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dimanche, 30 septembre 2018

Conférence: le mouvement völkisch

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mardi, 25 septembre 2018

¿Rojos o liberastas?

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¿Rojos o liberastas?

Por Adriano Erriguel

Ex: https://prensarepublicana.com

Deconstrucción de la izquierda posmoderna

Toda lucha por la hegemonía política comienza por una definición del enemigo. Pero siendo la política el ámbito por excelencia del antagonismo, está claro que esas definiciones nunca pueden ser neutrales. No estamos aquí en el campo de la probidad intelectual, ni en el de las pautas verificables de objetividad y precisión. Toda lucha política aspira a movilizar un capital emocional, se apoya en recursos retóricos, intenta arrastrar al antagonista hacia un terreno de juego amañado. En esa tesitura, aquél que determina los códigos lingüísticos ha ganado la partida. No en vano, la hegemonía consiste precisamente en eso: en un juego. O más exactamente, en juegos de lenguaje.

El pensamiento hegemónico de nuestros días – todo eso que el politólogo norteamericano John Fonte bautizaba hace años como progresismo transnacional – ha impuesto de forma aplastante su definición del enemigo. Todo aquél que se enfrente a su visión mesiánica del futuro – un mundo postnacional de ciudadanía global, en el que una gobernanza mundial irá desplazando a las soberanías nacionales – se verá inmediatamente tildado de reaccionario, de ultraconservador o de populista, cuando no de algo peor.[1]

Caben pocas dudas: en el debate público actual casi todas las cartas están marcadas. Si bien el lenguaje nunca es neutral, hoy está más trucado que nunca. Pocos diagnósticos más erróneos – entre los formulados en el siglo XX– que aquél que profetizaba el “fin de las ideologías”. Hoy la ideología está por todas partes. La prueba es que asistimos a la imposición de un lenguaje extremadamente ideologizado, si bien de forma subrepticia y con el noble aval de poderes e instituciones.

¿Un lenguaje ideologizado? Aunque por su omnipresencia parezca invisible, ese lenguaje existe y es el instrumento de una sociedad de control. El control comienza siempre por el uso de las palabras.

¿Qué tipo de palabras? ¿Cómo se organizan?

Si intentamos una clasificación somera podemos distinguir varias categorías. Por ejemplo: las palabras–trampa, aquellas que tienen un sentido reasignado o usurpado (“tolerancia”, “diversidad”, “inclusión”, “solidaridad”, “compromiso”, “respeto”); las palabras–fetiche, promocionadas como objetos de adoración (“sin papeles”, “nómada”, “activista”, “indignado”, “mestizaje”, “las víctimas”, “los otros”); los términos institucionales, santo y seña de la superclase global (“gobernanza”, “transparencia, “empoderamiento” “perspectiva de género”); los hallazgos de la corrección política (“zonas seguras”, “acción afirmativa”, “antiespecista”, “animalista”, “vegano”); los idiolectos universitarios con pretensiones científicas (“constructo social”, “heteropatriarcal”, “interseccionalidad”, “cisgénero”, “racializar”, “subalternidad”); los eufemismos destinados a suavizar verdades incómodas: “flexibilidad” y “movilidad” (para endulzar la precariedad laboral), “reformas” (para designar los recortes sociales), “humanitario” (para acompañar un intervención militar), “filántropo” (más simpático que “especulador internacional”), “reasignación de género” (más sofisticado que “cambio de sexo”), “interrupción voluntaria del embarazo” (menos brutal que “aborto”), “post–verdad” (dícese de la información que no sigue la línea oficial).

Especial protagonismo tienen las “palabras policía” (George Orwell las llamaba blanket words) que cumplen la función de paralizar o aterrorizar al oponente (“problemático”, “reaccionario”, “nauseabundo”, “ultraconservador”, “racista”, “sexista”, “fascista”). Destaca aquí el lenguaje de las “fobias” (“xenofobia” “homofobia”, “transfobia”, “serofobia”, etcétera) que busca convertir en patologías todos aquellos pensamientos que choquen con el código de valores dominantes (pensamientos que, inevitablemente, formarán parte de un “discurso de odio”). Sin olvidar las palabras–tabú: aquellas que denotan realidades arcaicas, inconvenientes y peligrosas (“patria”, “raza”, “pueblo”, “frontera”, “civilización”, “decadencia”, “feminidad”, “virilidad”). [2]

La “Nuevalengua” (Newspeak) de la corrección política tiene dos características: 1) se transmite de forma viral por el mainstream mediático 2) su utilización funciona como un código o “aval” de conformidad con la ideología dominante. El objetivo de la Nuevalengua– como Orwell demostró en “1984”– es determinar los límites de lo pensable. Por eso la hegemonía construye su propio vocabulario, decide sobre sus significados y se atribuye el monopolio de la palabra legítima. De esta forma, cualquier atisbo de rebelión contra el “pensamiento único” se encuentra, ya de entrada, “encastrado” en el campo semántico del enemigo.

Pero ¿qué enemigo?

Los objetores al pensamiento único necesitan definir a qué se enfrentan aquí. Y como estamos hablando de relaciones de antagonismo, la definición, lejos de ser neutral, debe contener un elemento peyorativo que asegure su eficacia política. Los objetores al pensamiento único deben construir su propio campo semántico, deben aprender a jugar los juegos de lenguaje.

¿Quién manda aquí?

En los estudios sobre filosofía del lenguaje es un lugar común citar un famoso pasaje de “Alicia a través del espejo”, de Lewis Carroll. Recordemos el episodio. Alicia dialoga con Humpty Dumpty, el grotesco personaje con forma de huevo, criatura del folklore inglés. En un momento dado, Humpty Dumpty utiliza palabras con un significado aparentemente ajeno al contenido de la conversación. Cuando Alicia se lo reprocha, el diálogo sigue de la siguiente forma:

– “Cuando yo uso una palabra – dijo Humpty Dumpty en un tono desdeñoso – quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.

– la cuestión – insistió Alicia – es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

– la cuestión – zanjó Humpty Dumpty – es saber quién es el que manda…, eso es todo”.

En su fabulación, Lewis Carroll capturaba de forma sencilla algo que, años más tarde, se convertiría en el gran campo de minas de la filosofía posmoderna: el cuestionamiento de la idea de significado, el desafío a las teorías tradicionales del lenguaje y de la cultura, el post–estructuralismo y la deconstrucción. Básicamente, lo que los filósofos del lenguaje venían a decir – en la línea de Wittgenstein y de Humpty Dumpty – era que el lenguaje se constituye en una serie de “juegos”, y que los enunciados o declaraciones se agrupan en tipologías diferentes que dependen de reglas compartidas y producen una relación entre los hablantes, de la misma forma en que los juegos requieren reglas y generan una relación entre los jugadores. En ese sentido los diálogos pueden ser vistos como una “sucesión de maniobras”: “hablar es luchar” en el sentido de “jugar”. La conclusión esencial de todo esto es que “al ganar una ronda, al replicar de forma inesperada, al alterar los términos del debate, al disentir frente a la posición dominante, podemos alterar las relaciones de poder, aunque sea de forma imperceptible”.[3]

La cuestión es saber quién manda. Aquél de los jugadores que acepte como propio el campo semántico del enemigo, o que maneje un código lingüístico obsoleto, está perdido de antemano.

La lucha por el lenguaje forma parte de un gran fenómeno posmoderno: las guerras culturales.

El Gran Juego

Nuestra aldea global está inmersa en un “gran juego”. Ese juego puede definirse acudiendo a un concepto nacido en el mundo anglosajón: las “guerras culturales”. Lo que ese concepto quiere decir es que la política ha desbordado el ámbito estricto de las doctrinas políticas y los programas electorales. Hoy más que nunca – como lo vio Gramsci hace casi un siglo– todo es política. Tradicionalmente es la izquierda la que mejor lo ha comprendido, y por eso lo ha politizado absolutamente todo: el lenguaje por supuesto, pero muy especialmente todo aquello que atañe a la vida privada y a los aspectos más íntimos de la persona. En la parte que le toca, la derecha – inspirada en los principios del liberalismo clásico – abandonó la vida privada al albedrío de cada individuo y se centró en la gestión de la economía. Una derecha gestionaria frente a una izquierda de valores: esa ha sido – grosso modo y simplificando mucho – la situación durante las últimas décadas. Pero algo ha cambiado en los últimos años. El primer resultado tangible de ese cambio se ha visto en los Estados Unidos, el laboratorio principal de esa “izquierda de valores” que sigue constituyendo, hoy por hoy, el pensamiento hegemónico.

Los meses que precedieron a la victoria de Trump en noviembre 2016 no fueron una campaña electoral al uso, sino más bien la culminación de una “guerra cultural” que se venía librando desde hacía años. Más allá de las estridencias del personaje, lo importante de Trump es el fenómeno social y cultural que representa, y que hizo posible la incubación de este inesperado terremoto político. Lo que ocurrió fue que, ante la dictadura de la corrección política, las fuerzas disidentes habían empezado a construir su propio campo semántico, a quebrar el “marco” lingüístico definido por el enemigo.

Las “guerras culturales” se configuran como un concepto clave para los años venideros. La vieja derecha – la llamada derecha “civilizada”– con su discurso legalista y tecnocrático se encuentra en este terreno completamente perdida. Confiada en el fondo en su superioridad intelectual (acreditada, a su juicio, por la gestión económica) esa derecha se limita a asumir como propias las cruzadas culturales definidas desde la izquierda, transcurridos (eso sí) los plazos preventivos de aclimatación. La razón de fondo es que, en realidad, esa derecha asume el mismo marco mental que la izquierda: la historia tiene un “sentido” que sigue el curso del progreso.

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Pero volvemos a la pregunta anterior. Para los disidentes frente al pensamiento hegemónico: ¿cómo definir al enemigo?

La cosa se complica tras la irrupción, durante los últimos años, de un nuevo elemento: una izquierda populista estimulada por la crisis financiera de 2008. En realidad, esto no constituye ninguna sorpresa. La llegada del populismo de izquierdas se ha visto preparada, durante las últimas décadas, por el aplastante predominio – en los ámbitos cultural, académico y mediático– de la izquierda posmoderna. Existe una relación de continuidad entre los nuevos movimientos de izquierda (llámense populistas, radicales, de extrema izquierda o como se quiera) y la izquierda posmoderna. Ambos comparten los mismos dogmas, el mismo sustrato cultural, la misma mitología progresista. Ambos son el ecosistema natural de la “corrección política”. Ambos son coetáneos del período de máxima expansión del neoliberalismo (una coincidencia nada casual a la que nos referiremos más tarde). Para calificar al pensamiento de esa izquierda posmoderna algunos utilizan el término de “marxismo cultural”. Para calificar a esa izquierda populista muchos continúan refiriéndose al comunismo o al “neo–comunismo”, como si éste fuera una amenaza real, como si éste tuviese la capacidad de reproducir la experiencia totalitaria del siglo XX.

Pero estas definiciones responden a categorías obsoletas. No nos encontramos aquí frente a “marxismo cultural”, ni frente al “marxismo” a secas, ni mucho menos frente al comunismo. Todo lo contrario. La izquierda posmoderna –y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas– tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro.

Pero eso es algo que a primera vista no parece tan claro. Es muy cierto que la izquierda radical usa y abusa de una retórica “retro” (el “antifascismo” en primer lugar) y reclama para sí el patrimonio moral de las luchas “progresistas” del pasado. Pero con ello lo único que hace es parasitar una épica revolucionaria que no le corresponde. En realidad, la apuesta ideológica de la izquierda en todas sus variedades (desde la socialdemócrata hasta la más radical o populista) se inscribe de facto en la agenda de la globalización neoliberal. Y si su pensamiento es a veces calificado como “marxismo cultural”, ello obedece al peso del viejo lenguaje, así como a la rutina mental de la derecha habituada a categorizar como “comunista” todo lo que no le gusta.

Pero no, no nos encontramos en vísperas de un “asalto a los cielos” leninista, ni en el de una socialización de los medios de producción, ni en el de una dictadura del proletariado. Todo lo contrario: el escenario es el de la dictadura de una “superclase” (overclass) mundializada, apoyada en técnicas de “gobernanza” posdemocrática. Un escenario en el que la izquierda radical ejerce las funciones de acelerador y comparsa, preparando el clima cultural propicio a todas las huidas hacia adelante de la civilización liberal. Frente a los desafectos, la izquierda radical asegura – con su celo vigilante e histeria correctista– una función intimidatoria y represora que adquiere tintes parapoliciales. Tareas todas ellas perfectamente homologadas por el sistema.

¿De dónde vienen, pues, los equívocos? En el mundo de las ideas no hay blancos y negros. El vocabulario actual de la corrección política se nutre, sin ninguna duda, de una incubación en el posmarxismo de la Escuela de Frankfurt y sus epígonos. Ahí está el origen de un malentendido – el pretendido carácter “marxista” de la ideología hoy dominante – que la guerra cultural anti–mundialista debería deshacer de una vez por todas, si quisiera asumir una definición eficaz del enemigo.

Conviene para ello hacer un poco de historia.

Los auténticos enterradores del marxismo

Suele pensarse que el fin del marxismo como ideología política tuvo lugar en 1989, con la caída del “socialismo real” y el derrumbe de la URSS. Pero lo cierto es que el marxismo había sido enterrado muchos años antes, y que bastantes de sus enterradores pasaban por ser discípulos de Marx.

En realidad, el acontecimiento que supuso el canto de cisne del marxismo fue la revolución de mayo 1968, el momento en que el movimiento obrero fue desplazado por un sucedáneo: el “gauchismo” liberal–libertario.[4] Pero la epifanía progre de los estudiantes de París y de Berkeley había sido prefigurada – con varias décadas de antelación – por el corpus teórico (también llamado “teoría crítica”) de la “Escuela de Frankfurt”. Fueron los intelectuales del “Instituto para la Investigación Social” fundado en 1923 en esa ciudad alemana los que provocaron, desde dentro, la implosión del marxismo. Muchas de las ideas y temas impulsados por esos intelectuales se encuentran en el origen de los condensados ideológicos que hoy conforman la ideología mundialista.

Desde sus primeros años y durante su etapa de exilio en los Estados Unidos, la Escuela de Frankfurt arrumbó en el desván de la historia el dogma central del marxismo ortodoxo: el determinismo económico, la idea de que son las condiciones materiales y los medios de producción (la infraestructura) los que determinan el curso de la historia, la visión fatalista de un triunfo inevitable del socialismo. Lo que a los intelectuales de Frankfurt les interesaba era la acción sobre la “superestructura”, puesto que son las condiciones culturales – más que la economía – las que determinan la reificación y la alienación de los seres humanos. Algo que Georg Lukács ya apuntaba en “Historia y conciencia de clase” (1923), la obra fundadora del marxismo occidental. No en vano todas las luminarias de la escuela – Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Herbert Marcuse – se centrarían casi exclusivamente en la crítica cultural, dejando de un lado las cuestiones económicas. Lo cual nos lleva al segundo golpe – todavía más letal – que la escuela de Frankfurt iba a propinar al marxismo ortodoxo.

Al centrar sus denuncias en la reificación y la alienación de los seres humanos – y no en las condiciones económicas de explotación capitalista– estos intelectuales desplazaban el fin último de la transformación social: ésta ya no se reduciría a la abolición de las injusticias sociales, sino que se centraría en la eliminación de las causas psicológicas, culturales y antropológicas de la infelicidad humana. En esa línea, estos autores se esforzarían en establecer pasarelas entre el materialismo histórico y pensadores ajenos a esa tradición, tales como Freud (es el llamado “freudo–marxismo”) o – en un improbable ejercicio de malabarismo intelectual – el mismísimo Nietzsche. En realidad, la escuela de Frankfurt es un abigarrado taller de herramientas intelectuales donde se puede encontrar un poco de todo: las intuiciones más brillantes se codean con las amalgamas más precarias, y una crítica extremadamente perspicaz de la modernidad y sus condiciones de desenvolvimiento se ve mezclada con un empecinamiento utópico abocado al dogmatismo. Todo ello bañado en una atmósfera de virtuosismo y de elitismo intelectual que sellaba el extrañamiento definitivo entre los “intelectuales orgánicos” y la gente corriente. O lo que es decir, entre la intelligentsia progresista y el pueblo.

Cosmópolis utópica

La escuela de Frankfurt ofrece una gran paradoja: partiendo del marxismo – o más bien, de una interpretación “humanista” de la obra del “joven Marx” – sus teóricos preparaban el terreno para la ideología orgánica de la globalización neoliberal. El primer puente entre ambos mundos tiene mucho que ver con el fetiche ideológico de estos intelectuales: la idea de utopía. Para la escuela de Frankfurt, la utopía no es un “día del Juicio” o fin de la historia en el sentido marxista – el advenimiento de una sociedad sin clases –, sino que, insuflando una nota de realismo, admiten que si bien nunca alcanzaremos la Salvación o Redención final, el mantenimiento del Ideal – el sueño de la Redención – es un bien en sí mismo, puesto que nos impele a una mejora indefinida de la Humanidad. Es el “principio esperanza” definido por el filósofo Ernst Bloch. Bajo el baremo implacable de la Utopía, el presente se ve así sometido a una acusación perpetua, se ve impelido a avanzar por la senda del cosmopolitismo y de la “tolerancia” en pos del (siempre distante) espejismo utópico. Pero no se trata aquí de una utopía colectivista del tipo de la “sociedad comunista” del marxismo clásico. Desde el momento en que se vincula a una idea de “felicidad” personal, la utopía frankfurtiana concierne sobre todo al individuo. Lo que nos conduce al segundo gran puente con el neoliberalismo.

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Que la “felicidad” como reivindicación individual es un viejo fetiche del liberalismo, es algo que no requiere grandes demostraciones. Basta con leerlo en la Constitución de los Estados Unidos. La aportación de la Escuela de Frankfurt consistió en encauzar hacia esa reivindicación una parte del capital teórico del marxismo, remodelándolo como una especie de filosofía “humanista” y relegando sus enfoques de clase y sus aspiraciones revolucionarias. La llave maestra para ello consistió en el descubrimiento del “joven Marx” – el de los “Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844”– con sus “inclinaciones utópicas y su visión de un hombre nuevo y liberado del egotismo, de la crueldad y de la alienación. La revolución contra el capitalismo se sustituyó por algo parecido a un intento de transformación de la condición humana. El socialismo pasaba así a identificarse con una forma de tratar a la gente, más que con un modelo institucional y político”.[5] Aquí se consuma el auténtico entierro del marxismo.

Frente a las categorías materialistas y positivistas del marxismo – empeñadas en una analogía con las ciencias naturales –, la “Escuela de Frankfurt” enfatizaba los elementos éticos, subjetivos e individuales de la “teoría crítica”, de forma que ésta se configuraba como una teoría general de la transformación social, a su vez espoleada por un deseo de “liberación” entendida en sentido individual. La “liberación” y la “emancipación” eclipsaban así el objetivo de la revolución y se fundían en el horizonte utópico de una “felicidad” orientada al desarrollo personal. No es extraño que Wilhelm Reich – con sus trabajos sobre sexología– o Erich Fromm – con obras como “El concepto de hombre en Marx”– alcanzaran gran popularidad y fueran ampliamente leídos en los medios radicales norteamericanos.

¿Qué quedaba entonces del marxismo? Una retórica, una jerga académica, una dialéctica opresores/oprimidos, una cáscara de romanticismo subversivo al servicio del único sistema que, de hecho, hace tangible ese grial utópico de la “liberación” individual indefinida: el liberalismo libertario en lo cultural, el neoliberalismo en lo económico; lo que es decir: el capitalismo en su estadio final de desarrollo.

Del posmarxismo al neoliberalismo

La primera regla de la guerra cultural es saber leer al enemigo. El legado de la escuela de Frankfurt es demasiado rico como para ser arrojado en el cómodo saco del “marxismo cultural”; de hecho, buena parte de sus postulados admiten una lectura “de derecha”. El caso más evidente – e interesante – es la perspectiva “antiprogresista” desarrollada por una parte de esta escuela.

Una de las paradojas de la teoría frankfurtiana consiste en su crítica sistemática de la modernidad. En realidad, se trata de la única crítica de la modernidad y de la idea de “progreso” que haya sido formulada desde la izquierda, o al menos desde una tradición no conservadora o no reaccionaria. Posiblemente sea también la más brillante de las realizadas hasta la fecha. La experiencia de Auschwitz y la consiguiente ruina del optimismo progresista son las bases sobre las que se construye la obra seminal de Max Horkheimer y Theodor Adorno: “Dialéctica de la Ilustración”. En esa obra, lo que ambos autores vienen a decir es que, después de todo, tal vez el precio a pagar por “el progreso” sea demasiado alto, y que los ideales racionalistas, cuando son absolutizados, revierten en su opuesto: en un nuevo irracionalismo. En su enfoque crítico sobre la Ilustración, ambos autores rechazan la narrativa tradicional que se focalizaba sobre la evolución de las instituciones, las ideas políticas o el progreso tecnológico, y se centran en una crítica antropológica: los daños causados por el despliegue de la razón instrumental en una sociedad totalmente administrada, con sus corolarios de reificación alienación de la persona. Desde esa perspectiva, el panorama de la modernidad y del progreso podía ser muy sombrío. Hay por lo tanto en la Escuela de Frankfurt una apertura hacia un cierto conservadurismo cultural.[6] No en vano Horkheimer señalaba que, así como hay cosas que deben ser transformadas, hay otras que deben ser preservadas, y que un verdadero revolucionario está más cerca de un verdadero conservador que de un fascista o de un comunista.

Pero aceptadas estas premisas, la diferencia con una auténtica “crítica de derecha” es clara: allí donde ésta hubiera puesto el énfasis en la denuncia de la uniformización cultural, el desarraigo identitario y la ruptura del vínculo comunitario (fenómenos todos ellos impulsados por la modernidad), Horkheimer y Adorno tienen un enfoque individualista: la denuncia de la pérdida de “autonomía” personal, el rechazo a los “procesos de dominación” que afligen al individuo. Sea como fuere, la crítica frankfurtiana a la modernidad sigue siendo una píldora dura de tragar para la vulgata progresista y el “pensamiento positivo” de nuestra época. Por eso mismo continúa siendo una aportación insoslayable para todos aquellos que, ya sea desde la derecha o desde la izquierda, desean acometer una deconstrucción teórica de la modernidad, la Ilustración y el “progreso”.

Pero el genio del liberalismo consiste en su capacidad para absorber todas las críticas, su habilidad para transformarlas en “oposición controlada”. El éxito de la “teoría crítica” frankfurtiana marcó su integración en las instituciones, algo que los propios Horkheimer y Adorno habían ya previsto cuando señalaban que, en la medida en que una obra gana en popularidad, su impulso radical se ve integrado dentro del sistema. El liberalismo desechó la parte más auténticamente subversiva de la Escuela de Frankfurt – la crítica de la razón instrumental, el análisis sobre la desacralización del mundo, la reivindicación de los valores no económicos, la denuncia del consumismo, el rechazo a la mercantilización de la cultura, la advertencia sobre la pérdida de “sentido” – y adoptó sus postulados más individualistas y libertarios de “emancipación” y de rechazo a la “dominación” ejercida por la familia, el Estado y la iglesia. La “dialéctica negativa” desarrollada por la Escuela de Frankfurt sirvió así de instrumento a toda una generación de radicales americanos y europeos empeñados en una reconfiguración profunda de la sexualidad, la educación y la familia.

A un nivel teórico más profundo, la “dialéctica negativa” frankfurtiana enlazaba sin solución de continuidad con una nueva generación más radical y carente de los escrúpulos “conservadores” de Horkheimer y sus amigos: la generación del posmodernismo y del post–estructuralismo, de Foucault y de Derrida, de la deconstrucción y de la ideología de género. A partir de los años 1970 se sentarían las bases de una nueva cultura y de un “hombre nuevo”.

Quedaba expedito el camino hacia el neoliberalismo.

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[1] John Fonte, Investigador del Instituto Hudson (Washington), acuñó en 2001 el término “progresismo transnacional” para dirigirse a la ideología de la post–guerra fría. Se trata de una de las mejores descripciones de la ideología mundialista realizadas hasta la fecha. Según Fonte, entre las creencias promovidas por esta ideología figuran: 1) promover las identidades de grupo (género, etnia) sobre las identidades individuales; 2) una visión maniquea de opresores/oprimidos; 3) una promoción de las minorías oprimidas a través de cuotas; 4) la adopción de los valores de estas minorías por parte de las instituciones; 5) el inmigracionismo; 6) la promoción de la “diversidad” frente a la idea de asimilación en países de destino; 7) la redefinición de la democracia para acomodar la representación de las minorías; 8) la deconstrucción “posmoderna” de las naciones occidentales, y su sustitución por el multiculturalismo.   https://www.hudson.org/content/researchattachments/attach...

[2] Para esta clasificación nos apoyamos, de forma bastante libre, en la obra magistral de Jean–Yves Le Gallou y Michel Geoffroy, Dictionnaire de Novolangue. Ces 1000 mots qui vous manipulent. Via Romana 2015, pp. 10–11.

[3] Catherine Belsey, Poststructuralism. A very Short Introduction. Oxford University Press 2002, pp.97–98.

[4] Adriano Erriguel, Vivir en Progrelandia. Mayo del 68 y su legado. www.elmanifiesto.com

[5] Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short introduction. Oxford University Press 2011, p. 48.

[6] Es lo que el crítico cultural británico Jonathan Bowden llamaba el “secreto íntimo” de la Escuela de Frankfurt. Jonathan Bowden, Frankfurt School Revisionismhttps://www–counter–currents.com)

El libro “Dialéctica de la Ilustración” de Adorno y Horkheimer fue una influencia mayor en los orígenes de la corriente de ideas conocida como la “Nueva derecha” francesa.

elmanifiesto.com

dimanche, 23 septembre 2018

La politique continue de faire fi de la volonté du peuple

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La politique continue de faire fi de la volonté du peuple

De la diplomatie secrète à la manipulation médiatique

par Karl Müller

Ex: http://www.zeit-fragen.ch/fr

«Les conséquences en sont grotesques et amères. Là, où les guerres économiques, et d’autres choses encore pires sont imminentes, l’existence de millions d’humains est mise en question. Les PR et les médias ne servent pas uniquement à cacher le machiavélisme en politique, la violation continue du droit, l’ignorance politique derrière la dignité humaine et les droits de l’homme. Il s’agit également d’y habituer les gens petit à petit. Et la stratégie implique encore autre chose: les représentants des relations publiques savent que cette ignorance est évidente pour chacun qui sait réfléchir un peu. Mais les gens réfléchissant et empathiques doivent se sentir impuissants. Voilà, homme qui pense, tes idées et sentiments ne nous intéressent pas, tu es insignifiant, nos moyens pour le maintien du pouvoir sont plus forts, nous te rions au nez, le mépris est notre boulot, nous sommes en position de force, les ‹masses› nous suivront! Combien de temps encore?»

Cinq mois après le crime présumé, le gouvernement des Etats-Unis a décidé d’introduire des sanctions économiques strictes contre la Russie dès le 22 août 2018. La justification de leurs nouvelles sanctions se fonde sur l’accusation d’une transgression de la «ligne rouge» du législateur américain en utilisant la neurotoxine («arme chimique») «novitchok» pour tenter d’assassiner l’ancien double agent Skripal (ayant également travaillé pour le service de renseignement militaire de l’armée soviétique GRU).


Les nouvelles décisions ont été prises au moment de la publication de deux soi-disant rapports d’investigation du Scotland Yard britannique. Selon ces documents, deux suspects auraient été identifiés, deux agents du service de renseignement militaire russe GRU séjournant en Russie. La Première ministre britannique Theresa May devrait décider, selon ces rapports, d’une demande d’extradition adressée à la Russie. Si la Russie refusait, ceci aggraverait encore davantage les relations britanniques et russes.
Concernant les prétendus résultats d’investigation de Scotland Yard on lit: «Selon les rapports non confirmés, les auteurs présumés du crime ont été identifiés après plusieurs mois de recherches. Des centaines de détectives ont comparé le matériel d’innombrables caméras vidéo avec les données de voyageurs étant entrés ou ayant quitté la Grande Bretagne autour de la date de l’attentat du 4 mars.» («Neue Zürcher Zeitung» du 7/8/18).

Différentes conclusions

Quelles conclusions sont possibles? Certains diront: maintenant, il est évident que les Russes sont les auteurs de la tentative d’assassinat. Alors, il est juste que le gouvernement des Etats-Unis en tire les conséquences, et que Donald Trump, l’inepte sympathisant de Poutine, soit forcé à faire le nécessaire: introduire des sanctions encore plus strictes contre la Russie.


D’autres se demanderont de quel droit le gouvernement américain décide de nouvelles sanctions, alors que dans le cas Skripal rien du tout n’est prouvé jusqu’à ce jour et que toutes les anciennes assertions se sont avérées fausses» (p. ex. que le «novitchok» n’existerait qu’en Russie). Si même la «Neue Zürcher Zeitung» parle de «rapports non confirmés» et d’«auteurs du crime présumés», et utilise des termes extrêmement flous comme «le matériel d’innombrables caméras vidéo», «des centaines de détectives», «les données de passagers», on peut s’imaginer tout ce qu’on veut, mais il n’y a rien de concret qui soit convaincant ou qui vaille comme preuve. Les réactions russes officielles ne sont donc pas si déraisonnables, parlant d’une «guerre économique» de l’administration américaine contre la Russie et appelant le procédé du gouvernement contraire au droit international.

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1918: Le président américain Wilson s’opposa à la diplomatie secrète

Au début novembre 1918, il y a bientôt 100 ans, c’était la fin de la Première Guerre mondiale. Les Etats de l’Europe étaient détruits, les gens étaient las des souffrances de la guerre… et se demandaient à juste titre: comment fut-il possible que l’on ait réussi à nous impliquer dans une telle tuerie de masse?


Le président américain Woodrow Wilson utilisa ces sentiments des peuples et formula ses 14 thèses, ayant trouvé leur entrée dans les manuels d’histoire. Déjà la première retient que «les accords de paix doivent être conclus de manière transparente et publiquement.» Puis, dans la deuxième phrase de ce premier point: «Des ententes internationales secrètes n’auront plus leur raison d’être, la diplomatie devra toujours se pratiquer honnêtement et aux yeux de tout le monde.» Ceci correspondait au désir et à la volonté de millions de personnes. Jusqu’à ce jour, on recherche les causes de la guerre mondiale, les controverses se maintiennent, les archives sont toujours fermées. Il y eut de nombreuses ententes secrètes entre les gouvernements et les discrets milieux influents impliqués.

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Wilson n’agit pas comme il avait parlé

Malheureusement, Wilson n’agit pas comme il avait parlé. Au contraire: vu dans la rétrospective, il faut supposer que ses dires n’étaient que de la propagande de guerre, habilement appliquée pour tirer les habitants de l’Europe (et des Etats-Unis) de son côté. Wilson avait engagé un spécialiste de la propagande: Edward Bernays. «Edward Louis James Bernays, né à Vienne le 22 novembre 1891 et mort à Cambridge (Massachusetts) le 9 mars 1995 est un publicitaire austro-américain.» Selon Wikipédia «il est considéré comme le père de la propagande politique institutionnelle et de l’industrie des relations publiques, ainsi que du consumérisme américain.» Puis on lit: «En 1917, durant la Première Guerre mondiale, Bernays fait partie du ‹Committee on Public Information› crée par le président Wilson pour retourner l’opinion publique américaine et la préparer à l’entrée en guerre.» Sa campagne fut conduite sous le slogan «Make the world safe for democracy» – Amère dérision!

L’apparence doit être démocratique, mais tout doit être sous notre contrôle

Wilson et Bernays savaient que les méthodes du XIXe siècle étaient obsolètes. Il n’était plus possible de dire aux peuples que la politique n’était pas leur affaire et ne concernait que les gouvernements. La politique avait besoin de nouvelles formes de «légitimation». Depuis la fin de l’absolutisme, la référence au droit divin du souverain n’était plus opportune. L’argumentation de Hegel, selon laquelle l’Etat (prussien) ne devait être pas moins que l’apogée de l’«incarnation» de l’esprit du monde (Weltgeist hégélien) convainquait, elle aussi, de moins en moins les gens. «L’apparence doit être démocratique, mais tout doit être sous notre contrôle», devint le nouveau principe, attribué bien plus tard à Walter Ulbricht de la RDA. Les moyens appropriés pour le réaliser étaient les relations publiques (public relations, PR) et les médias qui reprirent les contenus des PR et les divulguèrent sans vergogne. Il en est ainsi jusqu’à l’heure actuelle.

En position de force, combien de temps encore?

Les conséquences en sont grotesques et amères. Là, où les guerres économiques, et d’autres choses encore pires sont imminentes, l’existence de millions d’humains est mise en question. Les PR et les médias ne servent pas uniquement à cacher le machiavélisme en politique, la violation continue du droit, l’ignorance politique derrière la dignité humaine et les droits de l’homme. Il s’agit également d’y habituer les gens petit à petit. Et la stratégie implique encore autre chose: les représentants des relations publiques savent que cette ignorance est évidente pour chacun qui sait réfléchir un peu. Mais les gens réfléchissant et empathiques doivent se sentir impuissants. Voilà, homme qui pense, tes idées et sentiments ne nous intéressent pas, tu es insignifiant, nos moyens pour le maintien du pouvoir sont plus forts, nous te rions au nez, le mépris est notre boulot, nous sommes en position de force, les «masses» nous suivront!
Combien de temps encore? 

vendredi, 21 septembre 2018

Alexandre Kojève & the End of History

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Alexandre Kojève & the End of History

Author’s Note:

This is transcript by V. S. of a talk that I gave to the Atlanta Philosophical Society in 2000. As usual, I have eliminated some wordy constructions and some back-and-forth with the audience. 

We live in a time when there’s a lot of talk about the ends of ages. Last year, at the end of 1999, the vast majority of people celebrating the New Year were celebrating the millennium a year early. But still, there’s a sense that when we reach a round number something important is going to happen. There’s a lot of talk about the “end of modernity” in academia today. So-called postmodernist philosophers and literary critics are quite popular, and certain religious thinkers and writers are of course concerned that time itself may end very soon.

A friend of mine who is an Orthodox monk in Bulgaria emailed me just before the New Year saying that not only did some people in Bulgaria think that all the computers were going to fail, they thought the end of time was at hand. I wrote back saying, “Well, if I don’t hear from you again, it’s been nice knowing you.”

