mercredi, 16 septembre 2009
Hamann: le Mage du Nord, critique des Lumières
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1997
HAMANN: le Mage du Nord, critique des Lumières
Spécialiste de la philosophie des Lumières, du Romantisme et du nationalisme allemand, Isaiah Berlin a publié une bonne étude sur Le Mage du Nord critique des Lumières, J. G. Hamann 1730-1788. Il écrit: «Hamann mérite d'être étudié, car il est l'un des rares critiques vraiment originaux des temps modernes. Apparemment, sans rien devoir à personne, il attaque l'orthodoxie dominante avec des armes dont certaines sont obsolètes et d'autres inefficaces ou absurdes; mais il le fait avec assez de force pour gêner la marche de l'ennemi, pour attirer des alliés sous sa propre bannière réactionnaire et pour initier, si l'on peut dire que quelqu'un a commencé, la résistance séculaire à la marche des Lumières et de la raison au XVIIIième siècle; cette résistance qui, à son heure, déboucha dans le Romantisme, l'obscurantisme et la réaction politique, dans un très important renouveau des formes artistiques et qui, finalement, provoqua des dégâts permanents dans la vie politique et sociale des hommes. Un tel personnage demande à coup sûr quelque attention. Hamann est le pionnier de l'antirationalisme dans tous les domaines. Ni Rousseau, ni Burke, ses contemporains, ne méritent cette dénomination car les idées purement politiques de Rousseau sont classiques dans leur rationalisme, tandis que Burke en appelle au tranquille bon sens des hommes raisonnables, même s'il dénonce les théories fondées sur des abstractions. Hamann rejetait tout cela; partout où l'hydre de la raison, de la théorie, de la généralisation relève l'une de ses horribles têtes, il frappe. Il fournit un arsenal dans lequel des romantiques plus modérés puisèrent certaines de leurs armes les plus efficaces —tels Herder, même une tête froide comme le jeune Goethe, même Hegel qui écrivit un long et peu aimable compte-rendu de ses œuvres, même Humboldt le pondéré et ses compagnons libéraux. Il est la source oubliée d'un mouvement qui, finalement, engloutit toute la culture européenne» (P. MONTHÉLIE).
Isaiah BERLIN, Le Mage du Nord critique des Lumières. J. G. Hamann 1730-1788, PUF, 1997,150 pages, 138 FF.
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mardi, 15 septembre 2009
Deux études allemandes sur Gilles Deleuze
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1998
Robert Steuckers:
Deux études allemandes sur Gilles Deleuze
Gilles Deleuze (1) et l’appel à la littérature
La philosophe berlinoise Michaela Ott se penche sur l’intérêt de Deleuze pour la littérature. Deleuze voit en la littérature une expression inconsciente guidée par le désir, une expression plurielle, très souvent paradoxale. Désir, pluralité et paradoxes, dans leur irréductibilité, triomphent toujours des schémas répressifs, monomaniaques et aseptisés. Le recours à la littérature est indispensable au philosophe (Michaela Ott, Von Mimen zum Nomaden. Lektüren des Literarischen im Werk von Gilles Deleuze, ISBN 3-85165-321-1, DM 48 ou öS 336, Passagen Verlag, Walfischgasse 15/14, A-1010 Wien; e-mail: passagen@t0.or.at; internet: http://www.t0.or.at/~passagen).
Gilles Deleuze (2) vu par Friedrich Balke
Nous avons déjà eu l’occasion de nous référer aux travaux du philosophe Friedrich Balke, spécialiste de Carl Schmitt et de Gilles Deleuze (entre autres choses) (cf. Vouloir n°3/NS, NdSE n°27 et les traductions de ces textes dans Disenso à Buenos Aires et dans Tellus en Lombardie). Balke offre désormais une introduction à Deleuze. Evoquant la phrase de Foucault qui disait que le siècle prochain pourrait bien être deleuzien, Balke axe sa présentation du philosophe français aujourd’hui disparu sur l’ouverture de Deleuze à tous les faits humains: la littérature (comme le souligne Michaela Ott), les sous-cultures à l’œuvre en marge des grandes “pontifications” officielles, les nouveaux mouvements sociaux, etc. bref tout l’univers du non-philosohique, tous les phénomènes de l’extra-philosophique. C’est aussi ce que Balke nomme l’“intermédialité”. Deleuze a inventé les démarches qui permettent à la philosophie de sortir de sa tour d’ivoire sans renier sa fonction critique et sans oublier de forger des concepts, cette fois toujours provisoires, mouvants et plastiques (F. Balke, Gilles Deleuze, ISBN 3-593-35980-4, DM 26,80, Campus, Heerstrasse 149, D-60.488 Frankfurt a. M.).
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lundi, 14 septembre 2009
Tango, politica y mal gusto
Tango, política y mal gusto
Alberto Buela(*)
Hace tres años escribimos un artículo titulado ¿El renacer del tango? en donde sosteníamos que el renacer es posible. Hoy queremos ocuparnos de cómo el mal gusto ha invadido el tango.
Pero primero tenemos que definir qué entendemos por gusto. Los antiguos decían que la belleza era splendor veri, esplendor de la verdad. El esplendor es el fulgor de luz que emana de la cosa bella y la verdad es lo que brilla. La obra de arte es aquello a través de lo cual brilla la verdad. Y una cosa es bella no porque me agrade, dice el filósofo Kant, sino que me agrada porque es bella. Y cómo capto esta belleza? A través del juicio del gusto. Y cómo consolido este juicio? Cuando me voy educando en la belleza, de lo contrario prima el mal gusto o la vulgaridad. Es por eso que los griegos, los romanos, los medievales y hasta los renacentistas educaron siempre a través de los arquetipos bellos y virtuosos como los héroes, los santos y los sabios.
Es un lugar común y no menos cierto que desde hace una docena de años el tango comenzó a renacer. Esto es un hecho verificable que cualquiera puede comprobar recorriendo la multiplicación de las milongas, las orquestas, los cantantes y los bailarines que son los cuatro elementos indispensables para la realización plena del género musical: tango.
Solo faltan multiplicarse los canales de TV (existe sólo uno) y las radios (son dos o tres) en Buenos Aires.
El desarrollo histórico del tango ha sido estudiado por innumerables investigadores que lo han hecho en forma acabada. De estos estudios (Ferrer, Barcia, Gobello, García Giménez, del Priore, etc.) podemos establecer las siguientes etapas:
a) su nacimiento campero y orillero: “nació en los Corrales Viejos allá por el año 80, hijo fue de la milonga y de un taita del arrabal”.
b) etapa del tango criollo donde Gardel, Saborido, Gobbi, Arolas consolidan el género.
c) todos están de acuerdo que con Pascual Contursi se inaugura la etapa de plenitud del tango.
d) la revolución libertadora de 1955 lo prohíbe como manifestación masiva y comienza una larga etapa de decadencia con la primacía del mal gusto.
e) Es a partir del gran espectáculo en París (1982): trottoires de Buenos Aires, con un cantor no gritón como Goyeneche, una pareja de baile no-acrobática como Gloria y Eduardo, y una orquesta sobria, el tango comienza lentamente su renacer. A lo que hay que sumar el impulso europeo de Piazzola con el tango para escuchar.
Pero ¿por qué decayó el tango desde el 55 al 81?.
En primer lugar existe una razón política fundamental, como muy bien estudió mi amigo y bailarín eximio Atilio Verón, la llamada revolución libertadora lo prohibió como espectáculo multitudinario. No querían ver a las masas juntas, querían el pueblo suelto, porque el pueblo seguía siendo peronista, y Perón era el enemigo odiado y execrado. En una palabra, era el Diablo para los generales golpistas y los gorilas.
El segundo elemento que juega en la decadencia del tango es la introducción del rock norteamericano promocionado y difundido a diestra y siniestra por todos los mass media de la época. Se inaugura la influencia directa, caído el peronismo, de los Estados Unidos sobre nuestra juventud a través de la música y de la comida. Junto al rock aparece la hamburguesa.
El tercer elemento fundamental en este arrastre decadente del tango es: el mal gusto. Y este mal gusto estuvo vinculado desde siempre a la televisión. Primero fue la Familia Gesa en el canal 7 con Virginia Luque y cuanta cachirulada se le podía sumar. Y luego, Grandes valores del tango con Silvio Soldán que no dejó vulgaridad por realizar. Vulgaridad, chabacanería y kisch que continúa hoy mismo realizando, ahora para la televisión de un gobernador “raro” como el de San Luis o para canal 26 de cable. Una vulgaridad irreductible al desaliento.
Y así, el pueblo argentino, fue sometido treinta años, dos generaciones, a la prepotencia del mal gusto en todo lo que hace al tango. Orquestas con mil variaciones sobre las piezas que las hacía imbailables, cantores que a los gritos buscaban impresionar, recordemos a Sosa, Dumas, Lavié, Rinaldi et alii y bailarines acrobáticos como Copes y tantos otros, que nadie podía seguir.
Frente a esta avalancha del mal gusto, en forma silenciosa, sin decirlo, pero haciéndolo, hoy ninguna milonga pasa un tango de Sosa, Dumas, Lavié, Rinaldi y esa pléyade de cantores-espectáculo, porque no llevan el ritmo de la danza ni el tiempo de la música.
Es cierto que durante ese período, el de la decadencia, hubo excepciones en cantores como Goyeneche o Floreal Ruíz, en orquestas como la de Pugliese o Trolio, en bailarines como Virulazo o Gavito y en programas como La Botica del Angel de Vergara Lehumann, pero no podían sobreponerse a la ola gigantesca del mal gusto encarnada por Silvio Soldán y sus ramplones invitados, promocionados masivamente por la televisión.
El pueblo argentino asistió como convidado de piedra, al menos por dos generaciones, al vaciamiento del tango y sus sentidos.
Hoy casi llegando el centenario, a medio siglo de su prohibición masiva, asistimos al renacer del tango. Jóvenes cantores que no cantan a los gritos sino melodiosamente y letras no lloronas, noveles orquestas que no imitan pero que tampoco caen en “ocurrencias” más o menos novedosas, como todas las variaciones infinitas de los Stampone, Garello, Federico, Baffa, Berlingieri o Libertella. Bailarines que no se disfrazan de tangueros haciendo las mil piruetas de acróbata berreta, sino que bailan “al piso”como Gavito o del Pibe Sarandí. En fin, todo un renacer. Claro que desplazar al mal gusto, a la cachirulada, que tiene medios materiales y hace medio siglo que está instalada es más difícil que mear en un frasquito como diría un reo. Pero, no obstante, las figuras van saliendo y el tango se está volviendo a plantear y a presentar como un todo: orquesta, cantor, bailarines y ambiente.
Como será la prepotencia de la vulgaridad que acaba de ganar una pareja nipona el campeonato mundial de tango salón en un final de treinta parejas la mayoría argentinas. Y qué fue lo que se destacó en los japoneses: la elegancia, el buen gusto en el vestir frente a los ropas chillonas y la ramplonería de la vestimenta de las parejas argentinas: bailarines con zapatos de charol blanco y bailarinas lentejuelas de oropel. La colonización cultural del mal gusto en el tango argentino ha creado toda una industria de la vestimenta cachirula, que lamentablemente los turistas extranjeros compran e importan sin criterio.
Vemos como persisten, no se jubilan ni se retiran, los falsos y ordinarios espectáculos de tango para “la gilada”, o sea, los turistas.
Hay mucho dinero en juego alentando y medrando con la vulgaridad. Léase: Señor Tango en Barracas o Bocatango. Es que el carácter de prosaico, de mal gusto, de kisch, de vulgar, de ramplón se le ha metido hasta el tuétano, hasta el orillo. Eliminar esto, es la tarea fundamental de este renacer tanguero. Esto es lo que propuso en plena decadencia (el 7 de octubre de 1969) Jorge Luis Borges, con quien disentimos políticamente, pero no podemos dejar de reconocer que, si algo fue: “fue un parapeto a la mediocridad” en el tiempo que le tocó vivir. Y allí afirma con su clásica ironía borgeana: “este tango que se toca ahora es demasiado científico”. Había perdido su carácter de genuino, era una impostura vulgar.
Escribimos esperanzados en que este renacer del tango deje de lado, rápidamente, lo prosaico y pueda reconstruir en un sano equilibrio las cuatro patas en que se debe apoyar todo tango genuino: orquesta, cantor, bailarines y milonga, o sea, música armoniosa, cantor acorde, bailarines a ritmo y ambiente apropiado.
Cualquiera de ellas que falte o que se sobre estime, hace que esa gran mesa que es el tango y en la que, de una u otra manera, comemos todos los argentinos, se desequilibre.
Post Scriptum:
Hay un escritor argentino Ricardo Piglia, quien enseña en la universidad de Princeton hace muchos años literatura y seminarios sobre tango, donde sostiene expresamente: “El tango tiene, como tienen los grandes géneros, un comienzo y un final muy claros. Ya sabemos que el primer tango fue “Mi noche triste” de 1917, y yo digo un poco en broma y un poco en serio que el último es “La última curda”, de 1956. Después de ese tango lo que se hizo fue otra cosa, porque se perdió la idea de situación dramática que sostiene y controla toda la argumentación poética, y empezó ese sistema de asociación libre, de surrealismo un poco berreta del violín con el gorrión y la caspa con el corazón”. (La Nación, suplemento ADN, Bs.As. 19/4/08, p. 7).
(*) filósofo, o mejor arkegueta, eterno comenzante
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L'influence de Henri Lefèbvre sur Guillaume Faye
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1997
Robert Steuckers:
L'influence de Henri Lefèbvre sur Guillaume Faye
Indubitable et déterminante est l'influence de Henri Lefebvre sur l'évolution des idées de Guillaume Faye; Henri Lefebvre fut un des principaux théoriciens du PCF et l'auteur de nombreux textes fondamentaux à l'usage des militants de ce parti fortement structuré et combatif. J'ai eu personnellement le plaisir de rencontrer ce philosophe ex-communiste français à deux reprises en compagnie de Guillaume Faye dans la salle du célèbre restaurant parisien “La Closerie des Lilas” que Lefebvre aimait fréquenter parce qu'il avait été un haut lieu du surréalisme parisien du temps d'André Breton. Lefebvre aimait se rémémorer les homériques bagarres entre les surréalistes et leurs adversaires qui avaient égayé ce restaurant. Avant de passer au marxisme, Lefebvre avait été surréaliste. Les conversations que nous avons eues avec ce philosophe d'une distinction exceptionnelle, raffiné et très aristocratique dans ses paroles et ses manières, ont été fructueuses et ont contribué à enrichir notamment le numéro de Nouvelle école sur Heidegger que nous préparions à l'époque. Trois ouvrages plus récents de Lefebvre, postmarxistes, ont attiré notre attention: Position: contre les technocrates. En finir avec l'humanité-fiction (Gonthier, Paris, 1967); Le manifeste différentialiste (Gallimard, Paris, 1970); De L'Etat. 1. L'Etat dans le monde moderne, (UGE, Paris, 1976).
Dans Position (op. cit.), Lefebvre s'insurgeait contre les projets d'exploration spatiale et lunaire car ils divertissaient l'homme de “l'humble surface du globe”, leur faisaient perdre le sens de la Terre, cher à Nietzsche. C'était aussi le résultat, pour Lefebvre, d'une idéologie qui avait perdu toute potentialité pratique, toute faculté de forger un projet concret pour remédier aux problèmes qui affectent la vie réelle des hommes et des cités. Cette idéologie, qui est celle de l'“humanisme libéral bourgeois”, n'est plus qu'un “mélange de philanthropie, de culture et de citations”; la philosophie s'y ritualise, devient simple cérémonial, sanctionne un immense jeu de dupes. Pour Lefebvre, cet enlisement dans la pure phraséologie ne doit pas nous conduire à refuser l'homme, comme le font les structuralistes autour de Foucault, qui jettent un soupçon destructeur, “déconstructiviste” sur tous les projets et les volontés politiques (plus tard, Lefebvre sera moins sévère à l'égard de Foucault). Dans un tel contexte, plus aucun élan révolutionnaire ou autre n'est possible: mouvement, dialectique, dynamiques et devenir sont tout simplements niés. Le structuralisme anti-historiciste et foucaldien constitue l'apogée du rejet de ce formidable filon que nous a légué Héraclite et inaugure, dit Lefebvre, un nouvel “éléatisme”: l'ancien éléatisme contestait le mouvement sensible, le nouveau conteste le mouvement historique. Pour Lefebvre, la philosophie parménidienne est celle de l'immobilité. Pour Faye, le néo-parménidisme du système, libéral, bourgeois et ploutocratique, est la philosophie du discours libéralo-humaniste répété à l'infini comme un catéchisme sec, sans merveilleux. Pour Lefebvre, la philosophie héraclitéenne est la philosophie du mouvement. Pour Faye, —qui retrouve là quelques échos spenglériens propres à la récupération néo-droitiste (via Locchi et de Benoist) de la “Révolution Conservatrice” weimarienne— l'héraclitéisme contemporain doit être un culte joyeux de la mobilité innovante. Pour l'ex-marxiste et ex-surréaliste comme pour le néo-droitiste absolu que fut Faye, les êtres, les stabilités, les structures ne sont que les traces du trajet du Devenir. Il n'y a pas pour eux de structures fixes et définitives: le mouvement réel du monde et du politique est un mouvement sans bonne fin de structuration et de déstructuration. Le monde ne saurait être enfermé dans un système qui n'a d'autres préoccupations que de se préserver. A ce structuralisme qui peut justifier les systèmes car il exclut les “anthropes” de chair et de volonté, il faut opposer l'anti-système voire la Vie. Pour Lefebvre (comme pour Faye), ce recours à la Vie n'est pas passéisme ou archaïsme: le système ne se combat pas en agitant des images embellies d'un passé tout hypothétique mais en investissant massivement de la technique dans la quotidienneté et en finir avec toute philosophie purement spéculative, avec l'humanité-fiction. L'important chez l'homme, c'est l'œuvre, c'est d'œuvrer. L'homme n'est authentique que s'il est “œuvrant” et participe ainsi au devenir. Les “non-œuvrants”, sont ceux qui fuient la technique (seul levier disponible), qui refusent de marquer le quotidien du sceau de la technique, qui cherchent à s'échapper dans l'archaïque et le primitif, dans la marginalité (Marcuse!) ou dans les névroses (psychanalyse!). Apologie de la technique et refus des nostalgies archaïsantes sont bel et bien les deux marques du néo-droitisme authentique, c'est-à-dire du néo-droitisme fayen. Elles sortent tout droit d'une lecture attentive des travaux de Henri Lefebvre.
Dans Le manifeste différentialiste, nous trouvons d'autres parallèles entre le post-marxisme de Lefebvre et le néo-droitisme de Faye, le premier ayant indubitablement fécondé le second: la critique des processus d'homogénéisation et un plaidoyer en faveur des “puissances différentielles” (qui doivent quitter leurs positions défensives pour passer à l'offensive). L'homogénéisation “répressive-oppressive” est dominante, victorieuse, mais ne vient pas définitivement à bout des résistances particularistes: celles-ci imposent alors malgré tout une sorte de polycentrisme, induit par la “lutte planétaire pour différer” et qu'il s'agit de consolider. Si l'on met un terme à cette lutte, si le pouvoir répressif et oppresseur vainc définitivement, ce sera l'arrêt de l'analyse, l'échec de l'action, le fin de la découverte et de la création.
De sa lecture de L'Etat dans le monde moderne, Faye semble avoir retiré quelques autres idées-clefs, notamment celle de la “mystification totale” concomitante à l'homogénéisation planétaire, où tantôt l'on exalte l'Etat (de Hobbes au stalinisme), tantôt on le méconnaît (de Descartes aux illusions du “savoir pur”), où le sexe, l'individu, l'élite, la structure (des structuralistes figés), l'information surabondante servent tout à tour à mystifier le public; ensuite l'idée que l'Etat ne doit pas être conçu comme un “achèvement mortel”, comme une “fin”, mais bien plutôt comme un “théâtre et un champ de luttes”. L'Etat finira mais cela ne signifiera pas pour autant la fin (du politique). Enfin, dans cet ouvrage, Faye a retenu le plaidoyer de Lefebvre pour le “différentiel”, c'est-à-dire pour “ce qui échappe à l'identité répétitive”, pour “ce qui produit au lieu de reproduire”, pour “ce qui lutte contre l'entropie et l'espace de mort, pour la conquête d'une identité collective différentielle”.
Cette lecture et ces rencontres de Faye avec Henri Lefebvre sont intéressantes à plus d'un titre: nous pouvons dire rétrospectivement qu'un courant est indubitablement passé entre les deux hommes, certainement parce que Lefebvre était un ancien du surréalisme, capable de comprendre ce mélange instable, bouillonnant et turbulent qu'était Faye, où se mêlaient justement anarchisme critique dirigé contre l'Etat routinier et recours à l'autorité politique (charismatique) qui va briser par la vigueur de ses décisions la routine incapable de faire face à l'imprévu, à la guerre ou à la catastrophe. Si l'on qualifie la démarche de Faye d'“esthétisante” (ce qui est assurément un raccourci), son esthétique ne peut être que cette “esthétique de la terreur” définie par Karl Heinz Bohrer et où la fusion d'intuitionnisme (bergsonien chez Faye) et de décisionnisme (schmittien) fait apparaître la soudaineté, l'événement imprévu et impromptu, —ce que Faye appelait, à la suite d'une certaine école schmittienne, l'Ernstfall— comme une manifestation à la fois vitale et catastrophique, la vie et l'histoire étant un flux ininterrompu de catastrophes, excluant toute quiétude. La lutte permanente réclamée par Lefebvre, la revendication perpétuelle du “différentiel” pour qu'hommes et choses ne demeurent pas figés et “éléatiques”, le temps authentique mais bref de la soudaineté, le chaïros, l'imprévu ou l'insolite revendiqués par les surréalistes et leurs épigones, le choc de l'état d'urgence considéré par Schmitt et Freund comme essentiels, sont autant de concepts ou de visions qui confluent dans cette synthèse fayenne. Ils la rendent inséparable des corpus doctrinaux agités à Paris dans les années 60 et 70 et ne permettent pas de conclure à une sorte de consubstantialité avec le “fascisme” ou l'“extrême-droitisme” fantasmagoriques que l'on a prêtés à sa nouvelle droite, dès le moment où, effrayé par tant d'audaces philosophiques à “gauche”, à “droite” et “ailleurs et partout”, le système a commencé à exiger un retour en arrière, une réduction à un moralisme minimal, tâche infâmante à laquelle se sont attelés des Bernard-Henry Lévy, des Guy Konopnicki, des Luc Ferry et des Alain Renaut, préparant ainsi les platitudes de notre political correctness.
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dimanche, 13 septembre 2009
Garder les traditions ou vivre selon la Tradition?
Garder les traditions ou vivre selon la Tradition ?
L’un des premiers motifs de l’engagement militant aux Identitaires, c’est le refus volontariste de rester les bras croisés devant la « perte » de nos traditions, échos d’une identité lointaine que l’on souhaite défendre à travers l’entretien de ces rites ancestraux. Mais dans une société comme la nôtre, où les mœurs ont plus évolué en 50 ans qu’en 1 000 ans, « garder les traditions » s’apparente plus à un slogan révélateur du dépit des militants devant les grands bouleversements sociaux et culturels engendrés par le Progrès, qu’à une revendication politique sérieuse. En effet, rien de plus négatif qu’un tel slogan, rien de plus rasoir et de plus démotivant qu’une telle revendication. Le verbe « garder » a un sens précis : il est synonyme de conserver. Tel un pêcheur qui tenterait vainement de garder au bout de sa ligne l’énorme poisson emporté par l’irrésistible courant de la rivière. Je m’explique : on ne s’engage pas en politique, d’autant plus dans la mouvance identitaire, pour « sauver les meubles ». « Garder », « conserver », voire même « défendre » dans une certaine mesure, s’apparente à une posture rétrograde et aigrie, c’est un repli en défense plein d’amertume, un retour en arrière. Or, pour nous autres Identitaires, la politique est une aventure, une quête enthousiaste et une entreprise pleine de joie. Nous partons à l’assaut du pouvoir : nous ne nous agenouillons pas devant lui, implorant par nostalgie un sursis supplémentaire pour une fête ou une célébration laissée à l’abandon. Nous ne voulons pas réinstaurer un passé fantasmé (ce qui est de toute manière impossible) mais plutôt puiser dans le passé les éléments positifs utiles à une renaissance sociale, civilisationnelle et politique.
Nous ne nous engageons pas en politique comme le chauffeur de taxi, selon la caricature populaire, se lance dans une diatribe enflammée contre le fait que « tout fout le camp ». Soyons honnêtes : nous ne pouvons ressusciter ce qui est déjà mort. J’entends par là : nous ne pouvons pas vivre comme nos aïeux vivaient il y a deux siècles. Telles ces reproductions médiévales dans lesquelles de nombreux Français trouvent un certain exutoire, loin de leur malaise existentiel, blasés du métro-boulot-dodo. Cela, c’est le « folklore », c’est-à-dire l’exact contraire de l’identité, de la Tradition. Alors que le folklore consiste à danser la gigue autour du feu, habillés comme nos ancêtres et au son d’instruments disparus, vivre selon son identité, c’est tout simplement maintenir vivace, mais sous d’autres formes que celles aujourd’hui disparues, l’esprit qui animait nos ancêtres du temps où l’on dansait encore la gigue.
La Tradition ne se « garde » pas : elle s’entretient. Car la Tradition est avant tout un état d’esprit célébré sous des formes qui peuvent évoluer : la forme est importante mais le sens de la Tradition, c’est-à-dire sa raison d’être, l’est plus encore.
Or aujourd’hui, la plupart des associations s’étant donné pour objectif de « faire vivre » les traditions se limitent à faire du « folklore ». En effet, celles-ci se contentent d’être un musée itinérant d’une identité morte et enterrée. Car quiconque affirme défendre le « folklore » et le « patrimoine » formule en réalité un cruel aveu d’échec. A l’image de ces villages de Provence, vidés de leurs habitants par l’exode rural, colonisés par le tourisme de masse, résidence secondaire pour Parisiens, Britanniques et Hollandais aisés, où l’expression « enfants du pays » ne recouvre plus aucune réalité. Ces villages sont des territoires mis sous cloche (ou emballés sous vide, au choix), destinés à justifier notre statut de « première destination touristique mondiale ». Il y a des commerçants et des pseudo-artisans qui sont là pour faire rêver les touristes sur de « l’authentique » made in China, mais pas d’habitants, et donc pas de vie de village. Cela, c’est le folklore. Un mur de fumée « à l’ancienne » pour berner les touristes. C’est « sympa », « touchant », « naïf », « pittoresque », mais mort.
Ouvrons une parenthèse. La différence entre le folklore et la Tradition a des conséquences pratiques en termes de positionnement sur l’échiquier politique. Alors que l’homme « de droite » standard va draguer les électeurs à grands renforts d’images d’Epinal sur la « France des terroirs » (en tapotant le cul d’une vache devant les caméras par exemple), le militant identitaire va, lui, identifier les causes de la désertification rurale (la ruralité est le dernier refuge des traditions populaires, d’où l’intérêt de la préserver) et tenter d’y remédier via des mesures sérieuses : relocalisation de l’économie, lutte contre l’urbanisation et la spéculation immobilière, subventionnement de l’agriculture biologique, enseignement de la culture et de la langue régionale dès l’école primaire, etc.
Ainsi, une politique identitaire ne vise pas à manger du saucisson au Salon annuel de l’Agriculture, bref à être le « type sympa », mais à lutter en profondeur contre ce qui tue nos traditions depuis la racine. Refermons la parenthèse.
Les Identitaires ne s’accrochent pas désespérément à ce qui a disparu. Respectueux des rites ancestraux qui régissent une tradition millénaire, nous tenons plus encore à en respecter leur sens profond. Nous n’oublions pas qu’une tradition est la fille de circonstances sociales et culturelles, ou politiques, d’une époque donnée dans un lieu donné.
Par exemple, la bénédiction des calissons à Aix-en-Provence : chaque année, autour du 6 et 7 septembre, une messe est donnée, suivie d’une procession d’associations « folkloriques », en costume d’époque, avant de participer à la distribution populaire de calissons. Cette fête, appelée aussi « renouvellement du vœu Martelly », trouve son origine dans l’épidémie de peste qui toucha la capitale des comtes de Provence au début du 18ème siècle. L’élite politico-administrative et économique de la cité fuya, laissant derrière elle une population affamée. Seuls demeuraient l’évêque et l’assesseur (gouverneur de la ville pour le compte du roi) qui avaient organisé la bénédiction d’un grand nombre de calissons destinés à nourrir partiellement les Aixois. Martelly fait alors le vœu, en mémoire de ce drame, de faire bénir chaque année des calissons pour les distribuer aux Aixois. A l’origine, la « bénédiction des calissons » n’a donc rien de festif : elle répondait à une véritable catastrophe sanitaire et alimentaire, probablement la plus grave qu’ait connue Aix depuis sa fondation par les Romains. Aujourd’hui, combien d’Aixois connaissent le sens social et religieux de cette tradition ? De la même manière, combien d’Aixois savent que la plupart des saintes vierges qui ornent l’angle des immeubles de leur cité ont été installées à la même époque pour permettre à leurs ancêtres de prier pour la fin de l’épidémie et la guérison des blessés, depuis chez eux, afin d’éviter la contamination ? Pour un identitaire, ce qui importe par-dessus tout, ce n’est pas de défiler dans des costumes colorés pour provoquer les crépitements de flash des appareils photos tenus par les hordes de touristes japonais, mais plutôt de continuer à célébrer les valeurs humaines qui inspirent toute tradition.
Quand chaque année, des militants identitaires se retrouvent autour d’un « Noël provençal » (repas traditionnel), peu importe qu’il manque une nappe sur la table (trois selon le rite), que l’omelette aux truffes soit en réalité composée d’une autre spécificité de champignons ou que la traditionnelle morue ait cédé sa place à un poisson meilleur marché : une célébration ancestrale ne doit pas être une lubie de bourgeois aisés mais un moment de convivialité populaire. Si, pour faire perdurer un certain esprit, il est nécessaire (pour des raisons financières souvent), de déroger à quelques points précis de la règle, alors soit, il en sera ainsi, l’essentiel est de respecter l’âme d’une fête : pas de reproduire bêtement les gestes de nos aïeux par obsession mimétique. Pour nous, l’identité, ce « n’est pas ce qui ne change jamais, mais ce qui nous permet de rester nous-mêmes en changeant tout le temps » (Alain de Benoist).
Nous ne « gardons » pas les traditions, nous vivons selon la Tradition, tous les jours et en tout lieu : c’est-à-dire selon notre identité trente fois millénaire, malgré les évolutions et les révolutions. Fidèles au sens initial des traditions et à l’état d’esprit qui a présidé à leur naissance, soucieux de l’intégrité des rites qui servent de médium entre l’esprit d’antan et le peuple d’aujourd’hui, nous veillons toutefois à ne pas laisser la lettre primer sur l’esprit (selon la leçon des évangiles à propos des Pharisiens). La Tradition, c’est l’identité : passée, présente et future.
Julien LANGELLA
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samedi, 12 septembre 2009
Knut Hamsun, l'ultimo pagano
Knut Hamsun, l’ultimo pagano
Marino Freschi / http://www.centrostudilaruna.it/
E’ escluso che i giovani no global lo celebreranno, eppure se si dovessero rintracciare i precursori del nuovo movimento, tanto corteggiato dai vari leader della sinistra, da Cofferati a Bertinotti, affiorirebbero nomi impresentabili e tra questi vengono in mente subito Nietzsche, Hesse e Hamsun. Stranamente quest’anno ricorrono due anniversari: 40 anni della morte di Hesse, ricordati assai in sordina dai vari Goethe-Institute (rammento, invece, i due grandi convegni del 1992 promossi dai “Goethe” a Roma e a Milano, ma allora la politica culturale tedesca era in altre mani). Ma se qualche mostra e concerto per Hesse ci sarà, su Hamsun, di cui ricorre il 50° anniversario della scomparsa, cala ancora un ostinato, anacronistico silenzio, interrotto solo dal consueto coraggio culturale della casa editrice Adelphi, che ha appena ristampato Pan (pagine 190, € 13,43), il capolavoro dello scrittore norvegese, nato nel 1859 e morto il 19 febbrario 1952 nel completo isolamento a Nørholm, dopo tre anni d’internamento, dal ’45 al ’48, in un manicomio per la sua adesione al nazismo e il suo appoggio al governo collaborazionista di Quisling, e dopo un continuato ostracismo, che lo scrittore seppe squarciare con uno dei più amari e tremendi libri Per i sentieri dove cresce l’erba.
Tutti sanno del suo attaccamento caparbio alla terra, a quel suo piccolo universo tra il fjord e il marken, la terra arabile, ma questo radicamento proviene, paradossalmente, da una conoscenza per quel tempo approfondita e vasta del mondo. Hamsun, ovvero Knut Pedersen come ancora si chiamava, era di umili origini, aveva fatto tutti i mestieri e per anni, in due riprese, era emigrato in America, insieme a tanti altri suoi ‘paesani’ alla ricerca di una improbabile fortuna, che invece incontrò in patria per la sua ostinata volontà di scrivere. Da giovane conobbe la vita randagia e se ne tornò in Norvegia, tra i boschi, con un risoluto piglio di rivolta e di anarchico rifiuto di quella modernità, sostanziata dallo sfruttamento e dalla bruttezza. Si ribellava, come Nietzsche e come Jack London (cui assomiglia anche per analoghi percorsi esistenziali) al mondo moderno, alla società capitalista, ma anche alla democrazia che omologava tutti, al socialismo massificante. E condannava e denunciava la minaccia che pesava sulla natura insidiata dai selvaggi processi dell’industrializzazione, allora (come in gran parte ancora oggi) incontrollati e distruttivi. Imbevuto di filosofia nietzschiana, affascinato dalla scrittura demonica di Dostoieewskij, nordicamente pessimista e insieme realista, senza illusioni sulle ideologie progressiste, Hamsun trova rapidamente, con Fame nel 1890, la sua originalità narrativa, incontra la sua lingua, il suo universo, cui rimase fedele, cocciutamente, nella raffigurazione epica dei suoi racconti, pervasi da brezze suggestive di animosità (più che di intellettualità) anarchica, antiborghese, reazionaria e insieme romantica, poeticissima.
Lavorava racconto dopo racconto, dramma dopo dramma, alla grande figura del vagabondo, libero e maledetto, senza meta, senza dimora, senza amore eppure col cuore gonfio di un caldo, estatico sentimento della natura. I successi si susseguono gli anni Novanta sono prodigiosamente creativi; Pan è del 1892-94; mette in cantiere due trilogie, lavora con un impeto straordinario anche a drammi, seguendo la grande lezione di Ibsen. In breve viene riconosciuto come il principale scrittore del Nord; Thomas Mann ne parla come del “più grande vivente”
e nel 1920 gli viene conferito il Premio Nobel. Ma l’orizzonte comincerà ad oscurarsi rapidamente con la sua inclinazione per il movimento hitleriano, che gli alienò numerose simpatie nel campo intellettuale.
Ma lui procede tenace nella sua ricerca con le sue scomode convinzioni. In Hamsun affiora un cosmo complesso, fosco persino tetro, disperato, ma anche robusto, tenace e irrefutabile nella sua coerenza e nella sua intima, seducente durezza. E’, il suo, un universo privo di orpelli, di facili lusinghe, di scorciatoie false, di accomodamenti e compromessi. Più che nazista, la sua fede è radicata in una sorta di mistica unione con la natura, vissuta paganamente, misteriosamente e insieme con l’ansia di chi sa, di chi prevede la prossima fine di un’epoca. Il suo credo è quello neopagano, destinato a frantumarsi non perché contraddetto o superato, ma perché è stato semplicemente ‘dimenticato’, derubricato; i vincitori non si sono nemmeno presa la briga di contrastare quel pensiero, di confutare quelle bizzarre tesi. Con lui avviene ciò che era successo con gli ultimi fedeli della religione pagana: gli dei sono morti, Pan è morto e ciò è ancora più atroce e definitivo di una contestazione, di una polemica. La divina, immensa natura madre del nord viene cancellata con le risate e le chiacchiere intorno al televisore, il nuovo idolo, il grande comunicatore. Non sembra possibile che sia esistita – ed era ancora ieri – un’epoca in cui l’uomo sapeva tacere, sapeva ascoltare la crescita dei fili d’erba.
Oggi in Italia Hamsun viene ricordato da un solitario foglio indipendente, “Margini” delle Edizioni Ar. Anche all’interno della comunità letteraria la sua lezione sembra esaurita, affondata da tutti i minimalisti globali. Ma forse non è proprio così: Peter Handke continua, come prova il suo recentissimo romanzo, la sua rivisitazione in un universo sempre più desolato e sempre meno cittadino e globale. E torna in mente uno strano giudizio di Benjamin sui personaggi di Hamsun. Nel 1929 il critico berlinese affermava che lo scrittore norvegese era “un maestro nell’arte di creare il personaggio dell’eroe sventato, buono a nulla, perdigiorno e malandato”. Ma questa strana resurrezione dell’eroe nella letteratura così antieroica del Novecento costituisce un fiume carsico che non si è mai interrotto che esplode in superficie improvvisamente con Ernst Jünger, con André Malraux o con Manes Sperber, avventurieri e scrittori di destra e di sinistra, in realtà sovranamente anarchici. Le nostre patrie lettere hanno D’Annunzio e non è poco, forse persino troppo per una letteratura che vive sempre più marginale e marginalizzata ai confini dell’impero, anche se talvolta – e lo dimostra proprio Hamsun all’estremità del mondo abitato – è proprio nelle lande più remote, in quelle meno protagoniste del grande show mediatico, che si avvertono gli scricchiolii e le nuove tendenze: penso al recente Il terzo ufficiale ( pagine 316,€15), il romanzo ‘eroico’ di Giuseppe Conte, appena uscito da Longanesi.
Neopaganesimo, contatto con la natura, eroe, sono i temi dell’epica di Hamsun e questi racconti tramano l’eterna vicenda degli archetipi. Si può leggere la narrativa di Hamsun come una grandiosa rappresentazione sacra e insieme nudamente priva di dei, intesi quali comode speranze e arrendevoli comandamenti. Nella sua pagina affiorano, silenziosi, ostinatamente muti, gli antichi dei del Nord, i numi norreni delle saghe arcaiche, quando l’uomo vichingo si lanciava, incosciente del pericolo, su tutti i mari del mondo e la sua civiltà brillava da costa a costa, dalla Sicilia alla Normandia, dal Volga alle sponde ignote del Nuovo Mondo. E’ quel DNA che viene trasmesso dalle trilogie di Hamsun, come quella potente, intramontabile dei “Vagabondi”, intagliati nel legno duro degli outsider anarchici e dei ribelli.
L’autore intuisce nella natura la nostalgia segreta dell’anima moderna. L’uomo contemporaneo, gettato nelle metropoli di asfalto e cemento, nasconde un sogno struggente: il bosco e il mare. In tanti libri, da Fame a Pan, da La nuova terra del 1893 a Victoria del 1898 a Hamsun rincorre questo tema come il leitmotiv, che pervade la sua opera, continuamente diversa e costantemente fedele fino a una straordinaria monotonia, monomania, che ossessivamente cattura il lettore, riplasmandone l’immaginazione e la sua capacità di ricezione sia letteraria che esistenziale.
Ma il suo libro più stupefacente è Per i sentieri dove cresce l’erba del 1948, la sua ultima fatica letteraria, pubblicata a novant’anni. E’ uno scritto autobiografico, un diario stupendo e atroce, dettato dalla disperazione e da un’umiliazione tremenda. Come Ezra Pound e Céline, Hamsun fu uno dei rari intellettuali di fama mondiale ad aderire al fascismo, ad oltrepassare la frontiera, a volgere le spalle al proprio paese. Non si accorse, il grande vecchio, che il nazismo era l’estrema propaggine di quella degenerazione globalizzante che era il totalitarismo, e insieme una impotente e straziante negazione della modernità, da cui era pure completamente compenetrato. Per tutta la vita legato ai suoi dei segreti, come ricorda un altro suo libro bellissimo Misteri del 1892, ostinato e caparbio, aperto al richiamo della foresta simile a London, a D.H. Lawrence e a Hesse, anche Hamsun comprese con la sua narrativa, potentemente allucinata, visionaria, che l’uomo non può rinunciare alla natura se vuole sopravvivere. Solo che i sentieri dove cresce l’erba l’avrebbero dovuto condurre a una diversa coscienza, lontana dalla politica. Tuttavia il suo messaggio, ruvido e lirico, è ancora nella memoria antica dell’Occidente, in quel mondo senza età in cui Odino ascolta ancora gli incantesimi delle valchirie. Ecco la magia evocatoria di Hamsun.
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Tratto da Il Giornale del 18 febbraio 2002.
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CD - Ludwig Klages: Das Problem des Menschen
CD - Ludwig Klages: Das Problem des Menschen
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Bestellungen: http://www.bublies-verlag.de/ Ludwig Klages 1. Das Problem des Menschen (1952) 15:35 2. Grundlagen der Charakterkunde (1949) 28:37
Der Lebensphilosoph Ludwig Klages (1872-1956) gehört zu den leidenschaftlichsten und zugleich umstrittensten deutschen Denkern des 20. Jahrhunderts. Als philosophische Prophetenfigur, als konservativer Revolutionär, als radikaler Vordenker der ökologischen Bewegung, aber auch als innovativer Psychologe, welcher der Charakterologie und Ausdruckskunde, insbesondere der anrüchigen Graphologie, wissenschaftliche Geltung verschaffte, hat Klages jenseits des akademischen Mainstream ein Werk von beeindruckender Vielfalt und Spannweite hinterlassen. Dieses kulminiert in dem epochalen Opus magnum "Der Geist als Widersacher der Seele". Stimmen der Kritik: "Welch schneidende, harte, barsche, kalte und trotzdem nicht dialektfreie Stimme... Gratulation zu dieser Produktion!" (Ulrich Holbein) "Die Stimme ist die Überraschung. Gestehen wir es nur, daß sie zunächst fatal an die Lehrer aus der "Feuerzangenbowle" erinnert, mit einem wahrhaft unerhörten, elementarisch gerollten "r", mit einer liebenswürdigen Unkenntnis der englischen Aussprache - Klages, 1872 geboren, kam aus einer Welt, in der das Englische noch nicht selbstverständliche Weltsprache war -, und so vernehmen wir denn die Lehre vom Gegensatz zwischen "bösiness" und Seele. Man kann diese Stimme aber auch ganz anders hören: Dann wirkt sie als Zeichen einer großen inneren Sammlung des Denkers. Sie ist eigentümlich artikuliert, melodisch und dabei ganz offensichtlich das Ergebnis eines bewußten Stilwillens. Es handelt sich hier um zwei Radiovorträge: Zusammen geben sie einen guten Einblick in die Grundideen von Klages und die Ergebnisse seiner Forschungen. Diese gingen vom "Ausdruck" aus, um einer Psychologie Paroli bieten zu können, die sich, um 1900, als Klages seine Theorie zu entwerfen begann, immer stärker an den naturwissenschaftlichen Methoden orientieren wollte. Aber auch zur älteren Physiognomik Lavaters wollte Klages nicht einfach zurückkehren. Die Erforschung des Ausdrucks sollte sich weniger auf feststehende Merkmale richten und dafür ein dynamisches Moment gewinnen, indem sie dem Rhythmus der Ausdrucksbewegungen folgte. Hier war vor allem Charles Darwin sein Vorläufer, der den Ausdruck der Gemütsbewegungen beim Tier und beim Menschen als Forschungsthema entdeckt hatte. Für solche vorbewußten, aus dem vitalen Kern stammenden Ausdrucksgestalten muß Klages ein großartiges Sensorium gehabt haben; man hat den Beweis dafür in der vielfältigen Rezeption, die er gefunden hat, und bei der das überraschende Zeugnis jenes von Sergej Eisenstein darstellt, der sich in seiner Regiearbeit immer wieder, nicht unkritisch, mit Klages' Ausdruckskunde beschäftigte. Und natürlich wäre die gesamte neuere Graphologie undenkbar ohne die Begriffe, die Klages zur Deutung der Handschrift beisteuerte. Diese waren aber keine Zufallsfunde. Hinter ihnen stand begründend eine zivilisationskritische Metaphysik, ja eine heidnische Anschauung vom Wesen des Menschen, deren Formulierung sein Lebenswerk darstellte. Klages unterschied zwischen dem Bewußtsein, dem Geist und dem Willen einerseits und der Spontaneität des Lebens auf der anderen Seite. Wenn Nietzsche in der "priesterlichen Moral" das Grundproblem entdeckt hatte, so verschärfte Klages diesen Gedanken zu einer Schuldgeschichte des Christentums, der alle zerstörerischen Wirkungen der technischen Welt aufgebürdet wurden. In der konzentriertesten, abgeklärtesten Version kann man diese Gedanken nun von ihm selbst hören." (Lorenz Jäger, Frankfurter Allgemeine Zeitung) |
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La contribution à Il Regime Fascista de Friedrich Everling
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1991
Robert Steuckers:
La contribution à Il Regime Fascista de Friedrich Everling
Ecrivain et théoricien monarchiste, Friedrich Everling, né en 1891 à Sankt-Goar et décédé en 1958 à Menton, est le fils du théologien protestant et homme politique Otto Everling. Juriste de formation, il embrasse d'abord la carrière diplomatique; mais fidèle à ses convictions monarchistes, il refuse de prêter serment à la République de Weimar et devient avocat. De 1924 à 1933, il est député deutschnationaler au Reichstag et y défend les thèses légitimistes les plus tranchées. A la même époque, il édite la revue Konservative Monatsschrift.
