entre les divers éléments « habitant » un espace donné. Ce qu'il est important d'admettre, c'est surtout qu'elle implique deux attitudes qui semblent non sans raison antinomiques, mais qui peuvent aussi paraître par certains égards complémentaires : d'une part le besoin de maintenir l'acquis, c'est-à-dire l'instinct féminin de conservation, de compassion, de soin, de statisme, et d'autre part le désir viril de conquête, de victoires, d'extension, d'adaptation aux défis lancés par de nouvelles conditions de vie.
En réalité, l'autonomie est un idéal reposant sur le principe de liberté. La personne qui se construit, qui s'émancipe par la même occasion des lourdeurs de la tradition, trouve en elle-même - à condition d'avoir reçu une éducation le lui permettant – des ressorts singuliers, des aptitudes particulières, qui lui fournissent maintes opportunités de pouvoir s'affirmer et se détacher de la collectivité. En cela, elle se libère. Mais, en se libérant, elle s'attache simultanément d'une autre manière à sa, ou ses communautés, par le biais de la place qu'elle y trouve, et qui lui correspond. Il s'agit là d'une reconnaissance de ses pairs qui lui est à un moment indispensable afin de se voir garantir son statut et sa liberté conquise. L'autonomie est une quête de liberté et de vérité, elle invite à constamment s'engager sur la voie solaire de l'élévation de soi et de l'affirmation de son être, de la conquête tant spirituelle que matérielle, tout en défendant ce qui fonde et perpétue par son pouvoir générateur cette quête : la tradition, la Culture communautaire.
Si l'autonomie est un détachement, celui-ci ne peut être qu'apparent car elle ne trouve de dynamique que dans les communautés qui l'incitent au niveau personnel pour elle-même, pour leur propre autonomie. Une séparation telle qu'on l'entend dans notre époque individualiste et décadente n'est qu'illusion dans la mesure où l'homme séparé, aérien, identique, est une foutaise inventée par des idéologies qui ont pensé que celui-ci n'était avide que de ses intérêts. Or, c'est bien à toute autre chose à laquelle songe l'homme en marche vers son avenir – et non son futur, tout tracé -, quelque chose pour laquelle il serait prêt à donner sa vie en dernier ressort : son honneur, qui soumet sa vertu à l'épreuve.
La tendance naturelle des communautés vers l'autonomie, lorsque bien sûr celle-ci n'est pas contrariée par des assauts extérieurs, se conjugue donc nécessairement avec un ordonnancement des facultés qui la composent. La culture dite « populaire » est un vaste tableau représentant au moyen d'une palette d'expressions diverses et variées la façon traditionnelle de répartir les rôles et compétences, un ordre nécessaire dans une société humaine.
Diversité et inégalité : les deux mamelles de la justice
La diversité humaine, tant eu égard à la personne qu'à ses communautés, est un facteur qui, contrairement à l'approche néo-libérale mercantiliste, doit être vu comme une véritable chance. En effet, dans nos sociétés actuelles consuméristes, la nette tendance est de niveler toutes différences afin d'accroître la possibilité pour les marchés mondialisés de pénétrer l'ensemble des territoires – au sens large – renfermant des consommateurs potentiels (ceux qui ne sont pas solvables n'étant alors soumis qu'au pillage de leurs ressources). Or, dans une toute autre optique, qui est celle d'une élévation du potentiel humain dans un but de véritable progrès, tant spirituel que matériel, le fait même de la diversité humaine avec toutes ses conséquences fournit une base sur laquelle fonder une civilisation plus haute, plus humaine. Nous nous devons d'insister ici sur le fait que cette notion de « progrès » dépend du caractère singulier de la civilisation au sein de laquelle elle fut culturellement - la Kultur - élaborée ; en ce qui nous concerne, il s'agit bien d'une vision européenne qui est la nôtre.
Le déploiement d'énergie qui est à même de pouvoir jaillir de la « base », de l'entrelacement des diverses singularités composant le monde humain, et intégrant la faculté de donner à la notion de progrès un sens aléatoire, non prédestiné, résulte directement d'un ordre fédérateur organisant les forces sociales horizontalement et verticalement. Nous pouvons alors parler d'une certaine vision de la justice, dont le sens aujourd'hui est lié à la soumission aux préjugés sur l'homme, établis depuis près de trois cent ans par des idéologies déconnectées de toute réalité, désincarnées. A contrario du sens moderne qui lui est donné, la justice se rapporte bien plutôt au bon ordre, à la possibilité donnée à chacun de trouver sa place au sein de communautés humaines interdépendantes. De cette condition découle une plus forte probabilité de définir le Bien commun : la dialectique entre le particulier et le collectif dans le sens d'un progrès désiré, et non envié. Tant la diversité des personnes au sein des métiers, des associations professionnelles ou autres, que la diversité des régions et des nations au sein de l'Europe, œuvrent à une plus forte possibilité d'intégration des différences, dans la mesure des règles communes, et à une plus grande puissance d'adaptation et d'efficience de la base vers le haut de toute l'organisation sociale.
Une telle vision des choses ne fait pas abstraction de l'inégalité fondamentale entre les êtres humains. C'est d'ailleurs sur elle que repose une autre conception de la justice, une conception qui fait référence à la réalité, et qui s'efforce de donner à chaque personne la place et le rang qui lui est dû pour une harmonie de l'ensemble. Cette justice croit au respect, et n'ambitionne pas de faire de chacun plus ou autre qu'il ne pourrait être. Une telle démarche va dans le sens d'un accroissement de l'efficacité et de la motivation, tant dans le domaine économique que politique. Du moins pour ce dernier à la condition que l'on en donne une toute autre définition que celle qu'il a pris de nos jours : politique politicienne des partis et d'une pseudo-démocratie. Il y a des personnes dont les aptitudes ne permettent pas de grandes élaborations théoriques ni ne comportent de fortes possibilités d'intégration des données d'une réalité plus ou moins vaste et complexe. Ceux-là n'en sont pas pour autant à mépriser comme a tendance à le faire l'esprit bourgeois. En redonnant toute sa place, son honneur, au travail manuel, et en organisant une saine hiérarchie en son sein et en fonction de chaque métier, il devient alors possible d'éprouver pour la personne un sentiment de satisfaction dans la mesure où elle entrevoit une perspective de reconnaissance.
Nous pouvons en outre ajouter qu'une telle conception peut s'appliquer entre les métiers eux-mêmes dont les différents rôles pourraient alors bénéficier d'une reconnaissance plus globale au sein des communes et des régions. L'œuvre de tel ou tel au sein de l'entité communautaire supérieure aurait alors tout son sens du point de vue du Bien commun. Ce qui s'applique aux corps de métiers peut s'appliquer aussi par exemple aux quartiers au sein des communes, permettant par là-même d'évacuer la vindicte de la « bien-pensance » au sujet d'un « populisme » forcément irrationnel et intolérant. Le principe qui préside à une telle organisation est que chaque singularité puisse s'exprimer et se confronter aux autres dans une recherche perpétuelle d'équilibre et de définition du sens commun à donner à ce que l'on fonde ensemble. Le lien que l'on peut en faire avec la recherche permanente de la vérité n'en devient que plus évident. Il n'y a aucune certitudes sur la nature humaine, seulement des principes à faire évoluer en fonction des situations rencontrées par les différentes communautés et leur interrelation.
L'inégalité n'est donc pas un facteur de ségrégation, d'irrespect ou de mépris, de discrimination, dans une société dont les principes reposent sur l'harmonie entre les différentes singularités humaines. La séparation ne se situe pas entre certains membres de la communauté et les autres, ou entre certaines communautés, telle une indépendance imposée de facto, et d'après une évaluation discriminatoire. Certaines expériences passées ont failli et il ne serait utile de s'en référer que pour en tirer les conclusions qui s'imposent : au-delà de la nécessité de hiérarchiser selon la diversité humaine, il apparaît comme d'une toute autre obligation, d'un autre niveau mais supérieur, d'intégrer cette diversité dans la bonne marche de l'ensemble, dans une vision du Bien commun. C'est cette « obligation » qui émane de nos valeurs en Europe depuis la Grèce antique, qui dirige nos âmes vers toujours plus d'humanité.
Mais il faut bien se garder de considérer toute « obligation » principielle de ce type comme émanant, ici en Europe, d'un quelconque utilitarisme vouant l'humanité à un strict productivisme de « bien-être ». Ce qui serait manquer toute transcendance et n'évoquer que la matérialité immanente en laquelle s'enfermerait toute vie. Nous ne nous intéresserions qu'au chaudron divin Undry et non au dieu Dagda qui donne une toute autre nature à sa divine cuisson que la production indéfini d'être qui peupleront les mondes d'en-bas. Pour grand pourvoyeur de vie qu'il est au travers de ses dons de résurrection et de maître de la Roue cosmique, il est aussi le possesseur de la harpe magique Uaithne, Harmonie ! Cette harmonie, que l'on ne sait possible en ce bas-monde, est en réalité une quête incessante tendue vers la vérité et la perfection. C'est une conscience envers l'Être qui pour être dans le monde dans sa plus infime parcelle, et le monde lui-même dans son entièreté, n'en est pas moins différent du monde car Supérieur à lui.
Par conséquent, après avoir déniché les conditions d'une véritable justice, serait-il souhaitable de préciser d'où elle devrait émaner au sein de la société humaine. Eh bien ce lieu est l'ensemble de la société elle-même, l'interdépendance horizontale et verticale qui structure la diversité des personnes et communautés. Elle ne se déverse pas d'une hauteur imaginaire, d'utopies désincarnées, sur le monde comme un flot de « vérités » par rapport auxquelles il nous faudrait régler autoritairement le monde humain. Les utopies « libérales » des Lumières portaient en elles cet autoritarisme, contrairement à ce qui est admis en leur nom, car elles se sont efforcées d'imposer une vision sur l'homme et une organisation correspondante, au nom de la « liberté », uniquement utilitaristes et contractuelles, donc individualistes. La justice doit être la dynamique du monde, diffusée dans toutes les strates de la société, et mue par l'idée universelle du Bien commun qui s'est inscrite dans nos valeur européennes depuis plus de deux milles ans.
Les lieux et enjeux de l'autorité
S'il peut paraître indispensable au sein d'une société dite « organique » qu'elle soit innervée de l'esprit de justice afin d'en tirer la force nécessaire à sa propre perpétuation, cela ne se peut que dans la mesure où l'autorité est présente à chacune de ses strates et organes. Il est en effet puérile de penser que la justice pourrait comme par enchantement apparaître de l'auto-organisation d'hommes « libres » et égaux. Ceci est un rêve révolutionnaire d'un autre âge désormais. Pour toute justice il faut un garant. L'autorité est justement ce qui apporte la garantie aux hommes et à leurs communautés qu'il leur sera toujours possible d'atteindre à leur accomplissement, à la réalisation d'eux-mêmes eu égard la nécessité et leurs désirs de vie. L'homme ne se suffit pas à lui-même, les communautés de base non plus. Il leur est donc indispensable de partager, d'échanger, de coopérer, de s'entre-aider, de s'affronter dans le but de maintenir et d'approfondir. Mais l'ensemble de ces actions ne peuvent parfois non plus suffire pour mener à bien les buts assignés. Et cela est d'autant plus vrai lorsqu'il s'agit par exemple de jeunes personnes n'ayant en eux ni le savoir et les connaissances requises, ni même une vision claire sur les objectifs qui seraient les leurs en fonction de leur personnalité et aptitudes. Il existe pratiquement et quasi nécessairement pour tout acteur de la société un point d'achoppement en un temps donné de sa vie en lequel il se mettrait volontiers sous les auspices d'une plus haute instance. Nous avons tous besoin à un moment ou à un autre de soutiens et d'encadrement qui nous permettent de palier à ce que nos propres forces ne sauraient fournir. Et nous nous référons en cela à la simple constatation depuis l'origine de l'humanité que l'homme, outre le fait qu'il est limité physiquement et psychiquement, a toutes les peines du monde à s'imposer par lui-même des limites à son action sans qu'il ne soit nécessaire d'en appeler à une entité supérieure, et ce bien souvent vis-à-vis des autres.
