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dimanche, 26 mai 2019

EL TIEMPO QUE URGE, PABLO DE TARSO Y CARL SCHMITT

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EL TIEMPO QUE URGE, PABLO DE TARSO Y CARL SCHMITT

Por Antonio Sánchez García
Ex: http://elblogdemontaner.com

“La contracción del tiempo, el re-manente (1 Cor 7,29: «el tiempo es breve [lit., ‘contraído/abreviado’], el resto,..*) es la situación mesiánica por excelencia, el único tiempo real.” Giorgio Agamben, El tiempo que resta.

A Baltasar Porras y Ovidio Pérez Morales

1

El centrismo apaciguador y dialogante de todos los tiempos ha odiado al jurista y pensador alemán Carl Schmitt, concentrando su escandaloso reclamo en contra de su radicalidad filosófico política en dos frases que condensan su amplia obra de teología política: “soberano es quien decide del estado de excepción”, frase con la que encabeza una de sus obras más importantes: Teología Política (1922); y “la diferenciación específica a la que se dejan remitir las acciones y motivaciones políticas, es la diferencia de amigo y enemigo”, la frase más sustantiva y polémica de su obra príncipe El concepto de lo político (1932).[1]

Para ello ocultan o dicen desconocer sus críticos, poco importa si de buena o mala fe, que no existe reflexión divorciada del contexto histórico político que lo sustenta, lo que Hegel sintetizara en una de sus más polémicas frases, si se piensa que su pensamiento es la culminación del idealismo alemán: Wahrheit ist konkret, la verdad es concreta. Ortega, tan mal preciado e incomprendido a pesar de su inmensa estatura intelectual, lo tradujo a su aire, con esa excelencia estilística que lo caracterizara: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” (Meditaciones del Quijote, Madrid, 1914)

teologie.jpgCarl Schmitt, alemán, católico in partibus indifelis y profundo conocedor de la teología cristiana, que fundamenta y da sentido a su pensamiento y acción, sólo es verdaderamente compresible en función de su circunstancia y sus esfuerzos por salvarla.  Nació y vivió en medio de los tormentosos tiempos de la confrontación bélica que definió a la Europa de comienzos del Siglo XX y culminara en las dos Guerras Mundiales, las más devastadoras conflagraciones bélicas de la historia humana, culminando en los dos totalitarismos del siglo pasado: La revolución rusa de Lenin-Stalin y la revolución alemana de Adolf Hitler. Cuyas más nefastas  consecuencias sirven de telón de fondo a su pensamiento.

¿Alguien puede negar que bajo el imperio de esas circunstancias lo político no fuera la confrontación amigo-enemigo? Pues esos años y todos los que le siguieran, hasta el día de hoy, hicieron carne de las ideas expuestas por Thomas Hobbes en su Leviatán (Londres, 1651), según las cuales el estado natural que subyace a la historia de la humanidad es la barbarie: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos. Razón que, según el mismo Hobbes, habría impuesto la necesidad de crear un monstruo que pudiera contener, delimitar, regular y si fuera posible, impedir dicha belicosidad y enemistad primigenia en que se desarrolla la existencia humana: el Estado, ese Leviatán bíblico que impera en los mares. Cuestionado, convertido en botín de las facciones en pugna y neutralizado por esa guerra de todos contra todos, caerían las sociedades en un estado de casi barbarie primigenia, como en su tiempo caerían las salvajes sociedades americanas, tal cual lo indica en su magna obra: “Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.”[2]

Es, precisamente, ese estado, el que ha sido caracterizado por el concepto introducido por Carl Schmitt en la polémica político ideológica de nuestro tiempo como “estado de excepción” (Ausnahme Zustand) . Su esencia: el Estado ha perdido su poder de decisión y control soberano y la guerra de todos contra todos, redefinida por Schmitt en la inseparable dualidad de amistad y enemistad (Freundachft-Feinschft) – conceptos generales que nada tienen que ver con las relaciones personales entre los sujetos, sino con la densidad del enfrentamiento por la conquista del Poder, es decir: la apropiación del Leviatán – se convierte en la lucha mortal por conquistarlo. La sociedad, sin una soberanía fundante de legitimidad aceptada por el conjunto de los ciudadanos – tal como acontece hoy en Venezuela, con dos gobiernos yuxtapuestos sin reconocimiento recíproco ni aceptados por el conjunto social – , queda a la deriva y susceptible al asalto de la más combativa, decidida y voluntariosa de las partes en combate para restablecer la soberanía, ya esté en manos de amigos o de enemigos.

ca.jpgSon esos conceptos, soberanía y legitimidad, como la valoración de las virtudes clásicas del soberano capaz de resolver el estado de excepción – la decisión y la voluntad – las que incomodan y disgustan a nuestros dialogadores, conciliadores y pacifistas de fe y profesión. Pues carecen de ellos. Es la tara que se encuentra en la raíz de esta oposición “conversadora”, para usar otro concepto caro al jurista alemán. En este caso concreto, privilegiar el diálogo y la conversación, el espurio entendimiento de partes ontológicamente enemigas y contrapuestas, antes que luchar con decisión y voluntad para restablecer la soberanía democrática, única capaz de ejercer una hegemonía legal y jurídica aceptada por el todo social. Negarse, como lo afirmara el pensador judío alemán Jacob Taubes en su ardorosa defensa de Carl Schmitt[3], a compartir el katechon, ese concepto paulista que invoca la necesidad de ponerle fin al caos y oponerse a las tendencias apocalípticas que estallan cuando las fuerzas disgregadoras provocan un estado de excepción. Y ello, como lo afirma Pablo en su Epístola a los romanos, con la urgencia debida, ho nyn kairós, en el “momento presente», vale decir: “en el tiempo que resta”. Ahora mismo, no el día de las calendas.

2

Si bien estamos en un ámbito estrictamente filosófico y desde un punto de vista fenomenológico la descripción y la caracterización conceptual propuesta por Schmitt no supone juicios psicológicos individuales ni valoraciones morales: el enemigo es enemistad política pura, a la búsqueda del control sobre el sistema establecido, que persigue con las armas en la mano  quebrantar, poseer y transformar de raíz, y el amigo es, a su vez, o debiera ser, su mortal contrincante, aquel que recurriendo al imperativo del echaton, defiende con voluntad y decisión el estado de derecho, ho nyn kairós, en el tiempo que nos resta, vale decir: ahora mismo. El amigo lo es para quienes están de este lado del asalto, de la fracción de los asaltados – los demócratas – , de ninguna manera del lado de los asaltantes – los autócratas. Estos son, en estricto sentido schmittiano, un mortal enemigo. Lo que, llegado el momento del inevitable enfrentamiento, puede incidir y de hecho incide, sobre la percepción y la voluntad de los contrincantes en su esfera personal. Dice Schmitt: “Los conceptos amigo y enemigo deben ser tomados en su sentido concreto, existencial, y no como metáforas o símbolos, ni mezclados ni debilitados a través de otras concepciones económicas, morales, y muchísimo menos en un sentido privado, individualista, en sentido psicológico como expresión de sentimientos y tendencias individuales. No son oposiciones normativas ni contradicciones ‘puramente espirituales’.  En un típico dilema entre espíritu y economía, el liberalismo pretende diluir al enemigo en competidor comercial (Konkurrent), y desde el punto de visto político espiritual en un mero antagonista de un diálogo. En el ámbito de lo económico no existen, por cierto, enemigos sino sólo competidores, y en un mundo completamente moralizado y purificado éticamente puede que existan, si acaso,  sólo dialogantes.” [4]Desde luego, no en la realidad. Ni muchísimo menos en la nuestra, como quedara demostrado en Santo Domingo, desmentido de manera cruel y sangrienta en el enfrentamiento amigo-enemigo de la masacre de El Junquito. Oscar Pérez es el símbolo, la metáfora, de una enemistad ontológica, mortal. Todo diálogo pretende enmascararla en un falso entendimiento. Como ahora mismo el de Oslo.

csjt.jpgLa diferenciación schmittiana es de trascendental importancia, precisamente porque quienes más se oponen a su cabal comprensión son aquellos sectores “liberales”, también en sentido schmittiano, – digamos: electoralistas, parlamentaristas, habladores y dialogadores, así sean socialdemócratas o socialcristianos, incluso liberales – , que, incapaces de comprender la totalidad social en disputa y asumir, consecuentemente, la naturaleza existencial, biológica de la guerra que nos ha declarado el chavomadurismo castro comunista – confunden enemistad con “competencia” y buscan en el diálogo y el contubernio resolver cualquier obstáculo a su justa ganancia. Confunde el ámbito de lo político con el mercado, y al Estado con la Asamblea Nacional. Olvidando, es decir traicionando el hecho de que el origen de la República, como Estado soberano, nació y se forjó de una Guerra a Muerte y de que, sentando un precedente hoy brutalmente irrespetado por los partidos de la que en el psado inmediato fuera la MUD y es hoy el llamado Frente Amplio, desconocen la decisión propiamente schmittiana, aunque a más de un siglo de distancia de la formulación del jurista alemán, que dictó el mandato definitorio del parto de nuestra Nación: «Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.» Fue la Guerra a Muerte, en “donde todos los europeos y canarios casi sin excepción fueron fusilados” según el balance que hiciera Bolívar. Si no el texto, el sentido debiera ser emulado. Lo traicionan quienes se confabulan con los asaltantes y, con buenas o malas intenciones, se hacen cómplices de la guerra a muerte contra nuestra democracia y nuestra República. Tampoco Bolívar se opuso al diálogo y la negociación. Pero no en 1812, cuando declarara la Guerra a Muerte, sino en 1820, cuando la guerra estaba ganada. Traicionan a la República quienes lo olvidan.

[1] “Die spezifisch politische Unterscheidung, auf welche sich die politischen Handlungen und Motive zuruckzufahren Lassen, ist die Unterscheigung con Freund und Feind.” Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, Duncker & Humblot, Berlin, 2002.

[2] Thomas Hobbes, El Leviatán, Pág.104. Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

[3] Jacob Taubes, La Teología Política de Pablo

[4] Ibídem, Pág. 28.

samedi, 25 mai 2019

Algorithmic Governance and Political Legitimacy

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Algorithmic Governance and Political Legitimacy

Ex: https://americanaffairesjournal.org

In ever more areas of life, algorithms are coming to substitute for judgment exercised by identifiable human beings who can be held to account. The rationale offered is that automated decision-making will be more reliable. But a further attraction is that it serves to insulate various forms of power from popular pressures.

Our readiness to acquiesce in the conceit of authorless control is surely due in part to our ideal of procedural fairness, which de­mands that individual discretion exercised by those in power should be replaced with rules whenever possible, because authority will inevitably be abused. This is the original core of liberalism, dating from the English Revolution.

Mechanized judgment resembles liberal proceduralism. It relies on our habit of deference to rules, and our suspicion of visible, personified authority. But its effect is to erode precisely those pro­cedural liberties that are the great accomplishment of the liberal tradition, and to place authority beyond scrutiny. I mean “authori­ty” in the broadest sense, including our interactions with outsized commercial entities that play a quasi-governmental role in our lives. That is the first problem. A second problem is that decisions made by algorithm are often not explainable, even by those who wrote the algorithm, and for that reason cannot win rational assent. This is the more fundamental problem posed by mechanized decision-making, as it touches on the basis of political legitimacy in any liberal regime.

I hope that what follows can help explain why so many people feel angry, put-upon, and powerless. And why so many, in expressing their anger, refer to something called “the establishment,” that shadowy and pervasive entity. In this essay I will be critiquing both algorithmic governance and (more controversially) the tenets of pro­gressive governance that make these digital innovations attractive to managers, bureaucrats, and visionaries. What is at stake is the qual­itative character of institutional authority—how we experience it.

blackbox.gifIn The Black Box Society: The Hidden Algorithms That Control Money and Information, University of Maryland law professor Frank Pasquale elaborates in great detail what others have called “platform capitalism,” emphasizing its one-way mirror quality. In­creasingly, every aspect of our lives—our movements through space, our patterns of consumption, our affiliations, our intellectual habits and political leanings, our linguistic patterns, our susceptibility to various kinds of pitches, our readiness to cave in minor disputes, our sexual predilections and ready inferences about the state of our marriage—are laid bare as data to be collected by companies who, for their own part, guard with military-grade secrecy the algorithms by which they use this information to determine our standing in the reputational economy. The classic stories that have been with us for decades, of someone trying to correct an error made by one of the credit rating agencies and finding that the process is utterly opaque and the agencies unaccountable, give us some indication of the kind of world that is being constructed for us.

What Was Self-Government?

“Children in their games are wont to submit to rules which they have themselves established, and to punish misdemeanors which they have themselves defined.” Thus did Tocqueville marvel at Americans’ habit of self-government, and the temperament it both required and encouraged from a young age. “The same spirit,” he said, “pervades every act of social life.”

Writing recently in the Atlantic, Yoni Appelbaum notes the sheer bulk of voluntary associations that once took up the hours and days of Americans, from labor unions and trade associations to mutual insurers, fraternal organizations, and volunteer fire departments. Many of these “mirrored the federal government in form: Local chapters elected representatives to state-level gatherings, which sent delegates to national assemblies. . . . Executive officers were accountable to legislative assemblies; independent judiciaries ensured that both complied with rules.” Toward the end of the twentieth centu­ry, however, this way of life more or less collapsed, as Robert Put­nam documented in Bowling Alone. We still have voluntary associa­tions, but they are now typically run by salaried professionals, not the members themselves, Appelbaum points out. This is part of the broader shift toward what has been called “managerialism.”

I believe these developments have prepared us to accept a further abstraction of institutional decision-making—as something having little to do with ourselves, and with human judgment as we know it firsthand. Another development that paved the way for our accept­ance of algorithmic governance was the transfer of power out of rep­resentative bodies into administrative agencies. Let us take a glance at this before turning to things digital.

Administration versus Politics

We often hear about a growing “administrative state” (usually from conservative commentators) and are given to understand that it is something we ought to worry about. But why? Doesn’t it consist simply of the stuff all those agencies of the government must do in order to discharge their duties? And speaking of government agen­cies, what are they—part of the executive branch? Yes they are, but a bit of confusion is natural, as this is a hazy area of governance.

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In The Administrative Threat, Columbia law professor Philip Ham­burger writes that, in contrast to executive power proper, “ad­ministrative power involves not just force but legal obligation.” This is an important distinction, and in the blurring of it lies great mis­chief against the Constitution, which invested “the power to bind—that is, to create legal obligation” not in the executive branch but in Congress and in the courts. Administrative power “thereby side­steps most of the Constitution’s procedural freedoms.” It is funda­mentally an “evasion of governance through law.”

Provocatively, Hamburger draws a close parallel with the mecha­nisms of prerogative (such as the notorious Star Chamber) by which King James I of England consolidated “absolute” power—not in­finite power, but power exercised through extralegal means:

Ever tempted to exert more power with less effort, rulers are rarely content to govern merely through the law, and in their restless desire to escape its pathways, many of them try to work through other mechanisms. These other modes of bind­ing subjects are modes of abso­lute power, and once one understands this, it is not altogether surprising that absolute power is a recurring problem and that American administrative power revives it.

The “less effort” bit is just as important for understanding this formula as the “more power” bit. The relevant effort is that of per­suading others, the stuff of democratic politics. The “restless desire to escape” the inconvenience of law is one that progressives are especially prone to, in their aspiration to transform society: merely extant majorities of opinion, and the legislative possibilities that are circumscribed by them, typically inspire not deference but impatience. Conservatives have their own vanguardist enthusiasms that rely on centralized and largely unaccountable power, but in their case this power is generally not located in executive agencies.1

I am not competent to say if Hamburger is right in his characterization of administrative power as extralegal (Harvard law professor Adrian Vermeule says no), but in any case he raises ques­tions that are within the realm of conventional political dispute and within the competence of constitutional scholars to grapple with. By contrast, the rush to install forms of extralegal power not in execu­tive agencies, but in the algorithms that increasingly govern wide swaths of life, pushes the issue of political legitimacy into entirely new territory.

More Power with Less Effort 

“Technology” is a slippery term. We don’t use it to name a toothbrush or a screwdriver, or even things like capacitors and diodes. Rather, use of the word usually indicates that a speaker is referring to a tool or an underlying operation that he does not understand (or does not wish to explain). Essentially, we use it to mean “magic.” In this obscurity lies great opportunity to “exert more power with less effort,” to use Hamburger’s formula.

To grasp the affinities between administrative governance and algorithmic governance, one must first get over that intellectually debilitating article of libertarian faith, namely that “the government” poses the only real threat to liberty. For what does Silicon Valley represent, if not a locus of quasi-governmental power untouched by either the democratic process or by those hard-won procedural liberties that are meant to secure us against abuses by the (actual, elected) government? If the governmental quality of rule by algo­rithms remains obscure to us, that is because we actively welcome it into our own lives under the rubric of convenience, the myth of free services, and ersatz forms of human connection—the new opiates of the masses.

To characterize this as the operation of “the free market” (as its spokespersons do) requires a display of intellectual agility that might be admirable if otherwise employed. The reality is that what has emerged is a new form of monopoly power made possible by the “network effect” of those platforms through which everyone must pass to conduct the business of life. These firms sit at informational bottlenecks, collecting data and then renting it out, whether for the purpose of targeted ads or for modeling the electoral success of a political platform. Mark Zuckerberg has said frankly that “In a lot of ways Facebook is more like a government than a traditional company. . . . We have this large community of people, and more than other technology companies we’re really setting policies.”

It was early innovations that allowed the platform firms to take up their positions. But it is this positioning, and control of the data it allows them to gather, that accounts for the unprecedented rents they are able to collect. If those profits measure anything at all, it is the reach of a metastasizing grid of surveillance and social control. As Pasquale emphasizes, it is this grid’s basic lack of intelligibility that renders it politically unaccountable. Yet political accountability is the very essence of representative government. Whatever this new form of governance might be called, it is certainly not that.

Explainability and Legitimacy

This intelligibility deficit cannot be overcome simply through goodwill, as the logic by which an algorithm reaches its conclusions is usually opaque even to those who wrote the algorithm, due to its sheer complexity. In “machine learning,” an array of variables are fed into deeply layered “neural nets” that simulate the fire/don’t fire synaptic connections of an animal brain. Vast amounts of data are used in a massively iterated (and, in some versions, unsupervised) training regimen. Because the strength of connections between logi­cal nodes within layers and between layers is highly plastic, just like neural pathways, the machine gets trained by trial and error and is able to arrive at something resembling knowledge of the world. That is, it forms associations that correspond to regularities in the world.

As with humans, these correspondences are imperfect. The differ­ence is that human beings are able to give an account of their reason­ing. Now, we need to be careful here. Our cognition emerges from lower-level biological processes that are utterly inaccessible to us. Further, human beings confabulate, reach for rationalizations that obscure more than they reveal, are subject to self-deception, etc. All this we know. But giving an account is an indispensable element of democratic politics. Further, it is not only legislative bodies that observe this scruple.

When a court issues a decision, the judge writes an opinion, typically running to many pages, in which he explains his reasoning. He grounds the decision in law, precedent, common sense, and prin­ciples that he feels obliged to articulate and defend. This is what transforms the decision from mere fiat into something that is polit­ically legitimate, capable of securing the assent of a free people. It constitutes the difference between simple power and authority. One distinguishing feature of a modern, liberal society is that authority is supposed to have this rational quality to it—rather than appealing to, say, a special talent for priestly divination. This is our Enlightenment inheritance.

You see the problem, then. Institutional power that fails to secure its own legitimacy becomes untenable. If that legitimacy cannot be grounded in our shared rationality, based on reasons that can be articulated, interrogated, and defended, it will surely be claimed on some other basis. What this will be is already coming into view, and it bears a striking resemblance to priestly divination: the inscrutable arcana of data science, by which a new clerisy peers into a hidden layer of reality that is revealed only by a self-taught AI program—the logic of which is beyond human knowing.

For the past several years it has been common to hear establishmentarian intellectuals lament “populism” as a rejection of Enlightenment ideals. But we could just as well say that populism is a re-assertion of democracy, and of the Enlightenment principles that underlie it, against priestly authority. Our politics have become at bottom an epistemic quarrel, and it is not all clear to me that the well‑capitalized, institutional voices in this quarrel have the firmer ground to stand on in claiming the mantle of legitimacy—if we want to continue to insist that legitimacy rests on reasonableness and argument.

Alternatively, we may accept technocratic competence as a legiti­mate claim to rule, even if it is inscrutable. But then we are in a position of trust.2 This would be to move away from the originating insight of liberalism: power corrupts. Such a move toward trust seems unlikely, however, given that people are waking up to the business logic that often stands behind the promise of technocratic competence and good will.

Surveillance Capitalism

In her landmark 2019 book, The Age of Surveillance Capitalism, Shoshana Zuboff parses what is really a new form of political economy, bearing little resemblance to capitalism as we have known it. The cynic’s dictum for explaining internet economics—“if you don’t know what the product is, you’re the product”—turns out to be incorrect. What we are, Zuboff shows, is a source of raw material that she calls “behavioral surplus.” Our behavior becomes the basis for a product—predictions about our future behavior—which are then offered on a behavioral futures market. The customers of the platform firms are those who purchase these prediction products, as a means to influence our behavior. The more you know of some-one’s predilections, the more highly elaborated, fine-grained, and successful your efforts to manipulate him will be.  The raw material on which the whole apparatus runs is knowledge acquired through surveillance. Competition for behavioral surplus is such that this surveillance must reach ever deeper, and bring every hidden place into the light.

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At this point, it becomes instructive to bring in a theory of the state, and see if it can illuminate what is going on. For this purpose, James C. Scott’s Seeing Like a State, published in 1998, is useful. He traces the development of the modern state as a process of rendering the lives of its inhabitants more “legible.” The premodern state was in many respects blind; it “knew precious little about its subjects, their wealth, their landholdings and yields, their location, their very identity. It lacked anything like a detailed ‘map’ of its terrain and its people.” This lack of a synoptic view put real limits on the aspiration for centralized control; the state’s “interventions were often crude and self-defeating.” And contrariwise, the rise of a more synoptic administrative apparatus made possible various utopian schemes for the wholesale remaking of society.

Google is taking its project for legibility to the streets, quite literally, in its project to build a model city within Toronto in which everything will be surveilled. Sensors will be embedded throughout the physical plant to capture the resident’s activities, then to be mas­saged by cutting-edge data science. The hope, clearly, is to build a deep, proprietary social science. Such a science could lead to real improvements in urban planning, for example, by being able to pre­dict demand for heat and electricity, manage the allocation of traffic capacity, and automate waste disposal. But note that intellectual property rights over the data collected are key to the whole concept; without them there is no business rationale. With those rights secure, “smart cities” are the next trillion-dollar frontier for big tech.

Writing in Tablet, Jacob Siegel points out that “democratic gov­ernments think they can hire out for the basic service they’re sup­posed to provide, effectively subcontracting the day to day functions of running a city and providing municipal services. Well, they’re right, they can, but of course they’ll be advertising why they’re not really necessary and in the long run putting themselves out of a job.” There is real attraction to having the optimizers of Silicon Valley take things over, given the frequent dysfunction of democratic gov­ernment. Quite reasonably, many of us would be willing to give up “some democracy for a bit of benign authoritarianism, if it only made the damn trains run on time. The tradeoff comes in the loss of power over the institutions we have to live inside.” The issue, then, is sovereignty.3

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As Scott points out in Seeing Like a State, the models of society that can be constructed out of data, however synoptic, are necessarily radical simplifications. There is no quantitative model that can capture the multivalent richness of neighborhood life as described by Jane Jacobs, for ex­ample, in her classic urban ethnography of New York. The mischief of grand schemes for progress lies in the fact that, even in the absence of totalitarian aspirations, the logic of metrics and rationalization carries with it an imperative to remake the world, in such a way as to make its thin, formal descriptions true. The gap between the model and reality has to be narrowed. This effort may need to reach quite deep, beyond the arrangement of infrastructure to touch on considerations of political anthropology. The model demands, and helps bring into being, a certain kind of subject. And sure enough, in our nascent era of Big Data social engineering, we see a craze for self-quantification, the voluntary pursuit of a kind of self-legibility that is expressed in the same idiom as technocratic so­cial control and demands the same sort of thin, schematic self-objectifications.4

If we take a long historical view, we have to concede that a regime can be viewed by its citizens as legitimate without being based on democratic representation. Europe’s absolutist monarchies of the sev­enteenth century managed it, for a spell. The regime that is being imagined for us now by venture capital would not be democratic. But it emphatically would be “woke,” if we can extrapolate from the current constellation of forces.

And this brings us to the issue of political correctness. It is a topic we are all fatigued with, I know. But I suggest we try to understand the rise of algorithmic governance in tandem with the rise of woke capital, as there appears to be some symbiotic affinity between them. The least one can say is that, taken together, they provide a good diagnostic lens that can help bring into focus the authoritarian turn of American society, and the increasingly shaky claim of our institu­tions to democratic legitimacy.

The Bureaucratic Logic of Political Correctness

One reason why algorithms have become attractive to elites is that they can be used to install the automated enforcement of cut­ting‑edge social norms. In the last few months there have been some news items along these lines: Zuckerberg assured Congress that Facebook is developing AI that will detect and delete what progressives like to call “hate speech.” You don’t have to be a free speech absolutist to recognize how tendentiously that label often gets ap­plied, and be concerned accordingly. The New York Times ran a story about new software being pitched in Hollywood that will determine if a script has “equitable gender roles.” The author of a forthcoming French book on artificial intelligence, herself an AI researcher, told me that she got a pitch recently from a start-up “whose aim was ‘to report workplace harassment and discrimination without talking to a human.’ They claim to be able to ‘use scientific memory and interview techniques to capture secure records of high­ly emotional events.’”

Presumably a scientifically “secure record” here means a description of some emotionally charged event that is shorn of ambiguity, and thereby tailored to the need of the system for clean inputs. A schematic description of inherently messy experience saves us the difficult, humanizing effort of interpretation and introspection, so we may be relieved to take up the flattened understanding that is offered us by the legibility-mongers.5

Locating the authority of evolving social norms in a computer will serve to provide a sheen of objectivity, such that any reluctance to embrace newly announced norms appears, not as dissent, but as something irrational—as a psychological defect that requires some kind of therapeutic intervention. So the effect will be to gather yet more power to what Michel Foucault called “the minor civil servants of moral orthopedics.” (Note that Harvard University has over fifty Title IX administrators on staff.) And there will be no satisfying this beast, because it isn’t in fact “social norms” that will be enforced (that term suggests something settled and agreed-upon); rather it will be a state of permanent revolution in social norms. Whatever else it is, wokeness is a competitive status game played in the institutions that serve as gatekeepers of the meritocracy. The flanking maneuvers of institutional actors against one another, and the competition among victim groups for relative standing on the intersectional to­tem pole, make the bounds of acceptable opinion highly unstable. This very unsettledness, quite apart from the specific content of the norm of the month, makes for pliable subjects of power: one is not allowed to develop confidence in the rightness of one’s own judg­ments.

To be always off-balance in this way is to be more administratable. A world-renowned historian, a real intellectual giant of the “old Left,” told me that once a year he is required to take an online, multiple-choice test administered by his university’s HR department, which looks for the proper responses to various office situations. It seems clear that there is a symbiotic relationship between administration and political correctness, yet it is difficult to say which is the senior partner in the alliance. The bloated and ever-growing layer of administrators—the deans of inclusion, providers of workshops for student orientation, diversity officers, and what­not—feeds on conflict, using episodes of trouble to start new initia­tives.

But what does any of this have to do with the appeal of algorithms to managers and administrators? If we follow through on the suspicion that, in its black-box quality, “technology” is simply administration by other means, a few observations can be made.

haverl.jpgFirst, in the spirit of Václav Havel we might entertain the idea that the institutional workings of political correctness need to be shrouded in peremptory and opaque administrative mechanisms be­cause its power lies precisely in the gap between what people actu­ally think and what one is expected to say. It is in this gap that one has the experience of humiliation, of staying silent, and that is how power is exercised.

But if we put it this way, what we are really saying is not that PC needs administrative enforcement but rather the reverse: the expand­ing empire of bureaucrats needs PC. The conflicts created by identi­ty politics become occasions to extend administrative authority into previously autonomous domains of activity. This would be to take a more Marxian line, treating PC as “superstructure” that serves main­ly to grease the wheels for the interests of a distinct class—not of capitalists, but of managers.6

The incentive to technologize the whole drama enters thus: managers are answerable (sometimes legally) for the conflict that they also feed on. In a corporate setting, especially, some kind of ass‑covering becomes necessary. Judgments made by an algorithm (ideally one supplied by a third-party vendor) are ones that nobody has to take responsibility for. The more contentious the social and political landscape, the bigger the institutional taste for automated decision-making is likely to be.

Political correctness is a regime of institutionalized insecurity, both moral and material. Seemingly solid careers are subject to sud­den reversal, along with one’s status as a decent person. Contrast such a feeling of being precarious with the educative effect of volun­tary associations and collaborative rule-making, as marveled at by Tocqueville. Americans’ practice of self-government once gave rise to a legitimate pride—the pride of being a grown-up in a free society.  One thing it means to be a grown-up is that you are willing to subordinate your own interests to the common good at crucial junctures. The embrace of artificial intelligence by institutions, as a way of managing social conflict, is likely to further erode that adult spirit of self-government, and contribute to the festering sense that our institutions are illegitimate.

The Ultimate Nudge

Of all the platform firms, Google is singular. Its near-monopoly on search (around 90 percent) puts it in a position to steer thought. And increasingly, it avows the steering of thought as its unique responsibility. Famously founded on the principle “Don’t be evil” (a sort of libertarian moral minimalism), it has since taken up the mission of actively doing good, according to its own lights.

In an important article titled “Google.gov,” law professor Adam J. White details both the personnel flows and deep intellectual affini­ties between Google and the Obama White House. Hundreds of people switched jobs back and forth between this one firm and the administration over eight years. It was a uniquely close relationship, based on a common ethos, that began with Obama’s visit to Goog­le’s headquarters in 2004 and deepened during his presidential cam­paign in 2007. White writes:

Both view society’s challenges today as social-engineering problems, whose resolutions depend mainly on facts and ob­jective reasoning. Both view information as being at once ruth­lessly value-free and yet, when properly grasped, a powerful force for ideological and social reform. And so both aspire to reshape Americans’ informational context, ensuring that we make choices based only upon what they consider the right kind of facts—while denying that there could be any values or politics embedded in the effort.

One of the central tenets of progressives’ self-understanding is that they are pro-fact and pro-science, while their opponents (often the majority) are said to have an unaccountable aversion to these good things: they cling to fond illusions and irrational anxieties. It follows that good governance means giving people informed choices. This is not the same as giving people what they think they want, according to their untutored preferences. Informed choices are the ones that make sense within a well-curated informational setting or context.

When I was a doctoral student in political theory at the University of Chicago in the 1990s, there was worry about a fissure opening up between liberalism and democracy. The hot career track for my cohort was to tackle this problem under the rubric of an intellectual oeuvre called “deliberative democracy.” It wasn’t my thing, but as near as I could tell, the idea (which was taken from the German philosopher Jürgen Habermas) was that if you could just establish the right framing conditions for deliberation, the demos would arrive at acceptably liberal positions. We should be able to formalize these conditions, it was thought. And conversely, wherever the opinions of the demos depart from an axis running roughly from the editorial page of the New York Times to that of the Wall Street Journal, it was taken to be prima facie evidence that there was some distorting influ­ence in the conditions under which people were conducting their thought processes, or their conversations among themselves. The result was opinion that was not authentically democratic (i.e., not liberal). These distortions too needed to be ferreted out and formal­ized. Then you would have yourself a proper theory.

Of course, the goal was not just to have a theory, but to get rid of the distortions. Less tendentiously: protecting the alliance “liberal democracy” required denying that it is an alliance, and propping it up as a conceptual unity. This would require a cadre of subtle dia­lecticians working at a meta-level on the formal conditions of thought, nudging the populace through a cognitive framing operation to be conducted beneath the threshold of explicit argument.

At the time, all this struck me as an exercise in self-delusion by aspiring apparatchiks for whom a frankly elitist posture would have been psychologically untenable. But the theory has proved immensely successful. By that I mean the basic assumptions and aspira­tions it expressed have been institutionalized in elite culture, perhaps nowhere more than at Google, in its capacity as directorate of information. The firm sees itself as “definer and defender of the public interest,” as White says.

One further bit of recent intellectual history is important for understanding the mental universe in which Google arose, and in which progressivism took on the character that it did during the Obama years. The last two decades saw the rise of new currents in the social sciences that emphasize the cognitive incompetence of human beings. The “rational actor” model of human behavior—a simplistic premise that had underwritten the party of the market for the previous half century—was deposed by the more psychologically informed school of behavioral economics, which teaches that we need all the help we can get in the form of external “nudges” and cognitive scaffolding if we are to do the rational thing. But the glee and sheer repetition with which this (needed) revision to our under­standing of the human person has been trumpeted by journalists and popularizers indicates that it has some moral appeal, quite apart from its intellectual merits. Perhaps it is the old Enlightenment thrill at disabusing human beings of their pretensions to specialness, whether as made in the image of God or as “the rational animal.” The effect of this anti-humanism is to make us more receptive to the work of the nudgers.

The whole problem of “liberal democracy”—that unstable hy­brid—is visible in microcosm at Google; it manifests as schizophrenia in how the founders characterize the firm’s mission. Their difficulty is understandable, as the trust people place in Google is based on its original mission of simply answering queries that reflect the extant priorities of a user, when in fact the mission has crept toward a more tutelary role in shaping thought.

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Google achieved its dominance in search because of the superior salience of the results it returned compared to its late-1990s rivals. The mathematical insights of its founders played a large role in this. The other key to their success was that they rigorously excluded commercial considerations from influencing the search results. Reading accounts of the firm’s early days, one cannot help being struck by the sincere high-mindedness of the founders. The internet was something pure and beautiful, and would remain so only if guarded against the corrupting influence of advertising.

In other words, there was some truth in the founding myth of the company, namely, the claim that there are no human biases (whether value judgments or commercial interests) at work in the search results it presents to users. Everything is in the hands of neutral algorithms. The neutrality of these algorithms is something the rest of us have to take on trust, because they are secret (as indeed they need to be to protect their integrity against the cat-and-mouse game of “search engine optimization,” by which interested parties can manipulate their rank in the results).

Of course, from the very beginning, the algorithms in question have been written and are constantly adjusted by particular human beings, who assess the aptness of the results they generate according to their own standards of judgment. So the God’s-eye perspective, view-from-nowhere conceit is more ideal than reality. But that ideal plays a legitimating role that has grown in importance as the com­pany has become a commercial behemoth, and developed a powerful interest in steering users of its search engine toward its own ser­vices.7 More importantly, the ideal of neutral objectivity underlies Google’s self-understanding as definer and defender of the public interest.

This is the same conceit of epistemic/moral hauteur that Obama adopted as the lynchpin of his candidacy. The distinctive feature of this rhetoric is that the idea of neutrality or objectivity is deployed for a specific purpose: to assert an identity of interest between liberals and the demos. This identity reveals itself once distortions of objective reality are cleared away. Speaking at Google’s headquarters in 2007 (as characterized by White), Obama said that “as president he wouldn’t allow ‘special interests’ to dominate public discourse, for instance in debates about health care reform, because his administration would respond with ‘data and facts.’” During the Q&A, Obama offered the following:

You know, one of the things that you learn when you’re traveling and running for president is, the American people at their core are a decent people. There’s . . . common sense there, but it’s not tapped. And mainly people—they’re just misinformed, or they’re too busy, they’re trying to get their kids to school, they’re working, they just don’t have enough information, or they’re not professionals at sorting out the infor­mation that’s out there, and so our political process gets skewed. But if you give them good information, their instincts are good and they will make good decisions. And the president has the bully pulpit to give them good information.

. . .  I am a big believer in reason and facts and evidence and feedback—everything that allows you to do what you do, that’s what we should be doing in our government. [Applause.]

I want people in technology, I want innovators and engi­neers and scientists like yourselves, I want you helping us make policy—based on facts! Based on reason!

Lest my point be misunderstood, it is perhaps appropriate to say that I voted for the man in 2008. And since the example he gives above is that of health care, I should say that I am open to the idea that socialized medicine is a good idea, in principle. Further, the debate about health care really was distorted by special interests. The point I wish to make is not about substantive policy positions, but rather to consider the cognitive style of progressive politics as exem­plified by the mutual infatuation of Google and Obama.

Why engage in such an effort now, in the Trump era, when we are faced with such a different set of problems? It is because I believe the appeal of Trump, to fully half the country, was due in significant part to reaction against this peremptory and condescending turn of progressivism.

It is telling that Obama said he would use the president’s bully pulpit not to persuade (the opportunity that “the bully pulpit” has generally been taken to offer), but to “give good information.” We are a people of sound instincts, but “not professionals at sorting out the information that’s out there.” What we need, then, is a professional.

Persuasion is what you try to do if you are engaged in politics. Curating information is what you do if you believe your outlook is one from which dissent can only be due to a failure to properly process the relevant information. This is an anti-political form of politics. If politics is essentially fighting (toward compromise or stalemate, if all goes well, but fighting nonetheless), technocratic rule is essentially helping, as in “the helping professions.” It extends compassion to human beings, based on an awareness of their cogni­tive limitations and their tendency to act out.

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In the technocratic dream of early twentieth-century Progressives such as Woodrow Wilson, politics was to be overcome through facts and science, clearing the way for rule by experts. Daniel Bell famously named this hoped-for denouement “the end of ideology.” It was a project that acquired a moral mandate as recoil from the ideologically driven cataclysm of World War II. From today’s per­spective, it is striking that twentieth-century Progressives seemed not very conflicted about their cognitive elitism.8 Wilson’s project to transfer power from the legislature to administrative bodies entailed a deliberate transfer of power to “the knowledge class,” as Hamburger writes, or “those persons whose identity or sense of self-worth centers on their knowledge.” This includes “all who are more attached to the authority of knowledge than to the authority of local political communities. . . . [T]heir sense of affinity with cosmopolitan knowledge, rather than local connectedness, has been the foundation of their influence and their identity.”

Today’s progressives have a more complex relationship to their own elitism, surely due in part to the legacy of the civil rights move­ment.9 It takes a certain amount of narrative finesse to maintain a suitably democratic self-understanding while also affirming the role of expertise. This is the predicament of the tech firms, and it is the same one Obama had to manage for himself. In his 2007 remarks at Google, Obama referred to the firm’s origins in a college dorm room, and drew parallels with his own trajectory and aspirations. “What we shared is a belief in changing the world from the bottom up, not the top down; that a bunch of ordinary people can do extraordinary things.” This is the language of a former community organizer. But it is a peculiar sort of “bottom up” that is meant here.

In the Founders Letter that accompanied Google’s 2004 initial public offering, Larry Page and Sergey Brin said their goal is “getting you exactly what you want, even when you aren’t sure what you need.” The perfect search engine would do this “with almost no effort” on the part of the user. In a 2013 update to the Founders Letter, Page said that “the search engine of my dreams provides information without you even having to ask.” Adam J. White glosses these statements: “To say that the perfect search engine is one that mini­mizes the user’s effort is effectively to say that it minimizes the user’s active input. Google’s aim is to provide perfect search results for what users ‘truly’ want—even if the users themselves don’t yet realize what that is. Put another way, the ultimate aspiration is not to answer the user’s questions but the question Google believes she should have asked.” As Eric Schmidt told the Wall Street Journal, “[O]ne idea is that more and more searches are done on your behalf without you having to type. . . . I actually think most people don’t want Google to answer their questions. They want Google to tell them what they should be doing next.”

The ideal being articulated in Mountain View is that we will inte­grate Google’s services into our lives so effortlessly, and the guiding presence of this beneficent entity in our lives will be so pervasive and unobtrusive, that the boundary between self and Google will blur. The firm will provide a kind of mental scaffold for us, guiding our intentions by shaping our informational context. This is to take the idea of trusteeship and install it in the infrastructure of thought.

Populism is the rejection of this.

The American founders were well acquainted with the pathetic trajectories of the ancient democracies, which reliably devolved into faction, oligarchic revolution, and tyranny. They designed our con­stitutional regime to mitigate the worst tendencies of direct democracy by filtering popular passions through political representation, and through nonrepresentative checks on popular will. The more you know of political history, the more impressive the American founding appears.10

Any would-be populist needs to keep this accomplishment in view, as a check on his own attraction to playing the tribune. How much deference is due the demos? I think the decisive question to ask is, what is the intellectual temper of today’s elites? Is it marked by the political sobriety of the founding generation, or an articulated vision of the common good of the nation such as the twentieth-century Progressives offered? Not so much? One can be wary of the demos and still prefer, like William F. Buckley, to be ruled by the first fifty names in the Boston phone book than by one’s fellow intellectuals.

When the internal culture at Google spills out into the headlines, we are offered a glimpse of the moral universe that stands behind the “objective” algorithms. Recall the Googlers’ reaction, which can only be called hysterical, to the internal memo by James Damore. He offered rival explanations, other than sexism, for the relative scarcity of women programmers at the firm (and in tech generally). The memo was written in the language of rational argumentation, and adduced plenty of facts, but the wrong kind. For this to occur within the firm was deeply threatening to its self-understanding as being at once a mere conduit for information and a force for pro­gress. Damore had to be quarantined in the most decisive manner possible. His dissent was viewed not as presenting arguments that must be met, but rather facts that must be morally disqualified.

On one hand, facilitating the free flow of information was Silicon Valley’s original ideal. But on the other hand, the control of information has become indispensable to prosecuting the forward march of history. This, in a nutshell, would seem to be the predicament that the platform firms of Silicon Valley find themselves in. The incoherence of their double mandate accounts for their stumbling, incoherent moves to suppress the kinds of speech that cultural progressives find threatening.11

This conflict is most acute in the United States, where the legal and political tradition protecting free speech is most robust. In Eu­rope, the alliance between social media companies and state actors to root out and punish whatever they deem “hate” (some of which others deem dissent) is currently being formalized. This has become especially urgent ahead of the European Parliament elections sched­uled for May 2019, which various EU figures have characterized as the last chance to quarantine the populist threat. Mounir Mahjoubi, France’s secretary of state for digital affairs, explained in February 2019 that, by the time of the election, “it will be possible to formally file a complaint online for hateful content.”12 In particular, Twitter and Facebook have agreed to immediately transmit the IP addresses of those denounced for such behavior to a special cell of the French police “so that the individual may be rapidly identified, rapidly prosecuted and sentenced.” He did not explain how “hateful con­tent” is to be defined, or who gets to do it. But it is reported that Facebook has a private army of fifteen to twenty thousand for this task.

Speaking at MIT six months after the Damore memo episode, in February 2018, former president Obama addressed head-on the problem of deliberative democracy in an internet culture. He made the familiar point about a “balkanization of our public conversation” and an attendant fragmenting of the nation, accelerated by the internet. “Essentially we now have entirely different realities that are being created, with not just different opinions but now different facts—different sources, different people who are considered author­itative.” As Obama noted, “it is very difficult to figure out how democracy works over the long term in those circumstances.” We need “a common baseline of facts and information.” He urged his tech audience to consider “what are the . . . algorithms, the mechanisms whereby we can create more of a common conversation.”

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Obama’s description of the problem seems to me apt. Our political strife has become thoroughly epistemic in nature. But the fix he recommends—using algorithms to “create more of a common conversation”—is guaranteed to further inflame the sense any dissi­dent-minded person has that the information ecosystem is “rigged,” to use one of President Trump’s favorite words. If we are going to disqualify voices in a way that is not explainable, and instead de­mand trust in the priestly tenders of the algorithms, what we will get is a politics of anticlericalism, as in the French Revolution. That was not a happy time.

Among those ensconced in powerful institutions, the view seems to be that the breakdown of trust in establishment voices is caused by the proliferation of unauthorized voices on the internet. But the causal arrow surely goes the other way as well: our highly fragmented casting-about for alternative narratives that can make better sense of the world as we experience it is a response to the felt lack of fit between experience and what we are offered by the official organs, and a corollary lack of trust in them. For progressives to now seek to police discourse from behind an algorithm is to double down on the political epistemology that has gotten us to this point. The algorithm’s role is to preserve the appearance of liberal proceduralism, that austerely fair-minded ideal, the spirit of which is long dead.

Such a project reveals a lack of confidence in one’s arguments—or a conviction about the impotence of argument in politics, due to the irrationality of one’s opponents. In that case we have a simple contest for power, to be won and held onto by whatever means necessary.

This article originally appeared in American Affairs Volume III, Number 2 (Summer 2019): 73–94.


Notes

1   I am thinking of the project to transform society in the image of an imagined “free market” that would finally bring to fruition what nature prescribes (often destroying customary practices and allegiances along the way), or stories of a novus ordo seclorum that will blossom if only we are courageous enough to sweep away the impediments to “freedom” (man’s natural estate)—by aerial bombardment, if necessary. Both enthusiasms tend toward lawlessness. Both seek a world that is easily conjured in the idiom of freedom-talk, but in practice require more thorough submission to mega-bureaucracies, whether of corporations or of an occupation force.

 

2   In his 2018 book The Revolt of the Public, Martin Gurri diagnoses the eruption of protest movements around the world in 2011—Occupy Wall Street, the indignados in Spain, and the violent street protests in London, to name a few—as a politics of pure negation, driven more by the romance of denunciation than by any positive program. These protests expressed distrust of institutional voices, and a wholesale collapse of social authority. On left and right alike, people feel the system is rigged, and indeed political leaders themselves have stoked this conviction, insisting that elections lost by their side were illegitimate, whether because of “voter suppression” or a phantom epidemic of voting by illegal immigrants. This is dangerous stuff.

3   It is therefore perhaps appropriate to consider Europe’s experiment in transferring political sovereignty to a technocratic, democratically unaccountable governing body (the European Union) for clues as to what sort of political reactions such a project might engender.

4   Richard Rorty celebrated the power of “redescription” to alter our moral outlook. He had in mind the genuinely liberal effect that literature sometimes has in shifting our gaze, for example the effect that reading Dickens or Uncle Tom’s Cabin had in enlarging the sympathies of people in the nineteenth century. But redescriptions can just as easily have an impoverishing effect on how we view ourselves and the world. As Iris Murdoch wrote, man is the animal who makes pictures of himself, and then comes to resemble the pictures.

5   On campus, something like this is evident in the reduction of the entire miasma of teenage sexual incompetence, with its misplaced hopes and callow cruelties, to the legal concept of consent. Under the influence of this reduction, a young person is left with no other vocabulary for articulating her unhappiness and confusion over a sexual encounter. She must not have really consented.

6   In a related materialist vein, Reihan Salam ties “wokeness” to the political economy of precarity. Wokeness is a competitive status game played by aspirants to cultural capital. As one friend put it to me, “my PC status advancement seems to depend on my having a Perry Mason moment, in which I reveal that the defendant’s superficially unobjectionable speech actually hides a subtext of oppression only apparent to me.”

7   Whenever there is a whiff of regulatory concern about possible self-dealing by Google as it expands into services far afield from search, it asserts that if its search results presented anything but the  disinterested, best possible match to what “customers” were looking for, they would go elsewhere. This incantation of the free market syllogism works like a magic spell in arresting criticism. But how does the logic of the market apply to a near-monopoly? Or to a firm that provides a free service? The reality, of course, is that the users of Google are not the customers. Customers are those who pay for a product. Advertisers gave Google $95 billion in 2017 for access to the product. The product consists of predictions about users’ susceptibility to a specific pitch.