En 1933, sa carrière de député prend fin et il est nommé Conseiller supérieur au tribunal administratif de Berlin. Son œuvre comprend une définition de l'idéologie conservatrice, une prise de position dans la querelle des drapeaux (or-rouge-noir ou noir-blanc-rouge?), une défense du principe monarchique, des études sur les états (Stände) dans l'Etat post-républicain, la structuration organique du «Troisième Reich» (non entendu, au départ, dans le sens national-socialiste, bien qu'Everling fera son aggiornamento) qui prendra le relais du Second Reich défunt, etc.
La signature de Friedrich Everling apparaît le 18 avril 1934 dans Il regime fascista. Son article, intitulé «I Capi» (= Les Chefs), part d'une réflexion de Heinrich von Treitschke sur les personnalités fortes qui font l'histoire: «Ce sont les personnalités et les hommes qui font l'histoire, des hommes comme Luther, comme Frédéric le Grand et Bismarck. Cette grande vérité héroïque restera toujours vraie. Comment se fait-il que de tels hommes apparaissent, chacun dans la forme adaptée à son temps, voilà qui, pour nous mortels, demeurera toujours une énigme». Rappelant que cette phrase avait été écrite de la propre main de Mussolini sur un portrait du Duce offert à l'un de ses amis, Everling cherche à démontrer que ce ne sont pas les masses qui font l'histoire et forment les Etats, mais que l'idéal du Chef domine l'histoire. Se référant ensuite à Gustave Le Bon, auteur de La psychologie des foules, Everling rappelle que ces hommes qui font l'histoire sont des hommes de forte foi et de «long vouloir». Les Chefs ont pour moyens d'action l'affirmation, la répétition (l'unique mode rhétorique sérieux d'après Napoléon) et la volonté ou la capacité de transmettre quelque chose, une suggestion par exemple. A la base du pouvoir exercé par les Chefs, poursuit Everling dans son article d'Il Regime fascista, toujours en se référant à Le Bon, se trouve le prestige, mode de domination naturel qui paralyse les facultés critiques d'autrui, stupéfie, suscite le respect. Everling prouve ensuite qu'il est lecteur d'Evola, en citant cette phrase d'Imperialismo pagano, qui définit le Chef: «[Il est d'] une nature qui s'impose non par la violence, non par l'avidité ou par l'habilité à conduire des esclaves, mais en vertu du caractère irrésistible des formes qui transcendent la vie». Evoquant les études de Max Weber sur les figures charismatiques de la politique, Everling rejoint la critique du grand sociologue allemand qui parlait des «chefs par profession mais sans vocation»; Everling, lui, dit préférer parler des «chefs à salaire». En conclusion à cet article consacré à la nature et aux vertus du Chef, Everling écrit: «L'idéal du Chef ne peut être véritablement compris que par ceux qui, dans une certaine mesure, le portent déjà en eux. Reconnaître un tel idéal, pour un peuple, signifie un progrès pour le peuple entier. A la suite des nations qui marchent déjà dans ce sens —l'Allemagne et l'Italie— les autres embrayeront le pas».
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vendredi, 11 septembre 2009
La contribution à Il Regime Fascista de Wilhelm Stapel
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1991
Robert Steuckers:
La contribution à Il Regime Fascista de Wilhelm Stapel
Wilhelm Stapel (1882-1954) est l'une des figures-clé de la Révolution Conservatrice allemande. Fils d'un horloger, assistant de librairie, Stapel termine en 1910/11 des études d'histoire de l'art. En 1911, il collabore au journal libéral de gauche Der Beobachter (Stuttgart). En 1911, il adhère au Dürerbund (Association Dürer). De 1912 à 1916, il est rédacteur à la revue Kunstwart. En 1919, il fonde la revue Deutsches Volkstum qu'il dirigera jusqu'en 1938. Pour Armin Mohler (in Die konservative Revolution in Deutschland 1918-1932, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 3ième éd., 1989, pp. 410-411), Stapel est «un mélange curieux de systématiste et de polémiste; sa plume était l'une des plus craintes de la droite». Ses rapports avec les autorités du IIIième Reich ont été tendus. En 1938, il est mis au ban de l'univers journalistique; sa revue Deutsches Volkstum cesse de paraître. L'objectif de Stapel était de donner une ancrage théologique au conservatisme allemand. En témoigne son ouvrage principal: Der christliche Staatsmann. Eine Theologie des Nationalismus (Hanseatische Verlagsanstalt, Hambourg, 1932). Après la disparition de Deutsches Volkstum, Stapel, contraint et forcé, a dû adopter un profil bas et faire toutes les concessions d'usage à la langue de bois nationale-socialiste. Malgré cela, son ouvrage principal, après 1938, Die drei Stände. Versuch einer Morphologie des deutschen Volkes (Hanseatische Verlagsanstalt, Hambourg, 1941), fait montre d'une originalité profonde. Comme l'indique le titre, Stapel tente de dresser une typologie du peuple allemand, distinguant trois strates majeures: les paysans, les bourgeois et les ouvriers.
La contribution de Wilhelm Stapel à Il Regime fascista, intitulée «Nazione, Spirito, Impero» (16 mars 1934), est composée, presque dans sa totalité, d'extraits de Der christliche Staatsmann. Ce qui laisse à penser que c'est Evola lui-même qui a choisi, peut-être sans autorisation, des extraits du livre et les a juxtaposés dans un ordre cohérent.
Ce qui intéressait Evola dans la théologie conservatrice de Stapel (baptisée «théologie du nationalisme» pour cadrer avec les circonstances), c'était sa condamnation du nationalisme bourgeois, de facture jacobine, étayé de références naturalistes. Ce qui ne signifie pas que Stapel rejette toutes les doctrines qui se donnent l'étiquette de «nationaliste». Dans son article d'Il regime fascista, Stapel admet l'existence des nationalités (nous dirions aujourd'hui des «ethnies»), dans la ligne de Herder et du jeune Goethe. Il admet également la distinction, opérée par Fichte, entre «peuples originaires» (les Germains et les Slaves), non mélangés, et «peuples mélangés», dont l'existentialité est un produit récent, impur, mal stabilisé (les peuples latins). Pour Stapel, Fichte, en soulignant ce caractère «originaire», respecte la création de Dieu, qui a créé les uns et les autres de façon telle et non autre, et introduit un motif conservateur, c'est-à-dire métaphysique, dans le nationalisme, le rendant de la sorte acceptable. En clair, cela signifie que les nationalismes slaves et germaniques, à base ethnique, sont acceptables, tandis que les autres, qui sont l'œuvre des hommes et non de Dieu, sont inacceptables. Le nationalisme allemand, tel qu'il procède de Fichte, «demeure étranger à la sécularisation vulgaire advenue dans le sillage du naturalisme et du rationalisme; ainsi, au lieu d'être la phase crépusculaire d'un cycle de pensée, ce nationalisme peut apparaître comme le principe d'une pensée nouvelle» («Nazione, Spirito, Impero», art. cit.).
L'homme étant incapable de connaître tous les paramètres de l'univers, il doit s'orienter dans le monde par l'intermédiaire de «formes figurées». Le monde de l'inconnu, de l'incommensurable, est voisin du nôtre; le Chrétien, écrit Stapel, le désigne du terme de «Règne de Dieu»; ce règne est un ordre qui domine le monde: Dieu en est le Seigneur. Etre chrétien, dans cette théologie de Stapel, procède d'une «prise de position métaphysique», comme d'ailleurs toute acceptation ou toute récusation. Opter pour Dieu, c'est évidemment accomplir un acte métaphysique, qui revient à dire: «je veux appartenir à ce Règne». «Et qu'est-ce que cela veut dire? Cela signifie que l'homme se subordonne au Seigneur des Troupes célestes. Il entre comme un combattant dans une armée métaphysique (...) [Dans ce choix], l'élément "humain" ne varie pas mais dans la substance, s'opère une mutation. Celui qui a juré par le Dieu des Chrétiens, doit Lui être obéissant. Il doit faire peu de cas de sa propre vie humaine et de sa propre personnalité. Il doit obéir à Dieu et diriger, risquer, sa vie pour son honneur. Et cela ne signifie pas fidélité dans la joie d'accèder à la "sainteté", qui peut déjà être momentanément goûtée, mais signifie plutôt obéissance et solidarité guerrière. Tout ce que Dieu, en tant que Seigneur, ordonne, il faut le faire. Cela transcende toute philosophie, toute convulsion sentimentale impure du «converti», toute préoccupation d'évolutionnisme moralisant. Le savoir phraseur, le zèle moraliste, le sentimentalisme imbu de soi, tout cela est duperie à l'égard de soi-même. Décide-toi et laisse le reste à Dieu» («Nazione, Spirito, Impero», art. cit.).
Cette théorisation radicale de l'engagement métaphysique pour le Règne de Dieu a séduit Evola, comme l'ont fasciné, sur le plan pratique, les mouvements du Roumain Codreanu, la Légion de l'Archange Michel et la Garde de Fer. La notion de «Milice de Dieu», également présente dans la Chevalerie médiévale et dans l'idée de Djihad en Islam, sont des éléments actifs et significatifs de la «Tradition Primordiale», selon Evola. Cette adhésion, cette milice, va toutefois au-delà des formes. De tradition luthérienne et prussienne, Stapel rejette le culte catholique des institutions et du formalisme; pour lui, la décision du sujet de devenir «milicien de Dieu», de Le servir dans l'obéissance, vient toute entière de l'intériorité; elle n'est en aucun cas une injonction dictée par un Etat ou un parti. Il est intéressant de noter que cette théologie de l'engagement total, qui séduit le traditionaliste Evola, vient en droite ligne d'une interprétation des écrits de Luther. Donc du protestantisme dans sa forme la plus pure et non d'un protestantisme de mouture anglo-saxonne, où l'éthique du service et de l'Etat est absente. Ceux qui, dans les pays latins, croient trouver en Evola une sorte de religiosité qui remplacerait leur catholicisme, ou qui ajoutent à leur catholicisme, caricatural ou ébranlé, des oripeaux évoliens, ne comprennent pas toute la pensée de leur maître: le protestantisme luthérien a sa place chez Evola. Le culte des institutions formelles est explicitement rejeté chez Stapel: «Il n'existe ni Etats chrétiens ni partis chrétiens. Mais il existe des Chrétiens. [Les Chrétiens peuvent être citoyens ou membres de partis]. Ce qui les distingue des autres, n'est pas perceptible en tant que sagesse ou moralité ou douceur, etc., particulières mais réside dans l'imperceptible, dans la substance. Ils ont juré fidélité à leur Dieu. Ils sont sous les ordres du Seigneur des Troupes célestes. Pour cette raison, ils pensent et agissent dans un espace plus grand que les autres hommes. Pour eux, il n'existe pas seulement ce monde, mais un autre monde derrière celui-ci. Ils n'agissent pas seulement sur la terre mais toujours à la fois "dans le ciel et sur la terre". C'est pourquoi leurs décisions sont toujours déterminées autrement que les décisions des autres. Ils peuvent s'engager plus à fond, au-delà de tout ce qui est terrestre, également au-delà des moralités de ce monde, dans le sens où ils font ce que Dieu leur a donné mission de faire. Le Chrétien est mandaté par les faits de sa nature propre [Geschaffenheit, dans le texte original; littéralement, cela signifie sa «créaturité»; Evola, ou le traducteur d'Il Regime fascista, traduit parnatura propria] et de sa vocation. S'il a été créé Allemand, alors il devra mettre toutes ses énergies au service de sa germanité et de son Reich allemand. S'il a été créé Anglais, alors il devra mettre ses énergies au service de son peuple et de son Etat. Comme tout cela peut-il se concilier? Il faut qu'il laisse à Dieu le soin d'y veiller».
Quant au rôle de Luther, Stapel l'a définit dans un article de Deutsches Volkstum (1933, p. 181; «Das Reich. Ein Schlußwort»): «Quand l'Eglise est devenue inféconde et quand Dieu est entré en colère en s'apercevant de l'absence de sérieux de ses serviteurs, il a fait s'éveiller parmi les Allemands, peuple sérieux, un combattant et un prophète: Martin Luther. C'est ainsi que le Pneuma et l'Eglise ont été mis entre les mains des Allemands. A partir de ce moment, le Reich et l'Eglise, comme jadis chez les Romains, se retrouvaient entre les mains d'un seul peuple. Le Reich s'étendait alors sur tout le globe: dans le Reich de Charles-Quint, le soleil ne se couchait jamais. Mais chez Charles-Quint, le sang allemand de Maximilien s'était estompé et l'esprit allemand s'était éteint. L'Empereur n'est pas resté fidèle au peuple de son père. A l'heure où sonnait le destin du monde, il a failli. Au lieu de protéger et de laisser se développer l'Eglise de l'esprit, au lieu d'ordonner le monde selon les principes du Reich, il s'est enlisé dans des querelles d'intérêts. C'est ainsi qu'il a perdu et sa couronne et le Reich; le dernier véritable empereur s'est retiré, fatigué, dans un monastère, après avoir abandonné sa fonction. Ce n'est pas la Réforme qui est la cause de l'interrègne, mais l'infidélité et la négligence de Charles-Quint. Il n'a pas reconnu la véritable Eglise et a oublié [ce que signifiait] le Reich». Plusieurs analystes de la «Révolution Conservatrice» allemande, comme Martin Greiffenhagen (Das Dilemma des Konservatismus in Deutschland, R. Piper Verlag, München, 1977), Kurt Sontheimer (Antidemokratisches Denken in der Weimarer Republik, DTV, 3ième éd., 1978) ou Klaus Breuning (Die Vision des Reiches. Deutscher Katholizismus zwischen Demokratie und Diktatur. 1929-1934, Hueber, München, 1969) ont mis en exergue l'importance capitale de l'œuvre et des articles polémiques de Stapel. Greiffenhagen, par exemple, montre qu'il n'y a aucune propension au «novisme» (à l'innovation pour l'innovation) chez Stapel, contrairement à tout ce qui est affirmé péremptoirement par le filon philosophique moderne; ce que les militants, ou les «miliciens de Dieu», doivent créer, parce que les circonstances l'exigent, n'est pas quelque chose de radicalement neuf, mais, au contraire, quelque chose d'original, de primordial, qu'il faut raviver, faire ré-advenir. Pour Stapel, c'est la notion de Reich qu'il faut rappeler à la vie. Dans Der christliche Staatsmann. Eine Theologie des Nationalismus, il écrit (p. 7-8): «Le Reich n'est pas un rêve, un désir; ce n'est pas une fuite dans une quelconque illusion, mais c'est une réalité politique archétypale (uralt) de nature métaphysique, à laquelle nous sommes devenus infidèles [...]. Lorsqu'Israël s'est détourné de Yahvé, Dieu a puni Israël, comme nous pouvons le lire dans l'Ancien Testament. Et lorsque nous nous détournons du Reich, Dieu nous punit, comme nous le montre l'histoire allemande. C'est cela le Testament Allemand».
Stapel et Evola se réfèrent donc tous deux à un archétype métaphysique, transcendant toute forme de «sécularité», et visent, comme l'écrit Stapel (Der christliche Staatsmann, op. cit., p. 6), à forger un «front antiséculier». Front anti-séculier qui sera également porté par un anti-intellectualisme conséquent et radical: «La croissance de l'intellect s'est effectuée au détriment de la substance humaine, prise dans sa totalité. Le sentiment est devenu plus prosaïque et incolore (nüchtern); l'imagination terne et schématique; la passion a perdu son élan; l'instinct s'est amenuisé, n'est plus sûr de lui; la faculté de pressentir s'étiole. Mais, l'intellect croît et cherche, par le calcul, par la réflexion, par l'ébauche de belles idées, etc., à remplacer la source vive des sentiments, la fantaisie, l'instinct et le pressentiment. Tandis que l'homme croît et se développe toujours davantage dans l'orbite de l'intellect, les racines de son existentialité s'assèchent. A la place de réactions immédiates, inconscientes —qui sont bonnes quand la substance est bonne, mauvaises quand la substance est mauvaise— survient une éthique du cerveau» (Der Christliche Staatsmann, op. cit., p. 195).
Comme chez Evola, Rohan et Everling, nous trouvons, chez Stapel, une définition du chef, en tant qu'homme d'Etat: «Le véritable homme d'Etat unit en lui la "paternalité" (Väterlichkeit), l'esprit guerrier et le charisme. Paternellement, il règne sur le peuple qui lui a été confié. Lorsque son peuple croît en nombre, il lui fournit de l'espace pour vivre, en rassemblant ses forces guerrières. Dieu le bénit, lui donne bonheur et gloire, si bien que le peuple l'honore et lui fait confiance. L'homme d'Etat pèse et soupèse la guerre et la paix tout en conversant avec Dieu. Ses réflexions humaines deviennent prières, deviennent décisions. Sa décision n'est pas le produit d'un calcul, d'une soustraction, effectué(e) dans son entendement mais reflète la plénitude totale des forces historiques. Ses victoires et ses défaites ne sont pas des hasards dus à des facteurs humains, mais des dispositions de la Providence. Le véritable homme d'Etat est à la fois souverain, guerrier et prêtre» (Der christliche..., op. cit., p. 190). Si Evola manie l'opposition tellurique/ouranien ou matrilinéaire/patrilinéaire, Stapel, penseur luthérien et prussien, nomme «Romains», ceux qui ont, dans l'histoire, le sens de l'Etat, sont imperméables à toute forme de libéralisme, en dépit des formes républicaines ou impériales qu'ils peuvent défendre. Les négateurs de l'idée d'Etat sont, pour Stapel, les misérables «Graeculi», qui ne pensent ni n'agissent jamais de manière politique et ne réagissent que sous la dictée et l'emprise d'affects privés. Pour Stapel, la dichotomie directrice distingue donc les «Romains» des «Graeculi». Le parallèle avec Steding, qui opposait les défenseurs du Reich aux «neutres», est évident.
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jeudi, 10 septembre 2009
Snapshots of the Continent Entre Deux Guerres: Keyserling's Europe (1928) and Spengler's Hour of Decision (1934)
Snapshots Of The Continent Entre Deux Guerres:
Keyserling’s Europe (1928)
And
Spengler’s Hour Of Decision (1934)
Swiftly on beginning my graduate-student career in 1984 I observed that people calling themselves intellectuals – the kind of people whom one met in those days as fellows in graduate humanities programs – tended to be obsessed with topicality and immediacy. Some adhered explicitly to one or another ideology of the a-historical, identifying so strongly with a perceived avant-garde or “cutting edge” that yesterday struck them as contemptible, a thing to be denounced so as to make way for the reformation of existence. But the majority were (and I suppose are) conformists looking for cues about what effective poses they might strike or words employ to signify their being “with it.” To be “with it” in a comparative literature program in California in the mid-1980s meant to be conversant with “theory,” and “theory” in turn meant the latest oracular pronouncement by the Francophone philosophe du jour, as issued almost before the writer wrote it by the those beacons of scholastic responsibility, the university presses. First it was Michel Foucault, then Jacques Derrida, and then Jean-Michel Lyotard. As tomorrow swiftly became yesterday, one sensed a panic to keep up with the horizonless succession of “with-it” gurus in fear that one might appear to others, better informed, as clownishly derrière-garde.
Being reactionary by conviction, I decided on an opposite course: to ignore the avant-garde and to read backwards, as it were, into the archive of forgotten and marginal books that no one deemed respectable by the establishment was reading anymore, and sideways into the contemporarily unorthodox. Part of the providential harvest of that eccentric project, which became a habit, is my acquaintance with two quirky tomes that, despite their oddness, seem to me to stand out as notable achievements of the European mind in the decade before World War Two. One is Count Hermann Keyserling’s Europe (1928); the other is Oswald Spengler’s “other book,” The Hour of Decision (1934). Both speak to us, in the God-forsaken present moment, with no small critical alacrity.
I. Spengler has proved a more durable figure than Keyserling, but the reading audience during the early years of the Weimar Republic would have known Keyserling better than Spengler. People talked about Spengler, but they read Keyserling, whose style was the more accessible. Of Baltic Junker descent, Graf Hermann Alexander Keyserling (1880 – 1946) fared badly in the aftermath of the Great War. He lost title to Rayküll, the hereditary Keyserling estate in Junker-dominated Livonia, when the newly independent Estonian Republic, conspicuously failing to reverse erstwhile Bolshevik policy, expropriated (or rather re-expropriated) the fixed holdings of the German-speaking ex-aristocracy. Keyserling found himself stateless, dispossessed, and in search of a career, his sole remaining asset consisting in his education (higher studies at Dorpat, Heidelberg, and Vienna). Marriage to Otto von Bismarck’s granddaughter (1919) returned Keyserling to something like a station while the success of his first book, The Travel Diary of a Philosopher (1922), stabilized his finances. The Travel Diary, immediately translated into a half-dozen languages including English, remains readable, even fascinating. In 1914, before the outbreak of hostilities, Keyserling had undertaken a global circumnavigation, the lesson of which the Diary, a nation-by-nation account of the world at that moment, meditatively records.
The Diary bespeaks a cosmopolitan-liberal attitude, flavored by a pronounced mystical inclination. Europe, or Das Spektrum Europas in the original German, will strike readers by contrast as an apology (highly qualified) both for nationalism and for individualism. Keyserling’s “spectroscopic analyses” of the various European peoples, in their peculiar individualities as well as in their complex relation to one another, advances the argument that, if Europe ever were to forge administrative unity out of its querulous variety, it would only ever do so by granting full rights and legitimacy to the varieties.
Keyserling favors a modest pan-European government, whose chief function would be the mediation of disputes between the otherwise sovereign nation-states, but characteristically he supplies no details. Keyserling’s notion of a pan-European administration differs in its modesty from many being advanced at the time by such as H. G. Wells, whose speculative utopias – as for example in Men Like Gods – uniformly foresee the dissolution of the nation-state, not just into a pan-European arrangement, but, rather, into a World Republic. Of course, Wells assumes that English, not French or Mandarin, will be the singular unifying tongue of that Republic. The elites will educate people so that anything like a national identity disappears completely in the first captive generation. In the concluding chapter of Europe, in a discussion of national “style,” Keyserling insists on the contrast between his own sense of identity and the “international,” or specifically political type of identity, promulgated by the Communists and Socialists. In the case of the specifically political identity, the subject yields his individuality to merge with the ideological construction. Keyserling reacts to this as to a toxin. “When I analyze my own self-consciousness,” Keyserling poses, “what do I find myself to be?”
Keyserling answers: “First and foremost, I am myself; second, an aristocrat; third, a Keyserling; fourth, a Westerner; fifth, a European; sixth, a Balt; seventh, a German; eighth, a Russian; ninth, a Frenchman – yes, a Frenchman, for the years during which France was my teacher influenced my ego deeply.” We note that politics never enters into it. Reading the autobiographical passages of Europe, especially those in the chapter on “The Baltic States,” one gets the impression, incidentally, that belonging to Baltdom ranks as rather more important for Keyserling’s self-assessment than its place in his explicit hierarchy of identities would suggest.
Europe deploys a well-thought-out dialectic of individual and national character, whose subtleties Keyserling presents in his “Introduction.” In the same “Introduction,” the author also sets forth his case for the absolute legitimacy of judging nations and cultures against one another. Keyserling fixes over the whole of Europe an epigraph drawn from Paul to the Romans: “For all have sinned and come short of the glory of God.” His dialectic follows from his conviction of imperfectness both of the basic human nature and of human arrangements for the conduct of political existence.
Keyserling can note, by way of a widely applicable example, that the Latin subject’s sense of his status as “civis Romanus… awoke in him as an individual a profound sense of self-discipline and obligation”; Keyserling can also assert that, “The man who attempts to deduce his own worth from the fact that he is a member of a particular group is thinking askew, and, besides presenting an absurd spectacle, gets himself disliked.” The two statements imply, for Keyserling, no contradiction. In the spirit of Saint Paul, Keyserling indeed hazards the sweeping – and, to some, disturbing – rule that, “in not a single nation is the national element, as such, bound up with anything of worth” because “the gifts of every nation are balanced by complementary defects.” As Keyserling sees things, “the only value in the national spirit is that it may serve as the basic material, as the principle of form, for the individual.” In the ironic consequence, as Keyserling closes out his syllogism, “it is for this very reason that every nation instinctively measures its standing by the number and quality of world-important figures which it has produced.”
Whereas on the one hand in Keyserling’s epigrammatic judgment, “the individual and the unique are more than the nation, be it one’s own or another,” on the other hand “value and mass have absolutely nothing to do with each other.” Apropos of Keyserling’s disdain for the “mass,” he notes that, “Christ preached love of one’s neighbor just because he did not have in mind philanthropy and democracy.”
Invoking Hebrew theology and German music as examples, Keyserling argues that: “A nation can achieve significance for humanity only in certain respects; namely, those wherein its special aptitudes fit it to become the appointed organ for all humanity.” Thus to evoke “abstract considerations of justice” is for Keyserling a “useless” exercise flying in the face of a “cosmic truth.” Given the central role of the individual in Keyserling’s scheme, readers will register little surprise when, in Europe, the author insists that the individual not only possesses the right, but indeed lives under an ethical imperative, to render public judgment on collectivities, with reference to a metaphysical hierarchy of values. “Strength and beauty are higher, in the absolute sense, than weakness and ugliness; superiority is higher, too, in the absolute sense, than inferiority, and the aristocratic is higher than the plebieian.” Europe offers, among other pleasures, Keyserling’s giving himself “free rein” to articulate such judgments in a spirit of “inner liberation,” in which the cultured reader will surely participate, treating everyone with equal severity and irony.
Keyserling admits, “There are some who will have for this book nothing but resentment.” He hopes indeed that “all Pharisees, all Philistines, all nitwits, the bourgeois, the humorless, the thick-witted, will be deeply, thoroughly hurt.” These are words almost more apt – but certainly more apt, supremely apt – for Anno Domine 2009 than for 1928; but one nevertheless presupposes their legitimacy in context. Keyserling reminds his readers in advance that he will have imposed the same criteria in assessing “my own people,” meaning the Balts, as in assessing others.
II. One can only sample the wares, so to speak, in a summary of Europe, keeping in mind Keyserling’s warning that he must necessarily offend the easily offended. Readers will need to explore Europe on their own to discover what Keyserling has to say about Netherlanders, Hungarians, Romanians, Swedes, and Swiss. What follows makes reference only to the chapters on England, France, and Germany. Does the order of the chapters imply even the most modest of hierarchies, with the first chapter taking up the analysis of England? Keyserling must have recognized the importance of his Anglophone audience to his popularity. His treatment of the English, while unsparing in principle, does seem warmed somewhat by fondness. For Keyserling, that odd phenomenon of “Anglomania” (nowadays one would say “Anglophilia”) tells us something, by way of indirection, about its object. “One nation sees itself mirrored in the other, not as it is, but as it would like to be; just as, during the World War, every nation attributed to its enemy the worst features of its own unconscious.”
On England. With characteristic nakedness of statement, Keyserling credits the Anglo-Saxon, not with “intelligence” but rather with “instinct.” According to Keyserling, “the whole [English] nation… has an unconquerable prejudice against thinking, and, above all, against any insistence on intellectual problems.” Being creatures of instinct, Englishmen act with certitude or at least with the appearance of certitude. It is this certitude, translated pragmatically as the habit of taking bold action, which others so admire, even while misunderstanding it, in the Anglo-Saxon spirit. “The Englishman… is an animal-man”; and “at the lowest end of the scale he is the horse-man, with corresponding equine features.” The aversion to ratiocination explains the British Empire, which “simply grew up, with no intention on anybody’s part,” to be governed by the colonial-administrator type, who “rarely thinks of anything but food, drink, sport, and, if he is young, flirtations.”
More than God, whatever his sectarian dispensation, Keyserling’s Englishman worships “the rules of the game.” Thus his “loyalty to one’s land, one’s party, one’s class, one’s prejudices… the first law” so that “the question of absolute value is beside the point.” From these inclinations stem “British empiricism, so despised by the French, which enables the British successfully to anticipate the crises precipitated by the spirit of the times.” Yet if the Englishman were ungifted intellectually, he would be, in Keyserling’s estimate, “all the more gifted psychologically,” with the consequence that the Briton possesses “skill in handling human material [that] is extraordinary.” Nestling at the core of that gift is the principle, which Keyserling classifies as “primitive,” that one should “live and let live.” The English sense of individuality and of rights is likewise primitive, in the positive sense of being a reversion, against the modern tide, to the atheling-egotism of the Beowulf heroes and King Alfred. More than any other European nation, England has preserved medieval customs that might prove healthily anodyne to the deculturation inherent in modernity. Yet Keyserling fears that the English will fail to preserve custom and will plunge into “the Mass Age” more thoroughly than other nations, just as the offshoot American nation, in his judgment, had already done.
On France. Chortling Gallic readers need only to have turned the page to receive their own stinging dose of Keyserling’s patented forthrightness. It starts out flatteringly enough. Whereas the Englishman lives according to instinct, the Frenchman, taking him in the generality, behaves like a “universally intelligible life-form”; one sees in him a creature of “the conscious” and of “the intellect,” whose rationality has concocted, in the Gallic idiom, “a perfect language for itself.” So it is that “all Occidental ideology, whenever it can be expressed at all in French, finds in the body of that language its most intelligible expression.” Nevertheless, “however clear the intelligence of the Frenchman may be, his self-consciousness is emotional rather than intellectual,” being as such, “easily and violently aroused,” with the emotion itself its “own ultimate justification.” From Parisian emotiveness, from the esteem in which others regard France, and using the intellectual precision of the French language, comes the least attractive of Gallic qualities: “The Frenchman… has always seen in his opponent the enemy of civilization.” Just that inclination emerged in 1914, but the ferocity of the Jacobins showed its presence at the birth of the French Republic.
As Keyserling sees it, however, France is not a dynamic, but an essentially conservative, nation, which is what has enabled it to survive its endless cycle of revolutions. The real role of France after 1918 should not have been, as the French took it on themselves to do through the League of Nations, to “restore” – that is, to transform – Europe after some rational pattern; it should have been to conserve the precious vestiges of pre-Revolutionary culture. “The French are par excellence the culture nation of Europe.”
On Germany. On the topic of Germany, Keyserling begins by quoting his old friend Count Benckendorff, the Czar’s ambassador in London: “Ne dites pas les allemands; il n’y a que des allemands.” (“Speak not of the Germans; there are only Germans.”) According to Keyserling, “The German exists only from the viewpoint of others”; yet not quite, as one can make applicable generalizations. A German is an “object creature” whose “life-element lies, once and for all, in that which, externally, emerges most typically in the cult of the object.” A German is by nature therefore an expert, dedicated to his own expertise and to expertise qua itself as the principle of orderly existence. Keyserling avails himself of a standing joke: “If there were two gates, on the first of which was inscribed To Heaven, and on the other To Lectures about Heaven, all Germans would make for the second.” German interest in objects and objectives gives rise to German technical prodigality – the German primacy in precision Engineering and the mechanical systematization of everyday life. Despite its orientation to the objects, the German mentality suffers from “unreality.” How so?
“The personal element in man,” Keyserling remarks, “declines in direct proportion as his consciousness becomes centered in detached, externalized ideas; and for those who have to deal with him it really becomes impossible to know what they can expect and what they can rely on.” Keyserling does not foresee the collapse of the Weimar Republic and the catastrophe of the dictatorship, but he does, in the just-quoted sentence, see the cause of both.
The concluding chapter of Europe attempts a summing-up with a forecast. Keyserling writes: “Europe is emerging as a unity because, faced at closer range by an overwhelming non-European humanity, the things which Europeans have in common are becoming more significant than those which divide them, and thus new factors are beginning to predominate over old ones in the common consciousness.” But, in compliance with his dialectic, Keyserling issues a warning. The unification of the European nations as they confront the non-European must avoid the result of producing “frantic Pan-Europeans” who, forgetting the specificity of the constituent nationalities, “understand each other not better, but worse than before.” If that were to happen, Europe would have been effectively “Americanized.” Keyserling concludes on an ominous note: “More than one culture has died out before reaching full blossom. Atlantis, the Gondwana continent, went the way of death. Infinite is human stupidity, human slothfulness.”
III. Keyserling and Oswald Spengler (1880 – 1936) never exactly knew each other; rather, they lived in standoffish awareness of each other, with Keyserling playing the more extroverted and Spengler the more introverted role. In February 1922, Keyserling wrote to Spengler from Darmstadt, enclosing his review of The Decline of the West, and inviting Spengler to participate in a “School of Wisdom” seminar to be held at the Count’s Darmstadt house. (The “School of Wisdom” was Keyserling’s lecture-foundation, which operated from 1920 until the Nazi regime shut it down in 1933.) Spengler declined the invitation on the grounds that the audience was likely to be “young people stuffed with theoretical learning.” Spengler remarked to Keyserling in his reply, that, “by wisdom I understand something that one obtains after decades of hard practical work, quite apart from learning.” Spengler makes his adieu by promising to have his publisher send the new edition of The Decline to his correspondent. The tone of Keyserling’s invitation perhaps abraded Spengler’s sense of propriety; Keyserling does presume a willingness to cooperate that, to Spengler, might have seemed a bit too peremptory. Keyserling nevertheless rightly presupposed that he shared many judgments with Spengler – just not the judgment concerning the obligatory status of a social invitation from Keyserling.
The Hour of Decision, like everything that Spengler authored, is a rich mine of observation and insight, difficult to summarize, mainly because it communicates so thoroughly with the monumental Decline, to which it forms an epilogue. The core of The Hour is its diptych of concluding chapters on what Spengler calls “The White World-Revolution” and “The Coloured World-Revolution.” As in the case of Keyserling’s ironic forthrightness, only more so, Spengler’s plain speaking makes him consummately politically incorrect. The Hitlerian regime would suppress The Hour just as it suppressed Keyserling’s Darmstadt lecture-institute. Both were unforgivably heterodox in the totalitarian context. Spengler, writing in the onset of “die Nazizeit,” saw nothing particularly new in the dire developments of the day, only an intensification of the familiar Tendenz. The West’s terminal crisis had been in progress already for a hundred chaotic years; the great spectacle of disintegration would only continue, not merely in the external world of institutions and forms, but also in the internal world of spiritual integrity.
Conjuring the image of the modern megalopolis and echoing Ortega’s alarm over the masses, Spengler writes, “A pile of atoms is no more alive than a single one.” Crudely quantitative in its mental processes, the modern mass subject equates “the material product of economic activity” with “civilization and history.” Spengler insists that economics is merely a sleight-of-hand discourse for disguising the real nature of the “catastrophe” that has overcome the West, which is a failure of cultural nerve.
In The Hour, Spengler builds on notions he had developed in The Decline, particularly the idea that the West has ceased to be a “Culture,” a healthy, vital thing, and has entered into the moribund phase of its life, or what Spengler calls “Civilization.” Into the megalopolis, “this world of stone and petrifaction,” writes Spengler, “flock ever-growing crowds of peasant folk uprooted from the land, the ‘masses’ in the terrifying sense, formless human sand from which artificial and therefore fleeting figures can be kneaded.” Spengler stresses the formlessness of “Civilization,” in which “the instinct for the permanence of family and race” stands abolished. Where “Culture is growth,” and “an abundance of children,” “Civilization” is “cold intelligence… the mere intelligence of the day, of the daily papers, ephemeral literature, and national assemblies,” with no urge to prolong itself as settled custom, well-bred offspring, or a posterity that honors tradition. The “White World-Revolution” consists in the triumph of “the mob, the underworld in every sense.”
The mob, which sees everything from below, hates refinement and despises anything permanent. The masses want “liberation from all… bonds [and] from every kind of form and custom, from all the people whose mode of life they feel in their dull fury to be superior.” Hence the appeal of egalitarianism to the masses. But, as Spengler argues, egalitarianism is really only a slogan, a euphemism. The real trend is “Nihilism.”
The pattern of “Nihilism” emerged in the French Revolution, with its vocabulary of leveling, as in the radically politicizing etiquette of “citoyen” and in the supposedly universal demand for “Liberty, Equality, and Fraternity.” “The central demand of political liberalism,” writes Spengler, consists in “the desire to be free from the ethical restrictions of the Old Culture.” Yet as Spengler insists: “The demand was anything but universal; it was only called so by the ranters and writers who lived by it and sought to further private aims through this freedom.” We see this identical pattern today in the various concocted emergencies and so-called universal demands that the current thoroughly liberal-nihilistic regime in the United States trots out serially to justify its consolidation of power, whereby it ceaselessly attacks what remains in the American body-politic of form and custom. In Spengler’s aphorism: “Active liberalism progresses from Jacobinism to Bolshevism logically.”
In Spengler’s judgment, moreover, one would make a mistake in equating Bolshevism, as people would have done in the 1930s, uniquely with the Soviet Union. “Actually [Bolshevism] was born in Western Europe, and born indeed of logical necessity as the last phase of the liberal democracy of 1770 – which is to say, of the presumptuous intention to control living history by paper systems and ideals.”
When Spengler remarks on the theme of tolerance (so-called) in liberalism-nihilism, one thinks again of the existing situation in Europe and North America the first decade of the Twenty-First Century. Inherent to form is its rigorous exclusion of the formless. In its aggressive demand for inclusion of the rightly excluded, which belongs to its destructive impetus, the liberal-nihilistic regime works actively to de-stigmatize anti-social behavior. Thus under liberalism-nihilism “tolerance is extended,” by self-denominating representatives of the people, “to the destructive forces, not demanded by them.” Of course, the “destructive forces” do not refuse the extension. On historical analogy, Spengler refers to this as “the Gracchan method.” When once, as had already happened in Europe in Spengler’s time, “the concept of the proletariat [had] been accepted by the middle classes,” then the formula for cultural suicide had at last all of its ingredients in place. “I am aware,” writes Spengler, “that most people will refuse with horror to admit that this irrevocable crashing of everything that centuries have built up was intentional, the result of deliberate working to that end… But it is so.”
IV. Like another, later analyst of modernity in its agony, Eric Voegelin, Spengler sees at the root of Liberalism-Nihilism the perversion of a religious idea. “All Communist systems in the West are in fact derived from Christian theological thought: More’s Utopia, the Sun-State of the Dominica Campanella, the doctrines of Luther’s disciples Karlstadt and Thomas Münzer, and Fichte’s state-socialism… Christian theology is the grandmother of Bolshevism.” The materialism – which is again a type of nihilism – of Marxism and socialism never contradicts the case for liberalism-nihilism as a perversion of Gospel themes. “As soon as one mixes up the concepts of poverty, hunger, distress, work, and wages (with the moral undertone of rich and poor, right and wrong) and is led thereby to join in the social and economic demands of the proletarian sort – that is, money demands – one is a materialist.” But, this being Spengler’s point, one may have the belief-attitude with respect to one’s materialist doctrines that the fanatic of God has for his mental idol, with the concomitant fierceness and ruthlessness. The end of real Christianity is “renunciation.” With reference to the sentence of Adam, writes Spengler, the Gospel tells men, “do not regard this hard meaning of life as misery and seek to circumvent it by party politics.”
In a precise description of the modern, immigration-friendly, general-welfare state, Spengler remarks that “for proletarian election propaganda,” an opposite principle to the Gospel one is required: “The materialist prefers to eat the bread that others have earned in the sweat of their face.” When the Gracchan rabble dominates from below so that the demagogues might manipulate from above, then it will come to pass that “the parasitic egoism of inferior minds, who regard the economic life of other people, and that of the whole, as an object from which to squeeze with the least possible exertion the greatest possible enjoyment” will seek its bestial end in “panem et circenses.” Once the majority descends to vulgar consumption through extortion – and through a mere pretence of work under the welfare-umbrella of “the political wage” – then the society has doomed itself. It can only lurch in the direction of its inevitable demise. Even the keen-eyed will not want to confront reality. They will, as Spengler writes, “refuse in horror” to believe what they see. Spengler might have been thinking about a letter from his correspondent Roderich Schlubach dated 9 October 1931. Schlubach writes: “I frankly admit that much of what you prophesied [in The Decline] has taken place. The decline of the West seems to be at hand, and still I do not believe in an end of the world, only in an entire change in our circumstances.”
That is “The White World-Revolution” – the triumph of rabble-envy, the destruction of form, childlessness, and the childishness of mass entertainments. Indeed, “an entire change in our circumstances,” as Schlubach says, not grasping that his words mean the opposite of what he intends. What of “The Coloured World-Revolution”? Keyserling had admonished, in the concluding chapter of Europe, that Europe in its chafing unity would come under threat from the nearby non-European world. In Spengler’s historical theory, the threat of external barbarism always coincides with the passage of the “Culture” into its deliquescent rabble-stage – the stage that the Decline-author ironically calls “Civilization.” Earlier, in the robustness of the culture-stage, the ascendant people inevitably imposes itself on neighboring and foreign peoples whose levels of social complexity and technical sophistication are lower and who cannot effectively resist encroachment. Spengler emphasizes that it cannot be otherwise. The people of the less-developed society gradually grow conscious of a difference, which the emergent demagogue-class of the more-developed society in its liberal paroxysm swiftly encourages them to see as an injustice.
Thus, Spengler asserts, “the White Revolution since 1770 has been preparing the soil for the Coloured one.” The process has followed this course:
The literature of the English liberals like Mill and Spencer… supplied the “world outlook” to the higher schools of India. And thence the way to Marx was easy for the young reformers themselves to find. Sun Yat Sen, the leader of the Chinese Revolution, found it in America. And out of it all there arose a revolutionary literature of which the Radicalism puts that of Marx and Borodin to shame.
Spengler, who was consciously and deliberately distancing himself from the National Socialists, reminds his readers that he is not “speaking of race… in the sense in which it is the fashion among anti-Semites in Europe and America today.” He is simply comparing the attitude to life of existing peoples. The Western nations compete for dominance with non-Western nations whether they want to do so or not. The non-Western nations, like Japan, act in bold accord with ideologies that cast the West in a scapegoat role, and that are overtly racist. The West has enemies. It cannot choose not to be in enmity with them; they choose enmity peremptorily. The West can either stand up to its assailants or succumb. When Spengler turns to demography, to his tally of Western birth-replacement deficits and burgeoning populations elsewhere, his discourse strikes us, not as dated, but as entirely contemporary. “The women’s emancipation of Ibsen’s time wanted, not freedom from the husband, but freedom from the child, from the burden of children, just as men’s emancipation in the same period signified freedom from the duties towards family, nation, and State.”
The attitude of the European middle class, judging by its failure to oppose the vulgarization of society and again by its unwillingness to perpetuate itself in offspring, is one of abdication before the forces of nothingness – this is true whether it is 1934 or 2009. Like the proletariat, the bourgeoisie then and now hungers only for panem et circenses, or, as we so quaintly call it in present-day America, the consumer lifestyle. Spengler predicts, in The Hour, that the non-Western world will grow increasingly hostile and predatory towards the West, seeing the decadent nations as easy pickings and seeking opportunities to assault and humiliate the bitterly resented other. Spengler believes that the nihilistic tendency of Western revolutionaries will merge with the similar tendencies of their non-Western, colonial or ex-colonial counterparts and that the internal and external masses will cooperate in a common destructive project. What else was the bizarre alliance between the Nazi regime in Berlin and the Bushidoregime in Tokyo? Or between Heinrich Himmler and the Grand Mufti of Jerusalem? Just this intimate cooperation of homebred totalitarians with inassimilable fellah-collaborators seems today to be the case, for example, in Great Britain and Sweden – and to no little extent, not merely with respect to illegal Mexican immigration, in the United States as well.
The Hour of Decision remains a shocking book. It will shock even conservatives because they cannot have avoided being assimilated in some degree to the prevailing dogma about what one may or may not say. One can imagine the reaction of contemporary liberals to the book if only they knew anything about it: spitting, blood-shot indignation. Contemporary liberals have already banned almost the entirety of Spengler’s vocabulary under the strictures of self-abasing multiculturalist dhimmi-mentality. The Hour is also a radical book, not least in its notion, also present in both volumes of The Decline that, the crisis of the West, which began already in the Eighteenth Century, would likely play itself out right through the end of the Twentieth Century and beyond. The disquiet that comes across at the end of Keyserling’s Europe, which appeared as we recall in 1928, asserts itself as greatly heightened apprehension in the final chapter of The Hour, which appeared in German in 1934 and in English in 1936, after Goebbels had suppressed further publication of the German edition. The National Socialists, like modern liberals, could not bear to be identified by a strong voice, as who and what they actually were.