L'autorité est cette entité supérieure qui à tous les niveaux de la société devrait garantir et organiser la justice. De la famille à l'État, l'autorité a pour fonction de commander, de dicter la conduite de l'ensemble lorsqu'il s'avère indispensable de faire appel à elle, c'est-à-dire lorsque les membres de la communauté en question ne peuvent plus trouver en eux-mêmes ni les moyens ni la volonté nécessaire afin de parer aux infortunes. L'autorité se doit par conséquent de pouvoir fournir une force supérieure à la somme de celles composant la communauté, en combinant deux éléments : d'une part, l'apport de l'expérience acquise par les générations passées maintenue vivante et concentrée par les élites en chacune des cellules communautaires et, d'autre part, l'irradiation dont peut faire preuve un centre en lequel est contenu comme dans un écrin la conviction, l'espérance, d'hommes assemblées depuis l'origine pour leur propre élévation d'esprit. L'autorité n'est pas effectivement à confondre avec l'autoritarisme, chose somme toute fort courante de nos jours, parallèlement et paradoxalement, du moins en apparence, avec le laxisme. Là où ne se rencontre plus aucune autorité, ne peut alors fleurir comme du pissenlit que son travestissement tout comme le contraire de celui-ci, tous deux issus d'une notion dévoyée de la liberté.
Le manque, inhérent aux hommes et à leur condition, ainsi qu'à ses communautés de bases constituées afin d'y palier jusqu'à un certain degré, est en vérité non aléatoire. C'est un fait constant dont ne saurions que tenir compte dans le but de fonder une société humaine assise sur le réel et non une quelconque utopie. La réalisation totale de l'être implique, par conséquent, de s'insérer, tant pour les hommes que pour ses communautés, dans un ensemble plus vaste de compétences et de rayonnement. Dans ce schéma, l'autorité apparaît pour ce qu'elle est : la médiation entre l'entité sociale et sa possibilité plus haute de réalisation. L'autorité est indispensable au sein d'une société, et d'autant plus que celle-ci est la société européenne que nous voudrions refonder eu égard à notre histoire et notre singularité civilisationnelle, ou en un autre terme : notre « tradition ».
L'autorité est un axe qui relie les hommes entre eux, et ceux-ci à la source de leur tradition. Elle est ce lieu quasi sacré d'où émane l'espérance en la perfection et l'élévation des hommes. Elle est à même de produire envers l'expectative qu'ont les hommes pour leur propre accomplissement - dans un monde sain, cela s'entend – un ordre, une voie de réalisation maintes fois pratiquée et enrichit par la vie et l'œuvre des générations passées. Elle ne saurait donc être confiée aux premiers venus. Chaque communauté aura à reconnaître parmi elle ses meilleurs et plus expérimentés éléments afin d'assurer cette mission. Leur présence suffira alors à donner à l'ensemble de la cohésion et de l'assurance pour l'affirmation possible de chacun. Tout comme les vins, c'est ainsi que l'on se doit de pratiquer l'élevage des hommes : en cultivant silencieusement le terrain de la vie personnelle et commune afin d'en tirer les plus grandes qualités par l'âge et la raison.
L'autorité est donc à la tête de chacune des communautés sociales ce par quoi celles-ci trouvent une cohésion et une protection assez efficace afin de faire perdurer en son sein une synergies entre ses membres. Elle représente pour ceux-ci un moyen et une nécessité du fait de leur insuffisance ontologique. Son rôle n'est donc pas d'être omniprésente, se mêlant de ce que chacun peut accomplir seul ou en coopération sur le même plan, mais de palier à cette insuffisance en organisant l'espace et le temps en lesquels se jouent toutes les actions quotidiennes. L'autorité a un rôle « secondaire » vis-à-vis des membres de la communauté, un secours vers lequel l'on peut tendre à tout moment ou faire appel, tout en étant pourtant l'axe autour duquel tourne toute vie sociale dans un ensemble donné, plus ou moins restreint.
L'enjeu en réalité pour l'autorité au sein d'une communauté est, en complément de ce qui a pu être dit plus haut, d'insuffler la vie politique en celle-ci. Lorsque nous parlons ici de politique, nous ne faisons évidemment pas mention à la tartuferie actuelle qui passe pour en honorer le nom : la vie politicienne concernant surtout ceux qui ont osé réaliser un véritable hold-up sur nos vies au bénéfice d'un ultra-libéralisme des monopoles et autres oligarques. La politique est un art, celui qui sait mettre en œuvre et ordonner les expressions des diverses volontés des personnes prenant part à la vie de l'Agora dans chacune des communautés. La politique est l'autorisation en même temps que la limite : chaque avis, chaque intention se doit de pouvoir s'exprimer, mais à un certain moment il s'avère nécessaire de trancher. C'est à ce moment que l'autorité affirme le plus clairement sa présence, une présence indispensable à l'harmonie de l'ensemble ; ce qui témoigne d'autant plus du rôle incontournable qu'elle a en permanence vis-à-vis de toute construction sociale communautaire quant à la faculté de lui donner une certaine pérennité. Il faut du temps pour construire une autorité, et ceux qui auront la charge d'en assumer le rôle, de la base au sommet de la pyramide hiérarchique, devront être reconnus les premiers.
Les poupées russes de la subsidiarité
La politique, au vrai sens du terme, peut être perçue avec raison comme une forme de consécration de l'autonomie, l'expression d'un vitalisme qui trouve ainsi à apparaître et s'affirmer dans un contexte permettant à chaque participant de se dépasser par la confrontation, la concurrence, la coopération et l'échange. Le sens même de la politique dépasse allègrement les questions liées aux nécessités vitales, mêmes si celles-ci en forment en quelque sorte la trame de départ. L'autorité, outre le fait qu'elle doive maintenir la condition de possibilité d'une vie politique riche dans la communauté, a aussi pour charge d'insuffler sans cesse en son sein l'exigence envers soi-même de dépassement et de réussite. Cela implique, au vue d'une autorité telle que nous l'avons décrite plus haut, que cette « réussite sociale », loin de ressembler au spectacle d'une cupidité arborée ostensiblement, engage moralement ceux qui en bénéficient vis-à-vis de l'ensemble de la communauté. C'est par rapport à cette vision, incluant l'influence quasi spirituelle de l'autorité, que l'on peut dire de la communauté qu'elle est un corps vivant, un organe complet, fonctionnant pour le bien commun de chacune des cellules le constituant. C'est une organisation de type moral, non point utilitaire. Son âme est une parcelle de l'effort incessant de l'humanité vers son auto-dépassement : un type bien concret d'humanisme.
Mais dans un groupe humain circonscrit à une certaine tâche pour laquelle il s'est institutionnalisé au plan local en tant qu'élément organique stable, la politique trouve à un moment donné ses limites que seule une coopération à un degré plus élevé peut franchir. Toute construction humaine a ses propres limites et, à moins d'en attendre à l'intervention d'une force extérieure providentielle, tel un État, avec le danger par là-même d'en banaliser sa tendance au despotisme, il faut donc créer une strate organique supérieure avec à sa tête une autorité elle-même supérieure. C'est là tout le principe de la subsidiarité : fonder un niveau supérieur de coopération et d'organisation, d'ordre, afin de palier aux manques des niveaux inférieurs. Il en va pour ces niveaux, à commencer la personne elle-même tout en bas de la pyramide, pas tant de leur survie que de leur autonomie, et donc leur véritable raison de vivre. L'intérêt lié à la simple survie n'est que la partie émergée de l'iceberg d'une volonté qui va bien au-delà vers un sens à donner à la vie ; une raison qui ne saurait se limiter à une Raison abstraite et désincarnée tel un oubli de l'Être. Il devient donc nécessaire d'en-bas de prolonger l'ascension le long de l'axe de vie, la matière et ses nécessités passant pour être des prétextes, mêmes incontournables.
Le manque lié à la condition humaine, tant personnelle que communautaire pour les groupes restreints, n'explique donc pas tout lorsqu'il est question d'y faire face en adjoignant d'autres forces à celle qui en appelle à une forme ou une autre de solidarité. À moins de ne réduire l'homme qu'à sa dimension purement biologique, ou, ce qui revient pratiquement au même, à sa dimension d'entité en quête de ses intérêts individuels, il faut bien admettre que nous sommes « fait » d'autre chose, une grandeur bien plus haute qui nous motive par à-coup à nous élever au-delà de nous-mêmes. Cette grandeur mesurable par la capacité que nous enfermons les uns ou les autres à s'adapter, à analyser, à créer et à s'affirmer, en appelle à l'autorité afin de conforter l'effort par la reconnaissance des pairs ou de la communauté. La subsidiarité se situe aussi à ce point, qu'elle ouvre la possibilité pour les niveaux inférieurs d'un accomplissement qui n'est réel que dans la mesure où il peut se partager entre tous. Sinon il ne serait que néant, ne servant alors qu'à nourrir l'envie perverse et le ressentiment de ceux – les « égaux » - qui n'auraient eu la chance d'y accéder : « accomplissement » en ce cas le plus souvent matériel.
La subsidiarité, en ce qu'elle définit le rôle « secondaire » de l'autorité tout en, paradoxalement, lui assurant son statut primordial, peut ainsi participer dans une Europe à reconstruire à un véritable renouveau spirituel qui ne saurait se confondre avec les malheureuses tentatives menées dans un monde postmoderne en proie aux délires spiritualistes de substitution. La quête de vérité est un acte qui libère et élève si elle s'accomplit dans le respect de l'ordre et de la réalité du monde humain au sein et en appuie duquel l'on cherche à être soi-même parmi les autres. Subsidiarité et spiritualité sont donc les aspects par lesquels peut s'affirmer la puissance d'un peuple au travers de ceux qui le composent, et de tout un continent, le nôtre eu égard à ses valeurs ancestrales.
Le fait que chaque entité sociale communautaire ou collective se doive d'assumer à un certain niveau l'horizon de son incompétence, et par conséquent l'inefficience de l'autorité qui la chapeaute, nécessite une coopération à des niveaux croissant de responsabilité collective. Il s'en suit une structure sociale qui s'étage telle une pyramide en partant de la base jusqu'au sommet, représenté par l'État ; où l'on peut alors y voir une sorte d'empilement, un peu comme les poupées russes. Tout l'enjeu d'une telle structure sociale est d'assurer aux niveaux inférieurs les conditions optimales de la perpétuation et de l'accroissement de leur autonomie. Nous évoluons donc dans un tel schéma d'organisation selon un principe qui fait de cette autonomie le pilier de tout progrès humain. L'excellence, le mérite, l'élévation des valeurs portées par une civilisation ne peuvent véritablement exister qu'à la condition où il est donné à chacun et chaque groupe humain l'opportunité de pouvoir se réaliser en toute autonomie, et avec l'assurance d'une possible solidarité et reconnaissance assumées par l'ensemble de la société.
En outre, il faut bien concevoir qu'il ne peut être envisageable d'instituer différents niveaux d'autorité à partir des réels besoins des unités composant chaque fédération, professionnelle, religieuse ou territoriale, qu'à partir du moment où il devient possible de reconnaître pleinement les capacités de celles et ceux qui auront la charge d'en assumer le rôle. Il y a là le déploiement à tous niveaux, et de façon généralisée, d'une sélection et l'organisation d'une juste hiérarchie telles que nous l'avons entendu plus haut. Il ne peut nous être possible de déposer les symboles de l'autorité entre les mains de ses détenteurs qu'à la condition qu'ils puissent en être reconnus pleinement capable - et à la hauteur - par l'ensemble de ceux qui placent en eux leurs espérances. Nous voici d'un coup transposés à l'opposé de ce que l'on ne connaît que trop bien dans nos sociétés postmodernes !