8   Another difference stands out. The early Progressive program had avowedly nationalist elements (consider William James’s famous essay “The Moral Equivalent of War” promoting a program of universal national service and an ethic of hardness, to be achieved through manual labor). It sought to forge an American identity based on solidarity, whereas for today’s progressives the idea of a common good, defined as American, is more problematic. A version of it underlies the economic populism of Bernie Sanders and Elizabeth Warren, but the idea of a specifically American common good is also subject to constant challenge on the left, both by immigration maximalists and by intersectional entrepreneurs who must direct their claims against what is common. Relatedly, the perspective of today’s progressivism is global rather than national, and this sits easier with the “shareholder cosmopolitanism” of capital.

9   Woodrow Wilson complained that “the bulk of mankind is rigidly unphilosophical, and nowadays the bulk of mankind votes.” The reformer is bewildered by the need to influence “the mind, not of Americans of the older stocks only, but also of Irishmen, of Germans, of Negroes.” Hamburger argues that it was the expansion of voting rights early in the twentieth century that prompted Wilson to want to shift power from representative bodies to executive agencies.

10  Barbara Tuchman wrote, “Not before or since has so much careful and reasonable thinking been invested in the formation of a government system. . . .  [T]he Founders remain a phenomenon to keep in mind to encourage our estimate of human possibilities, even if their example is too rare to be a basis of normal expectations” (The March of Folly: From Troy to Vietnam, 1984).

11  Silicon Valley’s original intellectual affiliations lie deep in the California counterculture: the Human Potential Movement, Esalen, the Whole Earth Catalog, and all that. Like the generation of ’68 in its long march through the institutions, the Valley staked its early identity on an emancipatory mission, and it has had a hard time adjusting its self-image to reflect its sheer power. In the same vein, recall Obama striking the pose of community organizer in his second term, speaking truth to power from Air Force One.

12  “Mounir Mahjoubi : ‘Dans quelques mois, il sera possible de porter plainte sur internet pour contenus haineux,’” Fdesouche.com, February 20, 2019.

Il Kairós

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Il Kairós

Massimo Selis

Ex: http://www.ilpensieroforte.it

«There is a crack, a crack in everything / That's how the light gets in (Vi è una crepa, una crepa in ogni cosa / È così che la luce entra)» cantava Leonard Cohen in Anthem.

L’arco di questo ultimo scorcio di modernità, nella fattispecie, la sua esternazione tecnologica, ha finito la sua corsa. La curva che si distendeva ampia fino a qualche decennio fa, ora si stringe chiudendo verso i bracci. Rigettato tutto ciò che avesse anche solo un’ombra sbiadita della millenaria Tradizione che ci precede, essa ha regalato agli uomini un nuovo credo costruito su facili slogan: libertà, progresso, democrazia, e altri simili. Dalle macerie della guerra essa si è innalzata esibendosi maestosa fino alla fine dello scorso secolo. Ma gli acciacchi della vecchiaia si facevano intravedere; ora però sono divenute metastasi di un corpo decadente.

Il tempo della Storia, infatti, non si sviluppa in modo differente da quello di ogni uomo, che nasce, cresce, si sviluppa e solidifica durante l’età adulta, fino a scivolare nella vecchiaia che conduce alla morte. Così i cicli, così le ere e i regni. Lo svolgersi lineare e indefinito del tempo lungo gli eoni è abbaglio per gli sciocchi e gli insipienti.

Le crepe si stanno aprendo sempre più ampie e prepotenti: crisi economica, scontri sociali e ideologici, conflitti, eventi catastrofici. La sofferenza e la tragicità esprimono il volto esteriore, ma il male, suo malgrado, lavora sempre anche per un risveglio del bene: queste sciagure possono essere anche, in fondo, una benedizione per chi ha occhi per vedere. La facciata posticcia e illusoria della modernità sta cadendo a pezzi, lasciando intravedere fra le sue crepe, una nuova strada, l’ingresso nella Nuova Umanità redenta.

«È giunto il momento di riconoscere i segni dei tempi, di coglierne le opportunità e guardare lontano». Se rettamente intese, queste parole di Giovanni XXIII a pochi giorni dal suo beato transito, sono un monito e un indirizzamento. Eppure proprio qui sorgono tutti i limiti e le paure dell’uomo moderno, anche di quei pochi che oggi non si arrendono alla dittatura del pensiero unico.

caption.jpgIl primo di questi è per l’appunto, il non saper leggere i segni, perché in fondo ad essi non crediamo affatto. Invero, ogni cosa nell’Universo Creato è segno, o per meglio dire, simbolo, di qualcos’altro. Questa è certezza di ogni Sapienza Tradizionale, anche e soprattutto di quella cristiana. La Storia, d’altro canto non è semplice successione di eventi, bensì Storia Sacra che si svolge dall’alfa all’omega secondo un superiore disegno di Provvidenza. Pertanto all’uomo il cui intelletto non è ancora stato sigillato non possono sfuggire i segni che continuamente essa ci presenta. Solo un’opera di cultura può colmare tale ignoranza e portare ad un primo risveglio dei sensi interiori.

Tuttavia, pur avendo compreso in quale tragico punto della navigazione cosmica ci troviamo, occorre passare all’azione per il tempo che ci verrà concesso, poco o tanto che sia. Per fare ciò dobbiamo passare dalla cecità dell’Io alla lucidità del Noi. L’individualismo liberista sembra aver vinto per il momento, bisogna ammetterlo. Dobbiamo allora comprendere che nulla è possibile senza la comunione di liberi spiriti, comunione che è molto più che semplice comunità. Il singolo non può nulla nella bolgia modernista. Solo all’interno di una civiltà si è potuto creare in passato cultura e bellezza. Solo nella comunione ci si può prendere cura della vocazione di ognuno.

Creare, per l’appunto. Oggi si assiste a timidi e spesso solo moralistici tentativi di opposizione, gesti difensivi e nulla più. Ma l’uomo ha la dignità che gli spetta solo quando crea. Le gemme dell’intelletto come i capolavori dell’arte nascono dalla forza misteriosa che spinge verso quell’ordine celeste dal quale tutti fummo generati: uomini e cosmo. La bellezza non può nascere dalla paura, ma solo dalla sapiente speranza!

Secondo una tradizione, la capacità mantica dell’oracolo delfico derivava dalle esalazioni provenienti da una spaccatura nel terreno. Questo è il tempo in cui fumi di luce promanano dal cadavere della modernità: occorre leggerne il significato profetico. Questo è il tempo in cui bisogna vincere la schiavitù delle consuetudini e divenire umili servitori della Verità. Questo è il tempo in cui un manipolo di uomini liberi è chiamato a creare con fedele spirito cavalleresco quel poco di Giustizia e Bellezza che renderà meno dura la caduta di “questo mondo” e preparerà quello a venire. Questa è l’ora, il kairós, e non può essere disattesa.

vendredi, 24 mai 2019

Schmitt’s Blakean Vision of Leviathan and Behemoth

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Schmitt’s Blakean Vision of Leviathan and Behemoth

Schmitt wrote The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes (1938) in order to analyze the figure of the great Biblical fish leviathan as it figures as a symbol in Hobbes’ political theory. Part of the book consists of a genealogy of the leviathan as it appears in Western culture, from the Bible through to nineteenth-century English literature. From there, Schmitt delves into Hobbes’ political theory and its mechanistic core before providing a thoughtful assessment of the fate of continental liberalism and its decline in the early twentieth century.

Schmitt possessed a great deal of learning in many areas, including the history of European art and culture. His book on Hobbes, and its genealogy of the leviathan, allows Schmitt to display that learning. Of particular interest here is Schmitt’s wide reading in English literature from the Renaissance to the modern period. What follows is a long quote, but one that serves the purpose of helping us understand a hidden insight behind Schmitt’s appraisal of Hobbes’ political theory in the book. He explains:

The leviathan is cited a few times in Shakespeare’s dramas as a powerful, enormously strong, or quick sea monster, without any symbolism pointing toward the politico-mythical. Moreover, when he illustrates the unrestrained savagery of the plundering soldiers, as, for example, in the third act of Henry V, he gives no hint of medieval theological demonology or of a methaphysically determined enmity. Notwithstanding fanatical Bible-quoting writers, English literature was governed at the time of Hobbes’ Leviathan (around 1650) by a completely nonrnythical and nondemonic conception of the leviathan. The leviathan, it appears, was hardly suitable as an allegory in the style of the sixteenth and seventeenth centuries. For example, Milton did not attach any enigmatic symbolism to the leviathan in his Paradise Lost, depicting him as a huge sea monster. In a satirical-literary depiction of hell by Thomas Dekker, which was published for the first time in 1607, there appears a postillion of hell who explains its geography to a just deceased London miser and is characterized as a "lackey of that great leviathan." If I understand his depiction correctly, the leviathan is still the devil but not in the medieval-theological sense or in the sense of Dante's portrayal in The Inferno or even in the sense of Swedenborg's images of hell, but in a thoroughly literary-ironic sense and in the style and in the atmosphere of English wit. In Sanderson’s Sermons (II/310) of around 1630, God deals "with the great leviathans ofthe world." Here the leviathans are simply "the greats" of this world. This colloquial usage evolved further, permitting Burke (Works, VIll, 35) to speak of the Duke of Bedford as the "Leviathan of all the creatures of the Crown" and de Quincey (in 1839) of a lawsuit against such a powerful opponent as the "leviathan of two counties."
The leviathan finally becomes a humorous description of all sorts of unusually large and powerful men and things, houses, and ships. Slang, too, has appropriated this imposing word. Hobbes was undoubtedly responsible for exerting a specific influence on the colloquial usage of the word. I am not sure whether a place in Richard Ligon's History of the Island of Barbados, which reminds one of Hobbes' description, was actually influenced by him: "What produces harmony in that leviathan is a well-governed commonwealth." It is understandable why Locke, Hobbes' adversary. did not avoid the polemical usage of leviathan: "A Hobbist will answer: 'because the Leviathan will punish you, if you do not.'" Mandeville's fable about the bee (1714) speaks in a typically Hobbesian manner: "The gods decided that millions of you, well attached to each other, compose the strong leviathan."

csleviathan.jpgWhat is interesting about this extensive genealogy is the glaring omission of William Blake’s rendering of the leviathan (see above image, dated 1805). Some have associated the image with Schmitt — for instance, in this Internet edition of Land and Sea — and this association is even more interesting because Schmitt omits Blake’s work in this passage.

Immediately before this passage, Schmitt indicated that he was intersted in the leviathan in visual art, and discussed in particular the work of Bosch and Bruegel. In his discussion of English literature, he goes as far back as Shakespeare, and as far forward as de Quincey. Along the way, Schmitt touches on two of Blake’s major influences, Milton and Swedenborg, and even cites one of Blake’s immediate contemporaries: Edmund Burke. In the above passage, Schmitt reads around Blake very closely without naming him, even when the need is obvious.

A possible reason for this omission is that Blake’s image does not tell the story that Schmitt wishes to tell about Hobbes’ leviathan, but instead, it does points towards his own conception of the state, and his own vision of leviathan and behemoth. In the book, he criticizes Hobbes and his vision of the leviathan on a few grounds, and one of them is Hobbes’ mechanistic humanism. Hobbes’ brilliant insight was that all that was required for a human community to create a functioning state was to trade protection for obedience with a state that operates as an impersonal mechanism: the ‘leviathan.’ It seems like a simple trick, and is accomplished without religion — there can be a state church, for instance, or the state can tolerate varieties of belief, but ultimately it is the state that determines the place of religion in society. Following his experience with the English Civil War, Hobbes created the image of the behemoth to symbolize rebellion. Schmitt’s sees Hobbes’ symbols of leviathan and behemoth as being sharpened in the subsequent history of modernity, and to find themselves in mutated form in contemporary concepts of “state and revolution,” and Schmitt uses the phrasing of state and revolution to deliberately evoke the title of Lenin’s book by the same name.

Schmitt believed that the well-functioning state was not only determined by its order (which Hobbes’ state theory provides), but also by its orientation (which Hobbes’ theory does not provide), which has a religious or at least strong mythic basis. Schmitt’s state theory is more like the depiction of leviathan and behemoth in Blakes image. Hobbes was only concerned with the leviathan and behemoth as they contended in the terrestrial sphere, without any relationship to a transcendent realm or idea. To relate Hobbes’ theory to Blakes image is to see leviathan and behemoth contending solely within that sphere, as if we were to cut that sphere out of the picture and view it alone as a complete depiction of the state. Blake, however, includes above the terrestrial sphere a realm of God, angels, and other figures who look down on the terrestrial sphere with concern.

Because the liberal state, in Schmitt’s view, did not have a common orientation for everyone in that state, it eventually succumbed to private organizations with private orientations, particularly parties, churches, and trade unions. These indirect powers operating in the private sphere, Schmitt observes, have a tremendous advantage in the liberal state because they can mobilize power, and then act upon other individuals and groups, and even the state. As Schmitt says, “indirect” power works by masking (Schmitt uses the word “veil”) their power, which “enables them to carry out their actions under the guise of something other than politics — namely religion, culture, economy, or private matter — and still derive all the advantages of state.” As a result, private organizations in the liberal state “enjoy all the advantages and suffer none of the risks entailed with the possession of political power.” But private organizations in the liberal state enjoy this advantage in part because of the human need to seek orientations, which is ultimately the stronger element of Schmitt’s understanding of the state as order and orientation.

The human desire for orientation is can be satisfied by a private organization or by inward withdrawl. This withdrawl acts upon the liberal state in its own way, by becoming what Schmitt calls a “counterforce of silence and stillness.” Mystical withdrawal is perhaps one way to view at least some of the figures in Blake’s image: in particular, those that sit with God and amongst the angels, looking down with concern.

mardi, 21 mai 2019

Guénon et le rejet des élites en Chine ancienne

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Guénon et le rejet des élites en Chine ancienne

Les Carnets de Nicolas Bonnal

Ex: http://www.dedefensa.org

Les élites sont rejetées ou carrément craintes maintenant en occident, et la grande élection de Trump aura marqué ce moment, comme le reconnaissait Nassim Nicholas Taleb. Ce penchant anarchiste – ou libertaire-libertarien – est très marqué dans notre vague mondiale de contestation antitout et je lui trouve sinon une origine, du moins un beau précédent – en Chine ancienne. Pays du nombre et de la récurrente organisation totalitaire et massifiée, la Chine a été aussi, dans une lointaine antiquité, le pays du rejet de cette organisation.

Il y a vingt-cinq siècles donc les gilets/périls jaunes existent en Chine et rejettent, avec les penseurs taoïstes, la hiérarchie, l’empereur, la bureaucratie, l’armée et les fameux « lettrés » alors incarnés par Confucius. On se référera ici surtout à Tchouang-Tseu.

Et comme René Guénon, cet immense et si traditionnel auteur n’en veut pas au peuple :

« Petits mais respectables sont les êtres qui remplissent le monde. Humble mais nécessaire est le peuple. »

J’ai cité Guénon, et ce n’est pas pour rien. Un bref rappel de sa vieille crise du monde moderne que j’ai étudiée ici-même :

« Au VIe siècle avant l’ère chrétienne, il se produisit, quelle qu’en ait été la cause, des changements considérables chez presque tous les peuples ; ces changements présentèrent d’ailleurs des caractères différents suivant les pays. Dans certains cas, ce fut une réadaptation de la tradition à des conditions autres que celles qui avaient existé antérieurement, réadaptation qui s’accomplit en un sens rigoureusement orthodoxe ; c’est ce qui eut lieu notamment en Chine, où la doctrine, primitivement constituée en un ensemble unique, fut alors divisée en deux parties nettement distinctes : le Taoïsme, réservé à une élite, et comprenant la métaphysique pure et les sciences traditionnelles d’ordre proprement spéculatif ; le Confucianisme, commun à tous sans distinction, et ayant pour domaine les applications pratiques et principalement sociales. »

Guénon a ici tort de notre point de vue ; la pensée taoïste, puisqu’elle va au Principe, se moque de la Tradition, des rites, de la musique, et elle humilie Confucius au service de ses maîtres et des cruels guerriers. Mais il ajoute :

« Dans l’Inde, on vit naître alors le Bouddhisme, qui, quel qu’ait été d’ailleurs son caractère originel, devait aboutir, au contraire, tout au moins dans certaines de ses branches, à une révolte contre l’esprit traditionnel, allant jusqu’à la négation de toute autorité, jusqu’à une véritable anarchie, au sens étymologique d’« absence de principe », dans l’ordre intellectuel et dans l’ordre social. »

Cela s’applique parfaitement à la pensée anarchiste-taoïste de cette époque.

Je rappelle pourquoi pour Guénon cette époque est importante :

mandarin.jpg« En nous rapprochant de l’Occident,… le VIe siècle fut le point de départ de la civilisation dite « classique », la seule à laquelle les modernes reconnaissent le caractère « historique », et tout ce qui précède est assez mal connu pour être traité de « légendaire », bien que les découvertes archéologiques récentes ne permettent plus de douter que, du moins, il y eut là une civilisation très réelle ; et nous avons quelques raisons de penser que cette première civilisation hellénique fut beaucoup plus intéressante intellectuellement que celle qui la suivit, et que leurs rapports ne sont pas sans offrir quelque analogie avec ceux qui existent entre l’Europe du moyen âge et l’Europe moderne. »

Mais on en revient au manège antiélitiste et antitraditionnel (au sens de sclérotique et de hiérarchique, c’est un rejet aussi de toute taxinomie) de notre taoïste Tchouang-Tseu. Pour lui les sages (ou intellectuels, ou politiciens, on dirait maintenant « experts ») ont gâché le monde et ils sont « des emballeurs de brigands » :

« Le vulgaire ferme, avec des liens solides et de fortes serrures, ses sacs et ses coffres, de peur que les petits voleurs n’y introduisent les mains.

Cela fait, il se croit et on le trouve sage. Survient un grand voleur, qui emporte sacs et coffres avec leurs liens et leurs serrures, très content qu’on lui ait si bien fait ses paquets. Et il se trouve que la sagesse de ces vulgaires avait consisté à préparer au voleur son butin.

Il en va de même en matière de gouvernement et d’administration. Ceux qu’on appelle communément les Sages ne sont que les emballeurs des brigands à venir. »

Ces lettrés sont critiqués car ils se mettent souvent au service des autorités :

« Les plus renommés d’entre les Sages historiques ont ainsi travaillé pour de grands voleurs, jusqu’au sacrifice de leur vie. Loung-fang fut décapité, Pi-kan fut éventré, Tch’ang-houng fut écartelé, Tzeu su périt dans les eaux.

Le comble, c’est que les brigands de profession appliquèrent aussi à leur manière les principes des Sages. »

Dans le même esprit, Lao Tsé a écrit (§ 57, traduction Stanislas Julien) :

« Plus le roi multiplie les prohibitions et les défenses, et plus le peuple s’appauvrit ; Plus le peuple a d’instruments de lucre, et plus le royaume se trouble ; Plus le peuple a d’adresse et d’habileté, et plus l’on voit fabriquer d’objets bizarres ; Plus les lois se manifestent, et plus les voleurs s’accroissent. »

tchouangtseu.jpgEt Tchouang-Tseu :

« Oui, l’apparition des Sages cause l’apparition des brigands, et la disparition des Sages cause la disparition des brigands. Sages et brigands, ces deux termes sont corrélatifs, l’un appelle l’autre, comme torrent et inondation, remblai et fossé. »

Et d’enfoncer nûment son clou :

« Je le répète, si la race des Sages venait à s’éteindre, les brigands disparaîtraient ; ce serait, en ce monde, la paix parfaite, sans querelles.

C’est parce que la race des Sages ne s’éteint pas qu’il y a toujours des brigands. Plus on emploiera de Sages à gouverner l’État, plus les brigands se multiplieront. »

Tchouang-Tseu recommande même les us et manières des…casseurs, « la civilisation étant une conspiration » (John Buchan) qui fait déchoir les hommes et par là le monde. Il est important de détruire la musique rituelle et, avec elle, instruments et outils :

« Détruisez radicalement toutes les institutions artificielles des Sages, et le peuple retrouvera son bon sens naturel. Abolissez la gamme des tons, brisez les instruments de musique, bouchez les oreilles des musiciens, et les hommes retrouveront l’ouïe naturelle. Abolissez l’échelle des couleurs et les lois de la peinture, crevez les yeux des peintres, et les hommes retrouveront la vue naturelle. Prohibez le pistolet et le cordeau, le compas et l’équerre ; cassez les doigts des menuisiers, et les hommes retrouveront les procédés naturels… »

Comme Hésiode ou Ovide, Tchouang-Tseu célèbre l’âge d’or, la Tradition primordiale, l’In Illo Tempore de Mircea Eliade. On cite Ovide (Métamorphoses, I, 94-107) :

« Les pins abattus sur les montagnes n’étaient pas encore descendus sur l’océan pour visiter des plages inconnues. Les mortels ne connaissaient d’autres rivages que ceux qui les avaient vus naître. Les cités n’étaient défendues ni par des fossés profonds ni par des remparts. »

Ovide poursuit :

« La terre, sans être sollicitée par le fer, ouvrait son sein, et, fertile sans culture, produisait tout d’elle-même. L’homme, satisfait des aliments que la nature lui offrait sans effort, cueillait les fruits de l’arbousier et du cornouiller, la fraise des montagnes, la mûre sauvage qui croît sur la ronce épineuse, et le gland qui tombait de l’arbre de Jupiter. C’était alors le règne d’un printemps éternel. »

Et on reprend Tchouang-Tseu :

« Ils trouvaient bonne leur grossière nourriture, bons aussi leurs simples vêtements. Ils étaient heureux avec leurs mœurs primitives et paisibles dans leurs pauvres habitations. Le besoin d’avoir des relations avec autrui ne les tourmentait pas. Ils mouraient de vieillesse avant d’avoir fait visite à la principauté voisine, qu’ils avaient vue de loin toute leur vie, dont ils avaient entendu chaque jour les coqs et les chiens. En ces temps-là, à cause de ces mœurs-là, la paix et l’ordre étaient absolus. »

tchouanggrandlivre.jpgLe développement intellectuel, administratif et bureaucratique est cause de la décadence. Tchouang-Tseu :

« L’invention de la sophistique, traîtresse et venimeuse, avec ses théories sur la substance et les accidents, avec ses arguties sur l’identité et la différence, a troublé la simplicité du vulgaire. »

Et de taper sur les sophistes comme un bon Socrate :

« Oui, l’amour de la science, des inventions et des innovations est responsable de tous les maux de ce monde. Préoccupés d’apprendre ce qu’ils ne savent pas (la vaine science des sophistes), les hommes désapprennent ce qu’ils savent (les vérités naturelles de bon sens).

Préoccupés de critiquer les opinions des autres, ils ferment les yeux sur leurs propres erreurs. »

Le désordre moral rejaillit sur la nature :

« De là un désordre moral, qui se répercute au ciel sur le soleil et la lune, en terre sur les monts et les fleuves, dans l’espace médian sur les quatre saisons, et jusque sur les insectes qui grouillent et pullulent à contretemps (sauterelles, etc.). Tous les êtres sont en train de perdre la propriété de leur nature. C’est l’amour de la science qui a causé ce désordre. »

Shakespeare fait dire comme on sait à Titania à la fin de son fameux monologue (il ne s’agit pas du tout de faire de la littérature comparée, mais d’établir des correspondances traditionnelles) :

« Le printemps, l’été, le fertile automne, l’hiver chagrin, échangent leur livrée ordinaire ; et le monde étonné ne peut plus les distinguer par leurs productions. Toute cette série de maux provient de nos débats et de nos dissensions ; c’est nous qui en sommes les auteurs et la source… »

Mais on en revient à l’étonnante modernité de Tchouang-Tseu, à sa rage anti-verbeuse :

 « Depuis dix-huit siècles, on s’est habitué à faire fi de la simplicité naturelle, à faire cas de la fourberie rituelle ; ou s’est habitué à préférer une politique verbeuse et fallacieuse au non-agir franc et loyal. Ce sont les bavards (sages, politiciens, rhéteurs), qui ont mis le désordre dans le monde. »

La sophistication est alors telle que notre penseur dénonce un gouvernement mathématique :

« Tout le monde voulut devenir savant pour parvenir, et le peuple s’épuisa en vains efforts. C’est alors que fut inventé le système de gouvernement mathématique.

L’empire fut équarri avec la hache et la scie. Peine de mort pour tout ce qui déviait de la ligne droite. Le marteau et le ciseau furent appliqués aux mœurs. »

C’est la révolte contre la méga-machine de Lewis Mumford, qui lui analysait l’Egypte. Mais restons-en là : alors arrive une révolte façon gilets jaunes :

« Le résultat fut un bouleversement, un écroulement général. C’est que le législateur avait eu le tort de violenter le cœur humain. Le peuple s’en prit aux Sages et aux princes. Les Sages durent se cacher dans les cavernes des montagnes, et les princes ne furent plus en sûreté dans leurs temples de famille. »

La rage de Tchouang-Tseu devient donc destructrice :

 « Il a raison, l’adage qui dit : exterminez la sagesse, détruisez la science, et l’empire reviendra à l’ordre spontanément. »

Et de finir sur cette étonnante question rhétorique :

« Qui trouble l’empire, qui violente la nature, qui empêche l’action du ciel et de la terre ? qui inquiète les animaux, trouble le sommeil des oiseaux, nuit jusqu’aux plantes et aux insectes ? qui, si ce n’est les politiciens, avec leurs systèmes pour gouverner les hommes ? ! »

Le secret serait de laisser le monde tel quel (le rêve libertarien de Rothbard) :

« Il faut laisser le monde aller son train, et ne pas prétendre le gouverner. Autrement les natures viciées n’agiront plus naturellement (mais artificiellement, légalement, rituellement, etc.). Quand toutes les natures, étant saines, se tiennent et agissent dans leur sphère propre, alors le monde est gouverné, naturellement et de lui-même ; pas n’est besoin d’intervenir. »

Sources

Ovide – Métamorphoses, I, traduction Villenave (ebooksgratuits.com)

Shakespeare – le songe d’une nuit d’été, II, 2 (ebooksgratuits.com)

Zhuang Zi – Œuvre de Tchouang-Tseu

René Guénon – La crise du monde moderne, pp. 21-23 (classiques.uqac.ca)

Tao Te King – Lao Tsé – Livre de la Voie et de la Vertu, traduction Julien

dimanche, 19 mai 2019

Aristóteles y Patánjali: la Ética a Nicómaco y los YogaSutras

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Aristóteles y Patánjali:
la Ética a Nicómaco y los YogaSutras

Enrique Bravo Sáinz
Verónica Pagazaurtundua Vitores

Ex: http://www.nodulo.org

Se parte del estudio de la Ética a Nicómaco de Aristóteles para acercarla a los YogaSutras de Patánjali, en un intento de conciliar ambas teorías. Oriente y Occidente ante el camino que conduce a la unión de lo humano y lo divino

A modo de justificación

Según el historiador J. N. Dasgupta (1963){1}, Patánjali, del que se sabe muy poco, fue el compilador o condensador de la filosofía esencial y las técnicas yóguicas que venían existiendo desde tiempos muy antiguos en los conocidos Upanishads{2} del llamado «mundo oriental». Este gramático que vivió en el siglo II a.c., dio origen a un tratado llamado YogaSutras o Aforismos, considerados la base más autorizada sobre la que se orientó la posterior filosofía mística oriental. Los YogaSutras comprenden ocho prácticas para llegar a la perfección del principio humano y unidad con el principio divino. Estos pasos serían:

1. Yama o moderación
2. Niyama o dominio de sí mismo
3. Asana o postura
4. Pranayama o control de la respiración
5. Pratyahara o control de los sentidos
6. Dharana o concentración
7. Diana o meditación
8. Samadhi o contemplación

Las primeras dos etapas son la preparación o requisitos preliminares esenciales que todo individuo ha de observar al emprender el sendero de la perfección. Muchos historiadores han convenido en llamarlas «virtudes». Las tres etapas siguientes atañen a la disciplina del cuerpo y de los sentidos. Las cinco son, pues, una preparación externa para que el ser humano logre ordenar su conducta. Las tres últimas etapas son internas y abarcan los aspectos del control de la mente. El fin último de las ocho es alcanzar la felicidad, que la filosofía yóguica la ha vinculado siempre al encuentro de lo divino, más certeramente, al despertar de lo divino en el hombre. La trascendencia de lo humano y el abrazo con la parte más excelsa en cada uno de nosotros. El reencuentro con lo esencial. El filósofo oriental A. Watts (1995){3} decía que «cada individuo es un disfraz de Dios jugando al escondite consigo mismo a través de la eternidad». Es conveniente aclarar que en el sistema de pensar oriental{4} que nos ocupa, el término Dios tiene muy poco que ver con la dimensión religiosa a la cual está ligada en el conocimiento occidental a partir del nacimiento de Cristo. Para la primera, es mucho más sencillo argumentar sobre lo que Dios no es que hablar de lo que es, mencionándolo como lo indescriptible, lo innombrable, lo esencial... Tan solo cuando una persona transciende lo que no es, consigue vislumbrar lo que es, y eso es Dios.

etiuca.jpgLos hábitos regulares que forman la base moral y ética de la filosofía yóguica se denominan Yamas, a saber: inofensividad, veracidad, honradez, templanza y generosidad, y Niyamas, que abarcan la limpieza, el contento, la austeridad, el estudio de uno mismo y la devoción a un ideal.

Cuando estábamos leyendo Ética a Nicómaco tuvimos la necesidad de dirigirnos a los YogaSutras, que hace tanto tiempo habíamos leído, con la intención de datar, primero, ambas obras y, segundo, comprobar su aparente parecido. Oriente y Occidente. Aristóteles y Patánjali.

Después de cotejar ampliamente los dos textos, entendemos que Aristóteles desarrollará en su Ética a Nicómaco una teoría de la perfección humana que ya venían recogiendo en los Upanishads, y más antiguamente en los Brahmanas{5} y en los Vedas{6}, todos aquellos seres que buscaron la felicidad. Los filósofos –espirituales, místicos, perennes,... simplemente aquellos que se interesaron por el alcance de lo divino– orientales y occidentales caminaron por senderos bien distintos, mas pretendiendo un idéntico despertar.

A modo de introducción. Reinventar la obra de Aristóteles

Cuando Aristóteles escribió su obra, lo hizo posiblemente condicionado por el momento histórico cultural que le tocó vivir. Pero la totalidad cultural se reconstruye permanentemente. Por ello, cuando imaginamos a Aristóteles en este ensayo, la referencia es más a la imagen actual de este filósofo que a lo que él haya podido ser o pensar en función de su tiempo. Nos parece un tanto ingenuo que me plantee cual pudo haber sido el auténtico pensamiento de este gran erudito. El estudio de la Ética a Nicómaco se inscribe en el paradigma cultural de un momento concreto. Hoy y solo ahora podemos hablar de Aristóteles, después de que tantos otros pensadores lo hayan hecho también en su ahora. Sin embargo, a nuestro modo de ver, un gran autor es, precisamente, alguien cuya obra se deja reinventar perpetuamente. Este es el caso que nos ocupa.

El Estagirita creó el texto en el siglo IV a. C. y al hacerlo no debió entrar en sus cálculos dirigirla a una gran mayoría de público, pues su enrevesado y árido estilo difiere del nivel intelectual medio que se supone en esta época. De ahí que el carácter del libro pueda ser considerado ocultista y de proyección privada, para un reducido núcleo de pensadores. De acuerdo a una opinión generalizada, la obra estuvo dedicada a su hijo Nicómaco. Sin embargo, J. L. Calvo Martínez (2001) apunta que este dato es impensable, «ya que tal cosa no era costumbre en la época y era inadecuada para un escrito esotérico»{7}. Y más adelante señala «que tanto el nombre de Ética como los adjetivos se deben a un tercero –al erudito que puso orden en la multitud de escritos de Aristóteles y los organizó en Tratados más o menos unitarios–. Este pudo ser Andronico de Rodas (s. II a. C.) o quizá alguien anterior.»{8}

La Ética a Nicómaco es una reflexión acerca de la consecución de la felicidad a través de la virtud humana. Todos los seres anhelan ser felices, es decir, desplegar y manifestar sus posibilidades inmanentes e innatas. Aristóteles escribe para explicarnos el camino que consideró el más adecuado. Investiguemos juntos este sendero ético.

El sendero hacia la Felicidad en Ética a Nicómaco

Libros I y II

Aristóteles invita a la realización de la virtud como la mejor manera de ser buenos. Estamos ante una ciencia práctica de la conducta humana, no un conocimiento únicamente teórico. La Política sería su nombre y el político quien conoce y se preocupa por los asuntos del alma. La Política es la ciencia que se encarga del Bien Supremo en el hombre, al que llama Felicidad. A ella se accede a través de una vida elevada y perfecta, la vida de la contemplación de la verdad, que es la que siguen los que saben, aquellos instalados en el «ser». La vida del honor la siguen los individuos que se instalan en el «hacer», la vida de la acción. Mientras que los que no saben, la mayoría, se quedan en la vida del placer mundano. Al final del Libro X vuelve a tratar el tema de la vida más elevada, quizás, en la mayor de las enseñanzas que Aristóteles nos transmite y de la que me ocuparé a lo largo del ensayo.

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¿En qué consiste la Felicidad para el ser humano?. Es momento de acudir al alma y comprender que sus actividades pueden ser realizadas en base a la máxima excelencia o virtud, las cuales conducen a esa anhelada Felicidad. A partir de aquí, la Ética se afana en el estudio de la Virtud y las virtudes. Nos movemos en terrenos anímicos. Se distinguen dos tipos de virtud o excelencia humana: la moral y la intelectual. La virtud moral es una expresión del carácter y la conducta. Sean buenos y domínense, sean virtuosos y no estarán a merced de sus instintos más bajos. La virtud moral es el punto medio entre dos extremos. Hábitos de acción que se ajustan al término medio y han de flexibilizarse debido a las diferencias entre la gente y otros factores. El medio es el equilibrio. Las virtudes intelectuales se refieren a la vida de la parte racional del alma (Libro VI), que son la función natural del ser humano. Las primeras, morales, se someten a las razones segundas. Ambas son medios destinados a la consecución de la Felicidad.

El estudio de las virtudes se asemeja al conocimiento de uno mismo. Comprobar cuales son nuestras tendencias, hacia qué extremos tendemos y alejarnos de ellos.

Libros III y IV

Estamos ante la responsabilidad moral. La elección humana es determinante. La virtud y el vicio son voluntarios porque dependen de nosotros. A partir de aquí, se acomete el estudio de las diferentes virtudes. Comienza analizando la Valentía y la Templanza para más tarde dedicarse a las virtudes sociales propias del tiempo que se trata en la obra. Aquí comprobamos que la de Aristóteles es una ética elitista. Su discurso condena a los no ciudadanos, los esclavos, la gente pobre, los trabajadores asalariados, las mujeres o los niños, mientras el camino de la Virtud estaba destinado a los varones adultos, acomodados y maduros, ciudadanos de la clase alta.

Libro V

En él se trata íntegramente el tema de la Justicia. Si injusto es aquel que quebranta la ley, el justo será el que la cumple y, por tanto, habrá una justicia general que nos aconseja ser virtuosos y abandonar los vicios. También estaría la justicia particular que consistiría en quedarse con la parte que a uno le corresponde, que es el término medio entre el exceso y el defecto. Aristóteles distingue, dentro de esta justicia particular, entre una pública (reparto de bienes y honores de la comunidad) y otra privada que regula los intercambios entre ciudadanos.

Evidentemente, el interés principal es el análisis de la justicia general, al que va dirigido el libro. La justicia es tomada como la virtud que relaciona armoniosamente a todas las demás, cuando las partes del alma se sitúan en su correcto sitio y cumplen con la misión deseable. El intelecto es quien gobierna. La persona justa, cuya vida está sometida a la razón más elevada, es una persona buena.

Otro tema es el de la Equidad y su relación con la justicia, convirtiéndose en el instrumento sustitutivo de la ley allá donde ésta no llega a los detalles y particularidades concretas. La justicia como cualidad moral que inclina a los seres humanos a practicar lo justo, la equidad se muestra superior a la justicia que corrige.

Libro VI

Desarrollo de las virtudes intelectuales. La virtud es el ejercicio de la parte más elevada del alma: la racional. Si la virtud depende de un acto voluntario, tiene que existir una cualidad en el alma que determine la bondad del fin y de los medios para llegar hasta él. Nos referimos a la Prudencia, que queda convertida en un criterio fundamental en el camino hacia la virtuosidad.

Hay tres elementos del alma que controlan la acción y la verdad: la Sensación, la Razón y el Deseo. Las sensaciones no conllevan al comportamiento excelso. El Deseo y la Razón se aúnan en la inteligencia práctica, como la actividad del alma que se dirige hacia la verdad fundada en un recto deseo. Se exige una educación de la parte del alma que contiene el Deseo. Todo ello es el hombre.

Otras virtudes intelectuales se añaden a la Razón en pos de la búsqueda de la verdad. La Ciencia, el Arte, la Sabiduría, la Intuición y la Prudencia. Cada una guarda una función distinta, si bien Aristóteles hace hincapié en distinguir a la Prudencia de las demás y la define como «excelencia en la deliberación, inteligencia en tanto que capacidad de comprender y consideración o juicio»{9}. De todas formas, es la Sabiduría, como no podía ser de otra forma, la virtud intelectual por excelencia.

Libro VII

Se trata la relación entre la Razón y la Pasión. La importancia de la primera en la virtud de la Continencia y de la segunda en la Incontinencia, vista como cualidad imperfecta. Continencia e Incontinencia, lo racional frente a lo pasional. Si el incontinente desconoce lo que es recto, su elección es moralmente recta y su falta de rectitud no es deliberada, por lo que no puede ser considerada como un vicio. La Incontinencia es incompatible con la Prudencia.

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Aparece la Intemperancia, como la falta de dominio sobre el placer. El Placer (Libro X) que todos buscamos, huyendo del sufrimiento. ¿Es bueno el placer?. El placer es actividad y existen tantas clases de placer como actividades, pero existe un Placer puro que es actividad y es fin, que es Felicidad. Virtud y Placer.

Libros VIII y IX

La Amistad. Se distinguen tres tipos de amistad: de utilidad, de placer y de virtud. Las dos primeras son más pasajeras y no se limitan a los individuos buenos. La más imperfecta es la utilitaria. Cuando amistad y virtud caminan de la mano, la actividad es buena. Pero esta última no abunda.

La amistad acompaña a toda relación social y crea el vínculo. Primero en torno a la Justicia, en las relaciones políticas y privadas. Después, la amistad del parentesco familiar y por último las relaciones entre amigos. Se considera al amigo como a un uno mismo semejante y es porque nos amamos a nosotros mismos por lo que podemos ser buenos en nuestro entorno próximo, identificándonos con el prójimo. Amistad y egoísmo. Amistad y benevolencia. Amistad y concordia.

Libro X

El Placer y la Felicidad son tratados con enorme brillantez. Se concilian virtud y placer en la acción que lleva a la Felicidad. El placer acompaña a la acción virtuosa y se identifica con la Felicidad última. El placer supremo va unido a la actividad que ejerce la virtud más elevada, la de los sabios que encuentran el más puro placer en la Contemplación. Esta es la actividad de la parte más elevada del alma. El placer del sabio. Por esto, la vida del intelecto es la más feliz y, por ende, la más placentera, porque la filosofía encierra placeres maravillosos por su pureza y permanencia y es razonable que el transcurso del tiempo sea más placentero para los que saben. La vida del sabio basada en la cercanía a lo divino. Aristóteles, como en toda su Metafísica, defiende la existencia del ser divino. Dios, en su calidad de ser perfecto. La Felicidad de lo divino, de la que desean participar todos los seres. La virtud moral se queda en lo humano y nada sabe de lo divino.

Otras consideraciones que dan fin al libro, abordan la necesidad de practicar la Ética. Si ella es expuesta para un reducido número de gentes maduras, se insta a crear un sistema educativo para los más jóvenes. El Estado se encargaría de su educación. Pero no es tarea fácil, por lo que la autoridad paterna tiene que asumir esta labor.

A partir de aquí, la filosofía que trata de los asuntos humanos debe incluir la Política. Así, el final de la Ética abre la puerta al inicio de la Política.

Hemos creído necesario recoger en este trabajo personal un breve repaso por los contenidos que Aristóteles expone en Ética a Nicómaco, de manera que el lector tenga la oportunidad de situarse y hacer sus propias conjeturas al respecto.

La reflexión que sigue a la profundización
El arte de la Contemplación, Dios y la Felicidad

Patánjali fundamentó un sendero basado en ocho prácticas, mientras Aristóteles abarcó un genial despliegue de virtudes y de perfección en la naturaleza humana. La supremacía de la razón en el estagirita y el control de los sentidos y la mente en el indio. El dominio de uno mismo del oriental y el equilibrio medio del occidental. Dharana o concentración, Dhyana o meditación y Samadhi o contemplación equivalen a la misma Contemplación de la cual habla Aristóteles. Dos senderos para un mismo final. Occidente y Oriente. Muchos aspectos de todas estas corrientes, escuelas y filosofías son, en realidad, perennes o universales, es decir, trascienden épocas y culturas y apuntan al corazón y al alma de todos los seres humanos sensibles a este conocimiento. El alma moderna y el alma antigua. Ahora es cuando podemos reinventar la filosofía de los más grandes pensadores que han existido.

Pero aquí no pueden terminar los planteamientos. Muy al contrario se vislumbra una reflexión mucho mayor que emana de la enseñanza que Aristóteles deja patente en su Libro X y la amplía. A partir de sus palabras:

«Pues bien, ya sea esto el intelecto o cualquier otra cosa que, en verdad, parece por naturaleza gobernar y conducir y tener conocimiento cierto acerca de las cosas buenas y divinas -porque sea ello mismo también divino o la parte más divina de las que hay en nosotros-, la actividad de esto conforme a la virtud propia sería la felicidad perfecta. Y ya se ha dicho que ella es apta para la contemplación... En efecto, ésta es la actividad suprema (pues el intelecto lo es entre lo que hay en nosotros y, entre los objetos del conocimiento, lo son aquellos con los que tiene relación el intelecto)... Y una vida de esta clase sería superior a la medida humana, pues no vivirá de esta manera en tanto que es un hombre, sino en tanto que hay en él un algo divino; y en la misma medida en que ello es superior a lo compuesto, en esa medida su actividad es superior a la correspondiente al resto de la virtud. Y, claro, si el intelecto es cosa divina en comparación con el hombre, la vida conforme a éste será divina comparada con la vida humana...»{10}

Abundando en la visión de Aristóteles, proponemos que la contemplación a la que se refiere, es un estado de conciencia, el único que nos permite acceder a las dimensiones de lo divino. De manera que el ser humano puede experimentar una graduación en sus niveles de conciencia, de acuerdo a la pureza de la actividad que ejecute. El estado contemplativo se correspondería con el más alto dominio consciente en el individuo, aquél que le conduciría a la sabiduría de Dios. Aristóteles asigna al hombre sabio la posibilidad de instalarse en esta virtud suprema de la Contemplación y le señala como el tipo de ser humano más perfecto, capaz de desarrollar la actividad que da acceso a la Felicidad última.

Ya nadie duda de la presencia de algo divino, que poco tiene que ver con intereses religiosos. Pero hay una pregunta que ha rondado nuestras cabezas durante toda la lectura de Ética a Nicómaco: ¿dónde ubica Aristóteles esa realidad última o Dios?. Para él, como para la mayor parte de la filosofía occidental contemporánea al autor, no se encuentra en ninguna parte de este mundo. El Dios de Aristóteles es, a nuestro modo de ver y coincidimos plenamente con las palabras del pensador K. Wilber (1998){11}, esencialmente ultramundano y no se halla en esta Tierra. Curiosamente el autor se pasa todo el libro, y toda su vida, en el estudio intramundano para después resultar ser uno de los ascendentistas arquetípicos de Occidente. Un Dios que no está inmanente en ningún dominio manifiesto. El Dios de Aristóteles es un Dios de perfección pura, que no se ensucia las manos con el mundo de lo relativo, quizás porque ello supondría comprometer su plenitud y delatar una ausencia de totalidad. El Estagirita sitúa a Dios en el mundo finito únicamente como aspiración final, como anhelo imposible. El propio Aristóteles, según el filósofo Salvador Pániker (1989){12} «en sus primeros diálogos (hoy perdidos), parece haberse inclinado hacia el pesimismo órfico-pitagórico», que anunciaba la imposibilidad para el hombre de participar de la naturaleza de lo que es verdaderamente excelente, por lo que hubiese sido mejor para él no haber nacido. Planteamientos que, como observamos en su Ética a Nicómaco, fue ligeramente variando gracias a un exquisito proyecto del intelecto y su actividad; pero esta idea no llega a ser entendida plenamente, pues se aprecia (véase el texto que reproduzco anteriormente) como el autor compara lo divino con el intelecto y éste formaría parte de nosotros, como lo más perfecto y sublime que tenemos. Pese a lo cual, Dios parece seguir allí y nosotros aquí, sin opción a salvar el abismo. Lo Absoluto y lo relativo.

patanjali.jpgPatánjali también nos habla del Dios último y enfoca la vida del hombre virtuoso y bueno en función de la consecución de una unión con lo divino. Cuando I. K. Taimni (1979){13} cita el primer Sutra de la parte referida a la práctica, justo antes de indicar el óctuple sendero que conduce a lo divino, indica que la entrega a Dios (se considere como se considere a este Dios), junto con la austeridad bien entendida y el estudio de sí mismo (que vienen a coincidir con los pilares de la pauta de conducta aristotélica), son los elementos que constituyen la vida yóguica que conduce a la perfección. Sin embargo, se da el matiz de que la filosofía yóguica oriental, jamás ha permitido que Dios se escape de este mundo de acá abajo y es en él en donde lo habremos de encontrar y abrazar, muy lejos de otras dimensiones no humanas. Es una tendencia generalizada en el pensamiento oriental tratar lo divino de la mano de lo humano. La lucha de contrarios Absoluto-relativo queda solucionada, ni siquiera hay lugar a ella.

Tal y como Aristóteles lo plantea, la imagen del cuerpo como un instrumento del alma es una idea nacida en una época y una cultura determinadas, una tradición y un lenguaje. Hoy consideramos superado este dualismo. Tan noble es el cuerpo como el alma. Porque son lo mismo. Es el reconocimiento implícito de que Dios no sólo es infinito sino también finito. Los filósofos occidentales han necesitado muchos siglos para desembarazarse de la idea rígida de la perfección humana (que es la idea tradicional de Dios) y recuperar el origen «sucio» de lo divino, reconciliando lo supra y lo infra, el espíritu con la materia, lo necesario con lo contingente, lo infinito y lo finito. La mayoría de teólogos todavía no se han enterado de este proceso. Nada exclusivamente finito me merece mucho respeto y ahí me declaro más oriental que occidental.