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mercredi, 09 septembre 2009
La lecture évolienne des thèses de H. F. K. Günther
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1991
Robert Steuckers:
La lecture évolienne des thèses de H.F.K. Günther:
Hans Friedrich Karl Günther (1891-1968), célèbre pour avoir publié, à partir de juillet 1922 et jusqu'en 1942, une Rassenkunde des deutschen Volkes (= Raciologie du peuple allemand), qui atteindra, toutes éditions confondues, 124.000 exemplaires. Une édition abrégée, intitulée Kleine Rassenkunde des deutschen Volkes (= Petite raciologie du peuple allemand), atteindra 295.000 exemplaires. Ces deux ouvrages vulgarisaient les théories raciales de l'époque, notamment les classifications des phénotypes raciaux que l'on trouvait —et que l'on trouve toujours— en Europe centrale. Plus tard, Günther s'intéressera à la religiosité des Indo-Européens, qu'il qualifiera de «pantragique» et de «réservée», qu'il définira comme dépourvue d'enthousiasme extatique (cf. H.F.K. Günther, Religiosité indo-européenne, Pardès, 1987; trad. franç. et préface de R. Steuckers; présentation de Julius Evola). Günther, comme nous l'avons mentionné ci-dessous, publiera un livre sur le déclin des sociétés hellénique et romaine, de même qu'une étude sur les impacts indo-européens/nordiques (les deux termes sont souvent synonymes chez Günther) en Asie centrale, en Iran, en Afghanistan et en Inde, incluant notamment des références aux dimensions pantragiques du bouddhisme des origines. Intérêt qui le rapproche d'Evola, auteur d'un ouvrage de référence capital sur le bouddhisme, La Doctrine de l'Eveil (cf. H.F.K. Günther, Die Nordische Rasse bei den Indogermanen Asiens, Hohe Warte, Pähl Obb., 1982; préface de Jürgen Spanuth). Pour Günther, les Celtes d'Irlande véhiculent des idéaux matriarcaux, contraires à l'«esprit nordique»; en évoquant ces idéaux, il fait preuve d'une sévérité semblable à celle d'Evola. Mais, pour Günther, cette dominante matriarcale chez les Celtes, notamment en Irlande et en Gaule, vient de la disparition progressive de la caste dominante de souche nordique, porteuse de l'esprit patriarcal. Dans sa Rassenkunde des deutschen Volkes (pp. 310-313), Günther formule sa critique du matriarcat celtique: «Les mutations d'ordre racial à l'intérieur des peuples celtiques s'aperçoivent très distinctement dans l'Irlande du début du Moyen Age. Dans la saga irlandaise, dans le style ornemental de l'écriture et des images, nous observons un équilibre entre les veines nordiques et occidentales (westisch); dans certains domaines, cet équilibre rappelle l'équilibre westique/nordique de l'ère mycénienne. Il faut donc tenir pour acquis qu'en Irlande et dans le Sud-Ouest de l'Angleterre, la caste dominante nordique/celtique n'a pas été numériquement forte et a rapidement disparu. Le type d'esprit que reflète le peuple irlandais —et qui s'aperçoit dans les sagas irlandaises— est très nettement déterminé par le subsrat racial westique. Heusler a suggéré une comparaison entre la saga germanique d'Islande (produite par des éléments de race nordique) et la saga d'Irlande, influencée par le substrat racial westique. Face à la saga islandaise, que Heusler décrit comme étant "fidèle à la vie et à l'histoire du temps, très réaliste et austère", caractérisée par un style narratif viril et sûr de soi, la saga irlandaise apparaît, dans son "âme" (Seele), comme "démesurée et hyperbolique"; la saga irlandaise "conduit le discours dans le pathétique ou l'hymnique"; plus loin, Heusler remarque que "l'apparence extérieure de la personne est habituellement décrite par une abondance de mots qui suggère une certaine volupté". Heusler poursuit: "La saga irlandaise aime évoquer des faits relatifs au corps (notamment en cas de blessure), en basculant souvent dans la crudité, le médical, de façon telle que cela apparaît peu ragoûtant quand on s'en tient aux critères du goût germanique" (...). La saga chez les Irlandais nous dévoile, par opposition à l'objectivité factuelle et à la retenue de la saga islandaise, une puissance imaginative débridée, un goût pour les idées folles et des descriptions exagérées, qui, souvent, sonnent "oriental"; on croit reconnaître, dans les textes de ces sagas, un type de spiritualité dont la coloration, si l'on peut dire, vire au jaune et au rouge et non plus au vert et au bleu nordiques; ce type de spiritualité présente un degré de chaleur bien supérieur à celui dont fait montre la race nordique. Nous devons donc admettre que la race westique, auparavant dominée et soumise, est revenue au pouvoir, après la disparition des éléments raciaux nordiques momentanément dominants (...). A la dénordicisation (Entnordung), dont la conséquence a été une re-westicisation (Verwestung) de l'ancienne celticité (nordique), correspond le retour de mœurs radicalement non nordiques dans le texte des sagas irlandaises. Ce retour montre, notamment, que la race westique, à l'origine, devait être régie par le matriarcat, système qui lui est spécifique. Les mœurs matriarcales impliquent que les enfants appartiennent seulement à leur mère et que le père, en coutume et en droit, n'a aucune place comparable à celle qu'il occupe dans les sociétés régies par l'esprit nordique. La femme peut se lier à l'homme qu'elle choisit puis se séparer de lui; dans le matriarcat, il n'existait pas et n'existe pas de mariage du type que connaissent les Européens d'aujourd'hui. Seul existe un sentiment d'appartenance entre les enfants nés d'une même mère. La race nordique est patriarcale, la race westique est matriarcale. La saga irlandaise nous montre que les Celtes d'Irlande, aux débuts de l'ère médiévale, n'étaient plus que des locuteurs de langues celtiques (Zimmer), puisque dans les régions celtophones des Iles Britanniques, le matriarcat avait repoussé le patriarcat, propre des véritables Celtes de race nordique, disparus au fil des temps. Nous devons en conséquence admettre que, dans son ensemble, la race westique avait pour spécificité le matriarcat (...). Le matriarcat ne connaît pas la notion de père. La famille, si toutefois l'on peut appeler telle cette forme de socialité, est constituée par la mère et ses enfants, quel que soit le père dont ils sont issus. Ces enfants n'héritent pas d'un père, mais de leur mère ou du frère de leur mère ou d'un oncle maternel. La femme s'unit à un homme, dont elle a un ou plusieurs enfants; cette union dure plus ou moins longtemps, mais ne prend jamais des formes que connaît le mariage européen actuel, qui, lui, est un ordre, où l'homme, de droit, possède la puissance matrimoniale et paternelle. "Ces états de choses sont radicalement différents de ce que nous trouvons chez les Indo-Européens, qui, tout au début de leur histoire, ont connu la famille patrilinéaire, comme le prouve leur vocabulaire ayant trait à la parenté...". Le patriarcat postule une position de puissance claire pour l'homme en tant qu'époux et que père; ce patriarcat est présent chez tous les peuples de race nordique. Le matriarcat correspond très souvent à un grand débridement des mœurs sexuelles, du moins selon le sentiment nordique. La saga irlandaise décrit le débridement et l'impudeur surtout du sexe féminin. (...) Zimmer avance toute une série d'exemples, tendant à prouver qu'au sein des populations celtophones de souche westique dans les Iles Britanniques, on rencontrait une conception des mœurs sexuelles qui devait horrifier les ressortissants de la race nordique. La race westique a déjà d'emblée une sexualité plus accentuée, moins réservée; les structures matriarcales ont vraisemblablement contribué à dévoiler cette sexualité et à lui ôter tous freins. La confrontation entre mœurs nordiques et westiques a eu lieu récemment en Irlande, au moment de la pénétration des tribus anglo-saxonnes de race nordique; les mœurs irlandaises ont dû apparaître à ces ressortissants de la race nordique comme une abominable lubricité, comme une horreur qui méritait l'éradication. Chaque race a ses mœurs spécifiques; le patriarcat caractérise la race nordique. Il faut donc réfuter le point de vue qui veut que toutes les variantes des mœurs européennes ont connu un développement partant d'un stade originel matriarcal pour aboutir à un stade patriarcal ultérieur».
Comme Evola, mais contrairement à Klages, Schuler ou Wirth, Günther a un préjugé dévaforable à l'endroit du matriarcat. Pour Evola et Günther, le patriarcat est facteur d'ordre, de stabilité. Les deux auteurs réfutent également l'idée d'une évolution du matriarcat originel au patriarcat. Patriarcat et matriarcat représentent deux psychologies immuables, présentes depuis l'aube des temps, et en conflit permanent l'une avec l'autre.
Dans Il mito del sangue, Evola résume la classification des races européennes selon Günther et évoque tant leurs caractéristiques physiques que psychiques. En conclusion de son panorama, Evola écrit (pp. 130-131): «Du point de vue de la théorie de la race en général, Günther assume totalement l'idée de la persistence et de l'autonomie des caractères raciaux, idée plus ou moins dérivée du mendelisme. Les "races mélangées" n'existent pas pour lui. Il exclut en conséquence que du croisement de deux ou de plusieurs races naisse une race effectivement nouvelle. Le produit du croisement sera simplement un composite, dans lequel se sera conservée l'hérédité des races qui l'auront composé, à l'état plus ou moins dominant ou dominé, mais jamais porté au-delà des limites de variabilité inhérentes aux types d'origine. "Quand les races se sont entrecroisées de nombreuses fois, au point de ne plus laisser subsister aucun type pur ni de l'une race ni de l'autre, nous n'obtenons pas, même après un long laps de temps, une race mêlée. Dans un tel cas, nous avons un peuple qui présente une compénétration confuse de toutes les caractéristiques: dans un même homme, nous retrouvons la stature propre à une race particulière, unie à une forme crânienne propre à une autre race, avec la couleur de la peau d'une troisième race et la couleur des yeux d'une quatrième", et ainsi de suite, la même règle s'étendant aussi aux caractéristiques psychiques. Le croisement peut donc créer de nouvelles combinaisons, sans que l'ancienne hérédité ne disparaisse. Tout au plus, il peut se produire une sélection et une élimination: des circonstances spéciales pourraient —au sein même de la race composite— faciliter la présence et la prédominance d'un certain groupe de caractéristiques et en étouffer d'autres, tant et si bien que, finalement, de telles circonstances perdurent; il se maintient alors une combinaison spéciale relativement stable, laquelle peut faire naître l'impression d'un type nouveau. Sinon, si ces circonstances s'estompent, les autres caractéristiques, celles qui ont été étouffées, réémergent; le type apparemment nouveau se décompose et, alors, se manifestent les caractères de toutes les races qui ont donné lieu au mélange. En tous cas, toute race possède en propre un idéal bien déterminé de beauté, qui finit par être altéré par le mélange, comme sont altérés les principes éthiques qui correspondent à chaque sang. C'est sur de telles bases que Günther considère comme absurde l'idée que, par le truchement d'un mélange généralisé, on pourrait réussir, en Europe, à créer une seule et unique race européenne. A rebours de cette idée, Günther estime qu'il est impossible d'arriver à unifier racialement le peuple allemand. "La majeure partie des Allemands", dit-il, "sont non seulement issus de géniteurs de races diverses mais pures, mais sont aussi les résultats du mélange d'éléments déjà mélangés". D'un tel mélange, rien de créatif ne peut surgir».
C'est ce qui permet à Evola de dire que Günther développe, d'une certaine façon, une conception non raciste de la race. La dimension psychique, puis éthique, finit par être déterminante. Est de «bonne race», l'homme qui incarne de manière toute naturelle les principes de domination de soi. Après avoir été sévère à l'égard du bouddhisme dans Die Nordische Rasse bei den Indogermanen Asiens (op. cit., pp. 52-59), parce qu'il voyait en lui une négation de la vie, survenu à un moment où l'âme nordique des conquérants aryas établis dans le nord du sub-continent indien accusait une certaine fatigue, Günther fait l'éloge du self-control bouddhique, dans Religiosité indo-europénne (op. cit.). Evola en parle dans Il mito del sangue (p. 176-177): «Intéressante et typique est l'interprétation que donne Günther du bouddhisme. Le terme yoga, qui, en sanskrit, désigne la discipline spirituelle, est "lié au latin jugum et a, chez les Anglo-Saxons la valeur de self-control; il est apparu chez les Hellènes comme enkrateia et sophrosyne et, dans le stoïcisme, comme apatheia; chez les Romains, comme la vertu purement romaine de temperentia et de disciplina, qui se reconnaît encore dans la maxime tardive du stoïcisme romain: nihil admirari. La même valeur réapparaît ultérieurement dans la chevalerie médiévale comme mesura et en langue allemande comme diu mâsze; des héros légendaires de l'Espagne, décrits comme types nordiques, du blond Cid Campeador, on dit qu'il apparaissait comme "mesuré" (tan mesurado). Le trait nordique de l'auto-discipline, de la retenue et de la froide modération se transforme, se falsifie, à des époques plus récentes, chez les peuples indo-germaniques déjà dénordicisés, ce qui donne lieu à la pratique de la mortification des sens et de l'ascèse". L'Indo-Germain antique affirme la vie. Au concept de yoga, propre de l'Inde ancienne, dérivé de ce style tout de retenue et d'auto-discipline, propre de la race nordique, s'associe le concept d'ascèse, sous l'influence de formes pré-aryennes. Cette ascèse repose sur l'idée que par le biais d'exercices et de pratiques variées, notamment corporelles, on peut se libérer du monde et potentialiser sa volonté de manière surnaturelle. La transformation la plus notable, dans ce sens, s'est précisément opérée dans le bouddhisme, où l'impétuosité vitale nordique originelle est placée dans un milieu inadéquat, lequel, par conséquent, est ressenti comme un milieu de "douleur"; cette impétuosité, pour ainsi dire, s'introvertit, se fait instrument d'évasion et de libération de la vie, de la douleur. "A partir de la diffusion du bouddhisme, l'Etat des descendants des Arî n'a plus cessé de perdre son pouvoir. A partir de la dynastie Nanda et Mauria, c'est-à-dire au IVième siècle avant JC, apparaissent des dominateurs issus des castes inférieures; la vie éthique est alors altérée; l'élément sensualiste se développe. Pour l'Inde aryenne ou nordique, on peut donc calculer un millénaire de vie, allant plus ou moins de 1400 à 400 av. JC». Evola reproche à Günther de ne pas comprendre la valeur de l'ascèse bouddhique. Son interprétation du bouddhisme, comme affadissement d'un tonus nordique originel, a, dit Evola, des connotations naturalistes.
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mardi, 08 septembre 2009
Mértapolitique - La perspective Michéa
Métapolitique - La perspective Michéa
par Pierre Le Vigan / sur: http://www.europemaxima.com/
Jean-Claude Michéa, philosophe auteur de nombreux ouvrages (Impasse Adam Smith, L’Empire du moindre mal, La double pensée, …) défend des idées hostiles au libéralisme qui le rattachent à la fois à l’antilibéralisme de droite et à celui de gauche sans le réduire à aucune des formes passées de ces antilibéralismes. L’homme Michéa est un esprit libre. Il n’a, ainsi, pas hésité à expliquer que le libéralisme ne pouvait être dépassé par la gauche. Il n’a pourtant rien d’un homme de la vieille droite ni de la droite extrême. Il doit beaucoup au M.A.U.S.S. (Mouvement anti-utilitariste dans les sciences sociales) (Alain Caillé, Serge Latouche…) ou encore à Jacques Godbout ou à Jean-Pierre Voyer. L’originalité de Jean-Claude Michéa est de défendre l’idée d’un caractère exceptionnel du capitalisme, contingent, évitable. Cette vision est très différente de celle des marxistes pour qui le capitalisme était et est inévitable de même que son dépassement « socialiste », même si les marxistes doivent convenir que ce dépassement se fait singulièrement attendre.
Un autre point important que souligne Michéa est que le libéralisme politique a toujours besoin du libéralisme économique. Le libéralisme politique ne postule en effet aucun bien commun. De là apparaît nécessaire d’expliquer que le bien commun, en un sens, se réalise par le libre déploiement des forces économiques et est, en somme, autoproduit par la technique et les progrès matériels qu’elle génère, progrès matériels qui constituent au fond un progrès de l’homme lui-même. En conséquence, seul le libéralisme économique peut légitimer la privatisation de la morale qui est au cœur du libéralisme politique, puisque ce libéralisme postule l’absence de bien commun à rechercher et à mettre en œuvre ensemble. Le libéralisme est un hyper-relativisme. C’est pourquoi il y a aussi un lien obligé entre le libéralisme économique et le libéralisme culturel : les libéraux tendent à devenir libertaires au plan des mœurs et les libertaires se découvrent vite au fond des libéraux (cf. Cohn-Bendit). Charles Péguy écrivait : « On oublie trop souvent que le monde moderne, sous une autre face, est le monde bourgeois, le monde capitaliste. C’est même un spectacle amusant de voir comment nos socialistes antichrétiens, particulièrement anticatholiques, insoucieux de la contradiction, encensent le même monde sous le nom de moderne et le flétrissent, sous le nom de bourgeois et de capitaliste. » (De la Situation faite au parti intellectuel, 1907). Comme l’idée d’une « vie bonne » ne peut être complètement évacuée, la « vie bonne » pour le libéralisme, c’est le marché. Si le libéralisme politique peut difficilement se passer dans la durée du libéralisme économique, l’inverse n’est pas vrai : le libéralisme économique peut coexister avec le refus du libéralisme politique, du moins provisoirement (cf. le Chili de Pinochet).
Il est particulièrement important de rappeler que le libéralisme a prétendu dépasser les guerres. Il a en fait transférer les luttes à l’intérieur même des sociétés, il a d’ailleurs fait autant de guerres que les régimes non libéraux mais au nom de principes universels : le droit international, c’est-à-dire le respect de principes édictés par les plus forts, les droits de l’homme, etc.
Face à cela, Michéa refuse l’anthropologie libérale comme fausse et « faussante ». Sa philosophie vient d’une vision réductrice de l’homme, évacuant les dimensions du don, et par ailleurs tend à réduire de fait l’homme à ces dimensions de calcul et d’échange à l’opposé du don. Pour recouvrer les dimensions de l’homme que le libéralisme a réduit, il faut selon Michéa retrouver la common decency, une notion que l’on trouve chez Orwell, et ce non plus dans une société de croissance illimitée mais dans une société d’équilibre, mot que Michéa juge peut être plus adapté que celui, sans doute trop dogmatique, de décroissance. À la formule de Beaumarchais, « demander, recevoir et prendre » (« voilà le secret en trois mots » disait-il), J.-C. Michéa oppose comme bonne voie « donner, recevoir et rendre ». Michéa ne croit pas au socialisme en ce sens qu’il ne croit pas aux essences des systèmes mais à leur logique. C’est pourquoi il a plus écrit une histoire philosophique des idées, et notamment des idées libérales qu’il n’a écrit une histoire des idées philosophiques.
La common decency dont parle souvent Michéa suppose une certaine lenteur, une durabilité opposée à l’éphémère, une démobilisation opposée à la mobilisation totale. La common decency est ce qui a été détruit par ce qu’on appelle « l’évolution des mœurs » et qui est devenue en bonne part la barbarisation dont témoignent le langage et l’attitude de nombre de « jeunes de banlieue » et l’indifférence avec laquelle réagit (et surtout ne réagit pas) la société.
Ce projet post-croissant, sinon décroissant, touche aussi bien au cadre de vie, donc à l’urbanisme, un enjeu essentiel (ce n’est pas moi qui dirait le contraire) qu’à la nécessité d’un revenu maximum - une thèse que je défends aussi depuis des années. On peut bien sûr opposer telle ou telle idée d’Adam Smith à la logique libérale telle qu’elle est devenue, ou comme Alain Caillé estimer que Michéa fait un peu l’impasse sur… la Théorie des sentiments moraux (1758) d’Adam Smith. Mais la compréhension de l’histoire nécessite moins l’étude détaillée des écrits de tel ou tel - qui a bien sûr son intérêt du point de vue des biographies intellectuelles - que la compréhension des logiques à l’œuvre.
Le libéralisme plus la technique et la croyance à l’inéluctabilité du progrès par le développement des échanges a produit notre monde : une dictature de la mode remplaçant le poids des traditions comme l’avait bien vu Christopher Lasch, un monde à la fois « libéral » et profondément conformiste, un globalisme totalitaire s’opposant à tout localisme. L’État des droits de l’homme s’est transformé en un État où l’abus de droit devient la règle, où des personnes restent six mois en prison avant qu’on ne les libère faute de charges qui pèsent sur eux. L’individu autonome, l’individu sujet – une évolution sur laquelle on ne reviendra pas car le temps n’est plus celui du holisme fusionnel ni du traditionalisme rigide – s’est transformé en individu atomisé. Reste évidemment bien des questions. Par quoi dépasser le capitalisme ? Certainement pas par un « anarchisme autoritaire » tel que le fut le national-socialisme. Pas non plus par l’anarchisme classique, car il y a toujours un lieu du pouvoir. Par le retour au local ? Bien sûr, mais à quel niveau ? Les régions, les nations, l’Europe ? L’intérêt de la réponse de Michéa est que, sans nier la nécessité du politique et de l’action de la puissance publique, qui doit redevenir démocratique, ce qu’elle a pour l’essentiel cessé d’être, notre auteur explique que la priorité n’est pas de déterminer le stade ultime du processus (la République européenne par exemple) mais la méthode et les briques de base.
La révolution selon Michéa suppose une révolution morale de l’homme lui-même : « ne plus dépendre des caprices de son ego », selon la formule de Benjamin Barber. Il faut ensuite partir des niveaux les plus locaux possibles. Pourquoi ? Je dirais pour ma part : parce qu’il n’y a pas d’accès à l’universel sans partir du particulier. Il me parait que Michéa ne dit pas vraiment autre chose. C’est en ce sens que Michéa est pour le principe de subsidiarité qui n’est, à mon sens, aucunement compatible avec la République, puisque la République est la condition même de la common decency (exemple : la République c’est qu’il y a la mixité partout et qu’il n’y a pas d’horaire de piscine réservé à des femmes qui, parce que musulmanes, ou par pseudo-féminisme, refuseraient de se mélanger aux hommes). C’est cette problématique absolument capitale du dépassement du capitalisme pas à pas en partant du local mais avec une idée commune de l’être-ensemble que Jean-Claude Michéa nous aide à penser, un peu seul de son espèce.
Pierre Le Vigan
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Les mentions de l'oeuvre de Christoph Steding dans les écrits d'Evola
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1991
Robert STEUCKERS :
Les mentions de l'œuvre de Christoph Steding dans les écrits d'Evola
Christoph Steding (1903-1938), jeune érudit issu d'une très ancienne famille paysanne de Basse-Saxe, reçoit en 1932 une bourse de la Rockefeller Foundation pour étudier l'état de la culture et les aspirations politiques dans les pays germaniques limitrophes de l'Allemagne (Pays-Bas, Suisse, Scandinavie). Cette enquête monumentale prendra la forme d'un gros ouvrage, posthume et inachevé, de 800 pages. La mort surprend Steding, miné par une affection rénale, dans la nuit du 8 au 9 janvier 1938. Un ami fidèle, le Dr. Walter Frank (1905-1945), classe et édite les manuscrits laissés par le défunt, sous le titre de Das Reich und die Krankheit der europäischen Kultur (= Le Reich et la maladie de la culture européenne). Le thème central de cet ouvrage: l'effondrement de l'idée de Reich à partir des traités de Westphalie (1648) a créé un vide en Europe centrale, lequel a contribué à dépolitiser la culture. Cette dépolitisation, pour Steding, est une pathologie qui s'observe très distinctement dans les zones germaniques à la périphérie de l'Allemagne. Toutes les productions culturelles nées dans ces zones sont marquées du stigmate de cette dépolitisation, y compris l'œuvre de Nietzsche, à laquelle Steding adresse de sévères reproches. L'Europe n'est saine que lorsqu'elle est vivifiée par l'idée de Reich. Les traités de Westphalie font que la périphérie de l'Europe tourne le dos à son noyau central, qui l'unifiait naturellement, par l'incontournable évidence de la géographie, sans exercer la moindre coercition. La Suisse se replie dans sa «coquille alpine»; la Hollande amorce un processus colonial qu'elle ne peut parachever par manque de ressources; la France devient grande puissance en pillant ce qui reste du Reich, en annexant l'Alsace, en ravageant la Franche-Comté comme le Palatinat et en ruinant la Lorraine; l'Angleterre tourne résolument le dos au continent pour dominer les mers. Ce processus d'extraversion contribue à faire basculer toute l'Europe dans l'irréalisme politique. Commencée dans la violence par les colonisateurs anglais et hollandais, cette extraversion, qui disloque notre continent, se poursuit dans la défense et l'illustration d'un libéralisme politique, culturel et moral délétère, qui corrompt les instincts. Ce phénomène involutif s'observe dans les littératures ouest-européennes du XIXième et du XXième siècles, où le psychologique et le pathologique sont dominants au détriment de tout ancrage dans l'histoire. Les énergies humaines ne sont plus mobilisées pour la construction permanente de la Cité mais détournées vers l'inessentiel, vers la réalisation immédiate des petits désirs sensuels ou psychologiques, vers la consommation.
Evola, dans une recension parue dans la revue La Vita italiana (XXXI, 358, janvier 1943, pp. 10-20; «Funzione dell'idea imperiale e distruzione della "cultura neutra"»; trad. franç. de Ph. Baillet, in Julius Evola, Essais Politiques, Pardès, Puiseaux, 1988), n'a pas caché son enthousiasme pour les thèses de Steding, pour sa critique de la culture «neutre» et dépolitisée, pour son plaidoyer en faveur d'un prussianisme rénové renouant avec l'éthique impériale, pour sa volonté de redonner une substance politique au centre du sub-continent européen. Evola formule deux critiques: il juge Steding trop sévère à l'encontre de Bachofen et de Nietzsche. «Certaines critiques de Steding, on l'a vu, pèchent par leur côté unilatéral: pour dénoncer l'erreur, il en vient parfois à négliger ce que certains auteurs ou certaines tendances pourraient offrir de positif à ses propres idées. Lorsqu'il évoque les "divinités lumineuses du monde du politique" opposées à la religion obscure des mythes, des symboles et des traditions primordiales, il court par exemple le risque de finir, à son corps défendant, dans le rationalisme, alors qu'il conçoit parfaitement la possibilité d'une exploration du monde spirituel qui aurait les mêmes caractères d'exactitude et de clarté que les sciences naturelles. Nombre des accusations portées contre Bachofen par Steding sont carrément injustes: on trouve au contraire chez Bachofen bien des éléments susceptibles de conforter, précisément, l'idéal "apollinien" et viril d'un Etat "romain" opposé au monde équivoque du substrat naturaliste et matriarcal. Et, au bout du compte, Steding subit en fait souvent l'influence salutaire des conceptions de Bachofen» (Essais politiques, op. cit., p. 155). «A l'égard de Nietzsche, l'attitude de Steding est pareillement unilatérale. Il est extrêmement discutable que la doctrine nietzschéenne du surhomme exprime réellement, comme le croit Steding, une révolte contre le concept d'Etat. Ce serait plutôt le contraire qui nous paraîtrait exact, à savoir qu'Etat et Empire ne sont guère concevable sans une certaine référence à la doctrine du surhomme, celle-ci exaltant une élite, une race dominatrice porteuse d'une autorité spirituelle précise. De fait, seule une élite ainsi conçue peut fonder cette primauté que revendique Steding pour l'Etat en face de ce qui n'est que simple "peuple"» (Essais politiques, op. cit., pp. 155-156). Evola conclut: «…l'ouvrage de Steding constitue un pas en avant digne d'être noté —surtout en Allemagne— sur le plan d'une clarification des idées, d'un alignement des positions, d'une reprise consciente de cette idée impériale qui, Steding l'a précisément montré, s'identifie à la réalité de la meilleure Europe» (p. 156).
Dans Sintesi di dottrina della razza, Evola avait déjà, dans un sens proche de la pensée de Steding, appelé à un dépassement de la conception neutre de la culture. Nous lisons, p. 25: «Est également combattu le mythe des valeurs "neutres", qui tend à considérer toute valeur comme une entité autonome et abstraite, alors qu'elle est en premier lieu l'expression d'une race intérieure donnée et, en deuxième lieu, une force qu'il convient d'étudier à l'aune de ses effets concrets, non sur l'homme en général, mais sur les divers groupes humains, différenciés par la race. Suum cuique: à chacun sa "vérité", son droit, son art, sa vision du monde, en certaines limites, sa science (dans le sens d'idéal de connaissance) et sa religiosité...». En évoquant le suum cuique, principe de gouvernement de la Prusse frédéricienne, Evola se place dans une optique très ancrée dans la Révolution conservatrice. En refusant l'autonomisation des valeurs, c'est-à-dire leur détachement du tout qu'est la trame historique du peuple ou de l'Empire, Evola est sur la même longueur d'onde que Steding, qui combat les mièvreries de la culture «neutre», psychologisante et dépolitisante, et que Bäumler qui voit, dans le mythe, la sublimation des expériences vécues d'un peuple, mais une sublimation qu'il attribue à l'action des valeurs telluriques/maternelles, contrairement à Evola.
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samedi, 05 septembre 2009
Pourquoi nous sommes Européennes et non pas Occidentaux
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1990
Robert Steuckers:
Pourquoi nous sommes Européens et non pas Occidentaux
Les tenants des vieilles droites dans la partie ouest de notre continent s'engagent pour la «défense de l'Occident». La Nouvelle Droite, dans le sillage des critiques conservatrices-révolutionnaires et nationales-révolutionnaires allemandes, avec Alain de Benoist et Guillaume Faye, ont soumis la notion d'Occident à une critique serrée, au nom de l'Europe. Du coup, dans l'espace linguistique francophone, les droites sont désormais divisées en deux camps: celui des Occidentalistes et celui des Européens ou Néo-Européens (l'expression est de Faye, soucieux de donner une dimension projectuelle et «futuriste» à son engagement et de le détacher de tout ancrage passéiste et démobilisateur). Ce clivage oppose aussi souvent, à de très rares exceptions près, ceux qui s'accomodent du libéralisme et de l'américanisation des mœurs en gardant comme alibi ou comme colifichet un christianisme intégriste ou moderniste, d'une part, à ceux qui luttent pour un socialisme enraciné, contre le nivellement culturel venu d'outre-Atlantique, d'autre part, tout en refusant le discours manipulatoire des christianismes historiques et des sectes actuelles (Moon, scientologistes, etc.), lesquelles cherchent à recréer artificiellement des «suppléments d'âme», dans une société désertifiée par le matérialisme.
A l'Occident des premiers, les seconds opposent l'Europe, parce qu'ils sont conscients que notre continent ne pourra survivre que s'il demeure entier, s'il s'unit, s'il fait retour sur lui-même, s'il recentre ses énergies pour les mettre au service de tous. Or l'idée d'Occident ne séduit que les droites françaises, belges, espagnoles et britanniques, qui se posent comme héritières de l'Empire Romain d'Occident, issu de la scission de 395, et de l'Europe carolingienne, destructrice de l'autonomie économique des sociétés paysannes, notamment en Allemagne du Nord. Cet occidentalisme des droites, surtout lorsqu'il est vulgarisé outrancièrement, conduit implicitement à dévaloriser l'histoire des régions d'Europe situées en dehors des limites de l'Empire Romain d'Occident ou du vaste territoire jadis soumis à Charlemagne, à ignorer délibérément les productions culturelles des espaces germaniques, slaves, celtiques, scandinaves, grecs, magyars, roumains, finnois, etc. L'occidentalisme est une vision hémiplégique de l'Europe. Une réduction délétère. Et dangereuse car elle ne valorise qu'une frange atlantique de notre continent au détriment de son centre (la Mitteleuropa), de la synthèse balkanique et de l'immensité territoriale russo-sibérienne, marquée du génie slave. L'occidentalisme ne valorise donc qu'une petite portion d'Europe; pire: il valorise dans la foulée le greffon monstrueux que cette portion d'Europe a crée en Amérique du Nord, cette implosion culturelle, où toutes les énergies créatrices s'annullent lamentablement.
L'historiographie russe du XIXième siècle a réagi vertement contre cette réduction. Des historiens ou philosophes de l'histoire comme Danilevski ou Leontiev, un écrivain aussi important que Dostoïevski, ont dénoncé l'Occident comme le terreau où a germé la maladie libérale, où l'individualisme a brisé les réflexes communautaires, provoquant une irrémédiable décadence. Leurs arguments consistaient souvent en des laïcisations didactiques des reproches adressés par le christianisme orthodoxe/byzantin aux catholiques et aux protestants. Basée sur le «mir», c'est-à-dire la communauté paysanne et villageoise russe, l'orthodoxie slave dénonce l'autoritarisme catholique et l'individualisme protestant. En effet, l'église catholique nomme des prêtres étrangers aux paroisses, condamnés par dogme à ne pas avoir de descendance donc à être des individus nomadisés, qui appliquent le plus souvent des politiques allant dans le sens des intérêts de l'église et non dans celui de l'intérêt vital, biologique et immédiat du peuple. Le protestantisme, pour sa part, laisse la porte ouverte à tous les subjectivismes, donc favorise la dissolution des communautés. De plus, l'église catholique a progressé en Germanie grâce à son alliance avec l'appareil militaire carolingien, lequel délègue à ses officiers démobilisés des fiefs, privant de la sorte les élites enracinées, nées au sein du peuple lui-même, de leur rôle naturel de guide. L'église catholique enclenche ainsi un processus d'aliénation catastrophique, qui creusera, tout au long du Moyen Age, un fossé profond entre la culture des élites et la culture du peuple (cette distinction a été bien mise en lumière par Robert Muchembled, historien français). Qui plus est, l'officier carolingien démobilisé devient individuellement propriétaire du sol, jusqu'alors propriété collective d'une communauté villageoise et transmise telle quelle de génération en génération (lire à ce propos le splendide roman de Henri Béraud: «Le Bois du Templier pendu»). Le peuple devient économiquement dépendant du bon vouloir d'un officier allochtone.
Quand nous refusons l'occidentalisme aujourd'hui, nous ne rejettons pas simplement les enfantillages de l'American Way of Life, la fadeur de l'idéologie américaine, les horreurs de la décadence américaine par l'héroïne ou le crack, nous nous insurgeons avec une égale vigueur contre toutes les idéologies qui refusent de tenir compte de l'enracinement comme valeur primordiale. Nous sommes, pour reprendre le vocabulaire de Muchembled, du côté de la «culture du peuple» contre la «culture des élites» (nécessairement allochtones dans la définition de l'historien). Nous nions au christianisme manipulateur, à l'autoritarisme carolingien et catholique, au cléricalisme, au monarchisme coupé du peuple, toute valeur potentielle parce qu'ils nient et tuent la force jaillissante et vivifiante de l'enracinement. Les critiques protestantes, libérales, illuministes (l'idéologie des Lumières), marxistes, etc., n'ont pas constitué des révolutions (au sens étymologique de «retour sur soi») véritables; elles sont restées détachées des glèbes et des chairs; elles ont tiré des plans sur la comète sans retomber dans la lourde concrétude du sol et de l'histoire; elles sont restées des joujoux d'élites bourgeoises ou embourgeoisées vivant de leurs rentes ou aux crochets de leurs amis (Marx!). Elles sont des manifestations d'occidentalisme dans le sens où l'Occident est l'assemblage hétéroclite de toutes les pensées et pratiques détachées des glèbes et des chairs. Lorsque nous privilégions l'usage des termes «Europe» et «européen» pour désigner notre vision continentale des choses, nous opérons mentalement une révolution réelle, une révolution qui nous reconduit à l'essentiel immédiat et concret, que Barrès désignait par sa belle expression: «La Terre et les Morts».
De ce choix philosophique, découle évidemment la nécessité de lutter sans relâche contre toutes les idéologies de manipulation que je viens de citer, de réhabiliter les réflexes religieux spontanés de nos populations, de se pencher sur le passé, de soutenir dans la pratique les cercles d'archéologie locale, de créer et d'instituer des formes d'économie qui assurent à tous les membres de notre communauté de quoi vivre décemment et de fonder des familles, de privilégier les droits collectifs et enracinés des peuples plutôt que les droits bourgeois, déracinés et individualistes que l'on nomme fallacieusement «droits de l'homme», sans apercevoir que l'humanité ne peut survivre que si les hommes concrets tendent la main à d'autres hommes concrets, vivent dans des foyers avec des femmes et des enfants concrets, travaillent dans des ateliers ou des fermes avec d'autres hommes concrets, sans jamais être isolés comme Robinson sur son île. L'Occident a raisonné depuis mille ans en termes de salut individuel, lors de la phase religieuse de son développement, en termes de profit individuel, lors de sa phase bourgeoise et matérialiste, en termes de narcissisme hédoniste, dans la phase de déliquescence totale qu'il traverse aujourd'hui. Le centre et l'est de notre continent ont su mieux conserver l'idée de communauté charnelle. En Allemagne et en Scandinavie, les idéaux populistes de toutes sortes ont su donner une harmonie intérieure à la société depuis deux siècles, laquelle s'est traduite par des progrès considérables tant sur le plan intellectuel que sur le plan technique. L'Allemagne et la Suède enregistrent des succès industriels et sociaux considérables précisément parce que l'individualisme occidental les a moins marquées. Les peuples slaves et baltes ont traversé l'âge sombre de l'ère marxiste sans oublier leurs racines, comme le prouve quantité de faits divers de l'actualité récente, notamment en Estonie, en Moldavie, en Lithuanie et en Azerbaïdjan.
Dans cette optique, le recentrage de l'Europe sur elle-même ne peut se faire sur base des idéaux occidentaux et des pratiques sociales qu'ils ont générées. Le recentrage de l'Europe se fera sur base des idéaux fructueux que la philosophie de Herder a fait germer de Dunkerque au Détroit de Bering. Ces idéaux placent au sommet de la hiérarchie des valeurs le peuple comme porteur et vecteur d'une culture spécifique et inaliénable, hissent la solidarité communautaire au rang de principe social cardinal. Dans cette optique, l'autre est toujours un frère, non pas un gogo à berner, à qui soutirer du fric, un péquenaud que l'on administre à coups d'ukases, que l'on écrase d'impôts en lui contant qu'il jouit tout de même des «droits de l'homme» et qu'il n'a qu'à être bien content et s'esbaudir à la pensée que les p'tits chinois, eux, ils n'en bénéficient pas. Tous les défenseurs de beaux principes idéalistes sont des escobars, des escrocs, des distilleurs d'opium du peuple. L'Occident des réactionnaires et le One-World aseptisé des américanolâtres, libéraux ou ex-soixante-huitards, sont des principes de nature manipulatoire. Notre Europe, elle, n'est pas un principe, elle une terre, une terre-mère qui a enfanté dans la douleur quelques races d'hommes qui se sont entrecroisés (des Méditerranéens et des Nordiques, des Ostbaltiques et des Dinariques, etc.) puis ont produit des tas de choses magnifiques qui étaient déjà inscrites virtuellement dans les gènes de leurs plus lointains ancêtres. Il faut continuer l'aventure. Il faut faire passer toutes nos énergies du virtuel au réel.
Robert STEUCKERS.
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jeudi, 03 septembre 2009
De la destruction de l'environnement culturel
Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1998
De la destruction de l’environnement culturel
Trois possibilités menancent en cette fin de 20ième siècle, de détruire le monde : la première de ces possibilités est la guerre nucléaire ; ce danger a déjà été perçu dès les années 50 et 60. La deuxième possibilité est la destruction de notre environnement écologique par le pillage des ressources naturelles. Les grandes catastrophes écologiques dans toutes les régions du monde en donnent un avant-goût : rappelons-nous les inondations catastrophiques qui ont frappé la Chine récemment. La troisième possibilité est bien mise en exergue par Gerhard Pfreundschuh dans un livre intitulé Die kulturelle Umwelzerstörung (= La destruction de l’environnement culturel). Cette troisième possibilité se manifeste par la perte des valeurs et l’ingouvernabilité croissante des sociétés, par la domination quantitative de masses écervelées et ensauvagées, par le règne des multiples mafias, par la prolétarisation de larges strates de nos populations, par la surpopulation et les migrations de masse. Pour Pfreundschuh, cette troisième possibilité est toute aussi dangereuse que l’apocalyspe nucléaire ou la pollution généralisée.
La destruction de nos environnements culturels, explique Pfreundschuh, a atteint des proportions inquiétantes et angoissantes. La destruction de nos environnements culturels est bien distincte de la destruction de l’environnement écologique. L’écologie se définit comme le rapport qu’entretient l’homme avec son environnement naturel et physique. La culture se manifeste essentiellement par des rapports ordonnés entre les hommes. On peut définir la culture comme un environnement créé par l’homme lui-même, comme un environnement “spirituel”. La culture implique l’existence d’acquis d’ordre social, économique, juridique et éthique, d’ordres et d’ordonnancements de toutes sortes, des communautés bien définies et profilées.
La destruction de l’environnement écologique aboutit à la mort des forêts, à l’accumulation de substances toxiques dans l’atmosphère et dans l’eau. La destruction de l’environnement culturel conduit à l’accumulation de bidonvilles, de zones de misère indicible dans des villes qui se décomposent par gigantisme, conduit au règne de la criminalité organisée, conduit à la dissolution des liens sociaux et à l’isolement des individus.
Pfreundschuh nous pose une question intéressante : «D’où une communauté humaine tire-t-elle la force de suivre une voie précise, en adéquation avec son temps, d’où tire-t-elle la force de marcher vers l’avenir dans la cohésion ?». Sa réponse est claire : «Une société ne trouve de cohérence pratique et réelle que si elle repose sur une cohérence spirituelle que seule une culture communément partagée peut lui apporter».
Fukuyama, philosophe libéral américain d’origine japonaise, constate : «La nation reste le point central d’identification, même, si dans l’avenir, nous verrons de plus en plus de nations s’organiser de manière identique sur les plans économique et politique». Le philosophe Norbert Elias a aussi pleinement reconnu l’incontournable imbrication culturelle de l’homme : «L’image, aujourd’hui largement répandue, d’un homme seul et isolé de tous, que l’on nous pose comme un être absolument indépendant et détaché de tous les autres hommes, comme un être existant exclusivement pour soi, ne correspond nullement aux faits. L’individu, dans cette optique, n’a pas grand choix. Il naît au sein d’un ordre politique et culturel, au sein d’institutions d’un certain type ; il est conditionné par ces ordres et ces institutions de manière plus ou moins heureuse. Et même s’il estime que ces ordres et institutions sont critiquables ou redondants, il ne peut s’y soustraire par la seule force de sa volonté personnelle, il ne peut réellement effectuer un saut libératoire hors de cet ordre existant. Il peut certes tenter d’y échapper en choisissant la voie de l’aventure, adopter le style du tramp américain (à la Kerouac), opter pour l’art ou pour l’écriture ; il peut même se retirer sur une île déserte : dans sa fuite hors de l’ordre politico-culturel dont il est issu, il restera un produit de cet ordre. Rejeter cet ordre, le fuir, sont néanmoins des expressions du conditionnement qu’il lui impose, tout comme la glorification et la justification de cet ordre.
Même si on ne partage pas la thèse de Pfreundschuh et qu’on n’accepte pas les causes de la destruction de l’environnement culturel qu’il avance, le concept même de “destruction de l’environnement culturel” mérite de mobiliser nos réflexions.
Brigitte SOB.
(article tiré de Zur Zeit, n°37/98; trad. franç.: Robert Steuckers).
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mardi, 01 septembre 2009
Variations autour du thème "Russie"
Robert STEUCKERS:
Variations autour du thème “Russie”
Discours de Robert Steuckers lors du colloque de la “nouvelle alternative solidariste” à Ruddervoorde/Bruges, 11 octobre 2008
La Russie –vous l’entendez et le lisez chaque jour dans les médias du système— est l’objet d’une inlassable propagande, toujours dénigrante et négative, d’un harcèlement permanent des esprits, qui la campent comme un immense foyer où se succèdent sans discontinuité horreurs et entorses à la “bonne gouvernance”; cette propagande a été bien réactivée depuis la “Guerre d’août” dans le Caucase, il y a deux mois. Cette propagande négative, cette “Greuelpropaganda” (“gruwelpropaganda”), n’est pas nouvelle, car, les historiens le savent, elle s’est déjà déployée dans l’histoire des deux derniers siècles, essentiellement pour deux faisceaux de motifs:
Premier faisceau de motifs:
D’abord à cause de l’autocratisme de certains tsars: Paul I, qui voulait marcher avec Napoléon contre l’Inde britannique et démontrait, par cette volonté, que la maîtrise de la Mer Noire et de la Caspienne permettait à terme de déboucher en Inde, arsenal civil et source de profit pour la puissance dominante anglaise; et Nicolas I, qui a entamé la marche des armées russes en direction du Caucase et de l’Asie centrale; ce tsar voulait régler la question d’Orient en liquidant l’Empire ottoman, ce qui a déclenché la Guerre de Crimée. Ce reproche d’autoritarisme fait partie d’un arsenal propagandiste récurrent car il s’adresse également à des tsars d’ouverture tels Alexandre II, qui lance un programme d’industrialisation, de modernisation et de libération des serfs, ou Nicolas II, qui sera tantôt ange tantôt démon, selon les fluctuations de la géopolitique anglaise, qui entendait d’abord ébranler la Russie pour s’emparer des pétroles du Caucase puis s’allier à elle dans le cadre de l’Entente pour faire pièce à une Allemagne devenue ennemie principale, prenant ainsi, au titre de cible première des propagandes dénigrantes, le relais de l’Empire des Tsars comme le démontre d’excellente manière le géopolitologue suédois William Engdahl dans son ouvrage sur la guerre du pétrole (1). Nicolas II partage avec les Mexicains Zapata et Pancho Villa le triste honneur d’avoir été tout à la fois, en l’espace de quelques années seulement, tyran sanguinaire et brave allié. Les deux Mexicains, rappellons-le, voulaient nationaliser les pétroles de leur pays, les arracher aux tutelles britannique et yankee... L’an passé, nous avons eu à déplorer la disparition de Henri Troyat, de l’Académie Française, écrivain de souche russe et arménienne, qui nous a laissé des biographies de tous les tsars: elles nous expliquent en long et en large les grands axes de leur politique, dans un langage clair et limpide, accessible à tous, sans jargon. Je conseille à chacun de vous de s’y référer.