I want to talk about one of the most stunning claims that history is over, namely the claim popularized by Alexandre Kojève, a 20th-century philosopher who I think is probably the most influential single philosopher in the 20th century, although at the same time he’s one of the least known. He’s influential not only in the world of ideas but also in the world of politics. In fact, he’s had an enormous influence on the post-Second World War global economic and political order that we live in today. People sometimes call it the “New World Order.” It’s very much influenced by his thought and action.

Kojève claimed that history is not about to end, but that it had already ended, and that it ended in 1806. So, all of the expectant people who are waiting for the millennium have already missed it. History is already over. It’s been over for nearly two centuries, and it came to an end in 1806 when Georg Wilhelm Friedrich Hegel was sitting in his study in Jena writing his book Phenomenology of Spirit and nearby Napoleon was defeating his enemies at the great Battle of Jena, which turned the tide of resistance in Europe toward the ideas of the French Revolution.

According to Kojève, history ended with the triumph of the ideals of liberty, equality, and fraternity and Hegel’s understanding of the significance of these events. Everything that’s happened since then, he said, including the two World Wars, is just post-historical “mopping up.” It’s of no real historical significance. It’s just a matter of carrying the ideals of the French Revolution to the furthest corners of the globe.

Last night I saw a trailer for a film called The Cup, which is set in Bhutan in the Himalayas. This is a movie about the mopping-up process. It’s about some intrepid young Buddhist monks who fall in love with soccer and decide to bring satellite television to Bhutan. According to Kojève, this is just the kind of mopping-up process you’d expect as the world becomes completely integrated and its culture becomes entirely homogenized. Of course, this is presented as a heart-warming tale of intrepid youth.

51MV5jM0MgL._SX339_BO1,204,203,200_.jpgNow, who was Alexandre Kojève? He was born in 1902 as Aleksandr Vladimirovič Koževnikov. He was born in Moscow to a very wealthy family. After the Russian Revolution, the family fell on hard times, and he was eventually reduced to selling black-market soap on the street. He was arrested for this and narrowly escaped execution. His experiences with the GPU led to a rather unusual outcome. He converted to Marxism and maintained that he was an ardent Stalinist to the very end of his life.

In 1920, ardent Marxist-Stalinist that he was, he still saw fit to flee the Soviet Union to Germany. He enrolled at the University of Heidelberg, studying philosophy with the great German existentialist thinker Karl Jaspers, and he wrote a dissertation on Vladimir Soloviev, a Russian mystical philosopher of some interest, although he is rather unknown in the West.

Apparently, the Koževnikovs had money abroad, so while he was in Germany Kojève was actually something of a bon vivant. He lived the high life. He was a sort of limousine Stalinist. But he invested his family money poorly, and in 1929 he was pretty much wiped out by the great stock market crash.

In that year, he moved to France and started trying to find work. He had many friends, Russian émigrés, who helped him out. One of them was Alexandre Koyré, who was a historian of philosophy and science who had to go off to Egypt as a visiting professor and got Kojève the job in 1933 of subbing for him in a seminar on Hegel’s Phenomenology of Spirit.

Kojève did such a spectacular job that he gave the seminar every year until 1939, when the Germans moved in and French intellectual life changed somewhat. Kojève spent the war in the south of France, writing, and some of the works that he wrote during the war were published posthumously. He probably sat out the war because he realized that it was of no historical significance.

In 1945, he returned from his exile and was immediately given a position in the French Ministry of Economic Affairs, the head of which had been a student in his Hegel seminar during the 1930s.

From 1945 to 1968, he held the same position, a kind of undersecretary position, yet while he did not have any official leadership role, he was—as one person who knew him put it—the Mycroft Holmes of the French government. He was the guy who knew everything and everybody, and kept everybody abreast of everything else. He was a nerve center or brain center for the French government for a period of more than 20 years.

He claimed, in his typically hyperbolic style, that de Gaulle took care of foreign affairs, and “I, Kojève,” as he put it, “took care of everything else.” And apparently Raymond Aron, who was another of his students and an extremely sober fellow, actually said that this was pretty much true, that Kojève was probably second only to de Gaulle in importance in the French government in the 22 years that he occupied his position.

And what did he do? Well, he was one of the architects of what’s now called the European Economic Community. He was also one of the architects of what is known as the General Agreement on Trades and Tariffs, or GATT.

Right after the Second World War, he gave a speech to a bunch of technocrats in West Germany, where he laid out the model for what was then called pejoratively “neo-colonialism.” In his terms, colonialism after the Second World War and the end of the old colonial empires would now take the form not of taking, but of giving, namely of investing in and developing the underdeveloped countries, the former colonies, and integrating them into the world economic system. His model was basically carried out to a T. Organizations like the World Bank basically follow to this day the Kojèvian model of neo-colonialism.

9782070295289FS.gifHe was also the first person to announce what is sometimes called the convergence thesis. Zbigniew Brzezinski, National Security Adviser to Jimmy Carter, is often credited with this view. The convergence thesis is basically that as the Cold War wore on, the pressures of fighting it would cause both sides to gradually converge and become indistinguishable from one another.

Kojève was instrumental in creating—through the economic and political integration of the Western, non-Communist nations—one of the most important factors in helping them win the Cold War, but the French intelligence service believed that he was passing information to the KGB the whole time. So he was playing both sides in a very dangerous game. I want to give some suggestions about what Kojève’s dangerous game actually was.

Before I do that, though, I want to talk about his influence in the world of ideas. I’ve talked about his political activity. Really, of all the philosophers in the 20th century, he’s had the most impressive record of actually changing the world instead of just theorizing about it. Much of the world that we know today and think of as normal was influenced by this strange Russian. So, we need to understand the ideas behind his actions.

Kojève’s students at his Hegel seminar in the 1930s included the following people: Raymond Aron, who was probably the most brilliant conservative political theorist in France in the 20th century; Maurice Merleau-Ponty, who was something of a Marxist-Stalinist at one time and one of the most significant phenomenological philosophers in 20th-century France; Jacques Lacan, the great interpreter of Freud, who fused Freud with Kojève’s Hegel and is probably the leading Freudian thinker after Freud; Henry Corbin, who made the first (partial) French translation of Heidegger’s Being and Time but is far more famous for the work that he did in medieval Arabic philosophy and mysticism; Robert Marjolin, who was the leader of the French Ministry of Economic Affairs, the guy who gave Kojève his job; Gaston Fessard, who was little-known outside France but was an extraordinary scholar and a Jesuit priest as well; André Breton, who was one of the founders of French Surrealism; Georges Bataille, famous for writing really rather gross and I think quite untitillating pornography, as well as many books and essays on the philosophy of culture—a rather profound although difficult and quite perverted thinker; and Raymond Queneau, a novelist whose most famous novels are translated as The Sunday of Life and Zazie in the Metro—these are “end of history” novels and were very much influenced by Kojève’s vision of life at the end of history.

And of course these members of the seminar in turn had their own students and readers. Among them are some of the most important 20th-century French thinkers of the next generation: Jacques Derrida, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, and the like. None of them were students of Kojève himself, but I would maintain that nobody can really understand these French postmodernists—especially their use of certain words like “metaphysics,” “modernity,” “difference,” and “negativity”—without understanding how all of these derive from Kojève’s interpretation of Hegel. The peculiar vehemence with which terms like “metanarrative,” “history,” “being,” “absolute knowledge,” and so forth are spoken by these writers has everything to do with Kojève’s specific interpretation of the meaning of these terms in Hegel’s Phenomenology of Spirit. One can’t read French postmodernism and understand it without understanding that most of these thinkers are reacting to Kojève. They would not call themselves Kojèvians. They’re all anti-Kojèvians. But insofar as they’re opposing themselves to him and to his very peculiar takes on things, they’re very much influenced by him. They bear the trace of Kojève.

9782253075035FS.gifAnother contemporary thinker who’s really quite trendy today is the Slovene writer Slavoj Žižek. I hope there are no Slovenians in the audience who will knock my pronunciation. Žižek has written quite a number of books with titles like Everything You Always Wanted to Know About Lacan . . . But Were Afraid to Ask Hitchcock, and he’s enormously influenced by Kojève’s view of Hegel, and also Lacan’s reading of Kojève’s Hegel.

Kojève attracted students even after he stopped teaching. Two of them were Allan Bloom, the author of The Closing of the American Mind, and Stanley Rosen, who is a very well-known commentator on Greek philosophy, as well as on Hegel and Heidegger. Their teacher, Leo Strauss, sent them to study with Kojève in the early 1960s. Bloom and Rosen would go to his office at the Ministry. He would close the door, and they would talk philosophy.

More recently, Francis Fukuyama, who was a student of Allan Bloom, became famous for his book The End of History and the Last Man, which is really a popularization of Kojèvian ideas. Just as the Communist regimes in Eastern Europe were coming down, Fukuyama raised the question: What if Kojève was wrong and history hadn’t ended in 1806, as Hegel wrote the Phenomenology of Spirit? What if history ended in 1989, as Communism fell and Fukuyama was in the process of interpreting it as the global triumph of Western liberal democracy? That started a huge debate.

Of course, people on the Right in America were particularly delighted to hear that their perseverance in the Cold War had brought about not just the end of Communism but the end of history itself, and everything would be smooth sailing from then on. Little things like the Gulf War were just mopping-up.

Some of Kojève’s peers—people that he corresponded with and interacted with and influenced him—include Leo Strauss, who is one of the most important 20th-century philosophers. He was a German-Jewish philosopher who met Kojève in the 1920s. They met again in Paris in the 1930s, where they spent a lot of time together, and they corresponded throughout the rest of their lives. Strauss, of course, was a conservative thinker, a thinker of the Right, and yet he derived both pleasure and knowledge from his friendship with Kojève, the ardent Stalinist.

Carl Schmitt was the notorious German jurist and political philosopher who wrote the brief showing how Hitler’s seizure of power in 1933 was perfectly legal according to the Weimar constitution—which was indeed a brief anybody could have written because, strictly speaking, it was legal. Schmitt, of course, had been tarred with the Nazi association until he died at a very old age recently. Schmitt was a friend of Kojève’s, and they corresponded over a period of many decades. Another improbable intellectual friendship.

Georges Bataille was not just a student of Kojève, but really a peer. I think Bataille dramatically influenced Kojève’s intellectual development. Bataille is certainly a thinker of the far Left.

So, we have a strange phenomenon: Kojève had close intellectual relationships with, and a powerful influence on, thinkers on the Right and on the Left, but the thing that all of these thinkers have in common is a vehement rejection of modernity, precisely the modernity that Kojève himself is so eager to proclaim as inevitable. All of Kojève’s students and most passionate admirers ended by rejecting, vehemently, his vision of the end of history. That’s an interesting thing to puzzle through.

If Hegel and Kojève believe that history came to an end in 1806, then they obviously mean something very different by “history” than all of us do. If history can come to an end, it has to be something different from what is reported every day in the newspapers. They didn’t claim that human events would cease. There are post-historical human events, just as there were pre-historical human events. So, history isn’t just the record of human events. It is a very specific thing.

For Hegel, history is the human quest for self-knowledge and self-actualization. There was a time when human beings were not actively pursuing those aims. This was characteristic of prehistorical forms of life, when men were brutish and dumb. And there will be a time when human beings will no longer actively pursue self-knowledge and self-actualization, because we will have already achieved them. That will be post-historical life.

History is the human quest for self-knowledge and self-actualization. When that quest comes to an end, when we know ourselves and become ourselves, then there will be no more history. That’s how history will stop.

Hegel posits that human beings have a fundamental need for self-knowledge. In fact, in the last analysis, for him self-actualization just is self-knowledge. So, human beings are fulfilled by knowing themselves. That’s what it’s all about. That’s what we’re all striving for. That’s what the whole record of history has been pointing to: self-knowledge.

hegel.jpgHow is the pursuit of self-knowledge connected with history? Isn’t self-knowledge just something we have through introspection? Can’t you just have self-knowledge on a desert island or lying in bed in the morning? Why do we need to do things like build civilizations or cathedrals and fight wars? Why do we need history in order to pursue self-knowledge?

Hegel would agree that we do have a kind of immediate self-awareness, which Rousseau would call the “sentiment of existence.” But that feeling is shared with all the animals, too. Therefore, insofar as we have an immediate feeling of self that really doesn’t constitute knowledge of us as distinctly human creatures. Second, knowledge as such requires more than just immediate feeling. It has to be more articulated, reflective, and, as he puts it, mediated rather than immediate. It has to be on the level of thought rather than the level of feeling. In order to arrive at self-knowledge of our distinctly human characteristics, and to know that in a distinctly human way through reason, through thought, we have to go beyond just feeling. We have to do things.

Now, to know ourselves as physical beings we can look in a mirror. Although we have to recognize the being we see in the mirror as ourselves. Animals don’t seem to be able to recognize their own reflections. But when human beings reach a certain point in our development, we realize, “Aha! That’s us!” And there’s something extraordinary about recognizing ourselves as reflected in something other, something external.

Hegel believes that self-knowledge of our soul, if you will, requires a similar process. We need to find a mirror in which our soul can be reflected, and in which we can recognize our reflection, and thereby come to know ourselves as spiritual beings.

Now, what is the appropriate mirror of the soul? Well, the first and most obvious answer would be another soul, another human being. The way that we come to know ourselves as human beings is by recognizing ourselves in others. The best form of recognition would be to recognize ourselves in the eyes of somebody who is very similar to us, who can really show us who we are. The kind of relationship where that happens is friendship or love. We can know ourselves through people who antagonize us, but the best kind of self-awareness is through love and friendship. The most complete sort of self-awareness is through love and friendship.

But that’s not enough. Love is not enough for Hegel. Friendship is not enough to explain history. If we could know ourselves adequately, if we could satisfy our need for self-knowledge simply through interpersonal relationships, we never would have embarked on this long quest towards civilization, because we could have satisfied that need in the prehistorical family, in the little villages, in thatched huts, in hunter-gatherer bands. We don’t need buildings and technologies and civilizations that extend thousands of miles. We don’t need cathedrals and skyscrapers or any of that just to have interpersonal relationships.

So, the quest for self-knowledge has to be understood more precisely here. We need to know ourselves. To know ourselves as individuals does not require history, so what kind of self-knowledge requires history? Hegel seems to believe that history is required if we are to know ourselves universally, to know ourselves in an abstract sense, and not just as a particular individual—in other words, to know what is man in general. Ultimately, this is the aim of philosophy.

Your best friend or your spouse is not going to be adequate to give you this kind of universal self-knowledge. Another human being isn’t an adequate mirror for that. Only philosophy can show that to you, and so Hegel believes that we have to understand history as arising out of the need for universal self-knowledge.

But of course philosophy wasn’t there at the beginning of history. So, how do we try to begin to satisfy that need for universal self-knowledge?

Hegel’s argument is simple: We have to make a mirror for ourselves. We have this material called nature—rocks and rivers and trees—and we need to remake it. We need to go out there and transform the world, to put the stamp of humanity upon it, to humanize the world, to remake the world in our own image—and to recognize ourselves, to recognize the truth about mankind in general, in our work.

Every culture is basically an ensemble of practices, artifacts, and institutions in which, and by which, human beings embody a particular attempt to understand themselves. Culture is the mirror in which human beings know themselves in a universal way. The record of cultures and their transformation is what we call history. Therefore, history is necessitated as our first step towards universal self-understanding.

There are many cultures and thus many interpretations of our nature. But there is only one truth. Therefore, all cultures can’t be rated equally. Some are truer to man and his nature than others. So it’s possible to rank cultures in a hierarchy in terms of how well or how poorly they reflect the true nature of man. But Hegel is also clear that ultimately, culture as such is an inadequate medium for coming to universal self-understanding. Thus what happens at a certain point in at least some cultures—three, to be exact—is the emergence of philosophy. The Greeks, the Indians, and the Chinese all spontaneously evolved philosophical traditions.

Hegel’s view is that we finally come to universal self-understanding through philosophy—ultimately through Hegel’s philosophy, as it turns out. History is the pursuit of wisdom. Hegel has become wise. He knows the truth about man, and therefore the philosophical quest and the historical quest both came to an end in 1806, when Hegel wrote his book The Phenomenology of Spirit.

Now, this might sound grandiose to you, but really every philosopher worth his salt is grandiose, because they’re searching for the Truth with a capital T. Hegel is just one of the more immodest philosophers, because he claims that not only is he searching for it, he’s actually found it, and therefore he’s not really a philosopher anymore. He’s a wise man. He’s a sage.

What is this big Truth that has brought history to an end? According to Kojève, the truth about man is that we’re all free and equal. That might sound banal, but he says that that’s what human beings have been fighting for and struggling for—sculpting and painting, composing music and writing books for, over thousands of years—in order to discover that we’re all free and equal. Once this discovery has been announced, and once the world has been remade in the image of freedom and equality, history has come to an end.

Kojève claims that history comes to an end with what he calls the universal and homogeneous state. When we recognize that all men are free and all men are equal, the only thing left is to create a form of society that recognizes this freedom and equality. That form of society has to be universal. It can’t be attached to any particular culture, because culture is over, too. History is just a record of cultures, and when history ends, culture is over, too. Culture becomes, in some sense, unnecessary, because it’s really not the best medium for coming to self-understanding. Kojève glimpses a tendency towards the complete homogenization of the world within this universal state. So he calls the end of history the universal homogeneous state, and he thinks this is great. This is wonderful.

We’re rapidly seeing this all around us. In Bhutan, they’re getting TV today. Tomorrow, they’re going to be wearing little baseball caps—backwards, of course—listening to rap music, and wearing t-shirts with American brand names on them. Eventually it will be more practical to just learn one language: English. As one friend puts it, “language par excellence.” And we’ll all be English speakers; we’ll all be buying the same things; we’ll all be watching the same TV shows. We’ll be one big, happy, peaceful world, and mankind will be entirely satisfied, because we’ll all be free and we’ll all be equal.  But we won’t all be philosophers. Only the very smart ones will become philosophers. Because we’re not going to all be equal in that respect. We’ll be politically equal.

That’s the Hegelian story, in a very crude overview. It’s crude, but it’s completely correct and accurate. It’s completely correct and accurate to Hegel’s view, if not to reality; let’s put it that way.

This is Kojève’s description of the end of history: “In the final state, there are naturally no more human beings.” Why? Because man is a historical being, too, and when history comes to an end, what is distinctively human disappears. “The healthy automata are satisfied. They have sports, art, eroticism, and so forth, and the sick ones get locked up.” Or they get Prozac. Or other mood-altering drugs to make them happier. “The philosophers become gods. The tyrant becomes an administrator, a cog in the machine fashioned by automata for automata.”

This is his view of the end of things. Now, if somebody were to step forward and declare, “I have a dream of a world of healthy, well-fed automata, de-humanized robots ruled over by technocrats that think they are gods,” would you be at all inclined to be inspired by that vision of things? It is a very strange way of speaking about something that Kojève at least officially regards as utopia, the form of society that totally satisfies all of mankind.

Here we arrive at the odd problem, because as he becomes more and more enthusiastic about the end of history—at least putatively enthusiastic, apparently enthusiastic—he begins phrasing it in ways that are more and more chilling, unappetizing, and unappealing.

The notes for Kojève’s Hegel seminar were edited and published in 1947 by Queneau as Introduction to the Reading of Hegel. After it was published, it was reprinted in a number of different editions. As the new editions came out, Kojève would add notes to them. About half of the French volume has been translated into English. The good stuff. There’s a famous note in here. Kojève adds a note to the second edition and then adds a note to that note in the third edition. As the notes pile up, the vision of the end of history becomes more and more disturbing and unappealing.

What’s going on here? Surely, Kojève, who was a master of rhetoric, knew the likely effects of his rhetoric. So, why was he praising something in terms designed to produce discomfort and disgust? It’s a very interesting question.

His second thoughts about the end of history were expressed in his later writings as a thesis that man is coming to an end. The end of history is the end of man. Man, properly understood, is being erased. The masses of people at the end of history, he said, will become beasts. And another term for them, he said, are slaves without masters.

He said, “Bourgeois man is a slave without a master. He is a slave spiritually, because there is nothing he is willing to die for.”

The worst possible thing for the bourgeoisie, he says, is a violent death. They’ll do anything to avoid that. The greatest possible thing is comfortable living. They’ll betray virtually anything for that. “Do it to Julia!” He says that the end of history is a society where the vast majority of human beings are slaves without masters. They’re officially free, but spiritually speaking, they are slavish. They have no ideals. There’s nothing they’re willing to die for. Nothing is more important than just being comfortable and secure.

The small minority who will rule everything will at least understand everything. They are the philosophers. And they too are dehumanized. Not by becoming beasts, but by becoming gods.

What’s left out are just men, and by “man” Kojève means people who have what Plato called spiritedness. And what is spiritedness? Well, part of spiritedness for Plato is the capacity to respond passionately to ideals. In the most primitive sense, spiritedness is just a kind of touchiness about points of honor. A desire to be treated with respect. But the same kind of attachments to one’s ideal vision of one’s self that used to lead us to fight duels to the death over matters of honor can also be attached to higher things like countries and causes, and so forth. It can even be attached to a love of the good itself.

Kojève thinks that the end of history will mark the elimination of the spirited part of man’s soul. Once we know the truth about mankind—that we are all free and equal—there will be nothing to fight over and no propensity to fight, anyway. The capacity to get angry over points of honor or ideology will simply disappear. This is what he means by the end of man.

Again, it’s not a very appealing picture. Yet it’s a picture that’s increasingly true.

The philosophers, as I said, are increasingly dehumanized as well. They become gods, which means that they are de-spirited creatures as well—effete, cosmopolitan, rootless, and so forth. They jet from one end of the globe to another. They interpret things. They give little papers at conferences. They graze at the buffets and crowd around the open bars. And they experience nothing greater than themselves. They look down on the cultures of the past with detachment, but they buy their artifacts and playfully display them in an eclectic jumble on their mantlepieces.

At the very time Kojève was painting this bleak picture of the end of man, he maintained it was his dream—indeed, that it’s all of our dreams. This is what history is aiming towards, and we’ll all be completely satisfied by it. You’ll love it! Believe me! You’re already loving it! But why in the world did he say things that undermine his overall thesis?

The interpretation I want to give is this: Kojève became very much influenced by Nietzsche, and Nietzsche is really the great 19th-century antipode of Hegel. If you want to find two thinkers who are most fundamentally opposed in philosophy of history and culture, Nietzsche and Hegel are the most opposite you can find. The influence of Nietzsche, I think, was primarily mediated through the influence of Georges Bataille, Kojève’s student, peer, and friend. Bataille was something of a Nietzschean, and I think that as their friendship progressed and as Kojève thought more about things, he came to think that Bataille was fundamentally correct that there was something true about Nietzsche’s view of history.

So, what is Nietzsche’s view of history? Hegel has a linear view of history. History proceeds in a straight line from a beginning to an end. The progress of history arises from a single fundamental need, which is the human need for self-knowledge. Once we achieve that goal, history ends, and that’s it. It’s paradise.

Nietzsche, by contrast, has a cyclical view of history, and he believes that there are two fundamental principles that make the historical world go around. One is the need for self-knowledge, but the other is what I would like to call “the need for vitality,” the need to feel alive and express that feeling.

In Nietzsche’s view, history begins with a kind of vital upsurge, which is leading towards self-knowledge. History begins with a kind of barbarous vitality. As culture progresses, however, and become more refined, our reflectiveness and refinement come to interfere and undermine the sources of cultural vitality.

Culture, at the beginning, is something that’s necessary for us to be healthy, but as it progresses and becomes more refined, it becomes a source of sickness, decline, and decay. So, at this point we have a decadent culture where people are very reflective, dispassionate, corrupt, and lacking in virtue. And what eventually happens when decadence grows widespread? Everything collapses, everything falls apart. You can’t have a functioning society full of rotten people. The few survivors who are left return to barbarism. All the cobwebs of fine-spun theories are swept away, human vitality returns, and history begins again.

Now, in the portrait that Kojève paints at the end of history, you really can see this Nietzschean perspective at work. The “last man,” which was Nietzsche’s term for decadent and dehumanized men, is the true outcome of Hegel’s drive for universal freedom and equality. But the last man can’t sustain civilization, so history must start all over again. The last man, in Nietzsche’s terms, is precisely what Kojève is describing as slaves without masters and masters without slaves, the dehumanized beasts and gods that exist at the end of history. Both beasts and gods lack a distinctively human vitality to give rise to culture and values.

I want to argue that Kojève’s ambivalence about the end of history really arises out of the fact that he simultaneously affirms two completely contradictory theories of history. One is Hegel’s and the other is Nietzsche’s. Kojève was not an idiot. In fact, people who I respect enormously said that he was the smartest man they ever knew. He was extraordinarily intelligent. The best-functioning and best-stocked brain of the century, according to one person who knew him. Thus he was not so stupid as to overlook the fact that he was affirming two diametrically opposed views. So why was he doing this?

I’ll answer this question, but I want to raise another one first. Why did Kojève play both sides of the Cold War? Clearly he had to see that there was something a little immoral, or there was at least an appearance of impropriety, in passing secrets to the KGB. Why did he do this? Why was he affirming opposed theories of history, and why was he playing both sides against another in the Cold War? I think that the answers to both questions are related.

Let me answer the first question this way. I follow Plato, and Plato recommends that in order to understand a philosopher’s teachings, you don’t just look at his words, you also look at his deeds, and then you put the words and the deeds together and look at the total effect. The total effect of a philosopher’s teaching is what he is really getting at. Not necessarily what he says or what he does, but the total effect of the two together on the actions of the people who read it, understand it, and follow it. These guys are smart. They know the likely effect of their writings. So, if you want to understand the meaning of a philosopher’s teachings, look at the effect, not what he says in isolation, not what he does in isolation, but the effect of what he says and what he does taken together.

What’s the effect of Kojève’s teaching about modernity? The fact is that every single person who took Kojève seriously as a teacher—Left or Right, far Left or far Right—ended up rejecting the end of history, the vision of modernity that Kojève was loudly trumpeting as his dream—and everybody’s dream—come true. He was not so stupid as to be caught unaware by this. I refuse to believe that.

I think that the meaning of Kojève’s teachings is precisely this: Kojève presented Hegel’s view of history in such dire and dystopian terms to induce people to revolt against it. He was presenting the end of history in a way that was designed to make people want to get history started all over again. If history can start all over again, that means that, fundamentally, we affirm the Nietzschean cyclical view rather than the Hegelian linear view. So, I think that ultimately Kojève was a kind of Nietzschean who was deeply disturbed by modernity and wanted to bring it to an end.

How is this connected with his political actions? Well, some people may say, “Look, the reason why he was on both sides of the Cold War is because he believed in the convergence thesis and didn’t think there was any difference between the two.”

But that really doesn’t explain it, for this reason: If he didn’t believe that either side was fundamentally different from the other, then why wouldn’t he have worked as hard as possible on one side to ensure its ultimate triumph? It would be a matter of indifference as to which side he supported. But why was he helping both sides? That can’t be explained, because by helping both sides in the Cold War, you would think that that was actually helping to perpetuate the Cold War rather than bring it to an end. Why would he want us to keep fighting?

But this makes sense if Kojève is fundamentally a Nietzschean who wanted to forestall as long as possible the end of history that Fukuyama—his somewhat unsubtle and popularizing student—was so happy about.

I think that perhaps his very dangerous political game had a similar aim as his philosophical game, namely not to bring history to an end but to keep it going, keep the conflict going. Why? Because as a Nietzschean, he believed that, ultimately, conflict about values is the thing that makes us most human. The capacity to aspire to and ultimately die for ideals, is the most glorious and distinctly human characteristic we have. And the Cold War was one, long conflict over fundamental ideas, and it would be perfectly consistent with the Nietzschean view to want to keep that conflict going, especially if he foresaw that the outcome of one side winning would be McWorld. If that was the case, then it makes perfect sense that he would be playing both sides. He didn’t want either one to win. The longer Kojève could forestall the end of history, the better. The better for all of us.

And now that history has ended, we need to go to Plan B, which is to start history all over again. And we don’t need to wait for the barbarians. They are already here.

 

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mardi, 18 septembre 2018

Technological Utopianism & Ethnic Nationalism

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Technological Utopianism & Ethnic Nationalism

 [1]Author’s Note:

This is the text of my talk at the fourth meeting of the Scandza Forum in Copenhagen, Denmark, on September 15, 2018. In my previous Scandza Forum talk [2], I argued that we need to craft ethnonationalist messages for all white groups, even Trekkies. This is my Epistle to the Trekkies. I want to thank everybody who was there, and everybody who made the Forum possible. 

The idea of creating a utopian society through scientific and technological progress goes back to such founders of modern philosophy as Bacon and Descartes, although the idea was already hinted at by Machiavelli. But today, most people’s visions of technological utopia are derived from science fiction. With the notable exception of Frank Herbert’s Dune series [3], science fiction tends to identify progress with political liberalism and globalism. Just think of Star Trek, in which the liberal, multi-racial Federation is constantly battling against perennial evils like nationalism and eugenics. Thus it is worth asking: Is ethnic nationalism—which is illiberal and anti-globalist—compatible with technological utopianism or not?

My view is that technological utopianism is not only compatible with ethnic nationalism but also that liberalism and globalization undermine technological progress, and that the ethnostate is actually the ideal incubator for mankind’s technological apotheosis.

Before arguing these points, however, I need to say a bit about what technological utopianism entails and why people think it is a natural fit with globalization. The word utopia literally means nowhere and designates a society that cannot be realized. But the progress of science and technology are all about the conquest of nature, i.e., the expansion of man’s power and reach, so that utopia becomes attainable. Specific ambitions of scientific utopianism include the abolition of material scarcity, the exploration and settlement of the galaxy, the prolongation of human life, and the upward evolution of the human species.

It is natural to think that scientific and technological progress go hand in hand with globalization. Reality is one, therefore the science that understands reality and the technology that manipulates it must be one as well. Science and technology speak a universal language. They are cumulative collaborative enterprises that can mobilize the contributions of the best people from across the globe. So it seems reasonable that the road to technological utopia can only be impeded by national borders. I shall offer three arguments why this is not so. 

1. Globalization vs. Innovation

I define globalization as breaking down barriers to sameness: the same market, the same culture, the same form of government, the same way of life—what Alexandre Kojève called the “universal homogeneous state.”

WWEN-2.jpgAs Peter Thiel argues persuasively in Zero to One [4], globalization and technological innovation are actually two very different modes of progress. Technological innovation creates something new. Globalization merely copies new things and spreads them around. Thiel argues, furthermore, that globalization without technological innovation is not sustainable. For instance, it is simply not possible for China and India to consume as much fossil fuel as the First World countries, but that is entailed by globalization within the present technological context. In the short run, this sort of globalization will have catastrophic environmental effects. In the long run, it will hasten the day when our present form of civilization collapses when fossil fuels are exhausted. To stave off this apocalypse, we need new innovations, particularly in the area of energy.

The most important technological innovations of the twentieth century are arguably splitting the atom and the conquest of space. Neither was accomplished by private enterprise spurred by consumer demand in a global liberal-democratic society. Instead, they were created by rival governments locked in hot and cold warfare: first the United States and its Allies against the Axis powers in World War II, then the United States and the capitalist West versus the Soviet Bloc until the collapse of Communism in 1989–1991.

Indeed, one can argue that the rivalry between capitalism and communism began to lose its technological dynamism because of the statesmanship of Richard Nixon, who began détente with the USSR with the Strategic Arms Limitations Talks in 1969, then went to China in 1971, lessening the threat that the Communist powers would recoalesce into a single bloc. Détente ended with the Soviet invasion of Afghanistan in 1979. Ronald Reagan’s Strategic Defense Initiative could have spurred major technological advances, but merely threatening it was enough to persuade Gorbachev to seek a political solution. So the ideal situation for spurring technological growth is political rivalry without political resolution, thereby necessitating immense expenditures on research and development to gain technological advantages.

Since the collapse of Communism and the rise of a unipolar liberal-democratic world order, however, the driving force of technological change has been consumer demand. Atomic energy and sending men into space have been pretty much abandoned, and technological progress has been primarily channeled into information technology, which has made some of us more productive but for the most part just allows us to amuse ourselves with smartphones as society declines around us.

But we are not going to be able to Tweet ourselves out of looming environmental crises and Malthusian traps. Only fundamental innovations in energy technology will do the trick. And only the state, which can command enormous resources and unite a society around a common purpose, has a record of accomplishment in this area.

Of course none of the parties to the great conflicts that spurred technological growth were ethnonationalists in the strict sense, not even the Axis powers. Indeed, liberal democracy and communism were merely rival visions of global society. But when rival visions of globalization are slugging it out for power, that means that the globe is divided among a plurality of different political actors.

Pluralism and rivalry have spurred states to the greatest technological advances in history. Globalization, pacification, and liberalism have not only halted progress but have bred complacency in the face of potential global disasters. A global marketplace will never take mankind to the stars. It will simply distract us until civilization collapses and the Earth becomes a scorched boneyard.

2. Innovation vs. Cost-Cutting

In economics, productivity is defined as a mathematical formula: outputs divided by inputs, i.e., the cost per widget. Mathematically speaking, you can increase productivity either by making labor more productive, chiefly through technological innovation, or simply by cutting costs.

Most of the productivity gains that come from economic globalization are a matter of cost-cutting, primarily cutting the costs of labor. The Third World has a vast supply of cheap labor. Economic globalization allows the free movement of labor and capital. Businesses can cut labor costs by moving factories overseas or by importing new workers to drive down wages at home.

Historically speaking, the greatest economic spur to technological innovation has been high labor costs. The way to raise labor costs is to end economic globalization [5], by cutting off immigration and by putting high tariffs on foreign manufactured goods. In short, we need economic nationalism. Indeed, only economic nationalism can lead to a post-scarcity economy.

What exactly is a “post-scarcity economy,” and how can we get there from here? First of all, not all forms of scarcity can be abolished. Unique and handcrafted items will always be scarce. There will only be one Mona Lisa. Scarcity can only be abolished with identical, mass-produced items. Second, the cost of these items will only approach zero in terms of labor. Basically, we will arrive at a post-scarcity economy when machines put everyone involved in mass production out of work. But the machines, raw materials, and energy used in production will still have some costs. Thus the post-scarcity economy will arrive through innovation in robotics and energy production. The best image of a post-scarcity world is the “replicator” in Star Trek, which can change the atomic structure of basic inputs to materialize things out of thin air.