Pero ahora se nos plantea otra importante reflexión. Si somos coherentes y serios con nuestros planteamientos, igualmente hemos de cuestionar las etapas preliminares del óctuplo sendero en la teoría de Patánjali y nos preguntamos si es necesaria la virtud para caminar hacia lo divino. Encontramos escrito en los Upanishads:

«El Alma es lo Eterno. Está hecha de conciencia y mente: está hecha de vida y visión. Está hecha de tierra y aguas. Está hecha de aire y espacio. Está hecha de luz y oscuridad. Está hecha de deseo y paz. Está hecha de ira y amor. Está hecha de virtud y vicio. Está hecha de todo lo que está cerca. Está hecha de todo lo que está lejos. Esta hecha de todo.»{14}

¿No se encuentra Dios en el virtuoso así como en el pecador? ¿En el fango así como en las estrellas? De nuevo lo finito y lo infinito. Lo místico y lo sensual. Arriba y abajo. ¿Y lo divino? ¿Aristóteles y Patánjali? ¿Qué hacer?

En todo esto consiste el filosofar. Sucede que cada cual explora la realidad como mejor sabe y puede. De un lado, los místicos de Oriente, de otro el pragmatismo occidental. Cada observador construye su mundo. Dice Salvador Pániker (2000){15} que uno opta por el Dios-cómplice, o la complicidad divina, porque nos hace sentir en el mundo como en nuestra casa. Cada cual inventa al Dios-cómplice en su soledad. Y no podemos olvidar que la verdad construida por cada uno comporta el respeto a la verdad elaborada por el prójimo. Oriente y Occidente. El mismo fin y diferentes maneras de andar.

Consecuentemente, la Felicidad última de la que tratan Patánjali y Aristóteles, que es Dios, se nos ocurre que podríamos no buscarla fuera de nosotros mismos porque, quizás, ya la tengamos dentro. La hemos tenido siempre a nuestro lado, la entendamos como la entendamos, seamos como seamos. Ella está ahí, esperando paciente que la reconozcamos, que nos convirtamos en ella. Microcosmos y macrocosmos. El disfraz de Dios jugando consigo mismo a través de la eternidad.

Que cada individuo maquine su propia filosofía.

Notas

{1} J. N. Dasgupta, History of Mankind. Cultural and Scientific Development, Unesco, 1963.

{2} Breves textos de naturaleza filosófica, cronológicamente situados más allá del 600 a. de C. Los principales Upanishads son catorce. Los más antiguos escritos en prosa y relativamente largos. Algo posteriores, hacia el 500 a. de C. y más breves aparecen en verso. El lenguaje es clasificado como sánscrito.

{3} A. Watts, El futuro del éxtasis, Ed. Kairós, Barcelona 1995, pág. 170.

{4} Permítaseme generalizar lo «oriental» y lo «occidental» a lo largo de todo el texto, a sabiendas de que cada individuo es un sistema diferente de pensamiento.

{5} Liturgias en prosa de estilo seco, abstrusas y tortuosas con una cronología que se remonta al primer cuarto del primer milenio antes de Cristo.

{6} La escrituras más antiguas de la India, de origen desconocido. El texto védico fue transmitido oralmente durante decenas de generaciones, de ahí el cuidado que se puso en su correcta pronunciación.

{7} J. L. Calvo Martínez, Ética a Nicómaco, Ed. Alianza, Madrid 2001, pág. 8.

{8} Ibíd., pág. 9.

{9} J. L. Calvo Martínez, Ética a Nicómaco, Ed. Alianza, Madrid 2001, pág. 193.

{10} J. L. Calvo Martínez, Ética a Nicómaco, Ed. Alianza, Madrid 2001, págs. 302 y 303.

{11} K. Wilber, El ojo del espíritu, Ed. Kairós, Barcelona 1998.

{12} Salvador Pániker, Aproximación al origen, Ed. Kairós, Barcelona 1989.

{13} I. K. Taimni, La ciencia de la yoga. Comentarios a los YogaSutras de Patánjali, Ed. Rio Negro, Federación Teosófica Interamericana, 1979. Libro Segundo, pág. 129.

{14} Trad. de J. Mascaro, Himalayas of the Soul, Translations from the Sanskrit of the Principal Upanishads, Londres y Nueva York 1938, pág. 89.

{15} Salvador Pániker, Cuaderno Amarillo, Ed. Areté, Barcelona 2000.

samedi, 18 mai 2019

Guerra y saber político: Clausewitz y Günter Maschke

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Guerra y saber político:
Clausewitz y Günter Maschke

Antonio Muñoz Ballesta

Ex: http://www.nodulo.org

Conviene, especialmente cuando suenan tambores de guerra, no malinterpretar a Carlos Clausewitz (1780-1831), y reconocer la conclusión realista del filósofo militar prusiano, que la Guerra es la expresión o la manifestación de la Política

«George Orwell advertía en una ocasión que, en las sociedades libres, para poder controlar la opinión pública es necesaria una «buena educación», que inculque la comprensión de que hay ciertas cosas que no «estaría bien decir» –ni pensar, si la educación realmente tiene éxito–.» (Noam Chomsky en Tarragona, octubre de 1998)

A José María Laso, luchador en la paz y en la guerra

1

 La inminente guerra del Imperio realmente existente en el planeta, EEUU, contra Irak, y contra otros países del llamado «Eje del mal», entre los que se encuentra, según expresión de Gabriel Albiac, el «manicomio militarizado» de Corea del Norte, y que puede provocar la primera Guerra Nuclear en la que los dos contendientes utilicen efectivamente armas atómicas –aunque en la Historia contemporánea se ha estado varias veces al borde de la misma, y no solamente en la crisis de los misiles de Cuba, sino también hace unos meses en la guerra silenciada entre Pakistán y la India–, requiere que nos dispongamos a contemplarla con las mejores armas conceptuales posibles (pidiendo, a la misma vez, a Dios, a Alá, o a Yahvè, según la religión de cada uno, que «el conflicto bélico» no nos afecte individualmente).

¿Qué mejor arma conceptual, para nosotros, que delimitar lo que sea verdaderamente la «guerra» desde el punto de vista del «saber político»?

Porque las guerras no son una «maldición divina o diabólica» a pesar de que las consecuencias en las víctimas humanas, y la destrucción que provocan, así lo sea.

Las guerras pertenecen también, como nos recuerda Clausewitz, al «ámbito de la acción humana», y aunque siempre han estado envueltas en las formas artísticas de su tiempo y han sido el ámbito en el que se han realizado avances técnicos, tecnológicos y científicos de eficaz transcendentalidad –en el sentido del materialismo filosófico– innegable para las sociedades, las guerras «no pertenecen al campo de las artes y de las ciencias», y sin embargo, no son un saber sencillo, sino al contrario, «llevar una guerra» consiste en un saber de los más complejos y racionales que existen.

En las guerras se trata de «movimientos de la voluntad aplicado... a un objeto viviente y capaz de reaccionar», y por ello, subraya Günter Maschke, para Clausewitz, la guerra (también la próxima guerra contra Irak y Corea del Norte, &c., habría que añadir) es «incertidumbre, fricción y azar» que no permite una simplificación –ni por los militares, ni por los políticos e intelectuales– de los «complejos procesos» de la guerra, presentándola de tal forma «que incluso un niño podía tener el sentimiento de ser capaz de dirigir un ejército» («militärische Kinderfreunde»). Ni admite el desarme conceptual de la Filosofía ante ella, pues estaríamos renunciando a la comprensión verdadera de una de las cuestiones más cruciales del Presente histórico. ¡Ya es hora que la Filosofía no quede al margen de la Guerra, de la Idea de «guerra»!

2

gm.jpgEl gran ensayista y pensador de lo político y la política, Günter Maschke, ha encontrado, al respecto y recientemente{1}, una solución plausible al laberinto interpretativo de lo que realmente nos quiso decir Carlos Clausewitz (1780-1831) sobre la Idea de la «Guerra» en su obra principal De la guerra, y en concreto en su relación con la «política».

Günter Maschke, después de un preciosa, y laboriosa, labor exegética de la correspondencia y demás obras, algunas inéditas, del famoso general prusiano, ha concluido, lo que muchos siempre hemos intuido, desde hace tiempo, a saber, que:

«La Guerra es la expresión o la manifestación de la Política».

Es ésta conclusión de Maschke una tesis que acerca el pensamiento de Clausewitz al «realismo político», y lo aleja, definitivamente, de los análisis bien intencionados y humanitaristas, de ciertos filósofos, intelectuales, especialistas universitarios y periodistas, que continuamente tratan de ocultarnos o silenciarnos la verdad de la geopolítica del inicio del siglo XXI en el Mundo (los que Antonio Gramsci denominó «expertos en legitimación»).

No podía ser de otra forma ya que la realidad política internacional, y nacional, es objetiva, y es la que es, independientemente de la propaganda orwelliana que realicen los «intelectuales», los «centros de educación» y los medios de comunicación.

3

La propaganda orwelliana de EEUU, y de sus «satélites» europeos –«satélites» porque no han conseguido tener una política exterior común, ni un ejército propio–, más o menos sutil, se presenta en dos frentes.

El primero es el frente de la opinión pública y consiste en conseguir que la misma adopte el consenso «políticamente correcto» de la élite intelectual.

En este caso el «consenso» significa que la guerra contra Irak es inevitable y necesaria por parte de EEUU y sus aliados (en cambio más razones tendría Irán), independientemente de saber si realmente el Irak de 2003 ha amenazado o agredido a EEUU o a Inglaterra o a Alemania o a España, o si sabemos con certeza las consecuencias sobre la población civil que tendrán los bombardeos y la invasión de los soldados de las fuerzas terrestres (bombardeos que se vienen haciendo, por lo demás, periódicamente desde 1991, y terminación «por tierra» de la guerra del golfo de 1991, sin hacer mención de la «medida política o militar» del «embargo de medicamentos, &c.»). Pueblo irakí y kurdo que, indudablemente, no se merece el régimen político de Sadam Husein (ni de Turquía), ni la ausencia de los derechos humanos elementales, inexistencia de derechos fundamentales que, lamentablemente, se suele olvidar por los que están en contra de la guerra contra Irak, salvo la honrosa excepción de Noam Chomsky, quién siempre ha defendido los derechos humanos auténticos contra cualquier organización estatal o no, sea EEUU o se trate de otro Estado.

El segundo frente de la propaganda orwelliana se presenta en el campo de las ideas del saber político. En el análisis político interesa que no se comprenda, no ya por la opinión pública, sino tampoco por parte de los dedicados a la «ciencia política», lo que significa la realidad de la guerra y la política, pues es propio de la ideología de un determinado régimen político que su «élite intelectual» posea unas herramientas conceptuales «apropiadas» para la consecución, no de la verdad, sino de los objetivos del régimen político –que suele coincidir con los objetivos de los más ricos y poderosos del régimen y sus monopolios económicos–.

Günter Maschke, en mi opinión, contribuye con su acertado análisis o comprensión verdadera del pensamiento de Clausewitz, a no convertirnos en víctimas conceptuales de este segundo frente de la propaganda orwelliana del «eje del bien» y/o del «eje del mal».

4

Los «intelectuales humanitaristas», que están afectados, del llamado por Noam, «problema de Orwell»{2}, suelen permanecer en la «ilusión necesaria» de que la política fracasa cuando se recurre a la guerra (de que la guerra es el «fin» de la política), porque han interpretado incorrectamente la famosa frase de Clausewitz:

«La guerra es un instrumento de la política/ Der Krieg ist ein Instrument der Politik»{3}

La «ilusión» de estos intelectuales de la «intelligentsia» viene de la confusión entre «instrumento» y «objetivo» de la «verdadera política». Si consideramos la guerra como un simple instrumento del «arte de la política», y la política tiene el instrumento pacífico de la diplomacia ¿no es, por tanto, un «fracaso» de la política, el recurrir al «instrumento de la guerra»?

Günter-Maschke+Kritik-des-Guerillero-Zur-Theorie-des-Volkskriegs.jpgPlanteados así las premisas o los presupuestos, habría que concluir que sí; pero ocurre que las cosas no son así, es decir, que el pensamiento de Clausewitz (ni de los más importantes y coherentes «pensadores políticos», incluido Noam Chomsky) no tiene esos presupuestos que se les atribuye falsamente. Y ello debido a que la frase de Clausewitz (ni el pensamiento de los filósofos a los que me refiero) no puede sacarse del contexto de toda su obra, incluido la correspondencia, del general prusiano (y de los autores que miren «sin prejuicios» los hechos ).

Y el «objetivo» de la «política», como sabemos, es la eutaxia de su sociedad política; y para ello el objetivo no es solamente la «paz a cualquier precio», pues ello implicaría la renuncia a su «soberanía», a su «libertad» (si, en un país, todos aceptaran ser siervos o esclavos, o vivir en la miseria y sin luchar, no habría jamás violencia o «guerras»), &c., y en el límite la renuncia, de la misma sociedad política, a su «existencia» o permanencia en el tiempo de sus planes y programas –de su prólepsis política–.

Renuncia a la existencia de la misma sociedad política, puesto que, y esto se reconoce por Clausewitz y todos los autores, la «paz» como las «guerras», no son conceptos unívocos.

La «paz», y la «guerra», puede ser de muchas formas, desde la «Pax romana» a la «Paz establecida en Versalles». Además de la existencia, quizás más realista, de un «status mixtus que no es ni guerra ni paz», por ejemplo, ¿cómo calificar la situación actual entre Marruecos y España después de la «batalla» del islote Perejil? ¿O en el futuro, entre España e Inglaterra, por el asunto del peñón de Gibraltar? ¿O en el futuro, entre España y el «País Vasco» o «Catalonia» o «Galicia»? ¿De «diplomacia» o de «guerra»?

5

En realidad la guerra es la expresión o manifestación de la política, y ella –la guerra– es como «un verdadero camaleón, pues cambia de naturaleza en cada caso concreto», aparentemente creemos que se produce la «desaparición» de la política (o del Derecho Internacional) cuando «estalla la Guerra», y en verdad no es así, pues la política y la diplomacia continúa implementando sus planes y programas, ¿para qué?, para conseguir una mayor eutaxia de la sociedad política vencedora o no, en el «tiempo de paz» posterior (así consiguió EEUU su predominio en Oriente Medio después de la Guerra Mundial II).

Pues, recordemos que las guerras terminaban con los Tratados de Paz, por lo menos hasta la Guerra Mundial I. Hoy en día, parece más bien, que estemos en un permanente «estado de guerra» mundial, en el que es imposible un «Tratado de Paz» entre los contendientes. Así las cosas en el «mundo del saber político» ¿Cómo y cuando se firmará el Tratado de Paz entre EEUU y Ben Laden? ¿Y es posible tal cosa?

Bien dice G. Maschke que Clausewitz es autor de las siguientes frases que inclinan la balanza en favor del primado de lo político sobre lo militar en el tema de la «guerra»:

«la política ha engendrado la guerra», «la política es la inteligencia... y la guerra es tan sólo el instrumento, y no al revés», «la guerra es un instrumento de la política, es pues forzoso que se impregne de su carácter » político, la guerra «es solo una parte de la política... consecuentemente, carece absolutamente de autonomía», «únicamente se pone de manifiesto –la guerra– en la acción política de gobernantes y pueblos», «no puede, jamás, disociarse de la política», «pues las líneas generales de la guerra han estado siempre determinadas por los gabinetes... es decir, si queremos expresarlo técnicamente, por una autoridad exclusivamente política y no militar», o cuando dice «ninguno de los objetivos estratégicos necesarios para una guerra puede ser establecido sin un examen de las circunstancias políticas», &c.

gmbew.jpgAhora bien, volvamos a la Guerra contra Irak, una manifestación más (en este caso de violencia extrema «policial») de la nueva «política «del «Imperio» constituido y constituyente de la también «nueva forma de la relación-capital» –el «Capitalismo como forma Imperio», según la reciente tesis del libro de Antonio Negri y M. Hardt– e intentemos «comprender» ahora, con las «armas conceptuales tradicionales» clausewitzianas, la política del bando «occidental». Entonces, EEUU, dirigido por Bush II, se nos presenta como un «nuevo Napoleón» que reuniera en su persona política la categoría de «príncipe o soberano» al ser, a los ojos del Mundo, al mismo tiempo «cabeza civil y militar» de la «civilización». Pero otorgándole que sea la cabeza militar en el planeta, ¿quién le otorga el que sea también la «cabeza civil»?{4} –Noam Chomsky es más realista al reconocer que desde el punto de las víctimas, es indiferente que el poder que los humilla y mata se llame «Imperio» o «Imperialismo». En cambio, el poder militar y civil de Sadam Husein se nos da en toda su crueldad dictatorial, apoyada –por cierto– hasta hace once años por los mismos EEUU y Occidente, que miraban, entonces, para otro lado, cuando se cometían innumerables atentados a los derechos humanos contra su propia población irakí y kurda.

6

En verdad la guerra es la expresión de la política, y en ese orden, es decir, que la política no es la manifestación de la guerra, lo cual viene a dar la razón, no solamente al realismos político de Carl Schmitt y Julien Freund, sino también a Gustavo Bueno, pues la existencia de las sociedades políticas auténticas, de los Estados o Imperios, requiere una capa cortical que se da, entre otras causas, por la acción política partidista y eutáxica.

Se consigue así que dichos intelectuales no incidan, como deseamos todos, en su lucha y defensa por una nueva política que se exprese predominantemente en diplomacia, y no en guerras de exterminio, predominantemente «exterminio de civiles».

Estos «intelectuales» y periodistas se concentran, en cambio, en la denuncia «humanitaria»{5} de los males de la guerra (males de la guerra que por más que se han denunciado en la Historia no han dejado de producirse salvo que se ha influido de manera práctica en la política), olvidándose de luchar conceptualmente, filosóficamente, por conseguir una vuelta a la verdadera política que no se exprese en guerras nucleares generalizadas o no.

Y, en cambio, la verdadera política incluye, como nos demuestra el análisis de G. Maschke, dos partes, en su expresión, la «diplomacia» y la «guerra». Y la política de una sociedad determinada no deja de ser «verdadera política» –utilizando conceptos de la «realista» filosofía política de Gustavo Bueno– cuando se manifiesta en diplomacia o en la guerra.

No se reduce la política a la paz, y a los medios pacíficos.

Otra de las causas del error habitual, hasta ahora, en la interpretación de Clausewitz, es no percatarse del origen histórico de determinadas Ideas del saber político, y viene recogida y resaltada por G. Maschke, a saber, la trascendental importancia del cambio histórico en la concepción de la guerra, con la Revolución Francesa de 1789 y Napoleón (príncipe o soberano, y no sencillamente «dictador»), ya que se pasó del «viejo arte de la guerra» de gabinete de los Estados Absolutistas, a «los grandes alineamientos engendrados por la guerras», por la Revolución.

ra-cl.jpgGustavo Bueno ha recogido también esta modificación crucial, sin hipostatizarla, con su análisis del surgimiento de la Idea de la «Nación política» o nación canónica:

«Algunos historiadores creen poder precisar más: la primera vez en que se habría utilizado la palabra nación, como una auténtica «Idea-fuerza», en sentido político, habría tenido lugar el 20 de septiembre de 1792, cuando los soldados de Kellerman, en lugar de gritar «¡Viva el Rey!», gritaron en Valmy: «¡Viva la Nación!» Y, por cierto, la nación en esta plena significación política, surge vinculada a la idea de «Patria»: los soldados de Valmy eran patriotas, frente a los aristócratas que habían huido de Francia y trataban de movilizar a potencias extranjeras contra la Revolución.» Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999, página 109.

Por ello, el realismo político, y toda la filosofía política «realista» –en cuanto sabe separar la ideología y la verdad geopolítica– que incluye, en este sentido y a mi entender, a Gustavo Bueno y a Noam Chomsky, tienen que reconocer, lo que ya dijera Clausewitz:

«Que la «guerra no es otra cosa que la prosecución de la política por otros medios»

O como dice el mismo Günter Maschke: «La tesis fundamental de Clausewitz no es que la guerra constituye un instrumento de la política, opinión de los filántropos que cultivan la ciencia militar, sino que la guerra, sea instrumento o haya dejado de serlo, es la «prosecución de la política por otros medios.» Pero Clausewitz encontró una formulación aún mejor, sin percatarse de la diferencia con la precedente. Él escribe que las guerras no son otra cosa que «expresiones de la política» (tal cita proviene del estudio, todavía inédito, «Deutsche Streitkräfte», cfr. Hahlweg en la edición citada de Vom Kriege, pág. 1235), y en otro lugar, que la guerra «no es sino una expresión de la política con otros medios».» Empresas políticas, número 1, Murcia 2002, pág. 47.

7

En conclusión, es mucho más «humano» ser «realista» en el saber político, cuando se trata de Idea tan omnipresente como la «guerra», pues se evitan más «desastres humanitarios», y se consigue más auténtica libertad y justicia, cuando superamos el «problema de Orwell» y podemos contemplar la política tal como es, es decir, como la que tiene el poder real de declarar la guerra y la paz, que van configurando, a su vez, los «cuerpos de las sociedades políticas» en sus respectivas «capas corticales». Por ello la solución de G. Maschke a las ambigüedades de la obra de Clausewitz viene a contribuir al intento serio de cambiar la política para evitar las guerras. Se trata de una lucha por la verdad, en la paz y en la «guerra».

Notas

{1} «La guerra, ¿instrumento o expresión de la política? Acotaciones a Clausewitz», traducción de J. Molina, en la revista Empresas políticas (Murcia), año I, número 1 (segundo semestre de 2002).

{2} El «problema de Orwell» es el tema central de la labor de Noam como filósofo político, y consiste en la cuestión de «cómo es posible que a estas alturas sepamos tan poco sobre la realidad social» y política de los hombres(y olvidemos tan pronto las matanzas, miserias, etc. causados por el poder estatal imperialista), disponiendo, como se dispone, de todos los datos e informaciones sobre la misma. A Orwell no se le ocultó que una «nueva clase» conseguía en gran medida que los hechos «inconvenientes» para el poder político y económico, llegasen a la opinión pública «debidamente interpretados», y para ello si era preciso cambiar el Pasado, se hacía, pues se controlaba los hechos y los conceptos del Presente. La propaganda en las sociedades «libres» se consigue sutilmente, por ejemplo por el procedimiento de fomentar el debate pero dejando unos presupuestos o premisas de los mismos sin expresarse (y sin poder ser criticadas), o discutiendo por la intelligentsia, entre sí, cuestiones periféricas, dando la impresión de verdadera oposición.

{3} Clausewitz, Vom Kriege, págs. 990-998, 19 ed., Bonn 1980.

{4} La ONU, como institución internacional con «personalidad jurídica propia», ha sido «puenteada» continuamente por EEUU, cuando le ha interesado, y sus Resoluciones incumplidas sistemáticamente, siempre y cuando no sean como la 1441, que da a entender, o no –dicen otros– que se puede utilizar la «fuerza» contra el dictador irakí.

{5} ¡Como si no fuera «humano» el análisis científico y filosófico del concepto de las guerras y sus relaciones con la política, precisamente para conseguir mejores y mayor cantidad de Tratados de Paz!

vendredi, 17 mai 2019

Michel Maffesoli: “L’entre-soi médiatico-politique”

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Michel Maffesoli: “L’entre-soi médiatico-politique”

 

Michel Maffesoli, professeur émérite à la Sorbonne et membre de l’Institut, analyse les raisons du fossé qui s’est établi entre le peuple et les élites. La classe médiatico-politique semble s’être repliée sur elle-même et vit dans l’entre-soi. Pourquoi n’est-elle pas capable d’entrer en empathie avec le peuple ? Comment cette rupture a-t-elle été consommée ?

N’est-ce point le mépris vis-à-vis du peuple, spécificité d’une élite en déshérence, qui conduit à ce que celle-ci nomme abusivement « populisme » ? L’entre-soi, particulièrement repérable dans ce que Joseph de Maistre nommait la « canaille mondaine » – de nos jours on pourrait dire la « canaille médiatique » –, cet entre-soi est la négation même de l’idée de représentation sur laquelle, ne l’oublions pas, s’est fondé l’idéal démocratique moderne. En effet, chose frappante, lorsque par faiblesse on cède aux divertissements médiatiques, ça bavarde d’une manière continue dans ces étranges lucarnes de plus en plus désertées. Ça jacasse dans ces bulletins paroissiaux dont l’essentiel des abonnés se recrute chez les retraités. Ça gazouille même dans les tweets, à usage interne, que les décideurs de tous poils s’envoient mutuellement.

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La verticalité du pouvoir.

L’automimétisme caractérise le débat, national ou pas, que propose le pouvoir – automimétisme que l’on retrouve dans les ébats indécents, quasiment pornographiques, dans lesquels ce pouvoir se donne en spectacle. Pour utiliser un terme de Platon, on est en pleine théâtrocratie, marque des périodes de décadence. Moment où l’authentique démocratie, la puissance du peuple, est en faillite.

Automimétisme de l’entre-soi ou auto-représentation, voilà ce qui constitue la négation ou la dénégation du processus de représentation. On ne représente plus rien, sinon à courte vue, soi-même. Cette Caste on ne peut plus isolée, en ses diverses modulations – politique, journalistique, intellectuelle –, reste fidèle à son idéal « avant-gardiste », qui consiste, verticalité oblige, à penser et à agir pour un prétendu bien du peuple.

Cette Caste on ne peut plus isolée, en ses diverses modulations – politique, journalistique, intellectuelle –, reste fidèle à son idéal « avant-gardiste », qui consiste, verticalité oblige, à penser et à agir pour un prétendu bien du peuple.

Une telle verticalité orgueilleuse s’enracine dans un fantasme toujours et à nouveau actuel : « Le peuple ignore ce qu’il veut, seul le Prince le sait » (Hegel). Le « Prince » peut revêtir bien des formes, de nos jours celle d’une intelligentsia qui, d’une manière prétentieuse, entend construire le bien commun en fonction d’une raison abstraite et quelque peu totalitaire, raison morbide on ne peut plus étrangère à la vie courante.

Ceux qui ont le pouvoir de dire vitupèrent à loisir les violences ponctuant les soulèvements populaires. Mais la vraie « violence totalitaire » n’est-elle pas celle de cette bureaucratie céleste qui, d’une manière abstruse, édicte mesures économiques, consignes sociales et autres incantations de la même eau en une série de « discours appris » n’étant plus en prise avec le réel propre à la socialité quotidienne ? N’est-ce pas une telle attitude qui fait dire aux protagonistes des ronds-points que ceux qui détiennent le pouvoir sont instruits, mais non intelligents ?

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Le monopole de la parole.

Ceux-là même qui vitupèrent et parlent, quelle arrogance !, de la « vermine paradant chaque samedi », ceux-là peuvent-ils comprendre la musique profonde à l’œuvre dans la sagesse populaire ? Certainement pas. Ce sont, tout simplement, des pleureuses pressentant, confusément, qu’un monde s’achève. Ce sont des notables dans l’incapacité de comprendre la fin du monde qui est le leur. Et pourtant cette Caste s’éteint inexorablement.

Au mépris vis-à-vis du peuple correspond logiquement le mépris du peuple n’ayant plus rien à faire avec une élite qu’il ne reconnaît plus comme son maître d’école. Peut-être est-ce pour cela que cette élite, par ressentiment, utilise, ad nauseam, le mot de « populisme » pour stigmatiser une énergie dont elle ne comprend pas les ressorts cachés.

Le bienfait des soulèvements, des insurrections, des révoltes, c’est de rappeler, avec force, qu’à certains moments « l’hubris », l’orgueil d’antique mémoire des sachants, ne fait plus recette. Par là se manifeste l’important de ce qui n’est pas apparent. Il y a, là aussi, une théâtralisation de l’indicible et de l’invisible. Le « roi clandestin » de l’époque retrouve alors une force et une vigueur que l’on ne peut plus nier.

L’effervescence sociétale, bruyamment (manifestations) ou en silence (abstention) est une manière de dire qu’il est lassant d’entendre des étourdis-instruits ayant le monopole légitime de la parole officielle, pousser des cris d’orfraie au moindre mot, à la moindre attitude qui dépasse leur savoir appris.

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Le lieu fait lien.

Manière de rappeler, pour reprendre encore une formule de Joseph de Maistre, « les hommes qui ont le droit de parler en France ne sont point la Nation ».

Qu’est-ce que la Nation ? En son sens étymologique, Natio, c’est ce qui fait que l’on nait (nascere) ensemble, que l’on partage une âme commune, que l’on existe en fonction et grâce à un principe spirituel. Toutes choses échappant aux Jacobins dogmatiques, qui, en fonction d’une conception abstraite du peuple, ne comprennent en rien ce qu’est un peuple réel, un peuple vivant, un peuple concret. C’est-à-dire un peuple privilégiant le lieu étant le sien.

Les Jacobins dogmatiques, en fonction d’une conception abstraite du peuple, ne comprennent en rien ce qu’est un peuple réel, un peuple vivant, un peuple concret.

Le lieu fait lien. C’est bien ce localisme qui est un cœur battant, animant en profondeur les vrais débats, ceux faisant l’objet de rassemblements, ponctuant les manifestations ou les regroupements sur les ronds-points. Ceux-ci sont semblables à ces trous noirs dont nous parlent les astrophysiciens. Ils condensent, récupèrent, gardent une énergie diffuse dans l’univers.

C’est bien cela qui est en jeu dans ces rassemblements propres au printemps des peuples. Au-delà de cette obsession spécifique de la politique moderne, le projet lointain fondé sur une philosophie de l’Histoire assurée d’elle-même, ces rassemblements mettent l’accent sur le lieu que l’on partage, sur les us et coutumes  qui nous communs.

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L’émotion et la solidarité.

C’est cela le localisme, une spatialisation du temps en espace. Ou encore, en laissant filer la métaphore scientifique, une « einsteinisation » du temps. Etre-ensemble pour être-ensemble sans finalité ni emploi. D’où l’importance des affects, des émotions partagées, des vibrations communes. En bref, l’émotionnel.

Pour reprendre une figure mythologique, « l’Ombre de Dionysos » s’étend à nouveau sur nos sociétés. Chez les Grecs, l’orgie (orgè) désignait le partage des passions, proche de ce que l’on nomme de nos jours, sans trop savoir ce que l’on met derrière ce mot : l’émotionnel. Emotionnel, ne se verbalisant pas aisément, mais rappelant une irréfragable énergie, d’essence un peu mystique et exprimant que la solidarité humaine prime toutes choses, et en particulier l’économie, qui est l’alpha et l’oméga de la bien-pensance moderne. Que celle-ci d’ailleurs se situe à la droite, à la gauche, ou au centre de l’échiquier politique dominant.

L’émotionnel et la solidarité de base sont là pour rappeler que le génie des peuples est avant tout spirituel. C’est cela que, paradoxalement, soulignent les révoltes en cours. Et ce un peu partout de par le monde. Ces révoltes actualisent ce qui est substantiel. Ce qui est caché au plus profond des consciences. Qu’il s’agisse de la conscience collective (Durkheim) ou de l’inconscient collectif (Jung). Voilà bien ce que l’individualisme ou le progressisme natif des élites ne veut pas voir. C’est par peur du Nous collectif qu’elles brandissent le spectre du populisme.

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L’organique contre le mécanique.

Paul Valéry le rappelait : « Ce n’est pas sur ce qu’ils voient, mais sur ce qu’ils ne voient pas qu’il faut juger les hommes ». C’est bien sur ce qu’ils ne voient pas qu’il faut juger la Caste agonisante des notables établis : incapacité de repérer l’invisible à l’œuvre dans le corps social, incapacité à apprécier l’instinct naturel qui meut, sur la longue durée, la puissance populaire.

On est, dès lors, dans la métapolitique. Une métapolitique faisant fond comme je l’ai indiqué sur les affects partagés, sur les instincts premiers, sur une puissance au-delà ou en-deçà du pouvoir et qui parfois refait surface. Et ce d’une manière irrésistible. Comme une impulsion quelque peu erratique, ce qui n’est pas sans inquiéter ceux qui parmi les observateurs sociaux restent obnubilés par les Lumière (XVIIIe siècle) ou par les théories de l’émancipation, d’obédience socialisante ou marxisante propres au XIXe siècle et largement répandues d’une manière plus ou moins consciente chez tous les « instruits » des pouvoirs et des savoirs établis.

C’est bien sur ce qu’ils ne voient pas qu’il faut juger la Caste agonisante des notables établis : incapacité de repérer l’invisible à l’œuvre dans le corps social, incapacité à apprécier l’instinct naturel qui meut, sur la longue durée, la puissance populaire.

En son temps, contre la violence totalitaire des bureaucraties politiques[1], j’avais montré, en inversant les expressions de Durkheim, que la solidarité mécanique était la caractéristique de la modernité et que la solidarité organique était le propre des sociétés primitives. C’est celle-ci qui renaît de nos jours dans les multiples insurrections populaires. Solidarités organiques qui, au-delà de l’individualisme, privilégient le « Nous » de l’organisme collectif. Celui de la tribu, celui de l’idéal communautaire en gestation. Organicité traditionnelle, ne pouvant qu’offusquer le rationalisme du progressisme benêt dont se targuent toutes les élites contemporaines.

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Vers une tradition dynamique !

Oui, contre ce progressisme dominant, on voit renaître les « instincts ancestraux » tendant à privilégier la progressivité de la tradition. La philosophie progressive, c’est l’enracinement dynamique. La tradition, ce sont les racines d’hier toujours porteuses de vitalité. L’authentique intelligence « progressive », spécificité de la sagesse populaire, c’est cela même comprenant que l’avenir est un présent offert par le passé.

C’est cette conjonction propre à la triade temporelle (passé, présent, avenir) que, pour reprendre les termes de Platon, ces « montreurs de marionnettes » que sont les élites obnubilées par la théâtrocratie sont incapables de comprendre. La vanité creuse de leur savoir technocratique fait que les mots qu’ils emploient, les faux débats et les vrais spectacles dont ils sont les acteurs attitrés sont devenus de simples mécanismes langagiers, voire des incantations qui dissèquent et règlementent, mais qui n’apparaissent au plus grand nombre que comme de futiles divertissements. Les révoltes des peuples tentent de sortir de la grisaille des mots vides de sens, de ces coquilles vides et inintelligibles. En rappelant les formes élémentaires de la solidarité, le phénomène multiforme des soulèvements est une tentative de réaménager le monde spirituel qu’est tout être-ensemble. Et ce à partir d’une souveraineté populaire n’entendant plus être dépossédée de ses droits.

Les révoltes des peuples rappellent que ne vaut que ce qui est raciné dans une tradition qui, sur la longue durée, sert de nappe phréatique à toute vie en société. Ces révoltes actualisent l’instinct ancestral de la puissance instituante, qui, de temps en temps, se rappelle au bon souvenir du pouvoir institué.

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Le bon sens populaire.

Voilà ce qui, en son sens fort, constitue le génie du peuple, génie n’étant, ne l’oublions pas, que l’expression du gens, de la gente, c’est-à-dire de ce qui assure l’éthos de toute vie collective. Cet être-ensemble que l’individualisme moderne avait cru dépassé ressurgit de nos jours avec une force inégalée.

Mais voilà, à l’encontre de l’a-priorisme des sachants, a-priorisme dogmatique qui est le fourrier de tous les totalitarismes, ce génie s’exprime maladroitement, parfois même d’une manière incohérente ou se laissant dominer par les passions violentes. L’effervescence fort souvent bégaie. Et, comme le rappelle Ernest Renan : « Ce sont les bégaiements des gens du peuple qui sont devenus la deuxième bible du genre humain ».

Cet être-ensemble que l’individualisme moderne avait cru dépassé ressurgit de nos jours avec une force inégalée.

Remarque judicieuse, soulignant qu’à l’encontre du rationalisme morbide, à l’encontre de l’esprit appris des instruits, le bon sens prend toujours sa source dans l’intuition. Celle-ci est une vision de l’intérieur. L’intuition est une connaissance immédiate, n’ayant que faire des médias. C’est-à-dire n’ayant que faire de la médiation propre aux interprétations des divers observateurs ou commentateurs sociaux. C’est cette vision de l’intérieur qui permet de reconnaître ce qui est vrai, ce qui est bon dans ce qui est, et, du coup, n’accordant plus créance au moralisme reposant sur la rigide logique du devoir-être.

Du bien-être individuel au plus-être collectif.

C’est ainsi que le bon sens intuitif saisit le réel à partir de l’expérience, à partir du corps social, qui, dès lors, n’est plus une simple métaphore, mais une incontournable évidence. Ce que Descartes nommait l’« intuition évidente » comprend ainsi, inéluctablement, ce qui est évident.

Dès lors ce n’est plus le simple bien-être individualiste d’obédience économiciste qui prévaut, mais bien un plus être collectif. Et ce changement de polarité, que l’intelligentsia ne peut pas, ne veut pas voir, est conforté par la connaissance collective actualisant la « noosphère » analysée par Teilhard de Chardin, celle des réseaux sociaux, des blogs et autres Tweeters. Toutes choses confortant un « Netactivisme » dont on n’a pas fini de mesurer les effets.

Voilà le changement de paradigme en cours dont les soulèvements actuels sont les signes avant-coureurs. On comprendra que les zombies au pouvoir, véritables morts-vivants, ne peuvent en rien apprécier la vitalité quasi-enfantine à l’œuvre dans tous ces rassemblements. Car cette vitalité est celle du « puer aeternus » que les pisse-froids nomment avec dégoût « jeunisme ». Mais ce vitalisme juvénile[2], où prédomine l’aspect festif, ludique, voire onirique, est certainement la marque la plus évidente de la postmodernité naissante.

Michel Maffesoli

[1] Michel Maffesoli, La Violence totalitaire (1979), réédité in Après la Modernité, CNRS Éditions, 2008, p.539.

[2] La jeunesse n’étant bien sûr pas un problème d’âge, mais de ressenti, ce que traduit bien le mythe fédérateur de la postmodernité qu’est le Puer aeternus

mardi, 14 mai 2019

La force de l’existence

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La force de l’existence

par Patrice-Hans Perrier

Ex: https://echelledejacob.blogspot.com

Les temps sont difficiles pour les patriotes actifs des deux côtés de l’Atlantique. En effet, le rouleau compresseur des diverses chartes onusiennes et la pression des grandes multinationales font en sorte que les prérogatives des États nationaux se réduisent, chaque jour, en peau de chagrin. Il y a péril en la demeure et c’est le cas de le dire.

DdtYwYdV4AAsic3.jpgL’historien Dominique Venner s’épanche longuement dans son essai, intitulé « Un samouraï d’Occident », sur les causes du déclin de l’Europe et de la civilisation helléno-chrétienne. D’après lui, l’inéluctable déclin de notre civilisation serait dû, d’entrée de jeu, à la perte de ce qui constituait la substantifique moelle de notre éthos collectif.

La charpente de nos mœurs et de nos valeurs spirituelles aurait été endommagée par une sorte de suicide collectif : un phénomène s’appuyant, non seulement sur l’hubris débridée de nos élites, mais tout autant sur l’effondrement d’une sagesse populaire qui puisait à une tradition plurimillénaire. Nous aurions perdu les bornes qui contenaient les menaces qui s’appesantissent sur nos sociétés déboussolées au moment de composer ces quelques lignes.
 
La perte des repères de la nature

Reprenant les préceptes exposés dans L’Homme et la technique, d’Oswald Spengler, l’historien Venner fustige la fuite en avant d’une technicité automotrice, laissée à elle-même sans contrepartie humaine. Ainsi, selon Spengler, « la pensée faustienne commence à ressentir la nausée des machines ». Prenant appui sur les observations du grand philosophe Martin Heidegger, Dominique Venner dénonce cette « métaphysique de l’illimité » qui repousse toujours plus loin les bornes de la technique, mais aussi de l’éthique. Le délire techniciste qui déferle sur notre époque aura contribué à faire sauter les digues des antiques préceptes qui guidaient nos sociétés depuis la nuit des temps.

Les anciens nous auraient légué, toujours selon Venner, « … l’idée de « cosmos », « l’idée que l’univers n’est pas un chaos, mais qu’il est au contraire soumis à l’ordre et à l’harmonie ». Et, de résumer la pensée principielle d’Homère qui pose les préceptes d’une vie bonne : « la nature comme socle, l’excellence comme but, la beauté comme horizon ». L’hubris de nos dirigeants, la décadence des mœurs et l’univers concentrationnaire de nos cités délabrées seraient les conséquences de l’effritement de l’antique sagesse. De la perte des bornes qui fondaient nos rapports en société et la culture comme lit de la mémoire de la cité. Les digues de la sagesse ayant été rompues, nous errons à travers nos cités dévastées tels des ilotes privés d’un droit de cité qui n’est plus qu’une chimère en l’espèce.

La métaphysique de l’illimité

Dominique Venner n’est pas le seul à dénoncer cette « métaphysique de l’illimité » qui prend appui sur l’idée que l’homme serait, à l’instar des dieux, un démiurge capable de manipuler les propriétés de la nature. Charles Taylor, ancien professeur de philosophie à l’Université McGill de Montréal, dans un petit essai intitulé Grandeur et misère de la modernité, remet en cause cette « culture contemporaine de l’authenticité » qui dériverait d’un idéalisme pathologique. Ce dernier estime que nos élites s’enferment, de plus en plus, dans un véritable onanisme intellectuel et spirituel. Ainsi, la quête de « l’authenticité » procéderait d’un idéalisme qui s’enferme dans ses présupposés, refusant toute forme de dialogue au final. Tout cela le pousse à affirmer que « les modes les plus égocentriques et « narcissiques » de la culture contemporaine sont manifestement intenables ».

Et, c’est par un extraordinaire effet de retournement que les occidentaux nés après la Seconde guerre mondiale se sont comportés telle une génération spontanée, faignant d’ignorer le legs de leurs prédécesseurs. Combattant les effets délétères d’une révolution industrielle métamorphosée en nécrose financière, les adeptes de la contre-culture ont fini par se réfugier dans une sorte de prostration mortifère. Les épigones de ce que certains nomment le « marxisme culturel » ont accaparé le temps de parole sur les ondes, sur Internet et partout sur la place publique des débats d’idées. De fait, il n’y a plus de débats possibles puisque l’hubris de ces nouvelles élites autoproclamées fait en sorte de transformer leurs contradicteurs en opposants politiques, voire en délinquants.

Les idiots utiles du grand capital apatride

L’idéalisme des pionniers de la contre-culture s’est transformé en fanatisme militant, capable de neutraliser toute forme de contestation au nom de la pureté de son combat apologétique. Manifestement incapables d’identifier le substratum de leurs luttes politiques, les nouveaux épigones de cette gauche de pacotille livrent une lutte sans merci à tous ceux qui osent s’opposer à la volonté de puissance des « forces du progrès » et de « l’esprit des lumières ». Sans même réaliser l’ironie de la chose, ces nouveaux guerriers de la rectitude politique mettent l’essentiel de leurs énergies au service des forces du grand capital apatride.

On assiste à un arraisonnement de la contestation qui, l’instant d’un retournement symbolique, s’est métamorphosé en police de la raison d’État. Parce que la nouvelle raison d’État se pare des vertus des « droits de l’homme », de la « protection de l’environnement » ou des « miracles du progrès » pour que rien ne puisse se mettre en travers de sa marche inexorable. Tout doit aller plus vite, sans que l’on puisse se poser de question, afin que les sédiments de l’ancienne morale, des antiques traditions de nos aïeux ou de nos repères identitaires soient emportés par les flots d’un changement de paradigme qui ne se nomme pas. Véritable ventriloque, ce grand vent de changement souffle sur les fondations d’une cité prétendument concentrationnaire, tout cela en ayant la prétention de vouloir libérer l’humanité de ses chaînes. Voilà la supercherie en l’état des lieux. 
 
Une génération spontanée coupée de ses racines

Taylor-Charles2.jpgCharles Taylor pose un regard d’une grande acuité sur ce « nouveau conformisme » des générations de l’après-guerre. Cette génération spontanée, refusant d’assumer sa dette envers les ancêtres, s’imagine dans la peau d’un démiurge mû par une force automotrice. Rien ne doit entraver sa volonté de puissance, déguisée en désir de libération. Chacun se croit « original », unique en son genre et libre d’agir à sa guise dans un contexte où les forces du marché ont remplacé les antiques lois de la cité. Taylor se met dans la peau des nouveaux protagonistes de la contre-culture actuelle : « non seulement je ne dois pas modeler ma vie sur les exigences du conformisme extérieur, mais je ne peux même pas trouver de modèle de vie à l’extérieur. Je ne peux le trouver qu’en moi ».

Véritable égocentrisme morbide, cet individualisme forcené se travestit à la manière d’un caméléon qui capte l’air du temps afin de se donner de la contenance et d’être en mesure de tromper ses adversaires. Parce que cette quête factice d’authenticité n’est qu’une parure qui cache l’appât du gain et la soif de reconnaissance de cette génération spontanée incapable d’arrimer ses désirs au socle de l’antique sagesse populaire. Conservateur lucide, tel un Jean-Claude Michéa, Charles Taylor n’hésite pas à faire référence aux intuitions géniales d’un Karl Marx mal compris en fin de compte. Les forces du marché, prises d’un emballement que rien ne semble capable d’arrêter actuellement, emportent toutes les digues, les bornes, qui fondaient nos cités pérennes.

Le capitalisme sauvage annonce la société liquide

Écoutons Charles Taylor :

On a parlé d’une perte de résonance, de profondeur, ou de richesse dans l’environnement humain. Il y a près de cent cinquante ans, Marx faisait observer dans le Manifeste du parti communiste que le développement capitaliste avait pour conséquence « de dissoudre dans l’air tout ce qui est solide » : cela veut dire que les objets solides, durables et souvent significatifs qui nous servaient par le passé, sont mis de côté au profit des marchandises de pacotille et des objets jetables dont nous nous entourons maintenant. Albert Borgman parle du « paradigme de l’instrument », par lequel nous nous retirons de plus en plus d’une relation complexe à l’égard de notre environnement et exigeons plutôt des produits conçus pour un usage limité.

Et, nous pourrions poursuivre le raisonnement de Taylor en observant les effets négatifs de cette « raison instrumentale » qui se déploie à travers le nouveau militantisme des zélotes de l’intégrisme libéral-libertaire. Rien ne doit entraver la liberté des marchés puisque tout s’équivaut dans l’espace libertaire du « chacun pour soi ». Le multiculturalisme, véritable doctrine d’État déployée au sein des anciennes colonies du Dominion britannique, représente une matrice anti-citoyenne qui favorise l’érection d’une multitude de ghettos ethno-confessionnels, sortes de nations artificielles qui minent la paix sociale de l’intérieur.

Les patriotes cloués au pilori

La cité, qui fondait sa légitimité sur la mémoire des ancêtres et la Geste du Héros, est détricotée au gré d’une sorte de guerre civile larvée mettant en scène la lutte de tous contre tous. Tributaire de la logique de marché, cette guerre civile en devenir prend une ampleur difficile à contenir puisque les héritiers du génos, ou legs des pères fondateurs sont privés du « droit de cité ». Ainsi, les protagonistes d’un conservatisme qui se réclame de la mémoire collective, du respect d’un patrimoine national ou d’une tradition immémoriale sont-ils accusés de faire corps avec un vil fascisme, sorte de maladie de l’âme qui contaminerait tous ceux qui refusent de se conformer au libéralisme ambiant.