Deuxième faisceau de motifs:
Ensuite à cause du bolchevisme et de la bolchevisation de la Russie, après 1917, la démonisation propagandiste se focalise sur l’idéologie et la pratique du communisme. Elle a la tâche bien plus facile car le tsarisme était moins démonisable que le soviétisme. Le monde catholique belge et flamand, notamment, dépeint la Russie soviétisée comme le foyer du mal absolu, surtout pour empêcher tout envol du communisme en Belgique même; la publication de l’album d’Hergé, “Tintin au pays des Soviets” relève, pour ne donner qu’un seul exemple, de cet anti-communisme catholique et militant des années 20 et 30. Cette propagande anti-soviétique a laissé des traces: en dépit de l’effondrement définitif de l’Union Soviétique et de la débolchevisation de la Russie, les réflexes anti-russes mobilisés pour combattre le soviétisme, notamment la propagande en faveur de l’OTAN, restent ancrés dans les mentalités, incapables d’intégrer les nouvelles donnes géopolitiques d’après 1989. A cet anti-communisme, mis en sourdine à partir de 1941 pour raisons d’union sacrée contre le nazisme et pour couvrir les agissements de la résistance communiste (en tant qu’instrument de la “guerilla warfare”), succède un anti-stalinisme, partagée par certains communistes ailleurs dans le monde; cet anti-stalinisme prête tous les travers du communisme à la seule gestion stalinienne de l’Union Soviétique. Comme Nicolas II, tyran sanguinaire puis “bon père des peuples de toutes les Russies” selon la propagande londonienne, Staline sera un monstre, puis le brave “Uncle Joe”, puis le “petit père des peuples” puis à nouveau un dictateur infréquentable.
Dans mon article, intitulé “La diplomatie de Staline” (cf. http://euro-synergies.hautetfort.com), et dont la teneur m’a été souvent reprochée (2), j’ai souligné l’originalité, après 1945, de la diplomatie soviétique, qui pariait sur des rapports bilatéraux entre puissances et non sur une logique des blocs, du moins au départ. De fait, le pacte de Varsovie nait en 1955 seulement, après la mort du leader géorgien. Ce Pacte a bétonné la logique des blocs et est l’oeuvre du post-stalinisme que Douguine dénonce, aujourd’hui à Moscou, comme une émanation d’un certain “atlanto-trotskisme”. En dépit d’atrocités comme l’élimination des koulaks dans les terres noires et si fertiles d’Ukraine, qui a privé l’Union Soviétique d’une paysannerie capable de lui assurer une totale autonomie alimentaire, et comme les épurations du parti et de l’armée lors des grandes purges de 1937, il faut objectivement mettre à l’acquis de la période stalinienne tardive les notes de 1952, proposant la neutralisation de l’Allemagne sur le modèle prévu pour l’Autriche, en accord avec le filon “austro-marxiste” de la social-démocratie autrichienne.
Déstalinisation et logique des blocs
La volonté de réhabiliter les rapports bilatéraux entre puissances, selon les vieux critères avérés de la diplomatie classique, et le projet de neutralisation d’une large portion du centre de l’Europe entre l’Atlantique et la frontière soviétique, dont l’arsenal industriel allemand appelé à renaître de ses cendres (“les Hitlers vont et viennent, l’Allemagne demeure”), sont deux positions qui ont l’une et l’autre déplu profondément à Washington et entraîné ipso facto une propagande anti-stalinienne puis, dans la foulée, la déstalinisation, au profit d’une logique des blocs parfaitement schématique, qui condamnait l’Europe à la division et la stagnation, au blocage géopolitique permanent. La déstalinisation, en dépit de la “bonne figure” qu’elle se donnait, interdisait de revenir au message de la fin de l’ère stalinienne: diplomatie classique et neutralisation de l’Allemagne.
La Chine actuelle, partiellement héritière de ce communisme de la fin des années 40 et du début des années 50, préconise des relations internationales basées sur des rapports bilatéraux, dans le respect des identités politiques des acteurs de la scène internationale, en dehors de toute formation de blocs et de toute idéologie “immixtionniste” (wilsonisme, stratégie cartérienne et reaganienne des “droits-de-l’homme”, etc.) (cf. nos articles sur la question: Robert Steuckers, “Les amendements chinois au ‘nouvel ordre mondial’” & “Modernité extrême-orientale et modèle juridique ‘confucéen’”; ces deux articles sont repris dans: Robert Steuckers, “Le défi asiatique et ‘confucéen’ au ‘nouvel ordre mondial’”, Synergies Européennes, Forest, 1998; les deux textes figurent dorénavant sur: http://euro-synergies.hautetfort.com).
Le retour des thématiques anti-autocratiques
Avec Poutine et Medvedev, la propagande habituelle recompose les thématiques de l’anti-autocratisme, de l’hostilité à tout pouvoir non seulement fort mais simplement solide, à celle des résidus de communisme, dans le sens où toute réorganisation des anciennes terres de l’Empire russe et toute velléité de contrôler l’économie et le marché des matières premières s’assimilent à un retour au communisme. Ce sont des pièges dans lesquels il ne faut pas tomber, en tenant compte des arguments suivants:
- la Russie a besoin d’un pouvoir plus contrôlant que les terres situées à l’Ouest du sous-contient européen, la coordination des ressources de son immense territoire exigeant davantage de directivité;
- dans une perspective européenne et russe, le contrôle pacifique de l’Asie centrale, du Caucase, de la Caspienne et de la Mer Noire est un atout géopolitique et géostratégique important, dont il ne faut pas se défaire avec légèreté, sous peine de voir triompher le voeu le plus cher de la géopolitique anglo-saxonne, dont les fondements ont été théorisés par Halford John Mackinder et Homer Lea dans la première décennie du 20ème siècle;
- la démonisation de la Russie a une forte odeur d’hydrocarbure; chaque étape historique de cette démonisation est marquée par l’un ou l’autre enjeu pétrolier; hier comme aujourd’hui, dans le Caucase;
- le communisme, en tant que messianisme qui s’exporte et ébranle les équilibres politiques des nations voisines, a cessé d’exister et les réflexes défensifs que son existence dictait n’ont plus lieu d’être et vicient, s’ils jouent encore, la perception de la réalité actuelle;
- la propagande anti-russe d’hier et d’aujourd’hui participe de la stratégie immixtionniste et internationaliste mise en oeuvre à Londres hier, à Washington depuis la présidence de Teddy Roosevelt et du système wilsonien; elle a eu pour résultat de torpiller toutes les oeuvres d’unification continentale et de faire, à terme, de l’Europe un nain politique, en dépit de son gigantisme économique.
L’historiographie dominante fait donc de la Russie un croquemitaine et cette historiographie est dictée aux agences médiatiques, à la presse internationale, par des officines basées à Londres ou à Washington. Il s’agit désormais, dans les espaces de liberté comme le nôtre, de contrer les poncifs toujours récurrents de cette propagande et de se référer à une autre interprétation de l’histoire, à une historiographie alternative, différente aussi de l’historiographie soviétique/communiste (liée à l’historiographie anglo-saxonne pour les événements de la seconde guerre mondiale).
Le souvenir de “Pietje Kozak”
Dans le cadre restreint du mouvement flamand, il faut se rappeler que sans les cosaques d’Alexandre I, les provinces sud-néerlandaises n’auraient jamais été libérées du joug napoléonien et que leur identité culturelle et linguistique aurait disparu à tout jamais si elles étaient demeurées des départements français. Si un quartier s’appelle “Moscou” à Gand, c’est en souvenir des libérateurs cosaques, conduits par “Pietje Kozak”, dont les chevaux avaient galopé d’Aix-la-Chapelle aux rives de l’Escaut, en passant par Bruxelles, où ils avaient campé à la Porte de Louvain, l’actuelle Place Madou. Les cosaques n’ont pas laissé de mauvais souvenirs. Ils ne sont pas restés longtemps: ils ont foncé vers Paris, tandis que les Gantois volontaires étaient incorporés dans l’armée prussienne, armée pauvre, levée en masse, selon les consignes de Clausewitz, qui voulait faire pièce à la conscription républicaine puis napoléonienne. Cette armée devait vivre sur la population, notamment sur la rive orientale de la Meuse que la Prusse convoitait, en inquiétant les Anglais, qui voyaient une grande puissance s’approcher d’Anvers et occuper une vallée mosane menant directement au Delta et au Hoek van Holland, à une nuit de navire à voile de Londres, comme au temps de l’Amiral De Ruyter. Les réquisitions prussiennes ont laissé de mauvais souvenirs, surtout en pays de Liège, dans les Ardennes et le Condroz. Les Anglais, eux, payaient tout ce qu’ils prenaient et se taillaient bonne réputation: c’est là qu’il faut voir l’origine de l’anglophilie belge.
Après l’effondrement du système napoléonien qui avait l’avantage peut-être d’unir l’Europe mais le désavantage de le faire au nom des philosophades modernistes de la révolution française, l’Europe acquiert, à Vienne en 1814-15, une sorte d’unité restauratrice. Ce sera la Pentarchie, le concert des cinq puissances (Prusse, Russie, Angleterre, Autriche, France) dont le territoire s’étend de l’Atlantique au Pacifique. Nous avons donc pour la première fois dans l’histoire un espace européen et eurasien entre les deux plus grands océans du globe. La cohérence de cet espace demeure un idéal et une nostalgie, en dépit des faiblesses de cette Pentarchie, sur lesquelles nous reviendrons. Rappellons qu’elle subsistera à peu près intacte jusqu’en 1830 et que les premières lézardes de son édifice datent justement de cette année fatidique de 1830, de la révolte belge de Bruxelles, où Français et Britanniques acceptent les exigences des insurgés, les uns dans l’espoir d’absorber petit à petit le pays; les autres pour briser l’unité des Pays-Bas, qui alliaient de considérables atouts à l’aube de la révolution industrielle: une industrie métallurgique liégeoise, des mines de charbons de Mons à Maastricht, une bonne industrie textile en Flandre et dans la Vallée de la Vesdre, une flotte hollandaise impressionnante et des colonies en voie de développement en Insulinde (Indonésie), un pôle germanique continental et littoral aussi attrayant, sinon plus attrayant, pour les populations d’Allemagne du Nord que la Prusse et le Brandebourg (3). Tandis que Français et Britanniques favorisaient la sécession belge, les autres puissances européennes y voyaient une première entorse à la cohésion “pentarchique” et le triomphe d’un particularisme stérile.
La Doctrine de Monroe contre la Pentarchie
Preuve des potentialités immenses de la “Pentarchie”: c’est à l’époque de sa plus forte cohésion que les puritains d’Amérique du Nord s’en inquiètent, tout en devinant les potentialités de leur propre vocation continentale et bi-océanique dans le Nouveau Monde. La proclamation de la Doctrine de Monroe en 1823 constitue un défi américain à cette formidable cohésion européenne qui s’impose sur la masse continentale eurasiatique (4). Il fallait de l’audace pour oser ainsi défier les cinq puissances de la Pentarchie. Avec un culot inouï, sans avoir à l’époque les moyens de défendre sa politique sur le terrain, James Monroe a osé prononcer ce programme d’exclusion des puissances européennes, à commencer par l’Espagne affaiblie, car si la Pentarchie l’avait voulu, elle se serait partagé le Nouveau Monde en zones d’influence et les treize colonies rebelles n’auraient pas pu dépasser les Appalaches ni atteindre le bassin du Mississippi si Bonaparte n’avait pas eu la funeste idée de leur vendre la Louisiane en 1803.
La Guerre de Crimée (5) va définitivement rompre la cohésion de la Pentarchie et inaugurer l’ère des compositions et recompositions d’alliances qui conduiront à l’explosion de 1914, à la première guerre mondiale et à l’implosion de la culture européenne. Le Tsar Nicolas I entendait parachever le travail de liquidation de l’Empire ottoman, commencé en 1828, où les flottes anglaise, française et russe, de concert, avaient forcé le Sultan à concéder l’indépendance à la Grèce, qui aura un roi bavarois. L’objectif du Tsar était de liquider progressivement l’Empire ottoman, corps étranger à la Pentarchie sur le sous-continent européen, en protégeant puis en accordant l’indépendance aux sujets chrétiens (orthodoxes) de la Sublime Porte. La logique du Tsar est continentaliste: il veut un élargissement de “l’ager pentarchicus” et la ré-occupation de positions statégiques-clefs que les impérialités européennes, romaines et byzantines, avaient tenues avant les raz-de-marée arabe et ottoman. L’élargissement de “l’ager pentarchicus” impliquait, après la parenthèse de l’indépendance grecque soutenue par tous, d’englober tout le territoire maritime pontique et de débouler, partiellement ou par nouvelles petites puissances orthodoxes interposées, dans le bassin oriental de la Méditerranée, avec la Crète et Chypre, à proximité de l’Egypte. La logique de l’Angleterre est, elle, maritime, thalassocratique. Pour le raisonnement impérial anglais, l’Empire des Tsars, avec ses immenses profondeurs territoriales et ses énormes ressources, ne peut pas s’avancer aussi loin vers le Sud, peser de tout son poids sur la ligne maritime Malte-Egypte, au risque de couper la voie vers les Indes, car on compte déjà à Londres percer bientôt l’isthme de Suez.
Le centre névralgique de l’Empire britannique n’est plus en Europe
Les préoccupations anglaises du temps de la Guerre de Crimée (1853-1856) demeurent actuelles, à la différence près que ce sont désormais les Américains qui les font valoir. Pour Londres hier et pour Washington aujourd’hui, la Russie, ni aucune autre puissance européenne d’ailleurs, ne peut avoir la pleine maîtrise de la Mer Noire ni disposer d’une bonne fenêtre sur la Méditerranée orientale. En 1853, Londres prendra fait et cause pour la Turquie, entraînant la France dans son sillage, et les deux puissances occidentales ruinèrent ainsi définitivement la notion féconde et apaisante de Pentarchie: elles sont responsables devant l’histoire de toutes les catastrophes qui ont saigné l’Europe à blanc depuis la Guerre de Crimée. L’unité et la cohésion de l’Europe ne comptent pas pour Londres et Paris, puissances excentrées par rapport au coeur du sous-continent. L’Occident s’alliera avec n’importe quelle puissance ou n’importe quelle peuplade extérieure à l’Europe pour détruire toute force de cohésion émanant du centre rhénan, danubien ou alpin de notre sous-continent. Cette stratégie de trahison et d’anti-européisme avait commencé avec François I, le Sultan et Barberousse au 16ème siècle (6); l’Angleterre vole, elle, au secours de l’Empire ottoman moribond, prolonge la servitude des peuples balkaniques en ne montrant aucune solidarité avec des Européens croupissant sous un joug musulman, parce que le centre névralgique de la puissance britannique ne se situe plus en Europe, ni même dans la métropole anglaise, mais en Inde. L’Angleterre possède donc un empire dont le centre, sur le globe, est le sous-continent indien; bien qu’hegemon, elle se situe en périphérie de l’espace-tremplin initial, du coeur même de son propre empire et combat tout ce qui, autour de l’Inde, pourrait, à moyen ou long terme, en réalité ou en imagination, en menacer l’intégrité territoriale. Les logiques française et anglaise de la seconde moitié du 19ème siècle ne sont donc plus euro-centrées mais exotiques. Ce glissement scelle la fin de la cohésion pentarchique.
C’est à la suite de la Guerre de Crimée que le terme “Occident” devient péjoratif en Russie. Nul autre que Dostoïevski ne l’a expliqué aussi clairement que dans son “Journal d’un écrivain”. En 1856, quand la Russie doit accepter les clauses humiliantes de la paix, une première césure traverse l’Europe pentarchique, une césure qui constitue une première étape vers l’épouvantable cataclysme d’août 1914. En effet, la césure sépare désormais une Europe occidentale (France et Angleterre), d’une Europe centrale et orientale (Prusse, Russie, Autriche-Hongrie). En dépit de la méfiance autrichienne avant et pendant la Guerre de Crimée, qui voyait d’un mauvais oeil la Russie qui tentait de s’installer dans le delta du Danube en prenant sous sa protection les principautés roumaines (Valachie et Moldavie), de confession orthodoxe. Sous l’impulsion de Bismarck, les trois puissances impériales chercheront à reproduire, à elles seules, la cohésion de la Sainte-Alliance. Après l’unification allemande de 1871, on parlera de “l’alliance des trois empereurs” (“Drei-Kaiserbund”). Bismarck exhortera les Autrichiens à ne pas succomber aux tentations occidentales, ce qui sera d’autant plus aisé que l’Autriche n’a jamais eu de colonies extra-européennes.
La crainte de voir renaître un Empire russo-byzantin sur le Bosphore
Le théoricien le plus pertinent de la “Pentarchie” fut incontestablement Constantin Frantz (7): c’est lui qui a démontré que “l’excentrage” exotique de l’Angleterre en direction des Indes principalement et de la France en direction de l’Afrique (Algérie, Saint-Louis/Dakar, Côte d’Ivoire, Gabon, avant 1860) brisait la cohésion de l’Europe et pouvait induire sur son territoire des conflictualités générées ailleurs. La Guerre de Crimée est la première conflagration inter-européenne après 1815, dont les motivations dérivent de préoccupations extra-européennes: l’Angleterre ne veut pas d’une flotte russe en Méditerranée orientale parce que cela menace l’Egypte et comporte le risque de voir s’installer des postes et bases russes en Mer Rouge, avec accès à l’Océan Indien; la France n’en veut pas davantage car une flotte russe dans les bases auparavant ottomanes risque de menacer l’Algérie fraîchement conquise, qui, rappelons-le, était tout de même la base la plus avancée des Ottomans en Méditerranée occidentale au 16ème siècle. La crainte partagée par Paris et Londres en 1853 était de voir se reconstituer, sur les débris de l’Empire ottoman, un empire russo-byzantin rechristianisé capable, avec les réserves russes, de contrôler les principaux points stratégiques à la charnière des masses continentales asiatiques et africaines, et de remplacer ainsi l’Empire ottoman. Cette crainte n’existait pas encore vingt-cinq ans auparavant, au moment de l’accession de la Grèce à l’indépendance: la France n’avait pas encore débarqué ses troupes en Algérie et l’Angleterre escomptait simplement faire de la Grèce un satellite plus solide que le seul petit cordon d’îles ioniennes, dont elle avait fait, en 1815, une république sous protectorat anglais.
Revenons à la propagande anti-russe actuelle: elle remonte à l’époque de la Guerre de Crimée. Aujourd’hui encore, les linéaments de cette propagande et les motifs géopolitiques qu’elle dissimule ou travestit demeurent et s’utilisent toujours. Et montrent plus de virulence dans la sphère anglo-saxonne et en France qu’ailleurs en Europe, mis à part les pays de l’est fraîchement libéré du communisme. Les cénacles, journaux, publications des milieux dits “nationalistes” ou “nationaux-conservateurs” de l’Occident français et anglais évoquent bien moins souvent une alliance euro-russe que leurs pendants d’Europe centrale germanique (Allemagne, Autriche). En Flandre, nous assistons à une contagion anglaise, à une véritable “anglo-saxonnite aigüe”, totalement contraire aux intérêts européens de cette région liée à la Rhénanie-Westphalie, et improductive pour tout combat métapolitique face au danger français, à l’heure où la conquête n’est plus militaire ou culturelle mais économique.
Les “nouveaux philosophes”, instruments de la russophobie
La propagande anti-russe, et aujourd’hui hostile à Poutine, fonctionne à merveille dans la sphère linguistique anglo-saxonne. C’est au départ d’officines de moins en moins britanniques et de plus en plus américaines qu’elle se déploie sur la planète entière. En France, cette propagande se distille, sous un déguisement différent, au départ, non pas de cercles conservateurs ou nationaux-conservateurs, mais de réseaux trotskistes, d’obédience affichée ou infiltrés dans les cénacles syndicaux ou socialistes et surtout au départ des niches médiatiques et journalistiques où s’est incrustée la secte des “nouveaux philosophes”, à cheval entre une gauche nouvelle (les fameuses deuxième et troisième gauches) et une droite atlantiste, molle, libérale et “orléaniste” qui cherche à tourner le dos au gaullisme. Ce bastion, bien positionnée sur le carrefour entre droite centriste et gauche centriste, permet à cette propagande de s’insinuer partout et d’empêcher l’éclosion d’une pensée géopolitique alternative, non atlantiste, qui pourrait émerger dans plusieurs franges politiques potentielles, aujourd’hui houspillées dans les marges de la politique dominante et souvent décriées comme “extrémistes”: communiste, gaulliste (dans le sens de Couve de Meurville), nationaliste, souverainiste ou néo-maurrassienne.
La Guerre de Crimée a donc fracassé définitivement la Pentarchie, la seule cohésion européenne de l’ère moderne et contemporaine. Néanmoins, le conflit dominant, celui dont les enjeux géopolitiques avaient le plus d’envergure territoriale car ils concernaient et la Terre du Milieu (sibérienne et centre-asiatique) et l’Océan du Milieu (l’Océan Indien avec le sous-continent indien), demeurait le conflit russo-britannique. Le conflit franco-prussien de 1870-71, perçu comme essentiel en France ou en Allemagne car il était local, reste marginal, malgré tout, malgré son importance, malgré qu’il est l’une des sources majeures des deux conflits mondiaux du 20ème siècle.
Versailles ou le retour de la politique de Richelieu
Cependant, la permanence du conflit anglo-russe aux confins de l’Hindou Kouch, la rivalité entre Londres et Saint-Pétersbourg en Asie centrale et la volonté française de revanche et de reconquête de l’Alsace et de la Lorraine thioise vont peser d’un poids suffisant pour modifier la donne entre 1871 et 1914. La France va investir en Russie, afin d’avoir un “allié de revers”, comme François I s’était allié au Sultan et aux pirates barbaresques pour prendre le Saint-Empire et l’Espagne en tenaille et faire échouer l’offensive espagnole et vénitienne en Afrique du Nord et en direction de la Méditerranée orientale. On ne mesure pas encore complètement l’impact désastreux de cette politique. La politique française des investissements en Russie, mieux connue sous l’appelation des “emprunts russes” va contribuer à la dislocation progressive de l’alliance des “Trois Empereurs”, ultime résidu de l’esprit de la Pentarchie de 1814. A ce projet de s’adjoindre le “rouleau compresseur russe”, s’ajoutera une volonté maçonnique d’émietter l’espace de la “monarchie danubienne” austro-hongroise, de fractionner l’Europe centrale et orientale en autant de petits Etats que possible, tous condamnés à la dépendance ou à l’inviabilité économique: ce sera une réactualisation de la politique de Richelieu, visant la “Kleinstaaterei” dans les Allemagnes (pluriel!), qui trouvera un nouvel aboutissement dans le Traité de Versailles.
Bismarck serait indubitablement parvenu à maintenir la cohésion de l’alliance des Trois Empereurs. Ses successeurs n’auront pas cette intelligence politique et ce “feeling” géopolitique. Ils laisseront libre cours, sans réagir de manière opportune, à cette politique française de satellisation de la Russie. Quand celle-ci bascule définitivement dans le camp français, la politique alternative de l’Allemagne sera d’aller chercher dans l’Empire ottoman moribond un espace pour écouler les biens d’exportation de sa nouvelle industrie et y puiser des matières premières. Cette politique heurtera la volonté russe de trouver un débouché au-delà des Dardanelles, en direction de la Méditerranée orientale, de Suez et de l’Egypte et la volonté britannique de maintenir ou de créer un verrou partant du Caire pour aboutir à Calcutta au Bengale, afin de parachever, avec les possessions anglaises d’Afrique et d’Australie, une domination absolue sur l’ensemble des rivages de l’Océan Indien.
Une vingtaine d’années pour parfaire l’Entente
Il faudra cependant une vingtaine d’années pour consolider l’alliance que sera l’Entente entre Londres, Paris et Saint-Pétersbourg. Les sources de conflits potentiels demeurent latentes entre l’Angleterre et la France, en Indochine où l’Angleterre accepte, bon gré mal gré, que les Français contrôlent la façade pacifique de cette Indochine mais n’acceptent aucune extension de ce contrôle en direction du Siam et du Golfe du Bengale. De même, l’Angleterre voit d’un mauvais oeil la conquête violente puis la pacification de Madagascar par le Général Gallieni (qu’ils détesteront même au plus fort de la bataille de la Marne en 1914, alors que cette bataille a décidé du sort de la guerre en faveur des alliés). Ensuite, l’affaire de la prise de contrôle par les Britanniques du Canal de Suez ne s’est pas apaisée rapidement, a connu des rebondissements, surtout, notamment, quand l’expédition du Capitaine Marchand en direction de Fachoda au Soudan laissait présager une installation française sur les rives du Nil, axe liant l’Egypte à l’Afrique du Sud.
Une présence française sur le Nil aurait pu briser la cohésion territoriale de l’Empire britannique en Afrique en s’alliant soit à la Somalie sous domination italienne soit à l’Abyssinie chrétienne soit au Congo belge. Il y aurait eu une présence européenne continentale sur une portion importante du littoral africain de l’Océan Indien, avec, d’une part, une grande profondeur territoriale, reliant l’Atlantique à l’Océan du Milieu, et d’autre part, une base navale (et, plus tard, un porte-avion) malgache en face du Mozambique portugais, du Tanganyka alors allemand et surtout des mines d’Afrique du Sud, où demeurait une population boer rebelle, partiellement d’ascendance française. Imagine-t-on aujourd’hui quelle puissance aurait pu avoir un bloc colonial européen, regroupant les colonies françaises, belges, allemandes et portugaises et les Etats indépendants boers? La Mer Rouge aurait été contrôlée à hauteur d’Aden et de Djibouti par une constellation européenne germano-turque, italienne et française. Pour Londres, l’un des résultats les plus intéressants de la première guerre mondiale a été de contrôler la Mer Rouge de Suez à Aden, d’y éliminer toute présence germano-turque et, indirectement, française, la France sortant exsangue de la Grande Guerre.
Ratzel, Tirpitz et le réveil de l’Allemagne
Dans les années 90 du 19ème siècle, les Russes se rendent encore maîtres de l’actuel Tadjikistan et exercent une influence prépondérante sur le “Turkestan chinois” au nord du Tibet. Tandis que pour contrer ce gain de puissance, les Anglais annexent à l’Empire des Indes les régions afghanes aujourd’hui pakistanaises et que l’on appelle la “zone ethnique” pachtoune, actuellement en pleine rébellion et sanctuaire des rebelles talibans en lutte contre l’occupation de l’Afghanistan. Entre 1890 et 1900, rien ne laissait augurer une alliance anglo-russe, tant les conflits potentiels s’accumulaient encore le long des frontières afghanes. Le très beau film “Kim”, d’après une nouvelle de Rudyard Kipling, met en scène un Indien musulman local, fidèle à la Couronne britannique, et des explorateurs russes, soupçonnés d’espionnage et de venir soulever les tribus hostiles à la présence anglaise. Le scénario du film se déroule précisément dans les années 90 du 19ème siècle.
Après la guerre des Boers et l’élimination impitoyable de leurs deux républiques libres d’Afrique australe, période où l’Angleterre victorienne avait été honnie dans toute l’Europe, l’Allemagne devient l’ennemi numéro un, parce qu’elle développe des stratégies commerciales efficaces, concurrence les produits industiels britanniques partout dans le monde, se met à construire une flotte sous l’impulsion du géopolitologue Friedrich Ratzel et de l’Amiral von Tirpitz, exerce une influence prépondérante dans les “Low Countries”, propose une “Union de la Mittelafrika” à la Belgique et au Portugal susceptible de ruiner les projets de Cecil Rhodes et surtout réorganise l’Empire Ottoman pour un faire un espace complémentaire de son industrie (un “Ergänzungsraum”), coupant la route des Russes vers Constantinople et occupant des positions stratégiques en Méditerranée orientale, en prenant, avec l’Autrriche-Hongrie et ses marins dalmates, le relais de Venise la “Sérénissime” dans cet espace maritime, en face de Suez et sur un segment important de la route maritime vers l’Inde.
Mackinder et le “Terre du Milieu”
Malgré l’émergence, pour Londres, d’un “danger allemand”, la Russie demeure implicitement l’ennemi principal dans le dicours que tient Halford John Mackinder en 1904, pour expliquer, par la géographie, la dynamique Terre/Mer de l’histoire, où l’Angleterre tient la Mer et les Indes et la Russie, la Terre et l’Asie centrale, rebaptisée “Terre du Milieu” et posée comme inaccessible à l’instrument naval de la puissance anglaise. Mackinder tire en quelque sorte le signal d’alarme en cette année 1904, parce que, contrairement à l’époque de la Guerre de Crimée, la Russie commence, sous l’impulsion de Sergueï Witte, à se doter d’un réseau de chemins de fer et d’une ligne ferroviaire transsibérienne qui lui procurent désormais la capacité militaire de transporter rapidement des troupes vers la Mer Noire, le Caucase, l’Asie centrale et l’Extrême-Orient. Sur le plan technologique, la donne a donc changé. La Russie, handicapée par l’immensité de ses territoires et les problèmes logistiques qu’ils suscitent, venait d’acquérir un supplément non négligeable de mobilité terrestre. Elle pèse d’un poids plus considérable sur les “rimlands”, dont la Perse et l’Inde, qui donnent accès à l’Océan Indien, “Océan du Milieu”.
De facto, la Russie devient la protectrice de la Chine, après la guerre sino-japonaise de 1895, ce qui lui permet de faire passer le Transsibérien à travers la riche province chinoise de Mandchourie. Cette Russie plus mobile, grâce au chemin de fer, et donc plus “dangereuse”, inquiète l’Angleterre: elle doit dès lors être tenue en échec par une politique d’endiguement et par la constitution d’un “cordon sanitaire” de petites puissances dépendantes de la principale thalassocratie de la planète. Mieux: la politique extrême-orientale de la Russie, face aux anciennes et nouvelles puissances asiatiques de la région, reçoit le plein aval de Guillaume II d’Allemagne, qui détourne ainsi la Russie du Danube et désamorce les conflits potentiels avec l’Autriche-Hongrie; face à ces encouragements allemands, l’Angleterre, qui voit en eux un danger de plus pour ses intérêts, entend ramener, à terme, la Russie en Europe, pour qu’elle agisse contre l’Autriche, principal allié de l’Allemagne montante.
La Russie avance ses pions vers le Pacifique
L’Entente se dessine: la France finance la Russie, mais la lie ainsi à elle, et l’Angleterre dispose de deux “spadassins continentaux” pour abattre la puissance qu’elle juge la plus dangereuse pour elle, avec le sang de leurs millions de conscrits. Sergueï Witte préconisait une politique de petits pas en Extrême-Orient: l’acquisition par l’Allemagne de la base chinoise de Tsingtao précipite les choses, oblige les Russes à abandonner leur modération initiale et à revendiquer et occuper Port Arthur; du coup, les Anglais s’emparent de Weihaiwei. Les puissances s’abattent sur la Chine, grignotent sa souveraineté pluriséculaire, déclenchant une révolte xénophobe, celles des Boxers, soutenue in petto par l’Impératrice douairière. Pour mater cette révolte, les puissances organisent une expédition punitive, au cours de laquelle les Russes prennent l’ensemble de la Mandchourie. Via Kharbin et Moukden, le Transsibérien est prolongé jusqu’à Port Arthur: du coup, la Russie est présente dans les eaux chaudes du Pacifique (8). L’Amiral Alexeïev, gouverneur de la région, entreprend l’exploitation du port et de la nouvelle base navale puis lorgne directement vers la péninsule coréenne, susceptible de fournir un pont territorial entre Vladivostok et Port Arthur. Sur le cours du fleuve Yalou, les Russes découvrent de l’or. La politique d’Alexeïev heurte le Japon qui convoite la Corée. Le scénario est en place pour une nouvelle guerre. Cette fois contre le Japon, avec le désavantage que cette guerre est très impopulaire, ne correspond pas aux mythes politiques habituels du peuple russe, qui veut toujours un élan vers Constantinople, les Balkans et l’Egée.
En 1905, lors de la guerre russo-japonaise, l’Angleterre et déjà les Etats-Unis, soutiennent le Japon, archipel en lisière du “rimland” sino-coréen. Le Japon devient ainsi le petit soldat asiatique de la première politique d’endiguement, immédiatement après le discours de Mackinder. La propagande contre Nicolas II, posé comme “bourreau” de son peuple, bat son plein. Quelques cercles révolutionnaires perçoivent de mystérieux financements. La flotte russe de la Baltique, qui part du Golfe de Finlande pour porter secours à celle du Pacifique, ne peut s’approvisionner en charbon le long de son itinéraire, dans les bases britanniques, les plus nombreuses. Résultat: le désastre de Tchouchima.
Notons, dans ce contexte, l’ignoble hypocrisie de la France, qui avait promis monts et merveilles à son “allié” russe, mais l’a froidement laissé tomber face au Japon, pour ne pas désobliger l’Angleterre. Jeu dangereux car, un moment, cette trahison a failli ramener la Russie dans un système d’alliance comprenant l’Allemagne sans exclure la France. L’Axe Paris-Berlin-Saint-Pétersbourg a failli voir le jour en octobre 1904. La France a refusé et le Tsar, dépendant des fonds français, n’a pas signé. En juillet 1905, deuxième tentative de rétablir une unité européenne avec l’Allemagne, la France et la Russie, lors de l’entrevue entre Guillaume II et Nicolas II dans l’île suédoise de Björkö. Ces entretiens ne relèvent que de la bonne volonté des deux monarques qui ne bénéficiaient d’aucun contre-seing ministériel. Une fois de plus, la France refuse, tablant sur son alliance anglaise et sur les avantages immédiats que lui procurait celle-ci au Maroc. Pour les Anglais, l’affaiblissement de la Russie, suite à sa défaite face au Japon, ne permettait plus aucune manoeuvre dangereuse en direction de l’Inde. Elle n’est donc plus l’ennemi principal.
Terrible année 1905
La Russie, battue par le Japon et fragilisée par les menées révolutionnaires, assouplit ses positions: elle est mûre pour entrer dans l’Entente franco-britannique, signée en 1904. Pire, à l’humiliation militaire succède un dissensus civil de nature révolutionnaire: dès juillet 1904, les nihilistes assassinent le ministre de l’intérieur Plehwe; en janvier 1905, une manifestation menée par le Pope Gapone tourne au carnage; en février 1905, c’est au tour du Grand-Duc Serge d’être assassiné; des troubles surgissent en Mandchourie sur l’arrière des troupes; en juin, des mutineries éclatent sur les bâtiments de la flotte de la Mer Noire, dont le fameux cuirassé Potemkine; en octobre 1905, Lénine organise un premier mouvement révolutionnaire à Saint-Pétersbourg, qui débute par une grève générale; les frondes paysannes procèdent à des “illuminations”, c’est-à-dire des incendies de châteaux ou de bâtiments publics, dans les provinces; les Baltes s’attaquent à l’aristocratie allemande et incendient ses domaines; en décembre 1905, Lénine frappe à Moscou mais les troupes sont revenues de Mandchourie et le mouvement bolchevique est maté. Witte, rappelé aux affaires, lance le “Manifeste d’Octobre”, promettant la création d’une Douma dûment élue et des réformes. En 1906, quand la Russie renonce à sa politique d’expansion extrême-orientale, quand elle accepte de nouveaux prêts français, les troubles intérieurs cessent “miraculeusement”; le Tsar, de “monstre” qu’il était, redevient un “brave homme”.
En 1907, Britanniques et Russes signent un accord sur le dos de la Perse des Qadjars décadents, se partageant le pays en zones d’influence. L’année suivante, 1908, est marquée par deux événements majeurs: l’annexion par l’Autriche de la Bosnie-Herzégovine et la révolution des “Jeunes Turcs”. En dépit des menées franco-britanniques pour créer la discorde entre Vienne et Saint-Pétersbourg, les relations austro-russes étaient au beau fixe. En juin, les Autrichiens envisagent de construire une voie ferrée à travers le Sandjak de Novi Pazar, afin d’organiser la péninsule balkanique selon leurs intérêts. Cette intention provoque imméditement un renforcement des liens entre la Russie et la Grande-Bretagne, suite à l’entrevue entre Nicolas II et Edouard VII à Reval. En juillet, les “Jeunes Turcs” triomphent, réclament une constitution et des élections, auxquelles sont conviés les habitants de Bosnie-Herzégovine, administrés par les Autrichiens mais toujours citoyens ottomans. La Russie craint que les “Jeunes Turcs” donnent une vitalité nouvelle à la Turquie, s’allient aux Français et aux Britanniques, comme lors de la Guerre de Crimée, et reprennent la vieille politique de verrouiller les Détroits. La révolution des “Jeunes Turcs” rapproche Autrichiens et Russes. Ährental et Iswolski, ministres des affaires étrangères, lors des accords secrets de Buchlau en Moravie, seraient convenus de la politique suivante: 1) L’Autriche-Hongrie abandonne ses projets ferroviaires dans le Sandjak de Novipazar; 2) Vienne promet de soutenir tous les efforts russes en vue de déverrouiller les Détroits. Forts de ces accords, les Autrichiens annexent en octobre 1908 la Bosnie-Herzégovine, sans en référer aux Italiens et aux Allemands, leurs alliés réels ou théoriques au sein de la Triplice. Les Bulgares en profitent pour se déclarer totalement indépendants de la Turquie. Les épouses monténégrines de deux Grands-Ducs russes et du Roi d’Italie, hostiles à Vienne, incitent les partis bellicistes et interventionnistes à combattre toute politique autrichienne dans les Balkans. Stolypine ne veut pas la guerre, oblige les bellicistes à la modération, mais la Russie n’a plus aucun appui en Europe pour soutenir ses visées sur les Détroits. Les diplomates britanniques, tels l’Ambassadeur Nicolson et Sir Eyre Crowe, répandront la légende que les Autrichiens, et derrière eux, les Allemands, sont les seuls et uniques responsables du verrouillage des Détroits. En 1909, l’Angleterre appuie les prétentions françaises sur le Maroc, en échange d’une reconnaissance définitive de la prépondérance anglaise en Egypte.
De l’assassinat de Stolypine à l’attentat de Sarajevo
En 1911, avec l’assassinat de Stolypine par un révolutionnaire exalté, toutes les chances d’éviter un conflit germano-russe et austro-russe s’évanouissent. Sazonov, beau-frère de Stolypine et successeur d’Iswolski, opte pourtant pour une politique pacifiste et suscite une dernière entrevue entre Guillaume II et Nicolas II à Postdam, où Bethmann-Hollweg et Kiderlen-Wächter tenteront, pour la dernière fois, de sauver la paix, en proposant aux Russes de se joindre au projet de chemin de fer Berlin-Bagdad et de les associer à une future ligne ferroviaire dans le nord de la Perse. Mais les bellicistes ne désarmaient pas: l’ambassadeur russe à Belgrade, Hartwig, appuie le mouvement grand-serbe contre l’Autriche; Delcassé ordonne la marche des troupes françaises sur Fez au Maroc, bouclant ainsi la conquête définitive du royaume chérifain, où l’Allemagne perd tous ses intérêts; Lloyd George menace directement l’Allemagne. Celle-ci cède au Maroc, en acceptant, pour compensation, une bande territoriale qu’elle adjoindra à sa colonie du Cameroun. En Europe, elle est bel et bien encerclée. Le scénario est prêt: il n’attend plus qu’une étincelle; ce sera l’attentat de Sarajevo, le 28 juin 1914.
En 1918, quand l’Allemagne perd définitivement la guerre et que la Russie devient bolchevique, plusieurs voix s’élèvent, à gauche et à droite de l’échiquier politico-idéologique, pour réclamer une nouvelle alliance germano-russe. Ces tractations conduiront aux accords de Rapallo entre Tchitchérine et Rathenau (1922). L’Allemagne et la Russie maintiendront des rapports privilégiés, notamment sur le plan de la coopération militaire, jusqu’en 1935, date où Hilter décide de réintroduire le service militaire obligatoire, de réoccuper la Rhénanie et de relancer un programme de réarmement.
En 1936, avec l’Axe Rome-Berlin et la création du Pacte Anti-Komintern, les liens sont rompus avec la Russie soviétisée. Quand éclate la guerre civile espagnole, l’Allemagne soutient les nationalistes de “l’Alzamiento nacional” et l’URSS les Républicains du “Frente Popular”, qui comptent les communistes dans leurs rangs. Le soutien à Franco rapproche définitivement l’Allemagne de l’Italie, mais les communistes espagnols et leurs alliés soviétiques se désolidarisent du bloc, d’abord uni, du “Frente Popular” et se heurtent aux autres factions militantes de gauche, anarchistes et trotskistes (POUM), dans les territoires contrôlés par les Républicains espagnols, notamment à Barcelone, contribuant à la ruine définitive du “Frente Popular” et à l’effondrement de ses forces armées. Après la victoire du camp franquiste et l’émiettement du camp des gauches, tout est en place pour rapprocher l’Axe, et plus particulièrement l’Allemagne, de l’URSS. En août, le fameux Pacte germano-soviétique, ou Pacte Ribbentrop-Molotov, est signé à Moscou. L’Allemagne est libre pour tourner toutes ses forces vers l’Ouest, tout en recevant pétrole et céréales soviétiques. L’idylle durera jusqu’en 1941, quand Molotov, déjà inquiet de la politique balkanique des Allemands, ne peut admettre leur contrôle définitif de la Yougoslavie et de la Grèce. Ces dissensus, renforcés par les menaces réelles que les Anglais faisaient peser sur le Caucase à portée des appareils de la RAF, constituent les préludes de l’Opération Barbarossa, déclenchée le 22 juin 1941. Les rapports germano-russes entre 1918 et 1945 méritent à eux seuls qu’on leur consacre un séminaire entier. Ce n’est pas notre propos aujourd’hui. C’est pourquoi je demeurerai bref sur ce thème pourtant capital afin de comprendre la dynamique du siècle (9).
Pas d’Europe libre si la bipolarité Est/Ouest persiste
Après 1945, la Guerre Froide s’installe avec le blocus de Berlin et le coup de Prague. Elle durera plus de quarante ans, imprègnera les esprits car tous imaginaient que cette situation allait perdurer pour les siècles des siècles. Dans ce contexte bipolaire, où l’idéologie semblait dominer, l’Europe était coupée en deux, l’Allemagne était traversée par un Rideau de Fer et partagée en deux républiques antagonistes; le Danube, artère centrale de l’Europe, était bloqué peu après Vienne; l’Elbe, principal fleuve de la plaine nord-européenne, qui mène de Prague à Hambourg, était coupée dès l’hinterland immédiat de ce grand port. Une telle Europe n’était plus qu’un comptoir atlantique. Dans les années 50, elle possédait encore pleinement son poumon extérieur colonial. Dès la décolonisation des premières années des “Golden Sixties”, ce poumon n’est plus garanti et le palliatif des multinationales, qui créent de l’emploi et remplacent les vocations coloniales, plonge l’Europe dans une dépendance dangereuse. Voilà le contexte politique international dans lequel émergera la conscience politique de ma génération. Pour ma part, elle émergera cahin-caha à partir de mes quatorze ans; après cinq ou six années de tâtonnements, vers 1975-76, nos groupes informels, plutôt des groupes de copains, inspirés par la postérité de l’école des cadres de “Jeune Europe”, innervés par de nouvelles lectures et stimulés par de nouvelles donnes politiques, en arrivent à la conclusion générale qu’il est impossible de donner un avenir libre à la portion occidentale de l’Europe si la bipolarité Est/Ouest persiste.
Dans le contexte belge, Pierre Harmel avait tenté une ouverture à l’Est, en multipliant les rapports bilatéraux entre la Belgique et de petites puissances du bloc communiste, telles la Pologne, la Roumanie ou la Hongrie. Il agissait de manière pragmatique, sans s’aligner sur la France de De Gaulle, qui, en tant que France, demeure toujours un danger pour l’intégrité psychologique et territoriale de notre pays (qui est, avec le G.D. du Luxembourg et avec ses frontières complètement démembrées au sud, le dernier lambeau indépendant du Grand Lothier de médiévale mémoire). Harmel n’imitait pas pour autant l’Ostpolitik de Willy Brandt, avec son discours empreint de ce sens allemand de la culpabilité, qui, en Belgique, n’était évidemment pas de mise. Harmel entendait restituer une “Europe Totale”, détacher le sous-continent de la logique figée des blocs. Ces efforts furent malheureusement de courte durée et, dans son propre parti, on ne l’a guère suivi. Après l’ère Harmel, l’ère Vanden Boeynants est arrivée, avec une politique atlantiste, pro-OTAN et philo-américaine. Plus tragique bien que moins visible: l’échec du “harmélisme” diplomatique signifie aussi la fin du catholicisme politique cohérent en Belgique, héritier de la tradition bourguignonne et impériale hispano-autrichienne. La Belgique oublie alors qu’elle a incarné cette tradition dans l’histoire de ces cinq derniers siècles, avec un brio inaltérable, et elle accepte, avec “Polle Pansj” (“Popol Boudin”, alias Vanden Boeynnants) et ses successeurs, le statut misérable de petit pion subalterne sur l’échiquier atlantiste.