La subsidiarité : ce que l'on tient en réserve. C'est au premier abord l'assurance d'un soutien octroyé aux membres qui, du fait de leur manque et de leurs désirs inhérents à leur condition humaine, en ressentent le besoin sur le chemin de leur auto-réalisation. C'est en outre, de façon plus énigmatique, un désir tout aussi inhérent à l'homme de se référer à « quelque chose » dans les hauteurs de l'âme, de l'appel d'une lumière spirituelle qui nous rend irréductibles à des êtres mus par leurs seuls intérêts. Un appel qui nous lie à une cause commune, à une illumination, une perspective façonnée par notre Tradition, notre histoire et notre mémoire. Une force virile nous y tend tel un arc bandé vers les hauteurs d'un Soleil qui éclaire nos pas. Au plus haut de l'encastrement subsidiaire des pouvoirs se situe l'autorité suprême, l'État.
La hauteur de vue de l'État
Pour toute grande construction il faut des fondations, de solides et indestructibles fondations. Pour un monde humain, ces fondations sont la mémoire, celle qui permet de lier les hommes entre eux, de fonder leur Culture. Elle est aussi ce qui se doit d'être interrogé par chaque génération. L'interprétation est en effet plus qu'une possibilité : un devoir pour les temps à venir. L'entité ultime qui se portera garant de cette tâche, du maintien d'une dynamique de progrès et d'Ordre, ce devra être l'État européen, l'autorité suprême qui en Europe, par sa présence même, devra ré-allumer la flamme de la passion de soi en nos cœurs.
Après les errements des temps modernes et postmodernes, il nous faudra en effet repositionner l'État au centre de ses prérogatives, ce qui signifie d'une part rehausser l'État, et d'autre part faire en sorte que de son point de vue tout tentative de dirigisme de sa part lui paraisse comme un constat d'échec. L'État, s'il doit répondre adéquatement aux besoins des strates inférieures de la société eu égard à la formulation de leurs demandes – principe de subsidiarité oblige – il se doit également de garder distance et de ne paraître abordable qu'en rapport à son rôle de garant de l'Ordre. D'en-bas, l'État est un secours lorsque les forces présentes au sein de la société déclinent et peuvent laisser apparaître le chaos. De sa hauteur, l'État doit voir plus loin que l'éternel présent, et préparer l'avenir de l'Europe. Il ne peut être question d'assistance de sa part lorsque vient à manquer la possibilité d'assurer la justice – car ceci reste à la charge de la structure « symbiotique » dont le fondement est de faire vivre réellement cette justice -, mais de suppléance quand survient un risque que cette dernière ne s'essouffle par manque de force ou de volonté. La mission de l'État est d'avoir une vue d'ensemble et de pouvoir ainsi parcourir les besoins qui ne pourraient être comblés par les niveaux inférieurs de la société. Ces besoins existeront tant à l'intérieur du territoire européen que vis-à-vis de l'extérieur.
Reconnaître une haute dignité à l'État, c'est lui redonner une place dans la société que celle-ci lui aura échu au sommet de son organisation, partant initialement des désirs irrépressibles, et dont il faut reconnaître la portée vers un véritable progrès, d'accomplissement des personnes. Mais c'est aussi, et même bien plus, voir en lui le point d'aboutissement d'une volonté commune au niveau continental de prolonger notre civilisation européenne au-delà d'elle-même. Or, où l'on aboutit est aussi d'où l'on s'engage. Par conséquent, l'État redevient par ce fait le siège d'un état d'esprit, qui est celui par lequel se transmet à l'infini la Tradition, et d'où s'inspire chaque volonté à la source de nos valeurs. L'État doit en effet être le gardien des valeurs ayant données toute sa singularité à l'Europe. Nos principes par lesquels nous envisageons le monde et l'homme, sa dignité, doivent être protégés, de même que la possibilité de pouvoir en modifier la portée selon nos propres besoins.
L'État européen devra être le protecteur, le garant de nos principes, au-delà de toutes les valeurs particulières qui sont celles qui caractérisent nos différentes communautés composant l' « organisme » générateur de vigueur et de créativité en nos terres. La liberté et l'autonomie sont encloses dans ce principe supérieur qu'est la dignité, mais celle-ci est elle-même sous l'empire de l'attachement. Qu'est-ce que s'attacher sinon se consacrer : consacrer son cœur et son esprit à ce qui nous guide et nous nourrit, spirituellement bien sûr. L'attachement est un enracinement spirituel orienté vers deux directions : d'une part, vers la personne chez qui l'on reconnaît son prochain et envers lequel l'on pressent l'obligation de lui assurer son soutien et la reconnaissance de sa juste valeur, et d'autre part, vers la haute sphère de l'État chez lequel l'on voit un lien direct et sûr avec les principes qui nous guident et qui donnent un sens à la civilisation toute entière, et que l'on reconnaît comme notre obligé. L'attachement est obligation, générateur de droits parce que l'abstraction n'en génère aucun, et dans son sillage se manifestent la dignité, la liberté et l'autonomie.
L'État se devra donc d'être le siège d'un double pouvoir : temporel et spirituel. Une spiritualité nouvelle s'annonce déjà en Europe au milieu des incertitudes, des angoisses, des apostasies de déception, des errements spiritualistes de toutes natures. Elle sera un retour vers l'Être, vers une seine conscience de la présence de Dieu dans le monde et du monde en Dieu, vers un amour de la réalité et une re-connaissance au travers de la perpétuelle quête de vérité. Nul n'est destiné à détenir la « vérité ». Pas plus l'État qu'aucun autre. C'est bien pourquoi, si l'État doit être l'ordonnateur, il ne doit pas pour autant vouloir diriger la vie vers un but qu'il ne saurait définir lui-même sans mentir et outrepasser ses prérogatives. La spiritualité portée par l'État européen devra assumer ce « rôle » le plus grand qu'il soit de donner à l'espérance la capacité de fonder en permanence un avenir. C'est ce que l'on appelle fonder une civilisation, une Culture.
Un État qui s'abaisse au niveau de la « plèbe », c'est un État qui devient despote. C'est un État qui s'immisce au sein de toutes les vies afin d'en gérer le cours, d'y perpétuer la mise en application d'abstractions sur l'homme nées de l'excitation des Lumières. Le despotisme n'est pas pour l'État un accroissement d'autorité mais une licence donnée à sa tendance naturelle à se pourvoir en maître de nos âmes. C'est une mise en concurrence déloyale de son trop-plein de pouvoir illégitime et anthropophage vis-à-vis du pouvoir, lui, entièrement légitime, de création et de protection, personnel et communautaire. C'est bel et bien là l'image projetée aujourd'hui par les États postmodernes occidentaux qui positionnent les individus face à lui, dépourvus de leurs autonomies, déracinés, afin de diriger tous les aspects de leur vie.
Le pouvoir temporel de l'Europe nouvelle, indissociablement lié à son autorité spirituel, s'appuie sur la Justice. Les peuples qui le soutiennent et le glorifient s'appuient quant à eux sur leur sentiment de justice émanant de l'Ordre que l'État maintient vivant par son action distincte. Sa « Grande Politique » repose sur des principes intangibles que nul ne saurait contester sans vouloir basculer tout l'édifice dans l'insensé et le chaos : Protection, Respect des lois, Limitation des abus, Préférence européenne, Maintien de l'Ordre, Égards envers les autorités inférieures, Soin apporté à la faculté d'auto-accomplissement des personnes au travers de la médiation des communautés.
L'élaboration hiérarchique future d'une Europe fédérale - selon une acception de cette expression qui en fait une construction respectueuse du caractère particulier de chaque niveau d'autorité, à commencer par l'autorité que la personne se construit parmi les siens – tourne autour d'un principe supérieur, hautain, qui est celui par lequel se redéfinit la justice à sa source : l'égalité en dignité. En sa qualité suprême de garant et gardien de la justice, du devoir d'assurer la possibilité à chacun dans la société de trouver la place qui lui est la plus honorable, l'État est ordonnateur, ainsi que protecteur. En garantissant le respect des lois décidées et dictées par l'ensemble des communautés jusqu'au plus haut niveau, l'État témoigne de sa propre capacité à confirmer le sens du Bien commun issu de la dynamique politique qui doit renaître d'une véritable volonté populaire vers l'autonomie et la concorde, action d'acquiescement et de subsomption des conflits. Le Bien commun n'a pas à être défini par l'État, mais lorsque ce premier prend son envol en tant que lumière spirituel pour tout un peuple, un continent, il doit être tenu en réserve par la puissance de l'État, reflet revivifié du pouvoir renaissant des peuples européens, dans l'éternel probabilité des corrections pouvant en être apportées par ceux-ci dans leur histoire.
Ordonner, c'est aussi limiter, car il ne saurait y avoir de justice lorsque les excès de certains empêchent le plein accomplissement de tant d'autres. L'esprit délétère de l'ultra-libéralisme ne saurait s'accommoder d'un besoin et d'une nécessité d'harmonie. Dans une Europe plus humaine, une oligarchie n'aurait aucune place à trouver, et encore moins à imposer pour elle-même. Et parce que l'oligarchie est d'esprit mondialiste, une préférence européenne devra se faire jour en tout domaine dans le but de maintenir une cohérence visant à sauvegarder les singularités qui font notre force et modèlent notre avenir. Cette cohérence est simplement celle qui assure un certain niveau d'évolution sociale qui fait de chaque nation en Europe, et de l'Europe toute entière, un modèle d'humanité pour le monde.
Enfin, ordonner c'est maintenir vivante et enrichir l'ensemble « symbiotique » qui structure toute la vie sociale de la personne à l'État européen en passant par la famille, l'entreprise, les corps professionnelles, les communes, les pays, les régions, les nations. Chaque autorité en charge de chacune de ces cellules à tous les niveaux se doit de trouver en l'État européen un protecteur et un garant de ses prérogatives spécifiques, et uniquement cela. Jamais l'État ne devra outrepasser ni ses droits d'ingérence - limiter des abus de pouvoir – en s'octroyant de façon illégitime et permanente le rôle des autorités inférieures, ni ses obligations de secours - suppléer aux carences accidentelles – en assurant un assistanat visant à remplacer l'ordre social organisé par ces mêmes autorités et empêcher ainsi le retour des conditions de l'autonomie.
L'État, la politique et le social
Nous ouvrons maintenant la réflexion sur un aspect crucial de l'organisation de l'Europe Nouvelle que nous nous efforcerons de bâtir. Il y a en effet un paradoxe entre d'une part l'idée qu'un État ait pour mission de stimuler les corps intermédiaires et de faire en sorte de préserver l'Ordre au sein duquel ceux-ci peuvent trouver protection et assurance quant aux carences qui pourraient freiner le déploiement de leur puissance, par conséquent intervenir en tant qu'organe suprême dans la société et, d'autre part, limiter cette puissance d'intervention de telle manière que les autonomies puissent également être préservées, voire accrues. Dans ce double mouvement contradictoire, l'État, dans le meilleur des cas, disons-le quelque peu utopique, limite lui-même son action afin de ne pas accroître sa tendance au despotisme et au diktat généralisé. L'État se doit d'être subsidiaire au plus haut point, c'est-à-dire que cette Plus Grande Puissance qu'il a pour fonction d'assumer et de maintenir au sommet de la hiérarchie a pour obligation vis-à-vis de la société d'être le recours ultime et le garant de la pérennité de l'ensemble. Ce n'est pas un rôle « secondaire » selon l'acception vulgaire actuelle, mais un Ordre principal incarné par l'État lui-même qui pourtant doit limiter sa puissance d'intervention en interne autant que faire se peut. Sinon, c'est toute la construction subsidiaire qui peut en pâtir.