Du haut de leurs chaires universitaires et médiatiques, les censeurs de la rectitude politique, déguisés en intellectuels, lancent des fatwas contre les patriotes qui récusent la nouvelle doxa et refusent d’adopter la nouvelle Magna Carta mondialiste. De puissants réseaux d’« influenceurs » se déploient sur Internet et ailleurs afin de stigmatiser, diffamer et menacer les quelques téméraires qui osent sortir des clous et poussent le culot jusqu’à remettre en question les canons de l’heure. In fine, les milices antifas et d’autres escadrons punitifs vont se mettre en marche afin de repérer et d’agresser les contrevenants. C’est l’annihilation qui est visée en fin de compte : pour que la pureté de la pensée unique soit préservée. Comble de la folie humaine, cette nouvelle inquisition libérale-libertaire ne réalise pas que ses propres procédés pourraient bien être utilisés contre elle-même. Parce que la « main invisible du marché » finira, tôt ou tard, par liquider ses idiots utiles. La « marche du progrès » va ainsi : nulle mémoire ne saurait être tolérée dans le cadre du process de la marchandise, véritable Léviathan qui se mord la queue.

Patrice-Hans Perrier

Comprendre le marxisme culturel - Entretien avec Pierre-Antoine Plaquevent

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Comprendre le marxisme culturel

 
Entretien avec Pierre-Antoine Plaquevent :
 
1 De la terreur bolchevique au marxisme culturel
2 De Francfort à la Californie
3 La personnalité autoritaire
4 Kinsey report
5 Freudo-marxisme
6 Des universités américaines à Mai 68
7 Du social au sociétal
 
Faites un don : https://stratpol.com/don/
 
Achetez le livre de Pierre-Antoine Plaquevent : https://www.leretourauxsources.com/es...
 

Média & Politique : La fabrique du consentement - Michel Onfray

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Média & Politique : La fabrique du consentement - Michel Onfray

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Théorie de la dictature... - Un essai de Michel Onfray

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Théorie de la dictature...

Un essai de Michel Onfray

Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

Les éditions robert Laffont viennent de publier un essai de Michel Onfray intitulé Théorie de la dictature. Philosophe populaire, tenant d'un socialisme libertaire, Michef Onfray a publié de nombreux ouvrages, dont dernièrement sa trilogie  Cosmos (Flammarion, 2015), Décadence (Flammarion, 2017) et Sagesse (Flammarion, 2019).

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Il est admis que 1984 et La Ferme des animaux d'Orwell permettent de penser les dictatures du XXe siècle. Je pose l'hypothèse qu'ils permettent également de concevoir les dictatures de toujours.
Comment instaurer aujourd'hui une dictature d'un type nouveau ?

J'ai pour ce faire dégagé sept pistes : détruire la liberté ; appauvrir la langue ; abolir la vérité ; supprimer l'histoire ; nier la nature ; propager la haine ; aspirer à l'Empire. Chacun de ces temps est composé de moments particuliers.
Pour détruire la liberté, il faut : assurer une surveillance perpétuelle ; ruiner la vie personnelle ; supprimer la solitude ; se réjouir des fêtes obligatoires ; uniformiser l'opinion; dénoncer le crime par la pensée.
Pour appauvrir la langue, il faut : pratiquer une langue nouvelle ; utiliser le double langage; détruire des mots ; oraliser la langue ; parler une langue unique ; supprimer les classiques.
Pour abolir la vérité, il faut : enseigner l'idéologie ; instrumentaliser la presse ; propager de fausses nouvelles ; produire le réel.
Pour supprimer l'histoire, il faut : effacer le passé ; réécrire l'histoire ; inventer la mémoire ; détruire les livres ; industrialiser la littérature.
Pour nier la nature, il faut : détruire la pulsion de vie ; organiser la frustration sexuelle ; hygiéniser la vie ; procréer médicalement.
Pour propager la haine, il faut : se créer un ennemi ; fomenter des guerres ; psychiatriser la pensée critique ; achever le dernier homme.
Pour aspirer à l'Empire, il faut : formater les enfants ; administrer l'opposition ; gouverner avec les élites ; asservir grâce au progrès ; dissimuler le pouvoir.

Qui dira que nous n'y sommes pas ?

M.O.

samedi, 11 mai 2019

Why We Should Read Heidegger

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Why We Should Read Heidegger

by Matt McManus

Ex: https://quillette.com

This the final instalment in a series of essays by Matt McManus examining the work and legacies of the totalitarian philosophers.

I must make a confession here: Martin Heidegger was one of the first philosophers I really and truly loved. When I was around 19 years old, one of the summer jobs I worked was as a traffic counter. We were responsible for counting the number of cars that went through street lights, which needless to say was a profoundly boring task. I often passed the time by reading, and began delving into philosophy for the first time—there is something about sitting by the side of the road for 11 hours that enables speculation. Heidegger’s dense and strange books were often infuriatingly opaque, but once I began to understand them I was thrilled. Here was someone who thought and wrote in a way that no one else seemed to, and who was emphatically unafraid of tackling the biggest and most novel philosophical questions. As a critical young man, I was also enraptured with his damning critique of modernity and especially technology. I was so absorbed by it that I identified as a Heideggerian well into my early PhD, writing an undergraduate thesis on “authenticity” and my L.L.M thesis on Heidegger, Wittgenstein, and Anglo-American legal theory.

Unfortunately, this admiration was always tempered by a significant counterweight; the awkward matter of Heidegger’s politics. My father was a human rights lawyer who made his living prosecuting ex-pat Nazis hiding in Canada, and I was brought up in a household in which the evils of the Hitler regime were transparently visible. When I was 12 years old, I started to volunteer for a number of human rights groups, and learned more about the horrors of Nazism from survivors and commentators. This shocked my young conscience. How could my philosophical hero, a man who embodied all the intellectual virtues I admired—critical mindedness, creativity, an emphasis on authenticity—relate himself to Nazism? This question only became more challenging as the depth of his association with Nazism and anti-Semitism became clearer to me.

Heidegger and Politics

In this series so far I have written pieces analyzing the work of Rousseau, Marx, and Nietzsche. Each remains a controversial thinker, and with good reason. But, unlike these earlier figures, Heidegger is not simply peripherally or problematically associated with a damning political movement. Rousseau wrote many worrying things about the authority to be ceded to the “General Will,” but never lived to see the Jacobins unleash the terror in its name. Karl Marx was a revolutionary who was certainly unafraid of violence, but would most likely have been horrified by the totalitarian movements erected in his name. Nietzsche was, of course, no liberal or egalitarian, but he also was an unrelenting foe of German nationalism who would have found the Nazi appropriation of his writings comical were the consequences not so devastating.

hei.jpgBut Heidegger not only joined the Nazi party, he remained a member until it ceased to exist at the end of the Second World War. He attended conferences for Nazi intellectuals, at which he delivered speeches. Heidegger infamously reported faculty members to the gestapo if he regarded them as insufficiently loyal to the new regime. And, even after the war, when the full horrors of the Nazis’ crimes became apparent, he had little to say in repentance or critique. Heidegger’s most public attempt to explain his support for Nazism—a 1966 interview with Der Spiegel magazine—was detailed but notably free of self-examination. This raises a serious problem, as Richard Rorty pointed out in his essay on Heidegger in Philosophy and Social Hope. How could one of the greatest thinkers of the twentieth century ally himself with its most sinister and monstrous political movement?

To understand this development, it helps to understand Heidegger’s critique of modernity and modern life. This Heidegger presented for the first time in Being and Time and subsequently developed in Introduction to Metaphysics and his later work on technology and the history of Western thought. For Heidegger, modern thought is in some respects a regression from the truly epochal thinking of earlier ages. Where the Greeks, especially the pre-Socratics were willing to tackle the biggest questions of human life, most modern people were largely unconcerned with such seemingly abstract and uncommercial questions. Figures like Parmenides pondered questions such as “What is Being?” and associated the answer with a whole range of issues pertaining to the meaning of existence and, by extension, human life.

By contrast, later thinkers like Descartes asked a narrower set of questions. Rather than concerning themselves with Being itself, they asked instead “How can I think what is true?” This may seem like an innocuous shift, but it heralded a movement towards what would later be called technical reason. As modernity continued on its course, questions about existence and its meaning were increasingly dismissed in favor of “technical questions” such as “How can I understand the empirical world accurately, so it can be manipulated in my interests?” Modern people were unconcerned with “Why there is something instead of nothing at all,” which for Heidegger was the key question of metaphysics, and indeed for the human life of Dasein—that being for whom Being is a question. Instead, they wanted to generate ever more powerful systems of knowledge, such as the technical sciences, so the world could be more easily broken down and instrumentalized. The “enframing” of the world which results from technical reason blocks us from developing our more authentic selves. As he put it in “The Question Concerning Technology“:

Enframing blocks the shining-forth and holding-sway of truth. The destining that sends into ordering is consequently the extreme danger. What is dangerous is not technology. There is no demonry of technology, but rather there is the mystery of its essence. The essence of technology, as a destining of revealing, is the danger. The transformed meaning of the word “Enframing” will perhaps become somewhat more familiar to us now if we think Enframing in the sense of destining and danger. The threat to man does not come in the first instance from the potentially lethal machines and apparatus of technology. The actual threat has already affected man in his essence. The rule of Enframing threatens man with the possibility that it could be denied to him to enter into a more original revealing and hence to experience the call of a more primal truth.

The ascendancy of technical reason and instrumentalization, Heidegger thought, generated highly inauthentic individuals who were unable to live meaningful lives. This is because the primary purpose of existence was regarded as the pursuit of a kind of materialist satisfaction. This was true across political forms, which is partly why Heidegger claimed that the hyper-partisan distinction between Left and Right is actually trivial. Both liberal capitalism and its great rival communism are equally devoted to the modernist pursuit of materialist satisfaction. The only difference between them is over the most efficient means to pursue that goal. They are “metaphysically the same” in their efforts to “enframe” the world using technical reason, and result in the same belief about the point of existence.

black.jpgBy contrast, Heidegger stressed that materialist satisfaction can never provide a truly meaningful existence. On the contrary, it can only produce tremendous anxiety as we recognize that the limitations of our lives and the inevitability of death will one day bring the party to an end. At that point, our pursuit of material satisfaction and wealth will turn out to have been meaningless. Heidegger argues that many of us realize this, and feel contempt for the vulgarity and emptiness of our societies. Nevertheless, rather than acknowledge this uncomfortable fact, we retreat into the inauthentic world of “das man” or the “they.” We try to ignore the inevitability of our annihilation by conforming to the expectations of consumer society, disregarding the deeper questions that drive us, and believing that, as long as we go about our business, death—and the confrontation with our own inauthenticity—can be postponed indefinitely.

For Heidegger, this frightened retreat into the world of the “they” was symptomatic of the impact of technical reason and instrumentalization across the world. Being and Time was a call for authenticity in an age apparently dedicated to running from it. Authenticity would mean facing up to the reality of our own future annihilation, and to try and live beyond the “they” by committing ourselves to a truly great project which will provide our lives with a worthy end. This project will of course be doomed to ultimate failure, because the finiteness of time available to us will ensure it is never fully completed. But the meaning of our lives comes from choosing as worthy a project as possible and pursuing it with as much dedication as one can muster.

This is an immensely inspiring critique, and I can only gesture at its power in this short article. Many commentators, myself included, tend to interpret Being and Time as a call for a unique form of individualism. This isn’t what one might call liberal individualism, which Heidegger associated with technical reason and the world of the “they.” Liberal individualism meant little more than mindless conformity, as each indistinguishable figure went about pursuing their menial pleasures in cooperation and competition with one another. It is also philosophically implausible for Heidegger. The atomistic conceit of figures like Jefferson or Mill, that we are “born free” and use technical reason to analyze the world from scratch, was a vulgarization of true philosophy. Heidegger repeatedly stressed that we are always “thrown” into a world of social meanings that fundamentally shape our outlook on the world. The authentic individuality Heidegger favored comes from making use of these meanings to shape something fundamentally new, but which grows organically out of what came before. But this of course means that a decadent and damaged society will not provide its members with the tools necessary to live authentic existences. It must therefore be condemned and refashioned as necessary.

This hostility to liberalism and communism explains a great deal of the attraction Heidegger felt towards Nazism. Its reverence for the traditional practices and beliefs of the German volk and its call for the liberal individual to surrender himself to a greater collective cause must have appealed to him a great deal, both in its conservative and radical dimensions. There also seems to be a sense in which the earlier anti-liberal individualism of Being and Time gives way to a more social vision. The most obvious example of this was the way his concept of Dasein—which he had earlier used to refer to a singular “being” who questioned the nature of “Being”—is given a twist in the Rectoral address. Now it referred to the nation and its destiny.

Heidegger’s writings during that period seem to reflect this new emphasis, reaching a pitch in his criticisms of liberalism and communism, and his suggestion that Nazi Germany had a unique destiny in rescuing the Western world. Some of this may also be attributable to personal arrogance on Heidegger’s part, and his belief that a totalitarian political movement could carry out the kind of sweeping philosophical reforms he wished to see take place on a grand scale. Heidegger later admitted that he was naïve when it came to politics, though I think his lover Hannah Arendt expressed it better. He was a great fool to think that Nazism, a hyper-modern totalitarian movement bent on world conquest and the submission of all individual wills to Adolph Hitler, was an ideological instrument useful to the project of creating a more authentic world. It is likely that his own life-long attraction to German traditionalism and national identity blinded him to the extremism of its policies. Ironically, in his efforts to escape from the world of the “they,” he submitted his immense philosophical intelligence to the most inauthentic movement imaginable.

Conclusion: What Can We Learn from Heidegger

schw.jpgHeidegger was one of the greatest philosophers in the twentieth century, despite his contemptible politics. There remains much we can learn from him, if we take care to isolate the gems of insight from the dangerous currents underneath. This is often a challenge whenever one is dealing with a critique of modernity that is powerful enough to be convincing. One must always take care not to trade the imperfect for the tyrannical.

Heidegger’s analysis of authenticity remains more pressing than ever in our postmodern culture. Many people believe that our purpose in life remains a form of self-satisfaction. Today, however, this includes an emphasis on the expression of a given identity, various forms of left-wing agitation, and the emergence of postmodern conservatism. At his best, Heidegger would warn us that this emphasis on identity can lead us to live inauthentic existences. The efforts of postmodern conservatives to provide stability for their sense of identity by excluding those who are different reflects this tendency; a temptation Heidegger himself fell into against the better inclinations of his philosophy. We long for a sense of stability in our identities, but this longing is antithetical to the quest for true authenticity. What we must recognize is that identity is always unstable because it is framed by the tasks we set for ourselves. Our identity is always unstable because an authentic person is always seeking to become something greater than they were before. The choice available is to accept this instability or retreat into the world of the “they.”

Heidegger focused our attention on mysterious questions that are too frequently ignored. In particular, the questions of ontology: What does it mean to be? What does it mean to say this or that particular thing exists? Why is there something instead of nothing at all? And so on. He was wrong to criticize scientific technical reason for its indifference to these questions. Indeed, many seminal figures, from Einstein to Lee Smolin, were preoccupied by these ontological issues. But we are no doubt still prone to ignoring them in favor of questions that permit clearer answers. Indeed, our economically minded society often dismisses apparently unanswerable ontological questions with the claim that they’re a waste of time that could be spent more wisely on more efficient tasks.

But Heidegger also pointed out that asking ontological questions can and does play a fundamental role in our personal lives, and that dismissing them may prevent us from reflecting on what is truly important. Each of us is indeed “thrown” into the world for a short period of time. No one truly knows from whence we came, and each of us fears the annihilation to which we must inevitably return. Pondering these issues, as well as the more general question of where anything came from and what it is moving towards, can help us bring deeper focus to life.

Matt McManus is currently Visiting Professor of Politics and International Relations at Tec de Monterrey. His forthcoming books are Overcoming False Necessity: Making Human Dignity Central to International Human Rights Law and What is Post-Modern Conservatism? He can be reached at garion9@yorku.ca or followed on Twitter @MattPolProf

mardi, 07 mai 2019

Guy Debord et la médiocrité de notre société postmoderne

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Guy Debord et la médiocrité de notre société postmoderne

Par Nicolas Bonnal

Ex: https://leblogalupus.com

« Pour savoir écrire il faut avoir lu et pour savoir lire, il faut savoir vivre. »

Le pouvoir socialiste-mondialiste a honteusement, répétitivement tenté de récupérer ou de diaboliser Guy Debord (méprisant, macho, nostalgique…), mais le message du maître des rebelles demeure puissant et dur. On ne saurait trop recommander la vision du film In girum imus nocte et consumimur igni (superbe titre palindrome), qui va plus loin que la Société du Spectacle, étant moins marxiste et plus guénonien en quelque sorte (le monde moderne comme hallucination industrielle et collective). Le virage élitiste et ésotérique de ce marxisme pointu défait par la médiocrité du progrès nous a toujours étonnés et enchantés. Georges Sorel en parlait dès 1890 dans ses Illusions du progrès :

« La grande erreur de Marx a été de ne pas se rendre compte du pouvoir énorme qui appartient à la médiocrité dans l’histoire; il ne s’est pas douté que le sentiment socialiste (tel qu’il le concevait) est extrêmement artificiel ; aujourd’hui, nous assistons à une crise qui menace de ruiner tous les mouvements qui ont pu être rattachés idéologiquement au marxisme… »

Debord tape sur cette classe moyenne dont nous faisons partie et dont certains font mine de regretter la disparition alors qu’elle pullule partout !… Je le répète, Guy Debord n’est pas moins dur que René Guénon sur cette classe dite moyenne/médiocre et petite-bourgeoise dont le sadisme des représentants s’exprime aujourd’hui par la guerre (Venezuela, Syrie, Libye en attendant mieux) et la répression sociale la plus brute (les gilets jaunes) :

« …ce public si parfaitement privé de liberté, et qui a tout supporté, mérite moins que tout autre d’être ménagé. Les manipulateurs de la publicité, avec le cynisme traditionnel de ceux qui savent que les gens sont portés à justifier les affronts dont ils ne se vengent pas, lui annoncent aujourd’hui tranquillement que « quand on aime la vie, on va au cinéma ».

Puis de dénoncer les cinéphiles alors omniprésents et les amateurs de cinéma, tous socialement « agents spécialisés des services » :

« Le public de cinéma, qui n’a jamais été très bourgeois et qui n’est presque plus populaire, est désormais presque entièrement recruté dans une seule couche sociale, du reste devenue large : celle des petits agents spécialisés dans les divers emplois de ces « services » dont le système productif actuel a si impérieusement besoin : gestion, contrôle, entretien, recherche, enseignement, propagande, amusement et pseudo-critique. C’est là suffisamment dire ce qu’ils sont. Il faut compter aussi, bien sûr, dans ce public qui va encore au cinéma, la même espèce quand, plus jeune, elle n’en est qu’au stade d’un apprentissage sommaire de ces diverses tâches d’encadrement. »

Et après notre antisystème radical se déchaîne sur ces bobos de la première génération (voyez l’Amour l’après-midi d’Eric Rohmer, qui en dressait un portrait acide) :

« Ce sont des salariés pauvres qui se croient des propriétaires, des ignorants mystifiés qui se croient instruits, et des morts qui croient voter.

Certains diront que Debord exagère (l’attaque universitaire se développe)… Ce n’est pas notre cas, et ce n’est pas une raison pour ne pas le relire :

« Comme le mode de production moderne les a durement traités ! De progrès en promotions, ils ont perdu le peu qu’ils avaient, et gagné ce dont personne ne voulait. Ils collectionnent les misères et les humiliations de tous les systèmes d’exploitation du passé ; ils n’en ignorent que la révolte. Ils ressemblent beaucoup aux esclaves, parce qu’ils sont parqués en masse, et à l’étroit, dans de mauvaises bâtisses malsaines et lugubres ; mal nourris d’une alimentation polluée et sans goût ; mal soignés dans leurs maladies toujours renouvelées ; continuellement et mesquinement surveillés ; entretenus dans l’analphabétisme modernisé et les superstitions spectaculaires qui correspondent aux intérêts de leurs maîtres. »

41JyOKdW9SL._SX302_BO1,204,203,200_.jpgOn parle de grand remplacement. Comme je l’ai montré avec Don Siegel et ses gentils profanateurs, il s’agit surtout d’un remplacement moral et spirituel. Mais il y a aussi le grand déplacement, qui ne date pas d’hier (voyez mon texte sur Baudelaire et la conspiration géographique). Dans n’importe quel bled la moitié des gens viennent d’ailleurs. Debord :

« Ils sont transplantés loin de leurs provinces ou de leurs quartiers, dans un paysage nouveau et hostile, suivant les convenances concentrationnaires de l’industrie présente. Ils ne sont que des chiffres dans des graphiques que dressent des imbéciles. »

Debord, qui évoque aussi le grand remplacement du vieux peuple rebelle parisien, écrit ensuite sur nos pandémies (on est dans les années 70, quand seize mille Français meurent par an sur les routes) :

« Ils meurent par séries sur les routes, à chaque épidémie de grippe, à chaque vague de chaleur, à chaque erreur de ceux qui falsifient leurs aliments, à chaque innovation technique profitable aux multiples entrepreneurs d’un décor dont ils essuient les plâtres. Leurs éprouvantes conditions d’existence entraînent leur dégénérescence physique, intellectuelle, mentale. »

Debord explique pourquoi Paris est la ville qui dort de Georges Pérec :

« On n’en avait pas encore chassé et dispersé les habitants. Il y restait un peuple, qui avait dix fois barricadé ses rues et mis en fuite ses rois. C’était un peuple qui ne se payait pas d’images. »

Debord qui se réclame des cinéastes Raoul Walsh et de Marcel Carné (il aime le général Custer, le Lacenaire des Enfants du Paradis, le Jules Berry des Visiteurs…) ajoute :

« Paris n’existe plus. La destruction de Paris n’est qu’une illustration exemplaire de la mortelle maladie qui emporte en ce moment toutes les grandes villes, et cette maladie n’est elle-même qu’un des nombreux symptômes de la décadence matérielle d’une société. Mais Paris avait plus à perdre qu’aucune autre. C’est une grande chance que d’avoir été jeune dans cette ville quand, pour la dernière fois, elle a brillé d’un feu si intense. »

Le feu pourtant se porte bien, et les sponsors qui vont restructurer cette mégapole nécrosée aussi. Passons.

Conditionné par sa consommation et la propagande, le néo-citoyen adore sa servitude. Debord évoque ici les grandes pages de Céline (voyez mon livre) sur le conditionnement médiatique :

« On leur parle toujours comme à des enfants obéissants, à qui il suffit de dire : « il faut », et ils veulent bien le croire. Mais surtout on les traite comme des enfants stupides, devant qui bafouillent et délirent des dizaines de spécialisations paternalistes, improvisées de la veille, leur faisant admettre n’importe quoi en le leur disant n’importe comment ; et aussi bien le contraire le lendemain. »

Tocqueville annonçait que le monde du citoyen démocratique se limiterait à sa famille :

« Chacun d’eux, retiré à l’écart, est comme étranger à la destinée de tous les autres : ses enfants et ses amis particuliers forment pour lui toute l’espèce humaine ; quant au demeurant de ses concitoyens, il est à côté d’eux, mais il ne les voit pas ; il les touche et ne les sent point ; il n’existe qu’en lui-même et pour lui seul, et, s’il lui reste encore une famille, on peut dire du moins qu’il n’a plus de patrie. »

Cette page est tournée. La famille a été passée à la moulinette comme le reste, et Debord l’a parfaitement compris dès les années soixante-dix, quand le néocapitalisme devenu « société liquide » de Bauman liquide tout, c’est le cas de le dire :

« Séparés entre eux par la perte générale de tout langage adéquat aux faits, perte qui leur interdit le moindre dialogue ; séparés par leur incessante concurrence, toujours pressée par le fouet, dans la consommation ostentatoire du néant, et donc séparés par l’envie la moins fondée et la moins capable de trouver quelque satisfaction, ils sont même séparés de leur propres enfants, naguère encore la seule propriété de ceux qui n’ont rien. On leur enlève, en bas âge, le contrôle de ces enfants, déjà leurs rivaux, qui n’écoutent plus du tout les opinions informes de leurs parents, et sourient de leur échec flagrant ; méprisent non sans raison leur origine, et se sentent bien davantage les fils du spectacle régnant que de ceux de ses domestiques qui les ont par hasard engendrés : ils se rêvent les métis de ces nègres-là. »

La facticité/frugalité a gagné tous les domaines de la vie postmoderne et ce qui avait été accordé/promis par peur du communisme et durant l’existence de l’U.R.S.S a vite été confisqué. Comme disait Bourdieu, on restaure. Et on revient donc aux temps bénis de la première révolution industrielle quand une poignée de lords, de financiers et d’industriels détient tout le pactole. Le reste a intérêt à se terrer et à se taire.

J’évoque souvent le problème du logement qui m’a contraint à l’exil. Debord en parle souvent et il cite le jeune Marx. D’un ton magnifique et eschatologique, Marx écrit à la même époque que Tocqueville sur ce logement devenu impossible :

« Même le besoin de grand air cesse d’être un besoin pour l’ouvrier; l’homme retourne à sa tanière, mais elle est maintenant empestée par le souffle pestilentiel et méphitique de la civilisation et il ne l’habite plus que d’une façon précaire, comme une puissance étrangère qui peut chaque jour se dérober à lui, dont il peut chaque jour être expulsé s’il ne paie pas. Cette maison de mort, il faut qu’il la paie. »

Avis à ceux paient partout quarante euros du mètre pour « se loger ». Après, et sans évoquer nos épatantes statistiques modernes, Debord ajoute :

« Derrière la façade du ravissement simulé, dans ces couples comme entre eux et leur progéniture, on n’échange que des regards de haine. »

Une vie de serf en circuit attend nos yuppies :

« Cependant, ces travailleurs privilégiés de la société marchande accomplie ne ressemblent pas aux esclaves en ce sens qu’ils doivent pourvoir eux-mêmes à leur entretien. Leur statut peut être plutôt comparé au servage, parce qu’ils sont exclusivement attachés à une entreprise et à sa bonne marche, quoique sans réciprocité en leur faveur, et surtout parce qu’ils sont étroitement astreints à résider dans un espace unique, le même circuit des domiciles, bureaux, autoroutes, vacances et aéroports toujours identiques. »

On manque d’argent ? Rien de nouveau sous le sommeil :

« Mais où pourtant leur situation économique s’apparente plus précisément au système particulier du péonage, c’est en ceci que, cet argent autour duquel tourne toute leur activité, on ne leur en laisse même plus le maniement momentané. Ils ne peuvent évidemment que le dépenser, le recevant en trop petite quantité pour l’accumuler, mais ils se voient en fin de compte obligés de consommer à crédit, et l’on retient sur leur salaire le crédit qui leur est consenti, dont ils auront à se libérer en travaillant encore. »

Et après, on rationne :

« Comme toute l’organisation de la distribution des biens est liée à celle de la production et de l’État, on rogne sans gêne sur toute leur ration, de nourriture comme d’espace, en quantité et en qualité. Quoi que restant formellement des travailleurs et des consommateurs libres, ils ne peuvent s’adresser ailleurs, car c’est partout que l’on se moque d’eux. »

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Puis Debord nuance à nouveau son propos (la litote est en général un trope ironique pour ce rare type d’esprit) :

« Je ne tomberai pas dans l’erreur simplificatrice d’identifier entièrement la condition de ces salariés du premier rang à des formes antérieures d’oppression socio-économique. Tout d’abord parce que, si l’on met de côté leur surplus de fausse conscience et leur participation double ou triple à l’achat des pacotilles désolantes qui recouvrent la presque totalité du marché, on voit bien qu’ils ne font que partager la triste vie de la grande masse des salariés d’aujourd’hui. »

Un clin d’œil aux petits enfants du tiers-monde dont la misère complexe depuis des lustres les micro-bourgeois humanitaires modernisés :

« C’est d’ailleurs dans l’intention naïve de faire perdre de vue cette enrageante trivialité que beaucoup assurent qu’ils se sentent gênés de vivre parmi les délices alors que le dénuement accable des peuples lointains. »

Uniquement lointains…

Et voici un passage stratégique : Guy Debord se demande où gît la nouveauté dans le sort de nos péons postmodernes ?

« Pour la première fois dans l’histoire, voilà des agents économiques hautement spécialisés qui, en dehors de leur travail, doivent faire tout eux-mêmes. Ils conduisent eux-mêmes leur voiture, et commencent à pomper eux-mêmes leur essence, ils font eux-mêmes leurs achats ou ce qu’ils appellent de la cuisine, ils se servent eux-mêmes dans les supermarchés comme dans ce qui a remplacé les wagons-restaurants. »

Une belle formule sur notre existence de zombi, renforcée depuis (fin médiatisée du sexe pour les jeunes, du travail, du logement, des voyages, de l’éducation ou des soins gratuits, etc.) :

« Notre époque n’en est pas encore venue à dépasser la famille, l’argent, la division du travail. Et pourtant, on peut dire que, pour ceux-là, déjà, la réalité effective s’en est presque entièrement dissoute dans la simple dépossession. Ceux qui n’avaient jamais eu de proie l’ont lâchée pour l’ombre. »

Debord reprend la thématique de l’illusion et de l’hallucination :

« Le caractère illusoire des richesses que prétend distribuer la société actuelle, s’il n’avait pas été reconnu en toutes les autres matières, serait suffisamment démontré par cette seule observation que c’est la première fois qu’une système de tyrannie entretient aussi mal ses familiers, ses experts, ses bouffons. Serviteurs surmenés du vide, le vide les gratifie en monnaie à son effigie. »

Une formule assassine :

« Autrement dit, c’est la première fois que des pauvres croient faire partie d’une élite économique malgré l’évidence contraire. »

Le pire est que nos générations d’hommes creux, pour reprendre le poème d’Eliot subrepticement cité dans Apocalypse now, ne laissent depuis longtemps rien derrière eux:

« Non seulement ils travaillent, ces malheureux spectateurs, mais personne ne travaille pour eux, et moins que personne les gens qu’ils paient, car leurs fournisseurs même se considèrent plutôt comme leurs contremaîtres, jugeant s’ils sont venus assez vaillamment au ramassage des ersatz qu’ils ont le devoir d’acheter. Rien ne saurait cacher l’usure véloce qui est intégrée dès la source, non seulement pour chaque objet matériel, mais jusque sur le plan juridique, dans leurs rares propriétés. De même qu’ils n’ont pas reçu d’héritage, ils n’en laisseront pas. »

On avait compris…

Sources

  • Guy Debord, In girum imus nocte et consumimur igni ; La Société du Spectacle…
  • René Guénon, Initiation et réalisation, spirituelle, XXVIII
  • Alexis de Tocqueville, De la Démocratie…, II, p.363
  • Georges Sorel, les Illusions du progrès, p.353
  • Marx, Manuscrits de 1844, p. 93

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dimanche, 05 mai 2019

La métaphysique de la tripartition indo-européenne

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La métaphysique de la tripartition indo-européenne, Partie 1

Collin Cleary

Note de l’auteur :

Cet essai fut originellement écrit il y a presque exactement treize ans. Je m’étais abstenu de le publier pendant toutes ces années, parce que je considérais que les idées qu’il contenait étaient un peu trop spéculatives et audacieuses. Je crois cependant que ces idées sont trop intéressantes pour être gardées indéfiniment non-publiées. Dans l’espoir que d’autres puissent en profiter, j’ai décidé que le temps était venu de publier cet essai. Je dois cependant souligner que ces idées sont en effet hautement spéculatives, et la théorie exposée ici demeure un travail en progrès.

  1. Introduction : le schéma tripartite de Dumézil

Le plus éminent savant dans le domaine des études indo-européennes est le regretté Georges Dumézil du Collège de France. La contribution de Dumézil à ce domaine plutôt restreint peut être résumée à deux choses : (a) il remarqua que toutes les cultures indo-européennes  exhibaient une structure tripartite fondamentale ; et (b) il découvrit que cette structure était  codifiée dans la mythologie de chaque peuple indo-européen. Je décrirai d’abord simplement cette tripartition et ensuite j’en proposerai quelques exemples. Ce sujet est déjà familier pour beaucoup de mes lecteurs.

Au sommet de la société indo-européenne se trouve ce que Dumézil appelle la première fonction. Celle-ci incarne des aspects jumeaux : un aspect juridique et un aspect sacerdotal. Elle concerne l’administration de la justice, et la religion. Elle est donc parfois appelée la fonction « sacerdotale-royale » ou « sacerdotale-juridique ». La deuxième fonction est assumée par la classe guerrière ou militaire, qui sert à protéger la société dans son ensemble et à faire la guerre à ses ennemis. La troisième fonction incorpore tous ceux qui s’occupent de la production ou de la fourniture de biens, de services, et de nourriture. Ainsi, cette classe incorpore tous les marchands, fermiers, commerçants, artisans, etc.

Quant à savoir quelle est la fonction qui règne vraiment dans la société indo-européenne, c’est une question complexe. D’une certaine manière, il semble évident que la première fonction règne. Elle joue un rôle organisateur et structurant dans la société. Parce qu’elle inclut un aspect juridique, elle est impliquée dans la compréhension et l’application de lois abstraites. De plus, puisqu’elle implique aussi un aspect religieux, c’est la première fonction qui fournit à la société l’accès au divin, la plus haute autorité de toutes. Cependant, dans la plupart des  sociétés indo-européennes, c’est de la classe guerrière, ou classe de la deuxième fonction, que les souverains provenaient. C’est le cas pour la caste indienne des Kshatriyas, par exemple.

Donc qui règne, la première ou la deuxième fonction ? Le problème est facilement résolu en regardant la description de la société timarchique traditionnelle dans la République de Platon. La timarchie est une société gouvernée par des membres de la classe guerrière, qui sont éduqués et conseillées par des membres de la première fonction, ou classe sacerdotale. Cela fait des guerriers des souverains de facto, mais puisque les prêtres font les lois, et servent d’autorité finale, on pourrait aussi soutenir qu’au sens réel c’est la première fonction qui règne. La timarchie est en fait la forme prise par la plupart des sociétés indo-européennes traditionnelles.

A présent, permettez-moi de donner quelques exemples spécifiques de tripartition dans les cultures indo-européennes, et dans le mythe indo-européen. En Inde nous trouvons trois castes principales : brahmanes (prêtres), kshatriyas (guerriers), et vaishyas (producteurs). Une quatrième caste, les shudras, est simplement celle des serviteurs des autres. Les aspects jumeaux de la première fonction sont représentés par les dieux Varuna et Mitra. La deuxième fonction est représentée par le dieu puissant et belliqueux Indra. La troisième fonction est représentée par les jumeaux Ashvins.

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En allant très loin en fait, parmi les Celtes nous trouvons les druides (qui étaient prêtres et juristes), les flaith (qui étaient une aristocratie militaire), et les bo airig, qui signifie littéralement « hommes libres possédant du bétail ». Parmi les tribus germaniques nous trouvons une tripartition sociale similaire, et des dieux similaires. Odin et Tyr représentent, respectivement, l’aspect religieux et l’aspect juridique de la souveraineté. Comme Varuna, Odin est représenté comme un habile magicien. Comme Mitra, Tyr est le contrat personnifié. Thor, qui correspond très clairement à Indra, est le dieu des guerriers. Freyr et Freya représentent la troisième fonction. Il faut noter, à cet égard, que tout ce qui a un rapport avec la production ou la fécondité est associé à la troisième fonction. C’est pourquoi Freyr et Freya, des dieux de la sensualité, sont des dieux de la troisième fonction. Dans le panthéon romain, nous avons Jupiter (première fonction), Mars (deuxième fonction), et Quirinus (troisième fonction). En Iran nous trouvons les Amesa-Spentas, aspects du Seigneur Sage, Ahura Mazda. Ceux-ci incluent Asa et Vohu Manah, qui représentent l’ordre cosmique et la moralité et qui sont donc des déités de la première fonction. Xsathra est puissance ou pouvoir, et est donc associé à la deuxième fonction. Armaiti, Haurvatat, et Amerutat sont les patrons, respectivement, de la terre, de la santé, et de l’immortalité, et semblent donc représenter des caractéristiques de la troisième fonction.

La tripartition est encodée dans le mythe indo-européen par d’autres manières encore. Dans un mythe scythe, par exemple, les dieux envoient à l’humanité quatre objets : un calice, une épée, un joug, et une charrue. Le calice est clairement un objet rituel, représentant la première fonction sacerdotale. L’épée est évidemment un objet de guerre et est donc associée à la deuxième fonction. Le joug et la charrue servent à cultiver le sol, et sont donc des objets de troisième fonction. Dans la légende irlandaise, les Tuatha de Danaan étaient supposés avoir quatre grands trésors. Le premier était la Pierre du Destin, qui servait pour les couronnements. Le deuxième et le troisième étaient l’épée invincible de Lug au Long Bras, et une lance magique (les deux ensemble représentent la deuxième fonction). Le quatrième était le Chaudron du Dagda, qui était une sorte de corne d’abondance.

La tripartition est au cœur de l’Iliade. Ce qui cause la Guerre de Troie est la rivalité entre les déesses Héra, Athéna et Aphrodite, parmi lesquelles un certain Pâris doit choisir la plus belle. Pour le séduire, Héra lui offre la souveraineté (première fonction) ; Athéna lui offre la prouesse militaire (deuxième fonction) ; et Aphrodite lui offre l’amour de la plus belle femme dans le monde (troisième fonction). En choisissant Aphrodite, et Hélène, Pâris voue sa nation à la perte en sortant de l’ordre naturel des choses : pour les Indo-Européens, la souveraineté et la chevalerie doivent toujours passer avant la sensualité.

Ayant fait un bref exposé de la tripartition indo-européenne, je vais maintenant arguer que nos ancêtres avaient raison de penser que la tripartition est plus qu’une simple structure sociale. Les trois fonctions sont en réalité les reflets d’une métaphysique tripartite plus profonde, et chaque niveau de réalité exhibe cette structure. Avant de commencer à défendre cette idée, je veux très brièvement faire trois remarques. Avant tout, je ne dis pas que « toutes les choses vont par trois ». Ce dont je parle ici est une forme particulière de structure triple, et non la triplicité en tant que telle. Ma procédure sera inductive. Je présenterai de nombreux exemples d’aspects de la réalité structurés d’une manière analogue au système social indo-européen. Dans les sections 7 et 8 je proposerai des exposés purement abstraits de la nature de ces principes, m’abstenant de toute application spécifique de ceux-ci.

Ensuite, je ne traiterai pas de la question de la manière dont les anciens Indo-Européens auraient pu posséder cette connaissance avancée. Je supposerai que je n’ai pas besoin de convaincre mes lecteurs qu’il est possible que nos lointains ancêtres connaissaient plus de choses que nous, et non pas moins.

Enfin, il est inévitable que certains objecteront à ma procédure ici en disant que les Indo-Européens tentaient simplement de justifier leur structure sociale en la « lisant » dans la structure même du cosmos. Cette objection sera émise spécialement par ceux qui objectent aux traits de l’« idéologie » indo-européenne qui sont « politiquement incorrects », par exemple le patriarcat, l’aristocratie, le militarisme, et, mon « isme » préféré, ce que Jacques Derrida appelait le « phallo-logocentrisme ». Il est bien sûr possible que les Indo-Européens aient simplement pu lire leur structure sociale dans les cieux, mais nous devons au moins envisager que cela a pu être l’inverse – qu’ils ont pu lire cette structure dans les cieux, et ensuite bâtir leur société autour d’elle. Mais cette objection est vraiment à coté de la question, car les exemples de tripartition que je présenterai ici sont principalement mes propres observations, ma propre application des catégories indo-européennes à d’autres régions du réel.

La Métaphysique de la Tripartition indo-européenne, Partie 2
La tripartition dans la Société Humaine Société, Psychologie, et Physiologie

Collin Cleary

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Le Jugement de Pâris par Rubens

  1. L’Ame Humaine Tripartite

Pour commencer, les Indo-Européens pensaient traditionnellement que la société doit être structurée en trois parties ou « fonctions », parce que les gens eux-mêmes exhibent trois types d’âmes basiques.

Les étudiants de la philosophie grecque réaliseront que c’est exactement la vision de Platon. Dans la République, Platon divise sa cité idéale en trois classes : les philosophes, les gardiens ou guerriers, et les producteurs. Cela correspond précisément à la tripartition indo-européenne, les philosophes-rois prenant la place des prêtres-juristes. Mais dans la République, Platon ne fait cette remarque politique que pour faire une remarque psychologique. Il dit que chaque être humain exhibe cette structure tripartite.

Dans nos âmes il y a un élément-guide – un élément qui contrôle, qui dit oui ou non, qui parle « sens » en nous quand les émotions s’égarent. Cet élément se préoccupe à la fois des règles, de l’ordre, de la logique, et de ce que nous appelons la spiritualité. Il correspond donc à la fonction juridique-sacerdotale de la société indo-européenne. Nous avons aussi ce que Platon appelle un élément « passionné » [spirited] (à ne pas confondre avec « spirituel ») qui bat sauvagement dans la poitrine dès que le corps ou l’honneur de quelqu’un est menacé. Il nous pousse à combattre, parfois stupidement. Cela correspond évidemment à l’élément gardien ou guerrier (deuxième fonction). Enfin, nous avons ce que Platon appelle la partie « appétitive » ou « désirante » de l’âme. C’est la partie de nous qui est avide de biens physiques : nourriture, sexe, plaisirs sensuels de toutes sortes, argent, trésors, biens immobiliers, etc. La vertu, pour Platon, est présente dans une âme quand ces trois éléments coexistent harmonieusement, l’harmonie étant largement imposée par le contrôle de la première fonction, ou fonction rationnelle.

  1. Les trois types humains

L’autre remarque psychologique de Platon est que les gens diffèrent selon la proportion de ces éléments dans leur âme individuelle. Pour le dire simplement, certains humains tendent naturellement à être intellectuels ou spirituels. D’autres sont principalement passionnés, agressifs, préoccupés par les choses comme la compétition, l’honneur, et la gloire. D’autres encore sont principalement appétitifs, avec des préoccupations qui ne s’élèvent jamais au-dessus du niveau de la satisfaction physique et sensuelle, ou du gain matériel.

Bref, pour Platon et pour les Indo-Européens, il existe des souverains et des prêtres naturels, des guerriers naturels, et des producteurs et des commerçants naturels. Pour les Indo-Européens, la société doit exhiber une structure tripartite parce que les humains eux-mêmes se répartissent dans un tel groupement. Soit dit au passage, Platon pensait que la plus grande partie de l’humanité tombait dans la troisième classe appétitive, et c’est pourquoi il s’opposait à la démocratie. Le règne de « la majorité » signifie inévitablement le règne de ceux qui ne sont pas principalement raisonnables, spirituels, ou honorables, mais plutôt de ceux qui sont principalement préoccupés par le gain personnel, et par l’instant.

  1. Les types somatiques et tempéramentaux 

sheldon.jpgWilliam Herbert Sheldon

Ainsi, ce que nous avons vu jusqu’ici est que la tripartition indo-européenne nous fournit une psychologie selon laquelle nous pouvons comprendre la dynamique de notre âme individuelle, et selon laquelle nous pouvons nous catégoriser et nous comprendre, nous-mêmes et les autres. Cependant, la tripartition n’est pas seulement présente dans l’âme mais aussi dans le corps. Dans ce qui suit je m’inspirerai des travaux du psychologue W. H. Sheldon, dont le travail a été déclaré « discrédité » aujourd’hui (tous ses livres sont épuisés), parce qu’il a commis le péché impardonnable de suggérer que la biologie forme notre destin [1].

Sheldon distingue trois types physiques ou « morphes », et trois types de tempérament, ou « tonies ». Les morphes seront familiers à beaucoup d’entre vous : ce sont l’ectomorphe, le mésomorphe, et l’endomorphe [2] (la signification littérale de ces noms sera discutée dans la section 4, plus loin).

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L’ectomorphe est typiquement mince, peut-être quelque peu fragile et délicat. La linéarité prédomine. Il y a peu de graisse et peu de masse musculaire. Le tempérament typiquement exhibé par l’ectomorphe est cérébrotonique. Il est souvent introverti, souvent complètement absorbé dans ses propres processus de pensée. La plupart des schizophrènes exhibent un type ectomorphique. Le cérébrotonique tend à un comportement nerveux, obsessif, et est souvent hautement doué pour les recherches théoriques. Je n’ai pas besoin de souligner ce que nous avons tous observé dans nos vies : que les « cérébraux » et les « dingues de science » tendent à être minces, dégingandés, et nerveux. Mais ce type, qui est attiré par l’abstrait et le rationnel, peut aussi être attiré par le spirituel et le mystique.

Le mésomorphe a typiquement des épaules larges, avec une taille étroite, lui donnant une apparence triangulaire. Il est naturellement bien-proportionné. Comme l’ectomorphe, il tend à avoir peu de graisse, mais à la différence de l’ectomorphe sa musculature est prononcée. C’est un athlète naturel, avec un corps construit pour le conflit et la compétition. Concernant son tempérament, Sheldon l’appelle somatotonique. C’est un tempérament orienté vers l’action. Le somatotonique est un guerrier, recherchant la compétition, l’effort, la victoire, et la gloire de toutes sortes. De tels individus tendent vers l’extraversion. Ils veulent faire des choses, plutôt que s’asseoir et y réfléchir. Ils tendent à l’insensibilité, et même parfois à la brutalité. Ils veulent diriger, mais ils peuvent aussi être des partisans fanatiques s’ils rencontrent quelqu’un qu’ils estiment plus hautement qu’eux-mêmes.

L’endomorphe est de forme ovale, tendant souvent à l’obésité. Il est l’opposé diamétral de l’ectomorphe. En termes géométriques, il est rond plutôt que droit. La musculature qu’il peut avoir est très souvent cachée sous la graisse. L’endomorphe est viscérotonique ou « dominé par les boyaux ». Un représentant des théories de Sheldon remarque que pour les viscérotoniques « l’amour du confort physique, de la nourriture, des cérémonies polies, de la compagnie, et du sommeil sont des caractéristiques dominantes ». Il est caractérisé par « la douceur du corps et de l’esprit » [3]. Cette « douceur de l’esprit » se manifeste par une tendance à la passivité, à la complaisance, à l’amabilité indiscriminée, à la jovialité, et à une absence de volonté ou une incapacité à faire des jugements fermes ou tracer des distinctions fermes.

Il devrait être évident que ces trois types corporels et tempéramentaux correspondent aux trois fonctions indo-européennes. L’ectomorphe et cérébrotonique est l’intellectuel, le raisonneur abstrait, le juge, ainsi que le mystique. Le mésomorphe et somatotonique est le guerrier naturel. L’endomorphe et viscérotonique est naturellement incliné vers la production, la consommation, et la satisfaction sensuelle. La description par Sheldon des trois tempéraments peut être considérée comme un supplément à la discussion par Platon des types rationnel, passionné, et appétitif. Dans la distinction des trois « morphes » associés à ces types nous trouvons une expression physique de la tripartition, ce qui est particulièrement remarquable.

  1. La signification du mésomorphe

Ce qui est particulièrement intéressant ici est la « position médiane », au niveau physique aussi bien qu’au niveau spirituel, occupée par les mésomorphes-somatotoniques. Comme l’ectomorphe, il est maigre. Comme l’endomorphe, il est épais. Mais sa maigreur épaisse est musculaire. Il manque de la graisse de l’endomorphe, mais à la différence de l’ectomorphe sa musculature tend à être visible.