Kissinger “drague” la Chine de Mao
Dans ce contexte, postérieur aux agitations de 1968, la donne générale, sur l’échiquier international, était en train de changer: pour disloquer le bloc communiste eurasien, reposant sur le pilier chinois et le pilier soviétique, pour embrayer sur un conflit bien réel qui venait de surgir au sein de ce bloc rouge, soit la guerre chaude sino-soviétique le long du fleuve Amour, la diplomatie américaine de Kissinger, posant pour principe que Moscou demeure et restera l’ennemi principal, va “draguer” la Chine de Mao et nouer avec elle, dès 1971-72, des relations diplomatiques normales, tout en la soutenant en Asie orientale contre l’URSS. Cette diplomatie repose, une fois de plus, sur les théories géopolitiques de Mackinder et de ses disciples: dans l’optique de ces théories, il convient, le cas échéant, de soutenir une puissance du rimland (ou “inner crescent”), ou une alliance de moindres puissances du rimland, contre la puissance détentrice de la “Terre du Milieu”. Les maoïstes de mai 68 basculeront partiellement dans le camp américain contre les “mouscoutaires”: Washington avait déjà déployé ses propres “communistes”, principalement d’obédience trotskiste ou issus de l’ancien POUM de la Guerre Civile espagnole; à ceux-ci s’adjoindront bientôt des maoïstes, forts de la nouvelle alliance Washington/Pékin.
Avec la disparition, à l’avant-scène, de Harmel et de sa politique des rapports bilatéraux entre petites puissances du bloc occidental et petites puissances du bloc oriental, et avec la disparition, dans les marges militantes de la politique, de “Jeune Europe” de Jean Thiriart, qui visait une libération de notre sous-continent des tutelles américaine et soviétique, aucun champ d’action politique réel et concret ne s’offrait encore à nous. Nous vivions les prémisses de la “Grande Confusion”, avec des lignes de fracture qui scindaient désormais tous les camps qui avaient été présents sur le terrain avant la réconciliation sino-américaine. Cette grande confusion frappait essentiellement les groupes activistes de gauche mais ne permettait pas davantage de clarté dans les petites phalanges européistes et nationales révolutionnaires.
Rapprochement euro-russe, seule solution viable
Dans l’optique de la mouvance “Jeune Europe” des années 60, les deux superpuissances étaient posées et perçues comme également nuisibles à l’éclosion d’une Europe libre. Quand Washington se rapproche de la Chine et que le bloc rouge se scinde en deux puissances antagonistes, “Jeune Europe” ne peut plus préconiser ni des alliances ponctuelles et partielles entre petites puissances des deux blocs (comme lors du voyage de Thiriart en Roumanie) ni une alliance de revers avec la Chine pour obliger l’URSS à lâcher du lest en Europe danubienne. Le bloc sino-américain devient une menace pour l’Europe et, ipso facto, un rapprochement euro-russe apparaît comme la seule solution viable à long terme pour les tenants de la Realpolitik. Ce pas, le Général italien e.r. Guido Gianettinni, Jean Thiriart et l’écrivain franco-roumain Jean Parvulesco le franchiront, en étayant leurs positions d’arguments solides.
Entre-temps, en 1975, les Etats-Unis abandonnent le Sud-Vietnam exsangue au Nord vainqueur et pro-soviétique et déclenchent aussitôt, avec leurs nouveaux alliés chinois, une guerre sur la frontière sino-tonkinoise et arment, via la Chine, le Cambodge de Pol Pot pour harceler en Cochinchine le nouveau Vietnam réunifié. Le Vietnam sera ainsi neutralisé et cessera d’être une “poche de résistance” sur le rimland du Sud-Est asiatique, désormais étendu à la Chine, comme c’était prévu d’ailleurs sur toutes les cartes dessinées par l’école anglo-saxonne de géopolitique de Mackinder à Lea et à Spykman. Plus personne, aujourd’hui, surtout dans les jeunes générations, ne s’imagine encore quel était l’état de confusion mentale au sein des gauches militantes, où se disputaient âprement mouscoutaires, trotskistes, maoïstes pro-albanais, autogestionnaires titistes, maoïstes anti-soviétiques, partisans et adversaires de Pol Pot ou de Ho Chi Minh. Ce chaos a scellé la fin de la gauche militante classique entre 1975 et 1978-79, quand l’émiettement en chapelles antagonistes ne permettait plus de faire émerger un bloc politique offensif et viable. Les gauches dures, juvéniles et révolutionnaires, sont mortes, faute d’avoir eu un raisonnement géopolitique cohérent. Pire, parce qu’elles avaient auparavant accepté des raisonnements géopolitiques étrangers à leur propre nation ou nation-continent.
Carter et les “droits de l’homme”, Reagan et l’ “Empire du Mal”
Avec l’arrivée au pouvoir du démocrate Jimmy Carter à Washington en 1976, nous entrons de plein pied dans la période de gestation de l’univers mental qui règne aujourd’hui et qui est de plus en plus ressenti comme étouffant. Les termes fétiches de la “political correctness” se mettent en place, avec l’introduction de la diplomatie dite des “droits de l’homme” et avec une opposition républicaine qui s’aligne sur les thèses du néo-libéralisme, par ailleurs propagées par Margaret Thatcher en Grande-Bretagne. En 1979, celle-ci inaugure l’ère néo-libérale qui prend fin avec la crise de cet automne 2008. En 1980, quand Reagan accède à la présidence américaine, sa version du néo-libéralisme, les “reaganomics”, vont étayer et non effacer la diplomatie cartérienne des “droits de l’homme”, et la mettre à la sauce apocalyptique en évoquant un “empire du Mal”, prélude à “l’Axe du Mal” de Bush junior.
En Europe, le discours sur les “droits de l’homme” oblitère tout et une partie de la gauche militante émiettée, orpheline, va marcher dans le sens de ce nouveau “subjectivisme” bien médiatisé, base philosophique première de la méthodologie hyper-individualiste du néo-libéralisme de Hayek, Friedmann, etc. Le moteur de cette nouvelle synthèse, dans une France marquée par l’étatisme gaulliste et communiste, sera le discours des “nouveaux philosophes”, porté essentiellement, en ces années-charnières, par deux écrits de Bernard-Henry Lévy, “Le Testament de Dieu” et “L’idéologie française”. Ce dernier constituant un véritable instrument de diabolisation de toutes les forces politiques françaises car, toutes, indifféremment, porteraient en elles les germes d’un fascisme ou d’une dérive menant à un univers concentrationnaire.
Les ingrédients idéologiques des deux manifestes de Lévy, dont les assises philosophiques sont finalement bien ténues, vont houspiller dans la marginalité politico-médiatique les discours plus militants de mai 68 et aussi, ce qui est plus grave parce que plus stérilisant, tout cet ensemble de pensées, de théories et de réflexions que Ferry et Renaud appelleront la “pensée 68”. Cette dernière constitue un dépassement intellectuel séduisant du simple militantisme étudiant et ouvrier de l’époque, qui était imbibé de ces vulgates rousseauistes et communistes (typiquement françaises) et avait reçu la bénédiction du vieux Sartre (“ne pas désespérer Billancourt”).
Potentialités de la “French Theory”, magouilles des “nouveaux philosophes”
Cette “pensée 68”, que les universitaires américains nomment dorénavant la “French Theory”, englobe Deleuze, Guattari, Lyotard et Foucault: elle est accusée, en gros par ses critiques parisiens, néo-philosophes à la Lévy ou néo-quiétistes à la Comte-Sponville, inquisiteurs tonitruants ou apologètes doucereux du ronron consumériste, de privilégier dangereusement la “Vie” contre le “droit”, d’opter tout aussi dangereusement pour des méthodologies généalogisantes et archéologisantes de nietzschéenne mémoire, etc. Pour le réseau, finalement assez informel, des “nouveaux philosophes”, “maîtres penseurs” allemands du 19ème (Glucksmann) et phares de la “French Theory” doivent céder la place à “un marketing littéraire et philosophique” (selon la critique cinglante que fit Deleuze de leur pandémonium médiatique), soit à un “prêt-à-penser” bien circonscrit qui se pose comme l’attitude intellectuelle indépassable qui va mettre bientôt un terme définitif aux horreurs de l’histoire, qui déboucheraient invariablement sur l’univers concentrationnaire décrit par Soljénitsyne dans “L’Archipel Goulag”. Les “nouveaux philosophes” et assimilés sont les “vigilants” qui veillent à ce qu’advienne la fin de l’histoire (Fukuyama) et que l’humanité aboutisse enfin à la grande quiétude antitotalitaire. La clique parisienne des “nouveaux philosophes” et assimilés entend représenter “l’espérance radicale de la disparition du mal”. L’antithèse de la pensée des maîtres penseurs, qui génèreraient l’univers concentrationnaire, se trouve tout entière concentrée dans le discours sur les droits de l’homme, inauguré par Carter, et constitue l’instrument premier pour lutter contre “l’Empire du Mal” et tous ses avatars, comme le voulaient Reagan et, plus tard, le père et le fils Bush. Le discours des “nouveaux philosophes” correspond donc bel et bien aux objectifs généraux de l’impérialisme américain, et son apparition dans le “paysage intellectuel français” n’est certainement pas l’effet du hasard: on peut sans trop d’hésitation le considérer comme une production habile et subtile des agences médiatiques d’Outre-Atlantique, fers de lance du “soft power” américain.
Ce glissement idéologique hors du questionnement inquiétant de la “French Theory”, a été systématiquement appuyé par les médias, qui ont écrasé toutes les nuances et les subtilités du discours politico-idéologique, pire, ne les tolèrent plus au nom d’une tolérance préfabriquée; il s’est opéré dès l’avènement de Thatcher au pouvoir à Londres et s’est considérablement renforcé quand Reagan a accédé à la Présidence américaine. Le passé maoïste militant de certains exposants, majeurs ou mineurs, de la “nouvelle philosophie” de Glucksmann, Lévy et autres homologues avait permis à Guy Hocquenghem d’ironiser dans une “Lettre ouverte à ceux qui sont passés du col Mao au Rotary”. L’image est aussi pertinente que percutante: des maoïstes, jadis rabiques admirateurs sans fard des excès de la “révolution culturelle”, sont effectivement devenus “salonfähig”, dès le rapprochement sino-américain de la première moitié des “Seventies”. Dénominateur commun: l’anti-soviétisme. Ce soviétisme que leurs camarades trotskistes appelaient, pour leur part, le “panzercommunisme”. Donc, on peut aisément conclure que nos anciens révolutionnaires trotskistes ou maoïstes des barricades parisiennes avaient bien davantage que quelques points en commun avec Zbigniew Brzezinski. Celui-ci, rappellons-le, était l’avocat, au sein de la diplomatie américaine, d’une nouvelle alliance avec la Chine et le principal partisan d’une destruction de l’URSS par démantèlement de ses glacis caucasiens et centre-asiatiques. Plus tard en Afghanistan, il préconisera une alliance avec les mudjahiddins et, finalement, avec les talibans.
Le grand retour de la pensée slavophile
En Union Soviétique, la période qui va de 1978 à 1982 (année de la disparition de Brejnev) est marquée par une tout autre évolution intellectuelle. On assistait à une véritable “révolution conservatrice”, à un retour aux sources de la “russéité”, aux linéaments de la slavophilie du 19ème siècle, à un retour de Dostoïevski. La figure emblématique de ce renouveau “völkisch” (folciste) et slavophile a été sans conteste l’écrivain Valentin Raspoutine (10). Pour cet écrivain aux accents ruralistes, les notions de mémoire, de souvenir, de continuité sont cardinales et primordiales. Pour Raspoutine, la conscience n’est telle que parce qu’elle se souvient et s’inscrit dans des continuités imposées par le flux vital (et donc par l’histoire particulière du peuple dont le “je” fait partie). Une action humaine n’est justifiable moralement que si elle s’imbrique dans une continuité, que si elle lutte contre les manigances de ceux qui veulent, par intérêt particulier ou égoïste, provoquer des discontinuités. Le thème littéraire du déracinement et de l’aliénation (par rapport aux origines) implique celui de la perte simultané de l’intégrité morale. On l’avait déjà lu chez le Norvégien Knut Hamsun. L’oubli de son propre passé plonge l’homme dans la dépravation morale, la laideur d’âme.
Cette position philosophique fondamentale heurte de front les idéologies modernes de la “tabula rasa”, dont le communisme fut l’avatar le plus caricatural. Du jacobinisme ou du babouvisme français de la fin du 18ème siècle au communisme, court, sans discontinuité aucune, un fil rouge qui ne produit rien de bon, rien que germes et bacilles de déclin et de dépravation. Au moment où l’Union Soviétique atteignait son apogée, le faîte de sa puissance, et justifiait son existence et ses succès par une idéologie “progressiste” qui avait la prétention de laisser derrière elle tous les legs du passé, émergeait au sein même de la société soviétique un éventail de thèmes littéraires dont la teneur philosophique était radicalement différente de l’idéologie officielle. Je me souviens encore, dans ce contexte, avoir acheté, à la “Librairie de Rome”, avenue Louise, et à la “Librairie du Monde Entier”, gérée par le PCB, un exemplaire de “Sciences sociales”, revue de l’Académie de l’Union Soviétique, avec un long article de Boris Rybakov sur le paganisme russe avant la conversion au christianisme, et l’exemplaire de “Lettres soviétiques” consacré à la réhabilitation de Dostoïevski et édité, à l’époque, par Alexandre Prokhanov, l’éditeur de “Dyeïenn” et “Zavtra”, que j’allais rencontrer à Moscou en 1992. Les textes de Rybakov paraîtront dans les années 90 aux PUF.
“Occidentalistes” et “Slavophiles” dans la dissidence et dans l’établissement
Outre les articles de Wolfgang Strauss en Allemagne (11), l’ouvrage le plus significatif, à l’époque, qui explicitait, en le critiquant de manière fort acerbe, ce renouveau slavophile était dû à la plume d’un dissident exilé aux Etats-Unis: Alexander Yanov (graphie allemande: Janow), attaché à l’Institute of International Studies de Berkeley (Université de Californie). Pour donner ici les grandes lignes de l’ouvrage de Yanov (12), disons qu’il subdivisait, de manière assez binaire, le paysage politico-intellectuel de l’URSS de Brejnev, comme le champ d’affrontement entre “Zapadniki” (“occidentalistes”) et “Narodniki” (“populistes” voire “völkische/folcistes” ou, plus exactement, ce que nous appellons, nous, en Flandre, les “volkgezinden” ou au Danemark, les “folkeliger”). Yanov, émigré aux Etats-Unis se posait incontestablement comme un occidentaliste et fustigeait les nouveaux Narodniki ou néo-slavophiles, en les campant comme “dangereux”. Yanov, cependant, expliquait à ses lecteurs américains que la dissidence soviétique comptait en son sein des “zapadniki” et des “narodniki” (dont il convenait de se défier, bien entendu!), tout comme dans les hautes sphères du pouvoir soviétique où se côtoyaient également occidentalistes et populistes. Parmi les grandes figures qui tendaient vers le populisme, Yanov comptait Soljénitsyne. Sa conclusion? En URSS, fin des années 70, les populistes et les étatistes avaient gagné du terrain, par rapport aux occidentalistes, et constituaient in fine la force métapolitique majeure en Union Soviétique, une force certes non officielle et sous-jacente, mais néanmoins déterminante. Cette domination implicite des “Narodniki” sur les esprits devait, selon Yanov et bon nombre de dissidents occidentalistes, inciter les Etats-Unis et les atlantistes à la vigilance car, communiste ou non, la Russie demeurait un danger parce que son essence était intrinsèquement “dangereuse”, rétive aux formes “civilisées” de la gouvernance à l’occidentale ou à l’anglo-saxonne. Cette attitude “russophobe”, Soljénitsyne la fustigera avec toute la véhémence voulue, dans son tonifiant pamphlet “Nos pluralistes”. Nous nous empressons d’ajouter que la critique du “narodnikisme” sous toutes ses formes, nouvelles ou anciennes, et que les tirades haineuses que Soljénitsyne lui-même a dû essuyer, démontrent, toutes, que la russophobie qui visait les tsars du dix-neuvième siècle ou qui se profilait derrière un certain anti-soviétisme n’est pas prête à disparaître dans les discours occidentaux.
L’époque de la fin du brejnevisme était donc marquée par la nouvelle alliance sino-américaine, par le déploiement des thèses de Brzezinski chez les stratégistes du Pentagone et des services secrets, par la mise en place d’une russophobie déjà post-soviétique dans ses grandes lignes, et ensuite par l’alliance entre les Etats-Unis et les fondamentalistes wahhabites et, enfin, par l’élimination du Shah avec la création, de toutes pièces, d’un chiisme fondamentaliste et offensif en Iran. La carte du monde s’en trouve sensiblement modifiée: la cassure nette et duale, propre de l’hégémonisme duopolistique de Yalta, fait place à une plus grande complexité, notamment par l’avènement du facteur islamiste, voulu, dans un premier temps, par les stratégistes américains. Forts de cette alliance avec les mudjahhidins afghans, armés de missiles Stinger, les Etats-Unis tentent d’avancer leurs pions en Europe en déployant leurs fusées Pershing en Allemagne, face aux SS-20 soviétiques. En cas d’affrontement direct entre l’OTAN et le Pacte de Varsovie, l’Allemagne, le Benelux, l’Autriche, l’Alsace et la Lorraine risquaient d’être vitrifiés. Cette éventualité, peu rassurante, fit aussitôt renaître en Allemagne le mouvement neutraliste, oublié depuis les années 50. Pour nous, le mouvement neutraliste a été incarné principalement par la revue allemande “Wir Selbst”, fondée en 1979 par Siegfried Bublies dans l’intention de dégager le mouvement national de sa cangue passéiste, de ses nostalgies stériles et de ses rodomontades ridicules. Bublies entretenait en Flandre des relations amicales avec les fondateurs de la revue “Meervoud” qui existe toujours.
De la rhétorique des “droits de l’homme” à la guerre permanente
Le combat contre le déploiement des missiles en Europe a connu son apogée dans les années 1982-83, portée essentiellement par une gauche pacifiste, que l’on accusait d’être “crypto-communiste” et, par conséquent, d’être stipendiée par Moscou. Mais cette hostilité au bellicisme de l’OTAN n’était pas le propre des seuls mouvements pacifistes de gauche et d’extrême gauche. Ailleurs sur l’échiquier politique, bon nombre d’esprits s’inquiétaient des nouvelles rhétoriques cartériennes et reaganiennes, qui contaminaient les milieux libéraux et conservateurs, voire d’extrême droite, et avaient pour corollaire évident de miner les principes de la diplomatie traditionnelle. En effet, la rhétorique des “droits de l’homme”, maniée dans les médias par les démocrates cartériens et les “nouveaux philosophes”, ruinait le principe cardinal de non-ingérence dans les affaires intérieures des autres Etats, propre de la diplomatie traditionnelle. Quand le Républicain Reagan ajoute à cette pernicieuse rhétorique “immixtionniste”, le langage apocalyptique des fondamentalistes religieux américains, les principes de la diplomatie metternichienne, la logique des traités de Westphalie et de Vienne, reculent encore d’une case. Le processus de déliquescence de la diplomatie classique s’achèvera quand les néo-conservateurs de l’entourage de Bush-le-Fils, décrèteront tout de go que le respect de ces principes est un “archaïsme frileux”, indigne des Américains, posés comme “les fils virils du dieu Mars”, et l’indice le plus patent de la lâcheté de la “Vieille Europe”, gouvernée par “les pleutres fils de la déesse Vénus”. Pour nous, à partir de 1983-84, ce sera le Général Jochen Löser, ancien Commandeur de la 24ème Panzerdivision de la Bundeswehr, qui énoncera les lignes directrices de nos argumentaires (13) : la rhétorique des “droits de l’homme” rend impossible l’exercice de la diplomatie classique; les dissensus internes, qu’elle exploite via les médias et les agences qui les informent, ne trouvent plus aucune solution équilibrée, s’en trouvent pérennisés, inaugurant de la sorte des cycles de “guerres longues”; les “droits de l’homme”, contrairement aux apparences, n’ont pas été hissés au rang d’idéologie dominante pour faire triompher sur la planète entière un humanisme de bon aloi, mais pour amorcer un processus infini de guerres, de révolutions et de troubles.
Le mouvement neutraliste, tel que nous le concevions au début des années 80, reposait donc sur trois piliers: 1) le refus du déploiement de missiles en Europe, afin d’éviter la transformation définitive de notre sous-continent en “son et lumière”; 2) le refus de perpétuer la logique des blocs, avec la dissolution de l’OTAN et du Pacte de Varsovie et la création d’un vaste espace neutre en Europe centrale, de la Mer du Nord à Brest-Litovsk et de la Laponie à l’Albanie; cet espace neutre devait organiser un système défensif performant sur le mode helvétique; il ne refusait donc ni les forces armées ni le principe du citoyen-soldat à l’instar des pacifistes de gauche; 3) il entendait revenir aux principes de la diplomatie classique et refusait de ce fait d’embrayer sur les discours imposés par les médias (ou le “soft power”). Le neutralisme, en prenant le contre-pied du prêt-à-penser médiatique, s’avérait un espace de liberté, face à la “novlangue” planétaire, si bien fustigée par George Orwell dans “1984”.
Nous avons eu la naïveté de croire à l’avènement d’une “Maison Commune” européenne
Si le mouvement neutraliste avait pu distiller ses arguments pendant une période plus longue, imprégner plus durablement les esprits, la pensée politique diffuse en Europe aurait pu générer des anti-corps. Mais l’effervescence anti-missiles et les réflexions neutralistes se sont étalées sur quatre années seulement. Dès 1984-85, Gorbatchev lance deux idées: celle, très positive, de “Maison Commune européenne” et, celle, double, de “perestroïka” et de “glasnost”, de réforme et de transparence. Ce changement de discours à Moscou mine définitivement le communisme soviétique traditionnel. Entre 1989 et 1991, en effet, le communisme en tant que bloc monolithique disparaît du paysage politique international. Notre conclusion à l’époque: s’il n’y a plus de communisme, il ne peut plus y avoir d’animosité à l’endroit des peuples d’au-delà de l’ancien Rideau de Fer. Les motifs d’un conflit éventuel n’existaient plus. Nous avons eu la naïveté de croire à l’avènement d’une Maison Commune européenne pacifiée, à l’ouverture d’une ère marquée par un esprit plus ou moins équivalent à celui qui se profilait derrière l’idée de paix perpétuelle chez Kant.
Rapidement, l’idée universaliste armée du communisme soviétique allait faire place à un néo-conservatisme, dérivé de la matrice du trotskisme américain et new-yorkais. Alliant le néo-libéralisme, nouvelle grande idéologie universaliste, à ce trotskisme fidèle à la notion de révolution permanente mais habilement masqué par une phraséologie conservatrice et puritaine, le néo-conservatisme va se consolider en deux étapes: la première, avec Reagan, constituera un “mixtum” de paléo-conservatisme, d’anti-fiscalisme, de néo-libéralisme et, en politique internationale, d’une diplomatie en apparence plus classique qu’avec les droits de l’homme de Carter mais néanmoins érodée par une phraséologie apocalyptique (l’Empire du Mal, etc.). Reagan prend finalement le relais de Nixon, dernier président américain à avoir appliqué plus ou moins correctement les règles de la diplomatie classique. Mais, tout en prenant le relais de Nixon, il doit tenir compte des acquis ou des avancées de l’anti-diplomatie cartérienne, basée sur l’idéologie des droits de l’homme. Cependant, le langage apocalyptique s’atténuera pendant son second mandat.
Le néo-conservatisme crypto-trotskiste met un terme définitif à la diplomatie classique
Avec Bush le père commencent les tentatives de forcer la main aux instances internationales et de passer à de véritables offensives sur le terrain, la Russie d’Eltsine n’opposant aucun veto crédible. Clinton renouera, notamment pendant la Guerre des Balkans contre la Serbie, avec l’idéologie des droits de l’homme, prétendument bafouée par Milosevic dans la province du Kosovo. Avec Bush le fils, le néo-conservatisme crypto-trotskiste met un terme définitif à la diplomatie classique, la brocarde comme une “vieillerie” incapacitante, propre justement de la “Vieille Europe” et de la Russie (posée souvent comme “stalinienne” ou “néo-stalinienne” depuis l’avènement de Vladimir Poutine). Ce rejet de la diplomatie classique et des règles de bienséance internationale est l’indice le plus patent qui permet de démontrer, outre les liens et itinéraires personnels des exposants majeurs du néo-conservatisme, que le néo-conservatisme est en réalité un trotskisme dans la mesure où il affine la notion de “révolution permanente” en abolissant toutes les règles en vigueur, toutes les règles communément acceptées, et en recréant un monde incertain, où le recours aux guerres et aux invasions redevient un mode de fonctionnement tout à fait naturel et acceptable. Le “Big Stick Policy” de Teddy Roosevelt est désormais au service d’une bande trotskiste qui entend plonger le monde dans un chaos permanent (assimilé à la “révolution”).
C’est uniquement avec le recul que l’on perçoit clairement les vicissitudes de cette politique américaine et son jeu d’avancées et de reculs, camouflé par l’alternance des Démocrates et des Républicains au gouvernail du pouvoir. L’accession à la magistrature suprême aux Etats-Unis de Bush le père constitue aussi l’arrivée des pétroliers texans qui savent à tout moment se souvenir que la puissance américaine dérive du contrôle des hydrocarbures dans le monde, et en particulier dans la péninsule arabique et le Golfe Persique. La crainte d’un prochain “pic” pétrolier implique la volonté de contrôler le maximum de puits dans cette région afin de garantir l’hégémonie globale de Washington, au moins jusqu’à la fin du 21ème siècle. D’où le projet PNAC (“Project for a New American Century”). Les chanceleries européennes savent parfaitement que l’Amérique entend perpétuer son hégémonisme en contrôlant les sources d’hydrocarbures moyen-orientales au détriment de toutes les autres puissances du globe et que le rejet de la diplomatie classique finit par être un “modus operandi” commode pour imposer sa volonté sans discussion ni débat ni concertation. Mais ces mêmes chanceleries sont incapables d’opposer, par manque de volonté et de cohérence intellectuelle, par fascination imbécile du modèle américain, une métapolitique européenne générale, un “soft power” européen capable de distiller dans les esprits, via les médias, des raisonnements et de “grandes idées incontestables” contrairement à leur homologue américaine, “grandes idées incontestables” véhiculées par les grandes agences médiatiques d’Outre Atlantique.
Les “blanches vertus” du démocratisme planétaire
L’Amérique est maîtresse du monde non seulement parce qu’elle contrôle les hydrocarbures mais aussi et surtout parce qu’elle forge, répand et impose les opinions dominantes dans le monde, spécialement en Europe. En 1999, quand le “bon apôtre” Clinton, posé comme tel parce que “démocrate” donc de “gauche”, lance ses bombardiers contre Belgrade, les pays européens de l’OTAN emboîtent le pas sans régimber. Depuis Franklin Delano Roosevelt, le démocrate qui avait lancé la croisade contre l’Europe allemande en 1941, la “bonté” politique, les blanches “vertus” du démocratisme planétaire sont incarnées, avant tout, par les démocrates américains. Par conséquent, si on ne suit pas leurs injonctions, on plonge dans le “mal”, dans le “crypto-nazisme” ou dans une résurgence quelconque de l’hitlérisme. Cet immense simplisme est profondément ancré dans les mentalités contemporaines et malheur à qui tente de l’extirper comme une mauvaise herbe! De fait, les réseaux pro-américains sont nés, en Europe, dans les années 40, sous l’impulsion de l’Administration Roosevelt, d’obédience démocrate; l’atlantisme militant avait au départ un ancrage plutôt social-démocrate (à l’exception de Schumacher en Allemagne de l’Ouest), que conservateur ou même libéral au sens européen du terme à l’époque.
La participation des pays européens de l’OTAN, France chiraquienne comprise, aux bombardements des villes serbes, est l’indice d’un parfait “écervèlement politique”: la politique de Clinton et de son adjointe Madeleine Albright (qui a eu pour étudiante Condoleezza Rice; vous avez dit continuité?) réintroduisait indirectement la Turquie dans les Balkans, en détachant de la Serbie comme de la Croatie, et en dépit des peuplements serbes ou croates, les anciennes provinces ottomanes du tronc commun, induisant ainsi l’émergence d’une “dorsale islamique” de la Méditerranée à l’Egée et à la Mer Noire. Tous les Etats voisins s’en trouvaient fragilisés: la Macédoine, la partie de la Grèce entre Thessalonique et la frontière turque, la Bulgarie qui compte de dix à quinze pourcents de musulmans, souvent ethniquement turcs, sans compter la sécession du Kosovo, prévisible dès 1998. De plus, les minorités non musulmanes au sein des nouveaux Etats majoritairement musulmans sont menacées à terme en Albanie, au Kosovo, en Macédoine.
La création délibérée du chaos dans les Balkans n’est pas une politique démocrate, qui s’opposerait à une politique républicaine antérieure. Elle s’inscrit bien au contraire dans une parfaite continuité. Bush le père, Républicain, installe ses troupes en lisière de l’Irak de Saddam Hussein, contrôle l’espace aérien irakien et prépare ainsi la seconde manche, soit l’invasion totale de l’Irak, qui aura lieu, sous le règne de son fils, en 2003. Clinton, Démocrate, lui, s’empare du tremplin de l’Europe en direction du Proche et du Moyen Orient depuis l’épopée d’Alexandre le Grand. La maîtrise des Balkans et celle de la Mésopotamie participent d’une seule et même stratégie grand-régionale. L’empire macédonien-hellenistique d’Alexandre le Grand, l’empire ottoman ont toujours maîtrisé à la fois les Balkans et la Mésopotamie au faîte de leur puissance. C’est une loi de l’histoire. Les stratégistes américains s’en souviennent.
Les réseaux pro-américains étaient au départ socialistes
La guerre contre la Yougoslavie résiduaire de Milosevic en 1999, premier conflit de grande envergure en Europe depuis 1945, est donc le fait d’un président et d’une équipe issus du parti démocrate américain. C’est la raison pour laquelle les puissances européennes, grandes et petites, ont suivi comme un seul homme, contrairement à ce qui allait se passer en 2003, lors de l’invasion de l’Irak. Cette unanimité s’explique tout simplement parce que l’Europe place toujours sa confiance dans une Amérique démocrate, en se méfiant de toute Amérique républicaine. Pourquoi? Parce que, je le répète, les réseaux pro-américains ont émergé, lors de la seconde guerre mondiale, sous la double impulsion du Président américain et de son épouse Eleonor et que l’atlantisme militant, le “spaakisme” dit chez nous le Prof. Coolsaet de l’Université de Gand, avait un ancrage socialiste plutôt que conservateur (Pierre Harmel s’efforcera au contraire de se dégager de la logique des blocs, que Spaak avait bétonné).
En transformant le tremplin balkanique en une zone contrôlée par les Etats-Unis, le tandem Clinton/Albright neutralisait la région à son profit: celle-ci n’allait plus pouvoir constituer un atout pour le bloc centre-européen germano-centré ni pour une Russie régénérée qui aurait fait valoir ses anciens intérêts dans les Balkans. En 1999, l’Europe a perdu tous les atouts potentiels qu’elle avait gagnés à partir de 1989. Elle les a perdus parce qu’elle n’a pas cultivé le sens de son unité, parce qu’elle n’a pas une vision claire de son destin géopolitique. En 2001, suite aux “attentats” de New York, l’Amérique parachève son projet “alexandrin” en s’emparant rapidement de la zone orientale de l’antique Empire du chef macédonien. En 2003, lorque le fils Bush entend terminer le travail de son père en Mésopotamie, l’Europe semble se réveiller et crée autour de Paris, Berlin et Moscou un front du refus que les services américains fragilisent aussitôt en semant le dissensus entre cet “Axe”, nouveau et contestataire, et de petites puissances comme les Pays-Bas, la Pologne, la République Tchèque et les Pays Baltes, tout en bénéficiant de l’appui de la Grande-Bretagne et de la pusillanimité de l’Espagne et de l’Italie. On se souviendra de la distinction opérée entre “Vieille Europe”, aux réflexes dictés par la diplomatie classique, et “Nouvelle Europe”, alignée sur la logique du fait accompli des néo-conservateurs.
“Révolutions colorées” et pétrole
Les services américains et le soft power de Washington, vont s’activer pour vider l’Axe Paris Berlin Moscou de son contenu: de Villepin en France est éliminé de la course à la présidence, à la suite d’un dossier de corruption sans doute préfabriqué, au bénéfice de Sarközy, qui mènera, comme on le sait, une politique pro-atlantiste. Le social-démocrate allemand Schröder devra céder la place à Angela Merkel, plus sceptique face au bloc continental européen, plus prompte à tenir compte des exigences des Etats-Unis. Schröder demeure toutefois en place, en gérant de main de maître les relations énergétiques entre l’Allemagne et la Russie. Les révolutions orange, qui ont éclaté en Ukraine, en Géorgie, en Serbie (avec “Otpor”) ou au Kirghizistan ne sont donc pas les seules interventions des services et du soft power: en Europe occidentale aussi la politique est manipulée en sous-main, l’indépendance nationale et/ou européenne minée à la base dès qu’elle tente de s’affirmer, par le biais de la manipulation des élections et des factions. Dans l’avenir, un bloc européen indépendant devrait s’abstenir de reconnaître les gouvernements issus de “révolutions colorées”.
En Géorgie, le pouvoir mis en place par la “révolution des roses” a pour objectif de garantir le bon déroulement de la politique pétrolière américaine dans le Caucase et en lisière de la Caspienne. Pour les stratégistes américains, la Géorgie doit être un espace de transit pour les oléoducs et gazoducs amenant les hydrocarbures du Caucase et de la Caspienne vers la Mer Noire et vers la Méditerranée via la Turquie. De là, ils parviendraient en Europe sous le contrôle américain. Le malheur de l’Europe, c’est de ne pas avoir de pétrole. Nous devons acheter la majeure partie de nos hydrocarbures en Arabie Saoudite ou dans les Emirats par l’intermédiaire de consortiums américains. L’affrontement russo-géorgien de l’été 2008, à propos de l’Abkhazie et de l’Ossétie du Sud, a pour enjeu réel l’énergie. Pour échapper à la dépendance énergétique, l’Europe doit tenter, par tous les moyens techniques possibles, d’abord, de réduire cette dépendance pétrolière en pariant sur des sources propres comme l’énergie nucléaire et toutes les autres sources imaginables et réalisables, selon une optique de diversification adoptée mais non parachevée en son temps par la France gaullienne. Les panneaux solaires constituent une première alternative parfaitement généralisable dans notre pays: en effet, pourquoi les ménages qui constituent notre nation ne pourraient-ils pas générer leur propre électricité domestique, ou une bonne part de celle-ci, sans passer par des fournisseurs contrôlés par l’étranger comme “Electrabel”, entièrement aux mains de l’ennemi héréditaire français, qui occupe depuis trois siècles et demi près des trois quarts du territoire du Grand Lothier! Certaines voix nous disent: par année, le nombre de journées d’ensoleillement est trop restreint en Belgique par rapport à la zone méditerranéenne pour constituer une alternative au pétrole. Peut-être. Mais un pays comme la Norvège, disposant pourtant de pétrole propre, la technique des panneaux solaires génère 50% de l’énergie domestique de ses ménages dans un pays où l’ensoleillement moyen est bien plus réduit que chez nous. Notre objectif premier est la réduction graduelle de la dépendance, non pas l’obtention immédiate d’une autarcie totale.
Pacte de Shanghai et initiatives ibéro-américaines
Nous venons de voir que l’emprise américaine sur notre politique étrangère est complète. Elle détermine aussi notre politique énergétique. L’Amérique séduit les esprits (ou plutôt les masses écervelées) par le truchement de son soft power omniprésent. Le princpal danger qui nous guette dans l’immédiat en Europe est la disparition graduelle et silencieuse des espaces encore neutres. Les pays qui ont gardé le statut de neutralité lorgnent de plus en plus vers l’OTAN. Je rappelle que notre position initiale, calquée sur celle du Général Jochen Löser dans les années 80 en Allemagne fédérale, visait au contraire l’élargissement de l’espace neutre en Europe. Non le contraire! Löser entendait élargir le statut de la Suisse, de l’Autriche, de la Yougoslavie, de la Finlande et de la Suède aux deux Allemagnes, aux Etats du Benelux, à la Pologne, à la Tchécoslovaquie et à la Hongrie. Aujourd’hui, ces trois derniers pays font partie de l’OTAN et en sont même devenus les élèves modèles. De fiers représentants de la “Nouvelle Europe”, telle que l’a définie Bush jr. L’Europe, totalement abrutie par les propagandes distillées par le soft power, ne peut constituer, pour l’instant, dans les conditions actuelles, un espace de renouveau politique, exemplaire pour la planète entière. Les seuls môles de résistance cohérents se situent aujourd’hui en Asie et en Amérique latine. En Asie, la résistance s’incarne dans le “Pacte de Shanghai” et en Amérique latine dans les initiatives du Président vénézuélien Hugo Chavez, alliant, avec les autres contestataires ibéro-américains, les corpus doctrinaux péronistes, castristes et continentalistes qui, fusionnés, permettent aux Etats ibéro-américains de créer des structures unitaires capables de refouler l’ingérence traditionnelle des Etats-Unis dans leurs affaires politiques et économiques, au nom d’une idéologie soi-disant panaméricaniste, forgée au temps de la politique du “Big stick” de Teddy Roosevelt.
Sans le “Pacte de Shanghai” et sans la volonté indépendantiste et continentaliste des Ibéro-Américains, la domination américaine sur le monde serait totale, comme elle est quasiment totale en Europe depuis la liquidation du gaullisme par Sarközy et le “mobbing” systématique de la Suisse et de l’Autriche (affaires Waldheim et Haider). Les espaces potentiels de résistance se font de plus en plus rares: il reste des bribes de gaullisme en France, de bons réflexes neutralistes en Allemagne, une volonté de conserver le statut de neutralité en Autriche, en Suisse et en Suède; l’opinion publique en Belgique, d’après un sondage récent, craint davantage les initiatives bellicistes américaines que celles de la Russie de Poutine (en dépit de la propagande russophobe du “Soir”), alors qu’en Allemagne, où la russophilie de bon nombre de cercles établis est plus solidement ancrée, Washington et Moscou sont mis sur pied d’égalité.
“Volksgezindheid” et solidarisme
Pour faire éclore un môle de résistance en Flandre, il me paraît opportun de dire aujourd’hui qu’il devrait reposer sur deux piliers: la “volksgezindheid” (le populisme au sens défini par la tradition herdérienne ou par la tradition slavophile russe) et le solidarisme. La “volksgezindheid” est un sentiment plus profond que le “nationalisme” car il ne découle pas uniquement d’une option politique mais aussi et surtout d’un amour du passé et de la culture du peuple dont on ressort. Le terme “nationalisme”, de surcroît, recouvre des acceptions bien différentes selon les pays (14). L’utiliser peut semer la confusion, tandis que le terme “volksgezind”, lui, indique bien la teneur de notre propre tradition. Le solidarisme est un terme délibérément choisi pour remplacer celui de “socialisme”, désormais grevé de trop d’ambiguïtés ou assimilé à des déviances de tous ordres qui font que les socialistes officiels sont tout sauf socialistes. Le solidarisme devra exprimer dans l’avenir un socialisme sans atlantisme (à la Spaak ou à la Claes), un socialisme sans les “consolidations” à la Di Rupo (quand il s’agissait de privatiser la RTT pour qu’elle devienne “Belgacom”), un socialisme qui défende la solidarité de tous les producteurs directs de biens et de services contre les féodalités administratives et parasitaires. Un tel solidarisme découle aussi, pour ceux qui ont encore une culture classique, de la fameuse “fable de l’estomac” de la tradition romaine: “tous les organes de la communauté populaire servent les autres et construisent de concert l’harmonie”.
Une volonté de renouveau politique général basée sur la “volksgezindheid” et le solidarisme fera immédiatement se dresser devant elle des ennemis implacables. L’affirmation des valeurs populaires et solidaires implique automatiquement de désigner leurs ennemis, selon la formule de Carl Schmitt. Identifions-en trois aujourd’hui: 1) les médias formatés par le soft power américain; 2) l’idéologie néo-libérale, nouvel universalisme araseur des spécificités populaires et des politiques sociales, permettant le renouveau des élites (au sens où l’entendait Gaetano Mosca et Vilfedo Pareto); 3) l’idéologie festiviste qui noie les peuples dans l’impolitisme.
Le cas Verstrepen
“Volksgezindheid” et solidarisme impliquent de lutter contre tous les phénomènes culturels qui ne découlent pas naturellement d’une matrice populaire (la nôtre ou celle d’un autre peuple réel) mais nous sont imposés par le soft power internationaliste et cosmopolite. Un exemple: vous vous rappelez tous de ce journaliste branché, Jürgen Verstrepen, égaré, on ne sait trop pourquoi, dans le mouvement national flamand, où il s’était fait élire. Dans un entretien récent, accordé à l’hebdomadaire de variétés “Dag allemaal”, ce Verstrepen se plaignait du “passéisme” de ses co-listiers, qui chantaient des chants traditionnels, qu’il posait d’emblée comme “ringards” ou désuets, un “ringardisme” et une désuétude qui suscitait chez lui un avatar de ce même effroi ressenti par les dévots devant les oeuvres réelles ou supposées du Malin. Toute expression de la culture vernaculaire suscite donc en lui, à l’entendre, le dégoût du progressiste, pour qui rien d’antérieur aux panades médiatiques ou de différent d’elles n’a le droit d’exister. Et plutôt que d’aller se recueillir dans une belle abbaye bourguignonne, comme son parti le lui avait suggéré, il préférait flâner dans un “mall” pour se choisir des fringues branchés, des bouts de chiffon marqués d’un logo, en compagnie d’une autre députée-gadget, allergique aux racines. Inconsciemment, dans son entretien à “Dag allemaal”, Verstrepen révélait un état de choses bien contemporain: la lutte entre le vernaculaire matriciel, les racines et la culture traditionnelle, d’une part, et le médiatiquement branché, d’autre part. Reste une question: comment conciliait-il, ce Verstrepen, dans son cerveau soumis à l’homogénéisation postmoderniste, ce culte dévot du médiatiquement branché et son aspiration à lutter contre le “politiquement correct”? On ne peut aduler l’un et lutter contre l’autre: on ne peut, de notre point de vue, que les rejeter tous deux. On ne peut être atlanto-hollywoodien, succomber à la séduction du babacoolisme californocentré et se réclamer simultanément d’un “nationalisme” en lutte contre l’idéologie liberticide du “politiquement correct”. Verstrepen incarne bien l’incohérence de bon nombre de nos contemporains dans la Flandre d’aujourd’hui. Espérons que la crise va leur dessiller les mirettes. Car le soft power a promu le néo-libéralisme, cause de la crise, en même temps que les manipulations médiatiques, les modes (captatrices d’attentions) et le festivisme.
“Volksgezindheid” et solidarisme impliquent donc de lutter contre toutes les formes de néo-libéralisme que l’on nous a imposées depuis Thatcher et Reagan, depuis le début de la décennie 80. Nos admonestations, jusqu’ici, surtout celles, au début de notre aventure, de Georges Robert et Ange Sampieru, n’y ont rien changé. G. Robert et A. Sampieru étaient très attentifs aux productions des éditions “La Découverte” qui amorçaient déjà la critique du libéralisme outrancier qui pointait à l’horizon. Aujourd’hui, dans le monde occidental, l’américanosphère, l’espace euro-atlantique, dans la Commission européenne complètement inféodée à l’idéologie néo-libérale, la domination de cette idéologie est totale. Et la crise de ce début d’automne 2008 laisse entrevoir quelles en seront les conséquences catastrophiques, avec pour seule consolation que le système a appris à freiner les effets des crises et des récessions, à les délayer dans le temps. La crise prouve que la recette néo-libérale ne fonctionne pas: tout simplement. En attendant, les délocalisations perpétrées depuis près d’une trentaine d’années laissent l’Europe privée d’un tissu de petites et moyennes industries, pourvoyeuses de travail, et affligée d’un secteur tertiaire improductif qui n’offre que des emplois détachés du réel de la production et injecte dans les mentalités une idéologie délétère du “non-travail” (dénoncée très tôt par Guillaume Faye dans un texte que de Benoist avait refusé de publier). Cette idéologie du non-travail est aussi celle du festivisme: elle a servi d’édulcorant intellectuel pour justifier le processus de démantèlement de nos tissus industriels locaux, par le truchement des délocalisations vers l’Extrême-Orient, l’Afrique du Nord ou la Turquie (surtout le textile) et pour exalter le travail non productif du secteur tertiaire, devenu dangereusement inflationnaire.