Cette construction est donc un équilibre qu'il est nécessaire de maintenir par des actions adéquates. En cela, il ne saurait être suffisant de compter uniquement sur la clairvoyance des hommes supérieurs en charge de l'État européen, d'ailleurs ainsi que des États nationaux. Il ne faut jamais confondre les hommes avec leurs limites inhérentes d'avec la fonction qu'ils sont sensés assumer, aussi haute puisse-t-elle être et quoique puisse être en outre leur hauteur d'esprit. Par conséquent, les corps intermédiaires ont aussi pour tâche, outre celles se rapportant à ce qui a présidé à leur création selon le principe de subsidiarité, de conserver leur autonomie face à l'État ou aux autorités supérieures. En d'autres termes, le principe, disons-le vital, que ces corps et communautés ont pour obligation de respecter est celui de maintenir vivant la confrontation et la complémentarité en leur sein. C'est la politique selon le sens vrai de ce terme qu'il est nécessaire de faire vivre dans la société à tous les niveaux. Une politique que l'on peut aussi qualifier de démocratie directe, ou participative, selon la classification actuelle.
Mais pour que cette politique ne soit pas un vain mot, pour qu'elle ne subisse pas l'effet de la lassitude, de la paresse, ni de la démotivation, il est nécessaire d'en avoir une vision aussi réaliste que possible en fonction de la nature des relations humaines dans la société. Et pour ce faire, il est indispensable de bien concevoir que les corps intermédiaires sont de deux natures : l'une privée, l'autre publique. La cellule privée de base de la société, celle qui ne peut qu'échapper à tout choix d'appartenance, celle dont la santé morale conditionne immanquablement la possibilité de l'accomplissement des personnes, est la famille. C'est en son sein que s'opèrent les premières orientations vers la vie sociale de la part de ses membres ; vers la vie économique, professionnelle, culturelle, etc. Par la suite, se constituent donc les corps sociaux liés aux besoins des hommes, à leurs besoins privés mais aussi relationnels. Ces corps se forment autour des métiers, et peuvent être appelés corporations, à conditions de ne pas en faire les organisations obligatoires de base structurant l'ensemble de la société : la personne doit être libre d'en faire partie ou non afin d'y trouver un support à son accomplissement au travers de sa profession. Leur existence doit accroître les possibilités des personnes en leur apportant le soutien de l'expérience, des formations, des relations nouées avec les entreprises, et la défense des intérêts professionnels par secteurs. Ces organismes demeurent privés dans le sens où les intérêts défendus le sont, ici les métiers. Enfin, les entreprises ont également leurs intérêts à défendre, et leur vitalité à valoriser afin de se voir assurer de la part du domaine public un soutien adéquat et une politique régulatrice allant dans le sens d'une affirmation collective de volonté de réussite.
Les hommes sont loin de n'être mus que par leurs propres intérêts. Bien d'autres choses, des valeurs, nous motivent, et nous poussent à lier des relations avec nos proches et d'autres, plus lointains. Ces relations sont faites de concorde, de complémentarité, d'entre-aide et de solidarité, mais aussi de confrontations, de conflits, qui indéniablement font partie intégrante de la vie humaine, de la vie sociale. Le but même de ces relations est de trouver une certaine harmonie entre des intérêts parfois divergents et, en outre, d'apporter une vigueur supplémentaire au sentiment qui unit les hommes les uns aux autres en un lieux et en une époque : le sentiment identitaire qui crée un stimulant à la rencontre de l'autre et du même, simultanément, incite à chercher un équilibre pour la pérennité du corps social territorialisé. La commune, le pays, la région, la nation, sont ces entités situées au sein desquelles peut se déployer la politique, et l'entente humaine entre les différences circonscrites. Ce sont les corps publics où doit s'effectuer une jonction entre les motivations privées et la protection et l'assistance publique. C'est en ces lieux que doivent s'inscrire les accords participant de l'harmonie du tout, en chacune des strates de l'organisation fédérative, et plus particulièrement à la première d'entre-elles, la commune, au plus près de la vie réelle.
La politique, en s'articulant aussi près que possible de la vie sociale, permet, outre que vive la socialité, d'élaborer un Bien commun particulier comme le Principe fondateur transposable en la garantie de l'échelon supérieur de l'ordre fédéral. Ainsi, d'échelon en échelon, de la commune à l'État européen, s'élabore perpétuellement à partir de la base le Bien commun suprême de l'Europe qui repose en tout premier lieu sur le respect de la dignité de la personne et sur l'attachement sans lequel elle ne saurait même exister.
Cette dynamique va à l'encontre de l'idée d'un bien commun qui découlerait de la conception d'une « vérité » unique jetée à la face du monde par les instances dirigeantes. C'est ainsi que fonder une société sur des abstractions, des préjugés sur l'homme, ne peut qu'aboutir qu'au fait d'une prétendue « politique » dont le résultat est d'éloigner la « vision du monde » commune de la réalité. On crée alors un monde désincarné. Et c'est bien ce qui se passe de nos jours.
La supériorité des hommes d'autorité ne doit pas reposer en premier lieu sur une sorte de « science » émanant d'idéologies anciennes jamais remises en question. En d'autres termes, « ceux qui savent » doivent être ceux qui vivent et ont vécu, plus intensément que les autres sans doute, les réalités qui les concernent. Les « spécialistes » sont les despotes des temps postmodernes. En catégorisant la réalité en fonction de leurs concepts bien appris, ils tuent la politique. Car la politique n'est pas la mise en œuvre d'un savoir extérieur, d'une science à propos d'un homme abstrait et « liquide », mais un art ! Elle est l'art de quêter une harmonie entre les différentes finalités que se donnent les personnes et les groupes de personnes au sein d'un espace public donné. Au travers de cette œuvre proprement humaine et symboliquement élévatrice, c'est une finalité commune, ou un Bien commun, qui est recherché, souhaitée par l'ensemble de la communauté comme quelque chose allant au-delà des intérêts de chacun. Ce qui lie cette finalité avec la politique, c'est la nécessité qu'elle puisse être dépassable en tout temps eu égard la situation par rapport à laquelle une redéfinition de celle-ci apparaît inéluctable. À figer la finalité d'une communauté, comme celle d'une communauté « nationale » par exemple en France aujourd'hui, c'est l'homme réel que l'on tue, et l'art qui le porte naturellement à croire et à espérer.
La politique, qui est une quête de consensus, de sens commun, de Bien commun, à partir du moment où elle ne devient pas principalement une simple confrontation partidaire, permet d'envisager une réelle limitation et un encadrement de buts personnels et collectifs axés sur une recherche pure d'intérêts. Elle ouvre surtout un horizon à l'accomplissement humain au travers de la confrontation et de l'échange publics. Elle permet par conséquent de lever le regard vers des hauteurs dont ne font que rêver ceux qui vivent dans des temps trop sûr d'eux-mêmes : la démocratie dite « libérale » tue en réalité la politique en s'efforçant de sacraliser la « démocratie ». Ce qu'elle tue encore plus sûrement, c'est ce désir humain de rencontres, d'inclusion dans une dynamique conflictuelle d'où chaque personnalité, individuelle comme collective, peut trouver à s'affirmer ou se remettre en cause. La politique, entendue effectivement selon son acception originelle, héritée notamment d'une tradition pluri-millénaire en Europe, implique inévitablement une acceptation pleine et entière – sinon le « jeu » politique n'en pourrait être que faussé – de la conflictualité et de la nécessité d'une recherche commune de finalité. Par les lieux d'où elle se déploie, la politique tend donc à dépasser les finalités particulières et privées en concourant à l'élaboration collective d'une harmonie publique. En articulant ces deux aspects du désir humain au sein de l'Agora - désirs par lesquels l'homme se réalise socialement – il devient alors tout à fait possible de développer l'autonomie de chacune des entités privées et publiques tout en arguant par le biais de l'art politique dans celles-ci de l'impératif d'une limitation des attributions des unes et des autres vis-à-vis du Bien commun.
L'enjeu est de limiter au possible, et selon le principe de subsidiarité bien compris – c'est-à-dire non pas de suppléance vis-à-vis de l'individu comme dans une société libérale classique, ni d'assistanat comme dans une société d'État-Providence – la nécessité de l'intervention des instances publiques supérieures, État suprême inclus, afin non seulement de garantir, mais aussi de stimuler les autonomies et libertés locales et nationales, particulièrement privées. L'emboîtement fédérale des diverses structures, des familles à l'État européen, doit avoir pour finalité d'encourager ces premières à remplir leur mission visant à garantir les conditions optimales de l'auto-réalisation personnelle et collective – secours perpétuel - ainsi qu'à assurer une aide lorsque cela est nécessaire en cas de déficience – secours temporaire.
Selon ce principe et cette organisation subsidiaires, il devient particulièrement évident que le rôle de l'État est de garantir en haut lieux l'inaltérabilité de valeurs par lesquelles doit s'affirmer l'Europe à venir, ainsi que la possibilité toujours ouverte d'en faire évoluer l'interprétation au fil du temps et des générations. C'est pourquoi l'État européen, pour limité que soit son domaine d'intervention en interne au regard des devoirs attribués aux strates inférieures, n'en a pas pour autant un domaine d'influence extrêmement élevé du fait de sa mission fédératrice. Il se doit d'exercer une fascination dont l'objet ne pourrait être de provoquer une attente de la part d'une masse d'individus, mais un fort sentiment d'appartenance chez des hommes libres désireux de lier leur force à la puissance commune. De destin, funeste s'il en est actuellement sous le règne cupide de l'oligarchie mondialiste, l'Europe se reconstruira ainsi plutôt un avenir !
Conclusion
Chaque corps intermédiaire d'une organisation subsidiaire se doit de définir par lui-même la nature de ses actions, mais aussi celle de sa propre finalité dans la mesure où elle peut trouver à s'exprimer dans l'harmonie du Tout. Une véritable fédération ne peut s'élaborer qu'à partir du moment où existe la possibilité que s'articulent ces finalités en vue d'un Bien commun qui dépasse chaque entité de l'ensemble de l'organisation. L'appartenance, tout comme les compétences, ne sauraient être figées, et par-delà rendues en quelque sorte « obligatoires », mais les principes qui ne pourraient être reconsidérés sans danger sont la liberté et l'autonomie, la dignité, et l'attachement qui rend possible les précédents. Celui-ci ne pourrait être nié parce que par lui est rendue envisageable une véritable vie politique sans laquelle tout le reste n'est qu'utopie. La vie politique est une vie de la communauté dont les membres partagent ensemble les mêmes valeurs et les mêmes finalités. Une « politique » au sein d'un groupe trop hétérogène ne peut qu'être bavardages et manipulation d'une clique au dépend des autres : le règne des politiciens !
Nous constatons aujourd'hui ce destin dont est frappée la République en France, mais pas seulement, d'ailleurs en suivant son exemple. Depuis l'Ancien Régime, sous l'influence des Lumières, tout pouvoir, toute force a peu à peu été subtilisée par l'État républicain français au détriment du, ou des, peuples qui composent l'Hexagone. Il s'en est suivie une asphyxie de la vie politique. Ce faisant, c'est une dynamique créatrice qui s'est épuisée, ce qui a entraîné, par l'influence néfaste de l'exemple français dans toute l'Europe, le déclin de la puissance de tout un continent.
Il ne saurait exister d'organisation sociale idéale, parce que l' « homme » ne saurait être lui-même fondé d'après un idéal. Il est indispensable - et ne serait-ce d'ailleurs pas là que se situe le véritable progrès humain ? - de faire l'assomption des insuffisances et des imperfections de l'homme véritable, de sa vraie nature. Une organisation fédérale telle que nous la prônons ici pour l'Europe à venir ne serait de toute façon qu'un sempiternel équilibre précaire reposant tout entier sur l'édifice d'une cohérence à démontrer sans cesse. Elle ne pourrait se fonder que sur une foi réelle en nos valeurs multi-millénaires qu'il nous faudra redécouvrir et faire revivre.
Cette quête qui réclame force et courage, mais aussi lucidité, de la part de ses protagonistes est spirituelle autant que politique, et pour ainsi dire, philosophique. Elle dépend après tout de ce quasi instinct de ressentir en toute chose l'existence de Dieu, et du devoir inhérent de réaliser son propre être en proportion de l'honneur que l'on doit à la manifestation de l'Être. Un ciment lie déjà les peuples de l'Europe, il leur faut désormais trouver un nouveau Soleil!