Dans l’enseignement ésotérique de Platon – rapporté sous forme fragmentaire par Aristote et d’autres – le grand philosophe distingue deux principes ultimes et métaphysiques qu’il appelle l’Un et la Dyade Indéfinie. L’Un est conçu comme mesure, ordre, proportion. La Dyade est conçue comme les principes jumeaux du Grand et du Petit. On peut facilement surimposer les trois morphes à ces catégories, le mésomorphe représentant un milieu entre des extrêmes. C’est le type parfaitement mesuré, ordonné, proportionnel. C’est dans l’espoir d’approcher de sa forme que des millions de dollars sont dépensés chaque année pour adhérer à des sociétés de gymnastique. L’endomorphe et l’ectomorphe sont, respectivement, le Grand et le Petit. C’est comme si l’endomorphe avait trop de quelque chose et l’ectomorphe trop peu.

Il y a une autre manière plus importante par laquelle le mésomorphe-somatotonique est un « milieu » entre les deux autres. L’ectomorphe tend vers l’abstrait, le cérébral, et l’intellectuel. L’endomorphe-viscérotonique est à l’opposé : inclinant vers la sensualité, la physicalité, et l’oubli insouciant. En termes platoniciens-aristotéliens, l’un est plus proche du domaine du Formel et de l’Idéal, l’autre du matériel. Il est probable que les deux mènent des existences problématiques. Le mésomorphe, d’autre part, est un heureux milieu entre les deux. Il est incontestablement physique, et se réjouit de sa physicalité. Mais à la différence de l’endomorphe, sa physicalité n’est pas celle de l’autosatisfaction et de la sensualité. Le mésomorphe utilise sa physicalité pour poursuivre des idéaux. Ceux-ci vont de buts triviaux, comme gagner une partie, ou marquer un point, à des questions plus sérieuses, comme défendre l’honneur, vaincre une menace contre soi-même ou son peuple, ou défendre les sans-défense.

Le mésomorphe-somatotonique possède ainsi l’idéalisme de l’ectomorphe, mais sans sa tendance aux choses détachées-du-monde et à l’obsession de soi. Il possède la physicalité de l’endomorphe, mais sans sa tendance à la recherche du plaisir et à la passivité. C’est essentiellement pour cette raison que les anciens peuples, en particulier les Indo-Européens, regardaient ce type comme le type humain idéal. Ils lui érigeaient des statues, écrivaient des poèmes épiques et des sagas sur lui, et en général lui rendaient un culte comme étant l’être humain qui pouvait le plus approcher du divin (je reviendrai sur ce point quand je discuterai de la tripartition dans le tantrisme).

Le buste triangulaire du mésomorphe (souvent appelé la « forme en V ») est également intéressant. N’est-il pas fascinant que ce type, qui est une sorte d’équilibre entre les deux autres, approche d’une forme « triangulaire », et que cette forme soit trouvée si attirante ?

  1. Les organes corporels

Si nous regardons l’arrangement du corps humain, nous trouvons quatre systèmes principaux alignés autour de son axe central, l’épine dorsale. Ce sont le cerveau, le cœur, les boyaux, et les organes génitaux. Dans la pensée traditionnelle, ils sont l’expression physique des trois fonctions : le cerveau représentant, bien sûr, la première fonction. La passion de la deuxième fonction a depuis longtemps été associée à la région du cœur. Le terme de Platon qui est traduit par « passion » est thumos, qui était conçu comme une partie physique du corps, situé dans la région du cœur. Les boyaux et les organes génitaux représentent clairement la troisième fonction. Il est également intéressant de remarquer que le cœur occupe à peu près une position médiane entre le cerveau et les organes génitaux, de même que le mésomorphe-somatotonique est le milieu entre les deux autres types.

Une « qualité yang » dure caractérise les organes associés à la première et à la deuxième fonctions. Une « qualité yin » douce est typique des organes associés à la troisième fonction. Spécifiquement, les organes de la cavité abdominale sont non seulement mous, mais ils sont aussi les moins protégés par les os. Tout durcissement de ces organes signifie une maladie. La tête, par contre, une région associée à la première fonction, est l’une des parties les plus dures du corps. On peut aussi trouver des structures dures et cristallines dans le cerveau lui-même, dans la glande pinéale [4]. A la deuxième fonction sont associées les muscles les plus importants et les plus visiblement apparents du corps, dont la « dureté » est un signe de puissance. Nous utilisons le terme « durcir » pour décrire le processus de perfectionnement de ces muscles, qui sont si nécessaires pour l’attaque et la défense. Bien que les organes sexuels soient associés à la troisième fonction, chez le mâle ils ont, du moins une partie du temps, la qualité yang dure. C’est grâce à l’interaction de l’anatomie sexuelle mâle avec le système circulatoire, qui est un système de deuxième fonction, comme je le discuterai brièvement.

  1. Les Doshas ayurvédiques et les types sexuels 

La typologie physique et tempéramentale précédente fut considérablement développée par les anciens peuples indo-européens, en utilisant un vocabulaire très différent, bien sûr. Le meilleur exemple de cela peut être trouvé dans l’ancien système indien de la médecine ayurvédique. Ce matériel a été popularisé dans les années récentes dans un certain nombre de best-sellers, en particulier ceux de Deepak Chopra (envers qui nous devrions à part cela adopter un sain scepticisme). Le système dépend d’une division des êtres humains en trois types, appelés doshas : Vata, Pitta, et Kapha. Ceux-ci sont conçus comme des forces opérant dans le corps.

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Tout comme dans l’image platonicienne de l’âme, nous avons trois types en nous, mais chez la plupart des gens un dosha prédomine. Un type Vata est mince et dégingandé, avec une tendance à la crainte et à l’obsession de soi. Il est aussi imaginatif, introspectif, et souvent intellectuel. En d’autres mots, ectomorphique-cérébrotonique. Ce qui est particulièrement fascinant ici, c’est que l’Ayurveda conçoit le dosha Vata comme « dirigeant » les autres doshas. Deepak Chopra parle en fait du Vata comme du « roi » des doshas [5]. Le type Pitta est musculaire et bien-proportionné, agressif, impérieux, et déterminé. En d’autres mots, le type « guerrier » ; le mésomorphe-somatotonique. Le type Kapha a une tendance à l’obésité, à la bonne humeur, à l’autosatisfaction, et à la paresse mentale. Evidemment, l’endomorphe-viscérotonique.

Cette tripartition fut remarquée par les Indiens même dans le domaine du sexe. L’Ananga Ranga, un manuel sexuel indien de date incertaine (bien que clairement rédigé durant le dernier millénaire) divise les hommes en trois types sexuels : le Shasha ou homme-lièvre, le Vrishabha ou homme-taureau, et l’Ashwa ou homme-étalon. Je commencerai par l’homme-taureau. On le reconnaît, affirme l’Ananga Ranga, à son phallus ou lingam d’une longueur correspondant à la largeur de neuf doigts. Autant que je puisse me l’imaginer, cela correspond approximativement à la moyenne de Kinsey. D’après le texte, le corps de cet homme est « solide, comme celui d’une tortue ; sa poitrine est charnue, son ventre dur, et les grenouilles [= les triceps] de ses bras sont tournées de manière à être mises de face ». Bref, c’est un mésomorphe classique. Le texte nous informe que sa disposition est « cruelle et violente, agitée et irascible, et son Kama-salila [= semence] est toujours prêt » [6]. L’homme-étalon a un lingam d’une longueur correspondant à peu près à la largeur de douze doigts. Il est de forme épaisse. Le texte nous dit qu’il est « d’esprit insouciant, passionné et avide, glouton, changeant, paresseux, et rempli de sommeil » [7]. Il s’agit clairement du type endomorphe-viscérotonique, correspondant à la troisième fonction indo-européenne.

J’ai gardé l’homme-lièvre pour la fin, parce qu’ici la correspondance n’est pas aussi précise. Le texte nous dit que son lingam est d’une longueur correspondant à peu près à la largeur de six doigts. « Sa figure est courte et maigre, mais bien proportionnée en forme et en fabrication … son visage est rond … Il est d’une disposition tranquille ; il fait le bien pour l’amour de la vertu ; il est impatient de se faire un nom ; il est humble dans son comportement… » [8]. Rien ici sur l’aspect mince, dégingandé et introspectif. Mais l’adjectif « maigre » suggère la minceur. Le fait qu’il fasse le bien « pour l’amour de la vertu » suggère le goût des principes du cérébrotonique classique. Notez, à ce propos, que l’homme-taureau ou mésomorphe est le milieu mathématique précis entre l’homme-lièvre et l’homme-étalon. L’homme-lièvre a une taille de six doigts, l’homme-taureau de neuf, et l’homme-étalon de douze. Neuf est un nombre très important dans les traditions indo-européennes, particulièrement dans la tradition germanique.

  1. Paracelse

Paracelsus.jpgParacelse

Nous trouvons quelque chose de remarquablement similaire à ces distinctions physiologiques indiennes tripartites dans les ouvrages du médecin et alchimiste allemand du XVIe siècle, Theophrastus Bombastus von Hohenheim, appelé Paracelse. Il y a une sorte d’esprit indo-européen à l’œuvre chez ce penseur, car il insiste pour passer du système quadripartite des éléments (Terre, Air, Feu, et Eau – qui est peut-être bien une conception d’origine proche-orientale et non indo-européenne) au système tripartite du Soufre, du Mercure et du Sel. Mais ce n’est pas la pure triplicité de ce système qui est curieuse, mais plutôt sa correspondance exacte avec les trois fonctions indo-européennes.

Dans son Opus Paramirum (1530-1), Paracelse écrit, « La première chose que le médecin devrait savoir est que l’homme est composé de trois substances » [9]. Ce sont le Mercure, le Soufre et le Sel, dit-il, qui se combinent pour faire un corps. « Pour rendre les choses visibles, la Nature doit être obligée de se montrer … Prenez un morceau de bois. C’est le corps. Maintenant brûlez-le. La partie inflammable est le Soufre, la fumée est le Mercure, et la cendre est le Sel » [10]. Comme le note un commentateur, « Il utilisait ces termes pour décrire des principes de constitution, représentant l’organisation (Soufre), la masse (Sel), et l’activité (Mercure), toutes des variétés des formes spécifiques accomplies par les intelligences et semences immanentes de la matière » [11]. La correspondance avec le système indo-européen est donc comme suit : le Soufre, le principe organisateur = Première Fonction ; le Mercure, le principe actif et volatile = Deuxième fonction ; et le Sel, le principe de la pure masse ou matière = Troisième Fonction.

Notes

[1] Mêmes les bibliothèques se débarrassent des livres de Sheldon. Des exemplaires sont encore en circulation, mais souvent pour un prix élevé. Voir en particulier les ouvrages suivants : The Varieties of Human Physique (New York: Harper, 1940); The Varieties of Temperament (New York: Harper, 1942); Atlas of Men: Guide for Somatotyping the Adult Male at All Ages (New York: Gramercy Publishing, 1954).

[2] La terminologie de Sheldon continue à vivre dans les milieux de la santé et du fitness – particulièrement dans le bodybuilding.

[3] Robert S. De Ropp, The Master Game (New York: Delacorte Press, 1968), 116.

[4] Ces remarques peuvent être trouvées dans Wolfang Schad, Man and Mammals: Toward a Biology of Form, trans. Carroll Scherer (Garden City, New York: Waldorf Press, 1977), 17.

[5] Deepak Chopra, Perfect Health (New York: Harmony Books, 1991), 36.

[6] Kalayana Malla, Ananga Ranga, trans. F.F. Arbuthnot and Richard F. Burton (New York: Medical Press, 1964), 16

[7] Ibid., 16. Il est intéressant de noter que Shiva, l’incarnation de la troisième fonction, le principe du Tamas dans la théorie indienne des gunas, est appelé « seigneur du sommeil ».  Plus de détails là-dessus plus tard.

[8] Ibid, 15.

[9] Paracelse, Essential Readings, ed. Nicholas Goodrick-Clarke (Berkeley, California: North Atlantic Books), 76.

[10] Ibid., 78.

[11] Ibid., 28.

La métaphysique de la tripartition indo-européenne, Partie 3
La tripartition chez les animaux et dans la  nature en général

La tripartition chez les animaux

  1. Les trois systèmes de Schad

Jusqu’ici j’ai appliqué la tripartition indo-européenne au domaine humain, à l’ordre politique et sociétal, à la psychologie individuelle et de groupe, à la physionomie, à l’anatomie, et à la sexualité. Je vais maintenant passer à un niveau d’abstraction plus élevé, à la nature de l’organisme des mammifères en général. Dans les remarques qui suivent, je m’inspirerai principalement de l’œuvre des scientifiques Wolfgang Schad et Henri Bortoft, adeptes de l’anthroposophie.

Schad identifie trois processus fonctionnels fondamentaux dans l’organisme des mammifères : le système nerveux-sensoriel, le système respiratoire-circulatoire, et le système métabolique-membres. En termes de tripartition indo-européenne, les correspondances sont assez évidentes. Le système nerveux-sensoriel fonctionne pour guider le corps. Il correspond donc à la première fonction (souvenez-vous que l’ectomorphe, que j’ai identifié à la première fonction, a été décrit en termes de tempérament comme un cérébrotonique, où le système nerveux domine). Le système respiratoire-circulatoire correspond à la deuxième fonction. Une coïncidence heureuse fait que dans les traductions [anglaises] de Platon, nous utilisons le terme « spirited » pour décrire les gardiens ou guerriers, qui sont censés posséder l’« esprit ». Les anciens Indo-Européens pensaient que leurs guerriers étaient littéralement inspirés. Les types guerriers sont aussi connus pour leur manière de respirer et de gonfler la poitrine, une forme de parade destinée à intimider les autres mâles. Ainsi, il y a une association naturelle entre la deuxième fonction, le guerrier, et le système respiratoire-circulatoire. Mais beaucoup plus important est le fait que c’est dans le système circulatoire que nous trouvons les principaux gardiens du corps : les globules blancs qui servent à attaquer les envahisseurs.

Il nous reste à examiner le système métabolique-membres. Il y a là aussi une association entre le métabolisme et la troisième fonction indo-européenne. Dans la société indo-européenne, la troisième fonction est la fonction nourricière ; elle inclut tout ce qui est concerné par la fabrication ou l’apport de nourriture. Les deux organes du corps qui représentent le plus les différents aspects de la troisième fonction (qui sont complexes) sont l’estomac et les organes génitaux (souvenez-vous que l’endomorphe, que j’ai identifié à la troisième fonction, est fréquemment caractérisé par un estomac protubérant, et une tendance à la gloutonnerie). Le « caractère négatif » de la troisième fonction (que je discuterai en détail plus tard) est illustré par l’action des organes digestifs, qui suppriment l’identité de la matière étrangère et la  convertissent en la propre substance du corps.

  1. Rongeurs, ongulés, et carnivores 

Dans l’être humain, les trois systèmes de Schad existent dans un état d’équilibre. Chez d’autres mammifères, cependant, ces systèmes existent d’une manière telle que l’un domine les autres. Schad affirme que les rongeurs (castors, spermophiles, lemmings, souris, taupes, rats, écureuils, etc.) sont dominés par le système nerveux-sensoriel. On peut voir cela non seulement dans leur activité nerveuse frénétique (similaire à celle de l’ectomorphe-cérébrotonique humain), mais aussi dans le fait que leur tête est beaucoup plus grosse et plus développée que leurs membres. Les ongulés (buffles, chameaux, vaches, chevreuils, chèvres, chevaux, cochons, etc.) sont dominés par le système métabolique-membres. Cela se reflète dans leur grande taille. En particulier, leur estomac est habituellement très grand, et leurs membres sont aussi allongés et massifs. Comme l’endomorphe-viscérotonique humain, ils tendent à être passifs, à se déplacer lentement, et aiment manger.

Les carnivores (chats, loups, dauphins, blaireaux, belettes, etc.) sont dominés par le système respiratoire-circulatoire, que Bortoft décrit significativement comme « intermédiaire entre les deux autres [systèmes] » [1]. Il écrit : « Dans leur forme bien proportionnée, dans laquelle aucune partie du corps n’est développée plus que les autres, aussi bien que par leur taille intermédiaire, ils représentent un équilibre actif entre les deux extrêmes du rongeur et de l’ongulé » [2]. Cette description correspond exactement à mon traitement du mésomorphe-somatotonique humain. Les carnivores, comme les guerriers de la deuxième fonction, sont bien sûr caractérisés par une nature de prédateur. Et qui sont les souverains de facto du royaume animal ? Les carnivores, bien sûr.

Schad dit des choses fascinantes sur la vie de ces trois types de conduite des mammifères, et sur leur relation particulière avec la mort. Le rongeur, dit-il, « vit involontairement » et « meurt avec joie ». Sa vie nerveuse hyper-cinétique semble le rendre fatigué de l’existence, et il meurt généralement facilement et sans combat. Le cas extrême serait celui du lemming.  L’ongulé, par contre, « vit avec joie » et « meurt involontairement ». L’ongulé meurt mal. Il est souvent difficile à achever, et se débat et proteste bruyamment. Lorsqu’il se trouve face à une menace réelle ou potentielle, le rongeur réagit généralement par la fuite ; l’ongulé réagit par l’« évitement tranquille ». Par contre, le carnivore attaque. « Il s’expose également à la vie ou à la mort. Avec la mort aussi bien qu’avec la vie, il a une relation active ». Plus loin, il nous dit que le carnivore « accepte également la possibilité de la vie ou de la mort » [3]. En termes humains, cette étrange combinaison d’héroïsme et de résignation est typique, bien sûr, du guerrier tel qu’il est classiquement conçu.

  1. Exemples anatomique : dents et os

Nous pouvons trouver la tripartition même à un niveau beaucoup plus concret, reflété dans le dessin des parties individuelles du corps. Prenez les dents, par exemple : les incisives, les canines et les molaires. Schad nous montre que chez les rongeurs les incisives dominent, chez les carnivores les canines, et chez les ongulés les molaires. Chacun accentue le type de dents dont il a besoin pour sa forme de vie. Mais chez l’être humain, ces trois types sont également développés, parce que nous pouvons manger – et en faire notre subsistance – toutes les nourritures mangées par les rongeurs, les carnivores, et les ongulés.

Ce simple fait nous oriente vers des questions de grande importance concernant la place de l’homme dans l’univers ; son rôle cosmique, si vous voulez. Non seulement les êtres humains possèdent les trois types de dents, également développées, mais, comme je l’ai déjà mentionné, dans l’être humain les trois systèmes corporels (nerveux-sensoriel, respiratoire-circulatoire, et métabolique-membres) sont équilibrés, sans qu’aucun ne domine les autres. Qu’est-ce que cela signifie ? Dans le concept indo-européen traditionnel de la royauté, le roi, bien qu’il vienne d’une caste, était en réalité considéré comme incarnant les trois fonctions. Maintenant, je dirais que l’homme est à la nature ce que le roi est à son royaume. Comme le roi, qui incarne tous les aspects de son royaume dans sa personne, l’homme incarne tous les aspects de la nature. L’homme est à la fois rongeur, carnivore et ongulé. L’homme est le microcosme. Si on peut dire qu’il est le « roi de la nature », sa royauté est une intendance. Son rôle n’est pas d’être un tyran, ni de piller son royaume, mais d’y travailler presque comme un jardinier travaille dans un jardin : s’assurer que le sol est capable de supporter la croissance, planter les graines d’une manière judicieuse, guider la croissance de ses plantes, et bien sûr éliminer les herbes mauvaises et nuisibles.

Comme exemple anatomique supplémentaire de tripartition, considérez les trois types de cellules osseuses. Les ostéoblastes synthétisent les nouveaux os, et réparent les os existants en prenant du calcium dans le sang et en créant des matrices osseuses. Les ostéocytes maintiennent la force osseuse. Enfin, les ostéoclastes dissolvent les os dans le sang afin de briser et de réassimiler les vieilles structures osseuses. Nous avons ici un mécanisme organisateur positif, un mécanisme préservateur, et un mécanisme destructeur négatif. Comme un auteur le remarque, cela correspond étroitement à la trinité des dieux hindous, Vishnou, Brahma, et Shiva [4]. Comme nous le verrons plus loin, ces trois dieux sont conçus comme l’incarnation de forces qui correspondent exactement aux trois fonctions indo-européennes.

  1. Vie microscopique

Maintenant, pour l’instant je n’ai rien à dire sur les groupes d’animaux autres que les mammifères. Je n’ai rien à dire non plus sur les plantes. Ce sont des domaines pour une réflexion ultérieure. Je dirai cependant quelque chose sur la forme de vie la plus primale, la cellule de base et le micro-organisme.

Il y a différentes sortes de cellules, avec des structures différentes, mais dans la structure basique de chaque cellule nous pouvons voir une tripartition. Le noyau, dont le reste de la cellule reçoit ses ordres de marche, semblerait correspondre à la première fonction. La membrane de la cellule, qui entoure la cellule et la protège, serait la deuxième fonction. Enfin, la mitochondrie, et d’autres structures, qui déconstruisent et assimilent les molécules de nourriture pour fournir de l’énergie à la cellule, semblerait représenter la troisième fonction.

En prenant à nouveau les humains comme exemple, nos corps commencent par être des organismes microscopiques tripartites. Après environ trois semaines, l’embryon humain se développe en une sphère composée de soixante cellules appelées une blastula. La blastula se replie sur elle-même et développe trois structures de base, l’ectoderme, le mésoderme, et l’endoderme. De l’ectoderme se développeront la protection extérieure du corps, l’épiderme, ainsi que le cerveau et le système nerveux. L’ectomorphe est simplement quelqu’un chez qui cette composante prédomine. Le mésoderme se développe en muscles, os, système respiratoire et circulatoire, et est le trait saillant du mésomorphe. Enfin, l’endoderme, qui prédomine dans l’endomorphe, se développe en système digestif, ainsi que dans la parité du  système respiratoire et du canal alimentaire.

Si on regarde la structure de la blastula originelle, on découvre que l’ectoderme et l’endoderme naissants sont mis ensemble, pour former la couche extérieure de la blastula. Le mésoderme est le noyau intérieur. Cela suggère le lien entre les opposés polaires de la première fonction et de la troisième fonction. En un certain sens, ceux-ci existent sur un continuum. Les anciens reconnaissaient cela, et c’est pourquoi Platon parlait de sa Dyade Indéfinie comme du Grand et du Petit. Similairement, les deux extrêmes qui s’opposent au milieu dans la doctrine aristotélicienne des vertus sont conçus comme s’ils étaient sur un continuum. Même plus tard, quand l’ectoderme et l’endoderme sont plus complètement différenciés, ces deux sont encore visiblement présents sur un continuum. Et le mésoderme réside encore au centre de l’organisme, à l’intérieur de la coquille extérieure formée par l’ectoderme et l’endoderme.

Que le mésoderme doive se trouver à l’intérieur des deux autres, plutôt que sur le continuum avec eux, est hautement significatif. Cela reflète le caractère spécial de la deuxième fonction : son coté à part, son statut de médiation entre les autres fonctions. De plus, parce que dans la deuxième fonction les deux autres sont harmonisées et réalisées (un point sur lequel je reviendrai plus loin), la deuxième fonction est, d’une certaine manière, la « vérité intérieure » des autres. La position du mésoderme comme noyau intérieur est la vérité intérieure exprimée physiquement.

La tripartition dans le monde physique en général

  1. Le macrocosme

Le niveau le plus abstrait que nous considérerons sera l’existence en tant que telle. Mais avant d’atteindre ce niveau, regardons d’abord simplement notre monde physique, et ensuite les constituants physiques de ce monde. A nouveau, c’est un domaine dans lequel beaucoup de spéculations sont possibles, et ici je ne peux proposer que quelques suggestions.

Une division triple évidente de notre monde serait celle de la terre, du ciel et de l’atmosphère, et des cieux au-delà. Sur la terre nous trouvons du liquide et du solide, des océans et des continents. La terre est la source d’abondance, de la subsistance. A ce niveau de la réalité, elle est donc la troisième fonction. La coprésence du liquide et du solide représente la coprésence dans la troisième fonction du chaos (« les eaux » sont un symbole pérenne de la force du chaos), et de l’abondance ; l’indéfinition, et la fécondité précise. Le ciel plane au-dessus de la terre. L’atmosphère entoure celle-ci et la protège. Le ciel a souvent représenté une force mâle, et la terre la force féminine. Dans le système germanique, le ciel correspond à Tyr, la terre à Ing. Les deux sont des dieux mâles, mais Tyr fait partie des Ases, Ing des Vanes. De même, je dirais que le ciel et l’atmosphère représentent la deuxième fonction. Il est aussi remarquable que, comme je l’ai montré, la deuxième fonction soit associée à l’inspiration, au sens littéral ; à l’air et à la respiration. La première fonction est représentée par les corps célestes, en particulier le soleil, qui exerce une influence sur la terre depuis en-haut, une influence que les scientifiques commencent seulement à comprendre. Le soleil est aussi un symbole pérenne de la première fonction. Il apparaît dans la République de Platon comme un symbole de l’idéal. Comme je le discuterai brièvement, le soleil joue aussi ce rôle dans la pensée indienne.

  1. Physique

L’équation d’Einstein E=mc2 décrit l’univers physique en termes d’énergie, de masse, et de lumière. Comme nous le verrons, dans la philosophie indienne la première fonction indo-européenne est identifiée à la lumière, la troisième fonction à la masse, et la deuxième, une fonction de médiation avec l’énergie. La masse ou matière dans la physique contemporaine est décrite comme un « tourbillon d’atomes », de même que, en termes métaphysiques, la  troisième fonction est souvent identifiée au chaos, ou au « flux » d’Héraclite. Nous pouvons aussi remarquer que tous les atomes après l’hydrogène sont tripartites, composés de protons positifs, d’électrons négatifs, et de neutrons à charge neutre. L’électron négatif exhibe l’aspect d’indétermination et de « flux » normalement associé à la troisième fonction. Les électrons sont conçus pour être toujours en mouvement (dans le modèle classique, orbitant autour du noyau), de sorte qu’il est impossible d’établir précisément leur position.

Notes

[1] Henri Bortoft, The Wholeness of Nature (Hudson, New York: Lindisfarne Press, 1996), 94.

[2] Ibid., 94-95. Caractères italiques ajoutés.

[3] Schad, 228-229; 216.

[4] Michael S. Schneider, A Beginner’s Guide to Constructing the Universe (New York: HarperCollins, 1995), 55. Schneider identifie en fait les ostéoblastes à Brahma, les ostéocytes à Vishnou, et les ostéoclastes à Shiva. Pour des raisons qui deviendront évidentes, j’ai changé cet ordre.

La métaphysique de la tripartition indo-européenne,  Partie 4
La tripartition dans la pensée et le langage  humains

arjuna-warrior-203x300.jpgArjuna

  1. Universel, particulier, et individuel

Avant de nous tourner vers le niveau de ce qui est purement idéal et transcendant, notre niveau d’abstraction le plus élevé, je parlerai brièvement de la manière dont la tripartition se manifeste quand nous tentons d’incarner l’idéal dans la pensée et le langage.

Avant tout, il y a trois types fondamentaux de noms : l’universel, le particulier, et le singulier. Nous parlons du « loup » comme d’une espèce (ou de la gent « lupine »), et nous parlons des « loups » ou d’« un loup », et nous parlons de loups singuliers ou individuels (par exemple « Fenris »). L’universel représente la troisième fonction en ce qu’elle est une réalité potentiellement illimitée, et, pour cette raison, indéfinie. Il n’est pas sans caractère, mais son caractère n’est pas d’être un individu déterminé. Le particulier représente la première fonction : c’est l’universel rendu plus spécifique et précis. L’universel est un potentiel indéfini pour l’existence multiple. Le particulier réalise le potentiel de l’universel pour l’instanciation. Mais bien qu’« un loup » soit un existant, « un loup » est « un loup » est « un loup », etc. C’est un générique, et donc encore en un certain sens une existence indéfinie. Le singulier, l’individuel, qui serait un loup unique et non un loup générique, a vraiment une existence réelle. Comme la relation du mésomorphe avec l’ectomorphe et l’endomorphe, il fait la médiation entre l’universel et le particulier. C’est une existence particulière élevée au niveau de la réalité pleinement concrète, dans et par la réalisation de certaines des facettes, mais pas de toutes, de l’universel lui-même.

  1. Jugement perceptuel : identité, différence, et fondement

Dans le perceptuel et toutes les autres formes de jugement, trois concepts prédominent : identité, différence, et le fondement. Nous disons que les choses sont les mêmes ou autres, et nous disons cela dans la conscience d’un certain fondement ou base pour l’identification ou la distinction. Par exemple, deux hommes sont les mêmes, ou différents par la taille, qui est le fondement. Ici, l’identité représente la première fonction qui unit, égalise, rend un. La différence représente la troisième fonction qui divise et désagrège (cela deviendra plus clair quand je discuterai des gunas indiens dans un moment). Le fondement représente la deuxième  fonction, faisant à nouveau la médiation entre les deux. Il représente une constante résolue dans le jeu des identités et des différences. Comme la classe guerrière, il fournit la condition même sous laquelle les hommes, ou quoi que ce soit, peuvent être associés ensemble, ou tenus à part.

  1. Le syllogisme

En logique, nous distinguons entre trois types basiques d’argument ou de syllogisme : la catégorique, l’hypothétique, et le disjonctif. Le catégorique nous permet d’associer des concepts ou d’appliquer des concepts à des cas particuliers. Voici un exemple :

Tous les princes sont des Kshatriyas.
Tous les Kshatriyas sont des guerriers.
Donc, tous les princes sont des guerriers.

Cet argument opère entièrement à l’intérieur du domaine de l’idéal ou de l’abstrait, associant des catégories de choses. Ou prenons cet exemple :

Tous les princes sont des Kshatriyas.
Arjuna est un prince.
Donc, Arjuna est un Kshatriya.

Cet argument subsume un particulier sous un universel. Il inverse l’ordre ontologique des choses. L’existence est une réalisation de l’universel dans le monde, un cas particulier. L’argument catégorique « fait revenir » le cas dans l’universel. Les deux formes de pensée (passer d’une catégorie abstraite à une catégorie abstraite, et subsumer des particuliers dans des universaux) sont caractéristiques de la cérébralité de la première fonction.

Un exemple d’un syllogisme disjonctif serait celui-ci :

Arjuna est chez lui ou il est parti chasser.
Il n’est pas chez lui.
Donc il est parti chasser.

Cette forme d’argument dépend de la distinction nette – de l’exclusion des possibilités, l’une par rapport à l’autre. Elle exhibe donc l’aspect diviseur et fractionneur de la troisième fonction.

Un syllogisme hypothétique ressemble à cela :

Si Arjuna découvre que son fils est mort, alors il cherchera à se venger.
Arjuna a découvert que son fils est mort.
Donc, il cherchera à se venger.

La proposition hypothétique a un but, elle est orientée vers l’action, et conséquente. Elle exprime les conséquences qui s’ensuivront si une condition antécédente est satisfaite. Un syllogisme hypothétique ne subsume pas simplement un particulier dans un universel, il nous dit quelque chose que nous pouvons attendre du monde. Il est intéressant de noter que tous les syllogismes catégoriques peuvent être convertis en syllogismes hypothétiques. Par exemple :

Tous les princes sont des Kshatriyas.
Arjuna est un prince.
Donc, Arjuna est un Kshatriya.

devient

Si quelqu’un est un prince, alors il est un Kshatriya.
Arjuna est un prince.
Donc, Arjuna est un Kshatriya.

Notez la subtile différence que fait la conversion. Elle semble maintenant dire : « Si vous découvrez que quelqu’un est un prince, alors vous pouvez savoir que c’est un Kshatriya, donc faites attention, car Arjuna, qui est un prince, etc.… ». L’hypothétique est un argument mondain, dynamique, et donc il représente la deuxième fonction [1].

En étudiant spécifiquement le syllogisme catégorique, il consiste en termes majeur, mineur, et médian. Pour reprendre le même argument —

Tous les princes sont des Kshatriyas.
Arjuna est un prince.
Donc, Arjuna est un Kshatriya.

kshatriya.jpg— « Kshatriya » est le terme mineur, « Arjuna » est le terme majeur, et « prince » est le terme médian. Le terme mineur est la catégorie la plus large dans cet argument, le plus abstrait des universaux nommés à l’intérieur de lui. De même, suivant mon identification de l’universel avec la troisième fonction, le terme mineur représente aussi la troisième fonction. Le terme majeur donne une spécificité au terme mineur : il nomme un quelque chose spécifique qui appartient au terme mineur (l’universel). De même, du fait de ce rôle de « spécifieur » ou d’« identifieur », le terme majeur représente la première fonction. Le médian relie le mineur et le majeur, puisqu’il est présent dans les deux prémisses. Du fait de cette fonction médiatrice, que j’ai déjà discutée dans d’autres contextes, le terme médian semble correspondre à la deuxième fonction.

Il y a aussi, en général, une tendance souvent notée dans notre pensée à grouper les choses par trois (cela peut être universel, mais je soupçonne que cela pourrait être plus répandu parmi les Indo-Européens). On apprend aux enfants leur « A-B-C », par exemple, pas leur « A-B-C-D ». La plupart des gens ont trois noms : un premier, un médian, et un dernier. Nos histoires et fables abondent de trois : trois ours, trois frères, trois vœux, trois sorcières, trois demi-sœurs laides, trois haricots, trois voies sur la route, etc. De nombreux dictons ou rimes ont trois parties : « Jeannot sois agile ! Jeannot sois rapide ! Jeannot saute par-dessus le chandelier ! » ; Je crie ! Vous criez ! Nous crions tous pour de la crème glacée ! [“I scream! You scream! We all scream for ice cream!”] ; « Menteur, menteur, pantalon en feu ! » [“Liar, Liar, pants on fire!”] ; « Plus de stylos, plus de livres, plus de foutus professeurs ! » ; « Hip ! Hip ! Hourrah ! » ; « Du peuple, par le peuple, pour le peuple » ; « Crac, zim, boum » [Snap, Crackle, Pop], etc. Le mythe indo-européen est rempli de trois. Dans le mythe nordique il y a trois puits, trois racines, trois Nornes, trois frères (Odin, Vili et Vé), trois enfants de Loki, etc. Les Grecs avaient trois parques, trois grâces, une déesse à trois faces (Hécate), un loup à trois têtes (Cerbère), etc. La plupart des traditions indo-européennes parlent aussi d’une bataille entre un héros et un monstre à trois têtes. Il suffit de dire que de même que le monde exhibe la triplicité fondamentale que j’ai décrite, nos esprits pourraient être conçus de manière à ordonner même les choses les plus triviales en modèles triples.

Voir aussi mon article « The Gifts of Odin and His Brothers » [Les cadeaux d’Odin et de ses frères] dans What is a Rune? And Other Essays (San Francisco: Counter-Currents Publishing, 2015) pour une discussion de la structure triple fondamentale de l’esprit humain.

Note

  1. Il y a certaines raisons de dire que la forme hypothétique « fait la médiation » entre la catégorique et la disjonctive. Examinez les trois formes posées à plat :

Categorical Disjunctive Hypothetical (Modus Ponens)

P are Q           P v Q           P > Q
R is P             -P                 P
R is Q             Q                 Q

Notez que dans la forme hypothétique, P et Q sont d’abord mis ensemble (comme dans l’argument catégorique) par une implication (« P implique Q ») puis séparés (comme dans l’argument disjonctif), mais pas opposés.

La métaphysique de la tripartition indo-européenne, Partie 5
La tripartition et les gunas

  1. L’émergence des gunas du Brahman

Nous avons manifestement affaire à trois principes qui se manifestent sous différentes formes. Ces principes ont le statut des idées platoniciennes : des formes transcendantes que nous pouvons approcher par leurs diverses expressions dans le monde. Mais pouvons-nous exprimer les trois principes dans l’abstrait ?

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Le domaine de recherche le plus évident est celui des traditions philosophiques et mystiques indo-européennes. Ici nous avons de la chance, car il y a beaucoup de sources d’inspiration. Comme on pouvait s’y attendre, la tradition indienne est la source la plus riche. Les anciens Aryens reconnaissaient et discutaient explicitement et exactement ce que j’ai soutenu dans cet article : que toutes les choses exhibent la même structure tripartite.

Ce dont je parle spécifiquement est l’ancienne doctrine des gunas. Guna signifie quelque chose comme « qualité », et cela peut aussi avoir signifié « partie d’un tout ». Guna est donc le même concept désigné dans la philosophie allemande par « moment ». Un moment est une partie d’un tout séparable seulement en pensée. Les gunas sont trois moments de l’Etre, dont nous pouvons parler séparément, mais qui ne peuvent pas réellement exister en séparation.

Les gunas proviennent du Brahman, qui est l’Absolu ou Immensité Transcendante existant au-delà de toute la création. Je comprends le Brahman comme étant le « fondement de l’Etre ». Quel est le fondement sur lequel l’existence ou la création devient elle-même présente ? C’est le Brahman. Pour cette raison, on en parle parfois comme d’un néant. Le brahman est en effet « néant » [« no-thing »], mais ce n’est pas un véritable néant : il doit être réel pour être le fondement sur lequel la figure de la création apparaît.

Par le pouvoir de Maya ou Illusion, le mouvement apparaît dans cette immensité transcendante du néant. Ce mouvement a, par nécessité, trois et seulement trois formes : centripète, centrifuge, et orbitante (mouvement autour d’un point). Comme le remarque Alain Daniélou : « cette triade imprègne toutes choses et apparaît dans tous les aspects de l’univers, physique aussi bien que conceptuel » [1].

  1. Sattva, Tamas, et Rajas 

La force centripète d’attraction crée la cohésion, ou agrégation. Les hindous l’appellent Sattva ou « existence », car toute existence est une agrégation [d’éléments différents]. Le Sattva est donc le principe d’unité, ayant une fonction liante ou préservatrice. Il est figuré par la lumière, et comme le Soleil. Il est associé à l’intelligence, et avec le rêve. Il devrait être évident qu’il s’agit de la première des fonctions indo-européennes. Le Sattva est incarné par le dieu Vishnou, le « Préservateur ».

La force centrifuge est l’opposée de Sattva. Ce n’est pas une force d’attraction, mais de répulsion. Ce n’est pas une force de cohésion, mais de dispersion, d’annihilation, et de retour dans l’Immensité. Elle empêche la concentration. Cette force est appelée Tamas, obscurité ou inertie. Le Tamas est l’obscurité, parce que là où il y a dispersion il y a dispersion d’énergie, et donc absence de lumière. De même, à cause de cette association avec le chaos, l’obscurité, et l’absence d’unité, il s’agit de la troisième fonction. Le dieu Rudra incarne le Tamas. Il est aussi appelé Shiva, le destructeur et seigneur du sommeil. Le Tamas ou Shiva est considéré comme la nature intérieure de toutes choses, puisque toutes choses sortent de la désintégration, pour ensuite se désintégrer à nouveau. Comme le Sattva, le Tamas est associé au sommeil, mais cette fois c’est un sommeil sans rêves – un sommeil sans formes ni images.

L’équilibre entre le Sattva et le Tamas donne naissance à une troisième force, le Rajas. En cosmologie, c’est le mouvement tournant, circulaire (que, soit dit au passage, les Grecs associaient à la perfection). Rajas signifie « activité ». C’est la source de toutes les formes et espèces différentes de la création. Tout mouvement rythmique – le type de mouvement exhibé par la vie – vient du Rajas. A la différence du Sattva et du Tamas, le Rajas n’est pas lié au sommeil, mais à la conscience éveillée. Le Sattva est associé à la forme ou à l’intelligence, le Tamas à la masse ou à la matière, et le Rajas à l’énergie. Ces associations correspondent étroitement au soufre, au sel et au mercure de Paracelse. Chose intéressante, le Rajas est considéré comme incarné dans Brahma, qui est le singulier nominatif masculin de Brahman, c’est-à-dire la personnification du Brahman. Le Rajas est évidemment la deuxième fonction indo-européenne.

Daniélou remarque : « L’une ou l’autre des trois tendances prédomine dans chaque sorte de chose, dans chaque espèce d’être » [2]. Nous avons vu cela dans les êtres humains, dans la tendance de certains hommes à être rationnels ou spirituels, d’autres passionnés, et d’autres appétitifs. Et cette doctrine des types humains peut justement être trouvée dans la psychologie tantrique. D’après le Tantra, les hommes appartiennent au Sattva, au Rajas, et au Tamas. Seuls les deux premiers sont aptes à entreprendre des pratiques spirituelles.

  1. Divya, Vira, et Pashu 

L’homme du Tamas (troisième fonction) est appelé Pashu, qui signifie « animal ». Pashu vient de « pac », lier. Le Pashu est lié à des désirs animaux – faim, sexe, confort, avidité – ainsi que par la convention sociale (à ce propos, c’est précisément de cette manière que les Grecs regardaient l’homme appétitif : ils le voyaient largement comme un animal ; comme non pleinement humain). Le tantrisme soutient que dans l’âge actuel, qui est appelé le Kali Yuga, le type Pashu prédomine.

L’homme du Sattva (première fonction) est appelé Divya, un « être divin ». Comme le Pashu, il est en un certain sens non-humain, parce qu’il est plus qu’humain. Cet homme suit un chemin intérieur, se détachant du monde. Le Divya est très rare dans le Kali Yuga.

L’homme du Rajas (deuxième fonction) est appelé Vira. Ce mot vient de la racine indo-européenne vir- dont viennent les mots modernes viril et vertu. Le vira est un être humain pleinement réalisé : un être viril et héroïque. Il y a des viras de la main droite et des viras de la main gauche. Le vira de la main droite est héroïque mais dépourvu de sens critique. Il combat pour des idéaux qu’il a à peine examinés, et se met au service de l’autorité qu’il ne conteste jamais. En fait, avec le vira de la main droite, la soumission à l’autorité et l’accomplissement aveugle du devoir sont considérés comme les vertus suprêmes.

Le vira de la main gauche peut commencer dans cet état, mais, comme le Divya, il suit un chemin intérieur. Il peut être comparé à l’idéal taoïste chinois du « guerrier lettré ». Julius Evola écrit : « Montant des niveaux inférieurs aux niveaux supérieurs, les viras sont soumis à toujours moins de limitations et de liens » [3]. Le vira atteint un point au-delà du bien et du mal, où il devient autonome au sens littéral de se donner une loi à soi-même. L’idéal pour le vira de la main gauche, et donc l’idéal humain tout court, est l’indépendance, l’autosuffisance, la complétude, et le détachement. Ce sont des caractéristiques que nous retrouvons dans la tradition grecque, dans le concept aristotélicien de Dieu, le Moteur Immobile. Pour Aristote, l’homme idéal approche le plus possible des qualités du Moteur Immobile. Dans le Tantra, l’homme idéal est celui qui incarne le plus pleinement Brahma, l’incarnation du Rajas.

Le fait que le mot « vertu » soit dérivé de la même racine que vira est très significatif. Avant tout, il suggère un lien inattendu entre virilité et vertu, ou entre masculinité et vertu. La conclusion évidente à tirer est que les anciens considéraient les vertus comme des réalisations masculines. Cela se confirme si nous nous tournons vers Aristote. Le mot grec normalement traduit par le mot latin vertu est arete, qui est peut-être le mieux traduit par « excellence ». Dans son Ethique à Nicomaque, Aristote discute la nature de l’homme vertueux, et ne lie nulle part ses observations à la femme. De plus, Aristote conçoit la vertu comme un milieu entre deux extrêmes. Par exemple, le courage est un milieu entre la lâcheté et l’irréflexion. Le vira indien – qui, comme je l’ai dit, est le type guerrier mésomorphe et somatotonique – est une sorte de milieu entre le Divya et le Pashu. En effet, tout ce qui est analogue à la deuxième fonction indo-européenne occupe une position médiane entre les deux autres fonctions. Si nous regardons la liste des vertus d’Aristote, son milieu entre les extrêmes équivaut à une description du vira. Je soupçonne que les deux extrêmes opposés au milieu décriront aussi très bien les caractéristiques du Divya et du Pashu.

Ceux chez qui le Tamas prédomine, les Pashus, adorent des fantômes et des esprits (Bhuta et Preta). Ceux chez qui le Sattva prédomine, les Divyas, adorent les Devas. Ceux chez qui le Rajas prédomine, les viras, adorent les génies (Yakshas) et les anti-dieux (Asuras). Ce dernier fait est extrêmement intéressant, car le terme Asura est relié au vieux-norrois Aesir [= Ases], qui est le nom du groupe des dieux de première et de deuxième fonctions dans la tradition germanique : Odin, Thor, Tyr, etc.

D’après le Tantra, le Tamas est en réalité le chemin vers l’illumination. Mais en dépit du fait qu’il est une créature du Tamas, le Pashu ne peut pas en tirer avantage. Le Tamas est annihilation et absence d’unité. Souvenez-vous qu’il est aussi associé au sommeil profond, sans rêves. La voie de l’illumination, de la compréhension du fondement ultime de toutes choses, l’Immensité transcendante du Brahman, passe par l’annihilation et la multiplicité. Sur le plan de l’action, le vira détruit avec son épée. Le vira de la main gauche tourne son pouvoir vers l’intérieur, et détruit le jeu de la multiplicité dans sa propre âme. Il tente d’atteindre un état comme celui du sommeil sans rêves, mais dans un état d’éveil, sous son contrôle. D’où l’usage de la méditation, et de pratiques conçues pour parvenir à la maîtrise totale du corps, comme les diverses formes de yoga et d’arts martiaux.

Mais le monde externe des choses et le monde interne des pensées et des images sont tous deux issus de Sattva, la force centripète. Tout ce qui s’oppose à Sattva s’oppose au monde lui-même, et à l’intention du créateur. « Le but de tout créateur est d’empêcher une compréhension qui détruirait sa création », note Daniélou. « C’est pourquoi [il est dit que] ‘l’Ame [l’Atman, le vrai Soi] n’est pas à la portée du faible’. Elle doit être conquise en s’opposant à toutes les forces de la nature, à toutes les lois de la création » [14]. Ainsi, celui qui cherche l’illumination doit devenir un guerrier contre toute la création, en fait contre les dieux eux-mêmes. C’est pourquoi l’homme le plus adapté à la quête de l’illumination doit être l’homme qui répond à la description du vira de la main gauche – du moins, c’est le cas dans le Kali Yuga.

Notes

[1] Alain Danielou, The Myths and Gods of India (Rochester, Vermont: Inner Traditions, 1991), 22.

[2] Ibid., 27.

[3] Julius Evola, The Yoga of Power, trans. Guido Stucco (Rochester, Vermont: Inner Traditions, 1992), 55.

[4] Danielou, 33.

La métaphysique de la tripartition indo-européenne, partie 6
F. W. J. Schelling et la tripartition indo-européenne

von_schelling.jpgFriedrich Schelling, 1775–1854

  1. Les influences de Schelling : la Trinité chrétienne et Jacob Boehme

Je me tourne finalement vers une tradition indo-européenne différente, celle de l’Idéalisme allemand du XIXe siècle. J’inclus ce matériel afin de prouver le caractère pérenne de la pensée indo-européenne. On pourrait dire que toute l’histoire de la philosophie occidentale (et indienne) est une longue et inconsciente tentative pour retrouver la sagesse connue « directement » par nos ancêtres indo-européens.