WWEN1.jpgOf course workers who are replaced by machines can’t be allowed to starve. The products of machines have to be consumed by someone. Production can be automated but consumption cannot. It would be an absurdist dystopia if mechanization led to the starvation of workers, so consumption had to be automated as well. One set of robots would produce things, then another set of robots would consume them and add zeroes to the bank balances of a few lonely plutocrats.

To make the post-scarcity economy work, we need to ensure that people can afford to buy its products. There are two basic ways this can be done.

First, the productivity gains of capital have to be shared with the workers, through rising wages or shrinking work weeks. When workers are eliminated entirely, they need to receive generous pensions.

Second, every economic system requires a medium of exchange. Under the present system, the state gives private banks the ability to create money and charge interest on its use. The state also provides a whole range of direct payments to individuals: welfare, old-age pensions, etc. A universal basic income [6] is a direct government payment to all citizens that is sufficient to ensure basic survival in a First-World country. Such an income would allow the state to ensure economic liquidity, so that every product has a buyer, while eliminating two very costly middlemen: banks and social welfare bureaucracies.

All of this sounds pretty far out. But it is only unattainable in the present globalized system, in which cost-cutting is turning high-tech, First World industrial economies into low-tech Third World cheap-labor plantation economies. Only economic nationalism can spur the technological innovations necessary to create a post-scarcity economy by raising labor costs, both through immigration controls and tariff walls against cheap foreign manufactured goods.

3. Ethnonationalism & Science

So far we have established that scientific and technological progress are undermined by globalization and encouraged by nationalist economic policies and the rivalries between nations and civilizational blocs. But we need a more specific argument to establish that ethnonationalism is especially in harmony with scientific and technological progress.

My first premise is: No form of government is fully compatible with scientific and technological progress if it is founded on dogmas that are contrary to fact. For instance, the republic of Oceania might have a population of intelligent and industrious people, an excellent educational system, first rate infrastructure, and a booming economy. But if the state religion of Oceania mandates that the Earth is flat and lies at the center of the universe, Oceania is not going to take us to the stars.

My second premise is: The advocacy of racially and ethnically diverse societies—regardless of whether they have liberal or conservative regimes—is premised on the denial of political experience and the science of human biological diversity.

The history of human societies offers abundant evidence that putting multiple ethnic groups under the same political system is a recipe for otherwise avoidable ethnic tensions and conflicts. Furthermore, science indicates that the most important factors for scientific and technological advancement—intelligence and creativity—are primarily genetic, and they are not equally distributed among the races. Finally, Genetic Similarity Theory predicts that the most harmonious and happy societies will be the most genetically homogeneous, with social conflict increasing with genetic diversity.

Denying these facts is anti-scientific in two ways. First and most obviously, it is simply the refusal to look at objective facts that contradict the dogma that diversity improves society. Second, basing a society on this dogma undermines the genetic and social conditions necessary for progress and innovation, for instance by lowering the average IQ and creating greater social conflict. Other things being equal, these factors will make a society less likely to foster scientific and technological innovation.

My third premise is: Ethnonationalism is based on both political experience and the science of human biological diversity—and does not deny any other facts. Therefore, ethnonationalism is more compatible with scientific and technological progress than are racially and ethnically diverse societies—other things being equal.

Of course some research and development projects require so much money and expertise that they can only be undertaken by large countries like the United States, China, India, or Russia. Although we can predict with confidence that all of these societies would improve their research and development records if they were more racially and culturally homogeneous, even in their present states they can accomplish things that small, homogeneous ethnostates simply cannot dream of.

For instance, if a country of two million people like Slovenia were to adopt ethnonationalism, it would probably outperform a more diverse society with the same size and resources in research and development. But it would not be able to colonize Mars. However, just as small countries can defend themselves from big countries by creating alliances, small states can work together on scientific and technological projects too big to undertake on their own. No alliance is stronger than its weakest member. Since diversity is a weakness and homogeneity is a strength, we can predict that cooperative research and development efforts among ethnostates will probably be more fruitful than those among diverse societies.

Now someone might object that one can improve upon the ethnostate by taking in only high-IQ immigrants from races. Somehow Americans went to the Moon without importing Asians and Indians. Such people are being imported today for two reasons. First, importing foreign brains allows us to evade problems with producing our own, namely, dysgenic fertility and the collapse of American STEM education, largely due to political correctness, i.e., racial integration and the denial of biological intelligence differences. Second, the productivity gains attributed to diversity in technology are simply due to cost-cutting. But the real answer is: The Internet allows whites to collaborate with the best scientists around the world. But we don’t need to live with them.

To sum up: The idea that technological utopia will go hand-in-hand with the emergence of a global homogeneous society is false. The greatest advances in technology were spurred by the rivalries of hostile political powers, and with the emergence of a unipolar world, technological development has been flagging.

The idea that technological utopia goes hand-in-hand with liberal democracy is false. Liberalism from its very inception has been opposed to the idea that there is a common good of society. Liberalism is all about empowering individuals to pursue private aims and advantages. It denies that the common good exists; or, if the common good exists, liberalism denies that it is knowable; or if the common good exists and is knowable, liberalism denies that it can be pursued by the state, but instead will be brought about by an invisible hand if we just allow private individuals to go about their business.

The only thing that can bring liberal democrats together to pursue great common aims is the threat of war. This is what sent Americans to the Moon. America’s greatest technological achievements were fostered by the government, not private enterprise, and in times of hot and cold war, not peace. Since the end of the Cold War, however, victory has defeated us. America is no longer a serious country.

The solution, though, is not to go back to war, but to junk liberalism and return to the classical idea that there is a common good that can and must be pursued by the state. A liberal democracy can only be a serious country if someone like the Russians threatens to nuke them every minute of the day. Normal men and normal societies pursue the common good, because once one is convinced something really is good, one needs no additional reason to pursue it. But if you need some extra incentives, consider the environmental devastation and civilizational collapse that await us as the fossil fuel economy continues to expand like an algae bloom to its global limits. That should concentrate the mind wonderfully.

The idea that technological utopia will go hand-in-hand with global capitalism is false. Globalization has undermined technological innovation by allowing businesses to raise profits merely by cutting costs. The greatest advances in manufacturing technology have been spurred by high labor costs, which are products of a strong labor movement, closed borders, and protectionism.

Finally, the idea that technological utopianism will go hand-in-hand with racially and ethnically diverse societies is false. This is where ethnonationalism proves its superiority. Diversity promotes social conflict and removes barriers to dysgenic breeding. The global average IQ is too low to create a technological utopia. Global race-mixing will make Europeans more like the global average. Therefore, it will extinguish all dreams of progress. Ethnonationalists, however, are actually willing to replace dysgenic reproductive trends with eugenic ones, to ensure that every future generation has more geniuses, including scientific ones. And if you need an extra incentive, consider the fact that China is pursuing eugenics while in the West it is fashionable to adopt Haitian babies. Ethnonationalism, moreover, promotes social harmony and cohesion, which make possible coordinated efforts toward common goals.

What sort of society will conquer scarcity, conquer death, and settle the cosmos? A society that practices economic nationalism to encourage automation. A homogeneous, high-IQ society with eugenic rather than dysgenic reproductive trends. A harmonious, cohesive, high-trust society that can work together on common projects. An illiberal society that is willing to mobilize its people and resources to achieve great common aims. In short, if liberal democracy and global capitalism are returning us to the mud, it is ethnonationalism that will take us to the stars.

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[2] previous Scandza Forum talk: https://www.counter-currents.com/2018/04/redefining-the-mainstream/

[3] Frank Herbert’s Dune series: https://www.counter-currents.com/2014/08/frank-herberts-dune-part-1/

[4] Zero to One: https://www.counter-currents.com/2016/10/notes-on-peter-thiels-zero-to-one/

[5] end economic globalization: https://www.counter-currents.com/2015/12/the-end-of-globalization-2/

[6] universal basic income: https://www.counter-currents.com/2012/01/money-for-nothing/

vendredi, 14 septembre 2018

Ernst Jüngers Entwurf von der „Herrschaft und Gestalt des Arbeiters“

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Ernst Jüngers Entwurf von

der „Herrschaft und Gestalt

des Arbeiters“

Philologischer

Versuch einer Annäherung

ISBN: 978-3-8260-5824-0
Autor: Dietka, Norbert
Year of publication: 2016
 
 
29,80 EUR

Pagenumbers: 226
Language: deutsch

Short description: Mit dieser „philologischen Annäherung“ an Ernst Jüngers Hauptwerk „Der Arbeiter. Herrschaft und Gestalt“ (1932) wird erstmalig der Versuch unternommen, den gesamten Text des äußerst umstrittenen Großessays von der Entstehung her, ergo bezugnehmend auf Jüngers „Politische Publizistik“ (1919-1933), zu beleuchten sowie die Programmschrift „Die totale Mobilmachung“ von 1930 und den Essays „Über den Schmerz“ von 1934 als integrative Bestandteile einzubeziehen. Dabei wird nicht unterschlagen, dass Jüngers gewichtiger Beitrag zur Zeitgeschichte bislang zahlreiche Exegesen hervorgerufen hat – eine diesbezügliche Werkübersicht ist angefügt. In erster Linie aber sollen der Text selbst und die zeitnahe Reaktionen auf diesen Text untersucht werden – keine ideologiekritische Bewertung ist intendiert, vielmehr wird hier eine sachliche, kontextuelle Analyse vorgelegt.

Der Autor Norbert Dietka studierte Germanistik und Geschichte an der Universität Dortmund und wurde dort mit einer Arbeit über die Jünger-Kritik (1945- 1985) 1987 promoviert. Dietka war bis 2013 im Schuldienst und versteht sich heute als freier Publizist. Der Autor hat mehrere Beiträge zur Jünger- Rezeption in der französisch-deutschen Publikationsreihe „Les Carnets“ der „Revue du Centre de Recherche et de Documentation Ernst Jünger“ (Rédacteurs en chef: Danièle Beltran-Vidal und Lutz Hagestedt) veröffentlicht und war zuletzt mit einem Aufsatz am Projekt „Ernst Jünger Handbuch“ des Verlages J. B. Metzler (hg. von Matthias Schöning) beteiligt.

La Post-démocratie, une démocratie sans liberté ?

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La Post-démocratie, une démocratie sans liberté ?

Michel Lhomme ♦
Philosophe, politologue.

Ex: https://metamag.fr

La montée du populisme, l’hyper libéralisme, la désinformation et les manipulations électorales sont les questions abordées par les derniers best-sellers politiques internationaux comme How Democracies Die (« Comment les démocraties meurent ? ») de Steven Levitsky et Daniel Ziblatt; How Democracy Ends (« Comment les démocraties se terminent ? ») de David Runciman ou le seul ouvrage déjà traduit en français, Le peuple contre la démocratie de Yascha Mounk [L’Observatoire, Paris 2018]. Tous ces ouvrages sont imprégnés de pessimisme sur l’avenir du pire système politique, à l’exception de tous les autres, comme Churchill le définissait. En France, au contraire, nos universitaires organiques continuent d’animer des séminaires sur la démocratie.

Le dernier rapport de Freedom House qui analyse les données de 195 pays pour évaluer leur état de santé démocratique, souligne que 2017 a marqué 12 années consécutives de détérioration globale de l’intégrité des processus électoraux en raison de facteurs tels que l’argent excédentaire dans les campagnes ou la manipulation médiatique. Selon Freedom House, l’année dernière, dans 71 pays, les droits politiques et civils et les libertés publiques ont été réduits et seulement 35 ont été améliorés. Depuis 2000, au moins 25 pays ont cessé d’être démocratiques. Pendant la guerre froide, les coups d’État ont été responsables de 75% des cas de rupture démocratique, en particulier en Afrique et en Amérique latine. Aujourd’hui, ces méthodes grossières de coup d’état militaire pour capturer le pouvoir avec la violence ont cédé la place à des stratégies beaucoup plus sophistiquées pour déformer ou déformer la volonté populaire au profit des puissants, quitte même parfois à faire revoter les électeurs (idée qui commence à prendre de l’ampleur en Angleterre face au Brexit) ou à ne pas tenir compte de leur vote (le référendum français sur la constitution européenne). Le paradoxe de cette nouvelle voie électorale vers l’autoritarisme est que les nouveaux liberticides utilisent les institutions mêmes de la démocratie de manière graduelle, subtile et même légalement pour l’assassiner.

À l’ère du numérique, le pouvoir politique dispose désormais de multiples instruments pour dénigrer la volonté populaire sans recourir à la violence, à la répression. Dans sa large gamme d’options, le pouvoir utilise la manipulation des documents de recensement, les scandales créés de toutes pièces par « la transparence », les calendriers électoraux (les législatives post-présidentielles), l’exclusion arbitraire de candidats, le redécoupage des circonscriptions. De fait, le vol électoral parfait est celui qui est perpétré avant que les gens votent.

Pour les politistes, il n’y a rien à redire à 2017 : les Français se sont librement exprimés, même si au final Emmanuel Macron ne représente que 15 % des inscrits. À l’échelle mondiale, seulement 30% des élections entraînent un changement de gouvernement ou un transfert de pouvoir à l’opposition. Et ce chiffre est encore plus bas dans les pays ayant un passé autoritaire récent. De fait, il n’y a pas un seul autocrate du 21ème siècle qui n’ait appris qu’il est plus facile de rester au pouvoir à travers des « exercices démocratiques », ce qui explique le paradoxe que même s’il y a plus d’élections que jamais, le monde devient moins démocratique.

Mais fi du processus électoral désormais maîtrisé pour que la populace ne parvienne jamais au pouvoir, la post-démocratie est en train d’opérer une synthèse encore plus radicale celle de l’autoritarisme numérique et de la démocratie libérale utilisant l’intelligence artificielle et les données recueillies pour surveiller et prévenir tout dérapage oppositionnel à la vision mondialiste car le numérique ne promet pas seulement une nouvelle économie  pour réformer le monde, il promet aussi aux gouvernements de lui permettre de mieux comprendre le comportement de ses citoyens pour les surveiller et les contrôler en permanence. Cette nouvelle réalité citoyenne offrirait ainsi aux gouvernants une alternative possible à la démocratie libérale d’hier restée trop gênante parce que source d’oppositions argumentatives. Il ne s’agirait plus d’éduquer mais de formater, à la lettre une éducation non plus critique à la Condorcet mais de la confiance à la Blanquer, soit la confiance en l’autorité immuable de l’administration des choses, prélèvement à la source et contrôle du privé par impôt et compteur link en prime, par solde de toute monnaie papier, par suivi informatique des déplacements et des pensées.

L’intelligence artificielle permettra aux grands pays économiquement avancés d’enrichir leur citoyenneté sans en perdre le contrôle. Certains pays sont déjà dans cette direction. La Chine, par exemple, a commencé la construction d’un État autoritaire en support numérique, une sorte de nouveau système politique, un système de contrôle social indolore avec l’utilisation d’outils de surveillance perfectionnés comme la reconnaissance faciale qui vise à pouvoir contrôler n’importe quel secteur turbulent de la population. Plusieurs États liés à l’idéologie numérique ont commencé d’ailleurs à imiter le système chinois. Une grande partie du XXe siècle a été définie par la concurrence entre les systèmes sociaux démocratiques, les fascistes et les communistes. On en discute encore en Gaule dans les bibliothèques du Sénat  alors que la synthèse de la démocratie libérale et de l’autoritarisme numérique se déroule sous nos yeux.

Les gouvernements pourront censurer de manière sélective les problèmes et les comportements sur les réseaux sociaux tout en permettant aux informations nécessaires au développement d’activités productives de circuler librement. Ils mettront ainsi un terme enfin au débat politique réalisant de fait le projet libéral en son essence : la dépolitisation du monde.

vendredi, 07 septembre 2018

Carl Schmitt fra “terra e mare” alla ricerca di un “nomos” per la Terra

Carl Schmitt. Plaidoyer pour la multipolarité, 1943.png

Carl Schmitt fra “terra e mare” alla ricerca di un “nomos” per la Terra

da Giovanni Balducci
Ex: http://www.barbadillo.it

Nella postfazione a Terra e mare di Carl Schmitt, dal titolo “Il potere degli elementi”, il grande quanto sfortunato filosofo e storico della filosofia Franco Volpi (scomparso prematuramente nel 2009 a soli 57 anni in un banale incidente in bici), facendo fede sul resoconto di un discepolo del grande giurista tedesco, ci presenta la suggestiva immagine di uno Schmitt che nel suo eremo di Plettenberg, in piena seconda guerra mondiale, si interroga circa le sorti del mondo e dell’Europa in particolare, sublimando la sua nostalgia e il proprio isolamento accostando la sua sorte a quella di eminenti predecessori o di mitiche figure di valenti outsider, fra cui Niccolò Machiavelli, che dopo aver insegnato al mondo gli arcana imperii ebbe a terminare i suoi giorni nel suo ritiro di San Casciano e il letterario Benito Cereno, il capitano “bianco”, uscito dalla penna di Herman Melville, ammutinato da schiavi “negri”.

Il grosso problema che a quel tempo ossessionava Schmitt era riuscire a dirimere il conflitto, da lui individuato, fra le due concezioni del mondo cattolica ed ebraica, che caratterizzava la civiltà occidentale. Schimitt, che stranamente – stando al racconto – ha appeso alla parete del suo studio un ritratto del politico ebreo Benjamin Disraeli, quando nelle case di ogni buon tedesco anni ’40 l’unico quadro a campeggiare era quello del Führer, non fa mistero di ritenere come interpretazione vincente la visione ebraica della storia, intesa come progresso dell’umanità verso un “futuro regno di pace”, o se si vuole, verso la “Nuova Gerusalemme”, lontana sì nel tempo, ma situata nell’aldiquà, e dunque ben più concreta di quell’ipotetico aldilà cui anelava la teologia cristiano-cattolica.

Per Schmitt, tuttavia, il cristianesimo può essere interpretato come una sorta di divulgazione “essoterica” fatta ai gentili della vera dottrina giudaica. In effetti, nella stessa interpretazione della Genesi, come espressa nello Zohar, suo commentario cabbalistico, si afferma che compito di ogni pio ebreo e di ogni uomo di retta volontà tra i gentili sarebbe quello di operare per la realizzazione del «tikkun» , la riparazione dell’anima umana (tikkun ha-nefesh) e di rimando del mondo (tikkun ha olàm), riportando la “presenza divina” (Shekhinah), o meglio sarebbe dire, rendendo la stessa presente, nel dominio degli uomini, riscattando in tal modo il peccato di Adamo, che osò separare sé stesso dalla Totalità universale e divina. Lo stesso Disraeli, del resto appare a Schimitt come «un iniziato, un saggio di Sion»: è quanto testualmente scrive nell’edizione di Terra e Mare del 1942; frase saggiamente espunta a guerra finita.

Un altro tema forte delle cogitazioni del grande giurista tedesco è la lotta tra le categorie giuridico-politiche di «Staat» (“Stato”), quella, per intenderci, dello stato “Leviatano” introdotta da Hobbes, e quella, verso cui Schmitt è più propenso, ritenendola superiore sia allo «Staat» di Hobbes sia all’ideologia völkisch che animava l’azione di Hitler e del nazionalsocialismo, di «Großraum» (“grande spazio terrestre”, o anche “ spazio imperiale”).

Questa variante era preferita da Schimitt alla stessa Lega delle Nazioni, incapace di dirimere le grandi questioni europee ed internazionali e di dare nuova legge e nuovo ordine al mondo, secondo il famoso concetto schmittiano di «nomos della terra». Essa inoltre si mostrava in tutta la sua debolezza al confronto con gli Stati Uniti d’America, che Schmitt vedeva come il vero nuovo “arbitro della terra”.

Egli, tuttavia, pur ammirando la dottrina Monroe, che secondo la sua visione delle cose aveva consentito agli Stati Uniti di assurgere al primato internazionale, costituendosi come un mix di indipendentismo e sovranità (isolazionismo?) e interventismo mirato in spazi extranazionali, riteneva che gli Stati Uniti, pur non essendo, a differenza dell’Inghilterra, un fattore di “dissolvimento”, non potevano rappresentare quella che per lui doveva essere la figura del katèchon, capace di frenare il processo dissolutivo dell’Ecumene occidentale, e per due gravi motivi: l’incapacità dimostrata nel recidere il cordone ombelicale dalla madrepatria britannica e al contempo l’ideologia accarezzata di un “nuovo secolo americano”.

Ecco che proprio questo farebbe declassare agli occhi di Schmitt gli Stati Uniti, da possibile katèchon, al ruolo addirittura di “ acceleratore involontario” della definitiva dissoluzione della società occidentale.

La concezione marittima del potere, come portata avanti dagli inglesi, per Schmitt, infatti, aveva avuto un ruolo determinante nella fine della concezione continentale, dunque terrestre, dello Ius publicum Europaeum e dell’ordine tradizionale del Vecchio continente, tendendo essa a radicalizzare i conflitti fino a promuovere l’ideologia di una “guerra totale” , che più non si limita al mero scontro fra eserciti belligeranti, ma porta alla “criminalizzazione” di interi popoli, e addirittura degli stati che commerciano o in qualche modo sono accusati di sostenere l’economia del nemico.

Schmitt paragona l’Inghilterra a una “nave” – a una “nave pirata” ad esser precisi – del resto, gran parte del suo impero è stato costruito grazie ad azioni che non tenevano in nessun conto alcuna legge e il Diritto delle genti. Veri e propri atti di pirateria di schiumatori e buccaneers, come quelli di Francis Drake, poi divenuto Sir, hanno rappresentato il suo quasi consueto modus operandi.

Era pressappoco quanto si stava già profilando sullo scenario di guerra cui Schmitt sta assistendo. Siamo per la precisione nell’anno di “grazia” 1942, quando, sbarcando in Irlanda, giunge in Europa il primo contingente militare statunitense, e la guerra dopo aver attraversato gli elementi terra e aria, si appresta ad interessare l’elemento acqua, facendosi poi addirittura sottomarina.

@barbadilloit

Di Giovanni Balducci

mercredi, 05 septembre 2018

Las normas como alma de la corrección política

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Las normas como alma de la corrección política

Ex: https://disidentia.com

Imaginen una fiesta del colegio de sus hijos, sobrinos o nietos y al intentar acceder les dicen “sólo dos adultos por niño; es la norma”. También pueden imaginar el acceso a una discoteca en el que le informan que “con zapatillas no puede; es la norma” o la sala de cine que reza “no puede acceder con comida del exterior”, pero usted sí puede acceder con la que compre en su establecimiento. Pónganse también en la tesitura de una persona de edad avanzada, ajena a las tecnologías, que necesita ingresar dinero en el banco y le dicen: “debe hacerlo por el cajero automático, son normas de la sucursal”. Normas, normas y más normas.

La normopatía es un modelo de conducta en el que la persona considera la norma como la garantía objetiva ante cualquier situación

Estos casos cotidianos sirven de ejemplo para tratar un asunto muy común hoy en día como es la normopatía. Un modelo de conducta caracterizado porque la persona considera la norma como la garantía objetiva ante cualquier situación o problema. Erich Fromm hablaba de la conformidad automática. Es decir, la persona deja de ser ella misma y adopta por completo las pautas culturales, transformándose en un ser exactamente igual a todo el mundo. Como los demás esperan que sea. También es compatible con la banalidad del mal descrita por Hannah Arendt: las personas acturarían dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre estas y sobre sus actos.

Aunque pueda parecer algo inusual o extraño, la normopatía se ha convertido en un soporte más de una supuesta objetividad. Hasta tal punto de que, como en los casos mencionados, no hay opción al diálogo porque imperan las normas, que en realidad convierten o, más bien disfrazan de autoridad a algunas personas.

La norma como criterio de salud

La psiquiatría actual define la salud mental en función de la adaptación a normas socialmente establecidas. Al definir así la salud, etiqueta a la persona perfectamente adaptada a las normas sociales como el modelo a seguir. El normópata como ideal.

Sin embargo, ¿cómo sabemos que normas son esas? ¿Quién tiene la potestad de dictarlas? ¿Cuáles son apropiadas y por qué? Según el sistema y sus diferentes estamentos (judicial, médico, político, etc.) las normas se conforman a través del consenso entre los profesionales de cada categoría.

Se considera sano sólo a aquél que cumple las normas

A su vez, esto conduce a dos preguntas que son, como poco, inquietantes: ¿Cómo se selecciona a esos profesionales? Y ¿qué validez tienen las normas basadas en el consenso de unos pocos, que no se basan en sólidos principios conceptuales y teóricos? Obviamente una validez limitada, pues la realidad que nos conforma es múltiple y variada y está constituida por factores biológicos, psicológicos y socioculturales. Pero ante esta dificultad, en lugar de confrontarlo, se rehuye el análisis, considerando sano sólo a aquél que cumple las normas. Asunto arreglado.

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La norma como autocensura

Sí, es cierto que las normas funcionan para tranquilidad del gestor. Pero gestionar no consiste en poner normas sino en todo lo contrario: en lograr que prosperen espacios de progreso con la menor cantidad de normas. Las normas son estúpidas cuando, en lugar de favorecer la gestión de los espacios y de la gente, sirven para crear espacios de vacío, limitantes, excluyentes y discriminatorios. Todavía más cuando erigen una muralla entre los pensamientos de quien las cumple y el mundo social que lo rodea. Hay normas que anestesian, que atenúan la propia subjetividad, enajenando e incluso alienando a las personas que toman postura a favor de la norma de forma automática y acrítica.

Esta normopatía guarda una relación muy estrecha con las formas de difusión de los mensajes, los medios de comunicación, la propaganda, la cultura, etc. Las estadísticas, los sondeos, los mensajes que marcan el criterio de normalidad se han vuelto omnipresentes, forzando a quien se sale de la norma, a los indecisos, a alienarse con la mayoría.

Con la corrección política el poder huye del conflicto y busca someter al individuo a través de la norma impuesta

Así, cuando se usa el orden y la disciplina en lugar de incorporar los conflictos, el poder se coloca por encima de la sociedad. Con la corrección política, y con otras formas de expresión, el poder huye del conflicto y busca someter al individuo a través de la norma impuesta. Prolifera así lo igual.

Fenómenos como el miedo, la globalización y el terrorismo, tan presentes en la sociedad actual, son muestras del violento poder de lo igual. La hipercomunicación, el exceso de información, la sobreproducción y el hiperconsumismo son herramientas de las que se nutre el sistema para expulsar lo distinto, como bien explica Byung-Chul Han en su ensayo La expulsión de lo distinto.

Si una persona no hace uso de lo que llaman “lenguaje inclusivo”, es silenciada

Si una persona no cumple las normas, es expulsada. Si no hace uso de lo que llaman “lenguaje inclusivo”, silenciada. Si no piensa como la norma indica, negada su existencia. Si no condena ciertos actos, resulta criminalizado. Un niño travieso es considerado problemático porque no cumple la norma: es calificado como enfermo. Si una persona está triste y no cumple la norma social de producir y consumir: es considerando enfermo.

Se trata de normas dirigidas a silenciar la diferencia, hasta tal punto de hacer creer que no existe otra opción, otra forma de ver y actuar. Se incita a sentir pavor hacia lo distinto y se impide el diálogo con el fin de que las personas asuman las pautas, las creencias, ideologías y movimientos hegemónicos, como única forma de permanecer en la sociedad. El individuo renuncia a su propio criterio para conseguir la falsa aceptación de una mayoría que se ha erigido como autoridad y como poseedores de la verdad: busca el triunfo social y profesional mostrando cierta domesticación, limitándose a hacer lo que se espera de él.

El individuo renuncia a su propio criterio para conseguir la falsa aceptación de una mayoría que se ha erigido como poseedora de la verdad

Así los normópatas pierden todo sentido crítico de la realidad y tienden a considerar las normas de manera extrema. Pierden su subjetividad. Sus decisiones quedan fuertemente influidas por lo que la norma define como correcto. Y lo correcto es que haya normas iguales e inalterables en cualquier espacio, ya sea un colegio, la universidad, el Senado, un movimiento o un partido político. La normopatía se basa en lo igual. No se puede negar que es sencillo y fácil el procedimiento como tal: simplifica mucho las cosas.

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Disentir antes que consensuar

Este modelo de conducta se presenta hoy supuestamente avalado por algunas ciencias y, por lo tanto, como irrefutable. Sin embargo, la normopatía contraviene una ley básica de la evolución: la diversidad. La selección natural escogió como estrategia y garantía de supervivencia la diversidad ante los cambios naturales y sociales. Si todos pensásemos y actuásemos igual nos extinguiríamos al no tener un repertorio de conductas diverso y heterogéneo con el que sobrevivir a los cambios naturales.

Es fundamental aprender a flexibilizar las normas en contextos distintos, inesperados, aplicando otros criterios que pueden ser igualmente válidos

Por ello es importante enseñar a nuestros hijos, a nuestros alumnos y a la sociedad en general que las normas son importantes en contextos muy concretos. Pero también es fundamental aprender a flexibilizar las normas en contextos distintos, inesperados, aplicando otros criterios que pueden ser igualmente válidos, con valor educativo, comunitario y social diferente al establecido, pero no por ello equivocados.

Las normas no son verdades absolutas. Son formalismos que pierden su eficacia cuando dejan de ser útiles. Si nos ponemos al servicio de la norma, el poder encontrará una vía adicional para adoctrinarnos y someternos a la corrección política. Cuanto más se desarrolle el criterio de la normopatía para definir lo correcto, más enfermos surgirán. Se trata de una ingeniería social que beneficia al sistema.

Si nos ponemos al servicio de la norma, el poder encontrará una vía adicional para adoctrinarnos y someternos a la corrección política

No hay duda de que la normopatía se ha convertido en una amenaza seria para la salud. La mejor receta para escapar de ella es desarrollar espacios de encuentro en los que disentir sea la norma. Sobre todo, espacios educativos en los que se enseñe el disenso antes que el consenso.

jeudi, 16 août 2018

Quel danger ? Le « marxisme culturel » ou le « poppérisme » à la sauce Soros ?

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Quel danger ? Le « marxisme culturel » ou le « poppérisme » à la sauce Soros ?

par Robert Steuckers

Dans son dernier bulletin d’information (1), le polémiste et publiciste flamand Edwin Truyens analyse les derniers soubresauts de la vie politico-culturelle flamande, marquée par la démission de trois organismes importants auparavant affiliés à l’OVV, le centre de concertation des associations flamandes (d’inspiration autonomiste ou nationaliste). Ces organismes estiment que ce centre de concertation n’a plus raison d’être car le repli sur une identité bien profilée, et la volonté de la défendre contre les aléas politiques de tous genres, ne serait plus à l’ordre du jour.

Pour Truyens, cette triple démission pourrait s’expliquer par la présence pronfondément ancrée de l’idéologie dominante en Occident que bon nombre d’observateurs ou de polémistes néerlandophones, à la suite de leurs homologues américains, appellent le « marxisme culturel » (« cultural marxism »). Truyens pense que ce vocable est inadéquat aujourd’hui même si le gramscisme de gauche a indubitablement marqué des points au cours des dernières décennies écoulées. Pour Truyens, et je suis d’accord avec lui, le déploiement, dans les sociétés occidentales, du popperisme est nettement plus patent et plus dangereux.

Par popperisme, il faut entendre une stratégie culturelle dérivée des écrits de Karl Popper, notamment de son livre le plus important, La société ouverte (The Open Society). Le livre manifeste de Soros porte d'ailleurs, lui aussi, pour titre Open Society. L’impact de ce livre culte du libéralisme anglo-saxon au sens le plus vaste du terme, englobant et le gauchisme et le libéralisme néolibéral, est impressionnant : des démocrates-chrétiens comme Herman van Rompuy ou des libéraux (thatchériens) comme Guy Verhofstadt ont été contaminés, rappelle Truyens, par cette idéologie qui rejette toutes les formes d’appartenance, de liens sociaux, ethniques ou non. Et, par voie de conséquence, vise à les détruire par le truchement de diverses stratégies. George Soros fut un lecteur de Popper et est l’un de ses disciples les plus virulents. Sa fondation tire son nom de l’ouvrage majeur de Popper : The Open Society Foundation. L’œuvre de dissolution des liens organiques soudant les sociétés et les peuples passe par le financement d’un nombre considérable de projets comme les femens, les groupes défendant les « droits » des LGTB, l’Istanbul Pride, des programmes d’apprentissage de l’anglais partout dans le monde, etc. Truyens rappelle qu’une simple visite au site de l’Open Society Foundation nous permet de découvrir, en date du 15 juillet 2018, un article sur la nécessité d’accueillir un maximum de réfugiés et un autre sur le grave danger que constituerait l’islamophobie. Ce n’est donc pas un « marxisme culturel », plus ou moins tiré des écrits (fumeux) de l’Ecole de Francfort ou, plus particulièrement, des thèses de Herbert Marcuse, qui téléguide toutes les initiatives qui ruinent aujourd'hui les peuples et les sociétés d’Europe occidentale mais un libéralisme qui prône l’ouverture de toutes les sociétés, ouverture qui a, bien sûr, pour résultat de les faire imploser, de les jeter dans les affres d’une déliquescence totale.

De même, Truyens considère que l’élection d’Emmanuel Macron est sans doute un effet de la stratégie poppérienne de Soros. Macron n’avait pas de parti derrière lui mais un mouvement récent, mis sur pied rapidement selon des tactiques éprouvées que la fondation de Soros avait appliquées ailleurs dans le monde. Qu’il y ait eu financement de Macron et du mouvement « En marche » ou non, la politique de Macron, comme celle des Merkel, Verhofstadt, van Rompuy et autres, suit une logique poppéro-sorosienne de dissolution des peuples, sociétés et Etats plutôt qu’une logique soixante-huitarde dérivée de l’Ecole de Francfort, instrument considéré dorénavant comme inadéquat, car il pourrait avoir des effets contraires à ceux escomptés.

Truyens constate que cette logique poppéro-sorosienne a contaminé certaines associations flamandes, auparavant ethnistes ou populistes, qui jugent désormais qu’une action coordonnée, visant à donner de la cohésion au politique, n’est plus nécessaire ou relève d’un passéisme qu’il convient de rejeter, selon les codes préconisés par les poppéro-sorosiens. Le pouvoir corrosif du poppérisme est bien plus efficace que le « marxisme culturel » des soixante-huitards d’antan, à l’exception sans doute de Cohn-Bendit, nouvel ami de Verhofstadt et aligné sur le poppérisme que combattaient les anciens gauchistes et les théoriciens de l’Ecole de Francfort.