Yohann Sparfell (mars 2016)
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mercredi, 11 mai 2016
De l’ingérence à la solidarité entre Européens: les débuts d’un vrai débat?
De l’ingérence à la solidarité entre Européens: les débuts d’un vrai débat?
Gérard Dussouy, professeur émérite à l’université de Bordeaux
Ex: http://metamag.fr
Quand on est un vrai européen, c’est-à-dire un européen convaincu qu’il n’y a pas de salut en dehors de l’unité combative du continent, et que l’on rejette le souverainisme suranné, il n’y a pas de quoi s’offusquer de l’intrusion récente dans la vie politique française d’Angela Merkel. Celle relative à la montée du populisme qu’elle a contribué à créer dans son pays et à l’accentuer chez les voisins. En effet, la meilleure façon de lui répondre est de la mettre devant ses propres responsabilités, et, si elle ne les prend pas, de lui dire avec d’autres Allemands qui ont commencé à le faire : Merkel mussweg ! (1).
L’amorce d’un débat européen ?
L’ingérence, entre des Européens qui sont tous dans la même galère, doit être réciproque pour être légitime. Et, elle devient une très bonne chose si elle peut favoriser l’européanisation des débats. Les Européens, à leur tour, ont le droit de mettre en cause la politique d’immigration forcée de Madame Merkel, et le risque qu’elle leur fait courir à tous, à moyen terme : celui d’un véritable auto-ethnocide.
Face à une question aussi vitale que l’immigration de masse, ne serait-il pas légitime, sachant que le parlement européen ne peut, ou ne veut, rien faire, et compte tenu que nos pays sont des démocraties, de consulter leurs peuples en organisant dans TOUTE l’Union européenne des référendums sur la question des migrants et des réfugiés ?
L’Autriche, un test grandeur nature?
Sans attendre qu’une telle démarche soit mise en route, on peut se demander si, à leur façon, les élections présidentielles autrichiennes n’en sont pas une première concrétisation. En effet, personne ne contestera que l’arrivée en tête, au premier tour, du candidat du FPÖ, s’explique avant tout par le refus du peuple autrichien d’être submergé par le déferlement migratoire qui vient de commencer, et qui n’est rien par rapport à ce qui s’annonce.
L’arrivée éventuelle au pouvoir suprême en Autriche, on le saura dans moins d’un mois, dans un pays aussi proche et de la même langue maternelle que l’Allemagne, de Monsieur Norbert Hofer, a de quoi alarmer Madame Merkel. Si l’hypothèse devient réalité, l’Autriche va être, de quelque côté que l’on se place, celui de l’ingérence, ou celui de la solidarité, le test grandeur nature par excellence. Berlin fera tout pour isoler l’Autriche, et pour faire tomber son nouveau président au plus vite, si possible avant qu’il ne puisse se faire seconder par un exécutif de la même majorité que lui, à la suite de nouvelles élections législatives.
Face à l’ingérence, l’Autriche peut-elle alors compter sur des solidarités en Europe ? C’est ici que l’affaire prendra une dimension stratégique fondamentale, et qui intéresse tous ceux qui rêvent d’un réveil de l’Europe. Soit le nouveau pouvoir autrichien choisit la voie du souverainisme forcené, du repli ombrageux, et il commencera ainsi par se fâcher avec ses voisins européens. Alors, l’ingérence bruxelloise, à l’initiative de Madame Merkel, aura la tâche largement facilitée. Aucun Etat européen n’est en mesure, en effet, de défier à lui tout seul le système occidental en place.
Soit, au lieu de cela, au lieu de se barricader, l’Autriche s’apprête à jouer le rôle du « Piémont de l’Europe », de l’Europe retrouvée. Elle choisit alors de sonner l’heure de la résistance européenne et du rassemblement. Elle pourrait le faire en menant de front deux initiatives. D’une part, en constituant un noyau dur au cœur de l’Europe en se rapprochant de la Hongrie (ce qui semble naturel et ce qui serait un beau pied de nez de la défunte Double monarchie à l’histoire) et d’autres États plus ou moins sur sa ligne. D’autre part, en soutenant à travers tout le continent tous ceux qui, pour poursuivre l’analogie historique avec l’unification italienne, sont prêts à tenir le rôle des « garibaldiens » de la cause européenne.
Alors, mais pas de la façon dont Madame Merkel l’espère, même si elle a pris récemment parti pour une fermeture efficace des frontières méridionales de la zone Schengen, les choses pourraient évoluer en Europe. Si, enfin, les débats pouvaient s’européaniser, celui sur l’immigration mais d’autres encore, et si, bien entendu, un discours de défense de toutes les authenticités et de tous les intérêts de l’Europe pouvait se déployer, grâce à de nouveaux gouvernements populaires et à des connections partisanes qui œuvreraient, tous ensemble, à la réhabilitation et à la refondation de l’Europe.
(1) Merkel dehors ! Merkel doit partir !
Gérard Dussouy a publié un Traité de Relations internationales, en trois tomes, Editions L’Harmattan, 2009. Et en 2013, Contre l’Europe de Bruxelles, fonder un État européen, Editions Tatamis. Une édition italienne de ce dernier livre, mise à jour et adaptée, est en préparation.
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mardi, 10 mai 2016
The Era of Pyropolitics is Coming
The Era of Pyropolitics is Coming
By Robert SteuckersWhat do political scientists mean when they talk about “pyropolitics”? There are two sources to explore in order to understand what they mean; first, you’ll have the whole realm of political theology to investigate, including Donoso Cortés’ thoughts about liberalism, socialism and Catholicism (this last being perceived as Tradition as such) and of course you’ll have to study thoroughly the core idea of Carl Schmitt, having proved that all political ideas have a theological background; second, you’ll have to take into consideration Schmitt’s perception of world politics as a clash between raw elements such as Earth and Water. Real politics, called in his genuine German as “das Politische,” is necessarily Earth-bound, continental and the truly efficient political man is a kind of Roman geometer who organizes the territory coming under his jurisdiction, by simply measuring it.
After both German defeats in 1918 and 1945, Earth is no longer the core element of world politics. It has been replaced by Water: it’s the new subversive and destructive dialectics of “Land und Meer,” of Land and Sea, whereby Water obtains victory in the end. Schmitt’s posthumously edited diary Glossarium insists heavily on the destructive effects of the victorious all-encompassing US-“hydropolitics.” “Pyros” means “fire” in Greek and represents, according to Michael Marder (cf. infra), another raw element combining not only the idea of a devouring/burning flame but also the corollary ones of “light” and “warmth.” Even if Schmitt reduced the possibilities of politics to two main elements (Earth and Water), this does not mean that Fire or Air didn’t exist and didn’t play a role, even less perceptible. “Fire” means therefore several phenomena: the burning force of destruction (that you find in anti-traditional revolutions), the “light-without-warmth” of Enlightenment, or the warmth of silent revolt against untraditional (abstract) institutions derived from several ideological strands of the 18th-century Enlightenment.
As no virgin territories can be conquered anymore (see Toynbee’s thoughts) and subsequently organized according to the very earth-bound principles of Roman geometers, the Earth as structuring element of true politics is gradually replaced not only by Water but also by Fire. Water, as the emblematic element of liberalism, Manchesterism, seapower, or plutocracy, doesn’t know neither clear borders nor positive rest (those who rest on sea sink and are drowned, said Schmitt in his Glossarium). No “otium” (fruitful rest, introspection, meditation) is possible anymore, only “neg-otium” (febrile nervosity of restless materialistic activities) survives and thrives. We live then in societies where only ceaseless acceleration (“Beschleunigung”) rules and cancels all sensible attempts to decelerate things (Ernst Jünger’s brother Friedrich-Georg was the main theorist of “deceleration” or “Entschleunigung,” true ecological thinking being an awkward attempt to bring back the raw element Earth on the world political stage). Domination of hydropolitics (seapower) leads to border dissolution, as we clearly can observe nowadays, and to a worldwide preponderance of economics and anti-political/anti-telluric/anti-traditional rules of moralistic law (e.g. Wilsonism).
Nevertheless, even as a dominated element, Earth cannot be simply wiped out and remains currently silent, as if it were deeply wounded and hibernating. Hydropolitical forces should therefore try other means to destroy definitively the tacitly resisting element Earth and, subsequently, to provoke explosions on the continent, i.e., mobilize Fire as an adjuvant, a Fire they don’t manipulate themselves but leave to mercenary forces hired secretly in countries with a surplus of young jobless men to do the dirty work. The apex of sea and air power could be observed after the destruction of Saddam Hussein’s Iraq in 2003, without the complicity of allies and aliens (the Paris-Berlin-Moscow Axis). The war against Baathist Iraq didn’t result in a complete victory of the neocon aggressors. Sea powers, as they aren’t earth-bound powers, are reluctant to organize occupied areas like Roman geometers did. Therefore, to keep the defeated and destroyed countries in a state of total dereliction, hydropolitical powers mobilized the element Fire, i.e., terrorism (with its strategy of blowing up people and buildings and its ardent religious fanaticism, “ardent” being derived from the Latin “ardere,” meaning “to burn”). The recurrent terrorist attacks against Baghdad’s Shiite marketplaces are the most appalling actions in this return of violent pyropolitics. The same pattern of total destructive violence would be used later in Libya.
When no geometer’s skills are available and when there is no desire to create a new statehood to replace the broken one, we observe a transition to pyropolitics. The Earth-bound Baathist military elite of former Iraq itself turned also to pyropolitics by partly creating ISIS, that spread in the neighborhood, while being at the same time a revolt against the chaos generated by the neocon Bush war and a manipulation of hydro/thalassopolitical secret forces to set undesirable countries ablaze and eventually spread the devouring terrorist/fanatical Fire to the main competitors’ territories (to Europe as a harbor for refugees among whom terrorists hide and to Russia where Chechen and Daghestani terrorists are directly linked to the Wahhabite networks). The hydro/thalassopolitical strategy to set whole areas ablaze by stirring up revolts, religious hatred, and tribal enmities is surely not new but has recently taken new more gigantic dimensions.
picture: Prof. Michael Marder - http://www.michaelmarder.org/
ISIS’ pyropolitics has as a collateral effect to ridicule the “light-without-warmth” Enlightenment ideologies of the Eurocratic elites. Light alone blinds and doesn’t produce genuine solutions for new problems that were induced by the disguised foe’s hydro- and pyropolitics. A blinding political ideology determined by light alone — that is also bereft of any “warmth-giving” feelings of security — is obviously bound to fail. European states become gradually failed states because they keep to “light-only-ideologies,” being only weakly challenged by so-called “warmth-demanding” populist movements. Europe is now undergoing a double aggression under two threats: the one of “light-without-warmth” ideological systems – leading to what Ernst Jünger defined as “post-history” — and the one of imported pyropolitics from the Muslim world formerly set ablaze by several factors, among which the total destruction of Saddam’s Iraq is the most important. ISIS’s pyropolitics aims at setting ablaze the Western European countries held erroneously responsible for the complete collapse of Near- and Middle Eastern countries. ISIS’ pyropolitics is nevertheless a quite complex problem: the religious element in it rebels savagely against the “light-only” all determining Western and global dominant ideology and promotes a pyropolitical “warmth-based” alternative exactly like a European counterpart of it would also aim at replacing the old-fashioned and bleak “light-only” ideological nuisances by more open-hearted and warmer political systems. The neoliberal avatar of the “light-only” ideology should therefore be replaced by a “warmth-giving” solidarism, i.e., a socialism that should have lost all the “coldness” that was attributed to Soviet or French communism by Kostas Papaioannou, a voice of Communist internal criticism in the ’60s and ’70s in France.