Remarquablement, dans la philosophie tardive de F. W. J. Schelling, qui était un ancien  copain d’école de Hölderlin et Hegel, nous trouvons une doctrine qui correspond exactement à l’ancienne théorie aryenne des gunas. Ceci en dépit du fait que Schelling avait, autant que nous le sachions, une faible connaissance de la philosophie indienne. Il écrivait à une époque où les détails de la pensée indienne commençaient seulement à être connus des intellectuels européens. Les détails ésotériques des gunas n’étaient certainement pas connus de Schelling, et pourtant il écrit comme s’il les traduisait dans le langage de la philosophie idéaliste.

Spécifiquement, je parle de la Potenzlehre de Schelling, une doctrine des Puissances, qu’il développa durant toute sa carrière, mais qui ne s’épanouit pleinement que dans sa tardive et dénommée « philosophie de la mythologie ». Pour pleinement comprendre cette doctrine, on doit explorer ses antécédents dans la tradition mystique occidentale. Avant tout, Schelling, Hegel et les philosophes allemands en général étaient fascinés par le mystère de la Trinité chrétienne. On pourrait démontrer que ce que nous connaissons sous le nom de « la Trinité » n’est pas une conception proche-orientale originale mais en réalité un résultat de la « germanisation » du christianisme, développée après la conversion de nos ancêtres païens. L’idée de trois « personnes » en une seule correspond à peu près à la notion aryenne de l’unité des trois gunas dans le Brahman. Sans trop entrer dans les détails, je suggérerais que le Père correspond à la première fonction indo-européenne, le Fils à la troisième fonction, et le Saint Esprit à la deuxième fonction. En cela je suis influencé par Hegel, qui traitait le Père comme le logos, ou Idée Absolue, le Fils comme la Nature, et le Saint Esprit comme l’homme, qui est l’unité du logos et de la nature, ou de Dieu et de l’animal [1].

L’influence mystique immédiate sur Schelling fut l’Allemand Jacob Boehme, qui concevait toute la réalité comme possédant une structure triple. Considérez la citation suivante de Boehme :

« Ainsi donc la lumière éternelle, et la vertu de la lumière, ou paradis céleste, se meut dans l’obscurité éternelle ; et l’obscurité ne peut pas comprendre la lumière ; car ce sont deux Principes [séparés] ; et l’obscurité désire la lumière, parce que l’esprit s’y contemple lui-même, et parce que la divine vertu est manifestée en elle. Mais bien qu’elle n’ait pas compris la divine vertu et la lumière, elle s’est cependant continuellement et ardemment élevée vers elle, jusqu’à ce qu’elle ait allumé la racine du feu en elle-même, à partir des rayons de la lumière de Dieu ; et alors naquit le Troisième Principe, sortant de la matrice obscure, par la spéculation de la vertu [ou puissance] de Dieu. » [2]

Il y a donc trois principes, un de lumière, un d’obscurité, et un qui réconcilie. Boehme conçoit les trois principes comme étant réunis au sein de ce qu’il nomme l’Ungrund : le fondement transcendant et ineffable de tout l’être qui est lui-même sans fondement, parce qu’il n’y a rien au-delà de lui qui pourrait servir de fondement. A nouveau, nous avons une correspondance avec l’existence des gunas à l’intérieur du Brahman. Boehme conçoit ses trois principes comme imprégnant toute la réalité [3]. L’homme, affirme-t-il, est la véritable réalisation des trois principes. A cause de la coprésence des trois principes dans l’homme, ce dernier a le potentiel pour comprendre l’ensemble de la création.

  1. Les Trois Puissances 

Tournons-nous maintenant vers Schelling : celui-ci parle de Trois Puissances, qu’il conçoit comme des principes ou des idéaux, et comme des agences de volition. Schelling a une manière particulière et algébrique de parler des Puissances comme –A ou A1, +A ou A2, et A3. J’abandonnerai cet usage, et je ferai une nouvelle violence à la terminologie de Schelling en parlant de la première puissance comme étant la troisième, la seconde comme étant la première, et la troisième comme étant la seconde. L’idée est de faire apparaître les corrélations avec les fonctions indo-européennes. Ma présentation ne fera cependant pas violence aux idées de Schelling.

Schelling conçoit un temps primordial où les trois puissances existaient par elles-mêmes, avant qu’elles puissent s’exprimer dans un monde d’objets. De plus il voit les puissances comme des aspects de l’Absolu – l’équivalent du Brahman dans sa philosophie.

La Troisième Puissance est conçue par Schelling comme une pure et indéfinie possibilité d’être (das sein Koennende). C’est une sorte d’« être-en-soi » primal, qui est indéfini, illimité, et négatif. Il possède, affirme-t-il, un pur pouvoir d’auto-négation. Il peut annuler ou rejeter tout ce qu’il est et devenir n’importe quoi d’autre. Il n’a pas d’identité fixée. Les parallèles philosophiques incluent le flux d’Héraclite, et l’apeiron d’Anaximandre. Il correspond à peu près au Yin chinois, et est donc le principe féminin. Schelling conçoit aussi cette Puissance comme de la pure subjectivité. La Troisième Puissance est manifestement équivalente au Tamas indien.

La Première Puissance est un principe d’ordre et d’objectivité. Elle est l’opposée de la Troisième Puissance : spécifique, légale, précise, distincte. C’est le principe de l’identité, et de la différentiation. La Première Puissance est être pur, par opposition à la pure possibilité de l’être. Sa fonction est de placer des « limites » autour du chaos qui est la Troisième Puissance, et de faire exister des entités précises. Alors que la Troisième Puissance est das sein Koennende, « l’être possible », la Première Puissance est das sein Muessende, « l’être obligé ». La Troisième Puissance est « être-en-soi », mais la Première Puissance est « être-en-dehors-de-soi », parce que les limites fournies par la Première Puissance sont en-dehors d’elle, placées autour d’une autre. C’est donc un principe mâle, équivalent au Yang chinois, et au Sattva indien. La raison en est simple : la nature de la femelle est de générer en elle-même, la nature du mâle est de générer dans un autre (donc, « être-en-dehors-de-soi »). Parce que la Première Puissance est pure objectivité et non subjectivité, elle ne possède pas de volonté propre, ce qui est l’une des facettes d’un sujet.

Ces deux Puissances ne peuvent coexister parce qu’elles sont des opposés totaux. Sans elles, il ne peut y avoir de monde. Donc quelque chose d’autre doit fonctionner pour les réunir. Entrez ce que j’appelle la Seconde Puissance, simplement pour l’identifier avec la deuxième fonction indo-européenne. A nouveau, tout ce qui correspond à la deuxième fonction constitue une sorte de milieu entre les première et troisième fonctions. Ainsi, la Seconde Puissance doit posséder un être objectif (comme la Première Puissance), mais avec la possibilité de changement (comme la Troisième Puissance). Pour le dire d’une autre manière, la Seconde Puissance doit être quelque chose de précis, mais elle doit aussi être libre.

La Troisième Puissance est pure subjectivité, et la Première Puissance est pure objectivité, donc d’une manière ou d’une autre la Seconde Puissance unira sujet et objet. Ce fait est significatif, car Schelling conçoit l’Absolu comme le « point d’indifférence » entre sujet et objet. Il y a ici une correspondance exacte, encore une fois, avec la théorie indienne des gunas. Le vira est l’homme dans lequel le Rajas prédomine, et la personnification de Rajas est Brahma. Ainsi, c’est le vira qui est dans la position unique d’atteindre le Brahman lui-même par une transformation de sa propre nature. Chez Schelling, la Seconde Puissance, qui correspond au Rajas, est la réunion du sujet et de l’objet, alors que l’Absolu, qui correspond au Brahman, est la transcendance du sujet et de l’objet. C’est comme si la Seconde Puissance était l’Absolu « tourné vers l’intérieur », et vice-versa. L’implication semble être que celui qui s’identifie à la Seconde Puissance, ou Rajas, peut s’élever vers l’Absolu, ou Brahman, par une sorte d’héroïque changement de Gestalt.

Alors que la Première Puissance est « être en-dehors de soi », et que la Troisième Puissance est « être en soi », la Seconde Puissance est « être avec soi ». Ce choix des mots suggère que dans la Seconde Puissance il y a une sorte de totalité, d’accomplissement, de réconciliation, et d’autosuffisance [4]. Schelling remarque plus loin que si la Troisième Puissance est l’Illimité, et la Première Puissance est le Limitant, la Seconde Puissance est le « purement autolimitant ». Ici encore, nous voyons une anticipation métaphysique du vira. J’ai dit plus haut que le vira atteint un point où il devient autonome au sens littéral de se donner une loi à soi-même. C’est l’autolimitation dans sa forme la plus élevée. Le vira est autonome, indépendant, autosuffisant, et complet, tout comme la Seconde Puissance primale. La Troisième Puissance est « l’être possible », la Première Puissance est « l’être obligé », et la Seconde Puissance est das sein Sollende, « l’être qui devrait ». Sollen signifie « devrait », et donc dans la Seconde Puissance une dimension éthique ou idéaliste apparaît. C’est prévisible, puisque la Seconde Puissance se manifeste au niveau humain dans l’homme « passionné ».

Si nous pouvons parler de la Troisième Puissance comme étant la matière ou élément matériel, et de la Première Puissance comme étant la forme, alors qu’est-ce que la Seconde Puissance ? Encore une fois, puisqu’elle constitue une sorte de milieu entre les deux autres, en un certain sens la Seconde Puissance doit être une union de la matière et de la forme. Je me souviens ici de la théorie hégélienne des trois types d’art : symbolique, classique, et romantique. Le symbolique est l’art qui est excessivement formel, stylisé, et contraint. Il prend l’art égyptien comme exemple. L’art romantique se soucie avant tout de soulever des émotions et de soupeser des mamelles : un art qui a perdu toute retenue. Ici, la forme est brisée ou dépassée par un excès de contenu ; par un sentiment sans contraintes. L’art classique occupe une position moyenne, une unité parfaite de la forme et du matériel. Et qu’utilise Hegel comme exemple de l’art classique ? Les sculptures grecques de dieux et d’athlètes, bien sûr. En d’autres mots, des mésomorphes : des corps de deuxième fonction gouvernés par le Rajas, ou la Seconde Puissance schellingienne. Dans tout ce qui occupe la position de deuxième fonction, il y a une complémentarité presque parfaite de la forme et de la matière, de la raison et de l’émotion, des forces centripètes et centrifuges, etc.

La Seconde Puissance est donc l’union primale et parfaite de la forme et de la matière. C’est la forme platonicienne d’un dieu (et il faut répéter que les Grecs utilisaient le mésomorphe, la parfaite union humaine de la forme et de la matière, pour représenter leurs dieux), alors que la Première Puissance et la Seconde Puissance sont de simples forces (comme l’« amour » et la « haine » d’Empédocle). La Seconde Puissance est l’union éternelle des deux autres Puissances. Quand les trois Puissances s’extériorisent dans la création, la relation éternelle entre elles s’exprime d’une manière temporelle. Le monde est simplement la réunion et la séparation de la Première Puissance et de la Troisième Puissance, Sattva et Tamas, étendues dans le temps. L’agent ultime de ce processus dans le monde est le vira, l’homme de la deuxième fonction, qui est à la fois préservateur et destructeur. Edward Allen Beach, parlant de la Potenzlehre de Schelling, dit que « [la Seconde Puissance] est … la cause finale [aristotélicienne] ou but final vers quoi tend tout l’organisme idéal de l’univers » [5].

  1. Les Anti-Puissances

Schelling appelle les trois Puissances prises ensemble « la figure de l’être ». Mais l’histoire ne se termine pas ici, car Schelling dit que l’exposé jusqu’ici n’est qu’un exposé d’essences pures. Comment exactement un monde spatio-temporel concret vient-il à l’être, à partir de ces Puissances ? J’ai parlé un peu plus haut des Puissances s’extériorisant dans la création. Mais comment cela a-t-il lieu ? La réponse de Schelling à cela est très obscure.

Il commence par remarquer que c’est plutôt dans l’ordre naturel des choses que la Troisième Puissance doive se subordonner à la Première Puissance : cette matière doit se mettre en position d’être informée. Mais cela ne se passe pas toujours comme cela. Nous pouvons le constater autour de nous. Si la Troisième Puissance, dans toutes ses expressions, se donnait à la Première Puissance continuellement et sans résistance, alors tous les objets matériels seraient des expressions parfaites de leurs formes. Il n’y aurait pas de laideur, pas de défaut, pas de difformité. Mais puisque ce n’est pas le cas, la relation entre la Troisième Puissance et la Première Puissance doit être plus compliquée que nous le pensions.

Parce que la Troisième Puissance est pure possibilité d’être, elle peut très bien faire comme elle veut ! Dans cette Puissance se trouve une dualité : c’est une potentialité de donner naissance à l’existence, à être fécond, mais c’est aussi une potentialité de nier toutes les potentialités, de dire non à tout. Elle a donc toujours en elle la possibilité de se rebeller contre son rôle de matrice, de mère, de toute la création. En faisant cela, elle devient résistante à l’ordre, à la forme, à la détermination, à la raison, et au règne de la Première Puissance. Son obscurité s’accroit, et devient impénétrable. Schelling appelle cette forme pervertie de la Troisième Puissance « B ». Je l’appellerai « l’anti-Troisième ». L’anti-Troisième de Schelling est exactement analogue à l’« aigre » de Jakob Boehme : un pouvoir égoïste négateur, tourné vers l’intérieur.

En résultat de la transformation de la Troisième Puissance en anti-Troisième, la Première Puissance lui est subordonnée. Cela indique le grand pouvoir de la Troisième Puissance : en se fermant simplement à la Première Puissance ou en lui résistant, elle subvertit le rôle naturel de la Première Puissance et la jette dans un état de déséquilibre. Souvenez-vous que la Troisième Puissance est subjectivité et la Première Puissance objectivité. En étant rejetée par la Troisième Puissance, la Première Puissance est rejetée sur elle-même, et développe ainsi la subjectivité [6]. Alors que, comme Ouranos, elle avait jadis joui d’une félicité inconsciente dans les bras de Gaïa, elle vient maintenant à la conscience – mais seulement en étant castrée. Elle se tourne vers l’intérieur. Et lorsqu’elle se conçoit, elle se conçoit seulement comme dirigée dans le sens de la soumission de l’anti-Troisième.

Pour continuer le parallèle masculin-féminin, l’anti-Troisième trouve son représentant humain dans la femme moderne « libérée » (à l’extrême, dans la « haïsseuse de l’homme », qui peut aller jusqu’à abjurer entièrement l’amour des hommes, et à réprimer le désir d’être pénétrée). Ce que la Première Puissance devient en résultat de la venue à l’être de l’anti-Troisième, c’est le mâle moderne, qui est préoccupé par la conquête physique de la femme, considérant cela comme l’essence de la virilité. Il est en fait un être entièrement physique.

Une parfaite illustration de cette dynamique se trouve dans Women in Love de D. H. Lawrence, qui montre le cours de deux histoires d’amour. La première, entre Ursula Brangwen et Rupert Birkin, illustre la relation naturelle entre la Troisième Puissance et la Première Puissance. Ursula est une « femme naturelle », qui rêve d’être possédée par Birkin. Birkin, pour sa part, est attiré par Ursula, mais refuse de se donner à elle complètement, désirant connaître quelque chose de supérieur à l’amour charnel. Bref, il a quelque chose du vira en lui. L’autre couple est Gudrun Brangwen, sœur d’Ursula, et Gerald Crich, meilleur ami de Rupert. Gudrun est l’anti-Troisième incarnée. Elle désire quelque chose, mais ne s’identifie à rien. Elle saute d’intérêt en intérêt, de lieu en lieu. Elle repousse le désir de Gerald, et l’humilie, disant à un moment : « Tu es si insistant, et il y a si peu de grâce en toi, si peu de finesse. Tu es si brutal. Tu m’embête – tu ne fais que m’ennuyer – c’est horrible pour moi » [7]. Naturellement, Gerald est obsédé par elle, et répond à ces paroles en lui faisant violemment l’amour, et en tentant plus tard de l’étrangler. Gerald est l’être entièrement physique dont j’ai parlé ; la perversion de la Première Puissance. C’est un propriétaire de mine qui (comme Clifford dans L’amant de Lady Chatterley de Lawrence) s’immerge totalement dans le dur monde des machines et des plans de production. Il s’enorgueillit de sa physicalité brutale, et, à la différence de Rupert, est préoccupé par le sexe.

Maintenant, remarquez que la Première Puissance correspond à la première fonction, qui correspond, en termes de types humains, à l’ectomorphe-cérébrotonique. Ainsi, ce qui est particulier dans le changement produit dans la Première Puissance par l’anti-Troisième est que la Première Puissance devient, d’une certaine manière, son propre opposé. En termes humains, le cérébrotonique, l’homme qui « vit dans sa tête », finit par penser qu’il devrait être son opposé : l’homme physique, le sensualiste, le « mâle ». Ce dont nous parlons, en essence, est un divya (ou divya potentiel) qui désire secrètement être un pashu. Mais un tel homme, bien qu’il puisse ne penser à rien d’autre hormis la possession sexuelle des femmes, ne réussit jamais à vraiment ou totalement posséder une femme, parce que son obsession est en fait non-masculine et, finalement, repoussante pour les femmes. C’est le mâle détaché et distant, spirituellement viril, qui se révèle le plus attirant. C’est à lui que les femmes souhaitent vraiment se donner. Entrez le vira, et la Seconde Puissance.

Nous trouvons la relation entre la Seconde Puissance et les deux anti-Puissances représentées dans le Nibelungenlied germanique médiéval. Le roi burgonde Gunther pose les yeux sur Brünhild semblable à une amazone, mais pour mériter sa main il doit se soumettre à l’épreuve du combat. S’il perd, Brünhild prend sa vie. Brünhild représente l’anti-Troisième, qui est devenue activement hostile et même mortelle pour la Première Puissance, ou Puissance mâle. Gunther, qui représente la Première Puissance émasculée, ne peut vaincre Brünhild, et donc il s’assure de l’aide de Siegfried. En tant que héros guerrier, Siegfried représente, bien sûr, la Seconde Puissance. Se rendant invisible, Siegfried agit secrètement au nom de Gunther, et gagne la main de Brünhild pour son roi. Par la suite, cependant, Brünhild se refuse à Gunther dans le lit conjugal, et donc Siegfried est à nouveau appelé pour se faire passer pour Gunther et obliger Brünhild à la soumission. Lorsqu’il réussit, elle crie : « Je ne résisterai plus à ton noble amour. J’ai découvert que tu sais maîtriser les femmes » [8].

Un curieux problème ici concerne le sexe qui doit être attribué à la Seconde Puissance. Si la Première Puissance est « mâle » et si la Troisième Puissance est « femelle », qu’en est-il de la Seconde Puissance ? Je l’ai caractérisée comme médiatrice entre les deux autres, donc serait-elle androgyne ? Etant donné que j’ai identifié la Seconde Puissance à la Deuxième fonction, à la figure guerrière mésomorphe-somatotonique, cela semble être une suggestion absurde – jusqu’à ce qu’on jette un coup d’œil sur les représentations mythologiques indo-européennes du guerrier. Ici on trouve des preuves abondantes que le guerrier était regardé comme ayant des caractéristiques à la fois masculines et féminines. Par exemple, Thor apparaît en travesti, tout comme Héraclès (à partir du XVIe siècle, les représentations artistiques d’Héraclès l’ont le plus souvent décrit en habits féminins). La figure d’Arjuna dans le Mahabharata est aussi décrite comme androgyne. Pourquoi exactement le guerrier ou vira devrait être vu de cette manière doit avoir un rapport avec son important rôle métaphysique, discuté plus haut, comme un être qui peut passer entre les opposés du sujet et de l’objet, de la forme et de la matière, du masculin et du féminin pour accomplir l’unité avec l’Absolu ou Brahman. Le nom Perceval (ou Parzival) signifie « perce la vallée ». C’est celui qui dépasse les opposés (entre les « montagnes ») pour atteindre l’Un.

A la différence de la Première Puissance et de la Troisième Puissance, d’après Schelling la Seconde Puissance ne subit pas de changement ; elle demeure constante. Mais, affirme Schelling, elle ne peut être pleinement réalisée tant que les deux autres Puissances n’ont pas terminé leur développement. Ainsi, du fait de l’inversion ou perversion de la Première Puissance et de la Troisième Puissance, la Seconde Puissance n’est plus l’équilibre éternel du Limité et de l’Illimité. Selon les mots de Beach, la Seconde Puissance prend le statut d’une « condition future » encore à atteindre [9]. En d’autres mots, l’unité du Limité et de l’Illimité devient un but ou un point final idéal. Schelling croit que c’est la fin vers laquelle toute l’histoire se dirige. Mais la conception historique de Schelling, comme celle de Hegel, est christianisée et linéaire. Beach remarque que « Schelling voit toute la tendance de l’histoire du monde postérieure à la Création comme étant précisément d’amener la première puissance invertie à la soumission, de changer [l’anti-Troisième] à nouveau [en la Troisième Puissance  positive] » [10].

  1. Implications de la théorie de Schelling

Si nous abandonnons la vision linéaire de l’histoire de Schelling et que nous la remplaçons par un modèle cyclique indo-européen traditionnel de changement historique, ce qui en résulte est une conception de l’anti-Troisième et de la Première Puissance évoluant continuellement vers l’unité, ce qui veut dire, donnant continuellement naissance à la réalisation de la Seconde Puissance. Après que le zénith de la Seconde Puissance est atteint, il y a une période où les deux autres Puissances se normalisent : quand l’anti-Troisième devient la Troisième Puissance « naturelle », et que la Première Puissance regagne son statut d’agent objectif inspirateur. Mais ensuite cela est suivi par un déclin, où les deux Puissances deviennent à nouveau perverties, et où la Seconde Puissance se retire apparemment, mais seulement pour resurgir plus tard, et ainsi de suite.

Du conflit et de la réconciliation graduelle de la Première Puissance et la Troisième Puissance, un monde vient à l’être. Schelling pense que son exposé du conflit des anti-Puissances n’est pas un exposé d’essences abstraites. Quand la Troisième Puissance se rebelle contre sa nature de réceptrice de forme, elle devient l’élément matériel lui-même, car la matière est précisément ce qui a la nature de recevoir la forme et de lui résister.

Pour dire cela en termes humains, le monde donne perpétuellement naissance au vira, mais le vira naît dans le conflit. Les conditions nécessaires pour donner naissance au vira sont le conflit et la disharmonie. C’est dans le creuset du trouble, de la guerre et de la désunion que le vira surgit – et monte à cette occasion. En défiant et en surmontant ces conditions, ceux qui peuvent être des viras réalisent leur nature de vira, et imposent l’ordre au chaos. Mais cet « âge d’or » ne peut pas durer, et le désordre et la disharmonie finissent par revenir – et ainsi de suite, ad infinitum.

Une telle vision de l’histoire est grosse de conséquences philosophiques. Par exemple, le dénommé « problème du mal » est résolu. Le mal – conflit, guerre, désordre, disharmonie, etc. – existe simplement pour amener le vira, l’incarnation de Dieu dans le monde, à l’être.

Nous avons aussi répondu à la question « pourquoi y a-t-il quelque chose et non pas rien ? ». Le rien qui est le Fondement de l’Etre est le Brahman. Du Brahman, un monde constitué par les trois gunas ou Puissances vient à l’être. La réalité la plus élevée dans ce monde est accomplie par la plus haute chose vivante dans le monde, qui est le vira humain. Il est l’expression humaine de Brahma, et en tant que tel il peut, par une transformation de lui-même, « faire revenir la création sur elle-même » et accomplir l’unité avec le Brahman, la base de l’existence comme telle. Ainsi, il n’y a pas « quelque chose et non pas rien », car le quelque chose est le rien inconscient de lui-même.

Conclusion générale

Comme je l’ai annoncé au début de cette série, ma procédure dans cet essai a été inductive. J’ai commencé par exposer la structure tripartite de la société indo-européenne, et ensuite dit que d’autres parties du monde naturel exhibent une structure analogue : l’âme humaine elle-même, les types corporels humains, l’anatomie humaine, l’anatomie des organes ou systèmes individuels, l’embryon humain, les mammifères, la cellule isolée, le monde macroscopique, le monde microscopique de l’atome, et la structure de la pensée et de la logique humaines. Je crois que ces analogies sont plausibles. Dans certains cas, en particulier ceux des analogies entre types humains et types de mammifères, les analogies sont très précises et frappantes.

Ayant vu les mêmes structures se répétant à travers les différents aspects de la réalité, j’ai ensuite demandé s’il y avait un moyen de mettre à nu la nature de ces structures et de parler d’elles dans l’abstrait – de les connaître « en elles-mêmes et par elles-mêmes ». Plutôt que de donner mon avis en premier, j’ai d’abord regardé la Tradition, et trouvé exactement ce que je recherchais – dans la théorie indienne des gunas. Nous pouvons voir que les Indiens ont remarqué la même répétition de la structure tripartite dont j’ai parlé. En expliquant les gunas, j’ai eu l’occasion de revenir au sujet des types humains, et j’ai développé certaines suggestions sur la manière dont nous pourrions les utiliser pour élaborer une théorie de l’histoire, et une compréhension du but de l’existence elle-même.

J’ai aussi donné un exposé de la Potenzlehre de Schelling. Celui-ci servait deux buts. D’abord, il montrait comment un exposé encore plus abstrait des trois principes peut être donné. Ensuite, sa correspondance remarquable avec la théorie indienne des gunas semble indiquer que la conscience des trois principes est éternelle. Je mets cela en relation avec l’idée hermétique de la « philosophie pérenne ». Si une idée continue à apparaître dans des systèmes philosophiques ou mystiques différents, particulièrement s’il y a peu ou aucun contact entre les auteurs de ces systèmes, je prends cela comme la preuve prima facie de sa vérité.

Maintenant, on pourrait objecter que j’ai simplement « lu » ce schéma tripartite dans diverses choses, mais qu’on pourrait tout aussi bien trouver la dualité et la quadrité et la quintité dans ces mêmes choses. Cette objection manque son but, car, comme je l’ai dit au début, je ne recherche pas la pure triplicité, mais plutôt un type spécifique de triplicité. Ensuite, l’objection semble déloyale à la lumière des analogies vraiment remarquables que je crois avoir exposées ici. En fin de compte, mon argument en faveur de la vérité des principes, et la crédibilité des principes comme guides pour comprendre le monde, est pragmatique. Je crois que j’ai montré que voir le monde selon ces trois structures – ça marche. Cela nous ouvre des horizons ; cela nous permet de mieux organiser, catégoriser et analyser les choses, et de voir leurs relations. De plus, cela conduit à des réflexions vraiment profondes sur la nature de l’existence dans son ensemble.

Notes

[1] Hegel ne dit pas vraiment que l’Esprit est une unité du logos et de la nature, ou de Dieu et de l’animal, mais c’est une implication de ses idées, et correspond exactement à la vision philosophique grecque, qui influença fortement Hegel.

[2] Jacob Boehme, Concerning the Three Principles of the Divine Essence, trans. John Sparrow, 1648 (London: John M. Watkins, 1910), VII: 25; p. 100.

[3] « Et aucun lieu ou position ne peut être conçu ou trouvé là où l’esprit de la tri-unité n’est pas présent, et dans chaque être... », Boehme, Six Theosophic Points, trans. John Rolleston Earle (New York: Alfred A. Knopf, 1920), I:21; pp. 18-19.

[4] Une petite application de ce principe peut être trouvée dans les habitudes alimentaires des carnivores de rang moyen. Alors que les rôdeurs subsistent principalement par les féculents, les graisses et les huiles, et les ongulés par la cellulose, les carnivores subsistent par les protéines ; c’est-à-dire par une nourriture similaire à leur propre matériel corporel. Voir Schad, Man and Mammals, 32.

[5] Edward Allen Beach, The Potencies of Gods (Albany, New York: State University of New York Press, 1994), 126.

[6] Cela rappelle la dialectique maître-esclave dans la Phénoménologie de l’Esprit de Hegel : subjugué par le maître, l’esclave se tourne vers l’intérieur et donne naissance au Geist.

[7] D. H. Lawrence, Women in Love (New York: Viking Press, 1969), 434.

[8] Nibelungenlied, trans. Helen M. Mustard, in Medieval Epics (New York: Modern Library, 1963), 282.

[9] Beach, 136.

[10] Ibid., 134.

vendredi, 03 mai 2019

Ernst Jünger ou les figures de la haute tenue

Né en 1895, décédé à presque 103 ans en 1998, Ernst Jünger peut être qualifié sans hésitation de « grande conscience européenne », non pour un pseudo-message qu’il aurait à délivrer aux générations actuelles et à venir, mais pour son maintien droit et stoïque face aux événements, au monde et aux hommes. En cela, il est un modèle, une de ces falaises de marbre souffrant à peine de l’érosion du temps comme des éléments. « La tenue, comme le goût, est de l’ordre de la civilité – qui est la racine de la civilisation. Celle-ci peut être gravement atteinte, délitée, submergée, il demeure, dans le cœur de quelques-uns une « cité inspiratrice ». La tenue, est alors ce qui tient – vis-à-vis de soi-même et des autres. Toute l’œuvre de Jünger nous enseigne, avec amitié et sans crisper, à tenir bon » confiait Luc-Olivier d’Algange.(1)

On ne comprend obstinément rien à Jünger si l’on persiste à ignorer son passé soldatesque en même temps qu’on jetterait systématiquement sur lui un regard d’opprobres et de ressentiments. La tenue était alors, pour ce tout jeune homme à peine sorti des jupons maternels, la condition (dernière) du héros pour autant que l’exécutant savait rester prudemment à sa place, la première, en l’occurrence, celle du front, des balles et des bombes. Certes, il ne fut pas le seul à tenir son rang, mais bien peu en firent, comme lui, une éthique, sinon une idiosyncrasie. C’est sans doute ce que nos sombres temps médiocres reprochent à cette personnalité altière, eux qui se vautrent dans l’autre entendu, désormais, comme le comble de l’horizontalité démocratique, métonymie universelle de la « non-discrimination ».

C’est que notre fière et arrogante époque se croit libre comme jamais, prétendument, elle ne l’aurait été dans son histoire, tout auréolée des victoires faciles de son individualisme triomphant que viendraient régénérer des droits de l’homme inextinguibles et extensibles. Nos contemporains vouent un culte désormais sans borne au progrès. À l’heure d’une extraordinaire crise du sens, celle-ci semble devoir se résoudre dans un improbable sens de l’histoire, au risque que tant d’yeux rivés sur cette chimérique boussole n’en deviennent proprement aveugles aux farces et aux tragédies d’une histoire que, par ailleurs, il est de bon ton de conchier et de congédier.

Jünger était un adepte des formes, non pas tant pour des motifs esthétiques que parce qu’elles reflétaient selon lui une certaine permanence archétypale que seule une connaissance intuitive pouvait appréhender. C’est dire que cet effort de translucidité visionnaire n’est pas à la portée du premier venu. Cette quête d’un « supraréel » qui se confondrait uniment avec le réel attendu qu’il ne peut être question de dissocier deux mondes qui n’en font résolument qu’un, aurait presque à voir avec la démarche traditionisme de René Guénon. La fonction assignée chez l’auteur d’Eumeswill à la « Figure »(2) emprunte assez à la pensée métaphysique.

florence-henri-ernst-jünger.jpgLe Rebelle et l’Anarque sont ces figures, ces paradigmes, ces « représentations » offertes à la reconnaissance de l’homme qui les perçoit comme manifestation épiphaniques insaisissables par la pensée mais s’imposant à l’évidence, pour peu qu’il accepte – l’homme n’est jamais contraint que par soi-même dans la vision jüngerienne du monde – de ne pas lui tourner le dos.

Il nous propose, ce faisant, deux voies qui loin de s’opposer peuvent éventuellement se conjoindre avec le temps. Il est vraisemblable – car plus logique – que le Rebelle surgira avant l’Anarque, celui-ci apparaissant comme le point le plus haut de la maturité. Si l’on veut bien admettre que chaque « type » jüngerien correspond aux grands âges de la vie, sans doute nous approcherions-nous d’une certaine vérité philosophique. Le temps du Soldat est celui de l’impétuosité et du jeu, de l’innocence et de l’inconséquence, rapidement rattrapé par celui du Travailleur dont les appétits semblent insatiables et qui succombe aux charmes neufs et vénéneux de la puissance. Puis arrive, à pas de loup, le temps du Rebelle suspendant à son tableau de chasse les différents trophées de ses désillusions successives (3).

Lorsque survient celui de l’Anarque, ces dernières sont balayées. L’Anarque devient plus sage, à proportion de ce qu’il sait qu’il ne doit rien attendre de quiconque.

« Aide-toi toi-même, le Ciel ne fera rien pour toi, mais tu n’en seras pas moins heureux » pourrait être cette maxime du bonheur solitaire. « Le trait propre qui fait de moi un anarque, c’est que je vis dans un monde que, ‘‘en dernière analyse’’, je ne prends pas au sérieux. Ce qui renforce ma liberté. Je sers en volontaire. […] Pour l’anarque, les choses ne changent guère lorsqu’il se dépouille d’un uniforme qu’il considérait en partie comme une souquenille de fou, en partie comme un vêtement de camouflage. Il dissimule sa liberté intérieure, qu’il objectivera à l’occasion de tels passages. C’est ce qui le distingue de l’anarchiste qui, objectivement dépourvu de toute liberté, est pris d’une crise de folie furieuse, jusqu’au moment où on lui passe une camisole de force plus solide. […] Le libéral est mécontent de tout régime ; l’anarque en traverse la série, si possible sans jamais se cogner, comme il le ferait d’une colonnade. C’est la bonne recette pour quiconque s’intéresse plus à l’essence du monde qu’à ses apparences – le philosophe, l’artiste, le croyant. […] Je ne fais aucun cas des convictions, et beaucoup de cas de la libre disposition de soi. C’est ainsi que je suis disponible, dans la mesure où l’on me provoque, que ce soit à l’amour ou à la guerre. Je ne respecte pas les convictions, mais l’homme. Je regarde et je garde. »(4)

Gardons-nous bien de penser que Jünger nous invite à rompre avec le monde. Tout au plus, nous incite-t-il plutôt à « trouver la sécurité dans la sauvagerie des déserts, et avant tout dans notre propre cœur afin de changer le monde. »(5)

Notes

(1) Livr’Arbitres, n° 27, p. 26.

(2) Voir Ernst Jünger, Type, nom, figure, Christian Bourgois, Paris, 1996.

(3) « Quant au Rebelle, nous appelons ainsi celui qui, isolé et privé de sa patrie par la marche de l’univers, se voit enfin livré au néant. Tel pourrait être le destin d’un grand nombre d’hommes, et même de tous — il faut donc qu’un autre caractère s’y ajoute. C’est que le Rebelle est résolu à la résistance et forme le dessein d’engager la lutte, fût-elle sans espoir. Est rebelle, par conséquent, quiconque est mis par la loi de sa nature en rapport avec la liberté, relation qui l’entraîne dans le temps à une révolte contre l’automatisme et à un refus d’en admettre la conséquence éthique, le fatalisme », Traité du Rebelle ou le recours aux forêts dans Essai sur l’homme et le temps, Christian Bourgois, Paris, 1970, p. 44.

(4) Eumeswill, La Table Ronde, Paris, 1977, 1978. Traduction Henri Plard.

(5) Passage à la ligne (1950).

mardi, 30 avril 2019

L’autochtonisme, seule stratégie possible face au Grand Remplacement

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L’autochtonisme, seule stratégie possible face au Grand Remplacement

par Antonin Campana

Ex: http://www.autochtonisme.com

Ce blog a voulu présenter, tout au long de ses quatre années d’existence, une conception qui pose en principe que tous les peuples jouissent également d’un droit à l’existence, d’un droit à l’autodétermination et d’un droit naturel à la prééminence politique, religieuse et culturelle sur leurs terres ancestrales. Cet ensemble de droits fondamentaux non discriminant et d’application universelle concerne tous les peuples, c’est-à-dire aussi les peuples autochtones européens. Nous considérons comme admis que les peuples autochtones européens ne sont ni des sous-peuples, ni des non-peuples et que prétendre le contraire procède d’une pensée discriminatoire et raciste.

Les droits fondamentaux dont nous parlons charpentent notamment la Déclaration des Nations unies sur les droits des peuples autochtones (2007). Ce corpus juridique onusien est donc une référence importante de la dynamique politique que nous avons nommée « autochtonisme ». Car dans notre esprit, l’autochtonisme européen n’est pas seulement une « pensée » ou une idéologie : c’est aussi, et peut-être surtout, une dynamique fondée sur notre droit à l’existence, une stratégie dont l’objectif est d’assurer la résilience en même temps que la libération des peuples autochtones européens. En voici un exposé succinct.

  1. Reconnaître l’ennemi principal

Nous posons comme un fait le processus toujours en cours d’effacement et de remplacement de notre peuple sur ses terres ancestrales. Ce processus conditionne notre « état présent », celui que l’on subit et qu’il s’agit de modifier. A partir de ce constat sur l’état présent, nous devons fixer une stratégie qui nous mènera de l’état présent à l’état désiré. Cependant, avant d’élaborer une planification stratégique, il convient de bien identifier les causes du processus et surtout, au risque de servir les intérêts de l’ennemi, de ne pas les confondre avec ses conséquences : toute erreur de ce type ferait courir le risque de stratégies inefficaces, voire néfastes. Par exemple, certains considèrent que l’islam est l’ennemi principal. En bonne logique, semble-t-il, ils invoquent pour le contrer les « valeurs républicaines », telle la laïcité. Or précisément, la laïcité est conçue par les républicains comme un moyen ou une “méthode“ (Manuel Valls) permettant de faire vivre ensemble musulmans, juifs et chrétiens (entre autres). Autrement dit, la laïcité conditionne la viabilité d’un modèle de société ouvert aux courants migratoires, donc à l’islam. Elle garantit que tout se passera bien et lève les objections quant à l’installation de masses extra-Européennes dans le corps politique. La laïcité, et d’une manière générale les valeurs « universelles » de la République, sont la légitimité d’une ingénierie sociale qui réinitialise la société afin que plus rien dans celle-ci ne s’oppose à l’intégration de populations étrangères. Si l’immigration de peuplement est un fait, le régime construit sur les valeurs dont nous parlons est une cause et l’islamisation une conséquence.

Or, l’ennemi principal se niche dans les causes, jamais dans les conséquences. Qui est responsable du Grand Remplacement ? Le régime qui est à la manœuvre et le nie, ou l’immigré qui bénéficie des politiques d’immigration que ce régime a mis en place ? La République qui est à l’origine de notre situation présente et qui la verrouille, obérant ainsi notre destin, ou l’étranger qui n’est qu’un pion dans un jeu destiné à nous effacer ? Le marionnettiste ou la marionnette ?

On devrait connaître la réponse, tant elle paraît évidente. La République qui a volontairement configurer l’organisation et le fonctionnement de la société de manière à la rendre compatible avec des hommes venus de toute la planète, la République qui a provoqué et laissé faire l’immigration de masse, la République qui a installé, intégré et naturalisé des millions d’immigrés, est la seule responsable. Voici dans les grandes lignes (ce texte est un texte de synthèse, le lecteur peu accoutumé à notre propos se reportera utilement aux autres articles de ce blog), voici donc rapidement pourquoi le Grand Remplacement participe de la nature du régime en place et n’est en aucun cas un phénomène accidentel :

  •  La République est fondée sur le « pacte républicain » et le pacte républicain est fondé sur le principe d’universalité : celuici est ouvert à tous les hommes « sans distinction d’origine, de race ou de religion ».
  • La République considère que le « peuple français » est un agrégat d’individus individuellement associés par un contrat. Ainsi les Français de souche se seraient contractuellement associés le 14 juillet 1790 durant la fête de la Fédération. Ce jour là, selon la mythologie républicaine, le pacte républicain aurait transféré un à un (individuellement) chaque Français d’une nation ethnique, organisée selon des valeurs identitaires, à une nation civique, organisée selon des valeurs universelles (nous avons appelé ce processus à la fois mythologique et juridique, le « Grand Transfert »). A ce « corps d’associés » dont l’organisation et le fonctionnement reposent sur des valeurs universelles, c’est-à-dire des valeurs acceptables par tous les hommes, se seraient « individuellement » joints les Juifs, puis des immigrés de toute provenance. Ces multiples transferts donneront le corps politique métissé que l’on connaît aujourd’hui.
  • Le républicanisme postule l’universalité de la République : le modèle républicain de société est applicable en tous lieux (d’où l’entreprise coloniale républicaine), et permet de faire « vivre ensemble » tous les hommes, sans distinction. Dès lors, puisque le vivre tous ensemble est possible, rien ne justifie le « repli sur soi » et la fermeture des frontières, si ce n’est un « racisme » et une xénophobie irrationnels, d’autant plus, on le sait, que l’immigration est un enrichissement. Evidemment, on peut s’interroger sur le caractère véritablement universel des valeurs de la République et sur leur capacité à faire « vivre tous ensemble » juifs, chrétiens et musulmans. Mais cela revient à remettre ouvertement en cause le pacte républicain qui prétend cimenter l’agrégat artificiel sur la base de ces valeurs. C’est une règle : en République, toute contestation des politiques d’immigration exposera mécaniquement au soupçon d’être raciste et de n’être pas républicain. Cette règle tient à la nature même du régime, à ses fondamentaux, à sa cohérence interne… et non à ses représentants du moment !
  • La République est une entreprise d’ingénierie sociale chargée d’installer un modèle de société qui soit conforme aux intérêts de la classe dominante. Cette entreprise progresse en imposant de nouvelles lois. Celles-ci disloquent systématiquement l’ordre social ancien (la famille, les corporations, les communautés, les religions, les nations, les peuples, les sexes…) et instaurent un nouvel ordre fondé sur un désordre sociétal facile à contrôler et à exploiter (individus dissociés, mélangés et opposés ; populations hétérogènes ; individus standardisés ; matérialisme ; relativisme identitaire ; destruction des boussoles culturelles, généalogiques, religieuses, sexuelles…). La République a été conçue par une classe sociale apatride. Elle n’est qu’un outil dont la fonction est de « régénérer » la société à l’avantage de cette classe. La République se confond aujourd’hui avec le Système (mondialiste). Elle en est un aspect en même temps que la matrice.

 

  1. Comprendre la force et les moyens de l’ennemi principal

Aucune action ne sera couronnée de succès si l’on n’a pas compris les bases mythologiques qui structurent le régime en place et légitiment le modèle de société qu’il entend imposer (foi dans l’idéologie du contrat, croyances en des « valeurs » et en des fonctionnements sociaux qui seraient acceptables par tous les hommes, croyance en l’unité du genre humain, foi en l’Homme standardisé par la citoyenneté juridique, etc.). Cependant, désigner la République comme l’ennemi principal et surtout comprendre en quoi la République (ou le Système) est l’ennemi principal ne suffit pas pour engager une action efficace, voire qui ne soit pas carrément suicidaire. Car il faut encore et préalablement mesurer les rapports de forces et avoir notamment une juste idée de la puissance, des méthodes d’action et des moyens de rétorsion de l’ennemi.

Tout d’abord, celui qui estime que la République-Système est un régime politique démocratique et loyal commet une grave erreur. La République est un système représentatif qui assure automatiquement le pouvoir à la classe dominante. Nous l’avons déjà expliqué, nous ne reviendrons pas sur ce point. Ensuite, la République est un système totalitaire qui occupe officiellement tout l’espace social : l’Etat est républicain, la police est républicaine, les armées sont de la République, l’Ecole est républicaine, les médias sont républicains, la Justice est républicaine, l’espace social est contrôlé par des lois républicaines, etc. Enfin, trait typique des systèmes totalitaires, il est formellement défendu de contester le régime en place. La Constitution,  le code pénal et diverses autres lois interdisent ainsi que l’on remettent en cause la forme républicaine de gouvernement.

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Concrètement, cela veut dire quoi ? Concrètement, cela veut dire que la classe dominante a mis à son service les forces armées, la police, la magistrature, l’Enseignement, les médias et tout l’arsenal législatif nécessaire pour défendre ses intérêts de classe. Concrètement, cela veut dire que l’Etat a fait sécession du peuple, qu’il s’est tourné contre la nation autochtone et qu’il lui est devenu étranger, bref, qu’il doit être considéré comme un Etat plus « colonial » que « national ».

L’Etat est l’outil de la classe dominante. C’est lui qui met en œuvre les politiques d’immigration et qui construit la société métissée. C’est lui qui réprime la contestation et qui protège la classe dominante. Sans lui, rien ne serait possible. L’Etat républicain n’est pas notre ami, nous sommes ses indigènes colonisés et nous devons agir en tant que tels, en ayant une claire conscience de notre statut subordonné.

  1. Un peuple autochtone emprisonné dans un corps d’associés

La république-Système a engendré un « corps d’associés » (Sieyès) multiethnique. Ce corps d’associés improprement appelé « peuple français » ou « France » enferme comme une gangue le peuple autochtone. Si en 1790 tous les « associés » étaient des Autochtones, aujourd’hui les Autochtones deviennent minoritaires dans le corps d’associés. Cela signifie que, « démocratiquement » et selon la loi du nombre, le destin des Autochtones dépendra de plus en plus largement des choix, des préjugés, des ressentiments et de la puissance des populations allochtones installées au milieu d’eux.

Cela signifie aussi que le peuple autochtone de ce pays ne dispose pas de lui-même. Le peuple autochtone est un peuple dominé et nié : la République ne le reconnaît pas en tant que tel, ne lui accorde aucun droit en tant que tel, ne le distingue pas. Le peuple autochtone, emprisonné dans le corps d’associés multiethnique, perd quant à lui la conscience de ses intérêts, de sa spécificité et de son identité. Il se livre au régime qui a construit la gangue carcérale qui l’étouffe. Pour le moment, manipulé sans avoir connaissance de cette manipulation, il est « sous contrôle ». Le destin qui lui est promis par le régime-Système, et que l’Etat colonial est chargé de mettre en œuvre, est tout tracé : avant peu, il sera totalement dissous dans le corps d’associés et n’existera plus qu’à travers quelques individus faisant figure de bêtes de foire. Alors que faire ?