Le problème, sur lequel Truyens vient de braquer un éclairage que l’on espère prometteur, devra être examiné en profondeur, par un retour à la théorie : rappelons-nous qu’un débat avait eu lieu dans les années 1970, entre tenants de l’Ecole de Francfort et tenants des thèses de Popper. Gauchisme et néolibéralisme poppérien se combattaient alors pour fusionner deux décennies plus tard, cette fois avec une prééminence progressive du poppérisme dès les premiers succès de Soros, avec, bien sûr, la bénédiction de l’Etat profond américain.

Les gauches et les droites populistes doivent impérativement forger, en commun, un arsenal idéologique pour combattre cette idéologie dominante et oppressante. Les initiatives de Chantal Mouffe, qui se positionne à gauche mais se réfère à Carl Schmitt, pourraient servir de base à cette reconquête, lancée au départ des deux extrémités du fer à cheval politique, qui ne s'opposeraient plus dans les arènes politiques ou dans des combats de rue mais encercleraient de concert, le marais libéral, selon une stratégie de convergence élaborée en son temps par Roger Garaudy.

Robert Steuckers.

(1) Kort Manifest, j. 36, nr. 244, juli-augustus 2018.

lundi, 06 août 2018

La notion d'hybris dans notre conception de l'Etat européen

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La notion d'hybris dans notre conception de l'Etat européen

Par Eugene Guyenne

(pour Le Parti des Européens)

Ex: http://thomasferrier.hautetfort.com

Aujourd'hui en France, certaines personnes par naïveté et/ou malhonnêteté pour la plupart, pourraient penser que concevoir un État européen comme le fait le Parti des Européens, est un acte hybris. Déjà il s'agit de replacer ce qu'est l'hybris (húbris), qui vient du grec, c'est-à-dire "la démesure", "l'excès". Historiquement on sait à quoi se rattache la notion d'hubris et de démesure. À la Grèce et la Rome antique et leurs impérialismes respectifs, avec la notion coloniale.

Ensuite, il s'agit de comparer deux conceptions que sont "État européen" et "hybris".

L'État européen n'existe pas actuellement - puisque l'Union Européenne est simplement une structure qualifiée de "supra-nationale" par certains, ayant une fonction financière et très politique et intégrale dans ses institutions - mais certaines personnes travaillent à la réflexion de celui-ci. Donc l'État européen serait-il  une marque d'hybris au prétexte d'une grandeur ?

Que peut-on dire des anciens empires récents - qu'ils soient ottoman, russe (tsariste ou soviétique), yougoslave (communiste ou nationaliste) et austro-hongrois ? Que dire des anciens empires coloniaux français et britannique, dont par ailleurs la France et la Grande-Bretagne ne s'en sont toujours pas débarrassés voire pire, continuant même de s'y appuyér respectivement par le biais des DOM/TOM et de la francophonie d'un côté, et le Commonwealth d'un autre. Que dire d'états tels que le Canada et de la Russie actuelle puisque ceux-ci sont deux des plus grands territoires dans le monde ? Et non sans réveiller certaines consciences, de l'annexion russe de la Crimée au cas du Haut-Karabakh.

Et du point de vue régionaliste, puisque l'État français est jacobin, n'y a-t-il pas une forme de démesure de l'État français depuis l'Ancien-Régime, d'avoir annexé des anciennes provinces telles que la Gascogne, la Provence, le Dauphiné, la Normandie, la Bretagne, les Flandres, puis à une époque plus récente la Corse, l'Alsace/Lorraine et j'en passe ? De la part de l'État allemand d'avoir annexé à l'époque moderne, les duchés du Schleswig, du Holstein, de Bavière, de Bade et de Wurtemberg ?

Qui sont réticents parce qu'ils ne défendent qu'une vision nationale, de leur nation et de leur peuple, une nation par ailleurs jacobine. Ceci explique entre autres leur réticence à propos de l'Union Européennecomme des États-Unis, en dehors de leurs idéologies véhiculées. Dont leur principal argument est la démesure de celles-ci.

Mais il n'en est rien puisque cet État européen souhaité, réellement européen à tous les points de vue, n'est pas une forme de démesure. Puisque c'est la conservation d'un territoire européen déjà existant dont cet État, protecteur de celui-ci, n'a aucune volonté impériale.

L'Union Européenne n'est pas non plus une manifestation d'hybris puisque si certains reconnaissent en elle une structure "supra-nationale" (vis-à-vis de leur nation), elle n'a aucun pouvoir politique et n'a qu'un pouvoir économico-financier (et encore !)  puisqu'à l'intérieur certains ne font pas partie de la zone-euro et que par conséquent, ce sont les États européens (membres ou pas de l'UE) qui décident de leur propre politique et sont les responsables de leurs laxismes notamment en matière migratoire.

Donc d'aucune manière, l'État européen ne présente une forme d'hybris puisque celui-ci ne présente aucun caractère impérial et encore moins colonial mais simplement la conservation d'un territoire, d'une civilisation, d'un peuplement et d'identités respectives a l'intérieur de celui-ci, représenté par un État.

01:03 Publié dans Théorie politique | Lien permanent | Commentaires (0) | Tags : hybris, europe, théorie politique, politologie | |  del.icio.us | | Digg! Digg |  Facebook

vendredi, 03 août 2018

Ruimterevolutie: Hoe de walvisjacht ons wereldbeeld veranderde

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Ruimterevolutie: Hoe de walvisjacht ons wereldbeeld veranderde

door Erwin Wolff

Ex: http://www.novini.nl

Het boek Land en zee van de Duitse rechtsfilosoof Carl Schmitt is een opvallende afwijking van zijn gebruikelijke discours. In zijn andere werken schrijft hij vooral over recht, politiek en direct aanverwante zaken. Een voorbeeld is het boek Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus waarin Schmitt in 1923 de parlementaire democratie van de Weimarrepubliek bekritiseert. Bekender is het werk Der Begriff des Politischen waarin hij de politiek tot wij-zij tegenstellingen herleidt. In Land en zee gaat hij echter op heel andere zaken in.

Wat is de aarde eigenlijk en hoe komt het dat we de aarde zien zoals wij die zien? Hoe komt het dat wij anno 2018 de aarde zien als een groen-blauwe bol in een oneindige ruimte? Hoe kan dat zo verschillen van het wereldbeeld van andere volkeren? Volgens Carl Schmitt ligt hier een zogenoemde “ruimterevolutie” aan ten grondslag en die heeft alles te maken met de manier waarop onze voorouders naar hun wereld keken.

CSlandenzee.jpgDe eersten die de omslag maken zijn de oude Grieken in de klassieke Oudheid. Griekenland bestaat uit vele stadstaten, maar de zeemacht Athene en de landmacht Sparta steken in deze Griekse wereld boven allen uit. Het denken van de Grieken veranderde van een volk dat zich enkel met landbouw bezighield naar een zeemacht, omdat het op een gegeven moment het gehele oostelijke deel van de Middellandse zee ging beheersen. De Grieken waren opgesloten in deze context en ze misten de mankracht om hieruit te breken.

Pas toen het Romeinse Rijk uitdijde naar het tegenwoordige Frankrijk en dus naar de Atlantische oceaan, wist de klassieke Oudheid uit deze kooi te breken in de eerste eeuw van onze jaartelling. Maar toen was het eigenlijk al gedaan. Het Romeinse Rijk stortte zichzelf daarna in chaos en er was onder Romeinse leiding geen paradigmaverschuiving.

In de middeleeuwen was heel Europa, van het noorden tot het hele zuiden, opgemaakt uit verschillende agrarische staten. Aan de randen van deze boerenstaten werd er visserij bedreven. Met de Bijbel in de hand werden de Germaanse volkeren van noord tot zuid bekeerd tot het Christendom. De ruimte op de aarde is wat de Middeleeuwers betreft een heleboel land en een heleboel agrarische producten op dat land. Tot het einde van de middeleeuwen is er geen echte verandering in deze zienswijze.

In het Oude Testament is er een mythisch zeedier te vinden, de leviathan (Job, hoofdstuk 40 en 41), en leviathan gaat een grote rol spelen in de omslag van het besef van ruimte van de Germaanse volkeren in Europa. De leviathan, meestal afgebeeld als walvis, lokt de vissers van Europa de zee op omdat deze vis zich niet laat vangen aan de kust. Zonder de walvisjacht zouden de Europese vissers in een smalle strook van de kust zijn gebleven. Het besef van de ruimte op aarde verandert onder druk van de walvisjacht razendsnel. Carl Schmitt beschrijft dit fenomeen als een “ruimterevolutie”. De ruimte waarin men denkt te leven verandert van landmassa naar land- en zeemassa.


Ook de middelen om zich op de zee te begeven veranderen. De galei van de Klassieke wereld worden afgedaan en schepen die de wind opvangen met zeilen doen hun intrede. Men kan veel verder en veel sneller zich op zee begeven. Er wordt een nieuw continent ontdekt en daarmee nieuwe handel, nieuwe regels, nieuwe innovaties. Ongeveer tussen de jaren 1490 en 1600 vinden deze veranderingen plaats. Het besef van de ruimte waarin men denkt te leven verandert en de middeleeuwse ordening der dingen komt definitief ten einde. Hulpeloos rolt de Europese beschaving een nieuw tijdperk binnen.

Het begin is nog wat onhandig. Er gebeurt ook iets geks met Engeland. Vooral Engeland is in de middeleeuwen ook een boerenstaat die zich voornamelijk bezighoudt met schapen, textiel en Frankrijk proberen te veroveren. Het protestantse Engeland draait zijn rug naar het continent Europa en richt zich op de zee. Met zo’n succes zelfs dat het de katholieke landen Spanje en Portugal inhaalt. De heerschappij van de zee is van niemand of iedereen. Maar eigenlijk vooral van één land: Engeland. Dit Germaanse volk beheerst in de negentiende eeuw de zee, de zeehandel en daarmee de wereld. Zozeer zelfs dat Engeland zichzelf niet meer als Europese macht ziet.

We belanden aan in de 20e eeuw en dan vindt een tweede ruimterevolutie plaats. Het oudtestamentische monster, Leviathan, is niet meer zozeer een vis, maar een ijzeren monster in de vorm van een modern slagschip. De overgang van stoomboot naar modern slagschip is niet kleiner dan de overgang van galei naar zeilschip, verklaart Carl Schmitt. Duitsland en enkele andere landen zijn industriële machten geworden en kunnen net zo produceren als Engeland. Hiermee komt de onbetwiste heerschappij over de zee door Engeland ten einde.

Land en Zee is een bijna dichterlijke beschrijving van deze gigantische veranderingen. Het zijn mooie woorden die laten zien hoe het komt dat de Europese beschaving andere volkeren ontdekte en dat het niet die andere volkeren zijn geweest die ons ontdekt hebben.

dimanche, 01 juillet 2018

De Carl Schmitt et du combat tellurique contre le système technétronique

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De Carl Schmitt et du combat tellurique contre le système technétronique

Il y a déjà cinq ans, pendant les fortes manifs des jeunes chrétiens contre les lois socialistes sur la famille (lois depuis soutenues et bénies par la hiérarchie et par l’ONG du Vatican mondialisé, mais c’est une autre histoire), j’écrivais ces lignes :

« Deux éléments m’ont frappé dans les combats qui nous occupent, et qui opposent notre jeune élite catholique au gouvernement mondialiste aux abois : d’une part la Foi, car nous avons là une jeunesse insolente et Fidèle, audacieuse et tourmentée à la fois par l’Ennemi et la cause qu’elle défend ; la condition physique d’autre part, qui ne correspond en rien avec ce que la démocratie-marché, du sexe drogue et rock’n’roll, des centres commerciaux et des jeux vidéo, attend de la jeunesse.»

L’important est la terre que nous laisserons à nos enfants ne cesse-ton de nous dire avec des citations truquées ; mais l’avenir c’est surtout les enfants que nous laisserons à la terre ! Cela les soixante-huitards et leurs accompagnateurs des multinationales l’auront mémorisé. On a ainsi vu des dizaines milliers de jeunes Français – qui pourraient demain être des millions, car il n’y a pas de raison pour que cette jeunesse ne fasse pas des petits agents de résistance ! Affronter la nuit, le froid, la pluie, les gaz, l’attente, la taule, l’insulte, la grosse carcasse du CRS casqué nourri aux amphétamines, aux RTT et aux farines fonctionnaires. Et ici encore le système tombe sur une élite physique qu’il n’avait pas prévue. Une élite qui occupe le terrain, pas les réseaux.

Cette mondialisation ne veut pas d’enfants. Elle abrutit et inhibe physiquement – vous pouvez le voir vraiment partout – des millions si ce n’est des milliards de jeunes par la malbouffe, la pollution, la destruction psychique, la techno-addiction et la distraction, le reniement de la famille, de la nation, des traditions, toutes choses très bien analysées par Tocqueville à propos des pauvres Indiens :

« En affaiblissant parmi les Indiens de l’Amérique du Nord le sentiment de la patrie, en dispersant leurs familles, en obscurcissant leurs traditions, en interrompant la chaîne des souvenirs, en changeant toutes leurs habitudes, et en accroissant outre mesure leurs besoins, la tyrannie européenne les a rendus plus désordonnés et moins civilisés qu’ils n’étaient déjà. »

Et bien les Indiens c’est nous maintenant, quelle que soit notre race ou notre religion, perclus de besoins, de faux messages, de bouffes mortes, de promotions. Et je remarquais qu’il n’y a rien de pire pour le système que d’avoir des jeunes dans la rue (on peut en payer et en promouvoir, les drôles de Nuit debout). Rien de mieux que d’avoir des feints-esprits qui s’agitent sur les réseaux sociaux.

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J’ajoutais :

« Et voici qu’une jeunesse montre des qualités que l’on croyait perdues jusqu’alors, et surtout dans la France anticléricale et libertine à souhait ; des qualités telluriques, écrirai-je en attendant d’expliquer ce terme. Ce sont des qualités glanées au cours des pèlerinages avec les parents ; aux cours des longues messes traditionnelles et des nuits de prières ; au cours de longues marches diurnes et des veillées nocturnes ; de la vie naturelle et de la foi épanouie sous la neige et la pluie. On fait alors montre de résistance, de capacité physique, sans qu’il y rentre de la dégoutante obsession contemporaine du sport qui débouche sur la brutalité, sur l’oisiveté, l’obésité via l’addiction à la bière. On est face aux éléments que l’on croyait oubliés. »

Enfin je citais un grand marxiste, ce qui a souvent le don d’exaspérer les sites mondialistes et d’intriquer les sites gauchistes qui reprennent mes textes. C’est pourtant simple à comprendre : je reprends ce qui est bon (quod verum est meum est, dit Sénèque) :

« Je relis un écrivain marxiste émouvant et oublié, Henri Lefebvre, dénonciateur de la vie quotidienne dans le monde moderne. Lefebvre est un bon marxiste antichrétien mais il sent cette force. D’une part l’URSS crée par manque d’ambition politique le même modèle de citoyen petit-bourgeois passif attendant son match et son embouteillage ; d’autre part la société de consommation crée des temps pseudo-cycliques, comme dira Debord et elle fait aussi semblant de réunir, mais dans le séparé, ce qui était jadis la communauté. Lefebvre rend alors un curieux hommage du vice à la vertu ; et il s’efforce alors à plus d’objectivité sur un ton grinçant.

Le catholicisme se montre dans sa vérité historique un mouvement plutôt qu’une doctrine, un mouvement très vaste, très assimilateur, qui ne crée rien, mais en qui rien ne se perd, avec une certaine prédominance des mythes les plus anciens, les plus tenaces, qui restent pour des raisons multiples acceptés ou acceptables par l’immense majorité des hommes (mythes agraires).

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Le Christ s’exprime par images agraires, il ne faut jamais l’oublier. Il est lié au sol et nous sommes liés à son sang. Ce n’est pas un hasard si Lefebvre en pleine puissance communiste s’interroge sur la résilience absolue de l’Eglise et de notre message :

Eglise, Saint Eglise, après avoir échappé à ton emprise, pendant longtemps je me suis demandé d’où te venait ta puissance.

Oui, le village chrétien qui subsiste avec sa paroisse et son curé, cinquante ans après Carrefour et l’autoroute, deux mille ans après le Christ et deux cents ans après la Révolution industrielle et l’Autre, tout cela tient vraiment du miracle.

Le monde postmoderne est celui du vrai Grand Remplacement : la fin des villages de Cantenac, pour parler comme Guitry. Il a pris une forme radicale sous le gaullisme : voyez le cinéma de Bresson (Balthazar), de Godard (Week-end, Deux ou trois choses), d’Audiard (les Tontons, etc.). Le phénomène était global : voyez les Monstres de Dino Risi qui montraient l’émergence du citoyen mondialisé déraciné et décérébré en Italie. L’ahuri devant sa télé…

Il prône ce monde une absence de nature, une vie de banlieue, une cuisine de fastfood, une distraction technicisée. Enfermé dans un studio à mille euros et connecté dans l’espace virtuel du sexe, du jeu, de l’info. Et cela donne l’évangélisme, cette mouture de contrôle mental qui a pris la place du christianisme dans pas le mal de paroisses, surtout hélas en Amérique du Sud. Ce désastre est lié bien sûr à l’abandon par une classe paysanne de ses racines telluriques. Je me souviens aux bords du lac Titicaca de la puissance et de la présence catholique au magnifique sanctuaire de Copacabana (rien à voir avec la plage, mais rien) ; et de son abandon à la Paz, où justement on vit déjà dans la matrice et le conditionnement. Mais cette reprogrammation par l’évangélisme avait été décidée en haut lieu, comme me le confessa un jour le jeune curé de Guamini dans la Pampa argentine, qui évoquait Kissinger.

J’en viens au sulfureux penseur Carl Schmitt, qui cherchait à expliquer dans son Partisan, le comportement et les raisons de la force des partisans qui résistèrent à Napoléon, à Hitler, aux puissances coloniales qui essayèrent d’en finir avec des résistances éprouvées ; et ne le purent. Schmitt relève quatre critères : l’irrégularité, la mobilité, le combat actif, l’intensité de l’engagement politique. En allemand cela donne : Solche Kriterien sind: Irregularität, gesteigerte Mobilität des aktiven Kampfes und gesteigerte Intensität des politischen Engagements.

Tout son lexique a des racines latines, ce qui n’est pas fortuit, toutes qualités de ces jeunes qui refusèrent de baisser les bras ou d’aller dormir : car on a bien lu l’Evangile dans ces paroisses et l’on sait ce qu’il en coûte de trop dormir !

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Schmitt reconnaît en fait la force paysanne et nationale des résistances communistes ; et il rend hommage à des peuples comme le peuple russe et le peuple espagnol : deux peuples telluriques, enracinés dans leur foi, encadrés par leur clergé, et accoutumés à une vie naturelle et dure de paysan. Ce sont ceux-là et pas les petit-bourgeois protestants qui ont donné du fil à retordre aux armées des Lumières ! Notre auteur souligne à la suite du théoricien espagnol Zamora (comme disait Jankélévitch il faudra un jour réhabiliter la philosophie espagnole) le caractère tellurique de ces bandes de partisans, prêts à tous les sacrifices, et il rappelle la force ces partisans issus d’un monde autochtone et préindustriel. Il souligne qu’une motorisation entraîne une perte de ce caractère tellurique (Ein solcher motorisierter Partisan verliert seinen tellurischen Charakter), même si bien sûr le partisan – ici notre jeune militant catholique – est entraîné à s’adapter et maîtrise mieux que tous les branchés la technologie contemporaine (mais pas moderne, il n’y a de moderne que la conviction) pour mener à bien son ouvrage.

Schmitt reconnaît en tant qu’Allemand vaincu lui aussi en Russie que le partisan est un des derniers soldats – ou sentinelles – de la terre (einer der letzten Posten der Erde ; qu’il signifie toujours une part de notre sol (ein Stück echten Bodens), ajoutant qu’il faut espérer dans le futur que tout ne soit pas dissous par le melting-pot du progrès technique et industriel (Schmelztiegel des industrielltechnischen Fortschritts). En ce qui concerne le catholicisme, qui grâce à Dieu n’est pas le marxisme, on voit bien que le but de réification et de destruction du monde par l’économie devenue follen’a pas atteint son but. Et qu’il en faut encore pour en venir à bout de la vieille foi, dont on découvre que par sa démographie, son courage et son énergie spirituelle et tellurique, elle n’a pas fini de surprendre l’adversaire.

Gardons une condition, dit le maître : den tellurischen Charakter. On comprend que le système ait vidé les campagnes et rempli les cités de tous les déracinés possibles. Le reste s’enferme dans son smartphone, et le tour est joué.

Bibliographie:

Carl Schmitt – Du Partisan

Tocqueville – De la démocratie I, Deuxième partie, Chapitre X

Guy Debord – La Société du Spectacle

Henri Lefebvre – Critique de la vie quotidienne (Editions de l’Arche)

mercredi, 16 mai 2018

Mutations politiques et mort du pouvoir régalien

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Mutations politiques et mort du pouvoir régalien

Ex: http://www.geopolintel.fr

Il ne s’agit pas ici de dresser un énième bilan catastrophiste de notre avenir proche - pénuries énergétique ou alimentaires, épuisement des terres arables, fonte de la calotte glaciaire arctique, explosion démographique du Tiers-Monde, extinction massive des espèces animales, vieillissement des populations européennes de souche, déferlement migratoire et grand remplacement - les projections de la CIA suffisent amplement à cela1. Intéressons-nous plutôt à ce que nous avons sous les yeux sans toujours le discerner, à savoir des phénomènes qui sont de sûrs indicateurs de la Grande transformation en cours. Laquelle n’est pas seulement sociétale avec la révolution des mœurs et la normalisation de comportements hier encore jugés déviants (voire pathologiques ou bien criminels telles les procédures abortives illicites) ; avec l’unification d’un marché planétaire ringardisant des nations devenues postindustrielles ; ou encore avec une reconfiguration géopolitique globale et la constitution d’un bloc eurasiatique disputant l’hégémonie à l’Amérique-monde…

À y regarder de plus près « L’ère des organisateurs » décrit par James Burnham en 1947, prend aujourd’hui, soixante-dix plus tard, tout son sens. Sur le Vieux continent la technocratie, forme évoluée de la bureaucratie à l’âge des algorithmes et de l’administration dématérialisée, s’est effectivement imposée avec la construction de l’entité européenne. Au reste l’évidente fiction démocratique [1] a survécu tant que les États méchamment balayés par le vent de la mondialisation (et par la crise endémique accompagnant les restructurations économiques) ont pu maintenir une certaine souveraineté (au moins de façade) et une part d’autonomie dans leur gestion jusqu’à ce que le maillage des traités et des directives (oukases) imposées par Bruxelles ait révélé le pot aux roses : l’indépendance des États européens avait vécu : la ligne mortelle du renoncement et de la soumission avait en effet été franchie sans crier gare.

La bronca judiciaire polonaise

La crise actuelle qui oppose Bruxelles à Varsovie en est une bonne illustration. Le plus remarquable dans cette affaire tient en la volonté de la Commission européenne d’imposer aux Polonais la prééminence du judiciaire sur l’exécutif au motif (controuvé) de la séparation des pouvoirs [2]. Ceci n’est pas anodin et permet d’identifier – à partir du cas polonais - une tendance réellement lourde devant aboutir à l’effacement du politique au profit du gouvernement des juges appelés à régler seuls les différends entre acteurs économiques et sociaux. On le voit désormais avec le recours de plus en plus fréquent aux instances arbitrales (internationales ou non) et particulièrement aux tribunaux américains appelés à trancher les contentieux entre groupes transnationaux… « Après s’être attaqué aux banques européennes et à la firme Volkswagen à laquelle le Département américain de la Justice vient d’infliger 4,3 milliards de $ d’amende. C’est au tour de Fiat Chrysler d’être accusé… Transactions et amendes visant des groupes étrangers se multiplient et se chiffrent en dizaines de milliards. La France se convertit à la justice transactionnelle qui pourrait être testée avec UBS… la loi dite Sapin II du 9 septembre 2016 permettant désormais de procéder à des marchandages pénaux » [3]. Des transactions judiciaires court-circuitant la Loi (ou l’annulant de fait) et conduites par des magistrats dont il faut souligner le grand degré général de politisation (d’imprégnation idéologique), dont beaucoup appartiennent à des fraternités opératives et qui appliquent couramment les textes suivant une lecture très anachronique, c’est-à-dire dans un esprit fort éloigné de celui de leurs rédacteurs.


Autrement dit, à titre d’exemple, des gens de justice qui interprètent les textes selon l’air du temps et suivant une sensibilité (supposée compassionnelle) érigée aux noms des Valeurs (flottant dans le ciel étoilé de la dive Union européenne) en normes jurisprudentielles contraignantes, la plupart du temps au mépris d’un intérêt général bien compris. À telle enseigne qu’ « en matière d’immigration, ceux qui décident ne sont ni les ministres, ni les préfets, mais les juges » [4]. Lesquels se font les complices des passeurs en ne voulant voir qu’un acte d’humanité là où se trouve une infraction manifeste associée à un geste politique subversif. Conclusion : « les ministres parlent en matière d’immigration, mais ils ne gouvernent pas, ce sont les juges qui décident aujourd’hui ». Or, au-delà de la seule question migratoire, si nous devons tirer un enseignement de ce constat sans appel, ce serait qu’à présent le politique s’efface tendanciellement devant le juridique. La nature du pouvoir est donc de ce point de vue, en train de changer dans sa substance même. Il serait par conséquent opportun de voir et de savoir où cela nous mène. Non ?

suicidegaulois.jpgVers la fin du Politique

De nombreux faits semblent signaler dans un monde en mutation un effacement du politique. Ainsi un déséquilibre significatif se fait jour, de plus en plus visible, entre l’exécutif et le juridique au profit du second. C’est sous cet angle – avons-nous dit - qu’il convient d’interpréter le contentieux opposant la Commission européenne à la Pologne. À l’époque où tout se contractualise (même les rapports amoureux au sein du mariage qui peuvent faire l’objet aux États-Unis d’une nomenclature contraignante), il est dans la logique des choses que l’instance judiciaire arbitrale prenne peu à peu le pas sur un exécutif réduit le plus souvent à la gestion des affaires courantes par des chambres dont le coût budgétaire est exorbitant au regard de leur utilité et plus encore de leur représentativité démocratique. Au reste les Exécutifs court-termistes en raison de leur médiocrité intrinsèque ont-ils réellement les capacités (notamment cognitives), les moyens, la volonté ou l’envie de voir par-delà la ligne d’horizon ? Mais ceci est un autre débat.

Nous devons en effet voir dans le contractualisme une sorte de corrélat du libéralisme ultra, lequel, depuis la vague déréglementaire des années 70 sous la présidence de Gerald Ford a affranchi les marchés financiers des dernières entraves de nature étatique. Dès 1984 la France socialiste s’est alignée sur les fameux reaganomics si bien qu’en 1986 la loi Bérégovoy permettait d’appliquer servilement l’Art. 16-4 de l’Acte unique européen [5].

Concrètement la Gauche - européiste à tout crin - aura de 1981 à 2005 participé à hauteur de 66% à la libéralisation totale du secteur bancaire tandis que la droite molle n’y aura contribué que pour 34%. La tendance lourde est ici de toute évidence au retrait, voire à l’éviction, de l’État (et simultanément celle du politique) en tant qu’arbitre et régulateur. L’État garant des grands équilibres entre les acteurs et les intérêts économiques individuels ou collectifs, publics et privés, s’efface alors au profit d’accords de gré à gré ou d’adhésion, de personnes physiques à personnes morales, les accords bi ou multilatéraux entre États n’étant au fond que des super contrats.

Triomphe annoncé du contractualisme libéral

Les sociétés modernes sont d’ailleurs à ce point imbibées de contractualisme libéral que « tout individu considère désormais que sa liberté d’agir n’est limitée que par l’assentiment de l’autre » [6]. Contractualisme qui a – soulignons-le - vidé le chimérique Contrat social de Rousseau de tout contenu pour faire du lien social une question fondamentalement privée échappant à la médiation et au contrôle de l’État. Les lois vivant par elles-mêmes finiront par réduire logiquement le pouvoir législatif à n’être plus que résiduel. Le pouvoir réel reviendra alors aux individus et non aux institutions, telle est au final la philosophie de l’anarcho-capitalisme qui par capillarité tend à se diffuser dans l’ensemble du corps social.

Selon cette dynamique, l’État est appelé à se comporter de plus en plus en banal acteur socio-économique, gestionnaire de la chose publique à coup des contrats. Une évolution déjà sensible dans l’Administration qui tendrait à déstatufier ses fonctionnaires (dont le statut est fixé par la loi n° 83-634 du 13 juil. 1983) au profit d’une contractualisation générale, certes dite de fonction publique. Mais ne différant sur le fond du contrat de droit privé qu’à la marge et par le choix des mots. En matière de migration la tendance est tout autant marquée. En témoigne la loi du 7 mars 2016 créant un contrat d’intégration républicaine (CIR) en remplacement du contrat d’accueil et d’intégration (CAI) entré en vigueur en janvier 2007 et dont l’objectif était de contractualiser les engagements réciproques d’un étranger et des autorités françaises… la nationalité hexagonale n’étant plus à partir de là une question d’adhésion mais la conclusion d’un simili engagement sans obligation ni sanction pour le particulier devenu derechef un ayant-droits multicartes.

Dérive institutionnelle et sociétale que nous serions coupables d’ignorer en ce qu’elle balaye ce qui pouvait encore subsister d’une justice distributive (à chacun selon ses mérites) pour faire place à une justice sinistrement commutative. Celle des contrats qui supposerait des contractants à armes et parts égales et sans préjuger du fait que si « tous les animaux sont égaux, certains le sont plus que d’autres  » [7]. Un cas de figure où le pot de terre se retrouve placé sur le même pied que le pot de fer !

Une évolution déjà curieusement et paradoxalement annoncée par le théoricien du socialisme Joseph Proudhon « La justice commutative, le règne des contrats, en autres termes, le régime économique ou industriel, telles sont les différentes synonymies de l’idée qui, par son avènement, doit abolir les vieux systèmes de justice distributive, de règne des lois, en termes plus concrets, de régime féodal, gouvernemental ou militaire. L’avenir de l’humanité est dans cette substitution »… Comme quoi, pour ceux qui en douteraient encore, socialisme et libéralisme convergent depuis toujours !

La dislocation des partis

Parmi les mutations en cours, nous venons d’établir que le politique tend à s’effacer au profit d’un juridisme contractualiste conquérant… Autrement dit, faisant la part belle aux accords entre personnes (physiques ou morales) et réduisant ipso facto le contrôle de l’État (et ses immixtions autoritaires) sur les transactions privées. En fait c’est tout l’esprit du droit anglo-saxon moderne qui contamine notre système juridique et par voie de conséquence bouleverse nos institutions et l’esprit de nos lois… ainsi que des structures mentales héritées du monde romain, et presque inchangées depuis vingt siècles. Comprenons que cette configuration inédite modifie notre rapport au monde et la perception que nous en avons (notre filtre idiosyncrasique). Le gouvernement des juges (ceux d’instances arbitrales séparées du domaine régalien) annonce sans conteste un changement de nature du pouvoir.

Transformation qui se manifeste de façon beaucoup plus immédiate et appréhensibles pour qui voulait la voir bien avant l’élection fracassante de M. Macron… Mais que celle-ci a mise à nu. À commencer par la dislocation des partis traditionnels de gauche et de droite et celle du Front national qui - normalement - ne devrait pas survivre à son effondrement d’entre les deux tours. Maintenant reste à savoir si les morceaux peuvent être encore recollés et si les partis décomposés sont susceptibles de resurgir de leurs cendres ? Ceci pourrait être effectivement envisageable si ces éclatements n’étaient en réalité les révélateurs d’un vide de longtemps préexistant. En témoigne déjà la disparition des anciennes lignes de démarcation entre gauche et droite, piteuse confusion des genres qu’a épinglé des formules comme l’UMPS ou la Drauche [8] .

Notons en outre que les factions politiques dominantes sont paradoxalement minoritaires (la République en marche écrase l’Assemblée de tout son poids avec seulement 14,5% des inscrits !). Le condominium (alternatif) sur les affaires publiques socialistes et républicains n’est en fait parvenu à se maintenir pendant un demi siècle que grâce à de tortueuses politiques d’alliance, de redistribution de la manne des postes et des prébendes et de découpages électoraux ad hoc. En un mot la dichotomie droite-gauche non seulement a vécue mais elle était devenue depuis belle lurette une fiction que seule masquait l’inertie du système. Les arbres vermoulus et creux peuvent rester debout indéfiniment en dépit des bourrasques jusqu’à ce qu’un souffle indu les mette à bas ! Or il ne s’agit pas d’une simple reconfiguration du paysage politique mais bien d’un phénomène dont il n’est pas certain que les observateurs aient mesuré toute la portée. Alors qu’elles leçons tirer de la débâcle structurelle des partis ?

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La première est que la démocratie n’est de toute évidence plus qu’une coquille vide. On en est à stigmatiser ceux qui (par exemple La Manif pour tous) s’insurgent contre des lois jugées scélérates, au motif qu’il serait antirépublicain (illégal) de critiquer des textes adoptés par les deux assemblées. Mais qui composent le Parlement ? Les votes y sont-ils à ce point légitime qu’il devienne interdit de les contester ? Car par quels mécanismes d’exclusion des partis politiques - plus ou moins fantoches - sont-ils parvenus à tel degré de monopole légal ? Peut-on prendre au sérieux une représentation du peuple interdisant à un quart de l’électorat toute voix au chapitre ? Cela commence à se voir et certains d’ailleurs font mine de s’en émouvoir. Le plus surprenant dans l’affaire n’étant pas que la démocratie soit confisquée mais que se fût tissé un tel consensus du silence autour de ce formidable déni de démocratie, une forfaiture avérée. Que les bénéficiaires se taisent, soit, mais les autorités morales, les intellocrates, les juristes ? Personne ne s’indigne et tous cohabitent jusqu’à présent dans le meilleur des mondes politiciens en négation du principe de souveraineté populaire… Souveraineté dont l’expression parlementaire se trouve à présent réduite à n’être plus qu’une machine à cribler les impuretés idéologiques pouvant gripper le système producteur d’un oppressif goulag consensuel.