But there is also a savage, destroying “flame-like” aspect in pyropolitics: the burning fire of explosions and machine-gun fire (like in Paris and Brussels) and of some public executions by fire in ISIS-occupied Syria, aiming at sparking fear in Europe through the media effect it has inevitably had. The use of such dimensions of pyropolitics is a declaration of war to the rest of the world, which is set as a worldwide realm of total foes (Dar-el-Harb), what cannot be accepted (as you are inevitably the foe of all those who declare you a foe, as Carl Schmitt and Julien Freund used to stress it very clearly in their works). No one can accept such a radical and fierce rejection without automatically negating themselves, their very right to live. The problem becomes still more acute as the whole system set up by the “light-without-warmth” ideology (Habermas) doesn’t accept the polemical idea of the “enemy.” In the eyes of Habermas’ followers, there is never an enemy, there are only discussion partners. But if the partners refuse to discuss, what happens? Clash is then inevitable. The dominating elite, as followers of poor silly Habermas, don’t have any response to the challenge. They will have to be replaced. It will be the difficult task of those who remember Schmitt’s and Freund’s lectures.
Robert Steuckers
Forest-Flotzenberg, May 2016
Source: Michael Marder, Pyropolitics: When the World is Ablaze (London: Rowman and Littlefield, 2015).
Further readings (articles of Prof. Michael Marder):
"The Enlightenment, Pyropolitics, and the Problem of Evil," Political Theology, 16(2), 2015, pp. 146-158.
"La Política del Fuego: El Desplazamiento Contemporáneo del Paradigma Geopolítico," Isegoría, 49, July-December 2013, pp. 599-613.
"After the Fire: The Politics of Ashes," Telos, 161, Winter 2012, pp. 163-180. (special issue on Politics after Metaphysics)
"The Elemental Regimes of Carl Schmitt, or the ABC of Pyropolitics," Revista de Ciencias Sociales / Journal of Social Sciences, 60, Summer 2012, pp. 253-277. (special issue on Carl Schmitt)
Note à l'attention des lecteurs:
La version originale de ce texte est anglaise et a paru pour la première fois le 6 mai 2016 sur le site américain (Californie): http://www.counter-currents.com dont le webmaster est Greg Johnson qui a eu l'amabilité de relire ce texte et de le corriger. Merci!
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samedi, 07 mai 2016
Vincent Coussedière : “Le populisme, c’est l’instinct de conservation du peuple”
Vincent Coussedière: “Le populisme, c’est l’instinct de conservation du peuple”
Vincent Coussedière. Le philosophe réhabilite le nationaliste républicain, seul capable de relever les défis qui nous menacent. Photo © Editions du Cerf
L’entretien : Vincent Coussedière. En deux livres pénétrants, le philosophe s’est imposé comme l’un des penseurs incontournables de notre époque. Rencontre avec un républicain rafraîchissant.
À rebours du discours dominant, vous estimez que, dans la crise que l’on traverse, le populisme peut être une chance pour l’avenir…
Exactement. Je vois dans le populisme, du moins dans celui qui est exprimé par le peuple, une réaction face à sa propre décomposition sociale. Nous courons aujourd’hui vers l’abîme et le peuple, en bon animal politique, rue dans les brancards. C’est cet instinct de conservation désespéré que l’on nomme “populisme”. Ce qu’il faut bien comprendre, c’est qu’un peuple n’est pas uniquement un être politique ou un être social, c’est aussi une relation vivante entre les individus qui le composent. C’est une sociabilité qui naît de la similitude. Cette importance de la similitude comme condition de la sociabilité est aujourd’hui l’objet d’un refoulement collectif. On ne cherche plus à être semblable et à imiter, on veut être différent et inimitable.
Or un peuple n’est vivant que si les individus qui le composent ont le désir d’assimiler toute une série de manières de vivre, de penser, de sentir, ce qui n’exclut pas que certaines innovations puissent s’ajouter aux anciennes manières à condition qu’elles veuillent s’ajouter et non se substituer à elles. Car le problème est là : toutes les innovations ne sont pas cumulables ! Certaines suscitent des désirs et des croyances contradictoires avec les anciens modes de vie. L’unité du peuple est alors menacée par la perte du commun. Le populisme exprime cette volonté de pouvoir continuer à se référer aux anciennes manières, à la tradition si l’on veut. C’est le parti des conservateurs qui n’ont pas de parti.
Cette perte du commun est donc liée à l’immigration ?
Bien sûr, mais pas seulement. Il y a évidemment un problème lié à l’immigration qu’il serait totalement absurde de nier. Mais la question, plus généralement, est celle de l’assimilation, qui dépasse à vrai dire la question de l’immigration. Ce n’est pas seulement l’immigration qui décompose le commun, parce que si le commun était fort il ne se décomposerait pas. C’est donc qu’il y a autre chose. Toute communauté politique repose sur le partage et l’imitation d’un certain nombre de modèles. La nation républicaine ne nous détermine pas par les voies du sang et de la naissance comme le pensent les partisans du nationalisme identitaire. Mais elle n’est pas non plus le pur produit de la liberté des citoyens associés par le contrat selon les tenants du nationalisme civique. La nation nous propose des modèles à imiter que nous assimilons, et elle nous les propose par le biais de différents cercles : l’école, la famille, le travail, l’opinion publique, etc.
La crise de l’assimilation est liée à la destruction de ces cercles sous l’effet de la mondialisation et de sa justification idéologique par le multiculturalisme. En bref, les modes de vie ont été totalement décomposés par la dynamique de la consommation et par l’édification de l’individu roi. Le multiculturalisme veut permettre à l’individu de faire l’économie de l’assimilation à la nation républicaine, mais il ne peut en réalité supprimer la nature sociale et donc assimilatrice de l’homme. Son refus de l’assimilation républicaine n’aboutit donc qu’à abandonner l’individu à un autre type d’assimilation : l’assimilation communautariste. Or la spécificité de l’assimilation républicaine, c’est qu’elle est orientée vers l’exercice de la liberté politique, tandis que l’assimilation communautariste n’est qu’un repli identitaire…
Pourquoi le modèle assimilationniste a-t-il échoué ?
Il est un échec précisément parce que l’on a totalement sous-estimé l’importance de la formation des moeurs par des processus intersubjectifs qui échappent en partie à l’école et à l’État. Le discours néorépublicain d’assimilation par l’école prend les choses à l’envers. Ce n’est pas seulement l’école qui crée l’assimilation, mais c’est l’assimilation préalable à l’école d’un minimum de moeurs communes qui crée la possibilité de l’école !
La question de la souveraineté a été très souvent développée par ces penseurs néorépublicains qui ont pointé son importance, laquelle réside dans la capacité d’un peuple de décider librement de son destin. Mais ils ont oublié qu’il n’y a pas que la souveraineté. La République, c’est la souveraineté mais c’est aussi la légitimité de cette souveraineté. Or, pour qu’une décision soit légitime, il faut un peuple qui partage au préalable des mêmes moeurs et une expérience commune, ce qui lui permet d’adhérer à des décisions souveraines qui vont dans le sens de son intérêt. Contrairement à ce que l’on croit, Rousseau ne pense pas la volonté générale seulement sur le plan juridique, il pense qu’elle s’édifie aussi sur le plan des moeurs.
Concernant l’assimilation, ajoutons que, pour qu’elle fonctionne, il faut que le modèle à imiter soit désirable. C’est là que l’on saisit le désastre de la repentance et de l’absence de fierté par rapport à notre histoire et à nos moeurs… Si on a honte de nous- mêmes, on ne risque pas de donner envie aux autres de nous imiter.
Revenons au multiculturalisme. Selon vous, il offre un boulevard à l’islamisme…
Le multiculturalisme pose l’individu comme un absolu et comme une identité qu’il faut reconnaître. Sa grande supercherie est de faire comme si toutes les identités et tous les modèles étaient compatibles. Or, ce qui différencie les peuples est qu’ils imitent des modèles qui sont incompatibles entre eux, qui ne peuvent pas se fondre. Un exemple très simple : le modèle d’un certain statut de la femme dans la société, de visibilité publique, d’égalité, etc., est incompatible avec le modèle de la femme dans le monde musulman.
Aujourd’hui quand la plupart des hommes politiques disent “République”, ils pensent en fait “identité” et “respect de l’autre”. Ils ont renoncé. Le problème, c’est qu’avec ce renoncement ils ouvrent en effet un boulevard à l’islamisme. Car l’islamisme est une idéologie dont la capacité de mobilisation dépasse de très loin le multiculturalisme. Son contenu idéologique et organisationnel dépasse de beaucoup celui des différents communautarismes de type Femen, motards ou supporters de foot, ou de celui des bandes de délinquants. Il puise du reste dans le vivier de ces bandes communautarisées et désocialisées, exactement comme le nazisme et le communisme en leur temps.
L’islamisme parle ainsi le langage du multi-culturalisme et du droit à la différence pour se faire accepter mais il n’adhère pas du tout à ce projet puisque son but est de créer un empire à visée totalitaire. Il s’en sert comme d’un cheval de Troie. Sa force, c’est qu’il a compris la logique de l’imitation et qu’il sait transmettre des opinions et des moeurs. Il faut donc le combattre sur ce plan de l’opinion et des moeurs, ce que seule une renaissance du nationalisme républicain pourra accomplir.
Le tableau est sombre et pourtant vous gardez espoir…
Mon pari, c’est que notre nation républicaine a des ressources, lesquelles se trouvent précisément dans cette résistance et dans ce conservatisme populistes. L’ampleur de la crise actuelle présente des similitudes avec l’effondrement de 1940. Dans les deux cas on assiste à une faillite des élites avec pour résultat un pays qui perd sa souveraineté. Mais 1940 a vu l’émergence de De Gaulle et des élites qui l’ont accompagné pour reconstruire la France. Nous devons méditer sur ce “précédent” et nous demander ce qui a porté ces hommes : un espoir plongeant dans les ressources les plus profondes de tout un peuple.
À lire
De Vincent Coussedière : Éloge du populisme, Elya Éditions, 162 pages, 16 € ; le Retour du peuple, an I, Éditions du Cerf, 262 pages, 19 €.
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mardi, 03 mai 2016
Des balises pour des temps incertains
Des balises pour des temps incertains
par Georges FELTIN-TRACOL
Au sein de la dissidence métapolitique en langue française, Michel Drac occupe une place à part. La clarté de ses analyses toujours empreintes de pragmatisme en fait un penseur organique de toute première importance. Son nouvel ouvrage au titre étrange le démontre encore une nouvelle fois. Triangulation se construit autour de trois conférences tenues en 2014 à l’initiative des sections locales d’Égalité et Réconciliation. En mars, il venait à Nancy en compagnie de Gabriele Adinolfi pour parler de la stratégie de la tension. En juin, il se trouvait à Bordeaux avec Pierre Hillard pour traiter du mondialisme. En novembre, il évoquait, seul, l’économie à Strasbourg. Michel Drac a complété, enrichi et augmenté ses interventions de nombreuses et riches notes qui font penser aux scholies médiévales. Dès les premières pages, il explique l’intitulé : « Politique intérieure, géopolitique, économie […]. Les trois axes abordés suffisent en tout cas à construire une triangulation. Voici la localisation d’un objet, la France, dans un espace à trois dimensions – choisies, il est vrai, assez arbitrairement (p. 7). »
Une stratégie de la tension en France ?