  1. Que faire ?

Nous venons de décrire la situation présente et de déterminer l’ennemi principal, celui qui est en l’occurrence à l’origine de notre condition et qui s’efforce de la maintenir, dussions-nous disparaître. Cette situation est épouvantable, tant le rapport de force nous est défavorable. Cependant, d’autres peuples en ont connu de similaires. Certains ont disparus (voyez les Hawaïens, les Pieds-noirs ou les Gorani), d’autres au contraire ont su prospérer. En observant ces derniers (les Juifs, les Roms, les Albanais du Kosovo, les Druzes, les Amish…), il nous est possible de reconnaitre un certain nombre de points communs qui les distingue des peuples moins résilients. Ces « règles de résilience » sont :

  1. Une forte endogamie
  2.  La pratique de l’entre-soi et le refus du « prosélytisme »
  3. Le refus de l’assimilation
  4. L’affirmation d’une conscience ethnique
  5. Une double règle de moralité (une règle qui s’applique aux Prochains, une règle qui s’applique aux Lointains)
  6. La capacité à se défendre
  7. Et surtout, la mise en place d’institutions parallèles à celles du groupe dominant

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Considérons que le corps d’associés allochtones, la gangue, soit un « peuple étranger » et que le système politique qui nie l’existence du peuple autochtone et garantit la présence étrangère dans notre pays soit un régime de domination. Il y a encore face au corps d’associés englobant une part significative du peuple autochtone qui ne renonce pas aux pratiques endogames et à l’entre-soi, qui refuse de perdre son identité, qui a une claire conscience de sa lignée, qui pratique au besoin une solidarité discriminante (les « Français d’abord ») et qui est même capable de se défendre. Cette fraction (toujours importante selon nous) du peuple autochtone ressemble donc sur de nombreux points au peuple pied-noir en Algérie. Pourtant, nous savons que ce peuple pied-noir a disparu. Que lui manquait-il pour continuer à exister ? En fait, les Pieds-noirs ont confié leur destin à la République et ont renoncé à s’organiser « en parallèle ». Avoir plusieurs millions d’individus dissociés qui pratiquent isolément les six premières règles de résilience est très bien mais à terme ne sert à rien. La cause est perdue si ces individus ne s’associent pas, ne s’organisent pas, ne créent pas des institutions parallèles susceptibles de leur donner une unité, donc une force, bref, s’ils ne s’émancipent pas du régime de domination.

Donc, à la question « Que faire ? », l’Histoire nous apporte cette réponse : il faut rassembler les Autochtones qui pratiquent spontanément les six premières règles de résilience, puis appliquer la septième règle, c’est-à-dire créer un Etat parallèle autochtone qui résistera au régime de domination et combattra pour les droits autochtones, y compris, in fine, le droit du peuple autochtone à disposer de lui-même.

  1. Comment faire ce Grand Rassemblement et cet Etat parallèle ?

Nous proposons une double stratégie.

D’un part, une stratégie de conservation qui assurera la résilience du peuple autochtone.

D’autre part, une stratégie de libération qui assurera l’autonomie du peuple autochtone par la conquête de droits collectifs toujours plus importants.

La stratégie de conservation et la stratégie de libération composent deux stratégies intermédiaires qui s’inscrivent dans une stratégie globale dont l’objectif final est la libération du peuple autochtone, c’est-à-dire son émancipation du corps d’associés multiethnique dissolvant. La stratégie de conservation est la première stratégie à mettre en œuvre. L’urgence est d’abord de conserver tout ce qui peut l’être (notre peuple bien sûr, mais aussi sa culture, sa spiritualité ou sa manière de vivre). Ensuite seulement, peuvent être envisagées des actions de reconquêtes libératrices. Nous disons « ensuite », car il nous faut d’abord forger l’outil avant de pouvoir l’employer. Mais, nous ajouterons aussi « parallèlement », car la stratégie de conservation, c’est-à-dire la fabrication et l’entretien des outils de résilience, ne doit pas cesser sous prétexte que la conquête des droits collectifs a commencé.

  1. La stratégie de conservation

La stratégie de conservation consiste essentiellement à rassembler les Autochtones conscients (« Grand Rassemblement ») et à les organiser. Plusieurs étapes sont nécessaires pour mettre en place les premières structures de résilience.

Nous proposons tout simplement de nous inspirer des stratégies élaborées par les minorités ayant fait la preuve de leur durabilité (Juifs, Roms, Kosovars…) :

  • Réunir une Assemblée qui proclame notre existence nationale en tant que peuple autochtone.

Cette première Assemblée, sorte d’assises autochtones, pourrait être réunie suite à l’appel de 8 ou 10 personnalités autochtones, toutes sensibilités confondues, rassemblées dans une sorte de CNR transitoire. Elle pourrait être provoquée aussi à l’initiative d’organisations et d’associations autochtones, voire de communautés locales autochtones fédérées.

  • La première Assemblée nomme pour un an un Gouvernement provisoire autochtone

La mission de ce Gouvernement est d’organiser les premières élections autochtones et de mettre en place l’ébauche d’un Etat parallèle autochtone.

  • Le premier Parlement autochtone élu se réunit :
  • Formation d’un Gouvernement autochtone
  • Détermination des missions du Gouvernement
  • Définition d’une stratégie de conservation et de libération
  • Le Gouvernement autochtone commence ses travaux :
  • Mise en place d’un Etat parallèle autochtone
  • Formation de Communautés locales autochtones
  • Mise en synergie des différentes organisations autochtones (partis politiques, mouvements culturels, associations diverses…) dans le respect de leur  autonomie
  • Les Communautés locales autochtones se fédèrent tout en gardant leur autonomie et forment une société parallèle autochtone.

A ce stade, si tant est qu’un nombre suffisant d’Autochtones accepte l’existence d’un Etat autochtone apolitique (l’Etat est purement autochtoniste. C’est un Etat national autochtone qui représente la nation autochtone en son entier et non tel ou tel courant politique, culturel ou religieux), à ce stade donc, nous pouvons considérer que les structures de résilience sont mises en place. Les engagements tactiques d’une stratégie de libération peuvent désormais être considérés. 

  1. La stratégie de libération

Revendiquer des droits pour le peuple autochtone de ce pays, mais aussi dénoncer son avilissement, sa marginalisation ou le racisme structurel qui l’accable (antijaphétisme), a deux objectifs principaux. D’une part conscientiser le plus grand nombre possible d’Autochtones afin que ceux-ci intègrent la nation autochtone en sécession. D’autre part, obliger le régime-Système à reconnaître, soit qu’il a commis un crime de génocide au sens de la Convention des Nations unies pour la prévention et la répression du crime de génocide (1948), soit que le peuple français d’avant 1790 existe toujours en tant que «  groupe national, ethnique, racial et religieux » (Cf. Convention de 1948)

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La reconnaissance du droit à l’existence du peuple autochtone entraînera tous les autres droits collectifs, jusqu’au droit de ce peuple à disposer de lui-même. Le droit à l’existence est donc la clé de voûte de la libération autochtone. La lutte pour imposer ce droit (que tout peuple possède par nature), doit emprunter tous les chemins qui se présentent à nous et prendre la forme d’un harcèlement constant du régime. Tout peut-être prétexte à contestation, à revendication, à querelle, à discussion, à blocages. Il faut obliger le régime à négocier avec le Gouvernement autochtone. Cette négociation vaudra implicitement reconnaissance.

Le peuple autochtone emprisonné, aliéné et remplacé a le Droit pour lui. Son droit à l’existence est acquis du fait même qu’il existe. La contestation de ce droit fondamental est non seulement discriminatoire : c’est d’abord un crime contre l’humanité ! Notre peuple a le droit d’écrire sa propre histoire, indépendamment de l’histoire désirée par le régime politique en place ou le corps politique artificiel, multiethnique et de plus en plus antijaphite, qui a été construit par ce régime. D’autre part, le peuple autochtone, peut, en raison de son autochtonie qui plonge dans la nuit des temps et au nom de l’égalité entre tous les peuples, bénéficier de toutes les dispositions contenues dans la Déclaration des Nations unies sur les droits des peuples autochtones : droit à l’existence ; droit à l’autodétermination politique, économique, sociale, culturelle ; droit de contrôler son propre système scolaire ; droit d’être protégé en tant que peuple distinct, ; droit de filtrer les lois pouvant le concerner ; etc. Ajoutons que nous pouvons faire valoir aussi la loi organique sur la Nouvelle-Calédonie (99-209). Tous les droits octroyés par cette loi aux autochtones mélanésiens de Nouvelle-Calédonie, doivent être accordés, au nom du principe d’égalité proclamé par le régime et du droit international, aux autochtones européens de France. Ceux-ci doivent pouvoir bénéficier,  par exemple, d’un statut civil particulier, de registres d’état civil à eux seuls dédiés, de programmes scolaires qui reflètent la dignité de leur histoire, d’un droit civil qu’ils pourront librement déterminer, d’une langue française dont ils seront les seuls décideurs,  d’une citoyenneté spécifique, etc.

La cause du peuple autochtone est juste, morale, égalitaire, conforme au droit international et à l’esprit des lois organiques de la République. L’indépendance du peuple autochtone mettra un point final au processus de décolonisation commencé après la seconde guerre mondiale.

          C. Les méthodes

La stratégie de conservation (Grand Rassemblement, constitution d’un Etat parallèle autochtone, mise en place de communautés locales autochtones maillant le territoire, etc.) doit se faire à faible bruit et sans avoir recours aux dispositifs administratifs mis en place par le régime. Autrement dit, il ne doit pas y avoir de déclarations en Préfecture !

C’est la stratégie de libération qui pose véritablement le problème des méthodes de lutte. Nous excluons a priori toute forme de violence : le rapport de forces nous est trop défavorable. Notre méthode de lutte doit donc être non-violente et reprendre à son compte les recettes éprouvées de Gene Sharp : succession d’engagements tactiques non-violents permettant d’atteindre un objectif limité dans le cadre d’une stratégie plus large. Prenons un exemple :

Le patrimoine culturel autochtone (églises, châteaux, œuvres d’art, musées, bibliothèques, monuments, etc.) est actuellement géré par des fonctionnaires républicains de la culture, au nom du corps d’associés global. Or, au regard de la Déclaration sur les droits des peuples autochtones et même de la loi organique relative à la Nouvelle-Calédonie, ce patrimoine culturel autochtone doit être restitué au peuple autochtone. Nous pouvons donc revendiquer cette restitution, par exemple en perturbant, selon nos ressources disponibles, des journées du patrimoine (obstruction d’entrée, distribution de tracts, nuisance sonore, etc.), en refusant d’évacuer un site après sa fermeture, en faisant entrer les visiteurs gratuitement, etc. L’essentiel est de faire débat, d’inciter les Autochtones à réfléchir sur leur dépossession et sur leur sujétion, et de forcer le régime à réagir. Un engagement tactique de cette nature va dans le sens des objectifs de la stratégie globale de libération car il révèle, avec tout ce que cela suppose, un patrimoine autochtone confisqué et surtout l’existence d’un peuple autochtone jusque là nié. 

En guise de conclusion….

Nous n’avons pas été colonisés par un Etat étranger, mais par une classe sociale apatride qui a pris les commandes de l’Etat national et en a fait un Etat à sa main, c’est-à-dire, de fait, un Etat étranger. Cet Etat étranger est conduit par un régime qui a engendré un « corps d’associés » multiethnique. L’un et l’autre sont responsables du Grand Remplacement et de notre incapacité à disposer de nous-mêmes. Il ne faut donc plus raisonner de l’intérieur de ce régime mortifère. Il faut au contraire raisonner dans une logique de sécession, ou plus exactement de décolonisation.

Cette logique n’est plus « politique » : elle doit être « nationale ». C’est de la nation autochtone en son entier qu’il s’agit. Peu importe les options idéologiques, religieuses ou philosophiques faites par les uns ou les autres. Tout cela doit s’effacer au nom de la défense de l’appartenance commune : l’appartenance à une nation autochtone prisonnière de la gangue multiethnique républicaine.

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La construction que nous proposons n’est donc pas une construction de politique politicienne : c’est une construction nationale apolitique, areligieuse, mais autochtone. Nous ne parlons pas des futures élections mais de la continuité historique de notre peuple.

Si le peuple autochtone de ce pays ne remet pas en question le régime en place, s’imaginant pouvoir l’infléchir ou l’amadouer, alors le destin de ce peuple est tout tracé : il disparaîtra ! Mais si ce peuple se rassemble et s’organise en société parallèle, alors des droits collectifs lui seront forcément reconnus et sa résilience sera assurée : avant peu il pourra à nouveau écrire sa propre histoire ! Les temps ont changé et il n’y a désormais que deux choix possibles : le soulèvement autochtoniste ou le consentement à notre propre génocide. Le reste ne compte pas.

Antonin Campana  

vendredi, 26 avril 2019

La malédiction de la classe pensante

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La malédiction de la classe pensante

par James Howard Kunstler
Ex: https://echelledejacob.blogspot.com 
 
Comment expliquer l’étrange mélange de névrose et de malhonnêteté qui s’est emparé de la classe pensante américaine depuis l’ascension de Donald Trump comme figure de proue épique de notre navire d’État ? Tout semble se réduire à la honte et à l’échec. 

Il y a, par exemple, l’échec des principaux vizirs économiques américains à arrêter l’effondrement de la classe moyenne – et avec lui, la désintégration des familles – qui a plus que tout produit le résultat des élections de 2016. Qu’y a-t-il de plus urgent : la destruction de toutes ces villes, de toutes ces villages et de toutes ces vies dans les zones sinistrées, ou la baisse de vingt points de l’indice boursier S & P ? 

Le choix fait par les « experts » ces dix dernières années est évident : gonfler à tout prix les marchés financiers en recourant à des interventions politiques malhonnêtes dont ils sont assez intelligents pour savoir qu’elles finiront par faire sauter le système bancaire. Ils l’ont fait pour préserver leur réputation assez longtemps pour prendre leur retraite. Le problème, c’est que les dommages sont maintenant si graves que, lorsque viendra le temps de présenter des excuses, ce ne sera pas suffisant. Ils perdront leur liberté et peut-être leur tête. 

La névrose et la malhonnêteté sont exactement ce qui a fait de deux des entreprises les plus sacrées et les plus nobles de ce pays, l’enseignement supérieur et la médecine, des rackets honteux. Dimanche soir, CBS 60 Minutes a couvert les deux bases dans son article principal sur la façon dont l’école de médecine de NYU a récemment déclaré son programme sans frais de scolarité. Ce grand triomphe est dû à un énorme don en espèces de l’un des fondateurs de la compagnie Home Depot, le milliardaire Ken Langone. Nulle part dans l’émission, la SCS n’a soulevé la question de savoir comment le coût d’un diplôme était devenu si scandaleux. Ou comment M. Langone a fait fortune en mettant toutes les quincailleries locales en faillite, ce qui lui a permis de saisir les revenus annuels de dix mille propriétaires de petites entreprises et de leurs employés. Le grand geste de l’université de New York n’est qu’un moyen de mettre par écrit le rôle honteux des dirigeants de l’université dans le racket du prêt pour accéder au collège qui peut détruire d’innombrables vies. 

La névrose et la honte sont les moteurs de la politique identitaire avec toutes ses persécutions et punitions rituelles étranges. C’est la classe pensante qui a mené la campagne pour les droits civiques dans les années 1960. Nous voici cinquante ans plus tard avec des douzaines de villes en ruines, des systèmes scolaires publics défaillants et des prisons remplies d’hommes noirs sans commune mesure avec leur démographie actuelle dans la population générale (37 % contre 13 % à l’échelle nationale). En Californie, c’est 29% alors que seulement 6% des résidents masculins de l’État sont afro-américains. Le récit favori de la classe intellectuelle dit que le taux élevé d’incarcération est dû à l’application injuste des lois sur les drogues pour des infractions relativement mineures, en particulier le fait d’être pris en train de posséder de l’herbe. 

Ok, la marijuana est légale en Californie depuis plusieurs années maintenant. Cela a-t-il modifié les statistiques ? Je suppose qu’on le saura bientôt. Y a-t-il une autre explication ? Peut-être un mauvais comportement disproportionné d’autres types : agression, vol, meurtre ? Peut-être le résultat des politiques gouvernementales conçues par la classe pensante pour promouvoir les familles monoparentales sans père présent depuis trois générations maintenant ? 

Après tout ce temps et toutes les preuves de la perniciosité de cette condition, pourquoi n’y a-t-il pas de débat à ce sujet ? Pourquoi la classe pensante est-elle si malhonnête au sujet de l’ingrédient le plus ruineux de l’école publique quotidienne : mauvais comportement, violence et perturbation constante de la classe ? Les classes pensantes doivent avoir honte et être consternées de tout cela, car cela semble contredire tous les efforts puissants déployés pour élever la sous-classe noire. Et quelle a été la réponse la plus notable ? Le département de l’Éducation de M. Obama a ordonné aux districts scolaires de cesser de suspendre et de discipliner les enfants noirs qui se sont mal comportés parce que cela avait l’air mauvais, et cette politique est toujours en place.
 
Comment ça se passe ? 

Le dernier appel de la classe pensante à remédier à ces problèmes par ailleurs insolubles et embarrassants est la panacée des réparations pour les descendants des esclaves. Bien sûr, l’argent dépensé pour les services sociaux au cours du dernier demi-siècle, s’il avait été simplement distribué en espèces, aurait fait de chaque Afro-Américain un millionnaire. Personnellement, je ne peux imaginer une pire façon d’attiser l’animosité raciale à travers l’Amérique jusqu’au point de rupture que ces réparations proposées. Nous en entendrons certainement davantage parler dans le long cheminement vers les élections de 2020, et cela ne fera que rendre les États-Unis plus fous aux yeux du reste du monde. 

La position de la classe pensante sur l’immigration légale et illégale est peut-être encore plus cynique – parce qu’elle sait sûrement à quel point elle est malhonnête, même par le brouillard de l’auto-illusion. La semaine dernière, le procureur général de Californie Xavier Becerra a proposé que l’immigration illégale soit décriminalisée. Étonnamment, personne n’a ri de cet exercice extraordinaire de casuistique. Pendant ce temps, l’État sombre dans l’insolvabilité, la misère et le chaos – un rappel que les gens n’obtiennent pas nécessairement ce qu’ils attendent, mais plutôt ce qu’ils méritent. 

Le RussiaGate, bien sûr, a été le lieu le plus aigu de malhonnêteté névrotique dans ce pays au cours des deux dernières années. Les principaux organes d’information de la classe pensante – The New York Times, The WashPo, CNN, MSNBC – ont non seulement omis de s’excuser pour la dangereuse hystérie qu’ils ont sciemment propagée, mais ils persistent à soutenir à tout prix la matrice des fantasmes dans ce qui doit maintenant être considéré comme une tentative sans espoir pour préserver leur réputation et peut-être même leurs moyens de subsistance. La répudiation de cette absurdité par l’inquisiteur en chef Robert Mueller ne pouvait être plus absolue, même s’il était contraint par la réalité et contre sa volonté et son instinct de le faire. Et maintenant, quelle voie empruntera tout cet animus malade de la classe pensante dans sa frénésie destructrice et honteuse pour se justifier ? 

James Howard Kunstler 

Traduit par Hervé pour le Saker Francophone

vendredi, 12 avril 2019

Liberalism: the other God that failed

While Arthur Koestler was awaiting execution after being captured and sentenced to death by Francoist forces as a communist spy during the Spanish Civil War, he had a mystical experience. Formerly a Marxist materialist who believed the universe was governed by “physical laws and social determinants”, he glimpsed another reality. The world now seemed instead as “a text written in invisible ink”.

The experience left him untroubled by the prospect of his imminent death by firing squad. At the last moment, he was traded for a prisoner held by Republican forces. But the epiphany of another order of things that came to him in the prison cell stayed with him for the rest of his days, informing his great novel of communist faith and disillusion, Darkness at Noon (1940), his later writings on the history of science, and a lifelong interest in parapsychology.

Koestler_(1969).jpgKoestler was a pivotal figure in the post-war generation that rejected communism as “the God that failed”— the title of a celebrated book of essays, edited by the Labour politician Richard Crossman and published in 1949, to which Koestler contributed. The ex-communists of this period followed a variety of political trajectories. André Gide, another contributor to the collection, abandoned communism, after a visit to the Soviet Union in 1936, to become a writer on issues of sexuality and personal authenticity.

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The rise of post-truth liberalism

By John Gray

Other ex-communists became social democrats, while a few became militant conservatives or lost interest in politics completely. Stephen Spender, poet and novelist and author of Forward from liberalism (1937), morphed into a cold-war liberal. James Burnham, a friend and disciple of Leon Trotsky, rejected Marxism in 1940 to reappear as a militant conservative, publishing The Suicide of the West: the meaning and destiny of liberalism (1964) and eventually being received into the Catholic Church. All of them became communists in a time when liberalism had failed. All were able to return to functioning liberal societies when they abandoned their communist faith.

When interwar Europe was overrun by fascism, the Soviet experiment seemed to these writers to be the best hope for the future. When the experiment failed, and they renounced communism, they were able to resume their life and work in a recognisably liberal civilisation.

Post-war global geopolitics may have been polarised, with a precarious nuclear stand-off between the Soviet Union and the US and its allies. Liberal societies may have been flawed, with McCarthyism and racial segregation stains on the values western societies claimed to promote. But liberal civilisation was not in crisis. Large communist movements may have existed in France, Italy and other European countries, while Maoism attracted sympathetic interest from alienated intellectuals. But even so, liberal values were sufficiently deep-rooted that in most western countries they could be taken for granted. The West was still home to a liberal way of life.

The situation is rather different today. Liberal freedoms have been eroded from within, and dissidents from a new liberal orthodoxy face exclusion from public institutions. This is not enforced by a totalitarian state, but by professional bodies, colleagues and ever vigilant internet guardians of virtue. In some ways, this soft totalitarianism is more invasive than that in the final years of the Soviet bloc.

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How Thatcherism produced Corbynism

By John Gray

The values imposed under communism were internalised by few among those who were compelled to conform to them. Ordinary citizens and many communist functionaries were a bit like Marranos, the Iberian Jews forced to convert to Christianity in mediaeval and early modern times, who secretly practised their true religion for generations or centuries afterwards. Such fortitude requires rich inner resources and an idea of truth as something independent of subjective emotion and social convention. There are not many Marranos in the post-liberal west.

Some have attempted to revive classical liberalism, an anachronistic project that harks back to a time when western values could command a global hegemony. Others have opted for a hyperbolic version of liberalism in which western civilisation is denounced as being a vehicle for global repression.

In this alt-liberal ideology, the central values of classical liberalism — personal autonomy and the rejection of tradition in favour of critical reason — are radicalised and turned against the liberal way of life. A heretical cult, alt-liberalism is what liberalism becomes when it tears up its roots in Jewish and Christian religion. Today it is the ruling ideology in much of the academy and media.

In these conditions one might suspect self-censorship, since anyone expressing seriously heterodox views risks a rupture in their professional life. Yet it would be a mistake to think alt-liberals are mostly cynical conformists. Since practising cynics realise that the views they are publicly promoting are actually false, cynicism presupposes the capacity to recognise truth. In contrast, alt-liberals appear wholly sincere when they denounce the society that privileges and rewards them. Unlike the Marranos, whose public professions concealed another view of the world, alt-liberals conceal nothing. There is nothing in them to conceal. They are expressing the prevailing western orthodoxy, which identifies western civilization as being uniquely malignant.

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Deluded liberals can't keep clinging to a dead idea

By John Gray

Of course, civilisational self-hatred is a singularly western conceit. Non-western countries — China, India and Russia, for example— are increasingly asserting themselves as civilisation-states. It is only western countries that denounce the civilisation they once represented. But not everything is as it seems. Even as they condemn it, alt-liberals are affirming the superiority of the West over other civilisations. Not only is the West uniquely destructive. It is only the West — or its most advanced section, the alt-liberal elite — that has the critical capacity to transcend itself. But to become what, exactly? Lying behind these intellectual contortions is an insoluble problem.

In his essay in The God that failed Gide wrote: “My faith in communism is like my faith in religion. It is a promise of salvation for mankind.” Here Gide acknowledged that communism was an atheist version of monotheism. But so is liberalism, and when Gide and others gave up faith in communism to become liberals, they were not renouncing the concepts and values that both ideologies had inherited from western religion. They continued to believe that history was a directional process in which humankind was advancing towards universal freedom.

Without this idea, liberal ideology cannot be coherently formulated. That liberal societies have existed, in some parts of the world over the past few centuries, is a fact established by empirical inquiry. That these societies embody the meaning of history is a confession of faith. However much its devotees may deny it, secular liberalism is an oxymoron.

A later generation of ex-communists confirms this conclusion. Trotskyists such as Irving Kristol and Christopher Hitchens who became neo-conservatives or hawkish liberals in the Eighties or Nineties did not relinquish their view of history as the march towards a universal system of government. They simply altered their view as to the nature of the destination.

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You're reaping what you sowed, liberals

By John Gray

Instead of world communism, it was now global democracy. Western interventions in Afghanistan, Iraq and later Libya were wars of liberation backed by the momentum of history. The fiascos that ensued did not shake this belief. The liberalism of these ex-Trotskyists was yet another iteration of monotheistic faith.

Alt-liberals aim to deconstruct monotheism, along with the grand narratives it has inspired in secular thinkers. But what emerges from this process? Once every cultural tradition is demolished, nothing remains. In principle, alt-liberalism is an empty ideology. In practice it defines itself by negation.

Populist currents are advancing throughout the West and supply the necessary antagonist. The old liberalism that prized tolerance no longer survives as a living force. Iconoclasts who smash statues of colonial-era figures are raging at an enemy that has long since surrendered. An impish avatar of a vanished liberal hegemony, alt-liberalism needs populism if it is to survive.

Resistance to populist movements fills what would otherwise be an indeterminacy at the heart of the alt-liberal project. Privileged woke censors of reactionary thinking and incendiary street warriors are mutually reinforcing forces. At times, indeed, they are mirror-images of one another. Both have targeted the state of Israel as the quintessential embodiment of western evil, for example. Not only do alt-liberals and populists need one another. They share the same demonology.

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Today's voguish communists should remember Budapest

By James Bloodworth

Viewing the post-liberal West from a historical standpoint, one might conclude that it will suffer the same fate as communism. Facing advancing authoritarian powers and weakened from within, a liberal way of life must surely vanish from history. True, some traces will remain. Even in societies where denunciation for reactionary thinking is a pervasive practice, fossil-like fragments of ancient freedoms will be found scattered here and there. But surely the global liberal order will finally implode, leaving behind only defaced remnants of a civilisation that once existed.

In fact, any simple analogy between the fall of communism and the decay of liberalism is misleading. The difference is that old-style liberals have nowhere to go. To be sure, they could abandon any universalistic claim for their values and think of them as inhering in a particular form of life — one that is flawed, like every other, but still worthwhile.

Yet this is hardly a viable stance at the present time. For one thing, this way of life is under siege in what were once liberal societies. Yet liberals cannot help but see themselves as carriers of universal values. Otherwise, what would they be? Anxious relics of a foundering civilisation, seeking shelter from a world they no longer understand.

There may be no way forward for liberalism. But neither is the liberal West committing suicide. That requires the ability to form a clear intention, which the West shows no evidence of possessing. Nothing as dramatic or definitive will occur. Koestler and the ex-communists of his generation regarded communism as the God that failed because they once believed it to be the future. Today almost no one any longer expects liberal values to triumph throughout the world, but few are able to admit it — least of all to themselves. So instead they drift.

It is not hard to detect a hint of nostalgia among liberals for the rationalist dictatorships of the past. Soviet communism may have been totalitarian, but at least it was inspired by an Enlightenment ideology. Though it has killed far fewer people, Putin’s Russia is far more threatening to the progressive world-view.

China, on the other hand, is envied as much as it is feared. Its rulers have renounced communism, but in favour of a market economy, globalisation and a high-tech version of Bentham’s Panopticon — all of them imported western models. The liberal west may be on the way out, but illiberal western ideas still have a part in shaping the global scene.

When ex-communists became liberals, they shifted from one secular faith to another. Troubled liberals today have no such option. Fearful of the alternatives, they hang on desperately to a faith in which they no longer believe. Liberalism may be the other God that failed, but for liberals themselves their vision of the future is a deus absconditus, mocking and tormenting them as the old freedoms disappear from the world.

 

vendredi, 05 avril 2019

Polybius, Applied History, and Grand Strategy in an Interstitial Age

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Polybius, Applied History, and Grand Strategy in an Interstitial Age

Ex: https://warontherocks.com

Sometime around 118 B.C., a boar-hunting octogenarian cantering through southern Greece suddenly fell off his horse. The sprightly retiree — who ended up succumbing to his injuries — was Polybius, the great historian and chronicler of the Punic Wars. Born into the highest echelons of Greek aristocracy, Polybius lived a life worthy of Odysseus, or perhaps of a toga-clad Forrest Gump. From the rise of Rome as the uncontested hegemon of the Mediterranean to the brutal destruction of Carthage and the final subjugation of the Hellenistic world, he bore direct witness to a series of system-shattering events. His discussion of these epochal shifts, and his soulful reflections on what they might mean for the future of power, order, and international justice, are freighted with insights for our own troubled era.

Polybius was raised in a politically fractured Greece — a land wreathed in the shadows of its former glory, and too consumed with its own bitter rivalries to adequately prepare for the rising Roman challenger across the Ionian Sea. Indeed, one of the most memorable passages of Polybius’ Histories is a speech made by a Greek ambassador at a peace conference in 217 B.C., during which the diplomat pleads in vain with his feuding countrymen to put aside their petty grievances and pay attention to the “clouds that loom in the west to settle on Greece.”

Polybius’ hometown was Megalopolis, the most powerful member of the Achaean confederation, a collection of city-states that had joined forces to counterbalance Macedonian military might. Had Rome’s steady expansion into the Eastern Mediterranean not collided with his own leadership ambitions, the young noble would have enjoyed a highly successful political career. In all likelihood, the political wunderkind would have followed in the footsteps of his father, who had served as strategos — or top elected official — of the Achaean confederation several times throughout the 180s. In 170 B.C., 30-year-old Polybius was elected at the youngest possible age of eligibility to the position of hipparchos, the second highest office in the confederation. While in office, his cautious attempts to preserve Achaean independence by officially supporting Roman war efforts against Perseus of Macedon while tacitly pursuing a policy of passive neutrality ended up backfiring. At the end of the Third Macedonian War (168/167 B.C.) he was accused of anti-Roman conduct and unceremoniously bundled, along with a thousand other Achaeans, onto a ship bound for Italy.

Polybius, however, was no ordinary political detainee. Due to his close friendship with the sons of Aemilius Paullus, the consul who had ground down the Macedonian phalanxes, he was allowed to remain in Rome while most of his fellow Greek prisoners were sent to eke out their existences in dreary backwaters scattered across Italy. It was at the throbbing heart of a youthful empire, hundreds of miles from his ancestral homeland — and in his curiously ambiguous role as both a captive and friend of Rome’s elites — that Polybius began to compose his sprawling, 40-volume history of Rome’s rise to dominance. Of this monumental work, which stretches from the First Punic War in 264 B.C. to the destruction of Corinth in 146 B.C., only five full volumes remain, along with disparate fragments of the remaining sections.

Polybius’ Histories should not only be viewed as a precious repository of information for classicists, but also as required reading for today’s national security managers. Indeed, over the past decade or so, growing apprehensions about China’s rise and America’s relative decline have prompted a surge in the study of the kind of great-power transitions experienced by Polybius. This heightened interest in the tectonics of geopolitical shifts has been accompanied by a singular fixation on the works of Thucydides and on what some political scientists — perhaps somewhat hastily and haphazardly — have termed the Thucydides Trap. Thucydides is in many ways the doyen of strategic history and a seminal figure in the Western canon. His elegant ruminations on war, politics, and the vagaries of human nature brim with world-weary wisdom and penetrating insight. His contemporary popularity amongst political scientists is also no doubt tied to his familiarity, as he remains a recurring character on international relations and security studies syllabi and a well-known figure within the halls of U.S. military academies. Casual familiarity, however, does not always equate with genuine intimacy and unfortunately he is often only cursorily read and understood. This becomes especially apparent whenever the great Athenian historian is invoked by some of the more ideologically-driven analysts and political operatives roaming Washington’s corridors of power.

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Furthermore, the U.S. strategic community’s single-minded focus on Thucydides has perhaps obscured the intellectual depth and strategic relevance of some of his illustrious successors’ writings, including those penned by Polybius, a fellow Greek historian-cum-statesman. Indeed, in an era of great-power competition it may well be toward the latter that one should first turn for enduring insights into the prudential virtues of applied history, the insidious dangers of populism, and the challenges inherent to the exercise of primacy.

“Pragmatic History”: Polybius as the Father of Applied History

Polybius began by stating that his primary objective was to chart Rome’s rise to prominence, and to calmly and systematically explain both its drivers and underpinnings:

For who is so worthless and indolent as not to wish to know by what means and under what system of polity the Romans in less than fifty-three years have succeeded in subjecting nearly the whole inhabited world to their sole government—a thing unique in history?

For the Greek noble, this development was unprecedented not only in its scale and rapidity but also in its cross-regional character. Rome’s defeat of Carthage after more than a century of bipolar confrontation had allowed it to focus its vast resources on forcibly drawing Greece into its orbit. In so doing, he argued, the legions had meshed the Western and Eastern Mediterranean together, and subjected the entire civilized world — or oikumene — to their rule. The Roman soldiers fighting under Scipio Africanus at the battle of Zama, Polybius observed, had been fighting for a new form of glory — one that openly associated Rome’s destiny with that of universal empire. The power of this ideal — and its startling physical realization in the course of his lifetime — called for a new historiographical approach: one that viewed things synoptically, and that overrode antiquated geographical representations of the world. It also aimed for a deeper understanding of the connections between domestic political cultures and foreign policy, as well as between effective primacy and prudential leadership. “Previously,” Polybius notes,

The doings of the world had been, so to say, dispersed, as they were held together by no unity of initiative, results or locality; but ever since this date history has been an organic whole, and the affairs of Italy and Libya have been interlinked with those of Greek and Asia, all leading up to one end. (…) Fortune has guided almost all the affairs of the world in one direction, (…) a historian should likewise bring before his readers under one synoptical view the operations by which she has accomplished her general purpose.

PolybiusHistorionTaSozomena1670v3HalfTitle.jpgIt is this particular intellectual predisposition toward the synoptic, along with its acceptance of nuance, multicausality and complexity, that has rendered Polybius such an appealing figure over the centuries for theorists of statesmanship and grand strategy. Indeed, in his defense of what he termed “pragmatic history” — pragmatike historia — Polybius constantly exhorted his readers to move beyond their pinched disciplinary horizons to attain a sounder understanding of the issues at stake. In one of his more vivid parallels, Polybius compares the student of “isolated histories” to one “who, after having looked at the dissevered limbs of an animal once alive and beautiful, fancies he has been as good as an eyewitness of the creature itself in all its action and grace.” “One can get some idea of a whole from a part,” he adds, “but never knowledge or exact opinion.” Any accurate survey, he added, should involve an “interweaving” (symploke) of “all particulars, in their resemblances and differences.” In this, the reader is reminded of Sir Francis Bacon’s playful division of men of learning into various insect categories: ants, spiders, and bees—a taxonomy the Englishman laid out in the following terms:

The men of experiment are like the ant, they only collect and use, the reasoners resemble spiders, who make cobwebs out of their own substance. But the bee takes a middle course; it gathers its material from the flowers of the garden and of the field, but transforms and digests it by a power of its own.

Polybius was clearly arguing in favor of a historiographical approach akin to that of the cross-pollinating bee — one that widely absorbs multiple external sources of information, skillfully synthesizes that same information, and then seeks to infer connections by drawing on well-honed analytical abilities. Possessing such historically informed knowledge, along with a capacity for intellectual cross-pollination was, according to the Achaean, essential to statesmanship. Indeed, Polybius not only makes it evident from the get-go that his Histories are geared toward the policymaker, he also argues that a grounding in history is a prerequisite for political leadership.

In this the Greek historian was not wholly original. In periods of great-power flux, thinkers have traditionally glanced nervously over their shoulder, to scry past patterns of state behavior. For statesmen grappling with the uncertainty of their specific circumstances the “process of liaising between the universal and the particular has often been conceptualized in terms of a temporal process,” with the hope that the lessons of yesteryear hold the promise of better ascertaining future outcomes. Where Polybius stands out from his predecessors and contemporaries is in his dogged insistence on what is required of a true historian. Indeed, according to the Achaean, the scholar must also be something of an Indiana Jones-like figure — a man of action with a taste for travel, adventure, and preferably a firsthand experience in the handling of affairs of state.

Polybius, one classicist notes, “for the most part lived up to the high standards he set himself.” Not only did he crisscross the Mediterranean, traipsing across battle sites, decoding faded inscriptions, and interviewing eyewitnesses, he also bore witness to key events, such as the Roman destruction of Carthage in the company of Scipio Aemilianus. According to one account, the warrior-scholar (by then in his mid-fifties) even joined a Roman testudo, or shielded formation, in the storming of a Carthaginian position. Finally given permission to return to his homeland in 150 B.C., Polybius then played an important diplomatic role, assisting in the Roman reconstruction and settlement of Greece. Indeed, centuries later travelers such as Pausanias reported seeing monuments in Greece thanking the historian for having “mitigated Roman wrath against Greece.”

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The Tocqueville of Republican Rome?

It is the hybrid quality of Polybius’s experience — both as an individual subjected to hegemonic domination, and as an intimate of that same hegemon’s national security establishment — that renders his observations on Roman foreign policy so fascinating. His Histories are marked by a certain distance intérieure — and a dispassionate yet keen-eyed attention for detail — one that brings to mind other, more recent studies of emerging powers penned by shrewd outsiders, such as Alexis de Tocqueville’s Democracy in America. In some ways, Polybius fits within a broader tradition in Greco-Roman antiquity that associated great historical work with displacement and exile. In his essay De Exilo, Plutarch memorably drew attention to such a link, observing, “that the Muses as it appears, called exile to their aid in perfecting for the ancients the finest and most esteemed of their writings.” After all, Herodotus and Xenophon had both experienced the trauma of exile, and Thucydides famously confessed that his long years away from Athens “free from distractions” had allowed him to attain a greater degree of objectivity and clarity. Edward Said, in his commentary on the figure of the intellectual in exile, notes that such an individual can be compared to

a shipwrecked person who learns to live in a certain sense with the land, not on it, not like Robinson Crusoe, whose goal is to colonize his little island, but more like Marco Polo, whose sense of the marvelous never fails him, and who is always a traveler, a provisional guest, not a freeloader, conqueror, or raider. Because the exile sees things in terms both of what has been left behind, and what is actual here or now, there is a double perspective that never sees things in isolation.

Polybius’ own shipwrecked condition may have allowed him to reach conclusions about Rome’s strategic culture and trajectory that would have eluded other, more rooted, observers. It also meant that he was obliged to traverse the treacherous reefs of Rome’s culture wars, in a high society that entertained a bizarre, schizoid relationship with Greek culture. This was an era, after all, when leading politicians such as Cato openly associated Hellenism with sexual prurience, social decadence, and political disorder — all while seeking instruction from Athenian savants, admiring Thucydides, and quoting Homer. The historian was therefore required to walk something of a literary tightrope: providing an unvarnished assessment of the new hegemon’s strategic performance for the benefit of his fellow Greeks, yet taking care not to unduly alienate his Roman hosts and captors. There are certainly moments when the political detainee opts for circumspection over candor. For instance, when broaching the issue of the final destruction of Carthage — an event which sent ripples across the Mediterranean — Polybius avoids taking a clear position on the strategic necessity of such a radically punitive action.

All in all, however, one cannot help but be impressed by the dexterity with which he pulls off this intellectual balancing act. Although the Greek historian clearly admired Rome’s patriotic vigor and military prowess, along with aspects of its politeia, or socio-political structure, he was also unabashedly critical of what he perceived as early signs of Roman imperial overreach and hubris in the conduct of their “universal domination.” As University of Toronto professor Ryan Balot notes, Polybius was “no political anthropologist,” and his “account was far from value neutral.” Instead, he

offered a careful ethical appraisal of Rome’s domestic and foreign politics, with a view both to praising the Romans for their virtues and to criticizing the Romans’ excesses and self-destructive tendencies. His critique (…) was ameliorative. He posed his ethical challenges to the Romans with a deeper educational intention in mind, namely, to challenge the Romans’ self-destructive tendencies to behave harshly, arrogantly, and overconfidently.

Anacylosis and the Question of Hegemonic Decline

Like most Greco-Roman thinkers prior to the advent of teleological Christianity, Polybius understood time as more circular than linear. Drawing on an organicist vision of politics that can be traced back to the pre-Socratic age, Polybius argued that nations were ensnared within a quasi-biological cycle of growth and degeneration from which there can be no escape. There are two agencies “by which every state is liable to decay,” he explained, “the one external and the other a growth of the state itself.” There could be no “fixed rule about the former,” but the latter was a “regular process.” This process, which Polybius terms anacylosis, occurs as a polis’ system of government rotates through three separate conditions — monarchy, aristocracy, and democracy — each of which conceals, like a sinister larval parasite, its corrupted form.

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Monarchy usually devolved into tyranny, aristocracy into oligarchy, and democracy — the most dangerous system of all — inevitably collapsed into what Polybius called ochlocracy, i.e. mob (ochlos) rule. In an ochlocracy, the people are governed by thumos (passion, wrath, and the desire for recognition), rather than logimos (reason), and inevitably end up turning to a monarch in a desperate quest for order, thus setting off the cycle once more. In one of the more remarkable passages of the Histories, the Achaean compares the masses to an ocean, whose seemingly calm surface could, in the space of an instant, be whipped up by a ruthless demagogue into a raging tempest.

Such politically destructive storms could not be avoided, but they could be delayed. Famously, Polybius attributed Rome’s successful forestalling of anacylosis to its institutions, and to its “mixed constitution.” The Roman politeia, which combined elements of all three systems of government — democracy in the form of elections, aristocracy in the form of the senatorial class, and monarchic in the form of the considerable powers granted to consuls — maintained a state of delicate equilibrium, “like a well-trimmed boat.”

For Polybius, great-power competition was fundamentally a two-level game, and Rome’s imperial success was directly linked to the solidity of its internal political arrangement. The First Punic War, he suggested, lasted for so long (23 years) because both Rome and Carthage were “at this period still uncorrupted in principle, moderate in fortune, and equal in strength.” By the time of the Hannibalic War or Second Punic War, however, the Carthaginian system had begun to degenerate, until finally it had succumbed to the corrosive political forces which affect all empires. Polybius stresses the strategic importance of time — or of windows of opportunity — in bouts of protracted competition. One of the reasons Rome prevailed, he suggests, was because even though it may have been equal to Carthage at the outset of the competition, it was on an ascending curve, while Carthage’s power trajectory had begun to trend downward.

The power and prosperity of Carthage had developed far earlier than that of Rome, and in proportion to this her strength had begun to decline, while that of Rome was at its height, at least so far as her system of government was concerned.

Rome’s social cohesiveness and political stability had provided it with the necessary reservoirs of resilience to weather its enormous losses during the Second Punic War, as well as a series of crushing defeats. Patriotic unity in the face of misfortune, Polybius argued, was preserved through the shared memory of “the discipline of many struggles and troubles,” and by the “light of experience gained in disaster.” Indeed, some of the more interesting passages in the Histories deal with collective memory, and with the dangers of strategic amnesia. For Polybius, it was only when a state’s elites had a clear memory of past sacrifices, and of the efforts that had led to the construction of a political order, that they were capable of mustering the will to act in defense of that same order. The rapidity with which such recollections of the fragility of order and peace seemed to dissipate depressed Polybius, and — in his opinion — rendered anacylosis grimly ineluctable.

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The robustness of Rome’s politeia, Polybius argued, was in part tied to its citizens’ recognition of the importance of strong, shared civic traditions in arresting the process of memorial entropy that inevitably leads to disunity and decline. The Greek historian comments approvingly on the various festivals, rites, and traditions designed to inculcate in every Roman the virtues of self-sacrifice, along with a healthy love of the state. He appeared particularly taken with the Roman aristocratic funeral, elaborately staged events featuring ancestor masks, long narrations of the martial exploits of the deceased and his forebears, and a great deal of pomp and circumstance. “There could not easily be a more ennobling spectacle for a young man who aspires to fame and virtue,” he enthuses, positing that by this means future generations are inspired to remember past struggles and continuously strive toward self-sacrifice and glory in the service of Rome.

Like many ancient historians, Polybius believed in the power of education through example, and through the actions of a set of paradigmatic figures. The most memorable characters in the Histories are thus paragons of prudence and virtue, men who retain a strong awareness of the fickleness of tyche, or fortune, and whose actions are guided by moderation and empathy. One such example would be Aemilius Paullus, who in a speech following his triumph over the Macedonian King Perseus, exhorts his Roman comrades to learn from their experience:

“It is chiefly,” he said, “at these moments when we ourselves or our country are most successful that we should reflect on the opposite extremity of fortune; for only thus, and then with difficulty, shall we prove moderate in the season of prosperity.”

“The difference,” he said, “between foolish and wise men lies in this, that the former are schooled by their misfortunes and the latter by those of others.”

In another remarkably cinematic moment, Polybius recounts standing next to Scipio Aemilianus during the burning of Carthage. Moved to tears by the scene, Scipio purportedly whispered Homeric verses, quoting Hector predicting the destruction of Troy. Another version of the scene has the Roman general grasping his friend’s hands, and mentioning his “dread foreboding” that one day the same doom would be visited on his own country. “It would be difficult to mention an utterance more statesmanlike and more profound,” gushes Polybius. For the Greek historian, Roman primacy could only be preserved if its security managers preserved — through the medium of applied history and moral exemplars — such a sense of prudence and empathy, along with an alertness to the capriciousness of fortune, which, to quote Hannibal in the Histories, “by a slight turn in the scale” can bring about geopolitical “changes of the greatest moment as if she were sporting with little children.” Driving this lesson home, darker, more cautionary tales are proffered in the form of the vainglorious fallen — tragic figures such as Philip V of Macedon who, despite being initially viewed as “the darling of the whole of Greece,” gradually succumbs to his more irascible impulses, morphing into a sanguinary despot with a taste for “human blood and the slaughter and betrayal of his allies.”

Hubris and Imperial Overreach

Polybius’ reflections on Roman imperialism are tinged with the same melancholy that suffuse his discussion of domestic political systems. Indeed, for the Achaean, hubris erupts when a nation’s foreign policy begins to suffer from the same maladies that afflict its domestic system of government — i.e. moral degeneration and strategic amnesia. Polybius was also remarkably forthright in his discussion of the tenuousness of “total victory” — particularly in insurgency-prone regions. Commenting on the Carthaginians’ mismanagement of their territories in Spain, he pointedly remarks that

while success in policy and victory in the field are great things, it requires much more skill and caution to make a good use of such success (…) they [the Carthaginians] had not learnt that those who preserve their supremacy best are those who adhere to the same principles by which they originally established it.

When a nation’s foreign policy is unmoored from its founding principles, or — worse still — reflects the pathologies of its own domestic dysfunction, a sudden, swift reversal in geopolitical fortune is likely to follow. As the classicist Arthur Eckstein notes, many of the historian’s predecessors and contemporaries shared this pessimistic view of the corrupting effects of power. Where Polybius differs somewhat is in the urgency of his tone and in his desire that “his audience be aware of this corrupting trend, and fight against it.”

Throughout the Histories, Polybius reminds his Roman readership — sometimes subtly, sometimes not so subtly — that primacy can only endure if it appears more benevolent, just, and conducive to prosperity than the system or lack of system that preceded it. A Roman foreign policy that operated at a disjuncture from the very virtues that had enabled the Italian city-state to attain its hegemonic position would only nurture resentment, for “it is by kind treatment of their neighbors and by holding out the prospect of further benefits that men acquire power.” Wise hegemons should not engage in overly punitive military policies, for “good men should not make war on wrongdoers with the object of destroying or exterminating them, but with that of correcting and reforming their errors.”