Obsolescence du politique

Parmi les leçons immédiates que l’on peut tirer de l’élection du sieur Macron quant à l’effondrement des formations traditionnelles de gouvernement (ou leur servant de repoussoir alias le Front National), nous avons benoîtement feint de découvrir que l’arbre était creux et que les partis politiques n’étaient en vérité que des coquilles pathétiquement vides depuis des lustres. Encore fallait-il le voir pour l’admettre… ou vice versa. La classe politique incapable d’exercer véritablement le pouvoir - s’étant déchargée de toutes ses responsabilités sur la technocratie bruxelloise et finançant les déficit structuraux de l’État au moyen d’un endettement ad libitum - excellait néanmoins dans l’art d’accéder aux Affaires et de s’y maintenir contre vents et marées depuis quarante ans en alternance… pour ne pas dire depuis juin 1944 et l’instauration d’un Gouvernement provisoire où se retrouvaient pêle-mêle gaullistes, communistes et socialistes.

Une bande des quatre (avec les radicaux et les caméléons) qui accrochés à la façon des tænias aux ors des palais de la république, conservera le monopole de l’État pour une durée de vie égale à celle des démocraties populaires soviétiques. Or, avec la dislocation des partis issus de la Révolution de 1945- [9], c’est - si l’on y réfléchit bien - une page de l’histoire qui se tourne, équivalente, en mode mineur et avec moins de fracas, à la chute du Mur de Berlin. Nous sortons du théâtre de l’alliance gaullo-communiste [10] (l’origine et le point d’arrivée du marxisme-léninisme étant la social-démocratie allemande fondée en 1863) pour entrer dans un Nouveau monde comme le dit si bien M. Macron, relevant d’un nouveau champ épistémique libéral-libertaire (anoméen), soit un libéralisme ultra mâtiné de freudo-marxisme. Mais cela les historiens ne s’en apercevront qu’après coup, comme de bien entendu.

Le Système désormais se dispense du « politique »

Exit donc la classe politique dont M. Macron et ses commanditaires nous fournissent maintenant (en remplacement) une sorte fac-similé avec le Mouvement (!) « En marche  [11] ». Un hologramme sous deux espèces : un palais Bourbon ultra croupion pour ne pas dire fantoche, occupé par une écrasante majorité d’ilotes de la politique (et choisi essentiellement pour cette éminente qualité sous couvert d’ouverture à la société civile), et un élyséen aux dents blanches (et aux appétits carnassiers) soigneusement drivé par ses mentors et cornacs, idéologues et magnats des affaires, de la finance et de la presse. Déité trinitaire et monolithique constitutive des modernes oligopoles et des nouvelles féodalités planétaires.

macrontoutneuf.jpgAvec M. Macron, prête-nom ou fidéicommis d’une syndication de grands intérêts (ceux qui l’ont propulsé sans coup férir aux commandes du paquebot en perdition « France ») nous voyons clairement que l’homme a été évidemment parachuté à son poste… Qu’il ne s’est pas hissé à la force du poignet par le laborieux truchement des partis. Ces paniers de crabes écumant avec leurs tripatouillages, leurs magouilles, les copinages, les parrainages et les affiliations plus ou moins discrètes. Tout cela est révolu, vieux jeu, ringard. Aux orties les partis qui ne servent plus à rien, pas même à servir de caisse de résonance ou d’exutoire à la France populaire et moribonde, celle des usines délocalisées, des friches industrielles et des zones rurales livrées à l’agro-industrie mondialisée… Toutes choses et secteurs dont la nouvelle aristocratie cosmopolitiste n’a que faire et ne rêve que de placer en sédation profonde à coup d’allocs et de drogues dites douces en libre accès (du ballon rond à la marie-jeanne) !

Bref, ce coup d’État institutionnel (grâce aux mécanismes électoraux garantissant jusqu’à ce jour funeste des rentes de situation à perpétuité), n’a été possible que parce que les partis politiques et leurs caciques (ainsi que leurs vindicatives rombières et leurs jeunes bas-bleu), ne pouvaient plus y faire obstacle ayant déjà sombré en silence corps et biens. En un mot, devenu inutile et matière inépuisable à scandales, le personnel politique ayant administré une fois pour toutes la preuve de son incapacité à donner le change et tenir sa place de façon crédible (en répondant avec zèle aux attentes des maîtres de l’ombre), devait une fois pour toutes quitter les tréteaux. Ici pas de conspirationnisme à la petite semaine, ceux qui dirigent de derrière le rideau, ceux qui distribuent les rôles et délèguent les fonctions, sont connus de tout un chacun. Ils se pavanent régulièrement sur les écrans familiaux des services publics d’hypnose collective (financés par une juteuse redevance) et ont finalement décidé de court-circuiter (ou de faire l’économie) de politiciens à la ramasse dont la médiocrité commençait d’ailleurs à faire tache.

Démocratie aussi directe que surplombante

Autrement dit, gouverner en direct sans plus d’appareils partisans, lourds, peu maniables et fauteurs permanents d’embarras. Le processus n’est pas achevé mais il est engagé et devrait voir bientôt - pour commencer - la disparition du sénat, la réduction du nombre de députés et ainsi de suite. Tel sera l’un des inéluctables aboutissements à venir du coup d’éclat macroniste. La partitocratie ayant fait long feu, le moment était certes venu de lui substituer un dispositif plus efficace et plus adapté aux nécessités de l’heure (européanisation à marche forcée et unification euratlantiste). Un appareil d’État par conséquent relooké et rajeuni, progressant masqué sous le visage lisse du jeune premier Macron… en réalité un acteur sans véritable étoffe en dépit des dithyrambes qui pleuvent et l’accablent tant ils sont excessifs. Reste qu’il suffit de louer médiatiquement assez fort son génie, pour que beaucoup y croient. En fait Macron était le personnage idoine pour endosser les habits neufs d’un pouvoir anamorphique (en profonde mutation).

Maintenant pour ne pas conclure, récapitulons : le changement de nature du pouvoir est aujourd’hui marqué par la fin du politique au sens classique. Les corps intermédiaires que constituait le bicaméralisme (la chambre haute étant le Sénat et l’Assemblée nationale, la chambre basse), sont devenus obsolètes et pire, inutiles. Les puissances économiques (commerce et industrie) et surtout financières qui dirigent le monde veulent gouverner les peuples (l’on ne parle plus de nation) en direct, sans intermédiaires institutionnels. À ce titre M. Macron est essentiellement une sorte de régent de la banque de France (n’ayant « de France » que le nom car strictement inféodée à des intérêts privés), doublé d’un syndic de faillite (il devra faire la part du feu entre le rentable et le non rentable : en sacrifiant par exemple les classes moyennes et les déserts ruraux au profit des secteurs les plus dynamiques concentrés dans les grands centres urbains à vocation cosmopolitiste), et enfin (au moins de depuis Jacques Chirac ) un super VRP (représentant de commerce) dont les objectifs détermineront la vision géopolitique et conditionneront la diplomatie. Ce que n’ont pas vu les imbéciles thuriféraires du génie et de l’audace du sieur Macron en matière de relations internationales. Car sa politique n’est évidemment pas celle de l’intérêt à long terme de la nation (un mot inexistant dans le vocabulaire présidentiel), mais la réalisation de gains court-termistes, soit une politique de « coups » ! Un peu à l’image de celui qui traverse un gué en sautillant et pierre en pierre… en espérant qu’à chaque rebond, les points d’appui salvateurs soient bien au rendez-vous !

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Le Quatrième pouvoir a évincé le Premier

Ce à quoi s’ajoute - n’oublions pas - le dépérissement de la fonction judiciaire régalienne que vient peu à peu détrôner un contractualisme libéral invasif sous la poussée du droit anglo-saxon. C’est la tripartition fonctionnelle du pouvoir politique en France depuis Montesquieu (exécutif/législatif/judiciaire) qui est ici remise en cause. Mais cela ne s’arrête pas là ! L’élection de M. Macron nous montre en définitive que l’obsolescence du politique est parvenue – quasiment – à son terme. À savoir que ce sont les médias et leur capacité à manipuler l’opinion publique qui ont fait d’un presque inconnu un chef d’État en brûlant toutes étapes d’un ordinaire cursus honorum. Ceci étant tout sauf accidentel. Ainsi donc, à partir de maintenant, le Quatrième et récent pouvoir (la presse) devient effectivement le Premier : dorénavant politiciens et médiacrates faiseurs de rois, entrés en relation osmotique sont appelés à se fondre et à se confondre. Rappelons que puissances d’argent et machineries médiatiques sont actuellement une seule et même entité. Or la science et l’art de la guerre contre l’esprit humain (sous le vocable entre autres d’ingénierie sociale) faisant de réels et constants progrès… notamment grâce à la psychanalyse, charlatanerie thérapeutique mais féroce outil de manipulation mentale. Là encore, le politique, ses rhétoriciens, ses sophistes, ses blablas et sa jactance, doivent céder le pas aux experts de la psychologie des foules et de leur viol permanent par une propagande offensive œuvrant au service exclusif de la révolution mondiale et sociétale qui, lentement mais sûrement, nous dévore… presque à notre insu. La redoutable apathie des peuples européens en témoigne.

Pour ne pas conclure…

Exit le politique

L’élection de M. Macron nous a révélé que les partis politiques n’étaient plus que des coquilles vides depuis des lustres. La classe politique compradore s’étant déchargée depuis longtemps de toutes ses responsabilités sur la technocratie bruxelloise (et au moyen d’un endettement ad libitum), excellait néanmoins dans l’art d’accéder aux Affaires et de s’y maintenir, ceci depuis le Gouvernement provisoire de juin 1944 associant gaullistes, communistes et socialistes. Or, avec la dislocation des partis nés à la libération de Paris, c’est une page d’histoire qui se tourne, peut-être équivalente, mais en mode mineur, à la chute du Mur de Berlin. Nous sortons en effet du théâtre de l’alliance gaullo-communiste* pour entrer dans un Nouveau monde macronien, relevant d’un nouveau paradigme, celui d’un libéralisme ultra mâtiné de freudo-marxisme.

Exit la classe politique que M. Macron et ses commanditaires ont remplacée par une sorte de fac-similé… En marche. Un hologramme à deux visages : un palais Bourbon ultra croupion, occupé par une écrasante majorité d’ilotes de la politique (et choisi pour cette éminente qualité sous couvert d’ouverture à la société civile), et un élyséen aux dents blanches et aux appétits carnassiers, soigneusement drivé par ses mentors et cornacs, idéologues et magnats des affaires, de la finance et de la presse.

M. Macron, prête-nom ou fidéicommis d’une syndication de grands intérêts, ne s’est évidemment pas hissé à la seule force du poignet via le laborieux circuit partisan. Tout cela est d’ailleurs révolu, vieux jeu, ringard. Aux orties les partis qui ne servent plus à rien, pas même à servir de caisse de résonance ou d’exutoire à la France populaire et moribonde, celle des usines délocalisées, des friches industrielles et des zones rurales livrées à l’agro-industrie mondialisée.

Bref, un coup d’État institutionnel n’ayant été possible que parce que les partis et leurs caciques avaient déjà sombré en silence corps et biens. Devenu inutile et matière inépuisable à scandales, le personnel politique devait quitter les tréteaux pour nous avoir tant de fois administré la preuve de son incapacité à tenir sa place de façon simplement crédible. Bref, ceux qui dirigent derrière le rideau, distribuent les fonctions et les rôles ont finalement décidé de court-circuiter de politiciens dont la médiocrité commençait à faire tache.

La partitocratie ayant fait long feu, le temps est donc venu de lui substituer un dispositif plus adapté aux nécessités de l’heure (européanisation à marche forcée et unification euratlantiste). Un appareil d’État par conséquent relooké et rajeuni, progressant masqué sous le visage lisse du jeune premier Macron… en réalité piètre acteur en dépit des dithyrambes qui pleuvent et l’accablent tant ils sont excessifs.

Récapitulons : les corps intermédiaires que formait le bicaméralisme (Sénat et Assemblée nationale), sont désormais devenus inutiles. Les puissances économiques et financières qui dirigent le monde veulent gouverner les peuples en direct, sans intermédiaires institutionnels. À ce titre M. Macron peut être considéré comme une sorte de régisseur de l’entreprise France et un syndic de faillite devant faire la part du feu entre le durable et le consommable, en sacrifiant les classes moyennes et la province au profit des grands centres urbains à vocation cosmopolitiste. Enfin un super VRP dont les objectifs commerciaux détermineront la vision géopolitique et conditionneront la diplomatie.

Mais si l’élection de M. Macron nous montre l’obsolescence du politique, elle révèle également que se sont les médias qui sont aujourd’hui les vrais maîtres du jeu. Que leur capacité à manipuler l’opinion publique est telle qu’ils sont parvenus à faire d’un quasi inconnu, un chef d’État. Concluons que le Quatrième pouvoir (la presse) est en réalité devenu le Premier : dorénavant politiciens et médiacrates faiseurs de rois, sont appelés à se fondre et à se confondre.

Notes

[1Sachant que les parlements nationaux ne sont plus (à 90%) que des chambres d’enregistrement des décisions prises par le soviet bruxellois.

[2La superstructure régalienne de l’État repose sur la triade des trois pouvoirs : exécutif, législatif et judiciaire. Un archétype qu’il conviendrait de réviser dans la mesure où aujourd’hui la « communication » (la médiacratie) prime sur toutes les autres expressions du politique.

[3lefigaro.fr 14 janv.17

[4JYLeGallou/bvoltaire7sept17

[5Art 16-4 « Le marché intérieur comporte un espace sans frontières intérieures dans lequel la libre circulation des marchandises, des personnes, des services et des capitaux est assurée… L’unanimité est nécessaire pour les mesures constituant un recul en matière de libération des mouvements de capitaux ».

[6FTeusch/bvoltaire28sept17

[7Orwell « La ferme des animaux » 1945.

[8Expression que vulgarise Benoît Hamon en décembre 2012 alors qu’il est ministre de l’Économie sociale et solidaire, pour désigner « les politiques dites sociales mais tout à fait libérales ».

[9L’épuration fit plus de victimes que n’en fit la Terreur (hors les guerres de Vendée).

[10« À la Libération, de Gaulle nommera cinq ministres communistes, dont un ministre d’État, Maurice Thorez… Une centaine de membres du Komintern [organe de la révolution mondiale] seront propulsés au sommet de l’État. Des durs. Ils deviendront intouchables du fait de l’instauration du statut de la fonction publique, signé par Thorez » [Eric Brunet/lepoint.fr10nov16].

[11Reprise d’un slogan de Vichy qu’avait déjà copié en 1965 le libéraliste américanolâtre Lecanuet… Tout comme Mitterrand avait fait campagne en 1981 (La Force tranquille) sur fond d’azur et de clocher de nos terroirs ! Cliché plagié d’une affiche pétainiste ce qu’à bien vu et noté l’expert journaleux Jean-Marie Colombani dans sa biographie du susdit (1985 P.177)

 

mardi, 15 mai 2018

El crepúsculo de las ideologías

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Carlos X. Blanco:
 
El crepúsculo de las ideologías
 
Ex: https://latribunadelpaisvasco.com

Una de las constantes quejas del pensador español don Gonzalo Fernández de la Mora era el exceso de pathos y la carencia de logos en nuestra producción intelectual nacional. Creía el filósofo que en nuestro suelo patrio habían florecido no pocos "sentidores", pero muy escasos "razonadores". Es la España en exceso quijotesca la que causaba rechazo en don Gonzalo, la España plena de ideales –que no ideas- nunca realizados por resultar desde el principio ideales imposibles. Es la España trágica unamuniana, anegada de dudas y desazón, rica en sentimiento pero carente de hilos de discurso racional, la que había que superar según él, cargándola a nuestras espaldas pero no mirándola más, pues la mirada nacional, decía el pensador, ha de apuntar hacia un futuro nítido trazado a base de planes racionales, cuidadosamente calculados, racionalmente trazados, inyectados con dosis adecuadas de realismo y pragmatismo.


GFML1.jpgYo también lo creo, y en esto coincido con Fernández de la Mora. Nos hace falta una filosofía, y no una filosofía cualquiera. Nos hace falta una filosofía positiva. Entiéndaseme bien: positiva no significa positivista. De esta otra ya andamos sobrados. No faltan columnistas, periodistas, científicos sociales y naturales, expertos en "H" o en "B", que lanzan al aire y a las masas la carnaza positivista de que la "filosofía no sirve para nada" y venden la baratija de que, a lo sumo, un mero análisis lógico y lingüístico de los enunciados es cuanto queda por hacer al filósofo profesional. Eso, o la divulgación generalista, el trenzado ideológico-partidista o la labor anticuaria de rescatar y exponer "ideas del pasado". El neopositivismo anglosajón y colonizador fue parte del recado atlantista que nos llegó tras la "apertura" de nuestro país a la ayuda y a la influencia angloamericana en pleno franquismo, y se tradujo en la creación masiva de cátedras y plazas docentes de una filosofía –- la "analítica" –- que no era nuestra y que nada nos decía. Pudo ser una alternativa "modernizadora" ante el acartonamiento escolástico de la universidad franquista, es cierto, un acicate, siempre saludable, para estudiar lógica formal o interesarse por la epistemología de las ciencias "duras", pero poco más.


La filosofía positiva por la que abogaba don Gonzalo, me parece a mí, era más bien otra. Es la filosofía rigurosa, la que atiende a hechos, experiencia y raciocinio, pero no al sentimiento. Es la filosofía entendida como un saber estricto, tomando ésta expresión del antecedente germánico de Fichte (1762-1814). Dicho proyecto del saber estricto tuvo continuadores en suelo hispano, en grandes autores como Ortega y Zubiri. En tiempos más recientes, y a pesar del sesgo que el propio nombre implica, hablo del término "materialismo", la filosofía de Gustavo Bueno supone un jalón fundamental para superar la etapa noventayochista y neorromántica de los "sentidores" hispanos y edificar definitivamente una escuela filosófica hispana de "pensadores" rigurosos, distantes y alérgicos de cualquier sesgo ideológico, metafísico (metafísico en el sentido de pre-crítico), partidario, etc. En la actualidad, un discípulo de Gustavo Bueno, don Manuel Fernández Lorenzo, pugna por elaborar esa filosofía "positiva", que no positivista, ni tampoco materialista, que esté "al nivel de nuestro tiempo", dando cuenta, como quería Ortega, de la génesis operatoria (en gran parte manual) de nuestros conocimientos y de las estructuras ontológicas del mundo.


GFML2.jpgLas quejas de G. Fernández de la Mora, así como sus proyectos modernizadores, han quedado en el olvido. El cambio de Régimen, desde el franquismo (sistema en el cual éste pensador fue destacado miembro, e incluso ministro) hacia la Restauración borbónico-constitucional (R78) supuso el olvido e incluso la postergación de su obra. El filósofo conservador, pero en absoluto fascista, había concebido una España moderna en el plano científico y tecnológico, una España en la cual primaran el mérito, la capacidad, la preparación, y en donde se proscribiera para siempre la demagogia, el juego doctrinario, la retórica verbal y el patetismo. Es una voz la de Fernández de la Mora que no ha sido escuchada. Una España que la escuchara, será una nación radicalmente otra, renovada y sin prejuicios.


Si bien es del todo cierto que asistimos a un Crepúsculo de las ideologías (título de un jugoso y fundamental ensayo suyo), hay una y muy fundamental ideología que todavía se sostiene en pie. Una simple y llana ideología que a alguien le interesa sostener aunque sea a través de todos los artificios y por medio de las más variadas tretas: la ideología de actuar como si aún existieran ideologías y la de hacer creer que existen y son importantes. Le resulta muy útil al sistema, y en especial al R78, hacer creer a la gente que aún existen izquierdas y derechas. Le resulta muy rentable al sistema ese empeño en catapultar a la fama a ignorantes retóricos que propagan discursos vacuos y sofismas del más bajo nivel.


A veces da miedo. Este país estuvo a punto de ser gobernado por un profesor de ciencias políticas que no era capaz de citar adecuadamente una obra de Kant, y al punto, si Dios no lo remedia, nos va a gobernar otro señor de la nueva hornada a cuyo magín ni siquiera le viene el título de ninguna, lo cual no sé si es peor. No es que haya desaparecido la filosofía de nuestro escenario político, y que nunca haya entrado en las cabezas de nuestros políticos, sino que más bien el Régimen es la negación más explícita y radical del pensamiento racional mismo.

La ignorancia de nuestros políticos o líderes de masas es mucho más peligrosa que la barbarie de las turbas descontroladas, pues estos personajes sirven de modelos de conducta y sentimiento a turbas futuras más numerosas y más osadas. Sus consignas encaminadas a la indignación o la movilización sirven para que un pueblo esclavizado refuerce la apretura de sus grilletes, creyéndose libre en un sistema que se dice liberal. La ideología según la cual existen ideologías, la creencia de que en Podemos hay un ápice de socialdemocracia y otro de libertarismo, el señuelo de que allí anidan comunistas y revolucionarios, tanto como el engaño de que en Cs y en el PP existe un liberalismo, o de que en el PSOE se conservan esencias de la II Internacional o del modelo sueco… Todo esto es engaño, demagogia, ideología. Todo ello no es más que esa Ideología que reza que nuestro R78 es ideológico. Esa ideología es la Caverna Platónica en la que media España está metida. La otra media se desinteresa, ve deportes o escucha chascarrillos en vez de ruedos políticos, o se evade alienada por los medios más diversos.

GFML4.jpgFernández de la Mora proclamaba sustituir las ideologías, ya moribundas, por ideas. Trocar a los demagogos y a los declamadores por expertos. En vez de entusiasmo, peligroso explosivo que siempre deviene en tiranía, consenso. El consenso tácito y la deliberación fría deben ocupar su puesto rector en lugar de la asamblea tumultuaria. El análisis sosegado de proyectos racionales en vez de agitación y propaganda. Qué duda cabe que la filosofía positiva no corrió la mejor de las fortunas una vez desembocada la partidocracia del R78. El régimen constitucional postfranquista ensalzó la retórica partidista y encumbró a un sinfín de ideólogos, retóricos vanos, arribistas, vividores "liberados" de los sindicatos y de los aparatos electoralistas. Los expertos, las personas formadas en las distintas ramas de la vida orgánica del Estado (administradores, expertos juristas, tecnólogos, economistas planificadores…) hubieron de ceder sus sillas o pasar a un discreto y segundo plano ante el soberano imperio de los grandilocuentes vendedores de humo. Incluso dentro de la democracia postfranquista se advierten claramente dos generaciones: una, primera, aún bien acreditada en cuanto a titulación académica y experiencia práctica en la empresa pública o en la privada, y otra, segunda, en la que ahora más y más nos hundimos, en la cual el lumpen de la sociedad, los sectores sociales más refractarios al esfuerzo intelectual, profesional y, en general, humano, se dedican, con el carnet en la boca, a ascender por los aparatos electoralistas para conseguir aplausos fáciles y cargos sine cura.

GFML3.jpgDon Gonzalo despedía con alegría al tipo de político retórico y declamador, pero experto en nada, que había dominado la escena pública europea durante todo el siglo XIX y que aún prolongaba su inútil existencia en el XX. A la par, el filósofo bendecía en "El Crepúsculo de las Ideologías" al tecnócrata, al experto, al "conocedor" que no busca encandilar a las masas, manipularlas y tocar las fibras de su entusiasmo, sino ser eficaz servidor público que plantea objetivos realistas en orden a una mejora del bienestar general, haciendo del Estado una maquinaria ágil, inteligente, bien engrasada. Una maquinaria que ha de renunciar, bajo riesgo de recaer en el ideologismo y en el utopismo más peligrosos, a reformar al hombre.


La visión gramsciana, tan extendida hoy en Occidente, y no precisamente bajo gobiernos comunistas sino bajo fuerzas que a menudo se dicen "liberales", es la antítesis del "Estado de Obras" de nuestro autor. El filósofo marxista italiano Antonio Gramsci (1891-1937), uno de los principales intelectuales revolucionarios de toda la Historia, había dejado claro que el Estado tenía la misión de transformar al hombre. El Estado era, bajo el capitalismo y, después, bajo el futuro comunismo, algo más que un comité dirigente de la Producción. El Estado poseía una misión ética. El Estado debía ser el agente de la transformación de la propia esencia del hombre. Una esencia histórica, si cabe hablar así, esto es, transformable. Dicha transformación fue dirigida inicialmente por los patronos capitalistas que habrían creado un Estado a su medida (muy especialmente a través de las instituciones educativas), para así disponer de un obrero igualmente hecho a su medida. El comunismo hará lo propio. Una vez conquistada la hegemonía, y tras ella, inmersa la sociedad toda en una etapa revolucionaria, el Estado proseguirá con esa función que hoy llamaríamos función de "ingeniería social", haciendo de cada individuo un convencido comunista.

Por el contrario, casi diríamos que en las antípodas, la Tecnocracia de Gonzalo Fernández de la Mora se situaría en la más genuina tradición del realismo político hispano. Lejos de una transformación general del hombre, pues en el colectivo "hombre" siempre habrá hondas e insalvables disparidades (de talento, de capacidad, de formación, de inquietud, de lealtad), el Estado debería reducirse a ser el más elevado servicio de "puesta a punto" de todos los torrentes de energía social, para aprovecharlos y encauzarlos de la mejor manera posible, haciendo aquí de catalizador, allí de coordinador, y más allá de planificador y rector. En el Estado tecnocrático los expertos siempre serán consultados y el gestor político, como el buen ingeniero, se debe poner el casco, bajar "a pie de obra" y consultar a los subordinados y a los adláteres para palpar las realidades sobre las que quiere operar. Una cosa es poner a punto la maquinaria estatal, partiendo de una sustancia antropológica dada, y otra es transmutar esa sustancia.


GFML5.jpgUn ejemplo de cómo esta filosofía de ideas y no de utopías ideológicas perdió la batalla, y el vicio del ideologismo alcanzó el triunfo, fue el rosario de las reformas educativas de la democracia. Cada nueva ley de educación, comenzando con la barbarie de la LOGSE, hasta llegar a la actual LOMCE, demostró ser la consagración del ideologismo. En lugar de dotar al Estado de ideas, ideas tonificantes, hemos tenido ideología y más ideología. España necesitaba ideas en el sentido filosófico, esto es, conceptos generales (trans-categoriales) que hundieran sus raíces en los más variados conceptos y categorías científicas y técnicas, ideas que, debidamente entretejidas, formaran un proyecto comunitario para "poner a punto" nuestra sociedad y vuelvan a "ajustar" debidamente a España en el orden internacional, colocándola en el puesto que le compete y que se merece ateniéndose a su Historia y a su Presente. Pues bien, en lugar de eso, hemos sido víctimas de los pedagogos, esto es, de los ideólogos, que de manera harto interesada nos equipararon a todos por lo bajo, sustituyendo el imperativo del esfuerzo por la "integración" y halagando al vago y al parásito, con la esperanza de que sean muchedumbre los que sigan depositando en los mismos ataúdes ideológicos el voto mayoritario de los borregos.

lundi, 14 mai 2018

Luc Roche : Ortega Y Gasset - Penser la modernité

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Luc Roche : Ortega y Gasset - Penser la modernité

 
Luc Roche nous introduit à l'oeuvre du grand penseur libéral Ortega Y Gasset dont il vient de traduire Autour de Galillée aux Editions Perspectives Libres. http://cerclearistote.com/parution-de... Comment penser la Culture, la Civilisation et l’Histoire avec rectitude ? Comment se départir des condamnations faciles, des illusions rétrospectives, de la nostalgie d’âges d’or imaginaires, de l’obsession de la décadence? Ces questions, et bien d’autres, furent au fondement des réflexions de José Ortega y Gasset, lorsqu’il entreprit de penser les grands bouleversements (Renaissance, Lumières) qui nous précédèrent. Il en tira une lecture de l’Histoire plus actuelle que jamais, entre étude des ruptures et analyse des permanences. Loin du manichéisme qui se répand aujourd’hui, il montre, dans chaque époque, le visage de l’invariant et celui du changeant, rétablissant la grande chaîne de l’Histoire. Cette vision féconde est à notre portée pour comprendre notre passé, appréhender notre présent et entrevoir notre avenir. José Ortega y Gasset (1883-1955) fut un philosophe, historien des idées et homme politique espagnol. Son ouvrage La Révolte des masses (1929) marqua toute une génération. Autour de Galilée (1933) est traduit pour la première fois en français. Luc Roche est professeur de philosophie et hispanisant.
 

mardi, 08 mai 2018

Déclin aristocratique et corvée démocratique

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Déclin aristocratique et corvée démocratique 

Les Carnets de Nicolas Bonnal

Ex: http://www.dedefensa.org

On peut s’adonner à l’adoration de la démocratie en ces temps d’État profond et d’Europe de Bruxelles, il reste que le mot plèbe, dont elle marque la triomphe, a été balayé de tous temps par les génies de l’humanité, à commencer par Platon ou Juvénal, jusqu’à Nietzsche ou Tocqueville. On a évoqué les transformations sociétales (les chiens et les gosses qui parlent aux maîtres et aux parents, etc.) du livre VIII de la République, mais on va revenir ici à la démocratie à la grecque et à sa gestion compliquée…

Fustel de Coulanges dresse un tableau assez terrible de la progression démocratique à Athènes et dans la Grèce ancienne, où elle fut plus cruelle qu’à Athènes, parfois abominable. Mais elle est tellement fatale et inévitable – y compris la décadence qui va avec – qu’on ne va pas la dénoncer !

La Cité dans l’Histoire… Fustel écrit, dans un style proche de Tocqueville :

« Mais telle est la nature humaine que ces hommes, à mesure que leur sort s’améliorait, sentaient plus amèrement ce qu’il leur restait d’inégalité. »

La progression de la plèbe est bien sûr liée à celle de la tyrannie :

« Dans quelques villes, l’admission de la plèbe parmi les citoyens fut l’œuvre des rois ; il en fut ainsi à Rome. Dans d’autres, elle fut l’œuvre des tyrans populaires ; c’est ce qui eut lieu à Corinthe, à Sicyone, à Argos. »

Fustel ici nous fait découvrir un poète méconnu et politiquement réac, Théognis de Mégare. Le passage est passionnant, décrivant un déclin de l’humanité qui nous rappelle celui où Ortega nous explique que l’humanité moderne, comme la romaine, est devenuestupide :

« Le poète Théognis nous donne une idée assez nette de cette révolution et de ses conséquences. Il nous dit que dans Mégare, sa patrie, il y a deux sortes d’hommes. Il appelle l’une la classe des bons, ἀγαθοί; c’est, en effet, le nom qu’elle se donnait dans la plupart des villes grecques. Il appelle l’autre la classe des mauvais, κακοί; c’est encore de ce nom qu’il était d’usage de désigner la classe inférieure. Cette classe, le poète nous décrit sa condition ancienne : « elle ne connaissait autrefois ni les tribunaux ni les lois » ; c’est assez dire qu’elle n’avait pas le droit de cité. Il n’était même pas permis à ces hommes d’approcher de la ville ; « ils vivaient en dehors comme des bêtes sauvages ». Ils n’assistaient pas aux repas religieux ; ils n’avaient pas le droit de se marier dans les familles des bons. »

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Théognis apparaît comme un nostalgique du temps jadis, le laudator temporis acti, façon Bonald par exemple qui écrit au lendemain de la brutale Révolution dite française (comme disait Debord, une bourgeoisie habillée… à la romaine). Il ajoute :

« Mais que tout cela est changé ! les rangs ont été bouleversés, « les mauvais ont été mis au-dessus des bons ». La justice est troublée ; les antiques lois ne sont plus, et des lois d’une nouveauté étrange les ont remplacées. La richesse est devenue l’unique objet des désirs des hommes, parce qu’elle donne la puissance. L’homme de race noble épouse la fille du riche plébéien et « le mariage confond les souches ». 

Et Fustel décrit le noble destin de Théognis :

« Théognis, qui sort d’une famille aristocratique, a vainement essayé de résister au cours des choses. Condamné à l’exil, dépouillé de ses biens, il n’a plus que ses vers pour protester et pour combattre. Mais s’il n’espère pas le succès, du moins il ne doute pas de la justice de sa cause ; il accepte la défaite, mais il garde le sentiment de son droit. A ses yeux, la révolution qui s’est faite est un mal moral, un crime. Fils de l’aristocratie, il lui semble que cette révolution n’a pour elle ni la justice ni les dieux et qu’elle porte atteinte à la religion. « Les dieux, dit-il, ont quitté la terre ; nul ne les craint. La race des hommes pieux a disparu ; on n’a plus souci des Immortels. »

Puis, comme Mircéa Eliade, mais bien avant, Fustel explique que Théognis comprend qu’on oubliera même le souvenir de la nostalgie :

« Ces regrets sont inutiles, il le sait bien. S’il gémit ainsi, c’est par une sorte de devoir pieux, c’est parce qu’il a reçu des anciens « la tradition sainte », et qu’il doit la perpétuer. Mais en vain la tradition même va se flétrir, les fils des nobles vont oublier leur noblesse ; bientôt on les verra tous s’unir par le mariage aux familles plébéiennes, « ils boiront à leurs fêtes et mangeront à leur table » ; ils adopteront bientôt leurs sentiments. Au temps de Théognis, le regret est tout ce qui reste à l’aristocratie grecque, etce regret même va disparaître. »

Et comme on ne descend jamais assez bas, cette semaine j’ai découvert que ma libraire ne savait pas écrire Shakespeare, ma femme que son imprimeur de partitions ignorait qui était Mozart.

Le culte religieux, lié à l’aristocratie (la marque de l’aristocrate c’est la piété, dit Bonald) disparait donc :

« En effet, après Théognis, la noblesse ne fut plus qu’un souvenir.