Néo-libéralisme et altermondialisme
L’avènement du néo-libéralisme a été rendu possible par une bataille métapolitique. On se rappellera l’engouement pour Hayek, qu’on exhumait de l’oubli en même temps que les “think tanks” de Mme Thatcher dès la fin des années 70. On insistait principalement sur son pamphlet “The Road to Serfdom” et non pas tant sur les dimensions organiques (et parfois intéressantes) de sa théorie économique, axée sur la notion de “catallaxie” (laisser faire les choses naturellement sans interventions étatiques volontaristes). L’infiltration néo-libérale du discours dominant a surtout été le fait des “nouveaux philosophes”, dont nous venons d’expliciter le rôle, et de personnages ultra-médiatisés comme Jacques Attali, biographe de banquiers, et Alain Minc, propagateur principal de la nouvelle vulgate dans les gazettes conservatrices. Nul mieux que François Brune, collaborateur du “Monde Diplomatique”, n’a défini l’idéologie contemporaine, dans son ouvrage “De l’idéologie, aujourd’hui” (Ed. Parangon/L’Aventurine, Paris, 2003): “L’idéologie est omniprésente: dans les sophismes de l’image, le battage événémentiel des médias, les rhétoriques du politiquement correct, les clameurs de la marchandise. Machine à produire du consentement, elle démobilise le citoyen en le vouant à l’ardente obligation de consommer, de trouver son identité dans l’exhibition mimétique (ndlr: niet waar, Meneer Verstrepen?), sa liberté dans l’adhésion au marché, et son salut dans la ‘croissance’... C’est cela l’idéologie d’aujourd’hui: une vaste grille mentale, faussement consensuelle, qui prescrit à chacun de se taire dans son malheur conforme, et qui aveugle nos sociétés sur la catastrophe planétaire où ses modèles socio-économiques entraînent les autres peuples” (présentation de l’éditeur).
Le système, en lançant l’opération du néo-libéralisme dès la fin des années 70, devinait bien que cette idéologie finirait par rencontrer assez vite des résistances diverses. Deux objectifs allaient dès lors être les siens: 1) empêcher la fusion de ces résistances telles que l’avait préconisée le théoricien ex-communiste Roger Garaudy (soit empêcher les complots “rouges-bruns”, comme s’y sont employés le journal “Le Monde” de Plenel à Paris et certains cercles ou personnalités autour du PTB/PvdA en Belgique); 2) créer une résistance artificielle (l’altermondialisme), de manière à neutraliser toute résistance réelle. L’altermondialisme énonce un tas d’idées intéressantes et séduisantes. Mais il les énonce sans une assise politico-étatique et géographique précise, sans un ancrage tellurique, condition sine qua non pour lui conférer une épaisseur réelle. Tout empire, et tout challengeur d’empire, s’arc-boute sur un terrain: l’hegemon américain d’aujourd’hui ne fait pas exception. Il dispose d’un territoire aux dimensions continentales. Il pratique le protectionnisme et une bonne dose d’autarcie, tout en prêchant aux autres de ne pas adopter les mêmes attitudes et en les maintenant ainsi en état de faiblesse. Si l’hegemon développe un “réseau”, il le fait au départ d’une vaste base logistique, soit au départ de son propre territoire biocéanique, de l’Atlantique au Pacifique, et de son prolongement pacifico-arctique, l’Alaska. Pour créer l’illusion d’une résistance planétaire, les services de diversion ont forgé le concept de “réseau” (qui a séduit le “parigogot” de Benoist, l’homme qui cherche sans cesse le statut de vedette du jour, au détriment de toute rigueur de jugement).
Ce n’est pas le “réseau” qui est contestataire mais les vieilles strucutres étatiques et impériales
L’altermondialisme militant entend être le seul grand réseau contestataire de l’établissement mondial. Mais depuis les émeutes bien médiatisées de Gênes ou de Nice, on ne voit pas très bien quel ébranlement du système en place ce fameux “réseau” a pu produire. La thèse de Michael Hardt et Toni Negri sur l’“Empire”, dont les assises seront “un jour” définitivement sapées par le “réseau altermondialiste”, s’avère un leurre. Au temps de la Guerre Froide, les services américains avaient su faire émerger des “communistes de Washington” (pour reprendre l’expression de Jean Thiriart); il recycle désormais, en la personne de Toni Negri, d’anciens “terroristes” pour une opération de diversion d’envergure planétaire, qui absorbe et neutralise la contestation, en la médiatisant, en la transformant en un pur “spectacle” (Guy Debord), car nos contemporains, formatés comme les citoyens d’Océania, dans le “1984” d’Orwell, croient davantage aux images (télévisées) qu’aux faits (vécus), au spectacle qu’au réel. La résistance au système mondialiste américano-centré ne se retrouve pas, en réalité, dans un “réseau” planétaire de contestataires “babacoolisés” ou de nervis shootés à la cocaïne mais provient bien davantage de structures étatiques et impériales classiques, profondément ancrées dans le temps passé: Groupe de Shanghai avec une Chine aux traditions politiques millénaires, une Russie de Poutine qui retrouve sa mémoire, un indépendantisme ibéro-américain dans l’esprit du Mercosur et du président vénézuélien Chavez.
Combattre le festivisme
Enfin, après le “soft power” et le “néo-libéralisme”, le troisième aspect du système général d’ahurissement des masses et de déracinement, qu’il s’agit de combattre à outrance, est représenté par l’ambiance “festiviste”, celle que dénonçait avec force vigueur le philosophe français, récemment et prématurément décédé, Philippe Muray. Dans son tout dernier ouvrage, “Festivus festivus” (Fayard, 2006), Muray prononce un réquisitoire aussi virulent que tonifiant contre ce qu’il appelle le festivisme, mode de fonctionnement des sociétés occidentales avancées. Dans le long entretien, qu’est ce livre, avec la journaliste et philosophe vraiment non conformiste Elizabeth Lévy, Muray, dans son chant du cygne, fustige une société qui fonctionne uniquement sur le mode de la fiction médiatique, un mode qui vise la désinhibition totale, l’exhibition de tout ce qui auparavant était “privé”, “intime” et “secret” (dont évidemment les attributs et les pratiques sexuels). Le pouvoir, explique Muray, s’exercera avec une acuité maximale, quand les dernières enclaves du “secret” seront divulguées et exhibées, quand les dernières limites et les dernières distances (et les distances sociales font la civilisation, la promiscuité l’abolissant) auront été franchies et supprimées. La télévision avec ses émissions exhibantes (“Loft Story”, etc.) est l’instrument de ce pouvoir qui annonce la fête permanente et l’impudeur universelle, dans l’intention d’évacuer les îlots de “sériosité”, établie ou alternative, afin d’empêcher tout retour à un passé moins trivial ou toute préparation d’un futur cohérent. L’impudeur universelle brouille toutes les frontières et annonce un amalgame planétaire de promiscuité et d’indifférenciation, sous le signe de l’infantilisme “touche-pipi” et de l’ “adultophobie”.
Dans un ouvrage antérieur, intitulé “Désaccord parfait”, Muray qualifiait de “société disneylandisée” toute société “où les maîtres sont maîtres des attractions et les esclaves spectateurs ou acteurs de celles-ci”. Le “soft power” va donc imaginer et préfabriquer des “attractions”, pour tuer dans l’oeuf toute pensée libre, toute spontanéité créatrice ancrée dans le génie populaire, en substituant au créateur libre et spontané issu du peuple (celui de Rabelais et des carnavals contestataires) l’animateur officiel ou subsidié, et subsidié seulement après être passé sous les fourches caudines de l’idéologie imposée, après avoir appris son unique leçon qu’il répétera jusqu’à la consommation des siècles. Le “néo-libéralisme” va prospérer en marge de cette grande fête artificielle, forgée de toutes pièces, bien encadrée par de petits flics à gueule de bon apôtre, en dépit de son désordre apparent, qui étouffera d’emblée toute révolte vraie. Par l’action des anciens contestataires arrivés au pouvoir, le “mixtum compositum” de mai 68 se réduira ainsi progressivement à ses seules dimensions festives, libidineuses et ludiques, tirées, par les agents de l’OSS, du livre “Eros et civilisation” d’Herbert Marcuse voire des vulgates caricaturales issues du freudo-marxisme de Reich, dont ils fabriqueront un “prêt-à-penser” allant dans le sens de leurs desseins. Dans son meilleur ouvrage, désormais un classique, “L’Homme unidimensionnel”, Marcuse craignait l’avènement d’une humanité formatée, réduites à ses seuls besoins matériels; il avait raison; mais les règles de ce formatage, c’est lui, probablement à son corps défendant, qui les a fournies au système. On a formaté et on a trouvé l’édulcorant dans sa définition de l’ “éros”, que l’on a quelque peu sollicitée pour les besoins de la cause. Ce ne sont pas les rigidités du monde totalitaire du “1984” d’Orwell mais le “Brave New World” de Huxley, avec ses paradis artificiels, que l’on tente de nous infliger.
Mort du “zoon politikon” et mort des peuples
Les bourgmestres (ou “maires”) de Paris et de Berlin, Delanoë et Wowereit, ou l’échevin Simons de Bruxelles, tout le socialisme français actuel (surtout à la gauche de Ségolène Royale) ont pour objectif stratégique réel (et à peine occulté) d’occuper les “citoyens” à toutes sortes de festivités, de concerts, de happenings, de “gay prides”, de “zinneke parades”, de manifestations antiracistes ou autres, afin qu’ils ne s’occupent plus directement de politique, afin qu’ils oublient définitivement ce qu’ils sont, la trajectoire dont ils procèdent. L’objectif? Eradiquer l’essence de l’homme qui est, dit Aristote, un “zoon politikon”. Il s’agit de distraire à tout prix l’imaginaire humain de toute tradition ou réalité historique. En Occident, dans le complexe atlantiste franco-anglo-américain selon la définition qu’en donnait mon professeur Peymans fin des années 70, la domination des castes mercantiles ou du tiers-état bourgeois français, a percuté, abîmé et détruit les ressorts les plus intimes des peuples (Irlande exceptée), si bien que Moeller van den Bruck, le traducteur de Dostoïevski, pouvait affirmer que quelques décennies de “libéralisme” suffisaient pour détruire définitivement un peuple.
Le festivisme, mode par lequel s’exprime le despotisme contemporain, contribue à donner l’assaut final aux ressorts intimes des peuples: il en pénètre le noyau le plus profond et y sème la déliquescence. Philippe Muray, pour revenir à lui, réactualise de manière véritablement tonifiante la critique de la “société du spectacle”, énoncée dans les années 60 par Guy Debord et l’école situationniste, tout en jetant un éclairage neuf et très actuel sur le processus de dissolution à l’oeuvre dans la sphère occidentale.
Lega Nord et FPÖ
Pour articuler une résistance à l’échelle européenne, pour traduire dans les faits nos options philosophiques et nos aspirations historiques, deux partis identitaires peuvent nous servir de modèle: la Lega Nord d’Italie du Nord et la FPÖ autrichienne. Je ne vois pas grand chose d’autre. Pourquoi? Parce que ce sont les deux seuls mouvements identitaires de masse qui affichent ou ont affiché clairement des options “non-occidentistes”. La “Lega Nord” et son quotidien “La Padania” ont eu une attitude très courageuse en 1999, quand l’OTAN bombardait la Serbie. Le journal et le “Senatur” Umberto Bossi n’ont pas hésité à fustiger vertement les Américans et leurs complices bellicistes en Europe. Ensuite, à la base de cette ligue, il y a un manifeste, “Come cambiare?” (“Comment changer?”), dû à la plume du grand juriste Gianfranco Miglio. Ce manifeste dénonce les travers de la partitocratie italienne, qui est si semblable à la nôtre. Les leçons de Miglio peuvent donc être directement retenues par tout militant politique de chez nous. La clarté des arguments et des suggestions de Miglio, que j’ai eu l’honneur de rencontrer en 1995 dans sa magnifique bibliothèque privée à Côme, nous permettrait de développer rapidement l’esquisse d’un contre-pouvoir (cf.: “L’Italie toute chamboulée...”, Entretien avec Gianfranco Miglio, propos recueillis par Andreas K. Winterberger, in; “Vouloir”, n°109-113, octobre-décembre 1993; Alessandro Campi, “Au-delà de l’Etat, au-delà des partis: la théorie politique de Gianfranco Miglio”, in: “Vouloir”, n°109-113, oct.-déc. 1993; Luciano Pignatelli, “Les idées pratiques de Gianfranco Miglio: comment changer le système politique italien”, in: “Vouloir”, n°109-113, oct.-déc. 1993; “Quelques questions à Gianfranco Miglio”, propos recueillis par Francesco Bergomi, in: “Vouloir”, n°109-113, oct.-déc. 1993; Robert Steuckers, “La Ligue lombarde”, in: “Le Crapouillot”, nouvelle série, n°119, mai-juin 1994; “L’Etat moderne est dépassé!”, Entretien avec le Prof. Gianfranco Miglio, propos recueillis par Carlo Stagnaro, in: “Nouvelles de Synergies Européennes”, n°46, juin-juillet 2000; “Pour une Europe impériale et fédéraliste, appuyée sur ses peuples”, Entretien avec le Prof. Gianfranco Miglio, propos recueillis par Gianluca Savoini, in: “Nouvelles de Synergies Européennes”, n°48, octobre-décembre 2000).
Dans l’orbite de la FPÖ, l’hebdomadaire “zur Zeit”, dirigé par Andreas Mölzer à Vienne, recèle chaque semaine des pages d’actualité internationale sans concession aucune à l’américanisme ambiant. Jörg Haider est décédé ce matin dans un accident d’automobile mais, en dépit de sa rupture récente avec la FPÖ et de son option personnelle en faveur de l’adhésion turque, il demeurera pour moi l’auteur impassable du livre-manifeste “Die Freiheit, die ich meine” (= “La liberté comme je l’entends”). La partitocratie autrichienne présentait, avant les coups de butoir de la FPÖ, d’étonnantes analogies avec la nôtre. La critique générale du système politique autrichien, telle que Haider l’a formulée, est très technique comme celle de Miglio. Mais elle ne recourt à aucun langage abscons. Et suggère des pistes pour sortir de l’impasse politique. La clarté de ces manifestes a donné à la “Lega Nord” et à la FPÖ une formidable impulsion dans les débats publics et, partant, dans les batailles électorales (cf. Robert Steuckers, “Autriche: Haider, le Capitaine du pays”, in: “Le Crapouillot”, nouvelle série, n°119, mai-juin 1994; “Nous sommes en avance sur notre temps!”, Entretien avec Jörg Haider, propos recueillis par Andreas Mölzer, in: “Au fil de l’épée” recueil n°8, février 2000; “Rafraîchir la mémoire des coalisés anti-Haider!”, in: “Au fil de l’épée”, recueil n°8, février 2000; Mauro Bottarelli, “Haider contre Chirac: non à l’UE centraliste et parisienne – la bonne santé de l’économie autrichienne”, in: “Au fil de l’épée”, recueil n°12, août 2000 – article traduit du quotidien “La Padania”, 11 juillet 2000).
Les succès constants de ces partis, leur impact indéniable sur le débat politique et sur les réformes en cours prouvent que les deux manifestes, que j’évoque ici, recèlent bel et bien les bonnes recettes. Si elles valent pour l’Autriche et pour l’Italie, elles devraient valoir pour nous, vu que les systèmes politiques de ces deux pays et leurs dysfonctionnements sont similaires et comparables aux nôtres. Et, qui plus est, la vision géopolitique de ces deux formations est européiste et anti-atlantiste, éléments essentiels pour une critique solide et positive du système en place qu’aucun parti ou mouvement n’a repris chez nous, rendant du même coup caduque toute efficacité concrète.
Les hommes de gauche qui ont opéré les bon aggiornamenti...
Pour nous servir d’inspiration complémentaire, nous ajouterions le corpus établi par des personnalités de gauche, devenues non conformistes au fil du temps, comme la famille de Rudy Dutschke ou son compagnon Bernd Rabehl, qui s’expriment régulièrement dans l’hebdomadaire berlinois “Junge Freiheit”; ou comme Günther Rehak en Autriche, ancien secrétaire du Chancelier socialiste Bruno Kreiski; en Suisse romande, toujours dans l’arc alpin, le mouvement “Unité populaire” parvient à nous livrer chaque semaine sur l’internet des analyses ou des réflexions dignes d’intérêt pour tous ceux qui rêvent à l’avènement d’un solidarisme qui soit capable de dépasser les contradictions et les enlisements du socialisme établi. En Italie, le quotidien romain “Rinascita”, issu du nationalisme classique, se présente actuellement comme le journal de la “sinistra nazionale” et opte pour une perspective européiste et eurasiste, anti-impérialiste et anti-capitaliste. Nos sources d’inspiration ne doivent pas se limiter aux seuls mouvements qui se donnent, à tort ou à raison, les étiquettes de “national”, de “régionaliste” ou d’ “identitaire”. Des cénacles, anciennement ou nouvellement classés à gauche sur les échiquiers politiques en Europe, ont procédé avec intelligence aux bons aggiornamenti: ils ont refusé toutes les involutions en direction des pistes suggérées par la “nouvelle philosophie” et ses satellites et ont rejeté l’attitude de ceux qui, en dépit de leur vibrant militantisme d’il y a quelques décennies, demeurent, par paresse intellectuelle, des “compagnons de route” des partis sociaux-démocrates partout en Europe. La posture du “compagnon de route” est le plus sûr moyen de s’enliser, de faire du sur place, d’entrer dans la spirale infernale du déclin, un déclin engendré par le “mimétisme” qui ne produit plus aucune différence (ni “différAnce” pour faire un clin d’oeil à Derrida), mais reproduit sans cesse, sur un ton morne, le même et le même du même. C’est le plus sûr moyen de devenir les béni-oui-oui du système, ses chiens de Pavlov.
La création d’un espace stratégique euro-sibérien est inséparable d’un remaniement complet de nos institutions nationales, dans le sens de la “volksgezindheid” et du solidarisme, dans le sens de la critique anti-partitocratique de Miglio et Haider, afin d’immuniser totalement ces institutions contre les bacilles du soft power jacobin ou américain.
C’est tout ce que j’ai voulu vous dire cet après-midi.
Robert Steuckers,
Octobre 2008.
NOTES :
(1) William ENGDAHL, “Pétrole – une guerre d’un siècle – L’ordre mondial anglo-américain”, Ed. Jean-Cyrille Godefroy, Paris, 2007.
(2) La parution de cet article, dans une publication du “Parti Communautariste National-Européen” avait induit l’inénarrable comploteur parisien Alain de Benoist, via son zélé vicaire campinois, à exciter un brave citoyen allemand, membre de la “DESG” (= “Deutsch-Europäische Studiengemeinschaft”), une association basée à Hambourg qui s’apprêtait alors à fusionner avec “Synergies Européennes”, à tenter un ultime baroud (de déshonneur) pour torpiller cette fusion. L’homme, honnête, naïf et manipulé, a échoué dans ses manoeuvres. Il s’est dûment excusé quelques mois plus tard, à l’occasion d’un séminaire DESG/Synergies sur les relations germano-russes et euro-russes et sur la problématique de l’eurasisme, tenu à Lippoldsberg. Il avait enfin compris que l’instigateur de cette bouffonerie était un comploteur pathologique et que son vicaire n’était qu’un pauvre bas-de-plafond. Forcément: pour servir un tel maître...
(3) Cf. L. SIMMONS, “Van Duinkerke tot Königsberg – Geschiedenis van de Aldietsche Beweging”, Uitgeverij B. Gottmer, Nijmegen,1980. Voir également: Alan SPANJAERS, “Constant Hansen”, in: “Branding”, n°2/2008.
(4) Dexter PERKINS, “Storia della dottrina di Monroe”, Il Mulino, Bologna, 1960.
(5) Alain GOUTTMAN, “La Guerre de Crimée 1853-1856, la première guerre moderne”, Perrin, 1995; vor également : “The Collins Atlas of Military History”, Collins, London, 2004.
(6) Jacques HEERS, “Les Barbaresques - La course et la guerre en Méditerranée – XIV°-XVI° siècle”, Perrin, Paris, 2001-2008.
(7) Robert STEUCKERS, “Constantin Frantz”, in: “Encyclopédie des Oeuvres philosophiques”, PUF, 1992.
(8) Richard MOELLER, “Russland – Wesen und Werden”, Goldmann, Leipzig, 1941.
(9) L’ouvrage le plus complet pour aborder cette thématique si complexe est le suivant: Gerd KOENEN, “Der Russland-Komplex – Die Deutschen und der Osten 1900-1945”, C. H. Beck, Munich, 2005.
(10) Günther HASENKAMP, “Gedächtnis und Leben in der Prosa Valentin Rasputins”, Otto Harrassowitz, Wiesbaden, 1990.
(11) Wolfgang STRAUSS, “Die Neo-Slawophilen – Russlands konservative Revolution”, in: “Criticon”, Munich, n°44, 1977. Cf. Robert STEUCKERS, “Wolfgang Strauss: les néo-slavophiles ou la révolution conservatrice dans la Russie d’aujourd’hui”, in “Pour une renaissance européenne”, Bruxelles, n°21, 1978.
(12) Alexander YANOV, “The Russian New Right – Right-Wing Ideologies in the Contemporary USSR”, Institute of International Studies, University of California, Berkley, 1978.
(13) Cf. Robert STEUCKERS, “Adieu au Général-Major Jochen Löser”, in: “Nouvelles de Synergies Européennes”, n°50, mars-avril 2001. Cf. également: Detlev KÜHN, “En souvenir d’un soldat politique de la Bundeswehr: le Général-Major Hans-Joachim Löser”, ibidem. Ces deux textes figurent sur: http://euro-synergies.hautetfort.com .
(14) Cf. nos deux études sur le nationalisme: Robert STEUCKERS, “Pour une typologie opératoire des nationalismes”, in: “Vouloir”, n°73/74/75, printemps 1991; Robert STEUCKERS, “Pour une nouvelle définition du nationalisme”, in: “Nouvelles de Synergies Européennes”, n°32, janvier-février 1998 (texte d’une conférence prononcée à Bruxelles le 16 avril 1997). On peut lire ces deux textes sur: http://euro-synergies.hautetfort.com.
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vendredi, 14 août 2009
Qui est Jean-Claude Michéa?
Qui est Jean-Claude Michéa ? |
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« Je me définirais, pour commencer, comme un socialiste, au sens que ce mot avait au début du XIXe siècle, dans les écrits de Pierre Leroux ou du jeune Engels. En d’autres termes, je demeure fidèle au principe d’une société sans classe, fondée sur les valeurs traditionnelles de l’esprit du don et de l’entraide. Je suis par conséquent définitivement opposé à tous ces programmes de modernisation ou de rationalisation de l’existence humaine qui conduisent, sous une forme ou sous une autre, à privilégier le calcul égoïste et les formes antagonistes de la rivalité (car en tant qu’amoureux du sport je pense, bien sûr, qu’il existe aussi des formes positives d’émulation). Je me définirais ensuite – ce n’est naturellement pas incompatible – comme un démocrate radical, c’est-à-dire comme quelqu’un qui pense que la démocratie ne saurait être réduite aux seuls principes du gouvernement représentatif. Ce dernier, en effet, conduit inévitablement à déposséder le peuple de sa souveraineté au profit d’une caste de politiciens professionnels et de prétendus experts. […] Si la démocratie désigne le gouvernement du peuple, par le peuple et pour le peuple, il est évident que les gouvernements représentatifs modernes n’en constituent qu’une version extrêmement appauvrie, voire purement formelle. De ce point de vue, il serait philosophiquement plus juste de les définir comme des "oligarchies libérales", pour reprendre l’expression proposée par Castoriadis. […] Comme l’écrivait Debord, les droits dont nous disposons sont, pour l’essentiel, les droits de l’homme-spectateur. En d’autres termes, nous sommes globalement libres de critiquer le film que le système a décidé de nous projeter, mais nous n’avons strictement aucun droit d’en modifier le scénario, et cela que nous apportions nos voix à un parti de droite ou à un parti de gauche. »
Jean-Claude Michéa, interviewé par A Contretemps n°31, mai 2009 |
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jeudi, 13 août 2009
Thierry Maulnier: pour une philosophie économique
POUR UNE PHILOSOPHIE ÉCONOMIQUE
(Thierry Maulnier, Mythes socialistes, Paris : Gallimard, 1936, pp. 237-246.)
Il ne faut pas se lasser de le dire, le problème économique, n’est pas un problème séparé. On ne le résoudra pas, si l’on ne résout préalablement le problème politique dont il dépend. Toute réorganisation d’une société humaine suppose d’abord réglée la question du réorganisateur, c’est-à-dire la question du gouvernement. Et, de même qu’il est impossible d’éliminer du problème économique ses composantes politiques, de même il est impossible d’en éliminer les composantes sociales, intellectuelles, humaines. Le libéralisme du dix-neuvième siècle d’abord, le marxisme ensuite, sont nés d’une philosophie qui considérait la science économique comme la science des sciences, l’activité économique comme l’activité-mère de toutes les autres, comme un domaine intangible et sacré. Tout cela nous a coûté assez cher pour que nous ayons cessé de croire à la panacée de l’économie pure. Mais là n’est pas la question.
Les solutions économiques comportent des conditions politiques ; elles doivent se soumettre aux exigences de la justice, de l’ordre, de l’homme. Mais si l’on ne peut résoudre seul le problème économique, on peut affirmer, du seul point de vue de l’économie’ que certains régimes tendent naturellement à l’anarchie, à la misère et à la ruine ; que d’autres régimes peuvent créer l’harmonie et la prospérité. Ceux qui ont soumis la vie sociale tout entière aux exigences de l’économie pure nous ont fait beaucoup de mal. Mais ceux qui ont fait de l’économie avec les préjugés de partis ou de classes, le sentiment, la morale, nous en ont fait tout autant. N’en voit-on pas, aujourd’hui, engager jusqu’à leur religion dans les contestations sur la propriété et le travail, comme ils l’engagent dans les contestations sur la forme du gouvernement? Gardons-nous de donner à l’économie trop d’indépendance : gardons-nous aussi de lui ôter son autonomie. L’économie pas plus que la politique, n’a droit au gouvernement exclusif des hommes. Mais l’économie, comme la politique, est un domaine propre de l’activité humaine, et soumis à des lois qui ne se commandent point. Qu’on le veuille ou non, ces lois, comme celles de la biologie ou de la physique, ces lois sont pures, elles font l’objet d’une science pure, et toutes les confusions métaphysiques du monde n’y pourront rien changer.
Ceci posé, nous n’en sommes que plus à l’aise pour affirmer que le politique et l’économique, s’ils peuvent être séparés dans la méthode, ne peuvent l’être dans l’action. De même que la biologie et la psychologie, qui sont des sciences séparées, ne peuvent être pensées intégralement et dans toutes leurs composantes de façon séparée, puisqu’elles sont deux parties d’une même vie, de même en est-il de la politique et de l’économique. Vouloir restaurer l’ordre politique sans se soucier de l’ordre économique ou l’ordre économique sans l’ordre politique, est absurdité pure. L’ordre politique dans l’anarchie économique est tyrannie, puisqu’il met la force de l’État, la police, l’armée, au service d’un désordre où les faibles sont écrasés, où les abus et les spoliations restent possibles. L’ordre économique sans ordre politique est impossible, puisque lui manque la force impérative qui seule peut plier à l’intérêt commun les intérêts particuliers. La première de ces deux vérités a été trop oubliée par des conservateurs libéraux qui ont vu dans l’autorité politique le moyen de résister par la force aux revendications souvent légitimes des classes les moins favorisées ; la seconde, par les socialistes marxistes qui ont considéré l’État politique comme un instrument de lutte des classes au service de la classe dominante alors qu’il est la condition même de l’équilibre des forces sociales, et que l’harmonie sociale, loin de permettre sa disparition, exige au contraire son autorité. Le problème politique et le problème économique ne doivent pas être confondus à la légère (des erreurs comme l’économie dirigée ou le syndicalisme politique en sont la preuve), ils ne doivent pas être arbitrairement séparés.
Parlant de l’ordre économique, M. E. Bélime, dans une remarquable étude récemment parue, définit en termes clairs et ses limites et sa nécessité : « Posant tout entier sur le plan matériel, écrit-il, il ne promet pas à l’homme ce bien spirituel qu’est le bonheur. Les besoins et les désirs auxquels répond la production caractérisent son matérialisme, un matérialisme dont il connaît ainsi la relativité et les limites. Il sait que l’homme a d’autres besoins et d’autres désirs, mais il sait aussi son impuissance à les manifester librement, lorsque ses aspirations inférieures l’obsèdent. Dans l’espace étroit qu’il s’est tracé, il s’en tient aux humbles besognes qu’il s’est assignées et dont l’exact achèvement est la condition souvent nécessaire, sinon toujours suffisante, de l’accession de l’homme aux bien spirituels. »
Nous voilà prémunis en même temps contre les deux grandes causes du malaise social actuel : l’idéalisme libéral et le matérialisme collectiviste qui en a été la conséquence, méritée et fatale comme les punitions antiques. Le libéralisme du dernier siècle a consacré le divorce monstrueux, la séparation par consentement mutuel de l’esprit et du monde. Les intellectuels ont peu à peu accepté d’oublier l’étroite dépendance où l’esprit est tenu par les réalités physiques qui s’affolent, s’insurgent et l’écrasent dès qu’il cesse de les régir ; ils les ont considérées comme indignes de leur regard. Un des plus grands paradoxes de notre histoire, aux yeux de l’avenir, sera ce dédain des intellectuels pour le monde en une de ses phases de plus grave transformation, cette prétention de l’intellectuel à ne s’occuper que de soi. Qu’on le remarque bien : il ne s’agit pas ici de métaphysique. Il ne s’agit pas de faire le procès de l’idéalisme métaphysique, critique de la connaissance, doute à l’égard du monde extérieur ; mais il faut condamner sans pitié l’idéalisme pratique, la tour d’ivoire, la renonciation de l’esprit au monde des faits. Libre à chacun d’admettre que le monde physique ne soit qu’apparence : mais c’est dans cette apparence que se meut toute vie. Celui qui dédaigne les apparences, bon gré mal gré, se met au service de la mort. Marx a criblé de ses attaques cette position insensée de l’idéalisme moderne, ce superbe dédain de l’esprit, dépouillé de la direction du monde social, à l’égard de la guerre, de la misère et de l’anarchie. On ne se lassera pas de répéter que Marx et ses sarcasmes avaient raison.
Mais l’intellectuel, enfermant l’esprit en lui-même, abandonnait la direction de la société humaine au théoricien du monde matériel, à l’économiste. Pendant que l’intellectuel érigeait en principe le dédain de l’esprit à l’égard du monde social, l’économiste affirmait le dédain du monde social à l’égard de l’esprit. L’économie libérale, née au dix-huitième siècle, concevait la vie des sociétés comme celle des forces de production et des courants d’échange, attribuait aux marchands la puissance motrice de l’évolution humaine, et confondait l’histoire de l’homme et l’histoire des prix. La vie économique apparaissait peu à peu comme un monde sacré, intangible, soumis à des lois naturelles auxquelles l’homme ne pouvait prétendre imposer son autorité sans désastre. La politique, dans son ordre, gardait le droit de faire appel à l’organisation, à la prévision, à la raison ; dans le heurt des forces politiques, l’harmonie, on le reconnaissait, ne naissait pas d’elle-même. Mais, dans l’activité économique, — humaine elle aussi, pourtant, — toute intervention constructrice et régulatrice de la raison et de la volonté était sacrilège. L’ordre naissait du libre déchaînement des forces, des intérêts, des instincts. Dans l’économie, dans l’économie seule, le libre jeu de la nature n’avait nul besoin d’être corrigé par la civilisation et l’intelligence. Au progrès, à la prospérité, à l’harmonie des plus complexes sociétés humaines, l’économiste, seul souverain dans son domaine, a exigé qu’on appliquât les principes de la lutte pour la vie, de l’élimination des faibles, du laisser-faire ; les principes mêmes qu’en tous domaines la société des hommes a mission de combattre par le gouvernement, l’arbitrage et le droit ; les principes mêmes de la barbarie.
On sait les résultats présents de cette liberté forcenée donnée au producteur et au marchand par le libéralisme. Avant la réaction des faits, la réaction des hommes s’est produite, le socialisme marxiste a protesté violemment contre une pensée idéaliste, systématiquement impuissante en face des réalités humaines ; il a déclaré inadmissibles l’oppression et l’exploitation des faibles par les forts dans l’ordre de l’économie. La tentative philosophique de Marx est celle d’un nouveau réalisme, où l’esprit, détourné de la terre par l’abstraction idéaliste, se réconcilierait avec le monde physique pour reprendre son rôle puissance efficace et d’acteur dans le développement de l’histoire. Mais si, dans le principe, l’effort tenté par Marx pour atteindre, dans un monde dissocié, une nouvelle synthèse de la pensée humaine et de la réalité était parfaitement justifiable, les moyens qu’il a employés pour réaliser cette synthèse apparaissent infiniment incomplets et superficiels.
Le sociologue allemand n’a pas su se libérer du culte libéral de l’économie. Au moment où il parvient à ses conclusions principales, l’étrange cancer de l’économie libérale, abandonné à lui-même, alimenté par l’équipement technique et par la concurrence, s’accroît déjà de jour en jour sur le corps de la société humaine. Marx fonde toute sa philosophie sur cette déviation de l’histoire, au lieu de chercher et de retrouver la ligne directrice de l’histoire. II construit sur l’accident libéral comme sur un fait humain essentiel et permanent. Bien mieux, il analyse l’histoire tout entière en fonction, et à la lumière de la période libérale — ce qui le conduit, entre autres erreurs, à considérer la lutte des classes, fait propre à l’économie libérale, comme un phénomène constant, et à la retrouver dans les époques mêmes où, de toute évidence, elle n’existait pas. Ainsi, dès son principe, le réalisme marxiste entre dans le jeu des économistes libéraux dont il combat les formules ; il accepte d’eux la notion d’une Économie autonome, fait humain fondamental et n’obéissant qu’aux lois internes de son propre développement. Marx proclame que les principes du laisser-faire et de la concurrence, érigés en lois suprêmes par l’économie naturaliste, conduisent d’eux-mêmes à une autre forme de société, qui est collectiviste et donne le pouvoir au prolétariat ; mais, pas une seconde, il ne nie le principe même de l’économie naturaliste. Au contraire. Il ne fait qu’accroître l’importance et l’empire de l’économie dans la société.
Pour la pensée libérale, la vie économique se suffisait à elle-même, elle obéissait à ses propres lois, elle se comportait dans le monde humain comme un univers autonome. Mais elle n’envahissait pas les autres domaines, ceux de la politique, de la culture, des mœurs, des croyances. Marx sait que la pensée même d’une telle autonomie de l’économique, qu’une telle séparation de l’homme et de l’une de ses activités essentielles est inadmissible. Les actions et les réactions de l’économie, commerce, moyens d’échange, travail, niveau d’existence, habitat, sur toutes les formes de la vie et de la pensée sont évidentes, plus évidentes que jamais en un temps où l’essor économique semble modifier de fond en comble toutes les formes de la vie. Contre les économistes, Marx affirme donc le lien essentiel qui unit l’économie à toutes les formes de la vie sociale et individuelle. Mais, contre les idéalistes, il affirme en même temps la subordination des « superstructures » individuelles, intellectuelles, morales, de la politique, de la culture, des croyances, de la raison, de la personnalité, aux conditions collectives de la vie matérielle, c’est-à-dire à l’état économique de la société. Ainsi, par un paradoxe extraordinaire, Marx ne parvient à rendre à l’esprit sa puissance active et sa valeur créatrice qu’en le soumettant à ce qu’il y a de plus matériel dans le monde physique : il ne parvient à rétablir les rapports essentiels, niés par le libéralisme, entre la vie économique et les formes les plus complexes de la vie sociale et personnelle qu’en étendant au monde humain tout entier la royauté de l’économie jusque là bornée par les libéraux au monde proprement économique. C’est à l’économie elle-même que le marxisme demande d’affranchir l’homme des oppressions économiques. L’ordre économique était, pour les libéraux, autonome, dépendant de lui-même : il devient, pour les marxistes, souverain de toute la société humaine. Le marxisme consomme ce que le libéralisme avait commencé.
Pour rendre la pensée humaine et la réalité, la personnalité et la vie matérielle collective à leurs rapports naturels, c’est l’effort inverse qu’il convient de faire. L’indépendance monstrueuse acquise par les faits économiques dans la société moderne doit être non transformée en souveraineté absolue, mais réduite et maîtrisée. L’économie doit être considérée comme ce qu’elle est : c’est-à-dire une des formes de la vie sociale, une de ses formes les plus importantes, non son fondement et son principe. Nous devons non pas lui soumettre la vie sociale tout entière, mais au contraire la faire rentrer dans sa subordination naturelle à l’ensemble de la vie sociale. Les rapports économiques ne créent pas les rapports sociaux, ils en dérivent, l’échange des produits, la division des travaux supposant déjà par eux-mêmes l’instinct social existant et la vie sociale constituée. Toute critique valable du marxisme doit partir de ce fait essentiel que les faits économiques ne sont pas déterminants mais déterminés. Ils supposent l’existence de la personnalité humaine et de la solidarité humaine, de la vie sociale humaine dans toute sa complexité. Loin d’absorber en eux toute la vie sociale des êtres humains, ils doivent donc se soumettre aux lois naturelles de cette vie sociale, aux exigences, aux limitations, aux règlements, au gouvernement que suppose la vie des hommes en société. S’il y a un déterminisme historique, il est social au sens le plus complexe et le plus complet du terme, et non purement économique. Dans l’ordre de la pensée comme dans l’ordre pratique, le véritable recours contre le naturalisme libéral consiste à proclamer non la souveraineté mais la subordination de l’économie. La réconciliation demandée par Marx de l’homme et de la réalité, de la pensée et du monde n’est possible que si les lois du développement humain, ramenées illégitimement par l’auteur du Capital à une activité partielle de l’homme, sont découvertes et respectées dans leur complexité véritable : il est dans l’existence personnelle et dans l’existence sociale de l’homme des lois plus primitives, plus déterminantes encore que celles du régime du travail ou des échanges : celles de la vie humaine elle-même, — qui est plus que la vie économique — dans sa totalité : c’est sur le respect de celles-là que s’appuie l’ordre économique véritable, comme tout l’ordre civilisé.
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dimanche, 09 août 2009
Entretien avec G. Maschke: le mensonge de la guerre permanente pour la paix perpétuelle
Entretien avec Günter Maschke:
Le mensonge de la guerre permanente pour la paix perpétuelle
Propos recueillis par Sven Beier
Q.: Monsieur Maschke,vous venez de publier récemment un vaste recueil d’écrits de Carl Schmitt sur le droit des gens, sous un titre apparemment paradoxal: “Frieden oder Pazifismus?” (= “La paix ou le pacifisme?”). Les pacifistes seraient-ils des acteurs politiques qui ne veulent pas la paix?
GM: Aucune des variantes du pacifisme n’aspire à la paix en tant que non recours à la guerre, aucune d’entre elles n’aspire à une paix qui serait conclue après une guerre menée contre un ennemi que l’on reconnaîtra comme tel; les pacifistes dans toutes leurs variantes veulent abolir la guerre, dans la mesure où ils nient son droit à exister. Ils considèrent que la guerre est un crime et entendent l’interdire par le droit; le pacifisme armé, qui détermine le droit des gens depuis le Diktat de Versailles de 1919, rend possibles les sanctions, les mesures de maintien de la paix, les occupations pacifiques, les mandats solidement étayés, les interventions humanitaires, ce qui équivaut, quels que soient les concepts camouflants utilisés, à des actions militaires contre tous ceux qui “brisent la paix”, contre les “agresseurs”. Par conséquent, tous les acteurs de l’échiquier doivent veiller à ne pas passer pour “agresseurs”. L’agresseur apparent doit pouvoir être montré comme tel, être littéralement construit de toutes pièces, ce qui signifie qu’il faudra provoquer l’ennemi pour qu’il commette des actes d’agression. De ce fait, le véritable agresseur est celui qui, en vertu de sa force et de sa position géographique, est en mesure de provoquer l’acte d’agression. “L’agresseur est celui qui force son adversaire à recourir aux armes”, disait déjà Frédéric le Grand. Celui qui se laisse provoquer se laissera passer un corde autour du cou, une corde qui n’est pas seulement d’ordre juridique, car il devra inévitablement songer aux conséquences de sa défaite éventuelle (c’est-à-dire celle qu’il devra accepter après une “capitulation sans condition”) et, subséquemment, luttera jusqu’à ce qu’il sera saigné à blanc. Ensuite, comme autre conséquence de ce pacifisme, nous repérons la tendance à éliminer toutes les règles du droit de la guerre; contre celui qui a eu recours à la guerre, tout sera dès lors permis. Quant aux autres, les crimes qu’ils auront commis n’entreront pas en ligne de compte. Le chemin qui mène du pacifisme, en tant que négation du droit à faire la guerre, à la guerre “totale” et “juste” est très court: “perpetual war for perpetual peace” (“guerre permanente pour la paix perpétuelle”). Or les notions de guerre et de paix sont en corrélation; le concept de paix présuppose toujours qu’il y a eu des hostilités préalables. Mais ceux qui pensent que ces hostilités sont par définition d’ordre criminel et que tout ennemi est, par voie de conséquence, un criminel, ne peuvent jamais faire de paix véritable. Car, justement, opérer une telle discrimination à l’encontre de la guerre et de l’ennemi, revient à ôter l’un des deux piliers qui soutiennent le droit des gens, en l’occurrence le pilier de la guerre, pour ne laisser que le pilier de la paix, ce qui ne permet évidemment aucune stabilité, donc aucune paix véritable. On ne peut faire la paix qu’avec un ennemi que l’on reconnaît(ra). La paix est un “état de droit”, une “situation de droit” et, en tant que telle, ne peut être obtenue que si la guerre, à son tour, possède un statut juridique. Le pacifisme s’avère ainsi un obstacle à la paix, tandis qu’un monde sans guerre ne serait pas pour autant un monde de paix, mais aurait besoin de s’auto-décrire à l’aide de tout nouveaux concepts.
Q.: Affirmeriez-vous que Carl Schmitt est un théoricien mobilisable aujourd’hui pour expliciter le droit des gens actuellement en vigueur ainsi que la situation internationale?
GM: Le droit des gens moderne ferait bien mieux de se préoccuper de savoir s’il doit ou non se mettre à la remorque de Carl Schmitt et non le contraire, chercher à mettre Carl Schmitt à la remorque du monde actuel. Ce droit des gens n’est pas innocent dans tous les désastres qui se sont succédé depuis 1919. Après chaque catastrophe, les doctrinaires du droit des gens moderne ont accentué encore plus la discrimination qui frappe la guerre et octroyé à la politique de puissance en vigueur —et toujours en place— la possibilité de déployer des manoeuvres de diversion et des “voilements”, des occultations, de plus en plus subtils; il suffit de songer aux innombrables possibilités qui existent d’interpréter le Pacte Kellogg de 1928 et la Doctrine Stimson de 1932. La belligérance proprement dite est dès lors devenue de plus en plus brutale, surtout parce qu’une défaite finale s’avèrerait encore plus terrible qu’auparavant. Entre 1919 et 1939, on a cherché à pallier l’interdiction de faire la guerre car on craignait les sanctions; on a dès lors procédé à des “occupations pacifiques”, à des “représailles”, etc. Typique de cette façon de procéder: le conflit sino-japonais. L’abolition du concept de “guerre” et son remplacement par celui de “conflit armé”, suivi de l’interdiction générale de tout recours à la violence, n’ont rien amélioré; on a simplement utilisé à profusion et à satiété le concept d’“auto-défense”. Les Etats-Unis prétendent “se défendre” en Irak, laquelle petite puissance les aurait menacé de manière décisive. L’impuissance possible du droit des gens face à certaines réalités est une chose; accorder à ces réalités l’apparence du droit ou célébrer des massacres par le truchement de la haute technologie comme des “mesures préventives” ou comme des “préludes” à l’avènement d’un droit civil universel (comme le veut le grand prêtre de l’humanisme actuel, Jürgen Habermas) en est une autre.
Q.: Dans quelle mesure est-ce réaliste de parler d’un rapport direct entre espace (Raum) et droit (Recht), comme le fait Carl Schmitt, de façon à ce que la guerre et la paix soient des réalités qui visent la réalisation d’un “ordre naturel”? A notre époque de flux migratoires et de flux de marchandises, où la population est devenue “multiculturelle”, on ne peut pas faire grand chose sur base de ce rapport espace/droit, pour régler la coexistence entre de telles “populations”, du moins si cette coexistence est encore organisée par un Etat?
GM: Les flux migratoires et les flux de marchandises se portent vers des espaces précis, organisés politiquement; ils ne s’écoulent pas au petit bonheur la chance sur une Terre qui ne serait pas subdivisée en entités étatiques. Dans certains cas jugés urgents, on va même jusqu’à construire des barrières, que ce soit sur la frontière entre les Etats-Unis et le Mexique ou sur celle qui sépare les zones de peuplement juif des zones administrées par l’autorité palestinienne. C’est justement à cause de ces flux que le contrôle politique et militaire d’espaces s’avère aujourd’hui plus important qu’hier. D’autres facteurs le prouvent également: la lutte de plus en plus âpre pour l’accès aux matières premières, la militarisation de l’espace circumterrestre, les tentatives d’encercler la Russie ou de fractionner certains Etats en en détachant des composantes par le truchement de l’idéologie des droits de l’homme. Il y a déjà longtemps que l’on parle du “retour de l’espace” et les jours de la géographie politique et de la gépolitique ne sont pas encore comptés, loin de là! Même si les cercles les plus conventionnels et les plus conformistes de l’université allemande le souhaiteraient!