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As Polybius contemplated the future of Roman imperial rule, his reflections began to appear more pessimistic. Noble figures such as Scipio Africanus and Scipio Aemilianus, with their ancient military virtue and humble acceptance of the role of contingency, are depicted as the granite-faced avatars of a dying era. Polybius frequently alludes to the fact that with Rome’s expansion, financial corruption, bureaucratic indolence, and strategic complacency have become endemic. He gives various examples of Roman boorishness and cultural insensitivity. One such anecdote involves a Roman diplomat sent to mediate a dispute between a Greek Seleucid king and Ptolemaic Egypt. Without giving the Greek monarch any time to deliberate with his advisers, the Roman envoy traces a circle in the sand and orders the king to give an answer before setting foot outside the circle. This action, Polybius notes, was “offensive and exceedingly arrogant.” The Achaean is also bluntly critical of the Roman decision, following the seizure of Syracuse in 212 B.C., to denude the city of all its art and riches, observing that it would only stoke the resentment of the despoiled and was therefore strategically shortsighted in addition to immoral. Perhaps most significantly, the surviving fragments of the Histories end with the ominous image of Polybius watching a gaggle of braying Roman legionaries roll dice across priceless works of art, torn from the smoking ruins of Corinth.

The Enduring Relevance of Polybius

It is unfortunate that Polybius is not as widely read as he once was. Part of the problem may be that he is not the most accessible of historians. Indeed, scholars have long griped about the dryness of his prose, which is bare of the stylistic embellishments and rhetorical adornments so characteristic of other classical writers. Ancient critics scoffed that Polybius’ Histories were one of the major works that socialites liked to display on their bookshelves but never actually read in their entirety, while the great classicist Arnaldo Momigliano — in a rather waspish turn of phrase — quipped that Polybius “wrote as badly as the professors who studied him.”

Notwithstanding these stylistic critiques, there is evidence that in reality Polybius exerted an enormous influence over successive generations of thinkers. First in the classical era, with towering figures such as Cicero and Livy praising Polybius as “a particularly fine author,” and “an author who deserves great respect,” then following his eventual rediscovery in fifteenth-century Florence after centuries of obscurity. Indeed, the adventurous academic’s painstaking descriptions of Roman military modernization and politics were an object of fascination during the Renaissance and early Baroque eras. Machiavelli, in particular, was captivated by Polybius’ theories, as was the great sixteenth-century neostoic Justus Lipsius, who called for the reorganization of modern armies along the lines of the Roman legions portrayed in the Histories. Polybius’ ideas on the virtues of a mixed constitution also shaped Enlightenment ideals, influencing luminaries ranging from Montesquieu to the Founding Fathers of the United States, while saturnine Victorians chewed over his concept of anacylosis as they debated the extent and duration of British imperial primacy.

What relevance do the Histories have for our own interstitial age? Can the Greek historian’s views on the conduct of geopolitical analysis help us refine our ability to engage with complexity and develop more thoughtful approaches to emerging challenges? And how can Polybian insights be applied to the present condition, as the United States grapples with growing domestic disunity, the rise of populism, and its own relative decline?

Embracing the Polybian Mode of Inquiry in the Study of Foreign Relations

Polybius took a multidisciplinary intellectual approach to the study of international affairs, and sought — like most effective grand strategists — to detect patterns across time, space, and scale. In this, he was also a product of his times. Indeed, ancient Greek culture distinguished between different modes of knowledge, and between speculative reason and practical wisdom. As Aristotle observes in his Nichomachean Ethics, the sphere of political action was one of ambiguity, inconstancy and variety — one that necessitated its own form of intelligence or “practical wisdom”: whereas “scientific knowledge is demonstrable, skill and practical wisdom are concerned with what is otherwise.” Geopolitics is a fundamentally human endeavor, ill-suited to the positivist, quantitative approaches now increasingly prevalent within the American social sciences. Polybius would no doubt be alarmed that in so many quarters (albeit thankfully not all) scholarly rigor has also come to be associated with universal models and parsimonious theories — rigid schema that seek to redefine the “cloudlike subject of [international] politics as the object of a clocklike science.” At a time when the field of applied history appears caught in a grim death spiral of its own, Polybius’ Histories serve as a powerful reminder of its prudential value — not only in terms of understanding the past, but also as a means of preparing for the onslaughts of Tyche — or Fortune, that most fickle of goddesses. As University of Edinburgh professor Robert Crowcroft rightly notes, “if one makes a claim to expertise in cause and effect, one should be trained to discern patterns and project trends forward.” A training in applied history can allow for greater intellectual agility, including with regard to the framing and conceptualization of epoch-spanning and cross-regional trends. Were he alive today, Polybius would most likely second the call, originating in Australia, to recast our collective mental map of the Asia-Pacific by referring to it as the Indo-Pacific. Indeed, the Indian and Pacific oceans now form part of a larger strategic continuum for U.S. defense planners, just as the Eastern and Western halves of the Mediterranean merged into one geopolitical space in the course of the Greek historian’s lifetime.

Great Power Competition Is a Competition Between Domestic Systems

Another of Polybius’s major insights is that any protracted bipolar struggle will likely constitute a death match between two domestic political systems. The Rome-Carthage rivalry was a grueling conflict of attrition that severely taxed the resources, morale, and alliance structures of both states. While Rome’s military efficiency and capacity for innovation played a major role in its final victory, Polybius argues that its institutional solidity and sense of societal cohesiveness played an equally significant part. As the United States seeks to restructure its grand strategy around the concept of great power competition, it must remain mindful of the need to strengthen its economic and societal foundations at home, by striving to remain a beacon of openness, freedom, and innovation. Equally important will be uniting the American people around a revived sense of shared destiny via a renewed emphasis on civics, national history, and a political discourse that privileges unity of purpose over the narcissism of small differences.

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International Order and the Perils of Strategic Amnesia

Indeed, Polybius also reminds us of the dangers inherent to a foreign policy unmoored from its nation’s founding principles. The current U.S. president’s disavowal of some of these core tenets — the American Republic’s creedal nature and its basis in civic rather than cultural nationalism — has fueled fears of an eventual renunciation of Washington’s international mission. Both are, after all, closely linked. America’s unique sense of political community has historically underpinned its postwar internationalism and sense of “ethical egoism.” It has also furnished the ideational cement for its alliances with like-minded democratic powers, and the spiritual foundations of its refusal to let authoritarian powers carve out exclusionary spheres of influence. While some of the current debates surrounding the concept of a liberal international order may occasionally seem somewhat circular and tedious — especially for foreign observers troubled by the rise of authoritarian actors, and mindful of the overall benefits of American leadership — their intensity does also serve a useful purpose. Indeed, by taking aim at some of the more rosy-hued preconceptions of the American strategic community, these critiques force the order’s champions to return to first principles — and subsequently present a more balanced, thoughtful, and accessible defense of the virtues of American primacy to their fellow citizens and allies. Indeed, according to Polybius, one of the main accelerants of decline is a nation’s tendency toward collective amnesia, and its denizens’ tendency, after barely a few generations, to forget the struggles and sacrifices that led to their dominance of the international system in the first place. By refocusing public attention on the conditions under which postwar statesmen labored to structure various aspects of the extant order, strategic commentators can help build a more considered, and less reflexive, base of support for American internationalism and leadership.

Prudence and Humility Buttress Primacy in an Era of Relative Decline

Last but not least, American primacy can only be preserved if it continues to appear more appealing than various structural alternatives, ranging from competitive multipolarity to a world divided by a twenty-first century concert of nations, or segmented into spheres of influence. In an era characterized by a decline in U.S. relative power, this will require a novel approach, one characterized by greater prudence and humility, and laser-focused on the cultivation and preservation of alliances. If Rome prevailed in its system-wide competition, Polybius suggests, it was also because, by and large, it appeared to offer smaller Mediterranean polities a more attractive and less coercive international order than that proposed by Carthage. The Polybian emphasis on strategic empathy and respectful diplomacy could prove instructive for current and future U.S. administrations as they seek to enroll the help of other, less powerful states in their global competitive strategy against authoritarian behemoths. Polybius’ own colorful life — as a Greek observer of Rome’s rise — also serves as a demonstration of the virtues of travel, multilingualism, and deep-rooted cultural awareness when conducting strategic assessments of both allies and adversaries.

It also suggests that foreign friends of hegemons, by remaining at a certain critical distance, can prove useful and are occasionally worth listening to. This has, of course, been a conceit of Europeans — and of the British in particular — ever since America’s rise to international prominence and Prime Minister Harold Macmillan’s condescending remark that London should play Greece to Washington’s Rome. Such notions have often been breezily dismissed by self-assured American statesmen and commentators — much as Virgil in the Aeneid dismissively contrasted the airy, intellectual Greeks to the vigorous, conquering Romans. Nevertheless, in this day and age, the defense of the existent order can no longer be a disproportionately American endeavor. Without greater unity and a shared sense of urgency, the world’s community of democracies may well end up like the squabbling Greek states at the beginning of Polybius’ Histories: mere shadows of their former glory, relegated to the sidelines of history as another great power — this time located to the East — forcibly takes the reins of the international system.

Iskander Rehman is a Senior Fellow at the Pell Center for International Relations and Public Policy, and an Adjunct Senior Fellow at the Center for a New American Security. He holds a PhD in Political Science with distinction from the Institute of Political Studies in Paris (Sciences Po) and is a contributing editor at War on the Rocks. He can be followed on Twitter at @IskanderRehman

 

jeudi, 04 avril 2019

Pierre Manent on Machiavelli, Luther, and the Eclipse of the Natural Law

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Pierre Manent on Machiavelli, Luther, and the Eclipse of the Natural Law

For most participants in modern political discourse, human rights are real and natural law is not.

More than that, the limits of natural law—not just particular natural law arguments made about human nature and its institutions—are seen as oppressive and mere constructs. Human rights, by contrast, are real freedoms that must be respected and benefits that must be granted to all human beings.

The French political philosopher Pierre Manent’s most recent book, Natural Law and the Rights of Man, is developed from his 2017 lectures for the Etienne Gilson Chair at the Institut Catholique in Paris and will be published in English later this year. (The final lecture is already available in translation.) In it, Manent offers a diagnosis of the way in which human rights have come to eclipse the natural law. He also advances an argument about the nature of political action and command in light of that law’s rationality and outlines the consequences of obscuring action. This shift from natural law to human rights was supposed to free us, Manent concludes, but has left us paralyzed.

pm-lex.jpgThe Double Standard that Relativism Creates

The perfect example arose last month. On February 19, the Trump administration announced a new campaign to fight laws in 72 countries that criminalize same-sex sexual acts. Why did Out magazine condemn it as racist and colonialist, instead of supporting it as a way to keep gays from being killed and imprisoned? Because rights claims are the moral trump card in our public debates, but not when it comes to cultures other than our own. As Manent notes, in our own countries, the bien pensant constantly make judgments about right and wrong in order to reform society. It is inexcusable to maintain the status quo, they claim, since nothing is more urgent or just than for men and women like us to recognize, declare, and vindicate our fundamental rights. But regarding other countries, they are more likely to suspend judgment: We would not want to suggest that our way of life is superior to those of other cultures, especially in a post-colonial era. As a result, we regard the “other” with cultured non-judgment, while furiously judging ourselves.

In effect, Manent argues, we posit that human rights are a rigorously universal principle, which have value for all cultures without exception. At the same time, we posit that all cultures and forms of life are equal, and that all appraisal that would presume to judge them is discriminatory. On the one hand, all human beings are equal, and we must fight vigorously for the equality of men and women in our society; on the other hand all cultures have the right to an equal respect, even those that violate the equality of human beings, and we should refrain from condemning cultures that, for example, keep women in a subordinate state.

This contradiction captures the paralysis Manent sees in our contemporary framework of rights. If we want to condemn barbarism without using scare quotes, he writes, there must be a human nature with which our actions can accord or that we are capable of violating. That nature operates according to a logic that we did not create ourselves. As he put it in a recent interview with the conservative French weekly Valeurs Actuelles, the natural law is the group of rules that necessarily order human life, and that human beings have not made. These laws fix the limits of our liberty, but also give it its orientation.

The Pleasant, the Useful, and the Honest

As Manent sees it, the natural law is not an ideal but a set of practical principles for action that helps agents act toward a happy life. All true action is a collaboration and balancing between the three principal motives of human action: the pleasant, the useful, and the honest. Without objective, transcendent principles, there is nothing to guide human freedom—nothing to determine what is pleasant, useful, or honest. “Natural law,” he concludes, “is the only serious defense against nihilism.”

Our problem today is that such thinking no longer makes sense to us. Manent traces this incomprehension to the reduction of our understanding of human nature to the separated individual and examines how it manifests itself in Niccolo Machiavelli and Martin Luther. Like other early moderns, Machiavelli claimed that he would not analyze humanity from inductive, Aristotelian principles, but would consider it “as it actually is.” Manent argues that Machiavelli fails to do this, because he substitutes a theoretical action for action “as it actually is.”

Instead of practical action, Machiavelli examines action as it can be seen by the theoreticians, without the point of view of the agent. For Machiavelli, human beings are prisoners of a fear of death and a fear of natural or divine law—a law that protects, but locks us in fear. To overcome this, he calls for a new kind of human agent who no longer fears the law and can therefore act according to what the situation authorizes and demands. We must escape our conscience (and the practical judgments it makes) and turn to the science of history for theoretical guidance for our action.

Manent sees a similar repudiation of practical reasoning and action in Luther: The acting Christian is replaced by the believer. For Luther, the Law produces a guilt and despair that can only be cured by faith, not action. The certitude of faith, not actions or conduct or conscience, determine salvation. As we saw with Machiavelli, the man who acts according to his conscience formed by the principles of the law is unable to accomplish his necessary end. Lutheran faith and Machiavellian virtu are different, but they both claim to allow us to escape the shame of the practical life and make the necessary break between ourselves and the law.

The Loss of the Law

In their own ways, therefore, Machiavelli and Luther illustrate the modern loss of the law as “rule and measure of action.” In a 2014 essay—which will serve as an appendix to the forthcoming translation of La loi naturelle et les droits de l’homme—Manent diagnoses our illness as a loss of the intelligence of law. This loss was not accidental, he writes:

We have lost it because we wanted to lose it.  More precisely, we have fled from law. We are still fleeing from it. We have been fleeing from law since we took up the project—let us call it “the modern project”—to organize common life, the human world, on a basis other than law. . . . Rights and self-interest are the two principles that allow for the ordering of the human world without recourse to law as the rule and measure of action. Of course we still have laws, indeed more laws than ever, but their raison d’être is no longer directly to regulate our actions but rather to guarantee our rights and equip us to seek our interests in a way that is useful or at least not harmful to the common interest.

pm-hommecite.jpgOur flight from the law in the name of more freedom to act has paradoxically undermined the principles for practical action. It turns out that we could not make our own meaning and give ourselves our own laws and ends.

This is the heart of the problem that Manent identifies with the modern state. In ancient political thought, only the body politic as a whole could be autonomous or give itself the law. In the modern conception of the state—especially for French conceptions of the state rooted in Jean-Jacques Rousseau’s thought—the citizen authorizes the state’s commands that he must obey. How then can he be said truly to obey? Manent argues that the idea of obeying my own commands or commanding myself simply does not work. It requires that I imagine myself as two, a commanding self and an obeying self that is distinct but also me; I cannot imagine myself to be autonomous without producing a heteronomy in myself. In this way, our society confuses command and obedience and obscures them. This in turn damages our ability to perform true political actions, given that command is “the core and essence of action.”

The greatest contrast Manent identifies between the ancient and the modern world is the difference between the free agent and the free individual. The free agent is concerned more about the intrinsic quality of his action than the objects exterior to his action, while the free individual is more concerned with exterior obstacles to his action than its intrinsic quality. For example, free agents and free individuals view death differently. For the individual, death is an obstacle to be removed. For the agent, death becomes part of the logic of action. Death is not the chief obstacle to be overcome or conquered, and therefore the great menace, but one of the many rules and motifs governing action. The individualistic view of death as an extrinsic act of life is most fully captured in euthanasia, the arbitrary but authorized killing of innocents.

How Modernity Crowded Out the Possibility of Action

In the Greek city, a well-constituted democracy, each citizen commands and obeys alternately. No one would dream of pretending that he obeys himself or commands himself. At the beginning of the modern epoch, we deliberately abandoned the law that commands and gives a rule of action. In its place, the modern state organizes the condition of action—an action now judged not according to its rule or end, but according to its effects. By abandoning ourselves to the inertia of laissez-faire, laissez-passer, however, we have lost sight of the central role of command in practical life, especially the commanding role of the law as rule of common action. Instead, we place our faith in the idea that a certain inaction, or a certain abstention from action, is the origin of the greatest goods.

We have a greater flux of goods and services, but we abstain from actions that would be likely to moderate and direct the movement of men and things. Between two modes of passivity— suffering and enjoying—that hold all our attention and provide the matter of all our new rights, we have no more place for acting.

For all of this bracing diagnosis, Manent offers little in the way of prescription. How does his analysis cash out in terms of practical political action? Perhaps it helps to uncover the roots of the powerlessness that many feel in the face of larger political forces, and to explain how the possibility of real political action came to be so circumscribed.

If so, what is the alternative? What could help us recover our sense of the intelligence of law? Neither the absolutism of radical Islam in France’s present, nor the absolutism of throne and altar in her past, receive the philosopher’s endorsement; he gestures, rather, toward ancient Greece. There he finds representative self-government in accord with the natural law and without the conceits of the modern state. At the end of his Valeurs Actuelles interview, he also gestured toward France’s rich literary and spiritual traditions and history of rational discussion. These should, said Manent, “allow us to find an alternative to virulent and blind rights claims and the irony, shoulder-shrugging, or sterile sarcasm of the politically incorrect.”

Nathaniel Peters

Nathaniel Peters is the executive director of the Morningside Institute and a lecturer at Columbia University.

About the Author

mercredi, 03 avril 2019

René Guénon et notre civilisation hallucinatoire

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René Guénon et notre civilisation hallucinatoire

Les Carnets de Nicolas Bonnal

Ex: http://www.dedefensa.org

Il est évident que nous vivons sous hypnose : abrutissement médiatique/pédagogique, journaux, actus en bandeaux, « tout m’afflige et me nuit, et conspire à me nuire. » Mais cette hypnose est ancienne et explique aussi bien l’ère d’un Cromwell que celle d’un Robespierre ou d’un Luther-Calvin. L’occident est malade depuis plus longtemps que la télé…O Gutenberg…

Je redécouvre des pages extraordinaires de Guénon en relisant Orient et Occident. Il y dénonce le caractère fictif de la notion de civilisation ; puis son caractère hallucinatoire à notre civilisation ; enfin son racisme et son intolérance permanentes (sus aux jaunes ou aux musulmans, dont les pays – voyez le classement des pays par meurtre sur Wikipédia – sont les moins violents au monde). Problème : cette anti-civilisation dont les conservateurs se repaissent, est la fois destructrice et suicidaire. Exemple : on détruit des dizaines de pays ou des styles de vie pour se faire plus vite remplacer physiquement (puisque métaphysiquement nous sommes déjà zombis)…

Voyons Guénon :

« La vie des mots n’est pas indépendante de la vie des idées. Le mot de civilisation, dont nos ancêtres se passaient fort bien, peut-être parce qu’ils avaient la chose, s’est répandu au XIXe siècle sous l’influence d’idées nouvelles…Ainsi, ces deux idées de « civilisation » et de « progrès », qui sont fort étroitement associées, ne datent l’une et l’autre que de la seconde moitié du XVIIIe siècle, c’est-à-dire de l’époque qui, entre autres choses, vit naître aussi le matérialisme; et elles furent surtout propagées et popularisées par les rêveurs socialistes du début du XIXe siècle.»

Guénon pense comme le Valéry de Regards (1) que l’histoire est une science truquée servant des agendas :

« L’histoire vraie peut être dangereuse pour certains intérêts politiques ; et on est en droit de se demander si ce n’est pas pour cette raison que certaines méthodes, en ce domaine, sont imposées officiellement à l’exclusion de toutes les autres : consciemment ou non, on écarte a priori tout ce qui permettrait de voir clair en bien des choses, et c’est ainsi que se forme l’« opinion publique ».

Puis il  fait le procès de nos grands mots (comme disait Céline : le latin, le latinisant en particulier estconifié par les mots), les mots à majuscule du monde moderne :

« …si l’on veut prendre les mêmes mots dans un sens absolu, ils ne correspondent plus à aucune réalité, et c’est justement alors qu’ils représentent ces idées nouvelles qui n’ont cours que moins de deux siècles, et dans le seul Occident. Certes, « le Progrès » et « la Civilisation », avec des majuscules, cela peut faire un excellent effet dans certaines phrases aussi creuses que déclamatoires, très propres à impressionner la foule pour qui la parole sert moins à exprimer la pensée qu’à suppléer à son absence ; à ce titre, cela joue un rôle des plus importants dans l’arsenal de formules dont les « dirigeants » contemporains se servent pour accomplir la singulière œuvre de suggestion collective sans laquelle la mentalité spécifiquement moderne ne saurait subsister bien longtemps. »

rg-quantité.jpgIl a évoqué la suggestion comme Gustave Le Bon. Il va même parler d’hypnose, notre René Guénon !

«  À cet égard, nous ne croyons pas qu’on ait jamais remarqué suffisamment l’analogie, pourtant frappante, que l’action de l’orateur, notamment, présente avec celle de l’hypnotiseur (et celle du dompteur est également du même ordre) ; nous signalons en passant ce sujet d’études à l’attention des psychologues. Sans doute, le pouvoir des mots s’est déjà exercé plus ou moins en d’autres temps que le nôtre ; mais ce dont on n’a pas d’exemple, c’est cette gigantesque hallucination collective par laquelle toute une partie de l’humanité en est arrivée à prendre les plus vaines chimères pour d’incontestables réalités ; et, parmi ces idoles de l’esprit moderne, celles que nous dénonçons présentement sont peut-être les plus pernicieuses de toutes. »

A l’époque moderne, le mot devient une idole. TS Eliot en parle aussi dans un poème célèbre, les chorus :

Words that have taken the place of thoughts and feelings…

La science ne nous sauve en rien, bien au contraire. Autre nom à majuscule, elle sert aussi notre mise en hypnose (pour René Guénon, aucun mot à particule n’a de sens sérieux, et il est important de le noter) :

« La civilisation occidentale moderne a, entre autres prétentions, celle d’être éminemment « scientifique » ; il serait bon de préciser un peu comment on entend ce mot, mais c’est ce qu’on ne fait pas d’ordinaire, car il est du nombre de ceux auxquels nos contemporains semblent attacher une sorte de pouvoir mystérieux, indépendamment de leur sens. La « Science », avec une majuscule, comme le « Progrès » et la « Civilisation », comme le « Droit », la « Justice » et la « Liberté », est encore une de ces entités qu’il faut mieux ne pas chercher à définir, et qui risquent de perdre tout leur prestige dès qu’on les examine d’un peu trop près. »

Le mot est une suggestion (repensez à la psychologie des foules de Le Bon) :

« Toutes les soi-disant « conquêtes » dont le monde moderne est si fier se réduisent ainsi à de grands mots derrière lesquels il n’y a rien ou pas grand-chose : suggestion collective, avons-nous dit, illusion qui, pour être partagée par tant d’individus et pour se maintenir comme elle le fait, ne saurait être spontanée ; peut-être essaierons-nous quelque jour d’éclaircir un peu ce côté de la question. »

Et le vocable reste imprécis, s’il est idolâtré :

« …nous constatons seulement que l’Occident actuel croit aux idées que nous venons de dire, si tant est que l’on puisse appeler cela des idées, de quelque façon que cette croyance lui soit venue. Ce ne sont pas vraiment des idées, car beaucoup de ceux qui prononcent ces mots avec le plus de conviction n’ont dans la pensée rien de bien net qui y corresponde ; au fond, il n’y a là, dans la plupart des cas, que l’expression, on pourrait même dire la personnification, d’aspirations sentimentales plus ou moins vagues. Ce sont de véritables idoles, les divinités d’une sorte de « religion laïque » qui n’est pas nettement définie, sans doute, et qui ne peut pas l’être, mais qui n’en a pas moins une existence très réelle : ce n’est pas de la religion au sens propre du mot, mais c’est ce qui prétend s’y substituer, et qui mériterait mieux d’être appelé « contre-religion ».

L’hystérie occidentale, européenne ou américaine, est violente et permanente (en ce moment russophobie, Afghanistan, Syrie, Irak, Venezuela, Libye, etc.). Elle repose sur le sentimentalisme ou sur l’humanitarisme :

« De toutes les superstitions prêchées par ceux-là mêmes qui font profession de déclamer à tout propos contre la « superstition », celle de la « science » et de la « raison » est la seule qui ne semble pas, à première vue, reposer sur une base sentimentale ; mais il y a parfois un rationalisme qui n’est que du sentimentalisme déguisé, comme ne le prouve que trop la passion qu’y apportent ses partisans, la haine dont ils témoignent contre tout ce qui contrarie leurs tendances ou dépasse leur compréhension. »

rg-cmm.jpgLe mot haine est important ici, qui reflète cette instabilité ontologique, et qui au nom de l’humanisme justifie toutes les sanctions et toutes les violences guerrières.  Guénon ajoute sur l’islamophobie :

« …ceux qui sont incapables de distinguer entre les différent domaines croiraient faussement à une concurrence sur le terrain religieux ; et il y a certainement, dans la masse occidentale (où nous comprenons la plupart des pseudo-intellectuels), beaucoup plus de haine à l’égard de tout ce qui est islamique qu’en ce qui concerne le reste de l’Orient. »

Et sur la haine antichinoise :

« Ceux mêmes d’entre les Orientaux qui passent pour être le plus fermés à tout ce qui est étranger, les Chinois, par exemple, verraient sans répugnance des Européens venir individuellement s’établir chez eux pour y faire du commerce, s’ils ne savaient trop bien, pour en avoir fait la triste expérience, à quoi ils s’exposent en les laissant faire, et quels empiétements sont bientôt la conséquence de ce qui, au début, semblait le plus inoffensif. Les Chinois sont le peuple le plus profondément pacifique qui existe… »

Sur le péril jaune alors mis à la mode par Guillaume II :

« …rien ne saurait être plus ridicule que la chimérique terreur du « péril jaune », inventé jadis par Guillaume II, qui le symbolisa même dans un de ces tableaux à prétentions mystiques qu’il se plaisait à peindre pour occuper ses loisirs ; il faut toute l’ignorance de la plupart des Occidentaux, et leur incapacité à concevoir combien les autres hommes sont différents d’eux, pour en arriver à s’imaginer le peuple chinois se levant en armes pour marcher à la conquête de l’Europe… »

rg-orocc.jpgGuénon annonce même dans la deuxième partie de son livre le « grand remplacement » de la population occidentale ignoré par les hypnotisés et plastronné par les terrorisés :

« …les peuples européens, sans doute parce qu’ils sont formés d’éléments hétérogènes et ne constituent pas une race à proprement parler, sont ceux dont les caractères ethniques sont les moins stables et disparaissent le plus rapidement en se mêlant à d’autres races ; partout où il se produit de tels mélanges, c’est toujours l’Occidental qui est absorbé, bien loin de pouvoir absorber les autres. »

A la même époque de nombreux écrivains (Chesterton, Yeats, Céline, Madison Grant ou Scott Fitzgerald en Amérique) pressentent/constatent aussi le déclin quantitatif de la population en occident. Guénon semble par contre avoir surestimé la résilience orientale au smartphone et au béton, à la télé et au shopping-center… Sans oublier Hollywood, le tabac et le chewing-gum. Mais on ne se refera pas.

Concluons : notre bel et increvable occident est toujours aussi belliqueux, destructeur et autoritaire ; mais il est en même temps humanitaire, pleurnichard, écolo, mal dans sa peau, torturé, suicidaire, niant histoire, racines, polarité sexuelle… De ce point de vue on est bien dans une répugnante continuité de puissance hallucinée fonctionnant sous hypnose (relisez dans ce sens la Galaxie Gutenberg qui explique comment l’imprimerie nous aura altérés), et Guénon l’aura rappelé avec une sévère maîtrise…

Note 

(1) Valéry : « L’Histoire est le produit le plus dangereux que la chimie de l’intellect ait élaboré. Ses propriétés sont bien connues. Il fait rêver, il enivre les peuples, leur engendre de faux souvenirs, exagère leurs réflexes, entretient leurs vieilles plaies, les tourmente dans leur repos, les conduit au délire des grandeurs ou à celui de la persécution, et rend les nations amères, superbes, insupportables et vaines… L’Histoire justifie ce que l’on veut. Elle n’enseigne rigoureusement rien, car elle contient tout, et donne des exemples de tout. »

Sources 

René Guénon, Orient et occident, classiques.uqac.ca, pp.20-35

Milan Kundera Warned Us About Historical Amnesia. Now It’s Happening Again

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Milan Kundera Warned Us About Historical Amnesia. Now It’s Happening Again

 

The struggle of man against power is the struggle of memory against forgetting.
—Milan Kundera

Milan Kundera is 90-years old on April 1, 2019 and his central subject—The Power of Forgetting, or historical amnesia—could not be more relevant. Kundera’s great theme emerged from his experience of the annexation of his former homeland Czechoslovakia by the Soviets in 1948 and the process of deliberate historical erasure imposed by the communist regime on the Czechs.

As Kundera said:

The first step in liquidating a people is to erase its memory. Destroy its books, its culture, its history. Then have somebody write new books, manufacture a new culture, invent a new history. Before long that nation will begin to forget what it is and what it was. The world around it will forget even faster.

mk-book4.jpgI first read Kundera’s Book of Laughter and Forgetting (1979) back in 1987, when I was a member of the British Communist Party. The book shook my beliefs and Kundera’s writing became a part of a process of truth-speaking that shook the USSR to the ground in 1989.

In the 90s we believed we were living in a “post-mortem” era in which all the hidden graves of the 20th century would be exposed, the atrocities analyzed, the lessons learned. Lest we forget. We also thought we’d entered a time in which the Silicon Valley dream of digitizing all knowledge from the entire history of the printed and spoken word would lead us towards the infinite free library, the glass house of truth and the global village of free information flow. The future would be a time of endless remembrance and of great learning.

How wrong we were. The metaphor of the glass house has turned into that of the mirrored cube. The global village has collapsed into tribal info-warfare and the infinite library is now a war zone of battling conspiracy theories. The internet has become a tool of forgetting, not remembrance and the greatest area of amnesia is the subject that Milan Kundera spent his entire life trying to preserve, namely the horrors of communism.

This theme is set out on the very first page of the Book of Laughter and Forgetting in which Kundera describes a moment in Prague in 1948 amidst heavy snow in which the bareheaded Communist leader Klement Gottwald, while giving a speech in Wenceslas Square, was given a hat by his comrade Clemetis:

Four years later Clemetis was charged with treason and hanged. The Propaganda section immediately airbrushed him out of the history and obviously the photographs as well. Ever since Gottwald has stood on that balcony alone. Where Clemetis once stood, there is only bare wall. All that remains of Clemetis is the cap on Gottwald’s head.

After the fall of the USSR, there was a vast outpouring of truth-telling about the fallen communist regimes in Russia, Czechoslovakia, East Germany, Bulgaria, Hungary, Albania, Romania and Poland. The stagnant debt and corruption, the human rights abuses in political-prisons and orphanages, the hidden mass graves, the illegal human experiments, the secret surveillance systems, the assassinations, the mass starvations, and the overwhelming evidence of the failure in each country of “the planned economy.” The structures, too, of government-misinformation, the eradication of free speech and the re-writing of history—erasing your opponents by murdering them and then wiping all traces of their existence from the history books. In the 90s the hidden data from Stalin’s famine-genocide in the Ukraine (1923–33) was exposed. Later, the scale of Chairman Mao’s genocides staggered the world. Even the methods that communist regimes used to produce historical amnesia were exposed.

For a brief period, the consensus was that the communist experiment had failed. Never again, said the postmodernists and historians. Never again, said the economists and political parties. Never again said the people of former communist countries. Never again.

Fast forward 20 years and never again has been forgotten. The Wall Street Journal in 2016 asked: “Is Communism Cool? Ask a Millennial.” Last year MIT Press published Communism for Kids and Teen Vogue ran an excited apologia for Communism. Tablet announced, with some concern, a Cool Kid Communist Comeback.” On Twitter, there is new trend of people giving themselves communist-themed names: “Gothicommunist,” “Trans-Communist,” “Commie-Bitch,” “Eco-Communist.” The hammer and sickle flag has been re-appearing on campuses, at protests and on social media.

How could we have forgotten?

A poll in the UK by The New Culture Forum from 2015 showed that 70 percent of British people under the age of 24 had never heard of Chinese communist leader Mao Tse-Tung, while out of the 30 percent who had heard of him, 10 percent did not associate him with crimes against humanity. Chairman Mao’s communist regime was responsible for the deaths of between 30 to 70 million Chinese, making him the biggest genocidal killer of the 20th century, above Stalin and Hitler.

mk-b5.jpgOne of the reasons Mao’s genocides are not widely known about is because they are complex and covered two periods over a total of seven years. Information on the internet tends to be reduced into fast-read simplified narratives. If any facts are under dispute we have a tendency to shrug and dismiss the entire issue. So it is precisely the ambiguity over whether Mao’s Communist Party was responsible for 30, 50 or 70 million deaths that leads to internet users giving up on the subject.

The rational way of dealing with clashing estimates would be to look at the two poles. To say, at the bare minimum, even according to pro-communist sources, Mao was responsible for 30 million deaths and at the other extreme, from the most anti-communist sources, the number is 70 million. So it would be reasonable to conclude that the truth lies somewhere in between and that even if we were to take the lowest number it is still greater than the deaths caused by Stalin and Hitler.

However, this reasoning process does not occur. Our reaction when faced with a disputed piece of data like this is similar to our response when faced with a Wikipedia page that carries the warning: “The neutrality of this article is disputed.” Fatigue and lack of trust kicks in. And so, without an argument needing to be made by Mao’s apologists, the number he killed is not zero, but of zero importance.

Conflict-induced-apathy can be manipulated for political ends. We see this in the way neo-communists set out their stall. They don’t challenge the data about the number of 20th Century deaths their ideology is linked to. Rather, they claim that there are conflicting data and that anyone claiming one data set is definitive has a vested interest in saying that—ergo, no data are reliable. And so they manage to airbrush 30–70 million deaths from history.

Part of what makes the data on communist genocides hard to pin down is that the state records were often erased by communist regimes. Take the largest genocide in the history of mankind—the Great Chinese Famine (1958–62). To date, no official recognition of this genocide has been made by China’s communist government. For 40 years this historical episode has been hidden and denied. There are 100 monuments to the Irish Famine, but to this day the only memorial to the Great Chinese Famine is one made by hand out of bricks and tiles, located in the middle of a Chinese farmer’s privately-owned field.

mk-B7.jpgUntil the data on the deaths in communist China are definitively agreed, until they enter the history books, conflicting data will keep on being used to conceal the magnitude of Mao’s crimes. We also see this happening with the Ukranian genocide known as Holodomor (1932–33). Different political groups argue about whether the deaths were three million or 10, which then gives space to other groups online who want to deny it ever occurred.

If you want to make data vanish these days, don’t try to hide them, just come up with four other bits of data that differ greatly and start a data-fight. This is historical amnesia through information overload.

When we lose not just the data, but the record of who did and said what in history beneath the noise of contrary claims, then we are in trouble. We can even see this in the accusation made against Milan Kundera in the last 10 years—that he was a communist informant, that he was a double agent, that his entire literary canon was the result of a guilty conscience for having betrayed a fellow Czech to the communists.

The confusion and profusion of narratives around Kundera lead us to simply drop the author completely, due to conflict-induced apathy. It has already eroded his reputation. We will never know if what he said in his own defense is true, the argument-from-apathy goes, so we shouldn’t trust anything he’s ever said or written, even his indictments against communism—even his theories about historical amnesia as a communist propaganda tool. All of this might as well be forgotten.

To get rid of an enemy now, you don’t have to prove anything against them. Instead, you use the internet to generate conflicting accusations and contradictory data. You use confusion to elevate hatred and fear until that enemy is either banned from the net, their history re-written or erased from the minds of millions through conflict-induced apathy.

If the struggle of man is the struggle of memory against forgetting, as Kundera said, then we have in the cacophony of the internet a vast machine for forgetting. One that is building a new society upon the shallow, shifting sands of Historical Amnesia.


Ewan Morrison’s new novel NINA X is published by Fleet on April 4 2019. NINA X concerns a woman who escapes from the cult she was born and raised within and who now has to survive in our world. Follow him on Twitter @MrEwanMorrison

lundi, 01 avril 2019

Julius Evola pour tous (les hommes différenciés)

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Julius Evola pour tous (les hommes différenciés)

par Thierry DUROLLE

L’un des plus célèbres penseurs de la Droite radicale européenne fait toujours parler de lui, quarante-quatre ans après sa disparition. Ce penseur est Julius Evola. Nous préférons le qualifier de penseur plutôt que d’intellectuel, terme originellement péjoratif et qui d’ailleurs ferait bien de recouvrir sa définition initiale. Gianfranco de Turris, président de la Fondation Evola en Italie et auteur d’un magistral Elogio e difesa di Julius Evola, nous rappelle qu’Evola fut « peintre et philosophe, poète et hermétiste, morphologue de l’histoire et politologue, critique des mœurs et sexologue, orientaliste et mythologue, spécialiste des religions et de la Tradition. Mais ce fut aussi un alpiniste chevronné,il fut journaliste, conférencier et universitaire (p. 6) ».

Julius Evola est-il toujours actuel ? N’a-t-il pas été relégué dans la poubelle de l’Histoire par les forces de la subversion ? Et, est-ce que ses idées demeurent pertinentes encore aujourd’hui ? « Au début de l’année 2018, le 12 février, le principal quotidien italien de gauche, La Repubblica, publia en première page un article au titre exceptionnel et extravagant : “ Evola et le fascisme inspirent Bannon, le cerveau de Trump. ” […] Le philosophe et politologue russe Alexandre Douguine admit dans plusieurs interviews que sa pensée avait été profondément influencée par celle de Julius Evola […]. Or, le fait est que Douguine est assez proche du président russe, et fut même présenté comme son “ conseiller ” (p. 8). »

Deux exemples plutôt maladroits pour tenter de justifier de l’actualité de la pensée du Baron. Deux éminences grises déchues, l’un publiciste, l’autre « Raspoutine de sous-préfecture », pour reprendre l’amusante expression d’un traducteur à l’ego hypertrophié. Deux agents de l’anti-Europe, l’un national-libérale (sioniste ?) et l’autre néo-eurasiste pan-russe, deux formes de soumission politiques et spirituelles. Bref, rien d’évolien là-dedans. À noter qu’un certain Jason Horowitz s’émut, dès février 2017, de la possible influence d’Evola sur Bannon dans un article intitulé « Steven Bannon cited Italian thinker who inspired fascists ». La pensée de Julius Evola représente toujours un danger pour l’ennemi.

Il est évident que l’œuvre de Julius Evola reste d’actualité, puisqu’elle met en exergue notre européanité d’une part (sur les plans mythologiques, culturels, spirituels, et politiques) et la Tradition d’autre part. « Ses » idées sont d’actualité aussi car il fut un temps où elles furent la norme, l’évidence même. Ceux qui connaissent bien les différents écrits d’Evola peuvent témoigner de la présence constante de la Tradition comme principe ordonnateur et, en ce sens, cosmique. La pensée de Julius Evola est authentiquement de Droite, d’une Droite métaphysique, éternelle, verticale, ordonnée du haut vers le bas. La cohérence entre le verbe et l’action chez Evola suscite le respect et l’admiration : rares sont ceux qui unirent les deux à un tel niveau.

Pénétrer la pensée protéiforme du penseur italien n’est pas forcément chose aisée. Cela peut demander une certaine persévérance mais aussi une entrée adéquate. Par où commencer ? En ce qui nous concerne, nous avons toujours conseillé, dans la mesure du possible, de lire en premier Révolte contre le monde moderne pour avoir, au minimum, le « décor » de la pensée évolienne. Puis Orientations et Les hommes au milieu des ruines nous semblaient être deux ouvrages politiques fondamentaux à lire à la suite du maître-ouvrage mentionné. Mais il s’agit là d’une première approche au caractère politique. Elle ne permet pas d’avoir une vue d’ensemble des thèmes évoliens.

C’est là que toute la pertinence du Petit livre noir s’offre aux néophytes. Et nous ne pouvons que nous réjouir de la réédition augmenté de ce vade mecum grâce à la toute jeune maison d’édition helvète Lohengrin ! Clin d’œil anti-marxiste-maoïste au malheureusement célèbre Petit livre rouge, ce recueil de citations représente probablement l’une des meilleures façons d’aborder l’œuvre d’Evola dans son intégralité. Les extraits – qui furent soumis en leur temps à l’auteur – sont classés dans onze catégories distinctes et sont issus de quasiment tous les ouvrages d’Evola, dont certains toujours en attente d’une traduction française (!) en plus d’articles et de divers entretiens.

La préface de Gianfranco de Turris se veut aussi synthétique que le contenu de l’ouvrage. Turris fait une présentation de l’homme et ses idées qui, ici aussi, sera idéale pour les nouveaux venus. Enfin, la couverture bien que de noire vêtue, arbore dorénavant un magnifique portrait de Julius Evola signé Jacques Terpant, illustrateur et peintre de grand talent. En quatrième de couverture cette citation d’Evola fait figure de programme : « Seule un retour à l’esprit traditionnel dans une nouvelle conscience unitaire européenne pourra sauver l’Occident. » Gageons que la lecture du Petit livre noir éveille une nouvelle génération d’Européens à un tel impératif.

Thierry Durolle

• Julius Evola, Le petit livre noir, édition augmentée, Éditions Lohengrin, 2019, 175 p., 18 €.

dimanche, 31 mars 2019

Reflecting on the Interwar Right

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Reflecting on the Interwar Right

Please note this rightist opposition to war must be distinguished from the objections of Communist sympathizers or generic leftists to certain wars for ideological reasons. For example, George McGovern, who was a longtime Soviet apologist, protested the Vietnam War, while defending his own role in dropping bombs on helpless civilians in World War Two. For McGovern the “good war” was the one in which the US found itself on the same side as the Soviets and world Communism. Clearly McGovern did not object to American military engagements for rightist reasons.

My own list of interwar American Rightists would include predominantly men of letters, e.g., Wallace Stevens, H.L. Mencken, George Santayana (who was Stevens’s teacher at Harvard and longtime correspondent), Robert Lee Frost, the Southern Agrarians, and pro-fascist literati Ezra Pound and Lovecraft, (if accept these figures as part of a specifically American Right). Although Isabel Patterson and John T. Flynn may have regarded themselves as more libertarian than rightist, both these authors provide characteristically American rightist criticism of the progress of the democratic idea. The same is true of the novelist and founder of the libertarian movement Rose Wilder Lane, whose sympathetic portrayal of an older America in “House on the Prairie” has earned the disapproval of our present ruling class. Many of our rightist authors considered themselves to be literary modernists, e.g., Stevens, Pound and Jeffers. But as has been frequently observed, modernist writers were often political reactionaries, who combined literary innovations with decidedly rightist opinions about politics. Significantly, not only Mencken but also Stevens admired Nietzsche, although in Stevens’s case this admiration was motivated by aesthetic affinity rather than discernible political agreement.

This occasions the inevitable question why so many generation defining writers, particularly poets, in the interwar years took political and cultural positions that were diametrically opposed to those of our current literary and cultural elites. Allow me to provide one obvious answer that would cause me to be dismissed from an academic post if I were still unlucky enough to hold one. Some of the names I’ve been listing belonged to scions of long settled WASP families, e.g., Frost, Stevens, Jeffers, and, at least on one side, Santayana, and these figures cherished memories of an older American society that they considered in crisis.  Jeffers was the son of a Presbyterian minister from Pittsburgh, who was a well-known classical scholar. By the time he was twelve this future poet and precocious linguist knew German and French as well as English and later followed the example of his minister father by studying classics, in Europe as well as in the US.

Other figures of the literary Right despised egalitarianism, which was a defining attitude of the self-identified Nietzschean Mencken. The Sage of Baltimore typified what the Italian Marxist Domenico Losurdo describes as “aristocratic individualism” and which Losurdo and Mencken identified with the German philosopher Nietzsche. This anti-egalitarian individualism was easily detected in such figures as Mencken, Pound and the Jeffersonian libertarian, Albert J. Nock.

états-unis,droite américaine,conservatisme,conservatisme américain,littérature,lettres,lettres américaines,littérature américaine,histoire,paul gottfried,philosophie,nietzschéismeIt may be Nock’s “Memoirs of a Superfluous Man” (1943) with its laments against modern leveling tendencies, and Nock’s earlier work “Our Enemy, The State” (1935) which incorporated most persuasively for me this concept of aristocratic individualism. Nock opposed the modern state not principally because he disapproved of its economic policies (although he may not have liked them as well) but because he viewed it as an instrument of destroying valid human distinctions. His revisionist work Myth of a Guilty Nation, which I’m about to reread, has not lost its power since Nock’s attack on World War One Allied propaganda was first published in 1922. Even more than Mencken, whose antiwar fervor in 1914 may have reflected his strongly pro-German bias, Nock opposed American involvement in World War One for the proper moral reasons, namely that the Western world was devouring itself in a totally needless conflagration. Curiously the self-described Burkean Russell Kirk depicts his discovery of Nock’s Memoirs of a Superfluous Man on an isolated army base in Utah during World War Two as a spiritual awakening. Robert Nisbet recounts the same experience in the same way in very similar circumstances. 

Generational influence:

These interwar rightists of various stripes took advantage of a rich academic-educational as well as literary milieu that was still dominated by a WASP patrician class before its descendants sank into Jed Bushism or even worse. These men and women of letters were still living in a society featuring classes, gender roles, predominantly family owned factories, small town manners, and bourgeois decencies. Even those who like Jeffers, Nock and Mencken viewed themselves as iconoclasts, today may seem, even to our fake conservatives, to be thorough reactionary. The world has changed many times in many ways since these iconoclasts walked the Earth. I still recall attending a seminar of literary scholars as a graduate student in Yale in 1965, ten years after the death of Wallace Stevens, and being informed that although Stevens was a distinguished poet, it was rumored that he was a Republican. Someone else then chimed in that Stevens was supposed to have opposed the New Deal, something that caused consternation among those who were attending. At the times I had reservations about the same political development but kept my views to myself. One could only imagine what the acceptance price for a writer in a comparable academic circle at Yale would be at the present hour. Perhaps the advocacy of state-required transgendered restrooms spaced twenty feet apart from each other or some even more bizarre display of Political Correctness.  I shudder to think.

But arguably the signs of what was to come were already present back in the mid-1960s. What was even then fading was the academic society that still existed when Stevens attended Harvard, Frost Dartmouth, though only for a semester, or Nock the still recognizably traditional Episcopal Barth College. Our elite universities were not likely to produce even in the 1960s Pleiades of right-wing iconoclasts, as they had in the interwar years and even before the First World War.  And not incidentally the form of American conservatism that came out of Yale in the post-war years quickly degenerated into something far less appealing than what it replaced. It became a movement in which members were taught to march in lockstep while advocating far-flung American military entanglements. The step had already been taken that led from the interwar Right to what today is conservatism, inc. Somehow the interwar tradition looks better and better with the passage of time.