Les grandes familles continuèrent à garder pieusement le culte domestique et la mémoire des ancêtres ; mais ce fut tout. Il y eut encore des hommes qui s’amusèrent à compter leurs aïeux ; mais on riait de ces hommes. On garda l’usage d’inscrire sur quelques tombes que le mort était de noble race ; mais nulle tentative ne fut faite pour relever un régime à jamais tombé. Isocrate dit avec vérité que de son temps les grandes familles d’Athènes n’existaient plus que dans leurs tombeaux (La cité antique, pp.388-389). »

Arrive la démocratie dont on oublie qu’elle fut surtout une corvée compliquée (comme dit Cochin, il faut se coucher tard pour conspirer longtemps…). Le peuple gagne peu à devenir démocrate. Il en devient esclave, explique Fustel dans des chapitres justement ignorés…

« A mesure que les révolutions suivaient leur cours et que l’on s’éloignait de l’ancien régime, le gouvernement des hommes devenait plus difficile. Il y fallait des règles plus minutieuses, des rouages plus nombreux et plus délicats. C’est ce qu’on peut voir par l’exemple du gouvernement d’Athènes. »

Ici on croirait du Tocqueville. Peut-être que la sensibilité aristocratique de nos deux grands historiens…

Numa_Fustel_de_Coulanges.jpgMais Fustel décrit la corvée démocratique au jour le jour (pp.451-452) :

« On est étonné aussi de tout le travail que cette démocratie exigeait des hommes. C’était un gouvernement fort laborieux. Voyez à quoi se passe la vie d’un Athénien. Un jour il est appelé à l’assemblée de son dème et il a à délibérer sur les intérêts religieux ou financiers de cette petite association. Un autre jour, il est convoqué à l’assemblée de sa tribu ; il s’agit de régler une fête religieuse, ou d’examiner des dépenses, ou de faire des décrets, ou de nommer des chefs et des juges. »

Après c’est du Prévert :

« Trois fois par mois régulièrement il faut qu’il assiste à l’assemblée générale du peuple ; il n’a pas le droit d’y manquer. Or, la séance est longue ; il n’y va pas seulement pour voter : venu dès le matin, il faut qu’il reste jusqu’à une heure avancée du jour à écouter des orateurs. Il ne peut voter qu’autant qu’il a été présent dès l’ouverture de la séance et qu’il a entendu tous les discours. Ce vote est pour lui une affaire des plus sérieuses ; tantôt il s’agit de nommer ses chefs politiques et militaires, c’est-à-dire ceux à qui son intérêt et sa vie vont être confiés pour un an ; tantôt c’est un impôt à établir ou une loi à changer ; tantôt c’est sur la guerre qu’il doit voter, sachant bien qu’il aura à donner son sang ou celui d’un fils. Les intérêts individuels sont unis inséparablement à l’intérêt de l’État. L’homme ne peut être ni indifférent ni léger. »

Tout est préférable au règne des Agathoi (les « bons » de Théognis)… Fustel ajoute :

« Le devoir du citoyen ne se bornait pas à voter. Quand son tour venait, il devait être magistrat dans son dème ou dans sa tribu. Une année sur deux en moyenne, il était héliaste, c’est-à-dire juge, et il passait toute cette année-là dans les tribunaux, occupé à écouter les plaideurs et à appliquer les lois. Il n’y avait guère de citoyen qui ne fût appelé deux fois dans sa vie à faire partie du Sénat des Cinq cents ; alors, pendant une année, il siégeait chaque jour, du matin au soir, recevant les dépositions des magistrats, leur faisant rendre leurs comptes, répondant aux ambassadeurs étrangers, rédigeant les instructions des ambassadeurs athéniens, examinant toutes les affaires qui devaient être soumises au peuple et préparant tous les décrets. »

Avec sa méticulosité et sa soif de taxes et de règlements, la démocratie exige déjà un job à temps plein qui va créer une bureaucratie fonctionnarisée. Et on retombe inévitablement sur l’importance de l’argent déjà dénoncée par Théognis :

«  Enfin il pouvait être magistrat de la cité, archonte, stratège, astynome, si le sort ou le suffrage le désignait. On voit que c’était une lourde charge que d’être citoyen d’un État démocratique, qu’il y avait là de quoi occuper presque toute l’existence, et qu’il restait bien peu de temps pour les travaux personnels et la vie domestique. Aussi Aristote disait-il très-justement que l’homme qui avait besoin de travailler pour vivre ne pouvait pas être citoyen. »

N’oublions que la Révolution Française accoucha de la plus formidable armée de fonctionnaires au monde, celle qui émerveillait aussi bien Taine que le pauvre Karl Marx qui inspira les totalitarismes révolutionnaires(« dans un pays comme la France, où le pouvoir exécutif dispose d’une armée de fonctionnaires de plus d’un demi-million de personnes et tient, par conséquent, constamment sous sa dépendance la plus absolue une quantité énorme d’intérêts et d’existences, où l’État enserre contrôle, réglemente, surveille et tient en tutelle la société civile… »).

On n’est pas ici pour transformer le cours de l’histoire humaine, et on s’en gardera, vu que ce désir malheureux est si souvent promis à un sort malheureux ! Mais on ne s’étonnera alors pas, etj’inviterai à découvrir l’œuvre du philosophe libertarien Hoppe à ce propos, en affirmant que le grand avènement démocratique, avec son cortège de guerres impériales-humanitaires-messianiques, de contrôles étatiques et d’inflation fiscale,  marque souvent la fin d’une civilisation en fait – y compris et surtout sur le plan culturel. Que le phénomène démocratique ait débouché sur le césarisme ici, le fascisme ou le communisme là, et sur la création maintenant d’une caste mondialisée de bureaucrates belliqueux ne devra bouleverser personne.

Sources citées 

Théognis – Elégies (Remacle.org)

Fustel – La cité dans l’histoire (classiques.uqac.ca)

Marx – Le dix-huit Brumaire

lundi, 30 avril 2018

Conquête des droits : le droit à l’existence

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Conquête des droits : le droit à l’existence

par Antonin Campana

Ex: http://www;autochtonisme.com

 

Légalement, en République, le concept de « Français de souche » n’existe pas. Les « Français blancs dits de souche » ne constituent pas un « groupe de personne » au sens de la loi. Cette notion « ne recouvre aucune réalité légale, historique, biologique ou sociologique», et «la “blancheur” ou la “race blanche”» n'est «en aucune manière une composante juridique de la qualité des Français» (Tribunal Correctionnel de Paris, mars 2015). Par contre, le concept de néocalédonien de souche existe juridiquement et les néocalédoniens de souche constituent bien un « groupe de personnes », et même un « peuple », au sens de la loi (Accord de Nouméa, loi organique 99-209…). Le refus de reconnaître juridiquement le peuple souche de France est à la base d’un système profondément inégalitaire, discriminant et lourd de menaces pour celui-ci (système qui permet par exemple d’insulter en toute impunité les « Français blancs » et d’appeler contre eux à la violence. Cf. le jugement du Tribunal cité plus haut, qui ne trouve aucune objection au fait d’inciter à « niquer » les « petits Gaulois de souche »).

Nous avons montré (ici) que le peuple autochtone de souche européenne, c’est-à-dire le peuple français historiquement « blanc », avait été juridiquement transféré en 1790 dans une nation civique. Cette nation civique a pris le nom de « peuple français » ce qui était un détournement manifeste de nom, voire un vol, puisque cette nation était en fait un « creuset » destiné à intégrer les hommes de toutes les origines.

Dans ce creuset, le peuple français de souche subit aujourd’hui une relation de domination, puisque le régime en place le nie et se refuse à considérer autre chose qu’une nation civique « sans distinction ». Pour la République, il n’y a que le corps d’associés indifférenciés et pas de « corps intermédiaires » ou de « sections du peuple » dans ce corps : pas de peuple souche donc. Celui-ci s’est évaporé et n’est même pas une composante parmi d’autres de la société multiraciale et multiculturelle : il n’existe tout simplement pas !

 La question qui se pose est donc celle-ci : le peuple souche existe-t-il encore, ou a-t-il disparu le 14 juillet 1790 après son transfert dans la nation civique ? Il n’y a que deux réponses possibles à cette question :

  • Oui, il a disparu : il faut donc reconnaître juridiquement son génocide (rappelons que la Convention des Nations Unies pour la prévention et la répression du crime de génocide (1948) considère que la « soumission intentionnelle d’un groupe [national, ethnique, racial ou religieux] à des conditions d’existence devant entraîner sa destruction physique totale ou partielle » est un acte de génocide).
  • Non, il existe toujours : il faut par conséquent reconnaître juridiquement son existence.

Bien sûr, la seconde réponse est la seule réponse acceptable, puisque des Français de souche se revendiquent toujours comme tels. Néanmoins, le peuple souche a bien a été victime d’une tentative de génocide, tentative toujours en cours, d’ailleurs, avec le Grand Remplacement et la négation autistique de son existence (négation d’existence qui permet au passage de nier le Grand Remplacement : on ne saurait remplacer ce qui n’existe pas).

Or, non seulement l’existence du peuple souche n’est pas reconnue, mais son effacement est implicitement proclamé par la loi républicaine (sans que pour autant le génocide soit reconnu). Le Conseil Constitutionnel rappelle que le peuple français, défini comme un « concept juridique » (sic !), est une « catégorie unitaire insusceptible de toute subdivision en vertu de la loi », et que la Constitution de la Ve République « ne connaît que le peuple français composé de tous les citoyens français sans distinction d’origine, de race ou de religion » (décision n°91-290DC du 09 mai 1991). Exit donc le peuple souche comme catégorie à part entière.

Pourquoi cette discrimination et ce rejet, si l’on considère que le peuple des Autochtones mélanésiens est quant à lui respectueusement reconnu par les mêmes instances républicaines ? L’interrogation est d’autant plus légitime que le peuple des Autochtones mélanésiens de Nouvelle-Calédonie et le peuple des Autochtones européens de France, peuples vivant sur le même « Territoire de la République », peuvent présenter des titres similaires justifiant leur droit à être tous deux juridiquement reconnus comme peuples à part entière.

Si les premiers Lapitas, ancêtres des kanaks, arrivent dans l’archipel vers 1000 avant notre ère. Les ancêtres des Européens, quant à eux, peuplent l’Europe depuis la nuit des temps. Les peintures de Lascaux ont 20 000 ans, celles de la grotte Chauvet, en Ardèche, ont 35 000 ans. Depuis, le peuplement européen de l’Europe a été ininterrompu jusqu’à aujourd’hui. Est-il besoin de le rappeler ? Faut-il énumérer toutes les empreintes laissées en Europe par ce peuplement européen ?

Pour le reste, le peuple autochtone de France pourrait quasiment s’approprier mot à mot le préambule de l’accord de Nouméa :

« [Lorsque la République] prend possession  [de la France], elle s'approprie un territoire et n'établit pas des relations de droit avec la population autochtone. Les traités passés constituent  des actes unilatéraux.

Or, ce territoire n'était pas vide.

Il était habité par des hommes et des femmes qui se dénommaient [Français]. Ils avaient développé une civilisation propre, avec ses traditions, ses langues, ses coutumes qui organisaient le champ social et politique. Leur culture et leur imaginaire s'exprimaient dans diverses formes de création.

Des hommes et des femmes sont venus en grand nombre, [à la fin du XX siècle], animés par leur foi religieuse, venus contre leur gré ou cherchant une seconde chance [en France]. Ils se sont installés. Ils ont apporté avec eux leurs idéaux, leurs connaissances, leurs espoirs, leurs ambitions, leurs illusions et leurs contradictions.

[La relation de la France avec la République] demeure marquée par la dépendance coloniale, un lien univoque, un refus de reconnaître les spécificités, dont les populations nouvelles ont aussi souffert dans leurs aspirations.

Le choc de la colonisation  [républicaine et migratoire] a constitué un traumatisme durable pour la population d'origine.

Les [Français] ont été privés de leur nom en même temps que de leur terre. Une importante immigration a entraîné des déplacements considérables de populations [françaises], dans lesquels [les familles françaises] ont vu leurs moyens de subsistance réduits et leurs lieux de mémoire perdus. Cette dépossession a conduit à une perte des repères identitaires.

L'organisation sociale française s'en est trouvée bouleversée. Les mouvements de population l'ont déstructurée, la méconnaissance ou des stratégies de pouvoir ont conduit trop souvent à nier les autorités légitimes [NDLR : identitaires] et à mettre en place des autorités dépourvues de légitimité [NDLR : républicaines], ce qui a accentué le traumatisme identitaire.

Simultanément, le patrimoine culturel français était nié ou pillé.

A cette négation des éléments fondamentaux de l'identité française se sont ajoutées des limitations aux libertés publiques et une absence de droits politiques, alors même que les [Français de souche] avaient payé un lourd tribut à la défense de la [République], notamment lors de la Première Guerre mondiale.

Les [Autochtones sont] repoussés aux marges géographiques, économiques et politiques de leur propre pays, ce qui pourrait, chez un peuple fier et non dépourvu de traditions guerrières, provoquer des révoltes.

La colonisation [républicaine] a porté atteinte à la dignité du [peuple autochtone de France] [qu’elle prive] de son identité. Des hommes et des femmes ont perdu dans cette confrontation leur vie ou leurs raisons de vivre. De grandes souffrances en sont résultées. Il convient de faire mémoire de ces moments difficiles, de reconnaître les fautes, de restituer [au peuple autochtone de France] son identité confisquée, ce qui équivaut pour lui à une reconnaissance de sa souveraineté, préalable à la fondation d'une nouvelle souveraineté

Il est aujourd'hui nécessaire de poser les bases d'une citoyenneté [autochtone de France], permettant au peuple d'origine de constituer avec les hommes et les femmes qui y vivent une communauté humaine affirmant son destin commun.

La taille [de la France] et ses équilibres économiques et sociaux ne permettent pas d'ouvrir largement le marché du travail et justifient des mesures de protection de l'emploi local.

Il convient d'ouvrir une nouvelle étape, marquée par la pleine reconnaissance de l'identité [autochtone].

Le passé a été le temps de la colonisation. Le présent est le temps du  rééquilibrage. L'avenir doit être le temps de l'identité, dans un destin commun.

La République est prête à accompagner le peuple autochtone de France dans cette voie ».

Dans l’accord de Nouméa, la République reconnaît que les Autochtones mélanésiens de Nouvelle-Calédonie forment un « peuple » : le « peuple kanak » (point 3 par exemple). Obliger la République à reconnaître que les Autochtones européens de France forment eux-aussi un peuple, tant par leur lignée particulière, leur culture spécifique, que leur lien à la terre ancestrale, revient à faire acte de justice, au nom de l’égalité entre les peuples.

La reconnaissance du droit à l’existence juridique entraînera mécaniquement l’octroi de droits collectifs jusqu’au droit du peuple autochtone à disposer de lui-même. N’allons pas croire que la reconnaissance de ce droit sera offerte sur un plateau. Il devra être conquis de haute lutte, comme il l’a été en Nouvelle-Calédonie. Un Avis de la Commission nationale consultative des droits de l'homme (CNCDH) du 23 février 2017, observe qu’« aucune définition formelle de la notion d' "autochtone ", pas plus que celle d' "indigenous " en anglais, n'a été arrêtée en droit international ». Pourtant, cette Commission décrète arbitrairement que « seuls les Kanak de Nouvelle-Calédonie et les Amérindiens de Guyane sont des peuples autochtones de la République française ». C’est que la CNCDH a parfaitement compris que le régime en place ne tiendrait pas longtemps si le droit des peuples autochtones était appliqué aux Français de souche européenne. Du point de vue républicain, il est vital que le peuple souche de France ne soit absolument pas conscient de son assujettissement à une République trop universelle pour être française, trop absolue pour être démocratique, trop ouverte pour ne pas être remplaciste.

Le peuple autochtone de France ne doit jamais être reconnu en tant que tel : de son point de vue, la CNCDH a raison !  Mais ce déni d’existence et cette crispation ne montrent-t-elles pas aux Autochtones le point faible du Système et par conséquent la direction de leur combat ? Dans cette conquête du droit à exister juridiquement, conquête mobilisatrice s’il en est, les Autochtones ne manqueront pas d’arguments. Ils disposent de tous les atouts nécessaires pour montrer et démontrer autant qu’il faudra qu’ils ne sont ni un sous-peuple, ni un peuple fantôme, mais un peuple historique et un grand peuple : qui pourra soutenir longtemps le contraire sans passer pour un imbécile ou un antijaphite ?

Antonin Campana

Le holisme comme réponse au monde moderne

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Le holisme comme réponse au monde moderne

par Georges FELTIN-TRACOL

Du grec holos, « entier », le holisme est un terme inventé en 1926 par le général Jan Christiaan Smuts, Premier ministre d’Afrique du Sud, pour désigner un ensemble supérieur à la somme de ses parties. L’écrivain britannique Arthur Koestler vulgarisa la notion dans Le cheval dans la locomotive (1967) et Janus (1978). L’anthropologue français Louis Dumont s’y référait déjà en 1966 dans Homo hierarchicus.

Bien connu pour son action permanente envers les plus démunis des nôtres, le pasteur Jean-Pierre Blanchard reprend à son compte le concept dans son nouvel essai L’Alternative holiste ou la grande révolte antimoderne (Dualpha, coll. « Patrimoine des héritages », préface de Patrick Gofman, 2017, 156 p., 21 €). Il y développe une thèse qui risque d’agacer tous ceux qui gardent un mur de Berlin dans leur tête.

Si le monde moderne se caractérise par le triomphe de l’individu et l’extension illimitée de ses droits considérés comme des désirs inaliénables à assouvir, l’univers traditionnel préfère accorder la primauté au collectif, au groupe, à la communauté. Certes, chacune de ces visions du monde antagonistes comporte une part de l’autre. La domination de la Modernité demeure toutefois écrasante, d’où des réactions parfois violentes. Ainsi le pasteur Blanchard voit-il dans la longue révolte des paysans mexicains entre 1911 et 1929 la première manifestation du holisme. Ensuite surgiront tour à tour les révolutions communiste, fasciste et nationale-socialiste. L’auteur insiste longuement sur le paradoxe bolchevique : le progressisme revendiqué se transforma en un conservatoire des traditions nationales et populaires. Le communisme réel est en fait un holisme contrarié par le matérialisme historique. On sait maintenant que la République populaire démocratique de Corée a une société plus communautaire, plus holiste, que cet agrégat bancal d’atomes individualistes déréglés qu’est le Canada.

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Aujourd’hui, la vision holistique des rapports collectifs humains prend la forme de l’idéologie islamiste. Le choc frontal entre la modernité occidentale et cet autre holisme est brutal. L’incantation lacrymale et victimaire aux droits de l’homme, au « vivre ensemble » et à l’individu-tyran n’écartera pas la menace islamiste; elle la fortifiera au contraire. La civilisation européenne ne survivra que si elle renoue avec « la transcendance, ce retour qui combat le monde occidental bourgeois issu de la philosophie des Lumières [qui] offre de nouvelles perspectives pour l’avenir (p. 156) », un avenir holistique, communautaire et organique pour les peuples autochtones d’Europe.

Georges Feltin-Tracol

• « Chronique hebdomadaire du Village planétaire », n° 76, diffusée sur Radio-Libertés, le 27 avril 2018.

jeudi, 26 avril 2018

An Introduction To Power Through The Lens Of Bertrand de Jouvenel

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An Introduction To Power Through The Lens Of Bertrand de Jouvenel

In 1945, a remarkable book was published under the title On Power: The Natural History of its Growth[i] which at the time appears to have been well-received. The author, Bertrand de Jouvenel, would go on to become a founding member of the Mount Pelerin society two years later. Since then, it has not fared well, which is surprising when considering the depth and insight of the book.

The political theory of Jouvenel presented in On Power is one which provides an interpretation of human society and the role of power (especially the dominant centralizing power which is termed “Power”) as following certain imperatives dependent on the relative position of the actors in question. This conception of power is one which recognizes both the social nature of power as well as the expansionary nature of power. As Jouvenel writes:

The duality is irreducible. And it is through the interplay of these two antithetical principles that the tendency of Power is towards occupying an ever larger place in society; the various conjunctures of events beckon it on at the same time that its appetite is driving it to fresh pastures. Thus there ensues a growth of Power to which there is no limit, a growth which is fostered by more and more altruistic externals, though the motive-spring is still as always the wish to dominate.[ii]

jouvenel-190x320.pngIt is at this point that we can both thank Jouvenel for the model he provides and also reject his attempts to adapt this system of insights to a defense of mixed governance in book VI.[iii] While it is necessary to acknowledge the debt from Jouvenel, it is also just as important to explain exactly how and where further developments from Jouvenel depart from him in a manner which retains the coherence of his breakthrough while rejecting his adherence to a classical liberalism that in essence is a cultural artefact of the very same power conflict he uncovered.

The model, which we can adopt without the confusion provided by Jouvenel’s political affiliation, is one that shows that Power acts both for its own expansion and security, and also as a social process for the benefit of those who come under the purview of Power. With this rough basis, we can begin to view the development of governance in a more sophisticated manner and view a process which has been concealed by modern liberal theory; concealed by precisely those elements of modernity which demand that we view humans as self-interested agents working for primarily selfish means.

One only has to review the works of the liberal tradition, such as those of Thomas Hobbes, David Hume, or Adam Smith to see that the human agent in the modern liberal tradition is one which operates on an individual basis within a moral framework that takes the human agent as an anti-social entity. It is no surprise, then, that all liberal theory takes governance as at best a necessary evil to be maintained to avoid all out conflict (Hobbes) or as something to be rejected entirely as an immoral entity (various anarchisms). All aspects of modernity are tied together by these very same shared ethical assumptions to which all their theories must accord. If, contrary to the modern liberal tradition, the human agent is not an anti-social agent acting from individually determined self-interest, but is instead a social one, then we should see the actions of the human agent being in accordance not only with the individual’s circumstance based interest, but also with the perceived interest of the society within which the individual resides. This would hold just as much for subjects as it would for rulers. The tyrannical ruler of the modern liberal mind, randomly acting out of cruelty because they are unrestrained by checks and balances, would then prove to be a fiction.

The extended model that can be derived from Jouvenel is both exceptionally simple, yet of devastating importance. It is simply that in any given political configuration if there are multiple centers of power, then conflict will occur as the centers of power seek to both secure their position and pursue expansion, which will be done with the ostensible purpose of the good of society in mind. The dominant power center will become the central Power. This dominant Power will enlarge its remit and power not by direct physical conflict (which would in effect spell outright civil war), but through means presented (and seen by both the actors in power and those who benefit) as being beneficial to society overall.

The example of the expansion of the remit of the monarchs of Europe and its transformation into the modern state is presented by Jouvenel to demonstrate this model, and the picture painted is stark and repeatedly supported by historical record. As Jouvenel makes plainly clear, “It is true, no doubt, that Power could not make this progress but for the very real services which it renders and under cover of the hopes aroused by its displays of the altruistic side of its nature.”[iv]

For example:

To raise contributions, Power must invoke the public interest. It was in this way that the Hundred Years’ War, by multiplying the occasions on which the monarchy was forced to request the cooperation of the people, accustomed them in the end, after a long succession of occasional levies, to a permanent tax, and outcome which outlived the reasons for it. It was in this way, too, that the Revolutionary Wars provided the justification for conscriptions, even though the files of 1789 disclosed a unanimous hostility to its feeble beginning under the monarchy. Conscription achieved fixation. And so it is that times of danger, when Power takes action for the general safety, are worth much to it in accretion to its armoury, and these, when the crisis has passed, it keeps.[v]

Of course, it is not only in times of public danger when Power proceeds under the name of public interest. The direction of the monarch’s competition was not only towards external power centers to which overt war was socially permissible, but also internal competitors in the form of barons and lords to whom overt war was not permissible (generally). To them, a process which can best be described as a coalition of the high and low in society was in action. As Jouvenel notes regarding Power:

The growth of its authority strikes private individuals as being not so much a continual encroachment on their liberty, as an attempt to put down various petty tyrannies to which they have been subject. It looks as though the advance of the state is a means to the advance of the individual.[vi]

jouvenelpouvoirlp.jpgJouvenel further elaborates on this with the following: “the monarchy, through its lawyers, comes between the barons and their subjects; the purpose is to compel the former to limit themselves to the dues which are customary and to abstain from arbitrary taxation.”[vii]

The monarchy, then, engaged in this alliance with the common people due to the imperatives its relatively weak position foisted on it, and also as a means to ostensibly better govern. Monarchy was anything but a despotism which modern liberal propaganda post-enlightenment has presented it as, but rather a political structure under restraints which were genuine–a reality that we are blind to due to the shared assumptions provided by modernity, namely that we have passed from a period of darkness into the enlightenment of liberal governance. These assumptions were perpetuated by Power’s expansion.

It is here that we can move past Jouvenel and reflect further on the issue of personal liberty by refusing to be engaged in advocacy of classical liberalism, and by being aware of these assumptions of self-interest. We can then use his observation of this high-low alliance to make some startling assertions I believe are implicit in his work. The bases of these observations are provided by the following passage:

If the natural tendency of Power is to grow, and if it can extend its authority and increase its resources only at the expense of the notables, it follows that its ally for all times is the common people. The passion for absolutism is, inevitably, in conspiracy with the passion for equality.

History is one continuous proof of this; sometimes, however, as if to clarify this secular process, she concentrates it into a one-act play, such as that of the Doge Marino Falieri. So independent of the Doge were the Venetian nobility that Michel Steno could insult the Doge’s wife and escape punishment which was so derisory as to double the insult. Indeed, so far above the people’s heads was this nobility that Bertuccio Ixarello, a plebeian, was unable, in spite of his naval exploits, to obtain satisfaction for a box on the ear given by Giovanni Dandalo. According to the accepted story, Bertuccio came to the Doge and showed him the wound in his cheek from the patrician’s ring; shaming the Doge out of his inactivity, he said to him: “Let us join forces to destroy this aristocratic authority which thus perpetuates the abasement of my people and limits so narrowly your power.” The annihilation of the nobility would give to each what he wanted—to the common people equality, to Power absolutism. The attempt of Marino Falieri failed and he was put to death.

A like fate befell Jan van Barneveldt, whose case was the exact converse. In the history of the Netherlands we come across this same conflict between a prince wishing to increase his authority, in this case the Stadtholder of the House of Orange, and social authorities standing in his way, in this case the rich merchants and ship owners of Holland. William, commander-in-chief throughout thirty difficult and glorious years, was nearing the crown and had already refused it once, as did Caesar and Cromwell, when he was struck down by the hand of the assassin. Prince Maurice inherited his father’s prestige, added to it by victories of his own, and seemed about to reach the goal, when Barneveldt, having organised secretly a patrician opposition, put an end to Maurice’s ambitions by putting an end , through the conclusion of peace, to victories which were proving dangerous to the Republic. What did Maurice do then? He allied himself with the most ignorant of the preachers, who were, through fierce intolerance, the aptest to excite the passions of the lower orders: thanks to their efforts, he unleashed the mob at Barneveldt and cut off his head. This intervention by the common people enabled Maurice to execute the leader of the opposition to his own increasing power. That he did not gain the authority he sought was not due to any mistake in his choice of means, as was shown when one of his successors, William III, made himself at last master of the country by means of a popular rising, in which Jean de Witt, the Barneveldt of this period, had his throat cut.[viii]

It is a position without controversy to trace the origins of liberalism, classical liberalism, and modernity in general to Protestantism and the Reformation. If what Jouvenel outlines in the above passage and in the rest of On Power is correct, then it seems quite evident that the origins of Protestantism and its success is a result of these very same conflicts between these various power centers—something Jouvenel points to with his reference to equality being the ally of Power. It would seem that really equality and liberty are both in conspiracy with Power, for just what was the subsequent intellectual descendant of these “most ignorant preachers” but the liberal tradition proper? So, we have a conundrum. Jouvenel is writing in defense of a liberal political position which he is clearly demonstrating was propagated and favored by power actors in conflict with other power actors. The question we can ask ourselves at this juncture is: how does this accord with the accepted narrative of the development of liberalism? Because the radical implications presented by Jouvenel’s model are that this entire political and social paradigm was favored and propelled forward not by reasoned discourse and collective enlightenment, but in actuality as a result of its suitability and beneficial character in relation to the expansion of Power.

jouvelepolpur.jpgIn asking such a question, the focus of our attention must therefore shift from popular considerations of liberalism as a rational discourse conducted over many centuries to which the assent of reasonable and rational agents was won, to instead a consideration of it as being the result of institutional actions. In effect, we go from the Whig theory of history, Progress etc. to one which identifies modernity as the cultural result of institutional conflict.

Luckily, a great deal of work on this new interpretation of the historical development of liberalism has actually already been done, but the authors in question, like Jouvenel, have not fully understood the implications of their observations. Some of the more striking recent examples have included William T Cavanaugh’s The Myth of Religious Violence[ix] and Larry Siedentop’s Inventing the Individual[x] which both deal with the events leading up to the development of modern liberalism and beyond. Cavanaugh in particular is quite forceful in drawing the reader’s attention to the manner in which institutional conflict preceded the development of liberalism and the Reformation and Jouvenel beckons us to go deeper into this.

Citing the examples of Baruch Spinoza,Thomas Hobbes, and John Locke,[xi] who presented religious division as the cause of the conflicts of the Thirty Years War that led to liberalism, Cavanaugh notes that this narrative is without historical basis. More modern liberal thinkers have subsequently traced the birth of liberalism to the so-called religious conflicts of this period, with Cavanaugh citing Quintin Skinner, Jeffrey Stout, Judith Shklar and John Rawls as exemplifying it.[xii] The problem, as Cavanaugh takes pains to point out, is that the institutional changes which were supposed to have been ushered in as a result of the religious conflicts actually presaged them and caused them. To make matters worse, there is no clear division line between the denominations in the conflict. To bolster his argument, he provides ample examples of conflict occurring between states with the same denominations, as well as collaboration between differing denominations (including Catholic and Protestant states). The most trenchant observation is provided by the example of the conflict between Charles V and the Papacy:

As Richard Dunn points out, “Charles V’s soldiers sacked Rome, not Wittenberg, in 1527, and when the papacy belatedly sponsored a reform program, both the Habsburgs and the Valois refused to endorse much of it, rejecting especially those Trentine decrees which encroached on their sovereign authority.” The wars of the 1520s were part of the ongoing struggle between the pope and the emperor for control over Italy and over the church in German territories.[xiii]

Cavanaugh even manages to find a wonderful quote from Pope Julius III complaining of Henry II of France’s actions: “in the end, you are more than Pope in your kingdoms…I know no reason why you should wish to become schismatic.”[xiv] Clearly, those in positions of power had no problem seeing schism as a power play.

As such, we can see clearly the role of Jouvenel’s mechanism of power employing dissenting sects in the process of power expansion. The employment of schismatic sects and the promotion of what Jouvenel called “the most ignorant of the preachers”[xv] becomes an obvious means of extending the power of the power centers in question. This observation is supported by the thesis presented by Cavanaugh that the Reformation failed in those states that were advanced in the state’s absorption of ecclesiastical power:

It is unarguably the case that the reinforcement of ecclesiastical difference in early modern Europe was largely a project of state-building elites. As G. R. Elton bluntly puts it, “The Reformation maintained itself wherever the lay power (prince or magistrates) favoured it; it could not survive wherever the authorities decided to suppress it.”[xvi]

In contrast:

Where the Reformation succeeded was in England, Scandinavia, and many German principalities, where breaking with the Catholic Church meant that the church could be used to augment the power of the civil authorities. To cite one example, King Gustav Vasa welcomed the Reformation to Sweden in 1524 by transferring the receipt of tithes from the church to the Crown. Three years later, he appropriated the entire property of the church. As William Maltby notes, accepting Lutheranism both gave princes an ideological basis for resisting the centralizing efforts of the emperor and gave them the chance to extract considerable wealth from confiscated church properties.[xvii]

jouvelpoilpuiss.jpgAs for Larry Siedentop, his work on the history of the individual constantly gropes at outlining the mechanism Jouvenel provides, which is arguably the cause of the invention of the individual that he traces. There is no reason to assume that the mechanism of using the rhetoric of individualism and equality as a means to undermine competing power centers began with the Reformation, and Siedentop confirms it did not. It appears to be a constant of human political structure. Siedentop provides a point by point history of the process of the development of the concept of the individual as being a moral development driven by Church authorities and then by secular authorities (at which point we have liberalism). Siedentop does this by continually employing an understanding of early Christian European society as being essentially corporatist, with the Church engaging in a process of breaking down this feudal structure using fundamentally anarchist conceptions of society based on the invention of the individual. Siedentop’s account is essentially Jouvenelian without realizing it. We can even catch him making the Jouvenelian observation on ancient developments leading up to the invention of the individual:

The long period of aristocratic ascendancy in Greek and Italian cities, founded on the family and its worship, had already reduced kingship to a religious role, stripping kings of political authority. The reason for this is clear enough. Kings had frequently made common cause with the lower classes. They had formed alliances with clients and the plebs, directed against the power of the aristocracy. Challenged both from without (by a class which had no family worship or gods) and from within (by clients questioning the traditional ordering of the family), the aristocracy of the cities carried through a political revolution to avoid a social revolution.[xviii]

As with Jouvenel, we can see the process of centralization and individualization as a political structure-driven phenomena without the ideological adherence to liberalism; we are not making any moral claims here, merely noting an obvious systemic mechanism. Siedentop himself goes close to doing so himself as, for example, when he notes of early Christian Rome:

However, by the end of the third century one section of the urban elites embarked on a different course for dealing with the emperor and provincial governors, a course which drew on their Christian beliefs and enabled them to become the spokesmen of the lower classes. A new rhetoric served their bid for urban leadership. It was a rhetoric founded on ‘love of the poor’. Drawing on features of the Christian self-image—the church’s social inclusiveness, the simplicity of its message, its distrust of traditional culture and its welfare role—‘love of the poor’ made possible, Brown argues, a regrouping within the urban elites. It was a rhetoric that reflected and served an alliance between upper-class Christians and the bishops of cities, who were themselves often men of culture or paideia.

This new rhetoric was put to use ‘in the never ending task of exercising control within the city and representing its needs to the outside world.[xix]

Siedentop shows that the Bishop of the European cities promoted individualism contra the secular authorities, and that this was then taken forward with what he calls the Papal Revolution. The Papacy began a series of centralizing policies resulting in the creation of a bureaucracy around the papal office, which Siedentop claims was copied by secular authorities. This process brought the Papacy into a conflict with secular authorities that would ultimately lead to the Reformation, and Siedentop himself identifies that it was driven to a large degree by the dynamics of the Church’s position within the power centers of Western Europe:

The second half of the eleventh century saw dramatic change. Determined to define and defend the church as a distinct body within Christendom, and to protect its independence, popes began to make far more ambitious claims. They began to claim legal supremacy for the papacy within the church, what within a few decades would be described as the pope’s plenitude potestatis, his plenitude of power.[xx]

The significance of all of this is made clear by the following passage which brings us back to Cavanaugh:

By the mid-fifteenth century the papacy had – relying on the centralized administration that had been created since the twelfth century – regained control over the Church. The project of reform which the church had failed to carry through did not die, however. The cause of church reform was almost immediately taken up by secular rulers who drew their own conclusions from the series of frustrated general councils and the resurgence of papal pretensions. The French king, in the Pragmatic Sanction of Bourges (1438), and the German empire, at the Diet of Mayence in 1439, introduced greater autonomy and more collegiate government into national churches. But even these national reforms championed by secular rulers were soon abandoned as a result of papal pressure and diplomacy, returning the situation in the church, at least in appearance, to one of papal absolutism.