L’auteur dresse ainsi un panorama volontairement incomplet. Pour lui, « nous vivons actuellement en Occident le début de la fin de notre monde (p. 187) ». En se fondant sur les plus récentes données démographiques et économiques, il affirme que la France est un « pays extraordinaire (p. 107) » grâce à d’excellents atouts. « Nous sommes nombreux (p. 107) » quand bien même la croissance démographique repose largement sur des populations immigrées allogènes (l’auteur en est conscient, mais il n’aborde pas la question de l’identité; son propos se focalise sur l’économie). Il remarque au même titre d’ailleurs qu’Emmanuel Todd dont les analyses rejoignent les siennes, que « nous sommes un pays inégalitaire doté d’une épargne surabondante (p. 107) ». Serait-il le véritable auteur de Qui est Charlie ? On se le demande tant « il y a dans la laïcisme du gouvernement actuel un côté “ ordre moral inversé ” assez déroutant (p. 240) ». Rôde le fantôme du « catholique-zombie »…
L’optimisme de Michel Drac se nuance néanmoins de craintes multiples. « Nous devenons, à notre tour, un pays à fausse souveraineté (p. 223). » remarquant que « l’électorat FN n’est plus du tout inscrit dans la narration “ républicaine ” du bloc institutionnel UMPS (p. 241) », il compare le contexte de la France d’aujourd’hui à celui de l’Italie des années 1970. « C’est l’existence dans le pays d’un parti lié à la principale alternative géostratégique officiellement présentée comme étant vraiment une alternative, un adversaire, voire un ennemi. Dans l’Italie des années 1970, c’était le PCI – et ses liens avec l’Union soviétique. Dans la France, c’est le FN – et ses liens avec la Russie (pp. 224 – 225). »
Cette réalité politique notable est à prendre en considération, car « nous approchons manifestement d’un moment critique de l’histoire de notre pays. Pour la première fois depuis longtemps, il devient envisageable qu’en France, un gouvernement de rupture arrive aux affaires, dans quelques années (p. 9) ». Il ne faut pas s’en inquiéter parce que « nous avons tout à fait le poids qu’il faut pour peser en Europe. Si un jour se trouve en France un pouvoir pour dire aux autres Européens qu’ils ne feront pas l’Europe sans nous, ils seront bien obligés de constater que c’est vrai (p. 108) ». Réaliste, Michel Drac pense que « critiquer n’est plus suffisant : de plus en plus, il faudra être capable de proposer quelque chose (p. 10). » La rupture signifie le renversement, violent ou non, des actuelles institutions d’autant que « ce sont les réseaux qui influencent et parfois commandent les hommes politiques (p. 148) ». Folie, s’égosillent à l’avance les stipendiés du Marché ! Michel Drac leur répond tranquillement que « nous avons économiquement la taille critique pour nouer les alliances de notre choix. […] Ce constat permet de démonter l’un des principaux arguments opposés aux adversaires de l’euro. On nous dit que la France n’est pas assez grande pour se défendre seule dans l’économie contemporaine – ce qui est vrai. On ajoute qu’elle est “ donc ” obligée d’entrer dans le jeu défini par les États-Unis et l’Union européenne. Mais ce “ donc ” n’en est pas un. Dans le monde, il y a d’autres alliés possibles que les États-Unis – la Chine, l’Inde, la Russie, le Brésil, et l’Amérique latine d’une façon générale (p. 109) ». Il argumente en prenant comme exemple le traitement, très différencié, du FMI à l’égard de l’Argentine et de la France. Pourquoi ? Michel Drac ne répond pas. Contrairement à Buenos Aires, Paris dispose en effet de la puissance nucléaire, ce qui lui assure la meilleure des sécurités. « Il y a tout lieu de penser que pour un État qui n’est pas une super-puissance, souligne le philosophe militaire suisse Bernard Wicht, le dernier lambeau de souveraineté se situe dans le fait de disposer d’une monnaie nationale et, j’aurais envie d’ajouter, l’arme nucléaire. L’Iran l’a bien compris ! (« Échec du peuple face à la finance globale », L’AGEFI, le 15 juillet 2015) » On pourrait même ajouter : la Corée du Nord aussi ! Par le biais de la dissuasion, « dans un monde qui redevient multipolaire, il est concevable d’adosser les souverainetés. Si la France peut conduire une politique de la bascule entre Ouest et Est, elle aura les moyens de négocier une voie spécifique (p. 207) ». Encore faut-il sortir de l’euro…
L’Europe asservie à l’euro atlantique
« Tant que l’euro est là, juge l’auteur, il n’est pas possible qu’une force de renouveau prenne le pouvoir en France (p. 120). » Bien entendu, son « avenir […] dépend beaucoup de ce que les dirigeants vont décider (p. 117) ». La monnaie unique détruit les tissus agricole et industriel français. Michel Drac envisage dès lors différentes options : la transformation de l’euro en monnaie commune, la formation de deux zones euro, l’une germanocentrée et l’autre plus méditerranéenne, ou bien le retour aux monnaies nationales. La réforme radicale de l’euro s’impose parce que la monnaie unique favorise le « néopéonage (p. 126) », à savoir des salariés qui donnent leur force de travail à un prix dérisoire, en paiement des dettes qu’ils ont contractées auprès de leurs patrons. Bref, du fait d’écarts croissants de compétitivité, « l’euro n’est pas viable. Dans l’état actuel des choses, en tout cas (p. 104) ». Est-ce si certain ? Plutôt réservé à l’égard d’un quelconque projet européen, y compris alter, Michel Drac revient au cadre de l’État-nation. Il constate cependant que « surendettée, la République française est entre les mains des marchés. Qu’ils la soutiennent, et elle vivote. Qu’ils la lâchent, et elle s’écroule. Nous sommes une colonie de l’Empire de la Banque (p. 102) », un bankstérisme total et ses métastases technocratiques, y compris à Bruxelles.
Oui, « l’UE est principalement au service de la technocratie (p. 147) ». Cette pseudo-« Union européenne » s’inscrit pleinement dans une intégration plus globale qu’il nomme – à la suite d’Alain Soral -, l’« Empire ». Cet « empire » est en réalité un hégémon qui ne correspond pas à la notion traditionnelle revendiquée par Julius Evola. « La puissance dominante, si elle parvient à unifier le monde, y imposera ses normes et règles. L’idéologie de cette puissance prônera l’unification du monde. Ce sera un mondialisme. […] Tous les empires sont mondialistes. Ils ne le sont pas tous à la même échelle, parce que tous n’ont pas évolué dans des mondes de même taille. Mais ils sont mondialistes (p. 18). » Michel Drac confond ici mondialisme et universel (ou universalité) qui n’est pas l’universalisme. Il reprend ce vieux antagonisme, cher aux nationistes souverainistes, entre l’empire et le royaume. Son emploi polémique se comprend pourtant, car « dans l’esprit de nos contemporains, l’Empire, c’est tout simplement un système de domination appuyé sur l’usage de la technologie militaire. En ce sens, parler de “ l’Empire ” pour évoquer l’ensemble formé par les États-Unis et leurs principaux alliés, c’est à tout prendre un raccourci acceptable et qui fait sens (p. 40) ».
Le principal désaccord avec Michel Drac concerne la géopolitique. Il oppose en effet une vision française de l’Europe qui reposerait sur un quelconque « concert des nations » (un concept d’origine anglaise), à la conception allemande de « grand espace » théorisé par Carl Schmitt, qualifié un peu trop rapidement de « nazi (p. 93) ». Très tôt, le géopolitologue Pierre Béhar (Une géopolitique pour l’Europe. Vers une nouvelle Eurasie en 1992) et Alain Peyrefitte (les trois tomes de C’était de Gaulle parus en 1994, en 1997 et en 2000) rappellent que dans les années 1960, le général De Gaulle concevait la construction européenne à six comme un grand espace ouest-européen ordonné par la France et enfin dégagé de l’emprise US. Michel Drac connaît-il les plans Fouchet de novembre 1961 et de janvier 1962 étouffés par les manœuvres atlantistes !
Aux origines de l’« Empire anglo-bancaire »
L’auteur se penche longuement sur les origines de l’« Empire anglo-saxon », cette première « Anglosphère ». « La substance de l’Empire britannique, c’est celle d’une entreprise commerciale. Cette entreprise est financée à crédit en incorporant dans la masse monétaire l’espérance de gain liée essentiellement au développement des colonies américaines, puis indiennes, africaines… (p. 24). » Mieux, « il faut admettre que l’Empire anglo-saxon, en fait, n’a jamais été protestant en profondeur. Ce n’est pas sa vraie nature. […] Mettre la main sur les biens de l’Église, c’est d’abord un moyen de faire rentrer de l’argent dans l’économie marchande anglaise, et donc de faire baisser les taux d’intérêt. Telle est la substance profonde de l’Empire anglo-saxon, dès son origine. C’est une affaire d’argent et de taux d’intérêt. C’est l’empire de l’émission monétaire. C’est l’empire de la Banque (p. 23) » parce que « ce que les Espagnols n’avaient pas saisi, les Anglais l’ont vu dès qu’ils ont prédominé sur les océans : l’important n’est pas le métal précieux, mais le contrôle des échanges (p. 47) ». « L’Empire britannique, qui est à l’origine de l’impérialisme américain contemporain, s’est constitué d’une part par la victoire de l’Europe du Nord sur l’Europe du Sud, et d’autre part, au sein de l’Europe du Nord, par la victoire de la Grande-Bretagne sur les Pays-Bas. C’est alors que cet empire a succédé à l’Empire hispano-portugais comme puissance dominante productrice de l’idéologie impérialiste européenne (p. 20). » Il en découle fort logiquement que « l’idéologie actuelle du mondialisme est […] l’idéologie des Droits de l’homme. […] Elle est là pour cautionner un impérialisme. […] C’est un empire anglo-saxon (p. 19) », c’est-à-dire un ensemble d’oligarchies ploutocratiques planétaires prédatrices, parfois concurrentes. Elles profitent à plein de l’ultra-libéralisme ambiant. « La “ dérégulation ” a donc consisté, en pratique, à remplacer la régulation dans l’intérêt de l’ensemble des acteurs par la régulation dans l’intérêt des grands acteurs capables de se coordonner (p. 90). »
Ce n’est pas anodin si « la majorité des organisations mondialistes sont dominées par l’influence anglo-saxonne. Quelques-unes sont européennes, et celles-là sont généralement régies par une entente cordiale germano-britannique (p. 33) ». Michel Drac examine avec brio l’action géopolitique des religions et évoque l’influence, naguère décisive, de la franc-maçonnerie au sein de l’idéologie mondialiste qui « justifie le développement du libre-échange, qui, lui-même, introduit dans toutes les sociétés le niveau d’inégalité existant dans la structure globale (p. 15) ». Le mondialisme bénéficie dans les faits de « l’augmentation des flux migratoires. Une proportion croissante de personnes est issue d’un métissage racial et/ou culturel. Ces gens peuvent sans doute assez facilement percevoir l’humanité comme une communauté unique (p. 15) ». Elle rencontre dans le même temps de plus en plus de résistances de la part des peuples tant dans l’ancien Tiers-Monde qu’en Europe qui rejettent une perspective téléologique terrifiante : « à la fin […], le monde est unifié sous le règne éternel de l’Amérique, alliée à Israël (p. 67) ».
L’état d’urgence au service du mondialisme
Face à la révolte, réelle ou latente, des peuples en colère, la réaction oligarchique risque d’être féroce; elle l’est dès maintenant avec l’essor, sciemment suscité, d’une demande sécuritaire. Le renouvellement de l’état d’urgence sous prétexte d’Euro de foot 2016 et de Tour de France en est un indice supplémentaire préoccupant. Loin d’atteindre les terroristes islamistes, alliés objectifs des oligarchies mondialistes, cette situation d’exception vise surtout les milieux dissidents et non-conformistes alors qu’« une des forces des milieux dissidents en France, c’est sans aucun doute leur multiplicité (p. 251) ». Soit ! Or « le système politique français se durcit progressivement. Tout se passe comme si la classe dirigeante se préparait à faire face à une situation qu’elle ne pourra pas maîtriser dans un cadre démocratique. Visiblement, les dirigeants se mettent en mesure de museler toute opposition – par la violence d’État, si nécessaire (p. 245) ».
Faut-il pour autant suivre l’auteur quand il estime que « si, demain, le pouvoir décide de passer à l’offensive contre la minorité lucide des dissidents, la seule protection dont ceux-ci disposeront, ce sera le recours à l’opinion publique. Encore faut-il que celle-ci ne se laisse pas manipuler (p. 235) » ? On reste dubitatif. Il est en revanche indéniable que « la France vit aujourd’hui sous un régime de répression feutrée des opinions dissidentes. En théorie, la liberté d’expression règne. Mais en pratique, une pression diffuse pousse au silence et au conformisme. On ne saurait assimiler la situation à ce qu’on observait jadis dans les systèmes totalitaires. Mais il ne serait pas absurde d’énoncer que la France contemporaine se situe, sur le plan de la liberté d’expression, quelque part entre la France des années 1970 et l’Union soviétique de la même époque (p. 10) ».