Q.: Le modèle d’ordre, que préconise Schmitt dans sa vision du droit des gens, avec sa fixation sur la notion de sol et sur l’idéal d’un peuple homogène, qui s’est approprié ce sol et l’a rentabilisé, n’est-il pas désormais archaïque parce que “folciste” (= “völkisch”), comme on l’a souvent reproché à Schmitt; “folciste” et donc aujourd’hui obsolète?
GM: Le droit des gens selon Schmitt a essuyé pas mal de critiques sous le national-socialisme, justement parce qu’il présentait, disaient ses adversaires partisans du régime, un déficit de “folcicité”. Par ailleurs, l’idée de “folcicité” ne me paraît pas obsolète aujourd’hui, vu l’agressivité de la globalisation: elle devient au contraire de plus en plus importante. J’en veux pour preuve la tendance actuelle à constituer de plus en plus souvent des Etats nouveaux et petits, n’englobant, si possible, qu’une seule ethnie. On évite bien entendu d’utiliser les termes “folciste” ou “ethnique”, voire “racial”, parce qu’ils sont chargés de connotations historiques, mais cela n’empêche pas que l’on lutte plus âprement aujourd’hui qu’hier pour faire triompher l’idéal “folciste”. Schmitt, lui, ne se préoccupait pas de la question “folciste” mais visait la constitution de “grands espaces” (Grossräume) contre la notion de “One World”, qui est issue de l’idéalisme désincarné et ne cherche pas à faire advenir un monde où les sujets du droit des gens seraient mis sur pied d’égalité mais, au contraire, seraient tous soumis à une et une seule superpuissance impérialiste. Le droit des gens de Carl Schmitt, que l’on accuse à tort d’être un “étatiste”, se place résolument au-delà de tout étatisme et repose surtout sur l’observation attentive d’un fait bien patent, que Washington veut ignorer: que le monde sera toujours plus grand que les Etats-Unis et ne pourra pas sempiternellement être taillé à la mesure des idées et des conceptions bizarres qui sont nées dans des cerveaux américains.
Q.: L’idéal schmittien du droit des gens semble avoir été plus ou moins réalisé dans le petit univers des Etats européens entre la Paix de Westphalie et la première guerre mondiale, avec des Etats souverains, délimités chacun par des frontières, se livrant quelques fois des “guerres de forme”, sorte de duels guerriers qui se terminaient par des traités de paix aux effets finalement restreints. N’a-t-on pas affaire, ici, à un mythe personnel cultivé par Schmitt, avec lequel il est parti en guerre contre la guerre totale qui sévissait au 20ème siècle? En partant du principe que les guerres-duels ont réellement existé, Schmitt n’a tout de même pas imaginé sérieusement qu’on pouvait y retourner? Et vous-même, y voyez-vous davantage qu’une réminiscence historique, une simple alternative à la tentative de fonder une paix sur les valeurs de l’universalisme de la “révolution mondiale démocratique”, à laquelle appelait George W. Bush en novembre 2003?
GM: La guerre limitée, ou “guerre des formes”, a bel et bien existé: elle repose sur la distinction claire entre guerre et paix, entre intérieur et extérieur, entre combattant et non combattant, etc. Même si l’on ne peut plus revenir à de telles distinctions, peut-on pour autant soutenir la notion de “guerre totale” ou l’état de “perpetual war for perpetual peace”, en propageant le mensonge d’une “paix indivisible” et en affirmant tout de go que toute guerre particulière concerne le monde tout entier, c’est-à-dire cette “communauté des peuples” (Völkergemeinschaft), qui existe soi disant réellement mais qui est, dans les faits, une “société d’Etats” (Staatengesellschaft)? En raisonnant de la sorte, peut-on contribuer à préparer pour l’avenir une sorte de “soft law” pour faciliter et légitimer l’interventionnisme impérialiste? Quand un sot prononce une phrase stupide, dans le genre “la liberté allemande (sur l’essence ou sur la réalité présente de laquelle, je refuse de m’exprimer ici pour demeurer poli) se défend aussi dans l’Hindou Kouch”, ou quand un autre handicapé de la dure-mère nous déclare que les Etats-Unis seraient davantage “sécurisés”, si l’Irak était sauvé tout en étant détruit, je constate que de telles assertions sont possibles uniquement parce que l’on croit aux principes du droit des gens tel qu’il s’applique depuis 1919. Et pire: même ceux qui critiquent les deux types d’assertion que je viens d’énoncer, pour m’en moquer, croient à ces principes de 1919! Ces gens peuvent, par exemple, critiquer le Traité de Versailles, mettre en doute la validité du Tribunal de Nuremberg, condamner les motivations qui ont conduit à la guerre du Vietnam, tout en célébrant l’avènement des droits de l’homme ou la défense préventive des “valeurs occidentales” ou toute autre sublime philosophade de cet acabit! Beaucoup de ceux qui s’insurgent contre les entorses faites au droit des gens par le gouvernement des Etats-Unis, oublient simultanément que ces entorses ne sont que la conséquence logique de l’évolution même de la pensée juridique aux Etats-Unis, une évolution qui a commencé plus ou moins vers 1880 et qui a donné pour résultat, in fine, le droit des gens de 1919. Mais cela donnerait quoi, cette “démocratie mondiale” ou ce qui en tient lieu? Une “démocratie” est par définition le “kratos”, le pouvoir, détenu par un “demos”, par un peuple particulier, et ne peut donc pas s’étendre au “monde” ou à l’humanité. Ensuite, la démocratie n’est qu’une méthode pour produire le droit et, en tant que méthode, ne présuppose aucun contenu; tout contenu éventuel, qui viendrait l’étoffer, s’ajouterait ultérieurement. L’Occident parle sans cesse de “démocratie”, mais ôte à cette même “démocratie” toute valeur quand les résultats d’une consultation démocratique lui déplaisent; dans cette optique, songeons simplement à la victoire électorale du “Front Islamique du Salut” en Algérie en décembre 1991; l’Occident a constaté, avec une joie à peine dissimulée, qu’un putsch a mis un terme à l’ascension du FIS. Songeons aussi aux élections iraniennes de 2005. La “révolution démocratique mondiale” est-elle une révolution fabriquée et imposée de force par les dirigeants des lobbies pétroliers qui lisent Leo Strauss pendant leurs temps de loisir? Mais qui agissent selon la devise de Schumpeter: “La démocratie, c’est le pouvoir par le mensonge”?
Q.: Vu les efforts que déploie la dernière superpuissance en piste, les Etats-Unis, pour faire advenir le “One World”, ne peut-on pas dire que le “nomos de la Terre”, espéré par Carl Schmitt, avec son pluriversum de “grands espaces” (Grossräume), est à reléguer au département des antiquités?
GM: Les Etats-Unis peuvent briguer l’avènement d’un “One World” mais, à l’évidence, on sait depuis longtemps qu’ils ne réussiront pas l’opération. Les tentatives de construire réellement de “grands espaces” sont patentes aujourd’hui, notamment en Amérique latine. Les pertes enregistrées par les Etats-Unis dans les secteurs de la production et de la finance sont incontestables. A cela s’ajoute, l’endettement pharamineux (et absurde) des Etats-Unis vis-à-vis de l’étranger et les risques que comporte cet endettement. Sur le plan militaire, les Etats-Unis se heurtent rapidement à leurs limites: ils ne disposent pas de troupes étrangères en suffisance, qui, elles, seraient prêtes à mourir pour une cause. On pourrait approcher l’idéal d’une paix mondiale, si les Etats-Unis devenaient à leur tour l’objet d’un “containment”, d’un endiguement, et si la volonté unie de tous les autres mettait un terme à leurs tentatives de contrôler l’espace arabe (et, par là même, une bonne part des sources d’approvisionnement de l’Europe), de pénétrer la “Terre du Milieu” ou l’espace centre-asiatique et d’encercler la Russie. Cet endiguement des Etats-Unis et l’union des volontés alternatives n’est pas un projet sans perspective...
Q.: La tentative d’empêcher par tous les moyens l’avènement de cet “Etat mondial” n’est-elle pas un combat à la Don Quichotte, contre des moulins à vent, vu la dynamique à l’oeuvre aujourd’hui et que l’on appelle la “globalisation”, laquelle procède par la constitution de plus en plus dense de réseaux économiques et communicationnels? Et cette lutte inutile à la Don Quichotte n’était-elle pas déjà obsolète du temps de Carl Schmitt lui-même?
GM: Un “Etat mondial”? Cela ne peut aboutir. Tout au plus arrivera-t-on à une “Fédération mondiale” fonctionnant selon le principe de subsidiarité, mais c’est assez utopique. Si l’on aboutit un jour à une “unité du monde”, sous quelle que forme que ce soit, alors nous aurions sûrement un résultat d’ores et déjà prévisible: les guerres, ou les “conflits armés”, continueront à exister mais sous la forme de guerres civiles. On peut déjà clairement entrevoir ce que cela signifie, en observant les simulations actuelle d’une “unité mondiale”, où les Etats-Unis jouent un rôle qu’on ne leur a pas demandé de tenir: celui de “policier global”. L’augmentation ininterrompue de la mise en réseau de l’économie ne constitue pas une garantie de paix; souvenons-nous que l’intégration économique de l’Europe était bien plus avancée en 1914 qu’aujourd’hui! L’intégration croissante de l’économie et du droit ne génère pas d’ordre politique. Si l’Etat perd de la légitimité, alors, simultanément, l’intégration économique et l’interdépendance croissante ont des effets déstabilisants voire bellogènes. On peut affirmer que le droit international actuel est l’enfant morbide d’une alliance fatidique: celle qui unit les idéaux de la révolution française aux conceptions anglaises du droit maritime. Et qui donne les maux suivants: impérialisme des droits de l’homme et rééducation d’une part, pan-interventionnisme couplé aux propagandes haineuses, étranglement de l’économie de l’adversaire et estompement de la distinction entre guerre et paix, d’autre part. On croit donc aujourd’hui, sur la planète entière, que par l’application des principes de la révolution française et de ceux du thalassocratisme anglais, qui ont pourtant eu pour résultat de déstabiliser le monde, on finira par faire éclore la stabilité de demain. Vous allez me dire que je simplifie à outrance! Et vos questions alors, ne procèdent-elles pas de simplifications pires encore?
Q.: Joschka Fischer, qui exerce encore actuellement les fonctions de ministre des affaires étrangères en Allemagne, a récemment osé un pronostic sur le développement du nouvel ordre mondial: ou bien les Etats-Unis réussissent, dans le cadre de l’ONU, à créer une “république mondiale” dominée par eux-mêmes et par l’UE, leur partenaire; ou bien, ils entreront dans une concurrence accrue avec la Chine, ce qui n’exclut pas, à terme, une confrontation sino-américaine future pour l’hégémonie globale. Pour éviter cela, l’avènement d’un “One World” sous domination américaine n’est-il pas la voie vers un avenir de paix?
GM: Les Etats-Unis n’entendent pas agir dans le cadre de l’ONU, comme on le sait. Quant à l’Europe qu’ils contrôlent et qui est divisée, ce n’est pas pour eux un partenaire mais un idiot utile. La concurrence avec la Chine sera de plus en plus aigüe, c’est inévitable. Une “république mondiale” par la grâce des Etats-Unis? Que cela signifierait-il? Poursuivre des actions criminelles comme l’agression américaine contre l’Irak et les soutenir? Participer à des guerres de prédation, pardon, à des guerres privatisées? Soutenir des Etats si proches des “valeurs occidentales” comme l’Egypte, le Pakistan ou l’Arabie Saoudite, voire la Colombie, ou aller y jouer un rôle médiateur pour faire croire urbi et orbi qu’on y respecte les droits de l’homme? Rendre plausible le projet de premières frappes nucléaires “préventives”?
Q.: Mais l’esprit du temps, le “Zeitgeist”, n’est-il pas un allié puissant de tous les projets qui promettent une “paix mondiale”, esprit du temps que l’on retrouve in nuce dans les esquisses d’un “Etat mondial” proposées par David Held ou Otfried Höffe? Toute critique basée sur Carl Schmitt ne s’avère-t-elle pas impuissante, si elle se borne à dénoncer de telles promesses de paix comme de simples travestissements juridiques, humanitaires et idéologiques d’un interventionnisme impérialiste?
GM: Kierkegaard aimait à dire: “Celui qui épouse le Zeitgeist deviendra vite veuf”. La “paix mondiale”, l’ “Etat mondial”, la “Fédération mondiale” (avec subsidiarité), ou quelle que soit la dénomination dont peuvent se parer ces rêves, qui ne sont pas si beaux (laissons de côté ici les distinguos), ne sont que des impossibilités, qui, de plus, sont incongrus sur le plan éthique. “Le futur, c’est le massacre”, et le massacre n’est pas anobli parce qu’il est “high tech” ou perpétré au nom de la “démocratie”. En politique, il faut s’en tenir aux probabilités et non aux voeux pieux. Première probabilité: après le 20ème siècle, nous en aurons encore pour notre argent! Au lieu de fantasmer sur un “Etat mondial”, ou sur quelque dérivation vermoulue du même genre, nous devrions, nous les Allemands, nous rappeler qu’après 1991, nous avons payé 13 milliards de DM pour que 150.000 Irakiens soient tués et que 300.000 enfants d’Irak meurent de faim ou de privations à cause de l’embargo imposé à leur pays, alors que l’Irak ne nous a jamais menacés, ni nous ni l’Occident. Evidemment, nous les Allemands, nous nous y connaissons en matière de refoulement... Le tableau de désolation que nous offre l’Irak aurait tout de même dû nous faire réfléchir aux conséquences de nos alliances, nous indiqué une nouvelle manière d’agir. Il est bien possible qu’une critique basée sur l’oeuvre de Schmitt s’avère impuissante face à certaines réalités actuelles, mais elle demeure néanmoins percutante contre l’idéologie qui les recouvre. Et j’ajouterais ceci: la destruction d’une réalité commence toujours par une attaque contre sa superstructure! Par vos questions, vous suggérez que rien ne peut s’opposer à un impérialisme interventionniste. Comment en arrivez-vous à une telle conclusion? Pour mourir, on a toujours bien le temps, mais certaines formes de “sacrificio dell’intellettto” (de sacrifice de l’intelligence) sont incurables!
(entretien paru dans “Junge Freiheit”, n°38/2005; traduction française: Robert Steuckers; avec l’aimable autorisation de G. Maschke)
A lire:
Günter MASCHKE (Hrsg.), “Carl Schmitt. Frieden oder Pazifismus? Arbeiten zum Völkerrecht und zur internationalen Politik 1924-1978”, mit einem Vorwort und mit Anmerkungen versehen. Duncker u. Humblot, Berlin, 2005, XXX u. 1010 seiten, gebunden, 98 euro.
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samedi, 08 août 2009
The Terror of the Hyperreal
http://www.theoccidentalobserver.net/authors/Sunic-Communication.html#TS
The Terror of the Hyperreal
Tom Sunic
July 28, 2009
One of the secret lies of liberal democracy is the dogma of free speech. The word 'propaganda' has obtained over the last six decades a nasty flavor; hence the need to use the word 'communication.' However, as much as everybody in modern society craves to communicate, traditional community ties, or in-group ties, are more than ever before subject to the process of disintegration. It is worth recalling that etymologically the terms "community" and "communication" are of the same origin. But how can one communicate if community no longer exists?
To provide a make-believe image of absolute freedom of speech, the media and the modern Prince resort to a hyperbolic language filled with hyperreal metaphors and qualifiers. This is especially true regarding the terms 'democracy' and 'human rights'. These terms have assumed the emotional role in rallying political allegiance formerly reserved for terms evoking nationhood and patriotism. Opinion makers in Europe and America are not so much concerned with the content of their language, but rather with the appropriate packaging of the language and its emotional impact on the masses.
For effective communication a modern politician (or the modern Prince?) is required to use images with a cheerful setting and a happy ending scenario. His looks are important too. An aspiring presidential candidate must be concerned more with his dentures than with his deontology. A well-fitting Armani suit and polished Gucci shoes are far more important than his IQ. The image is essential since it does not encourage reflection, but obliterates all reflection. The hyperreal image on TV screens with all the trappings of wealth, power, and personal appeal is ideal for propagating new political lies and, by extension, for instituting horrendous political censorship.
For a European or American politician who aspires to high office, the ritual of repentance has become de rigueur.
The exception, of course, is President Obama who capitalizes on his Black identity to induce guilt in his audience.
Not long ago Europeans were proud of their colonial exploits. Not long ago the exclusion of the Other (Blacks, Jews, Arabs) was perceived as a normal thing - typical of human societies from time immemorial. Today the exclusion of the Other is replaced by the hatred of oneself. Ceaseless national-masochistic sermons about Euro-American real or surreal crimes bear witness to a quasi-pathological desire to cleanse oneself of a past that evokes guilt rather than pride.
Public language must be "soft" and didactic - conveying a self-deprecating message and requiring the modern Prince to formulate his statements in the conditional tense - or by using evasive sentences starting with adverbs such as "admittedly," "considerably," "presumably," etc. No politician wishes to stick out his neck by using affirmative sentences that would clearly enunciate his value judgments or depict his potential foe. After reading mainstream newspaper editorials, a student of political semiotics is struck with convoluted locutions such as 'one could say, 'one might say,' 'one should consider bombing Iran,' or 'help democracy become transparent in East Timor.' Such vague locutions provide a safe retreat for the liberal ruling class, as they signify nothing and everything at the same time.
Political language must be neutral or neutered; it must reflect the desire for a world of stasis - not of global liberal metastasis. The only exceptions are modern heretics who must endure the most violent epithets. Thus the $PLC, a principal architect and enforcer of modern discourse on race and immigration, likes to use expressions preceded by the noun 'hate,' or followed by the adjective 'extremist': 'hate groups', 'hate speech', 'hate crimes'; 'White extremists,' 'political extremism', etc. Contemporary politicians and their media watchdogs love to compare absolute Evil to absolute Good, using words that are loaded with emotional significance, such as "fascism" vs. "antiracism": the horrors of the Auschwitz on the one hand versus the Hollywood-like fantasy of multicultural conviviality.
Nothing new under the sun, as the old Latins used to say. This idea is well captured by the late Christopher Lasch, the best American visionary and the theorist of narcissistic democracy. He noted a long time ago in his book The True and Only Heaven that "Liberals' obsession with fascism ... leads them to see fascist tendencies or 'proto-fascism' in all opinions unsympathetic to liberalism."
As much as Lasch was right he was also wrong. Today he would be accused of "fascist, revisionist tendencies" by the masters of political discourse - thus giving further credit and credence to the paranoid liberal mind. Historically, both the fascist and communist temptations did not drop from the moon. They were logical responses to the failures of liberalism - to the "democratic deficit" of the liberal experiment. Therefore one must not rule out the revival of the fascist temptation, albeit in a new garb, as a third option in our late postmodenity: If a good man in a village is constantly and publicly called a crook, he will eventually embody those accusations. White nationalism, which is on the rise in the US and the EU, is the logical response to the chaotic policies of the liberal class and its promotion of all ethnic prides world-wide - except for white Europeans.
In postmodernity, political messages are transmitted by visual images and the sound bite - not the written word. Rėgis Debray, the ex-leftist guerrilla who ascended to high office in the French Ministry of Foreign Affairs - and probably the best observer of the perverse nature of liberal democracy, notes that the traditional 'graphosphere' has been completely devoured by the "videosphere." Books and prose are relics; the virtual video message has become omnipresent. It is no accident that a dissident or a violent radical no longer dreams of storming the Prince's palace, but rather contemplates the seizure of the TV tower.
Postmodern political imagery does not reflect the lack of reality, but rather mirrors the excess of reality. Henceforth any political debate on a TV screen is not designed to hide the truth, but ironically, to hide the absence of all truth. Everywhere the media and the modern Prince simulate fictitious events such as terrorist attacks as if they wish to have them happen, while at the same time they try to prevent them from happening. The bogeymen of the left -"hate groups" and "extremists" - appear to be nowhere near the horizon. Yet, as was the case in the ex-Soviet Union, they must be reinvented over and over again in order to provide legitimacy and solid funding to groups like the $PLC who love to dress up in the apparel of "tolerance" and "humanity." Everything is stage-managed as if everything were true.
What we are witnessing today in the West, in all spheres of official political discourse, is a gigantic display of lies - far worse than in the notorious totalitarian despotisms of the 20th century which the postmodern liberal pretends to abhor.
Political Metastasis
In his recent editorial in the quarterly Elėments (summer 2009), under the title "Une époque de basses eaux" - literally translated as "An epoch of low tide," or loosely and metaphorically as "Stalemate Times" - Alain de Benoist gives us a bleak picture of the forthcoming darkness:
In the catalogue of the ephemeral and the superficial, images and noise are following one after the other. Their goal is to capture attention and distract, and to make us think about other things, or more precisely, to make us cease to think altogether. The insignificant becomes a general rule. What comes to mind is the world depicted by the Wachowski brothers in the movie, Matrix (1999). In the movie everybody takes for real what is actually inauthentic; everybody is manipulated from the very moment he imagines himself to be free. Never have people thought to be able to do what they wish, yet never ever have they been subject to so many regulations. In fact they do not really know what they desire because it is the system that formulates their desires.
The biggest victory of the system is to have persuaded everybody not of its qualities, but of its fatal character. The system does not claim to be perfect; it claims that there are no other alternatives. Hence, if one cannot dream of a better world, then there is nothing that can be done.
High politics follows the same hyperreal lead. There is no longer any need to await disasters or the proclamation of a state of emergency, since they are constantly evoked and artificially provoked -creating thereby the genuine feeling of a state of emergency and impending disasters and setting the stage perfectly for a judicial or police clamp down. The security checks that one must endure at all airports in the West inevitably give the feeling of a creeping state of emergency. Depictions of catastrophic images on fictional television drama shows inevitably influence people's perceptions of real catastrophic events. The image no longer follows reality; it precedes reality. Modern politics is the show of hyper-reality - as witnessed for the first time during the recent ex-Yugoslav and Iraqi wars, which were getting bloodier and bloodier the more they were shown on TV.
The Books of the Dead
The same applies to modern historiography and to the sudden surge among Third World nations for the resurrection and beatification of their dead. The more dead they manage to hold up as icons of Western evil the better able they are to affirm their own ethnic identity. One of the best theoreticians of political hyper-reality, the late Jean Baudrillard, describes Auschwitz "not as a site of annihilation, but the site of dissuasion" (The Evil Demons of Images, 1988, p. 24). It is no longer a site of suffering; it is a site of deterrence and didactics, designed to be the ultimate symbol of postmodern Western culture as psychotherapy for Europeans.
The Jewish narrative regarding the "singular" and "unique" historical event of the Holocaust has already given birth to similar "singular" and "unique" narratives among other peoples, notably Armenians and (ironically) the Palestinians, with dozens more nations waiting in the wings.
Diversity obliges. Soon our postmodernity will be forced to open up post-graduate studies on political necrology or (more precisely) political necrophilia, as more and more groups clamor for their forgotten real or hyperreal dead. However, political necrophilia carries its own dangers for groups that see themselves solely through the lens of victimhood. In attempting to avoid the repetition of disaster, the Jewish narrative of "never again" does exactly the opposite: By focusing solely on a decontextualized event of persecution, it runs the risk of failing to rationally comprehend Jewish history - with unforeseen consequences.
Almost thirty years ago, Baudrillard wrote memorable words to illustrate the metastasis of liberal democracy:
The energy of the public sphere, the energy that creates social myths and dogmas is gradually disappearing. The social arena turns obese and monstrous. It grows like a mammal and glandular corpse. Once it was illustrated by its heroes but today it refers to its handicapped, its weirdos, its degenerates, its asocial persons - and all of this in a gigantic effort of therapeutic maternity. (Les strategies fatales, 1983) (Fatal Strategies.)
The system puts forward the transparency of evil by parading images of evil in the form of maladaptive individuals. The ruling class and its mediacracy need to display the proof of their power by showing that those who transgress the most basic values of the multicultural zeitgeist are psychologically deranged - literally insane. Proverbial 'revisionists, 'bigoted anti-Semites,' and 'Nazi pseudo-scholars,' are cherished demon images of liberal democracy. They need to be constantly put on exhibition in public places - like wayward Puritans of old - in order to lend further credibility to the eroding system.
Americans and Europeans are constantly put on false alerts by the media about pending terrorist threats. The invocation of terrorism is often fictitious, yet it engages the media machinery in a gigantic show of lies and mendacity. The purpose of the negative imagery is to scare the masses into submission. In a world that encourages narcissism and extreme individualism, one is not only the victim of the image. One becomes the image himself at the price of deforming his own tragic reality.
Tom Sunic www.tomsunic.info; http://doctorsunic.netfirms.com/) is an author, former political science professor in the USA, translator and former Croat diplomat. He is the author of Homo americanus: Child of the Postmodern Age ( 2007). Email him.
Permanent link: http://www.theoccidentalobserver.net/authors/Sunic-Commun...
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dimanche, 02 août 2009
Protestantisme, capitalisme et américanisme
Nous avons aimé ce texte d'Edourd Rix:
Protestantisme, capitalisme et américanisme
On trouve chez de nombreux auteurs la distinction entre, d'une part, le catholicisme, christianisme négatif incarné par Rome, qui serait un instrument anti-germanique, et d'autre part, le protestantisme, christianisme positif émancipé de la papauté romaine, qui assumerait les valeurs traditionnelles germaniques. Dans cette perspective, Martin Luther serait un libérateur de l'âme allemande du carcan méditerranéen et despotique de la Rome papale, sa grande réussite étant la germanisation du christianisme. Les Protestants s'inscriraient donc dans la lignée des Cathares et des Vaudois, autant de représentants de l'esprit germanique en rupture avec Rome. Mais en réalité, Luther est celui qui a fomenté le premier en Europe la révolte individualiste et antihiérarchique, laquelle devait se traduire, sur le plan religieux, par le rejet du contenu «traditionnel» du catholicisme, sur le plan politique par l'émancipation des Princes allemands de l'Empereur, sur le plan du sacré par la négation du principe d'autorité et de hiérarchie, et donner une justification religieuse au développement de la mentalité marchande.
Sur le plan religieux, les théologiens réformés oeuvrent pour un retour aux sources, au christianisme des Ecritures, sans addition et sans corruption, c'est à-dire aux textes de la tradition orientale. Si Luther se rebelle contre «la papauté instituée par le diable à Rome», c'est uniquement parce-qu'il refuse l'aspect positif de Rome, la composante traditionnelle, hiérarchique et rituelle subsistant dans le catholicisme, l'Eglise marquée par l'ordre et le droit romain, par la pensée et la philosophie grecques, en particulier celle d'Aristote. D'ailleurs, ses paroles fustigeant Rome comme «Regnum Babylonis», comme cité obstinément païenne, ne sont pas sans rappeler celles employées par L’Apocalypse hébraïque et les premiers chrétiens contre la ville impériale.
Le bilan est tout aussi négatif sur le plan politique. Luther, qui se présentait comme «un prophète du peuple allemand», favorisa la révolte des Princes germaniques contre le principe universel de l'Empire, et par conséquent, leur émancipation de tout lien hiérarchique supranational. En effet, par sa doctrine qui admet le droit de résister à un empereur tyrannique, il légitimait au nom de l'Evangile, la rébellion contre l'autorité impériale. Au lieu de reprendre l'héritage de Frédéric II, qui avait affirmé l'idée supérieure du Sacrum Imperium, les Princes allemands, en soutenant la Réforme, passèrent dans le camp anti-impérial, n'ambitionnant plus que d'être des souverains «libres».
De même, la Réforme se caractérise, sur le plan du sacré, par la négation du principe d'autorité et de hiérarchie, les théologiens Protestants n'acceptant aucun pouvoir spirituel supérieur à celui des Ecritures. Effectivement, aucune Eglise ni aucun Pontifex n'ayant recu du Christ le privilège de l'infaillibilité en matière de doctrine sacrée, chaque chrétien est apte à juger de lui-même, par un libre examen individuel, en dehors de toute autorité spirituelle et de toute tradition dogmatique, la Parole de Dieu. Outre l'individualisme, cette théorie protestante du libre examen n'est pas sans lien avec un autre aspect de la Modernité, le rationalisme, l'individu qui a rejeté tout contrôle et toute tradition se fiant à ce qui, en lui, est la base de tout jugement, la raison, qui devient alors la mesure de toute vérité. Ce rationalisme, bien plus virulent que celui existant dans la Grèce antique et au Moyen-Age, donnera naissance à la philosophie des Lumières.
A partir du XVIè siècle, la doctrine protestante fournira une justification éthique et religieuse à l'ascension de la bourgeoisie en Europe, comme le démontre le sociologue Max Weber dans L'Ethique protestante et l'Esprit du Capitalisme, étude sur les origines du capitalisme. D'après lui, pendant les phases initiales du développement capitaliste, la tendance à maximiser le profit est le résultat d'une tendance, historiquement unique, à l'accumulation bien au-delà des biens de consommation personnelle. Weber trouve l'origine de ce comportement dans «l'ascétisme» des Protestants marqué par deux impératifs, le travail méthodique comme tâche principale dans la vie et la jouissance limitée de ses fruits. La conséquence non intentionnelle de cette éthique, qui était imposée aux croyants par les pressions sociales et psychologiques pour prouver son salut, fut l'accumulation de richesse pour l'investissement. Il montre également que le capitalisme n'est qu'une expression du rationalisme occidental moderne, phénomène étroitement lié à la Réforme. De même, l'économiste Werner Sombart dénoncera la Handlermentalitat (mentalité marchande) anglosaxonne, conférant au Catholicisme un rôle non négligeable de barrage contre la progression de l'esprit marchand en Europe occidentale.
Libéré de tout principe métaphysique, des dogmes, des symboles, des rites et des sacrements, le Protestantisme devait finir par se détacher de toute transcendance et mener à une sécularisation de toute aspiration supérieure, au moralisme et au puritanisme. C'est ainsi que dans les pays anglosaxons puritains, particulièrement en Amérique, l'idée religieuse en vient à sanctifier toute réalisation temporelle, la réussite matérielle, la richesse, la prospérité étant même considérées comme un signe d'élection divine. Dans son ouvrage Les Etats-Unis aujourd'hui, publié en 1928, André Siegfried, après avoir souligné que «la seule vraie religion américaine est le calvinisme’, écrivait déjà : «Il devient difficile de distinguer entre aspiration religieuse et poursuite de la richesse (...). On admet ainsi comme moral et désirable que l'esprit religieux devienne un facteur de progrès social et de développement économique». L'Amérique du Nord figure, selon la formule de Robert Steuckers «l'alliance de l'Ingénieur et du Prédicateur», c'est-à-dire l'alliance de Prométhée et de Jean Calvin ou encore de la technique ravie à l'Europe et du messianisme puritain issu du monothéisme judéochrétien. Transposant en termes profanes et matérialistes le projet universaliste de la chrétienté, elle entend supprimer les frontières, les cultures, les différences afin de transformer les peuples vivants de la Terre en des sociétés identiques, régies par la nouvelle Sainte-trinité de la libre entreprise, du libre échange mondial et de la démocratie libérale. Indéniablement, Martin Luther, et, plus encore, Jean Calvin, sont les pères spirituels de l'Oncle Sam...
Quant à nous, jeunes Européens, nous rejetons viscéralement cet Occident individualiste, rationaliste et matérialiste, héritier de la Réforme, de la pseudo Renaissance et de la Révolution française, autant de manifestations de la décadence européenne. Nous préférons toujours Faust à Prométhée, le Guerrier au Prédicateur, Nietzsche et Evola à Luther et Calvin.
Edouard Rix est un des animateurs de la revue Le Lansquenet (disponible sur www.librad.com).
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jeudi, 16 juillet 2009
Yann Fouéré: les lois de la variété requise
SYNERGIES EUROPÉENNES - Avril 1991
Yann FOUÉRÉ:
Les lois de la variété requise
Il ne m'arrive pas souvent de parler de philosophie. Mes lecteurs me pardonneront pour une fois d'attirer leur attention sur les lois de la "variété requise", formulées par un certain nombre de chercheurs, de physiciens, de philosophes et d'analystes à l'occasion de leurs recherches sur la "théorie des systèmes". Cette dernière s'est élaborée peu à peu depuis les années quarante dans diverses branches de la science et des techniques tant en biologie, qu'en physique, en cybernétique et en informatique. Leurs recherches les plus récentes confirment que les progrès accomplis en de multiples domaines par la civilisation de plus en plus avancée et complexe dans laquelle nous vivons, ne peuvent manquer d'avoir d'inévitables répercussions sur l'organisation "physique" et institutionnelle des sociétés humaines.
J'ai déjà indiqué dans plusieurs de mes livres et notamment dans "L'Europe aux Cent Drapeaux", qu'il y avait une "physique" de l'organisation politique et administrative comme il y a une physique de l'eau, de l'air et de l'espace. Beaucoup de nos contemporains sont égarés par des idéologies ou des systèmes de pensée qui leur font oublier l'inévitable priorité que l'on doit accorder au concret et aux impératifs de la nature, plus qu'aux théories et aux systèmes, trop souvent figés, de pensée. Il n'y a pas, en d'autres termes, de théories ou d'idéologies valables, même en politique, si ces dernières refusent de tenir compte de ce qui est et qui s'impose à nous en nous dépassant, pour privilégier seulement ce qu'il serait préférable qu'il soit.
La loi fondamentale de la vie est celle de l'équilibre, de l'action, de la réaction et de l'interaction réciproque d'organismes vivants, celles des cellules du corps humain, comme celles des hommes, des familles, des villes et des entreprises, comme celles de l'économie et des institutions que les hommes peuvent se donner. L'organisation de nos sociétés, en un mot, n'échappe pas à cette règle fondamentale de la vie. Rappelons le: il n'y a d'unité que dans la mort. A des systèmes vivants de plus en plus complexes, il faut nécessairement des systèmes d'organisation de plus en plus diversifiés.
Nous assistons de nos jours à l'éclatement de sociétés politiques devenues trop grandes et trop despotiques pour répondre aux besoins de la vie et aux désirs des hommes et des peuples. A force de vouloir tout diriger, tout réglementer, tout commander, tout décider, ils sont automatiquement conduits vers l'éclatement et la mort. Ceux qui aujourd'hui pensent encore que l'unité est inséparable de l'uniformité, tournent le dos à la vie et aux leçons des sciences, des techniques et des recherches les plus modernes, dont les lois de la "variété requise" est l'une des formulations. J'ai déjà dit que de nos jours et au point de l'évolution politique à laquelle nous sommes arrivés, il fallait bien souvent diviser pour pouvoir, par la suite, plus valablement unir.
Aux exigences d'une civilisation de plus en plus complexe doivent répondre des formes d'organisation de plus en plus décentralisées, qui remettent le choix de la décision au niveau d'organisation et de gouvernement le plus proche des citoyens. Confirmé par l'étude des disciplines modernes, l'application du principe de subsidiarité, qui est à la base de toute organisation fédéraliste, permet de concilier les contraires, d'équilibrer les besoins et les impératifs du tout ou de l'ensemble, en assurant en même temps le respect des libertés nécessaires à l'épanouissement des sociétés de base? Ce sont ces dernières qui, en s'élevant de niveau en niveau, finissent par former le tout ou l'ensemble, et permettent de réaliser ainsi l'unité dans le respect de toutes les diversités.
En économie comme en gestion, en administration comme en politique, toute centralisation excessive stérilise, car elle entraîne une simplification et un appauvrissement des canaux de communication entre la base et le sommet. Or tout le monde s'accorde à reconnaître que, en cybernétique comme en biologie et en informatique, le "feed-back" joue un rôle fondamental; c'est-à-dire que l'information ou l'organisation descendante doit se doubler, pour bien fonctionner, d'une information et d'une organisation descendante qui part de la base pour se diriger vers le sommet. Personne, en effet, ne peut mieux connaître un problème que celui qui en est le plus rapproché.
Cette page de philosophie, écho donné aux études les plus récentes, ne nous confirme-t-elle pas que la conception "totalitariste" de l'Etat centraliste qui est celle de l'Etat français, et celle d'autres grands Etats à l'éclatement desquels nous assistons, est de moins en moins adaptée à nos sociétés modernes? Nous devons y puiser des motifs supplémentaires de mener à l'écart d'idéologies et de systèmes qui cherchent à conserver ou à renforcer l'unitarisme et l'unicité des décisions, le combat pragmatique et concret qui est le nôtre, le seul qui puisse conduire à l'avènement des libertés qui sont nécessaires au peuple breton comme à tous les autres peuples de l'Europe.
Yann Fouéré
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jeudi, 09 juillet 2009
Down with the therapeutic left and the managerial right! (Part I)
Down with the therapeutic left and the managerial right!
(Part One)
By Mark Wegierski
Ex: http://www.enterstageright.com/
The Next City was in the mid- to late-1990s, a prominent Toronto-based Canadian magazine (which is now no longer being published), although the website archive may still be extant. In his editorial commentary in the Spring 1997 issue, "Down with left and right", Lawrence (Larry) Solomon, the editor-in-chief of the magazine, suggested that those terms had definitively outworn their usefulness. Among the responses published in The Next City (Fall 1997), Michael Taube, then publisher of a small conservative zine From The Right (which in the end lasted only three issues) had argued that those terms continued to mean something significant. Nick Ternette, editor of The Left Fax (another small zine) had claimed that "the left as defined by socialists, Marxists, and greens does not believe in more government intervention, but less -- it believes as some of the new right does that people should do things for themselves instead of relying on government, and it sees an alternative to free markets...and...government interventionism, namely communalization." [emphasis in the original].
Mr. Solomon's response (Fall 1997) can be summarized as a reiteration of the call made in the initial piece, for paying less attention to outward ideology. The implicit hope expressed was that there would be more of the practical working-out of difficult modern-day problems and dilemmas by persons of good will regardless of ideology. Although this is certainly a fine sentiment, one finds that in practice there will often be some kind of partisanship.
Nick Ternette's statement is indeed curious, in that it can be read in a very traditionalist way. Is this in fact “socialism” -- or some kind of “anarcho-communitarianism”? Could this be seen as a call for the abolition of the managerial-therapeutic state, on the understanding that persons should depend on their own resources (or rather perhaps those of their immediate locality)? Is this an advocacy of the devolution of power to smaller municipalities and rural areas, as against the big cities? Should neither provinces nor the federal government in Canada set any general standards for health, education, welfare, human rights laws, etc? Should only local taxes be collected, and should any resources collected stay within the locality? Should one only be bound by the rules, laws, and customs of one's locality?
Nick Ternette was probably thinking mostly of clusters of left-wing activists in large and multicultural urban centers when he made his argument. But it could be argued that most of the communities of the country are in fact not the various components of the urban-based “rainbow coalition” continually trumpeted in the media, but rather smaller municipalities and rural areas typically despised and marginalized by left-liberalism today. One could conjecture that in a situation where local authority became paramount, left-liberal influence in Canada would be confined to a few large cities (or perhaps just a few trendy and/or grungy neighbourhoods in the largest cities) – rather than being projected upon the country as a whole (through mass-media, mass-education, and consumerism) as it is today.
The possible ultra-traditionalist take on Mr. Ternette's writing may strongly suggest the obsolescence of the Left-Right dichotomy. According to many theorists, the prevalent current-day political reality is the "managerial-therapeutic regime". That term is carefully chosen, for it could be argued that there is a "managerial Right" and a "therapeutic Left" which -- although in apparent conflict -- in fact represent little more than a debate as to the most effective application of consumerist desires and/or “market discipline” and/or mandatory sensitivity-training to keep the “subject-citizens” in line. The "managerial Right" represents the consumerist, business, economic side of the system, whereas the "therapeutic Left" represents redistribution of resources along politically-correct lines, and ongoing "sensitization" for recalcitrants.
The Left is also identified today with the pop-culture, which, in a somewhat different way from the therapeutic, seeks to reduce to non-existence traditional social norms of nation, family, and religion. While ferociously struggling for its vision of social justice and equality, much of the Left before the 1960s felt that many such notions were simply a natural, pre-political part of social existence, which it had no desire to challenge. The profit motive of the corporations, and the rebelliousness of the cultural Left and of late modern culture in general, feed off of each other, as Daniel Bell has argued in The Cultural Contradictions of Capitalism. North American pop-culture (which most definitely includes very reckless and irresponsible academic and art trends), and the consumer-culture, are tightly intertwined. What is fundamentally missing is the sense of an integrated self and society, where a more meaningful kind of identity can be held by persons, and in which real public and political discourse can take place.
It could be argued that the real division of late modernity is between supporters and critics of the managerial-therapeutic regime. The latter include genuine traditionalists, as well as various eclectic center and left persons. It may be noted, for example, that Christopher Lasch, one of the most profound critics of late modernity, continued to identify himself as a social democrat to the very end of his life.
This kind of coalition is prefigured in the words of the nineteenth-century aesthetic and cultural critic John Ruskin, who, in an age of a pre-totalitarian and pre-politically-correct Left, could say with some confidence, "I am a Tory of the sternest sort, a socialist, a communist."
To be continued.
Mark Wegierski is a Canadian writer and historical researcher.
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mercredi, 08 juillet 2009
Le Waldgänger et le militant
Le Waldgänger et le militant
par Claude Bourrinet - http://www.europemaxima.com/
« Fabrice eut beaucoup de peine à se délivrer de la cohue ; cette scène rappela son imagination sur la terre. Je n’ai que ce que je mérite, se dit-il, je me suis frotté à la canaille. »
Stendhal, La Chartreuse de Parme.
Qui s’avisera de lire la dernière fable de La Fontaine, son mot dernier avant la mort, connaîtra peut-être l’ultime message d’un sage épicurien en matière d’engagement : l’amateur de jardin ne place pas plus haut l’urgence sacrée de la contemplation, et tout ce qui en peut brouiller l’onde transparente est davantage qu’une faute philosophique : c’est un crime vis-à-vis de l’âme. La vertu de cet ultime apologue est de présenter, dans leur radical altruisme, les deux figures du militant qu’une civilisation ayant pour paradigmes l’apôtre et le citoyen a léguée à l’Europe. On ne fait pas plus concis. L’une, animée du zèle le plus politique, érige la justice en exercice de vertu. L’autre, poussée par une charité admirable, soigne avec abnégation son prochain. Les deux récoltent incompréhension, ingratitude et vindicte. L’hôte des bois, seul, dans son ermitage, sauve quelque chose du grand naufrage humain.
Néanmoins, il n’est pas certain que l’épilogue de ce grand livre du monde que sont les Fables fût si péremptoire dans la condamnation d’un travers dont on sentait, en cette fin de grand siècle, les prémisses. Mainte saynète offre en effet matière, sinon à l’espoir, du moins à un certain plaisir de vivre, voire à un bonheur certain. Si La Fontaine verse quelque peu dans le jansénisme avec les affres de l’âge, il reste pour l’éternité un épicurien sensible aux sollicitations positivement ordonnée d’un Monde qui n’est pas si désagréable que cela, nonobstant sa cruauté.
En ce temps-là, peu avaient oublié Montaigne, le maître de tous, celui qui inspirait ou repoussait, parfois les deux à la fois, sans qui il ne fût ni Charon, ni Pascal, ni La Fontaine, ni beaucoup d’autres. Le châtelain périgourdin avait eu l’occasion de côtoyer La Boétie, qui promettait, ne fût-ce la mort, de donner à la France une plume et un grand cerveau, sinon un grand cœur. Montaigne conçut ses Essais comme un écrin pour l’ouvrage de son ami, lequel est tout un programme, puisqu’il s’intitule De la servitude volontaire. Les Temps étaient pourtant à la rébellion (mais l’une n’empêche pas l’autre), Parpaillots, Ligueurs s’empoignaient, avec l’aide fraternelle des ennemis de la France, pour s’entrégorger pour la plus grande gloire de leur Dieu. Cet âge de fer vit naître, peut-être, le militant moderne. On se mit à concevoir des programmes politiques destinés à changer le régime monarchique, la religion se transmuta en idéologie, et les Églises devinrent des partis. L’État n’était plus le médiateur naturel du Dieu transcendant et du peuple chrétien : il était devenu un instrument autonome, susceptible de transformations, malléable, améliorable, dont on pouvait s’emparer, et qui possédait sa propre Raison. Ainsi, avec le militant, naquit la politique.