But it was only an appearance. For the project of reform, which had eluded both the leaders of the church and secular rulers, had now taken root among the people.

Was it mere chance that the fourteenth and fifteenth centuries saw such widespread popular agitation within the church, with Pietist movements in the Netherlands and Germany fostering a distrust of clerical authority, while the Lollards in England and the Hussites in Prague openly criticized the established church hierarchy, especially the papacy? In the eyes of John Wycliffe, leader of the Lollards, the church had lost its way, preoccupied with legal supremacy and the accumulation of wealth rather than the care of souls, its proper role. Wycliffe spoke for many across Europe when he called for translation of the scriptures into popular languages, so that they could be widely read and properly understood, giving people a basis for judging the claims of the clerical  establishment. The understanding of ‘authority’ was taking a dramatic turn, away from aristocracy towards democracy.[xxi]

jouvenelsov.jpgIt clearly wasn’t mere chance that this popular agitation occurred; it was clearly encouraged and allowed space by the secular rulers. It was the result of competing power centers wresting control from one another. The tool of individualizing was taken from the Church’s hands and used against it. Jouvenel implies that these preachers would have had institutional support. And in the case of John Wycliffe, he had the powerful sponsorship of John of Gaunt, the de facto king of England. This has puzzled historians greatly, but it does not puzzle us. As for Jan Hus, we have the Archbishop of Prague Zbyněk Zajíc and then King Wenceslaus IV. It seems to be a general law that all of these anti-clerical reformists were also pro-secular government and under the protection of patrons in the process of centralizing power and in chronic conflict with ecclesiastical authorities. They all ended in confiscation of Church property. Both Martin Luther and William of Ockham provide excellent additional examples.

The startling issue we now must face is that not only does Jouvenel indicate that the role of power in undermining other power centers by encouraging equality and individualism continues back in history, but it also continues forward to the present. Can it be that the history of the West and the history of liberalism is the ever increasing growth of centralizing power and not simply a moral development following reason? Was the later secularizing of this Christian project of ‘individualizing’ that is embodied in the Enlightenment successful in providing a ground from which to account for the ethical value of this development? Or is it largely a rather mindless result of power conflicts with secular authorities selecting the nearest theories, in order to provide a sheen of legitimacy for their actions?

Given this framework in mind, the fundamental issue is: at what point does this process become harmful and outright suicidal? Moreover, now being aware of this process, may we not look on the events currently occurring in our society and not identify which current iterations of this ‘individualizing’ are symptomatic of raw unnecessary conflict? Which are clearly without any reason?

We can then see that this Jouvenelian mechanism raises far-ranging and profound questions. It is neither Marxist, nor liberal, but instead concentrates on the role of power centers, or competing authorities, as being the drivers of cultural developments under their purview. The relations, imperatives, and motives of these centers then become key and from this we can begin to build a whole new political theory which is unlike any currently in existence.

It has profound applications.



Citations:

[i]Bertrand de Jouvenel, On Power: Its Nature and the History of Its Growth, (USA: Beacon Press Boston, 1962).

[ii]Ibid.,119.

[iii]Ibid.,283.

[iv]Ibid.,128.

[v]Ibid.,129.

[vi]Ibid.,130.

[vii]Ibid.,167.

[viii]Ibid.,178-79.

[ix]William T. Cavanaugh,The Myth of Religious Violence: Secular Ideology and the Roots of Modern Conflict (Oxford: Oxford University Press, 2009).

[x]Larry Siedentop, Inventing the Individual: The Origins of Western Liberalism (Cambridge: Belknap Harvard University Press, 2014).

[xi]Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, 124-27.

[xii]Ibid.,130.

[xiii]Ibid.,143.

[xiv]Ibid.,167.

[xv]Jouvenel, On Power, 179.

[xvi] Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, 168.

[xvii]Ibid.,167.

[xviii]Ibid., 29.

[xix]Siedentop, Inventing the Individual, 82.

[xx]Ibid.,201.

[xxi]Ibid.,330.

lundi, 26 mars 2018

Sans arme, ni haine, ni violence

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Sans arme, ni haine, ni violence

par Antonin Campana

Ex: http://www.autochtonisme.com

Pour le pouvoir en place, les Français de souche n’ont aucune existence juridique et le peuple autochtone n’existe pas. Or, dire d’un peuple qu’il n’existe pas est d’une violence inouïe, d’autant que les ressorts psychologiques de cette négation sont toujours à rechercher dans le désir malsain d’effacer physiquement le peuple en question. La négation généralisée du droit à l’existence des peuples autochtones européens est une extermination symbolique qui se double d’une extermination réelle puisque ceux-ci tendent à disparaître sous l’effet d’une submersion migratoire organisée. La question de la contestation du régime politique en place revêt donc un caractère vital pour les peuples autochtones. Mais quelle forme doit prendre concrètement la lutte ? Doit-elle être aussi violente que peut l’être le régime ou doit-elle, au contraire, faire appel à une forme de « désobéissance civile » ? Notre position sur le sujet est sans ambigüité : nous considérons que l’usage de la violence est à bannir absolument. Cela pour plusieurs raisons :

Premièrement, les Européens ont été largement domestiqués. Ils furent autrefois des conquérants  capables de soumettre le monde, mais force est de constater qu’ils n’ont plus qu’une lointaine ressemblance avec leurs ancêtres. On ne doit rien attendre de gens qui laissent sans réagir leurs femmes se faire violer, comme à Cologne en décembre 2015. L’Européen type est un quinquagénaire isolé qui n’aspire plus qu’à une retraite paisible. Autant en être conscient.

 Deuxièmement, les Etats supranationaux européens se sont dotés de moyens qui les rendent indestructibles frontalement : arsenal juridique (loi sur le renseignement, lois contre le terrorisme…), capacités techniques (satellites, logiciels espions, « boîtes noires »…), moyens de renseignement  (écoutes, balises, indicateurs…), militarisation du cadre urbain (plan Vigipirate, opération sentinelle), forces de police efficaces et soumises, paramétrages des moyens militaires pour répondre à la violence civile (« opération ronces »), etc.

Troisièmement, notre peuple ne se relèverait pas d’une défaite. En cas de défaite « à domicile », face à l’Etat  supranational, face aux communautés allochtones, voire, ce qui est le plus probable, face aux deux réunis contre lui, la dilution de notre peuple s’accélèrerait inéluctablement.

Quatrièmement, voulons-nous la Syrie pour nos enfants, si d’autres solutions sont possibles ? La violence est toujours réciproque. Décider de l’employer est un acte grave dont il faut bien peser les conséquences sur soi, sa famille et son peuple.

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En d’autres termes, la violence, en l’état actuel des choses, n’est pas envisageable. Il faut faire face au régime avec réalisme et ne pas l’attaquer sur son point fort. La population autochtone est une masse d’individus isolés, incapables d’agir ensemble, ne se faisant pas confiance, inconscients parfois de la situation, bref, pour tout dire : incapables de résister. Le premier travail consistera donc à rassembler le « reste pur » de la population (les « Réfractaires ») puis à organiser celui-ci de manière à agréger progressivement toute la population. Ce premier travail, non-violent par définition, devra se concrétiser par la formation d’un Etat parallèle, d’un gouvernement parallèle et de communautés autochtones. La proto-nation autochtone ainsi formée et structurée sera une puissante force de résistance au régime en place, à condition de ne pas faire le jeu d’un régime paramétré pour vaincre toute opposition frontale et d’adopter une forme de « désobéissance civile ».

« La désobéissance civile est le refus assumé et public de se soumettre à une loi, un règlement, une organisation ou un pouvoir jugé inique par ceux qui le contestent, tout en faisant de ce refus une arme de combat pacifique » (Wikipedia). La désobéissance civile s’adresse au sens de la justice de la majorité au nom de « principes supérieurs » qui ont été violés. On parlera ici du droit à l’existence du peuple autochtone, droit ouvertement bafoué par le pouvoir républicain.

La désobéissance civile n’est pas la passivité. C’est un combat. Comme tout combat, la désobéissance civile a une stratégie et mène des actions. Que ces actions soient non-violentes ne changent rien à leur nature. Elles devront tenir compte des « ressources » disponibles (ressources humaines, financières, médiatiques…), de la situation (rapport de force…) et de l’état de conscience de la population (l’action sera-t-elle comprise ?). Elles devront aussi trouver leur place et leur justification par leur conformité à la stratégie choisie.

La référence absolue en matière de lutte non-violente est le politologue américain Gene Sharp. Celui que certains nomment le « Machiavel de la non-violence » n’est certes pas un ami des peuples autochtones. L’Albert Einstein Institution fondée par Sharp en 1983 est la vitrine séduisante de la CIA et de l’OTAN. Financée par la National Endowment for Democracy (CIA), l’Albert Einstein Institution travaille en étroite collaboration avec d’autres officines spécialisées dans « l’ingérence démocratique » comme l’USAID, Freedom House, ou l’Open Society de Georges Soros.

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Il est admis par l’ensemble des analystes que les théories de Gene Sharp sont à l’origine des révolutions de couleurs. L’Albert Einstein Institution revendique d’ailleurs la « révolution originelle » (sic) en Serbie (2000), la « révolution orange » en Ukraine (2004), la « révolution des tulipes » au Kirghizistan (2005) auxquelles nous pouvons ajouter la « révolution des roses » en Géorgie (2003), la  « révolution bleue » en Biélorussie (2005) et même le « printemps arabe » en Tunisie, Egypte et  Syrie durant les premières semaines (2010-2012).

Le lecteur accoutumé à ce blog aura compris que conformément à ce qu’énonce Gene Sharp, nous avons défini une « stratégie globale » (libérer le peuple autochtone du « corps d’associés » qui l’étouffe et du régime qui l’opprime) et des stratégies plus limitées se situant dans la stratégie globale (rassembler et organiser ; lutter pour les droits).

La « stratégie globale » détermine l’objectif à atteindre (la libération du peuple autochtone). Elle coordonne l’action de l’ensemble des organisations, des communautés, des institutions autochtones de manière à atteindre cet objectif. Les stratégies limitées, ou intermédiaires, ont un niveau de planification plus restreint. Nous en déterminons deux :

  • Une « stratégie de conservation » : rassembler, organiser et protéger ce qui subsiste (le peuple autochtone, l’identité autochtone,  les terres autochtones…). L’Etat parallèle autochtone et les communautés autochtones sont à la fois des buts et des moyens dédiés à cette stratégie.
  • Une « stratégie d’expansion » : lutter pour obtenir des droits collectifs croissants, jusqu’au droit à l’existence nationale. La désobéissance civile non-violente est, selon nous, le moyen à privilégier pour atteindre les objectifs de cette stratégie.

Les stratégies de conservation et d’expansion ont chacune leurs propres objectifs. Ceux-ci doivent être en cohérence avec la stratégie globale retenue. Pour atteindre ces objectifs stratégiques, il est nécessaire de procéder par étapes en utilisant des « tactiques » appropriées en fonction des ressources disponibles, du contexte et des opportunités. Les engagements tactiques mobilisent un ensemble de moyens sur une période courte, des domaines spécifiques et des objectifs mineurs (campagne de sensibilisation à l’antijaphétisme, campagne de boycott de produits…) . Les gains tactiques obtenus réalisent progressivement les buts stratégiques fixés. Au contraire de la stratégie qui détermine des objectifs plus ou moins lointains et généraux, la tactique vise donc des actions limitées et des objectifs restreints à la portée d’un mouvement de libération.

Les engagements tactiques utilisent des « méthodes », c’est-à-dire des formes d’action pour atteindre leurs objectifs. Ces « méthodes » sont multiples et doivent toujours, selon nous, être non-violentes. Dans son manuel, De la dictature à la démocratie (L’Harmattan 2009), Gene Sharp répertorie près de 200 méthodes d’actions non-violentes. Le politologue les classe en trois catégories :

1. Les méthodes de protestation et de persuasion non-violentes :

  • Parades, marches, veillées…
  • Communications à de larges audiences (journaux, livres, sites internet…)
  • Groupes de pression
  • Pressions sur les individus (fonctionnaires, journalistes, politiciens…)
  • Défilés de voitures, sons symboliques, port de symboles, fausses funérailles, hommage sur une tombe…
  • Rassemblements publics, silence, action de « tourner le dos »
  • Enseignement et formation
  • Etc.

2. Les méthodes de non-coopération

  • Non-coopération sociale : ostracisme de personnes, boycott social sélectif, excommunication…
  • Non-coopération avec évènements, coutumes et institutions sociales 
  • Boycott économique : boycott de produits, d’enseignes, de commerces, de films, refus de payer les loyers, Retraits de dépôts bancaires, refus de déclaration de revenus…
  • Grèves
  • Non-coopération politique : Rejet de l’autorité : rejet d’allégeance, refus de soutien public, désobéissance déguisée, docilité réticente et lente
  • Boycott des élections
  • Retrait du système scolaire d’Etat
  • Boycott des institutions, associations, structures ayant un soutien d’Etat
  • Blocage de lignes de communication ou d’information
  • Non-coopération administrative, judiciaire, retards, obstructions, report des tâches…
  • Etc.

3. Les méthodes d’intervention non-violentes

  •  interventions psychologiques : jeûnes de pression morale, harcèlements, exposition volontaire aux éléments…
  • Interventions physiques : sit-in, occupation d’espaces, invasion non-violente, obstruction non-violente, occupation avec voitures…
  • Interventions sociales : engorgement de services, institutions sociales alternatives, interventions orales en public, travail au ralenti…
  • Interventions économiques : grève, prise de contrôle non-violente d’un terrain, marchés alternatifs, institutions économiques alternatives…
  • Interventions politiques : surcharge de systèmes administratifs, double pouvoir et gouvernement parallèle…

on-the-duty-of-civil-disobedience-9781625587701_lg.jpgDans cette optique, la résistance autochtone peut mener une multitude d’actions non-violentes : blocages momentanés de certains nœuds routiers, autoroutiers ou ferroviaires ; résistance fiscale ; boycott des élections ; lobbying ; constitution de ZAD identitaires ; interpellation d’élus républicains ;  sit-in ; occupation d’écoles ; manifestations ; harcèlement ; etc.  Il n’y a de limites que notre imagination… et l’étendue du Grand Rassemblement, c’est-à-dire des forces disponibles.

Ce sont en effet les ressources humaines disponibles qui conditionneront en grande partie la nature et l’ampleur des actions entreprises. Tout plan d’action devra au préalable évaluer le plus précisément possible la situation et les possibilités d’action. Une action réussie est une action qui aura d’une part entamé la légitimité du régime et qui aura d’autre part propagé parmi les Autochtones l’idée de sécession et de rassemblement. Gene Sharp établit que les actions initiales devront comporter peu de risques, surtout si la population est craintive et se sent impuissante, ce qui est le cas pour le peuple autochtone. Il faudra alors limiter l’action à des protestations symboliques ou à des actes de non-coopération limités et temporaires (dépose de fleurs dans un emplacement symbolique, veillées, boycotts…).  L’important est de fixer des objectifs intermédiaires réalisables dont le succès ne peut qu’encourager à la répétition. Il n’y a rien de plus facile que d’engorger le standard téléphonique d’une municipalité hostile, que d’harceler la permanence d’un politicien, que de donner de la voix lors de la projection d’un film antijaphite. Répété 1000 fois, « sans haine, sans violence et sans armes », ces petites actions uniront le peuple autochtone et abattront le régime en place.   

Antonin Campana

jeudi, 22 mars 2018

Aux origines de la pensée radicale de Jure Georges Vujic

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Aux origines de la pensée radicale de Jure Georges Vujic

Jure Georges Vujic, écrivain franco-croate, politologue et contributeur de Polémia, vient de publier un nouvel ouvrage sur la pensée radicale. Nous reproduisons ici pour nos lecteurs le texte de sa recension.


JV-livre.jpgA la suite de son dernier livre en français aux éditions KontreKulture Nous n’attendrons plus les barbares, Jure Georges Vujic, écrivain franco-croate et politologue, signe cette fois ci en langue croate, son dernier ouvrage La pensée radicale- phénoménologie de la radicalité politique aux Editions Alfa, Zagreb, 2016.
Vujic se livre à un travail exhaustif de recensement, de déchiffrage et de présentation synoptique des grands courants de pensée radicaux de droite comme de gauche dans l’histoire de idées politiques.

En s’interrogeant sur les sources épistémologiques, sociologiques et philosophiques de la pensée radicale, l’auteur constate que la matrice commune à tous ces mouvements hétéroclites de la radicalité politque, est constituée par cette volonté de s’en prendre et de se confronter aux racines des choses, (radical, étymologie radix-racines) aux origines plutôt qu’aux symptômes des crises morales, politiques, sociales et civilisationnelles.
Vujic différencie le radicalisme de l’extrémisme politique, un expression jounalistique vague et fourre-tout qui s’apparente plus à une une transgression et une forme d’activisme violent plutôt qu’à une idéologie, un discours politique articulé.

La pensée radicale, de droite comme de gauche, postule très souvent le primat de l’action sur la pensée par une volonté de prise direct sur le réel et une volonté d’influencer par les actes le cours des événements de la réalité sociale et politique, le plus souvent en légitimant la violence sociale et politique. L’auteur se réfère aux travaux des théoriciens du syndicalisme révolutionnaire (Sorel, Labriola), aux théories de la guerilla urbaine de Carlos Marighella, mais aussi aux travaux de Saul D.Alinsky et Laird Wilcow sur l’extrémisme et le radicalisme ou encore de Pierre Besnard.

Pensée sauvage et pensée radicale

Comment ne pas tracer un parallèle entre la pensée sauvage de Claude Lévi-Strauss dans le domaine de l’anthropologie à celle de la pensée radicale en politique, puisque toutes deux associent les événements, le vécu immédiat, « le faire » aux structures, alors que la pensée moderne très souvent constructiviste, “ingénieuse”, partira de la structure, des institutions pour créer l’événement. Dans les deux cas, il s’agit d’une pensée qui appréhende directement sans intermédiaires le réel, une dynamique de l’élémentaire et du concert, qui repose sur une conception empirique et intuitive du réalité, par opposition à la pensée domestique, policée du réformisme très souvent spéculative et discursive.
Là encore la dimension révolutionnaire de la pensée radicale qui peut être aussi contradictoirement contre-révolutionnaire et conservatrice, s’apparente à une philosophie de l’engagement total désintéressée qui tout comme la pensée sauvage n’a pas été cultivée et domestiquée et corrompue à des « fins de rendement ».

Vujic constate que « toute forme de théorisation du phénomène social doit partir des manifestations extrêmes », et non le contraire des manifestations habituelles et normales.
Au delà de la simple lecture idéologique et méthodologique des nombreux mouvements de la droite et de la gauche radicale, l’auteur se livre à une herméneutique de la radicalité politique en se référant aux thèses de Alter Benjamin et Siegrfied Kraucauer qui proposent de comprendre la réalité contingente à partir de l’observation des extrêmes, tout en privilégiant l’analyse Schmitienne de la situation exceptionnelle qui permet l’irruption de la véritable souveraineté.

C’est bien à cette épistémologie radicale que l’on doit la compréhension du phénomène de la conflictualité politique et sociale de même que l’essence du politique dans un sens Feundien. C’est ainsi que, parallèlement aux idéal-types Weberiens, Walter Benjamin, pour qui le radicalisme a une fonction cognitive, propose d’appréhender la réalité sociale en partant des « types extrêmes ».
Le radicalisme épistémologique entend opérer une rupture avec les préjugés et les modes de pensée conformistes. Il s’agit bien d’un antagonisme frontal face à la raison commune et au sens commun comme l’indique Razmig Keucheyan. En se référant au concept de limite schmittien, l’auteur constate qu’alors que la radicalité politique critique les institutions de l’ordre dominant et que le radicalisme épistémolgique critique la pensée dominante.

C’est en ce sens que la radicalité politique s’accommode très bien de la théorie de rupture épistémologique (Gaston Bachelard, Louis Althusser, Michel Foucault et Pierre Bourdieu), laquelle postule que la pensée originelle (quelle soit philosophique, politique, scientifique etc..) se doit toujours d’être en rupture avec « l’esprit du temps » et la pensée commune dominante.
L’auteur évoque aussi « l’homme différencié de la tradition évolienne » et le « sujet radical » de Douguine, en tant que sujet qui se situe en dehors de l’influence contingente des lois historiques et positivistes.

Radicalisme du centre

Vujic s’interroge : est-il légitime de se demander si notre vie politique ne souffre pas d’une certaine radicalisation du centre ?
Le centre radical est un terme relativement nouveau dans la politique et la théorie politique, mais qui est souvent utilisé pour décrire les idéologies politiques, mouvements et partis qui rejettent explicitement les deux extrêmes de gauche et de droite, et prônent le compromis avec leurs variantes plus modérés (centre gauche et centre droit) et réformistes.
Le plus souvent, libéralisme sociétal et irénisme cohabitent avec cette gouvernance consensualiste qui dilue toute forme de conflictualité et d’agonalité aboutissant à ce que Carl Schmitt appelle la négation du « Nomos », du politique même.

Bernard Dumont et Christophe Reveillard parlent déjà d’une nouvelle forme d’extrémisme à propos du modérantisme qui, au nom du compromis, d’une approche centriste, disqualifie toutes les autres formes d’activisme politique ou social.
Il est évident qu’aujourd’hui, quand le clivage droite-gauche disparaît dans le conformisme consensualiste, la démocratie parlementaire fait face à une nouvelle crise de légitimité, sur fond d’opposition croissante entre le peuple et l’oligarchie gouvernante.

Il s’agit d’une véritable crise de confiance entre la classe politique, les élites et les citoyens qui sont à la recherche de nouvelles sources de légitimité politique de type « charismatique », « plébiscitaire » ou « référendaire» que leur fournissent des options politiques populistes de gauche radicale et droite.
Le débat démocratique et politique a quitté le cadre actuel de la légitimité politique rationnelle « juridique procédurale » selon Weber, ce qui remet en question les fondements mêmes la démocratie occidentale.

Certes, il y a diverses pensées radicales à travers l’histoire qui, en dépit des projets utopiques qui ont conduit au totalitarisme moderne du XXe siècle, ont su anticiper et poser de bonnes questions de nature sociale, politique et philosophique, mais qui se sont le plus souvent traduits dans une pratique désastreuse avec des effets indésirables inattendus.
En fait, la pensée radicale est toujours un questionnement constant et permet l’ouverture de nouvelles perspectives ontologiques et sociales.

Vujic conclut qu’une telle pensée doit toujours prévoir et accepter d’être soumise à l’épreuve, ce que Augusto del Noce appelle « l’hétérogenèse des fins », à savoir que les idées les plus nobles soient elle, ne mènent pas nécessairement aux résultats escomptés et peuvent même générer par le bais des vicissitudes de l’histoire le contraire des intentions premières.

Cependant, Vujic constate que le radicalisme ou l’extrémisme ne sont pas inhérents au totalitarisme politique et peuvent très bien être présents dans une démocratie, lorsque les idées de liberté, d’égalité, de droits… cèdent à une radicalisation idéologique déraisonnable et à une interprétation partielle.

Lorsque les principes de liberté, d’égalité, de progrès s’autonomisent et s’émancipent les uns par rapport à l’autre, alors ils peuvent constituer une menace pour la démocratie et se transforment en néolibéralisme, en messianisme, et judiciarisme en oligarchie tout comme le constate Tzvetan Todorov dans son livre Les ennemis intimes de la démocratie (Todorov T., Les ennemis intimes de la démocratie, Robert Lafont, 2012, Paris).

D’autre part, la réduction sémantique de la radicalité à la seule action violente est erronée dans la mesure où il existe tout au long de l’histoire des mouvement radicaux avec le plus souvent une idéologie de rupture avec l’ordre établi, qui ne sont jamais passés à l’action violente.

D’autre part, on constate aujourd’hui qu’en raison de l’ambiguïté polysémique et sémantique du vocable radicalisation et son amplification médiatique, que le populisme est le plus souvent assimilé au radicalisme voir à l’extrémisme, de sorte que l’ étiquette péjorative de « populiste » a remplacé celle d’hier de « fasciste ».
Le danger de cette représentation, très souvent instrumentalisée, et contingente de la radicalité est de s’enfermer dans le présentisme, c’est-à-dire dans un présent sans passé ni avenir, sans prendre en cause les relations de cause et effets et les variables culturelles et historiques, au risque de tomber dans les généralisations et des assimilations excessives et arbitraires à propos d’une phénomène pluriel et pluridimensionnel. D’autre part on oublie trop souvent que ce sont les mouvements radicaux et révolutionnaires qui ont été, au cours de l’histoire, à l’origine de nombreux changements de paradigmes politiques et sociaux (en bien ou en mal) et que ce qui est perçu comme radical aujourd’hui peut très bien, à l’avenir et dans un autre contexte socio-culturel, être perçu comme la norme.

L’hybris démocratique peut ainsi résulter d’une politique réduite à la simple technique-gestion, et constituer ainsi une radicalité instrumentaire oppressante. En effet, Vujic compare la pensée radicale et la pensée utopique sous-jacente aux idéologies souvent totalitaires de la modernité (exemple l’utopie des lumières, et l’utopie mondialiste planétaire d’aujourd’hui).
Ainsi, Jean-Claude Carrière déclare dans un ouvrage collectif intitulé Entretiens sur la fin des temps : « Une société sans pensée utopique est inconcevable. Utopie au sens de désir d’un mieux ». Carrière ne dit pas que la pensée politique se doit d’avoir une dimension utopique mais que la société ne peut fonctionner sans une pensée – qu’elle soit articulée conceptuellement ou imaginaire, de nature ou non politique – qui lui permette de se projeter dans un avenir où les maux présents dont elle souffre trouveraient quelques remèdes.

En effet, tout comme le constate Vujic, la pensée radicale en tant que pensée forte et holiste est à l’antipode de la pensée faible de Vattimo qui légitime par un discours postmoderniste et relativiste l’actuelle politique technocratique sans référents supérieurs métapolitiques et ontologiques, et s’apparente en fin de compte à un déni de pensée.

L’ouvrage de Vujic, qui a fait l’objet de nombreuses recensions dont une publiée par le centre d’Etudes stratégiques REXTER sur l’observation de la radicalité te du terrorisme, constitue un apport considérable pluridisciplinaire ainsi qu’un outil universitaire fondamental pour la compréhension de la phénoménologie de la radicalité politique.
Les lecteurs croates pourront découvrir dans le cadre d’une approche synoptique avec de nombreuses illustrations inédites (affiches de propagande, manifestes, livres, photographies…) des courants de pensée radicaux comme le monarchisme contre-révolutionnaire, le nationalisme révolutionnaire, le communautarisme, le national-anarchisme, l’autonomisme de gauche, la gauche prolétarienne, le naxalisme indien et le mouvement zapatiste, avec des passerelles parfois originales entre par exemple les mouvements de « Troisième Voie » nationaux révolutionnaires avec les mouvements de la gauche radicale tels que Lotta Continua et les expériences anarcho-syndicalistes.

C’est pourquoi ce nouvel ouvrage de Vujic est particulièrement d’actualité à l’heure où les spécialistes de la radicalisation et de la dé-radicalsation font recette. En effet, presque absente jusqu’aux attentats du 11 septembre 2001, la notion de radicalisation et de dé-radicalisation qui se focalise sur les acteurs et leur motivations, se rapporte le plus souvent à l’islamisme politique et au djihadisme.
Néanmoins suite aux attentats islamistes et à la mise en oeuvre de dispositifs de contrôle et de répression des « fakes news » et de la radicalisation par l’Internet, ce contrôle pourrait très bien s’appliquer à tous les citoyens dans la mesure de l’interprétation floue et extensive du critère et de l’identité même de la radicalité.

Source : Correspondance Polémia – 18/03/2018

lundi, 19 mars 2018

L'oeuvre de Carl Schmitt, une théologie politique

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L'oeuvre de Carl Schmitt, une théologie politique

L’auteur examine en quatre chapitres l’impact de celle-ci.

hm-lcs.jpgLa leçon de Carl Schmitt

Heinrich Meier

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L’auteur examine en quatre chapitres l’œuvre de Carl Schmitt, en montrant que ce qui l’unifie, c’est qu’elle constitue une «théologie politique». Toutefois, il faut se reporter à la fin de l’ouvrage pour comprendre ce qu’il faut entendre par ce terme. Dans la dernière partie du livre, l’auteur propose une rétrospective sur «la querelle de la théologie politique», qui permet de mieux comprendre le sens de cette expression utilisée dans le reste de l’ouvrage. Il y montre que si l’on interprète souvent l’expression de «théologie politique», à partir des textes mêmes de l’œuvre de Schmitt, comme «une affirmation relevant de l’histoire des concepts ou plutôt une hypothèse de la sociologie de la connaissance qui traite des «analogies de structures» entre des disciplines et des «transpositions» historiques» (p256), on restreint la portée et l’importance de ce concept que l’auteur estime central dans la pensée de Schmitt. Certes, C. Schmitt, évoquant une «théologie politique» a bien l’idée que des juristes ont transféré les concepts théologiques, comme celui de la toute-puissance de Dieu, sur le souverain temporel, dans les Temps modernes. Mais pour lui, la «théologie politique» désigne aussi, derrière cette opération de transfert, la volonté de ces juristes de répondre en chrétien à l’appel de l’histoire en «montrant le chemin à suivre pour sortir de la guerre civile confessionnelle.» Leur entreprise de sécularisation n’était pas portée par des intentions antichrétiennes, mais, bien au contraire, inspirée chrétiennement. Jean Bodin et Thomas Hobbes par exemple, que Schmitt désigne comme «ses amis», se tinrent, dans l’interprétation qu’il en donne, «solidement à la foi de leurs pères, et cela pas seulement de manière extérieure» (p261). Autrement dit, plus qu’un transfert de fait et historiquement repérable, la théologie politique désignerait pour Schmitt une attitude dans laquelle c’est à la politique de remplir une mission héritée de la religion, dans un monde qui se sécularise ou qui s’est sécularisé. La sécularisation, qui advient de fait, doit être gérée dans une intention qui demeure animée par la foi chrétienne. De là résulte entre autre que le critère du politique manifesté par la distinction entre ami et ennemi renvoie, pour l’auteur, en dernière analyse à l’opposition entre Dieu et Satan.

Chapitre 1: la réflexion schmittienne sur la morale

Dans le premier chapitre, centré sur la réflexion schmittienne sur la morale, l’auteur commence par montrer quel tableau –qui l’indigne– Schmitt dresse de son époque: un monde vivant aux pulsations de l’entreprise commerciale, rongé progressivement par la sécularisation et l’abandon de la foi, la démesure des hommes qui en «substituant à la providence les plans échafaudés par leur volonté et les calculs de leurs intérêts, pensent pouvoir créer de force un paradis terrestre dans lequel ils seraient dispensés d’avoir à décider entre le Bien et le Mal, et duquel l’épreuve décisive serait définitivement bannie.» (p15). La science elle-même n’est pour Schmitt que «l’auto-divination contre Dieu». Et Schmitt rejette ces formes d’auto-habilitation, par lesquelles l’homme prétend s’émanciper du Dieu transcendant.

Or, ce que souligne l’auteur, c’est que c’est chez Bakounine que Schmitt trouve en quelque sorte le paradigme de cette rébellion et de cette défense de la désobéissance, contre le souverain et contre Dieu. Bakounine en effet «conteste l’objet de la conviction la plus intime de Schmitt. Il attaque la révélation et nie l’existence de Dieu; il veut supprimer l’Etat et nie l’universalité revendiquée par le catholicisme romain.» (p19) ( «Dieu étant tout, le monde réel et l’homme ne sont rien. Dieu étant la vérité, la justice, le bien, le beau, la puissance et la vie, l’homme est le mensonge, l’iniquité, le mal, la laideur, l’impuissance et la mort. Dieu étant le maître, l’homme est l’esclave. Incapable de trouver par lui-même la justice, la vérité et la vie éternelle, il ne peut y arriver qu’au moyen d’une révélation divine. Mais qui dit révélation, dit révélateur, messies, prophètes, prêtres et législateurs inspirés par Dieu même; et ceux-là une fois reconnus comme les représentants de la divinité sur terre, comme les saints instituteurs de l’humanité, élus par Dieu même pour la diriger dans la voie du salut, ils doivent nécessairement exercer un pouvoir absolu. Tous les hommes leur doivent une obéissance illimitée et passive, car contre la Raison Divine il n’y a point de raison humaine, et contre la Justice de Dieu, point de justice terrestre qui tienne. Esclaves de Dieu, les hommes doivent l’être aussi de l’Eglise et de l’Etat, en tant que ce dernier est consacré par l’Eglise.» Mikhaïl Bakounine, Dieu et l’Etat). La devise «Ni Dieu ni maître» affiche le rejet de toute forme d’obéissance et détruit les fondements classiques de l’obéissance dans la culture européenne d’après Schmitt. Pour Bakounine, la croyance en Dieu est la cause de l’autorité de l’Etat et de tout le mal politique qui en procède. D’ailleurs Schmitt reprend à Bakounine l’expression de «théologie politique» que ce dernier emploie contre Mazzini. Pour Bakounine, le mal vient des forces religieuses et politiques affirmant la nécessité de l’obéissance et de la soumission de l’homme; alors que pour Schmitt – et dans une certaine tradition chrétienne – le mal provient du refus de l’obéissance et de la revendication de l’autonomie humaine.

cs-car.jpgChez ces deux auteurs, politique et religion sont mises ensemble, dans un même camp, dans une lutte opposant le bien au mal, même si ce qui représente le bien chez l’un représente le mal chez l’autre. Pour Schmitt, dans ce combat, le bourgeois est celui qui ne pense qu’à sa sécurité et qui veut retarder le plus possible son engagement dans ce combat entre bien et mal. Ce que le bourgeois considère comme le plus important, c’est sa sécurité, sécurité physique, sécurité de ses biens, comme de ses actions, «protection contre toute ce qui pourrait perturber l’accumulation et la jouissance de ses possessions» (p22). Il relègue ainsi dans la sphère privée la religion, et se centre ainsi sur lui-même. Or contre cette illusoire sécurité, Schmitt, et c’est là une thèse importante défendue par l’auteur, met au centre de l’existence la certitude de la foi («Seule une certitude qui réduit à néant toutes les sécurités humaines peut satisfaire le besoin de sécurité de Schmitt; seule la certitude d’un pouvoir qui surpasse radicalement tous les pouvoirs dont dispose l’homme peut garantir le centre de gravité morale sans lequel on ne peut mettre un terme à l’arbitraire: la certitude du Dieu qui exige l’obéissance, qui gouverne sans restriction et qui juge en accord avec son propre droit. (…) La source unique à laquelle s’alimentent l’indignation et la polémique de Schmitt est sa résolution à défendre le sérieux de la décision morale. Pour Schmitt, cette résolution est la conséquence et l’expression de sa théologie politique» (p24).). Et c’est dans cette foi que s’origine l’exigence d’obéissance et de décision morale. Schmitt croit aussi, comme il l’affirme dans sa Théologie politique, que «la négation du péché originel détruit tout ordre social».
Chez Schmitt, derrière ce terme de «péché originel», il faut lire la nécessité pour l’homme d’avoir toujours à choisir son camp, de s’efforcer de distinguer le bien du mal («Seule une certitude qui réduit à néant toutes les sécurités humaines peut satisfaire le besoin de sécurité de Schmitt; seule la certitude d’un pouvoir qui surpasse radicalement tous les pouvoirs dont dispose l’homme peut garantir le centre de gravité morale sans lequel on ne peut mettre un terme à l’arbitraire: la certitude du Dieu qui exige l’obéissance, qui gouverne sans restriction et qui juge en accord avec son propre droit. (…) La source unique à laquelle s’alimentent l’indignation et la polémique de Schmitt est sa résolution à défendre le sérieux de la décision morale. Pour Schmitt, cette résolution est la conséquence et l’expression de sa théologie politique» (p24).). L’homme est sommé d’agir dans l’histoire en obéissant à la foi («la théologie politique place au centre cette vertu d’obéissance qui, selon le mot d’un de ses plus illustres représentants, «est dans la créature raisonnable la mère et la gardienne de toutes les vertus» (Augustin, Cité de Dieu XII, 14). Par leur ancrage dans l’obéissance absolue, les vertus morales reçoivent un caractère qui leur manquerait autrement.» (p31-32).), et il doit pour cela avant faire preuve de courage et d’humilité. L’auteur montre ainsi que loin de se réduire à la «politique pure», la pensée schmittienne investit la morale en en proposant un modèle aux contours relativement précis.