Écrit dans un français limpide et avec une véritable intention pédagogique, Triangulation de Michel Drac aide à comprendre ce triste monde et à préparer les formidables et prochaines crises mondiales.
Georges Feltin-Tracol
• Michel Drac, Triangulation. Repères pour des temps incertains, Le Retour aux Sources, 2015, 264 p., 19 €.
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lundi, 02 mai 2016
Peuple ou Nation?
Peuple ou Nation?
Ex: http://le-scribe.hautetfort.com
Qu’est ce qui différencie aujourd’hui le souverainiste de droite de l'eurosceptique de gauche?
Tous deux veulent rompre avec l'idéologie ordolibérale qui préside à l’européisme au nom de la démocratie, dont tous deux s’accordent désormais à dire qu'elle n’est applicable que dans un cadre national, c’est à dire au sein d'institutions contrôlées par le peuple. Mais la gauche a du mal avec ce mot de « national » qui sonne faux à ses tympans polis par un siècle d’« Internationale ». Ainsi commence-t-elle timidement à parler de « souveraineté populaire » (cf. Fréderic Lordon), tandis que les souverainistes, eux, enfonce en bonne logique le clou de la « souveraineté nationale », auprès d'un électorat populaire de plus en plus à l'écoute.
Alors faut-il donner la parole au Peuple ou à la Nation ? Ne s’agit-il pas de deux fictions ? Le Peuple existe-t-il ? Le peuple avec un petit p, certainement, c’est l’ensemble des personnes vivant sur le territoire national (tiens je dois recourir à la notion de nation pour définir ce qu'est le peuple…). Mais le Peuple avec un grand P, cette idée qu’il s’agirait d'un immense bloc homogène, comme si tout le monde pensait la même chose, même si l’on ne parle que des classes dites populaires, est évidemment une vue de l’esprit qui ne sert qu’à légitimer des dictatures, dites populaires, de type communiste (URSS, Chine, Cuba...). Celui qui réduit le peuple au Peuple, celui-là ne peut-il pas légitimement être taxé de « populisme » ?
La Nation existe-t-elle ? Géographiquement certainement ; une nation est un territoire, un pays, délimité par des frontières issues des vicissitudes de l'ensemble des personnes qui y vivent (tient je suis obligé d’avoir recours au peuple pour définir ce qu’est une nation...). Mais la Nation avec un grand N, celle qu’on alla défendre à Valmy, celle qui se dit reconnaissante à tant de nos ancêtres morts sur le champs de bataille, celle qui décore ses bons élèves d’un peu rouge au veston, n’est ce pas une chimère, une allégorie propre à servir certaines causes, certains partis, un instrument de pouvoir et de manipulation des foules ? Celui qui réduit la nation à la Nation, celui-là ne peut-il pas être légitimement taxé de « nationalisme » ?
"Se réclamer du « Peuple » ou de la « Nation », ce n’est pas un programme politique, c’est la condition même de l’exercice de la politique."
Nous sommes tous le Peuple, nous sommes tous la Nation. Nous donnons, nous tous qui nous sentons appartenir au peuple et la nation, à ces deux mots leur unité conceptuelle autant que leur diversité réelle. La nation est ce « plébiscite de tous les jours » (Renan) qui permet, et sur lequel repose « le droit des peuples à disposer d’eux-mêmes » (déclaration universelle des droits de l'homme). Point de Nation sans peuple, point de Peuple sans nation. Si la Nation est le bien du peuple, inversement une nation n’existe que parce que le Peuple l'habite. C’est ainsi qu’on parle du « Peuple tibétain » pour affirmer que les tibétains ont droit à une nation, ou de la « Nation inuit» pour affirmer que les Inuits constituent un peuple à part entière. En réalité, ce que l'on veut affirmer par Nation ou par Peuple, c'est la souveraineté, c'est à dire la capacité à décider de son sort.
Nation et Peuple sont-il des fictions ? Oui, certainement, et des fictions à manier avec prudence. Mais des fictions utiles, nécessaires même, car en réalité il s'agit de la même fiction, de la fiction politique ; de ce sentiment d’appartenance à une communauté de destin qui permet aux hommes de s’affranchir de la fatalité. Se réclamer du « Peuple » ou de la « Nation », ce n’est pas un programme politique, c’est la condition même de l’exercice de la politique.
Il serait bon que les tenants de l’un et l’autre apprennent aujourd’hui à se parler sans fausse pudeur à l’heure où la question est de savoir si la démocratie est encore possible en Europe.
Le Scribe
Pour aller plus loin:
Ernest Renan : Qu'est-ce qu'une nation? : http://www.bmlisieux.com/archives/nation04.htm
Frédéric Lordon : "la souveraineté c'est la démocratie" : https://www.youtube.com/watch?v=E2oxNgxusJ8
Le comptoir : "Peut-on être de gauche et défendre la nation?" : http://comptoir.org/2015/06/12/peut-on-etre-de-gauche-et-...
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mercredi, 27 avril 2016
Why Carl Schmitt Would Oppose the War on Terror (Probably)
Why Carl Schmitt Would Oppose the War on Terror (Probably)
Every now and then on Twitter I type in the name “Carl Schmitt” and see what’s up with the social media discussion on the German jurist. Invariably, there are new book releases and papers out; there are upcoming conferences; of course quotes from the great man; and even some humour. With every ying there’s a yang, however, and Schmitt does not get a ‘free ride’ on the Twitter-sphere. Of course, Schmitt did take a walk on the dark side and a Twitter search will invariably reveal some unpleasantries directed in Schmitt’s direction or even in the direction of his supporters. There not only are the to-be-expected spurts of invective: some people, trying to make sense of the increasing securitization of the globe and the seemingly 24/7 merry-go-round (if ‘merry’ is the appropriate word) news coverage of the War on Terror, accuse Schmitt of providing the intellectual armoury for the current trajectory the world hurtles on.
Because of his image, Schmitt is one of the fall-guys for some of those deeply unhappy with the War on Terror. As students of politics are aware of, Schmitt has a reputation for exalting conflict and sacrificing diversity for the sake of fashioning a coherent national narrative. He also has a reputation for favouring authority and order and thus for preferring authoritarianism to a messy pluralism. And above all, Schmitt is known as someone for whom law was a secondary concern and for whom there was always a higher purpose that could be found above legalism.
When one then looks around and observes the changes that have occurred in Western countries over the last 15 years – bearing in mind that these changes succeeded a period of intense optimism (thus leaving a sour taste in the mouth) – it then is a small step to draw a genealogy of increasing erosion of civil liberties and indicting Schmitt as the founding father of this genealogy.
What is remarkable about the popularly held views about Schmitt is that they are broadly correct factually, but tell us next to nothing about Schmitt’s core values and beliefs and thus are of little use in trying to decipher how Schmitt would have viewed the War on Terror. It’s true that Schmitt wasn’t shy of conflict, supported the German President to the extent of trying to clothe him in the robes of Caesarist dictatorship, that he persistently advocated a solid national identity (although he stopped far short of the racial propaganda of the National Socialists) and that he often chided parliamentarians and liberals for being so officious in their adherence to written law.
Yet Schmitt was really ‘not about’ existential conflict or brutal repression per se. His primary concern was with the substance, or lack thereof, of human existence. We can understand Schmitt’s general thinking on matters like law and authority far better if we concentrate on the purpose of his meditations on such matters, rather than the meditations themselves.
In books like Roman Catholicism and Political Form Schmitt demonstrated that Europe, in spite of all its advances in economics and the sciences, had lost the transcendental element which corporations like the Church still possessed. It was therefore mired in nihilism and radical negation. This view became more evident by the late 1920s in his lecture The Age of Neutralizations and Depoliticisations where he contrasted the vitality of the Soviets with the lethargy that had beset Western Man. Schmitt’s concern for the integrity of human existence was picked up quite astutely by Leo Strauss in his famous commentary on The Concept of the Political. It also emerges at a later date when he wrote about international law and relations. Here he questioned the validity of allowing non-European nations enter a modified public order that had been designed for those of a European outlook: how could the Japanese and Turks internalize a culture that was alien to them and how could they then have that necessary ‘love’ for it?
As an antithesis to the substantive nature of bodies like the Church or the invigorating effect of national loyalty, Schmitt cited the modern tendency to neutralize all inherently human problems by either plunging into endless compromises and discussion or (and this is most relevant to the War on Terror) evoking the concept of humanity. This facile humanity then called out for apolitical solutions to material problems, as opposed to political expressions of the human condition. Schmitt derided the common tendency of the Soviets and Americans to seek an electrification of the earth and more generally was horrified at the thought of globalisation, which for him was manifested in finding technical solutions to problems, solutions and problems that all humans would find uncontroversial. Schmitt’s concerns resided in his conviction that human life must have substance, there must be things worth dying for if we are to have things worth living for, hating ‘others’ is part of loving one’s own kith and kin, having a solid purpose requires exacting moral decisions because that is the essence of a set ‘purpose.’
It was inevitable for Schmitt, if any of these things were to be instantiated in human existence, that peoples would divide into parties and factions and thus conflict would be an ever-present possibility. There could be no world of humanity for Schmitt.
So, now to the War on Terror. Now, I am know there are those who treat the War on Terror as a crusade against Islam, who view it as a way to revive an sleeping Western consciousness and who thus may be existing in a kind of Schmittian world-view. Generally, however, the War on Terror is commonly understood and promoted as merely a technical exercise. It is a conflict that has the ‘good guys’ of whatever religion or race on the side of shared human goals such as democracy, freedom and progress fighting the rest, the in-humane. If we take the Iraq war, for example, the US did not seek to colonize Iraq (at least not officially) but they did seek to replace, what was seen at the time as, a regime that promoted terror with one that was an Arab replica of an American state. Even Donald Trump, who has acquired a reputation as a Muslim-baiter, has spoken of his friends in Muslim countries. Generally US policy is towards supporting countries like Malaysia, Turkey, and Saudi Arabia, and even offering some support for a future Palestinian state, but against compromise with countries like Iran or Syria, except where circumstances dictate otherwise.
If we offer a fair account of the War on Terror, we can see that it’s true genealogy is not that of the Crusades or the epoch of hegemonic Western colonialism, but that of the post-WWI drive to end all wars, the League of Nations attempt to bring countries of disparate origins and dispositions together, and the policy of fashioning a world of technical excellence and commercial activity.
Yet another feature of the War which would have made Schmitt baulk is the unrealistic aim of ending all ‘terror’ in the world. Terror is a human emotion; and we get terrified as a matter of course. The idea that terror can be vanquished, as opposed to a political foe, would have seemed to Schmitt as fundamentally dishonest. Not only that, but terror is something wholly subjective as a legal condition. By contrast, a war between two nation-states is legally describable. Schmitt, I am sure, would have asked; who, in concrete terms, is the enemy, and what, in concrete terms, is the aim of any belligerent disposition.
A War on Terror really represents all that Schmitt saw as being wrong with the world. Normal human antipathy is ignored, humanity is evoked as a political constituency, policies which are carried out don’t cement and solidify a national identity but facilitate a global consciousness (one which Schmitt was adamant couldn’t exist), the aims are too vague, the goal of perpetual safety chimeric. It’s understandable why the Twitter-sphere would promote Schmitt as being a War on Terror ‘hawk’ – i.e. based on his marquee statements and famous concepts – but while he was no ‘dove’ he was not someone who saw the human condition as akin to a machine that merely needed technical nous applied to it. A War on Terror, like a War of Poverty, presupposes an apolitical humanity who realise themselves through commerce and technique and that, for Schmitt, would have been unacceptable.
I have written three books on politics. The latest, The Terrible Beauty of Dictatorship, can be viewed here.
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