Chapitre 2: Réflexion sur la conception politique de Schmitt

Dans chapitre II, H. Meier montre que la conception politique de C. Schmitt ne peut être entièrement détachée d’une réflexion sur la vérité et la connaissance. En effet, Schmitt écrit, dans La notion de politique, que le politique «se trouve dans un comportement commandé par l’éventualité effective d’une guerre, dans le clair discernement de la situation propre qu’elle détermine et dans la tâche de distinguer correctement l’ami et l’ennemi». Cela implique que le politique désigne un comportement, une tâche et une connaissance, comme le met en évidence l’auteur. Pour mener à bien l’exigence d’obéissance mise au jour dans le chapitre précédent, il faut une certaine connaissance. Cela semble relativement clair, mais l’auteur va plus loin et défend la thèse selon laquelle non seulement le politique exige la connaissance, mais il veut montrer que l’appréhension du politique pour Schmitt est «essentiellement connaissance de soi» (p46).

La distinction entre l’ami et l’ennemi s’appuie sur une notion existentielle de l’ennemi. L’ennemi présupposé par le concept de politique est une réalité publique et collective, et non un individu sur lequel on s’acharnerait, mu par une haine personnelle. Comme le précise H. Meier, «il n’est déterminé par aucune «abstraction normative» mais renvoie à une donnée de la «réalité existentielle» (…). Il est l’ennemi qui «doit être repoussé» dans le combat existentiel.» (p49). La figure de l’ennemi sert le critère du politique, mais chez Schmitt, selon l’auteur, elle n’est pas le fruit d’une élaboration théorique, voire idéologique, mais elle est ce en face de quoi je suis toujours amené existentiellement à prendre position et elle sert aussi à me déterminer et à me connaître moi-même, sur la base du postulat que c’est en connaissant son ennemi qu’on se connaît soi-même. Grâce à la distinction entre l’agonal et le politique, qui tous deux mettent en jeu la possibilité de ma mort et celle de l’adversaire ou de l’ennemi, mais qui s’opposent sur le sens de la guerre et la destination de l’homme ( Dans une compréhension politique du monde, l’homme ne peut réaliser pleinement sa destinée et sa vocation qu’en s’engageant entièrement et existentiellement pour l’avènement de la domination, de l’ordre et de la paix, tandis que dans la pensée agonale, ce qui compte, c’est moins le but pour lequel on combat que la façon de combattre et d’inscrire ainsi son existence dans le monde. E. Jünger, qui défend une pensée agonale écrit ainsi: «l’essentiel n’est pas ce pour quoi nous nous battons, c’est notre façon de nous battre. (…) L’esprit combattif, l’engagement de la personne, et quand ce serait pour l’idée la plus infime, pèse plus lourd que toute ratiocination sur le bien et le mal» (La guerre comme expérience intérieure).), Schmitt montre qu’il ne s’agit pas de se battre par principe et pour trouver un sens à vie, mais de lutter pour défendre une cause juste, ou mieux la Justice. Et c’est à ce titre que le politique est ce par quoi l’homme apprend à se connaître, à savoir ce qu’il veut être, ce qu’il est et ce qu’il doit être ( H. Meier développe ainsi un commentaire long et précis sur le sens d’une phrase de Theodor Däubler qui revient souvent chez Schmitt: «l’ennemi est la figure de notre propre question». Nous nous connaissons en connaissant notre ennemi et en même temps nous reconnaissons notre ennemi en celui qui nous met en question. L’ennemi, en quelque sorte, est aussi le garant de notre identité. Notre réponse à la question que l’ennemi nous pose est notre engagement existentiel-par un acte de décision – concret dans l’histoire.).

cs-pol.pngLa confrontation politique apparaît comme constitutive de notre identité. A ce titre, elle ne peut pas être seulement spirituelle ou symbolique. Cette confrontation politique trouve son origine dans la foi, qui nous appelle à la décision («La foi selon laquelle le maître de l’histoire nous a assigné notre place historique et notre tâche historique, et selon laquelle nous participons à une histoire providentielle que nos seules forces humaines ne peuvent pas sonder, une telle foi confère à chacun en particulier un poids qui ne lui est accordé dans aucun autre système: l’affirmation ou la réalisation du «propre» est en elle-même élevée au rang d’une mission métaphysique. Etant donné que le plus important est «toujours déjà accompli» et ancré dans le «propre», nous nous insérons dans la totalité compréhensive qui transcende le Je précisément dans la mesure où nous retournons au «propre» et y persévérons. Nous nous souvenons de l’appel qui nous est lancé lorsque nous nous souvenons de «notre propre question»; nous nous montrons prêts à faire notre part lorsque nous engageons ma confrontation avec «l’autre, l’étranger» sur «le même plan que nous» et ce «pour conquérir notre propre mesure, notre propre limite, notre propre forme.»« (p77-78).).

Aussi les «grands sommets» de la politique sont atteints quand l’ennemi providentiel est reconnu. La politique n’atteint son intensité absolue que lorsqu’elle est combat pour la foi, et pas simple combat, guerre limitée et encadrée par le droit des gens moderne (Les croisades sont ainsi l’exemple pour C. Schmitt d’une hostilité particulièrement profonde, c’est-à-dire pour lui authentiquement politique.). C’est pour une communauté de foi, et plus particulièrement pour une communauté de croyants qui se réclame d’une vérité absolue et dernière, au-delà de la raison, que la politique peut être authentique. C’est d’abord pour défendre la foi qu’on tient pour vraie, une foi existentiellement partagée – et qui éventuellement pourrait être une foi non religieuse – que la politique authentique peut exister. C’est ainsi que Schmitt pense défendre la vraie foi catholique contre ces fausses fois qui la mettent en danger et qui sont le libéralisme et le marxisme. Ce qu’on appelle ordinairement ou quotidiennement la politique n’atteint pas l’intensité décisive des «grands sommets», mais n’en est que le reflet.

Chapitre 3: théologie politique, foi et révélation

Dans le troisième chapitre, H. Meier établit l’inextricable connexion entre théologie politique, foi et révélation. Aussi la théologie politique combat-elle l’incroyance comme son ennemi existentiel. Comme le résume l’auteur: «l’hostilité est posée avec la foi en la révélation. (…) la discrimination entre l’ami et l’ennemi trouverait dans la foi en la révélation non seulement sa justification théorique, mais encore son inévitabilité pratique» (p102). Obéir sérieusement à la foi exige, pour Schmitt, d’agir dans l’histoire, ce qui suppose de choisir son camp, c’est-à-dire de distinguer l’ami de l’ennemi. Politique et théologique ont en commun la distinction entre l’ami et l’ennemi; aussi, note l’auteur, «quand le politique est caractérisé grâce à la distinction ami-ennemi comme étant «le degré extrême d’union ou de désunion» (…), alors il n’y a plus d’obstacle au passage sans heurt du politique à la théologie de la révélation. La nécessité politique de distinguer entre l’ami et l’ennemi permet désormais de remonter jusqu’à la constellation ami-ennemi de la Chute, tandis que se révèle le caractère politique de la décision théologique essentielle entre l’obéissance et la désobéissance, entre l’attachement à Dieu et la perte de la foi.» (p104). L’histoire a à voir avec l’avènement du Salut, les fins politiques et théologiques sont indissociables pour Schmitt. La décision entre Dieu et Satan est aussi bien théologique que politique, et lorsque l’ennemi providentiel est identifié comme tel, le théologique et le politique coïncident dans leur définition de l’unique ennemi. Le reste du temps, politique et théologique peuvent ne pas coïncider, dans la mesure où toute confrontation politique ne met pas en jeu la foi en la révélation et où toute décision théologique ne débouche pas nécessairement sur un conflit politique. Et si Schmitt développe une théologie politique, c’est parce que ce qui est fondamental est le théologique (qui toujours requiert la décision et l’engagement de l’homme («la foi met fin à l’incertitude. Pour la foi, seule la source de la certitude, l’origine de la vérité est décisive. La révélation promet une protection si inébranlable contre l’arbitraire humain que, face à elle, l’ignorance semble être d’une importance secondaire.» (p138).)) qui prend parfois, mais pas toujours nécessairement, la forme du politique pour sommer l’homme de se décider.

Puis l’auteur examine la critique de la conception de l’Etat dans la doctrine de Hobbes (dans Le Léviathan dans la doctrine de l’Etat de Thomas Hobbes. Sens et échec d’un symbolisme politique) qu’il étudie en trois points.

Thomas_Hobbes_(portrait).jpgD’une part, Schmitt reproche à Hobbes d’artificialiser l’Etat, d’en faire un Léviathan, un dieu mortel à partir de postulats individualistes. En effet, ce qui donne la force au Léviathan de Hobbes, c’est une somme d’individualités, ce n’est pas quelque chose de transcendant, ou plus précisément, transcendant d’un point de vue juridique, mais pas métaphysique. A cette critique, il faut ajouter que, créé par l’homme, l’Etat n’a aucune caution divine: créateur et créature sont de même nature, ce sont des hommes. Or ces hommes, véritables individus prométhéens, font croire à l’illusion d’un nouveau dieu, né des hommes, et mortels, dont l’engendrement provient du contrat social. Et cette création à partir d’individus et non d’une communauté au sein d’un ordre voulu par Dieu, comme c’était, selon Hobbes, le cas au moyen-âge, perd par là-même sa légitimité aux yeux d’une théologie politique ( C. Schmitt écrit ainsi que: «ce contrat ne s’applique pas à une communauté déjà existante, créée par Dieu, à un ordre préexistant et naturel, comme le veut la conception médiévale, mais que l’Etat, comme ordre et communauté, est le résultat de l’intelligence humaine et de son pouvoir créateur, et qu’il ne peut naître que par le contrat en général.»).

D’autre part, Schmitt critique le geste par lequel l’Etat hobbesien est à lui-même sa propre fin. Autrement dit, cette œuvre que produisent les hommes par le contrat n’est plus au service d’une fin religieuse, d’une vérité révélée, mais, au contraire, est rendu habilité à définir quelles sont les croyances religieuses que doivent avoir les citoyens, qu’est-ce qui doit être considéré comme vrai. Enfin, Schmitt désapprouve le symbole choisi par Hobbes pour figurer l’Etat, le Léviathan.

Comme le note l’auteur, Schmitt pointe la faiblesse et la fragilité de la construction de Hobbes: «C’est un dieu qui promet aux hommes tranquillité, sécurité et ordre pour leur «existence physique ici-bas», mais qui ne sait pas atteindre leurs âmes et qui laisse insatisfaite leur aspiration la plus profonde; un homme dont l’âme artificielle repose sur une transcendance juridique et non métaphysique; un animal dont le pouvoir terrestre incomparable serait en mesure de tenir en lisière «les enfants de l’orgueil» par la peur, mais qui ne pourrait rien contre cette peur qui vient de l’au-delà et qui est inhérente à l’invisible.» (p167). Autrement dit, chez Hobbes, l’Etat peut se faire obéir par la peur de la mort, ce qui rend l’obéissance des hommes relatives à cette vie terrestre, alors que pour Schmitt, ce qui rend décisif et définitif l’engagement politique, c’est qu’il a à voir avec la fin dernière, le salut. Aussi peut-on être prêt ou décidé à mourir pour lutter contre l’ennemi, ce que nous craignons alors le plus est moins la mort violente que l’enfer post mortem. Et on comprend ainsi bien comment le libéralisme est ce qui veut éviter cet engagement, en niant la dimension proprement politique de l’existence humaine.

Chapitre 4: l'histoire comme lieu de discernement

Dans le dernier chapitre, centré sur l’histoire comme lieu de discernement dans lequel doit toujours se décider l’homme, l’auteur montre comment morale, politique et révélation sont liées à l’histoire pour permettre une orientation concrète («Pour la théologie politique, l’histoire est le lieu de la mise à l’épreuve du jugement. C’est dans l’histoire qu’il faut distinguer entre Dieu et Satan, l’ami et l’ennemi, le Christ et l’Antéchrist. C’est en elle que l’obéissance, le courage et l’espérance doivent faire leurs preuves. Mais c’est en elle aussi qu’est porté le jugement sur la théologie politique qui se conçoit elle-même à partir de l’obéissance comme action dans l’histoire.» (p177).). L’exemple privilégié par Schmitt pour mesurer un penseur qui se décide à l’histoire dans laquelle il se fait condamné à naviguer est celui de Hobbes. En effet, pour Schmitt, Hobbes prend position, avec piété pour l’Etat moderne, dans un cadre historique précis, celui des luttes confessionnelles, et sa décision en faveur de l’Etat qui neutralise les oppositions religieuses et sécularise la vie est liée à ce contexte historique. Si pour Schmitt, l’Etat n’est plus au XXème siècle une bonne réponse politique à la situation historique, au temps de Hobbes, se déterminer en faveur de cet Etat était la bonne réponse, puisque l’Etat «trancha effectivement à un moment historique donné la querelle au sujet du droit, de la vérité et de la finalité en établissant le «calme, la sécurité et l’ordre» quand rien ne semblait plus urgent que l’établissement du «calme, de la sécurité et de l’ordre»« (p183). En revanche, une fois conçu, l’Etat comme machine ou comme appareil à garantir la sécurité, il peut tomber entre les mains du libéralisme, du bolchévisme ou du nazisme qui peuvent s’en servir pour parvenir à leur fin, d’où sa critique de l’Etat au XXème siècle.

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La question que pose alors l’auteur est celle de l’engagement de Schmitt. Il montre que Schmitt dans les années 1920 et au début des années 1930 commence par soutenir le fascisme mussolinien dans lequel il voit le modèle d’un Etat qui s’efforce de maintenir l’unité nationale et la dignité de l’Etat contre le pluralisme des intérêts économiques. Il oppose ce type d’Etat au libéralisme qu’il considère comme un «système ingénieux de méthodes visant à affaiblir l’Etat» et qui tend à dissoudre en son sein le proprement politique. Il critique l’Etat de droit bourgeois et en particulier le parlementarisme ( Il écrit ainsi dans l’article «l’Etat de droit bourgeois»: «les deux principes de l’Etat de droit bourgeois que sont la liberté de l’individu et la séparation des pouvoirs, sont l’un et l’autre apolitiques. Ils ne contiennent aucune forme d’Etat, mais des méthodes pour mettre en place des entraves à l’Etat.»). Il démasque l’imposture des prétendues démocraties qui n’intègrent pas le peuple, qui ne lui permettent pas d’agir en tant que peuple ( Pour Schmitt, le peuple ne peut être que réuni et homogène (c’est-à-dire non scindé en classes distinctes ou divisé culturellement, religieusement, socialement ou «racialement»). Il estime également que seule l’acclamation permet d’exprimer la volonté du peuple, à l’opposé des méthodes libérales qu’il accuse de falsifier la volonté du peuple.) mais l’atomisent, ne serait-ce que parce qu’au moment de la décision politique, les hommes sont isolés pour voter, alors qu’ils devraient être unis: «ils décident en tant qu’individus et en secret, ils ne décident pas en tant que peuple et publiquement.» (p204). Ce qui fait que les démocraties libérales sont pour lui des démocraties sans démos, sans peuple. Schmitt veut fonder la politique sur un mythe puissant et efficace, et dans cette optique, il estime que le mythe national sur lequel se fonde le fascisme est celui qui donne le plus d’intensité à la foi et au courage (plus, par exemple, que le mythe de la lutte des classes). Ce que souligne l’auteur cependant, c’est que pour Schmitt, tout mythe est à placer sur un plan inférieur à la vérité révélée. Il s’agit donc pour le théologien politique de ne pas croire ce mythe, national ou autre, parce qu’il est éloigné de la vraie foi, mais de l’utiliser pour intensifier la dimension politique de l’existence que tend à effacer le libéralisme européen de son époque.

Comment concilier la décision de Schmitt en faveur du nazisme au printemps 1933? Pour Heinrich Meier, il faut considérer avant tout que cet engagement est fait en tant que théologien politique et non en tant que nationaliste. Il faudrait la lire comme l’essai pour sortir de deux positions antagonistes et qu’il rejette toutes les deux: le libéralisme et le communisme, tous deux adversaires du catholicisme et animés par une commune tradition visant un objectif antipolitique (L’auteur écrit ainsi: «Pendant les dix années, de 1923 à 1933, durant lesquelles Schmitt, empli d’admiration, suivit le parcours de Mussolini, sa conviction que le libéralisme et le marxisme s’accordaient sur l’essentiel ou en ce qui concerne leur «métaphysique» ne fit que se renforcer: l’héritage libéral était toujours déterminant pour le marxisme, qui «n’était qu’une mise en pratique de la pensée libérale du XIXème siècle». La réunion du libéralisme et du marxisme dans la «nouvelle croyance» du temps présent (…) disposant d’un fonds de dogmes communs et poursuivant le même objectif final antipolitique, devait faire apparaître le fascisme et le national socialisme comme les antagonismes les plus résolus.» (p212-213).). A cela s’ajoute, selon l’auteur, l’idée que le nazisme s’appuie sur la croyance au destin et à l’importance d’agir dans l’histoire. Mais peu après cette explication des raisons de l’adhésion de Schmitt au national-socialisme, l’auteur s’attache à montrer que des critiques du régime apparaissent dans ses écrits. On peut ainsi selon l’auteur lire de nombreux passages du livre sur Hobbes comme des critiques indirectes du régime nazi qui ne pouvaient pas ne pas être prises comme telles à l’époque (par exemple, des passages dans lesquels il explique que si l’Etat ne protège pas efficacement les citoyens, le devoir d’obéissance disparaît, ou des passages exposant que si un régime relègue la foi à l’intériorité, le «contre-pouvoir du mutisme et du silence croît».) Cependant, l’auteur prend également soin de distinguer d’un côté l’éloignement de Schmitt du pouvoir nazi en place et de l’autre la persistance de son antisémitisme. Ainsi le livre sur Hobbes est foncièrement antisémite – l’antisémitisme de ce livre ne serait pas qu’un fond, un langage destiné à répondre aux critères de l’époque – comme, du reste, dans de nombreux ouvrages. Et pour l’auteur cet antisémitisme a son origine dans la tradition de l’antijudaïsme chrétien, ce qui n’a pas détaché Schmitt de l’antisémitisme nazi. Au contraire, comme le souligne H. Meier, «on est bien obligé de dire que c’est l’hostilité aux «juifs» qui lie le plus durablement Schmitt au national-socialisme (…) Et il restera fidèle, même après l’effondrement du Troisième Reich, à l’antisémitisme» (p220).

Puis l’auteur s’intéresse à l’interprétation que Schmitt fait de l’histoire en mettant au cœur de cette interprétation le katechon, qu’on trouve dans la seconde lettre de Paul aux Thessaloniciens, et qu’il définit comme «la représentation d’une force qui retarde la fin et qui réprime le mal» ( Schmitt écrit ainsi dans Terre et Mer: «Je crois au katéchon; il représente pour moi la seule possibilité, en tant que chrétien, de comprendre l’histoire et de lui trouver un sens.»). Schmitt expose une vision chrétienne de l’histoire (notamment exposée dans une critique de Meaning in History de Karl Löwith) qu’il entend opposer à celle du progrès défendue par les Lumières, le libéralisme et le marxisme. La Providence ne peut être assimilée aux planifications prométhéennes humaines. La notion de katechon permet d’une part de rendre compte du retard de la parousie – et donc de l’existence perse de l’histoire ( C’est d’ailleurs dans cette perspective que Paul en parle.); d’autre part, elle «protège l’action dans l’histoire contre le découragement et le désespoir face à un processus historique, en apparence tout-puissant, qui progresse vers la fin. Enfin, elle arme à l’inverse l’action dans l’histoire contre le mépris de la politique et de l’histoire en l’assurant de la victoire promise.» (p231-232). En effet, sans le katechon, on est conduit à penser que la fin de l’histoire est imminente et que l’histoire n’a qu’une valeur négligeable.

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Ainsi, l’auteur parvient à montrer efficacement comment morale, politique, vérité révélée et histoire sont liées dans la pensée schmittienne, pensée ayant son centre dans la foi catholique de Schmitt. On ne peut comprendre la genèse des concepts schmittiens et leur portée véritable qu’en ayant à l’esprit cette foi expliquant sa pensée est moins une philosophie politique – si la philosophie doit être pensée comme indépendante de la foi en la révélation – qu’une théologie politique, pour ainsi dire totale en ce qu’elle informe tous les aspects de l’existence. La tentative d’H. Meier d’expliquer et de rendre compte et de l’engagement de Schmitt dans le nazisme –sans évidemment l’excuser ou n’en faire qu’une erreur malencontreuse– par l’antagonisme que ce régime pouvait manifester à l’encontre des autres régimes (libéralisme, marxisme) qui luttaient contre le catholicisme est pertinente, d’autant qu’elle ne le disculpe pas et qu’elle prend soin de souligner son indéfendable antisémitisme. Il faut aussi reconnaître à l’auteur une connaissance extrêmement précise des textes de Schmitt, de leur contexte et des adversaires que vise ce dernier même lorsqu’ils ne sont pas nommés, ce qui contribue à la clarification de maintes argumentations de Schmitt parfois équivoques ou elliptiques.

dimanche, 18 mars 2018

Porter l’idée d’un nouvel équilibre planétaire fondé sur la régulation

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Porter l’idée d’un nouvel équilibre planétaire fondé sur la régulation

Ex: https://lignedroite.club - Texte de la rubrique Vision géopolitique

Le concept de communauté internationale, qui revient de façon récurrente dans le discours des diplomates occidentaux, n’est qu’un artifice destiné à légitimer la politique étrangère des États-Unis. Or celle-ci, porteuse de l’idéologie mondialiste, est contraire aux intérêts de la France et de l’Europe. Aussi notre pays devrait-il, selon Ligne droite, contester l’organisation actuelle des relations internationales et nourrir la grande ambition d’œuvrer à l’avènement d’un « nouvel équilibre planétaire » ancré dans la réalité du monde multipolaire d’aujourd’hui et axé sur la régulation des échanges.

La notion de communauté internationale, un instrument de l’imperium américain

La notion de « communauté internationale », qui reprend sous un angle un peu différent celui de nouvel ordre mondial très en vogue à la fin du XXe siècle, est en effet une formule des plus ambiguë. Ceux qui s’en réclament laissent entendre qu’ils parlent pour l’ensemble des nations du monde, alors qu’il ne s’agit le plus souvent que des États-Unis et de leurs « alliés ». Cette référence à la communauté internationale est dès lors quasi systématiquement utilisée pour des actions ou des prises de position qui servent les États-Unis et leur vue du monde.

Autant dire, dans ces conditions, que cette notion s’inscrit dans un cadre très politiquement correct. Elle repose sur l’idée que le modèle américain fondé sur le libéralisme et la démocratie va s’étendre au monde entier et s’appuie sur l’idéologie mondialiste qui conduit à supprimer les frontières, à réduire le pouvoir des États et à œuvrer à la globalisation de la planète. En effet, la communauté internationale en question ne se préoccupe pas des identités et considère avec méfiance les États qui y demeurent attachés comme la Russie et tous les pays de l’Est de l’Europe.

Une conception politiquement correcte inadaptée au monde multipolaire d’aujourd’hui

Ligne droite estime en conséquence que les notions de nouvel ordre mondial et de communauté internationale doivent être rejetées car elles véhiculent le mondialisme, le libre-échangisme intégral, l’immigrationnisme et l’atlantisme. À ce titre, elles vont à l’encontre de ce qui est souhaitable pour le France et l’Europe, aussi notre pays doit-il les contester tout en proposant une autre vision.

Cette démarche se révèle d’autant plus légitime que le concept de communauté internationale ne correspond en rien à la réalité du monde d’aujourd’hui. La planète est en effet loin de converger autour du pôle américain, lequel perd d’ailleurs de son influence. Notre époque apparaît au contraire marquée par l’émergence de nouvelles puissances qui structurent la scène mondiale selon un schéma multipolaire. Un schéma qui n’est pas compatible avec la notion de communauté internationale puisqu’aucun des nouveaux pôles émergents comme la Chine, l’Inde ou le monde musulman, pas plus d’ailleurs que la Russie, le Brésil ou l’Afrique, ne sont prêts à s’aligner sur les États-Unis.

Il faut lui substituer le concept de nouvel équilibre planétaire

Ligne droite considère donc que la France devrait se faire le champion d’une autre conception des relations internationales. Une conception qu’elle devrait populariser sous le nom de « nouvel équilibre planétaire » et qui devrait reposer sur deux grands principes : prendre en compte la réalité multipolaire du monde d’aujourd’hui et substituer à l’ultralibéralisme international le principe de la régulation générale de tous les échanges.

Le nouvel l’équilibre planétaire pour une régulation des échanges

Contrairement au nouvel ordre mondial qui organisait le laisser-faire laissez-passer général tant pour les biens et services que pour les mouvements migratoires, le nouvel équilibre planétaire proposé par la droite nouvelle devrait s’appuyer sur le principe simple selon lequel les échanges ne sont admis que s’ils sont bénéfiques pour les deux parties concernées et doivent donc être régulés en conséquence.

Dans ce cadre, l’organisation du commerce mondial devrait être entièrement revue et de nouvelles négociations devraient être ouvertes en son sein pour mettre en place des écluses douanières entre les grands ensembles économiquement homogènes.

De même, s’agissant de l’immigration, la maîtrise des flux devrait s’imposer comme la règle commune. Aucun mouvement migratoire ne pourrait être organisé sans l’accord des deux pays concernés. Quant aux déplacements clandestins, ils devraient être combattus par les pays d’émigration comme par ceux d’immigration et, dans la mesure où ils sont organisés par des filières mafieuses, traités comme tels par les services compétents.

Le nouvel équilibre planétaire pour la stabilité du monde

Par ailleurs, le nouvel équilibre planétaire devrait prendre en compte la réalité du monde et reconnaître son caractère multipolaire. Pourrait en effet être constitué un G9 d’un nouveau genre regroupant les principaux pôles de puissance: Chine, Japon, Inde, Brésil, États-Unis, Russie et Europe, auxquels devraient être adjoints deux autres États, l’un représentant le monde musulman et l’autre l’Afrique(au besoin selon une formule de tourniquet). Une telle instance même informelle qui représenterait avec neuf partenaires la presque totalité de la population mondiale pourrait être le lieu le plus pertinent où débattre des conflits et des problèmes du monde. Une configuration qui serait capable d’apporter une plus grande stabilité internationale, car fondée, non plus sur une puissance unique qui cherche à s’imposer, mais sur l’équilibre des principaux pôles de puissance de la planète.

Le nouvel équilibre planétaire, un projet susceptible de s’imposer

Pour mettre en œuvre un tel projet, très différent des pratiques actuelles, la droite nouvelle, une fois au pouvoir, devrait commencer par faire de la France le champion de cette idée, à charge pour elle de l’expliquer et d’en assurer la promotion. Si, ensuite, l’Europe confédérale, telle que préconisée par Ligne droite, reprenait ce projet à son compte, gageons que tout deviendrait alors possible. L’idée d’un nouvel équilibre planétaire pourrait en effet intéresser les BRICS. Le Brésil, la Russie, la Chine, l’Inde et l’Afrique du Sud cherchent en effet à réduire l’influence des États-Unis dans le monde. Ils ne pourraient dès lors que soutenir un projet visant à institutionnaliser la réalité multipolaire qu’ils incarnent et, forte de ce soutien, l’Europe serait en mesure de faire prévaloir ce changement radical de l’organisation des relations internationales.

En tout état de cause, la France, dirigée par la droite nouvelle, aurait tout intérêt à porter l’idée d’une rénovation profonde des relations internationales. En dehors des bénéfices qu’elle et les autres pays européens pourraient en retirer si le projet se concrétisait, le seul fait de s’en faire l’artisan permettrait à la France de gagner en stature et d’offrir aux Français des perspectives ainsi qu’une ambition collective qui leur rendrait espoir et fierté.

lundi, 12 mars 2018

Qui se souvient de Juan Donoso Cortès?

« Qui se souvient de Juan Donoso Cortès ? » : c’est sur cette interrogation que Christophe Boutin introduit l’entrée « Donoso Cortès » dans l’excellent Dictionnaire du conservatisme dont il est à l’origine avec Frédéric Rouvillois et Olivier Dard.

Qui se souvient en effet de cet espagnol éclectique qui a partagé sa vie entre l’Espagne où il est né et la France où il est mort après quelques tribulations européennes ?

Juriste de formation, historien par passion, homme politique par devoir, diplomate autant par nature que par vocation (ambassadeur d’Espagne à Berlin puis à Paris), il restera auprès des érudits comme un formidable ciseleur de formules et un orateur au souffle puissant. Ne lui en faut-il pas d’ailleurs, pour énoncer son identité complète : Juan Francisco Maria de la Salud Donoso Cortès y Fernandez Canedo, marquis de Valdegamas. Ouf !

Tout au long d’une vie trépidante, il observe ses contemporains et les institutions qui les gouvernent. Certaines de ses observations sont des plus pertinentes, notamment lorsqu’il pose un regard aigu sur la société française : « Chez les peuples qui sont ingouvernables, le gouvernement prend nécessairement les formes républicaines ; c’est pourquoi la république subsiste et subsistera en France. »

Il souligne ce qui pour lui en est la cause : « Le grand crime du libéralisme, c’est d’avoir tellement détruit le tempérament de la société qu’elle ne peut rien supporter, ni le bien, ni le mal. »

Voilà qui en 2018 et entre deux grèves des services publics, rassurera les hommes politiques inquiets sur l’avenir de nos institutions. Encore que, à en croire Donoso, le président et ses ministres devraient s’interroger sur la réalité des pouvoirs qu’ils croient détenir : « Un des caractères de l’époque actuelle, c’est l’absence de toute légitimité. Les races gouvernantes ont perdu la faculté de gouverner ; les peuples la faculté d’être gouverné. Il y a donc dans la société absence forcée de gouvernement. »

Donoso souligne l’évolution perverse de la classe dirigeante devenue « une classe discutante » qui répugne à assumer son vrai rôle et de ce fait devient incapable de décider : « Il est de l’essence du libéralisme bourgeois de ne pas décider […], mais d’essayer, à la place de cette décision, d’entamer une discussion. »

N’est-ce pas ce qui pousse nos gouvernements, lorsqu’ils craignent de trancher, à créer ces commissions Théodule moquées par De Gaulle.

Il dénonce la complicité entre le pouvoir et la presse d’information accusée de dégoupiller ces grenades fumigènes destinées justement à enfumer l’opinion : « Le journalisme c’est le moyen le plus efficace inventé par les hommes pour cacher ce que tout le monde doit savoir… »

Et c’est ainsi que, pour Donoso Cortès, s’ouvre la voie à cette dérive des institutions qui conduit à faire entrer « l’esprit révolutionnaire dans le Parlement. »

Ce noble espagnol qui connaît l’Europe pour l’avoir sillonnée en différentes circonstances, devine les risques qui la guettent : « Je représente la tradition, par laquelle les nations demeurent dans toute l’étendue des siècles. Si ma voix à une quelconque autorité, Messieurs, ce n’est pas parce que c’est la mienne : c’est parce que c’est la voix de nos pères. »

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Donoso Cortès traverse des temps troublés dans lesquels révolutions, révoltes et pronunciamientos alimentent les chroniques et ne laissent guère d’options aux populations qui les subissent. Il en vient à considérer qu’en période de crise il ne reste plus qu’à choisir entre la dictature du poignard et celle du sabre. D’où sa conclusion « je choisis la dictature du sabre parce qu’elle est plus noble. » Et n’est-ce pas cette dictature du poignard que nous vivons quand, en ce début de troisième millénaire, nous assistons à ces morts politiques qui relèvent davantage d’une embuscade de ruffians que d’un duel entre gentilshommes.

Il perçoit dans les tendances politiques qui semblent se dégager les signes avant-coureurs « dun nouveau paganisme (qui) tombera dans un abîme plus profond et plus horrible encore. Celui qui doit lui river sur la tête le joug de ses impudiques et féroces insolences, s’agite déjà dans la fange des cloaques sociaux. »

Ne trouvez-vous pas quelque actualité à ces propos ?

Mais je vous prie d’excuser ma distraction. J’ai omis de vous préciser que ce monsieur est né en 1809 et mort en 1853.

Décidément comme l’affirmait le roi Salomon, il y a quelques années déjà, rien de nouveau sous le soleil.