On connaît la position de Montaigne là-dessus. Le maire de Bordeaux et le grand commis qui s’entremit entre Henri III et Henri de Navarre, si son loyalisme le plaça dans les régiments royaux, où il fit avec un certain plaisir guerrier le coup de feu, se garda de s’offrir pleinement à la flamme du combat, où il eût à se brûler l’âme, le cœur, ou, quelque fût son nom, ce qui lui assurait de toutes les façons, devant le monde et devant lui-même, la pérennité de son être. Il s’en faut bien de se prêter pour ne pas se perdre. Tel était l’honnête homme, qui, moulé par un livre consubstantiel à sa recherche, invitait à exercer par le monde des hommes et face à la nécessité une indifférence active, qui n’est pas sans prévenir la nonchalance dévote de François de Sales. C’est bien là, chez Montaigne, qui n’évoqua jamais Jésus dans ses écrits, une sorte de synthèse improbable entre le stoïcisme et l’épicurisme. Aussi bien invoqua-t-il volontiers les figures emblématiques de Socrate, d’Alcibiade, de César, d’Alexandre, pour illustrer cette virilité négligente et attentive, cette implication dans les combats de la terre, et cette plasticité de l’âme et du corps, qui saisit le sel de la vie au moment du plus grand danger, comme si ce fût une promenade parmi les prairies élyséennes.
Nous sommes loin du culte chevaleresque et du moine-soldat. L’on n’y perçoit nullement la droite rectitude des héritiers de Zoroastre, des lutteurs manichéens et des croisés juchés sur leurs étriers afin de pourfendre le Mal et vider la cité des hommes des ennemis de la cité de Dieu.
Il faudrait donc repenser le problème et du militantisme et de l’engagement, en ayant conscience des conditionnement culturels et historiques qui en dessinent l’image. Bien évidemment, tout questionnement surgit en son point historial où la réponse est toujours contenue dans la manière d’interroger le destin. Les implicites sont bien plus redoutables que les apparences conceptuelles et rhétoriques les plus sensibles. La pensée, lorsqu’elle se fait servante de l’action, est freinée dans ses élans et ses capacités à creuser jusqu’aux racines. Elle exige un retrait.
L’interrogation première devra porter sur cette inhibition quasi universelle à mettre à la question les plus évidentes légitimités, incertaines dans la mesure de leur évidence. À n’en pas douter, l’engagement pour une cause est une nourriture pour l’existence, même passagère, dont il est bien difficile de se passer comme viatique. Il ne s’agit parfois que de trouver la chapelle sur le marché des causes. Les situationnistes, bien après Nietzsche, rejetaient cette forme de confort qui, même lorsqu’il impliquait la mort et la souffrance, le sacrifice et l’opprobre, semblait octroyer au croyant l’assurance d’un salut, au regard de Dieu, des hommes, ou de soi-même, en tout cas un rôle, dont la véritable et profonde raison réside dans l’irraison de pulsions inavouées ou d’un narcissisme, d’un amour-propre, pour user de la terminologie du Grand Siècle, qui confère à tout discours assertif, et même performatif lorsqu’il s’agit d’agir, cette dose plus ou moins volumineuse de soupçon, de défiance, qui ne demande qu’à envahir l’esprit et le cœur, et justifier toutes les désertions, les abandons et le ressentiment.
Mais il est vrai que le nomadisme militant et la haine des anciens emballements sont des traits caractéristiques de la conscience contemporaine, comme si la maladie sectatrice dénoncée chez les réformés par Bossuet se trouvait soudain envahir le champ politique, une fois les Grands Récits idéologiques chus dans la poussière de l’Histoire.
Il est permis de se demander si un tel type de conscience se manifestait dans l’Antiquité non chrétienne. Il ne semble pas qu’il y eût, avant l’universalisation de la Weltanschauung galiléenne, ce dépassement, cet outre-passement qui caractérise le lutteur convaincu de sa bonne foi et désireux de convertir autrui, avec cette obsession clinique de la trahison, des autres et de soi-même. On pourrait certes excepter de la communauté philosophique grecque, très bigarrée, les disciples d’Antisthène, ces cyniques, qui privilégiaient la physis au Nomos, et convoquaient la parrhèsia, la franchise qui invite à tout dire, pour lancer des invectives à l’égard des pouvoirs en place, ce qui leur valut maints déboires sous l’Empire, sous lequel leur mouvement avait pris une tournure populaire. Julien n’hésitait pas à mêler dans le même mépris cette Cynicorum turba, munie du tribôn et de la besace, et les « Galiléens incultes », auxquels ils ressemblaient beaucoup. Les autres philosophes se contentaient d’une saine abstention, ou, de façon plus risquée, de jouer les conseillers des Princes.
Pour le reste, les Anciens se battaient pour défendre les dieux du foyer, de la cité, de la communauté, ils n’avaient en vue que les intérêts de cette dernière, et si la pensée plus ample d’un ordonnancement impérial leur vint à l’esprit, à la suite des Perses et des Égyptiens, ce fut comme la donnée d’un état de fait, comme le fruit d’un arbre immense à l’ombre duquel devaient s’ébattre, dans leurs particularismes, les peuples variés constituant l’humanité. Nulle part, à nul moment, le Grec et le Romain n’apparaissent comme des sectateurs d’une religion impérieuse. À l’intérieur de la Cité s’affrontaient des factions, les potentes, les humiliores, populo grasso et populo minuto de toujours. Mais il s’agissait de combat politique, d’organisation de l’État, un État organique, lié par mille liens au tissu sociétal, et qui s’incarnait particulièrement dans des hommes, qui étaient des orateurs et des soldats. On recrutait des clientèles, on se faisait des armées privées. Ces solidarités verticales dureraient autant que l’ancien monde, jusqu’à la première moitié du XVIIe siècle, où les puissants, dans une sorte de protection déclinée jusqu’au bas de l’échelle sociale, unissaient les membres de la société, pour parfois les mobiliser contre un État de plus en plus froid et autonome.
Il s’avère néanmoins qu’apparaissaient dans les temps antiques des revendications souvent rapportées par les marxistes dans leur désir d’asseoir leur usurpation sur les traces du passé. Par exemple, dans les pages consacrées à Tibérius et Caius Gracchus, Plutarque reproduit un discours censé avoir été prononcé par Tibérius : « Les bêtes, disait-il, qui paissent en Italie ont une tanière, et il y a pour chacune d’elle un gîte et un asile ; mais ceux qui combattent et meurent pour l’Italie n’ont que leur part d’air et de lumière, pas autre chose. Sans domicile, sans résidence fixe, ils errent partout avec leurs enfants et leurs femmes, etc. » Comment éviter l’émergence de l’espoir quand il faut trouver du pain ? Les fils de Cornélie étaient assez grands pour se vouer au parti populaire et en perdre la vie. Leur stoïcisme les élevait à la conception d’un cosmos garant du Nomos de la Cité, et le caractère subversif de leur combat n’était qu’une tentative de restitutio de l’Urbs, des Temps anciens où le Romain était paysan et libre. On sent dans cette lutte héroïque cet élan de justice qui sert de modèle pour l’éternité aux révoltés de tous temps. Cependant, les Gracques sont d’ici-bas, de la portion sublunaire de l’univers, commune aux choses périssables et imparfaites, et l’édifice qu’ils convoitent, qui participe de la bonne vie en quoi Aristote voit le télos de l’action politique, n’est pas une cathédrale pointée vers le ciel. Leur silhouette ne ressemble pas à celles des saints peints par Gréco, longilignes, tendus presque à rompre vers un point du Ciel ouvrant des vertiges angoissés. Les Gracques ont combattu pour remplir le devoir de leur gens, de leur lignée, celle qui leur enjoignait de défendre le peuple, d’en être le protecteur. Logiquement, César reprendra le flambeau, et assurera les fondements d’un État plus apte à unir les membres de l’Empire.
Depuis la Renaissance, il est d’usage d’invoquer l’exemple de la geste politique antique pour inspirer l’action. Mais la filiation est rompue, la parenté apparente de la politique contemporaine avec celle de l’antiquité est illusoire.
La frontière, on le sent bien, tient à peu de choses, mais séparent deux contrées entièrement différentes. Augustin savait parfaitement que Cité terrestre et cité de Dieu étaient intimement mêlées, et qu’il n’était pas si loisible de les identifier au sein d’une vie qui se nourrit de tout ce qu’elle trouve pour se justifier. Tant que la notion de Res publica subsista, et quand elle revint dans la conscience des hommes, les luttes politiques manifestèrent la propension des clans, des ordres, des classes, des partis, à se projeter dans l’avenir pour établir ce que d’aucuns considéraient comme l’ordre légitime des choses. Chacun au demeurant, même dans les siècles « obscurs » où, selon toutes les apparences, le christianisme appuyait son empreinte, ne remettait en cause l’ordre naturel qui s’appuyait sur l’inégalité, la hiérarchie, l’occupation justifiée de places prédestinées qu’il ne s’agissait seulement que de consolider ou d’élargir. Les potentialités subversives du christianisme, un christianisme au fond vulgaire, comme il y eut un marxisme qu’on appela tel, n’apparaissaient pas, parce qu’on scindait nettement le bas et le haut de la Création, et que les fins de la Justice divines, parfois impénétrables, étaient reportées à plus tard, si possible après la mort, ou à la fin des Temps.
Le militant se trouvait donc chez les orants, les moines. Les évêques, avant le Concile de Trente, ressemblent plus à des Princes qu’à des Bergers soucieux de l’éducation de leur troupeau. L’engagement du croyant, hormis lors de ces brusques flambées que furent les Croisades, qui n’étaient pas si fréquentes, au fond, mis à part l’Espagne de la Reconquista (période où se développe la figure du militant, telle qu’elle se réalisa plus tard dans la vocation de l’hidalgo Ignace de Loyola), était de bien tenir son rôle dans l’économie divine. Cette idée subsiste chez Calderon, dans sa pièce El Gràn teatro del mundo, par exemple, où pauvre, riche, seigneur etc. ont leur rôle dévolu de toute éternité.
Le gouffre ouvert à partir de la révolution nominaliste, qui affirme que les universaux sont des signes, et non des substances, donne au discours, même déraciné, toute sa faculté d’expression et d’universalisation. Si la réalité est singulière, les universaux ne sont pas moins existants, quoique séparés, et relèvent de l’ordre logique, ce que le conceptualisme va étayer, en posant une morale autonome, indépendante de l’ordre naturel. La voie est donc ouverte pour l’élaboration d’une liberté civique spécifiquement humaine, constructiviste, dont les attendus et les conséquences ne dépendent plus d’une transcendance ou d’une immanence cosmique, ou même théologique.
La tension néanmoins prégnante dans l’anthropologie humaniste et baroque, qui sourd parfois de minorités marquées par la structuration mentale lentement instaurée par des siècles de christianisme, tension qui se manifeste spectaculairement dans l’éruption de mouvements millénaristes, comme les mouvements paysans allemands, comme celui des anabaptistes, ou ceux des niveleurs anglais, et même chez les jansénistes qui, bien que fondamentalement dans l’incapacité de proposer un programme politique, comme l’avaient fait les Réformés, ont durablement marqué de leur empreinte militante le paysage politique de la France des XVIIe et XVIIIe siècle, et bien plus tard, n’a pas été contrarié par l’adoption, au sein des grands commis de l’État, des principes machiavéliens de la Raison d’État, selon lesquels la fin justifie les moyens.
L’ironie voudra que ce soit l’être le plus hostile à l’ancien monde, Lénine, le fondateur du parti bolchevik, qui synthétise ces traditions pour unir l’enrégimentement jésuitique et le prophétisme apocalyptique. La puissance d’un programme comme celui contenu dans Que faire ? ne peut s’apprécier que si l’on y distingue la jonction électrique entre le formidable effondrement des valeurs provoqué par l’avènement de l’ère moderne et l’exacerbation d’un vieux fonds mystique, particulièrement présent en Russie orthodoxe, un peu moins dans l’Europe occidentale agnostique.
On découvrit il y a quelques décennies, au moment où mouraient ce que l’on nomma les « Grands Récits » que l’entrée en militantisme possédait de nombreux points communs avec la conversion, l’entrée en religion. Mais on ne put le dire que parce qu’on en était sorti, et que dorénavant on pouvait s’en moquer, comme du pape et des curés de village. Le militantisme de masse devint aussi étrangement suranné que les voix nasillardes de la T.S.F. et les chapeaux mous. Les sociologues et les ethnologues s’en donnèrent à cœur joie. On perdit même l’habitude de coller des affiches sur les murs. Et la production de « Grands Récits » fut remplacée par les stories selling, les compagnons de route par des publicistes girouettes, et les électeurs par des consommateurs d’offres politiques. Dans le même temps, les rivalités générées par la Guerre froide, qui avaient donné l’illusion qu’un choix était possible, devenaient des options de gouvernance.
La vérité se présente-t-elle sous une clarté solaire, nous continuons comme avec nos jeux d’ombres. Le désert a gagné tous les aspects de la vie et de la pensée, et Internet, ironiquement, n’a fait que l’universaliser. Les happy few qui communiaient jadis dans une cercle restreint, parisien, se relisant sans cesse et se prenant de la gueule, ne connaissaient pas autant ce sentiment de vide, cette inutile clameur, que nous, qui sommes dotés de tous les moyens d’expression et de diffusion. Les noms deviennent abstraits, et les paroles, comme les feuilles dans le vent, retombent où elles peuvent. Les idées restent idéelles, peut-être idéales, et ne sont guère suivies d’effets. Le pire, pour un homme qui se respecte, est l’illusion, vertu ô combien plébéienne !
Finalement, la solitude est la vraie condition de l’homme moderne, et il faut une force surhumaine pour réussir à rester homme. Il est plus difficile de trouver un homme véritable maintenant, que du temps de Diogène. Toute communication étant devenue impossible, qu’il n’existe qu’un impératif pour celui qui veut sauver quelque chose du désastre : écrire un texte, le glisser dans une bouteille balancée à la mer immense de l’absurde, et disparaître.
Au demeurant, il faut une perspicacité hors du commun pour saisir du premier coup d’œil, qui vaut un instinct, la vérité d’un système, surtout quand on est plongé dans les conditions horribles qui étaient celles d’Alexandre Zinoviev, lorsqu’il avait dix-sept ans sous Staline. Du moment où la vue prend un peu de hauteur, qui n’est certes pas celle de Sirius, la question de savoir ce qu’il est possible de faire ou de ne pas faire se pose autrement que lorsque elle reçoit l’écume des événements, à la manière des journaux.
Dans le premier chapitre du Voyage au bout de la nuit, Céline nous plonge dans une conversation de café du commerce. Bardamu et Ganate, anticipant les anti-héros beckettiens, parlent de tout, et changent d’avis en un temps record. La critique célinienne va loin. Car ce qui est dénoncé, dans le Voyage…, ce n’est pas seulement la guerre, la colonisation, l’Amérique et la misère. Ce serait déjà beaucoup, mais dès les premières lignes, on saisit l’angle par lequel il faut aborder le monde contemporain, celui qui, faisant appel aux masses, est responsable de dizaines de millions de mort et de l’assassinat d’une civilisation comme on en a rarement vu dans l’Histoire. Ce n’est pas un hasard que Le Temps, le quotidien à succès de la belle époque, vienne à nourrir la conversation. Comme écrit Camus dans La Chute, un autre livre sans concession lui aussi, « Une phrase leur [les historiens futurs] suffira pour l’homme moderne : il forniquait et lisait des journaux. ». Une remarque de Ganate nous met au fait, comme pour nous offrir une clé : « … Grands changements ! qu’ils racontent. Comment ça ? Rien n’est changé en vérité. Ils continuent à s’admirer et c’est tout. Et ça n’est pas nouveau non plus. Des mots, et encore pas beaucoup, même parmi les mots, qui sont changés !... » En plus de Schopenhauer, il y a de L’Écclésiaste et du Pascal chez Céline. Autant dire que c’est un moraliste de notre Temps de détresse, comme Cioran. Avec seulement de plaisir que le style.
Venons-en justement, au style. Car il faut bien l’avouer, la dose d’optimisme pour faire d’un homme un militant est à peu de chose près la même que pour en faire un imbécile. L’aristocrate, comme le guerrier, sait bien lui, que le cœur de ce phénomène somme toute étrange qu’est l’existence est de savoir mourir élégamment. Tout le reste est du commerce et de la réclame.
Comment prendre néanmoins les situations les plus désagréables ou les plus insupportables ? Les cas extrêmes ne semblent pas offrir beaucoup le choix. Ce même Zinoviev, dont l’autobiographie est un bréviaire pour tout dissident, sauva sa vie plusieurs fois par des gestes dont le génie venait de leur folie même. Ainsi, au sortir de la Loubianka, escorté par deux hommes du N.K.V.D., leur faussa-t-il compagnie de la manière la plus improbable, les sbires ayant oublié quelque chose et l’ayant laissé provisoirement sur place, dans la rue, ne pensant pas qu’il eût l’audace de partir. Ce qu’il fit, sans le sou, sans rien, pour suivre un destin picaresque. Et tragique.
Alexandre Zinoviev, paradoxalement, ne ménageait pas sa peine lorsqu’il s’engageait dans une activité. Il fut bon travailleur, bon soldat, héroïque même. Comme Jünger fut un bon guerrier. Ce qui distingue le rebelle véritable est sa pensée de derrière. Pascal en était un. Le non que l’on porte au fond de soi est peut-être plus efficace que toute agit-prop. Ne fût-on qu’un seul à dire non, la machine est déjà grippée. L’absence d’assentiment, la passivité, la désertion morale sont bien plus dangereux pour le totalitarisme, dur ou mou, que l’attaque frontale, qui ne fait souvent qu’alimenter la propagande en retour et conforter la police. À la longue, ce travail de sape, la multiplication des refus intimes, parfois prudemment partagés avec des happy few, travaille le sol qui soutient l’édifice. Car tout totalitarisme ne vise pas que les corps : il ne peut subsister si ses membres n’adhèrent pleinement à ses rêves, qui ne sauraient être que désirables.
La logique du monde étant régie, depuis des millénaires, par une destruction de plus en plus accélérée de la Tradition, le chaos est le point terminus de son évolution, ce qui peut offrir des perspectives sportives permettant aux âmes guerrières d’exceller.
Le monde contemporain, « post-moderne », est un univers hyper-sophistiqué, emmaillé d’un réseau électronique de surveillance, enfliqué et empuanti de délateurs, géométrisé, arithmétisé, balisé, lobotomisé, enfarci de lipides télévisés engluant les neurones encalminés, robotisé par un dressage pavlovien, qui produit sa bave en guise d’huile de vidange, une société où les flics ont désormais des silhouettes de scaphandres intersidéraux, spectres humanoïdes au regard vide, comme ces caméras qui nous épient cent fois en une heure ; nos gènes sont pesés, enregistrés, archivés, nos désirs sont gérés et marchandisés, nos rêves domestiqués, la trace des colliers irrite de sa sanglante et empestée blessure nos cous, nos poignées, nos sursauts, nos paroles sont empaquetées, lessivées, ensucrées, aseptisées, notre fatigue auscultée, hospitalisée, pharmacataloguée, notre mémoire est enrégimentée, encasernée, emmaillotée dans un drapeau qu’on nous a mis sur le dos, comme ça, quand on avait les yeux braqués sur le présent. Parce que l’homme post-moderne, il ne songe qu’à la baffre, aux délectables digestions d’après-orgies, à coups de bourrages tripaux et crâneux, avec de gros entonnoirs bien vissés qui lui traversent la carcasse jusqu’au croupion pour qu’il déverse son caca bien conforme, soupesé par les pinces régulées de scolopendres aux sourires frigides.
Mais par-delà les barreaux de la cage peinturlurée de couleurs vulgaires, se hument les sous-bois fauves et frais de la forêt splendide, aux sentiers rayés des flèches du soleil, aux buissons sombres des mystères ancestraux, aux butes arides tapissées de feuilles bruissantes, aux odeurs fortes et enivrantes de l’humus, qui est le parfum préféré des loups furtifs et libres. Ils n’ont de rêves que l’étreinte serrée des écorces et des taillis teignant leur pelage âcre des couleurs du combat. La horde suit son chef au fond de la nuit, et la lune, comme l’écho de leurs songes, fait étinceler les crocs acérés. Tapie à l’orée de sa cité sauvage, elle épie de ses yeux étincelants comme des étoiles les spectacles méprisables de la ville grasse et torve, écroulée sous sa masse abrutie.
Cependant ce recours physique aux forêt est bien rare, et ses plaisirs peu à même de se renouveler à mesure que le monde devient plus civilisé, plus féminisé, plus consensuel.
Au demeurant, ceux qui invoquent le peuple devraient réfléchir. Qu’aurait-on à lui proposer, sinon de juguler ses désirs et sa vanité ? Sa place est nécessairement inférieure aux prêtres et aux guerriers. Si révolution il doit y avoir, elle sera autant pour le peuple, dans la mesure où l’humilité est pour lui, avec la protection des puissants, un gage de bonheur, et contre le peuple, parce que le monde moderne est tout autant son produit, celui de l’intérêt, du matérialisme et du dénigrement du sacré.
Le recours aux forêts mentales offre plus de richesse, à mon sens. L’univers n’a pas si sombré dans l’Âge de Kali qu’il ne subsistât, à qui sait les saisir, d’antiques fragments de la Cité perdue. Ils sont à la mesure de chacun, et répondent à qui peut les percevoir. Des expériences dionysiaques et apolloniennes intenses sont à portée, à condition d’en extraire, comme un élixir, la quintessence.
Ainsi partira-t-on de ce postulat, que l’espoir est affaire de Thersite, que l’aristocrate, ou tout simplement celui qui ressent la nostalgie d’un ancien sens du monde, sait que le Temps n’existe pas, qu’il est vain d’ « améliorer les choses », de les « faire bouger », comme l’on dit, ce qui d’ailleurs a toute chance de les faire empirer ; qu’une fois perdu, le monde clos, hiérarchisé, naturellement enté dans l’ordre cosmique, n’a guère de chance de revenir au jour, à moins que la roue ne retourne à l’origine, ce qui ne peut se produire qu’après un cataclysme intégral. Au fond, le meilleur service qu’on puisse faire au monde est d’accélérer sa décomposition, afin de hâter la vitesse de la roue.
La vie est un naufrage. Je veux parler de celle qui échappe à la lumière d’Apollon, et qui est fort commune. Il est bien connu que la vraie est ailleurs, et que je est un autre. Il est évident que la recherche du bonheur est une stupidité, à laisser à la plèbe. Nous avons nos urgences. Et comme il faut bien subsister, la nécessité de côtoyer les imbéciles et les fainéants s’impose à nous. La frénésie que manifestent la plupart des hommes, non seulement à trouver une place plus ou moins rémunératrice, mais aussi à s’élever au sommet du panier de crabe où l’on est bien contraint de s’agiter, subsidiairement de s’appuyer sur la tête ou les parties génitales de ses congénères, rend l’espèce humaine suprêmement comique. Cependant, l’on n’est pas démuni, pour peu qu’on veuille sauver quelque chose de cette ridicule pantalonnade. Trois attitudes sont susceptibles d’êtres adoptées :
— l’attitude baroque : l’on est spectateur du Gràn teatro del mundo, des autres et de soi-même. La distance se présente comme une réaction de salubrité ;
— l’attitude que j’appellerais martiale : l’on possède un dharma, un devoir à remplir, fixé par l’Ordre cosmique, qui nous dépasse, et qu’on ne peut que deviner par les retombées d’un destin qu’on ne peut connaître que fort tard, trop tard peut-être. Nous ne sommes que de braves soldats postés sur la ligne de front, perdus ou sacrifiés, je l’ignore, fidèles à leur devoir.
Ces deux visions ne sont pas incompatibles, comme le suggère Calderon.
— Reste la poésie, qui est une grâce, ou une malédiction. L’Artifex est aussi, et surtout, Vates. Il accède à une existence supérieure par l’imagination, qui est la vision. Il traduit, annonce, clame, enchante. Il s’enchante lui-même car il saisit la finalité d’un combat où hommes, bêtes, dieux sont mêlés. Son rôle rejoint celui du prêtre, qui est de lier. Littéralement, il est porté par enthousiasme, par une force supérieure, l’éros, qui lui donne la paix.
Claude Bourrinet
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mardi, 30 juin 2009
Alguns paradoxos das doutrinas sobre os direitos dos homens
Alguns paradoxos das doutrinas sobre os direitos dos homens
No sentido técnico, paradoxo é equivalente a antinomia, assumindo, conforme ensina Reichenbach(1) a forma «seguinte: a implica não-a e não-a implica a» Mas a implica não-a só se a fôr falso e ipso facto não-a verdadeiro. E por seu turno não-a implica a apenas se não-a fôr falso e a verdadeiro. E teremos de admitir que a é verdadeiro e falso, ao mesmo tempo, o que representa uma impossibilidade.
Claro que estamos a dar à noção de implicação o sentido de implicação material da lógica proposicional bivalente, e não o sentido de «conter necessariamente»
Neste último caso, o paradoxo residiria nisto: em não-a estar contido necessariamente em a e em a estar contido necessariamente em não-a. De a deduz-se o seu oposto e, simultaneamente, desse oposto deduz-se de novo a.
Se digo «estou a mentir», mentindo mesmo, então estou a dizer a verdade, e se estou a dizer a verdade, então tenho de estar a mentir e assim sucessivamente. Eis o que se assemelha correcto, do ponto de vista da razão, e, igualmente, insustentável sob esse ponto de vista. Paradoxo típico.
Acontece, porém, que este termo paradoxo pode ser empregue de uma maneira mais ampla, significando tudo quanto reveste um carácter estranho, do ponto de vista racional, ou seja, algo que não se pode sustentar sem tombar no seu tanto de irracionalidade.
Em nossa opinião, a doutrina contemporânea dos direitos do homem encerra vários paradoxos, quer no sentido amplo que acabamos de referir, quer no sentido estrito em primeiro lugar mencionado.
Começaremos por aludir a alguns paradoxos em sentido amplo, aqui, em certa medida, ad hominem.
Estamos numa época em que se alude, insistentemente, à morte do homem, em que se afirma que a ideia de homem é uma criação epocal e limitada, criação, aliás, infeliz e pouco consistente(2).
Ora, como diria o nunca assás citado Monsieur de la Palice, sem homem não há direitos do homem.
É bastante curioso, no entanto, que os entusiastas dos direitos do homem não se preocupem, de maneira nenhuma, com a negação do homem, não a tentem refutar, pôr de lado, etc(3).
E, por seu turno, aqueles que dão o homem por bem morto e falecido não dirigem, habitualmente, críticas aos direitos do homem que, para eles, se fossem coerentes, deveriam representar o cúmulo do absurdo(4).
Em segundo lugar, embora se verifique um certo renascimento direito natural, podemos asseverar que grande número de juristas e teóricos do direito é, directa ou disfarçadamente, positivista, isto é, entende que direito é, apenas, o direito positivo(5).
No entanto, parece que os direitos do homem, não os direitos deste ou daquele homem, são direitos que se baseiam na natureza do homem, rigorosamente fundamentada, valendo em todos os tempos e todos os lugares. Em suma, os direitos do homem só poderão ter uma fundamentação jusnaturalista.
Sucede, contudo, que há imensos positivistas jurídicos que não deixam de se mostrar partidários dos direitos do homem e vice-versa(6). O que é bem estranho.
Claro que, contra esta crítica, se diz que não necessário estabelecer uma série imutável e eterna de direitos do homem, bastando aceitar aqueles que resultam do desenvolvimento histórico e que um quase universal estado de consciência apresenta como algo a respeitar e se encontraram nas leis e costumes(7).
Mas, se acontecer que a consciência universal, fruto do desenvolvimento histórico, consagre como únicos direitos do homem bradar «Viva o Chefe» e «Abaixo a democracia», iremos sustentar que, nessa altura, estão garantidos os direitos do homem?
A resposta a tal interrogação não pode ser senão negativa.
E isso pressupõe que os direitos do homem não representem uma qualquer resultante da história, devendo constituir qualquer coisa de inabalável e a priori.
Atribuir aos homens, como direitos algo de ridículo ou disparatado torna inadmissível que se fala, autenticamente, em direitos do homem.
Estes, portanto, têm de ser direitos naturais, não estando ad libitum nas mãos de um desenvolvimento histórico que o direito positivo consagre.
Logo, é bastante paradoxal, no sentido lato do termo, que positivistas jurídicos surjam irmanados a jusnaturalistas no aplauso entusiástico aos direitos do homem.
Por outro lado, se o homem é um ente relativo, mutável, se somos incapazes de lhe determinarmos certos atributos definitivos, ipso facto os direitos do homem serão relativos, mutáveis, sem fixidez.
E eis que voltamos à tese anteriormente, segundo a qual, porventura, se sustentará que, em certos períodos ou épocas, os direitos do homem se reduzirão a gritar «Viva o Chefe» e «Abaixo a democracia».
Para não tombarmos em erro semelhante, temos de admitir que o homem possui uma natureza, uma essência intemporal e fixa.
E, nessa altura, urge repelir a doutrina que sustenta que tudo é relativo. O relativismo é, portanto, incompatível com os direitos do homem.
No entanto, acentue-se que o relativismo é, precisamente, uma concepção bastante espalhada entre filósofos, sociólogos, antropólogos que se mostram entusiastas, claros e enérgicos, dos direitos do homem.
E se há relativistas entusiastas dos direitos do homem, há, igualmente, apologistas de tais direitos que não se preocupam com a crítica e o combate ao relativismo.(8) Paradoxal evento.
Contra estas considerações, ripostar-se-á que, ao contrário do que se sustenta, o relativismo é, antes, a base mesma dos direitos do homem. Precisamente se tudo é relativo, ninguém pode sobrepor as suas posições às posições alheias. O relativismo representa o respeito pelos direitos de cada um.
Só acontece que, se todas as posições são legítimas será legítima a posição contra os direitos do homem, o relativismo conduzindo, assim à legitimidade da sua destruição.
Sublinhar-se-á, todavia, que, todas as posições são legítimas mas não o será a posição que pretenda superiorizar-se frente às restantes.
Repare-se, que, nesta altura, já nem todas as posições são legítimas e estaremos perante um relativismo-regra que se impõe, absolutamente, e em que se não deve tocar.
Observar-se-á que essa regra é a do respeito de todos e, por isso, não tem nada de absoluto e impositivo. O próprio totalitarismo terá aí o seu lugar, desde que não procure banir as outras teses.
Estaremos, todavia, perante uma gritante falácia porque o totalitarismo unicamente terá o seu lugar deixando de ser totalitário; forçá-lo a aceitar as posições alheias é, já, submeter o totalitarismo ao seu oposto.
Quer dizer: o relativismo, ou se transforma em autoritarismo em «absolutismo» e auto-destrói-se, ou admite a licitude da sua negação e destrói-se também.
Por conseguinte, não será o relativismo que poderá constituir o fundamento dos direitos do homem, antes os porá em causa, pelas razões que expusemos.
Continua, portanto, a ser um paradoxo que relativistas se declarem entusiastas dos direitos do homem e que entusiastas dos direitos do homem admitam, tranquilamente, o relativismo.
Para muitos, contudo, os paradoxos, latu sensu, que apontamos, não são nada de condenável, antes apresentam-se como um fenómeno em extremo positivo.
As inconsistências, as ausências de boa justificação, enfim, as falhas que se possam apontar a estas ou aquelas correntes, são ultrapassadas pelo facto de que toda a gente acata os assim denominados direitos do homem, com base numa espécie de evidência ou intuição a-teórica.
Lutar-se-á muito, no plano especulativo, mas, no plano prático, ninguém discordará, com lógica ou sem ela, dos direitos do humanos.
Estes são algo que pertence ao senso comum da humanidade, um dado ético que está para além dos debates e das subtilezas filosóficas.
Face a isto importa sublinhar, antes de tudo, que evidência, senso comum, «dados», são critérios de verdade como quaisquer outros, representando, assim, atitudes filosóficas.
A pretensão que constituem tópicos supra-filosóficos, acima das controvérsias filosóficas, não passa de uma ilusão.
Em todo o caso, acentuar-se-á que se trata que se trata de critérios de verdade que tem a seu favor a imediatividade, a presença imediata, e, portanto, não necessitam de provas, demonstrações sendo impossíveis pô-los em dúvida.
Será assim, todavia?
O evidente é o que possui clareza e distinção que afastam as contestações. É, propriamente, o que se vê unanimemente, com uma visão incontestável, inacessível ao cepticismo.
Ninguém discorda do que fôr evidente. Logo, onde houver uma discrepância deixa de haver evidência. Ao fim e ao cabo, a evidência confunde-se com o critério do consenso geral, que é plenamente absurdo, pois faz a verdade função das opiniões. Acredita-se, sem discrepância, que o Sol gira à volta da terra? Então é a Terra que está imóvel. As teses mais incompatíveis serão ou não verdade, conforme a generalidade dos indivíduos o entender. Em suma: a verdade depende das crenças, em vez das crenças dependerem da verdade.
De resto, como definir o consenso geral. Será aquilo em há acordo, em todos os tempos e lugares? Mas como saber o que pensam os homens do futuro, se o futuro é, precisamente, o que ainda não ocorreu e se o conhecessemos torná-lo-iamos presente?
Será aquilo em que há acordo entre os vivos e os que existiram no passado e cujas opiniões conseguimos determinar?
Em tal circunstância, estaremos perante um consenso geral que não é geral, pois não temos o consenso das gerações vindoiras que podem vir opor-se ao que, até então, era geralmente aceite.
Deixemos, porém, a evidência e voltemo-nos para o senso comum. Este em última análise, reduz-se também ao consenso geral, como o próprio nome indica. O senso comum porque é comum é de todos. Ninguém se oporia, factualmente, às suas conclusões.
Basta, porém, uma só pessoa negar a validade de semelhantes conclusões para estas não merecerem ser acatadas. Pessoa alguma nega a validade das conclusões do senso comum? Estamos nós precisamente a fazê-lo. E se se afirmar que não o fazemos verdadeiramente?
Caímos num embaraço inextricável, porque, para aceitarmos o senso comum, temos de saber o que é verdadeiro e para sabermos o que verdadeiro arvorámos o senso comum em lei.
Voltemo-nos, agora, para o «dado». O que está dado é irrecusável, ei-lo aí, nada mais havendo a acrescentar. Mas existirá alguma coisa que, simplesmente, está aí? Como o sabemos? Recorrendo ao simples estar aí? Petição de princípio notória, visto o critério do «está aí» funda-se no «estar aí», que pressupõe já esse critério.
Por conseguinte, proclamar os direitos do homem evidencia, frutos do senso comum, dados, não os reforça de maneira nenhuma nem, muito menos, os faz escapar às lutas e aos debates filosóficos.
No fundo, o que se pretende é sustentar que, com coerência ou sem coerência, ninguém é contra os «direitos do homem». E nada mais falso, pois basta pensar nos contra-revolucionários e nos totalitários para se desmascarar essa pretensa consensualidade.
A situação, portanto, continua a ser esta: os direitos do homem são exalçados e aplaudidos, bastantes vezes, por aqueles que, se escutassem a lógica das suas posições especulativas, deveriam ser seus acérrimos negadores, o que constitui paradoxo patente.
Passemos adiante. Suponhamos que, deixando de lado o relativismo, o juspositivismo, os partidários da morte do homem, nós sabemos, com segurança firme e inabalável, o que este último é, definindo-o como um sujeito entre sujeitos, que tem consciência de si e uma essência racional.
Pondo entre parêntesis as dificuldades em averiguar o que é subjectividade, consciência, racionalidade, um primeiro problema nos aparece já que é o das relações entre homem e direito, uma vez que falar em direitos do homem é, patentemente, falar em direito.
E aqui deparamos com algo que tem muitos visos de paradoxal.
Imensos são os indivíduos que consideram o direito um conjunto de normas positivas e/ou não positivas e, ao mesmo tempo, procedem à apologia dos direitos do homem.
Ora, na verdade, se os direitos do homem pertencem ao homem apenas por ser homem, se são direitos de que o homem, por ser homem, isto é sujeito, então, ipso facto, são direitos subjectivos.
Ora, se o direito é exclusivamente um conjunto de normas (de certa índole, sem dúvida), não se vê, facilmente, como pode haver direitos subjectivos, pois a norma é o que se dirige e impõe ao sujeito.
Dir-nos-ão que a norma se limita a reconhecer uma certa espécie de direitos que lhe é anterior? Mas, nessa conjuntura o direito não é, exclusivamente, norma.
Explicar-nos-ão que o direito subjectivo é uma espécie de doação ou concessão da norma? Se doação e concessão é entendido como algo diferente, o direito subjectivo fica fora do direito que é a norma, numa contradição patente (teremos um direito que não é direito). Se doação e concessão representam pôr algo interno à norma, o direito subjectivo não é subjectivo, em vez de se fundar no sujeito-homem, não passaria de uma modalidade da norma.
Ensinar-se-á que a ciência jurídica não pode deixar de admitir direito subjectivos, se desejar corresponder à realidade jurídica?
Antes de mais nada, cumpre esclarecer que o problema dos direitos do homem não pode ser resolvido pela ciência do direito, uma vez que esta o que estabelece são as noções que permitem expressar a realidade da ordem jurídica positiva. Se os direitos do homem estiverem inseridos em tal ordem, a ciência do direito referir-se-lhes-á. Mas a questão toda é se tais direitos existem ou não, e não é a ciência jurídica que o poderá estabelecer, antes os seus dogmas dependem da prévia resolução de semelhante questão.
Dar à ciência do direito a tarefa de solucionar o problema dos direitos do homem é cair num círculo vicioso patente. Os direitos do homem fundamentar-se-ão na ciência jurídica e, por sua vez, a ciência jurídica terá esta ou aquela estrutura consoante houver ou não direitos do homem.
De resto, quando se assevera que, na realidade jurídica, estão presentes os direitos do homem procede-se a uma afirmação de índole ontológica (de ontologia jurídica) que, por isso mesmo, escapa ao âmbito da ciência jurídica.
Deixemos, porém, de lado esta temática, dando de barato que o direito não é apenas norma e que a ciência do direito não tem pretensões a pronunciar-se sobre os direitos do homem.
Consideremos que os direitos do homem são a esfera da liberdade em que, com toda a legitimidade, se move a vontade deste.
Não nos sentimos obrigados a tratar das eventuais conexões dos direitos do homem com o chamado livre-arbítrio. Parece-nos isso dispensável, porque pode-se, sempre, admitir que a vontade do homem possa praticar os actos que lhe apraz, quer seja internamente determinada, quer disponha dum espontânea capacidade de decisão.
Claro que, não entrando nesse terreno, não vamos, também, tratar da possível compatiblidade do determinismo com o livre-arbítrio, tese actualmente muito em voga(9).
Afastando estes tópicos, perguntemos porque é que o homem possui direitos inalienáveis enquanto homem, unicamente por ser homem?
A resposta assemelha-se simples. Exactamente porque o homem é um sujeito com consciência de si e, sobretudo, com uma natureza racional.
Simplesmente, uma dificuldade surge aqui. Se por natureza se entende essência, como o faz S. Tomás(10), torna-se patente que a essência do homem não é a racionalidade. Porventura será o homem só razão? Se assim fosse, o homem não poderia enganar-se, nem praticar o mal. Tudo quanto o homem fizesse seria verdadeiro e, então, seria verdade que o homem não tem dignidade nenhuma e meritório tratá-lo como um desvalor sem direitos.
Mas, observar-se-á, o homem não será só razão, por certo. No entanto, para além de Deus e dos anjos, é o único ente dotado de razão. E isso não bastará para lhe dar dignidade e direitos intrínsecos? Obviamente não, porque a razão é apenas um atributo do homem entre outros, existindo, ao lado dela, a capacidade de errar, de se abandonar ao que é vil e extremamente mesquinho, de agir irracionalmente, em suma. Onde estarão, nessa altura, a sua dignidade e direitos intrínsecos?
Sublinhar-se-á, a seguir, que é ele o único ente (além dos anjos e Deus) que pode praticar o Bem, coisa que não está na alçada dos gatinhos ou das pedras. Mas em contrapartida, também pode praticar infâmias, o que não acontece com os gatinhos ou as pedras.
Sem dúvida o homem, ontologicamente, é diferente dos animais e dos minerais; todavia, tal situação não equivale a ter dignidade e direitos enquanto homem, porque dignidade e direitos são categorias éticas, que não se confundem tout court com as categorias ontológicas.
Anotar-se-á que os homens e, apenas, os homens podem conseguir a salvação e atingir a beatitude? Bem! Já que estamos, agora, numa perspectiva teológica, replicar-se-á que os homens também podem ir para o inferno que é o contrário da beatitude.
De resto, se há homens perfeita e cabalmente indignos, como nos dizem e repetem, em especial a propósito da guerra de 1939-1945, de que forma sustentar que o homem tem uma dignidade e direitos intrínsecos só por ser homem?
E examinemos outro problema. Qual o limite dos direitos inalienáveis de cada homem, uma vez que, tratando-se de elementos de uma multiplicidade, — cada homem — não se concebe como ilimitado?
Se utilizarmos um critério objectivo, superior ao próprio homem, para fixação daquele limite, estamos perante uma ambiguidade patente. Os direitos do homem serão delimitados por algo de extrínseco ao homem que, porventura, praticamente os reduzirá a nada.
Os direitos do homem, portanto, só poderão ser fixados pelos próprios homens. Mas isso não levantará conflitos entre estes? Talvez se responda que não, porque os homens, sendo finitos por definição, têm limites que não ultrapassam.
Simplesmente, até onde vão esses limites? A sua simples existência não impede eventuais conflitos. Um ente finito pode, indiscutivelmente, visar a eliminação de outro ente finito sem perder a sua finitude.
É preciso encontrar um critério de delimitação recíproca dos direitos do homem que não seja função de nada de exterior ao próprio homem. O problema parece difícil de resolver, mas em realidade não o é.
Basta considerar que cada um estabelecerá os direitos que lhe aprouver, desde que não viole os iguais direitos dos outros.
A fórmula, aliás, é antiga. Encontra-se no art. IV da «Déclaration des droits de l`homme et du citoyen», de 1789. «L`exercice des droits naturels de chaque homme n`a de bornes que celles qui assurent aux autres membres de la société la jouissance de ces mêmes droits»(11).
À primeira vista, isto parece o mais claro possível. Os direitos do homem poêm-se a si mesmos, juntamente com os seus próprios limites. Cada homem tem todos os direitos concebíveis, só não deve ir além do ponto em que se situam os direitos dos restantes.
Estamos perante uma concepção que representa o mais sólida razoabilidade e que, sem recorrer a nada de extrínseco, consegue pôr as barreiras necessárias aos direitos de cada um.
Contudo de Scilla passamos a Caribdis.
Com efeito, se o direito de a só é limitado pelo direito de b e o direito de b só é limitado pelo direito de a, para conhecermos até onde vai o direito de a — isto é, para conhecermos o direito de a — temos de conhecer, previamente, até onde vai o direito de b — isto é, temos de conhecer o direito de b. Mas, em contrapartida, para conhecermos o direito de b, temos de conhecer já o direito de a, que vimos depender do conhecimento do direito de b e assim sucessivamente.
Estamos num círculo vicioso ou dialelo nítido.
A fim de se saber até onde pode ir a vontade de a, preciso saber até onde pode ir a vontade de b, e para saber até onde pode ir a vontade de b preciso de saber até onde pode ir a vontade de a.
Anotar-se-á que isso é plenamente descabido. Basta esclarecer, inicialmente, o direito de a e de b, cada um de per si.
Todavia, estabelecer o direito de a é defini-lo, e definir, consoante a palavra indica, é marcar os fins, os contornos, logo os limites. Não é possível uma definição anterior à delimitação, acontecendo que, neste caso, a única regra que se apresenta para a delimitação é uma devolução recíproca.
Não tem, pois, consistência a observação que nos fizeram e o círculo vicioso mantém-se.
Os direitos do homem, no entanto, para além da circularidade viciosa que apontamos dão lugar a um outro paradoxo.
Indiquemos qual.
A liberdade é qualquer coisa inerente aos direitos do homem. Sem ela, estes não se concebem.
Ora suponhamos que a imensa maioria dos homens se pronuncia, livremente, contra os direitos do homem. A solução para a dificuldade assemelha-se fácil. A negação dos direitos do homem será estritamente proibida por todos os meios. E que significa isso? Que os direitos do homem e a liberdade não podem considerar lícita a sua destruição, dado que se o fizessem estariam a negar-se a si mesmas, logo a contradizer-se. O raciocínio tem a sua lógica. Em todo o caso, nessa altura, os direitos do homem e a liberdade seriam um Diktat que aniquilaria os próprios direitos do homem e a liberdade e que receberia um acatamento forçado. Num plano de coerência, deveriam ser permitidas as posições contrárias aos direitos do homem e à liberdade. Assim é que estes últimos seriam respeitados, em vez de impostos quer se queira quer não.
Temos aqui que duas concepções opostas parecem derivar com aparente lógica de idênticas premissas.
E temos igualmente, que num caso e noutro os direitos do homem se auto-destroem.
Os direitos do homem e a liberdade, para não se auto-negarem, acabam por auto-negar-se, visto tornarem-se uma obrigação a que ninguém pode resistir; ou então aceitam a legitimidade da sua negação e, de outra maneira embora, auto-destroem-se igualmente.
Em resumo: ou todos os homens estão forçados a venerar os direitos do homem, o que é colocar um princípio (precisamente o do respeito pelos direitos e liberdade do homem) acima do querer dos próprios homens, numa contradição flagrante (pois o fundamento do princípio são os direitos e a liberdade dos homens); ou estes se assim o entenderem, terão o direito de negar os direitos e a liberdade do homem e, então, entre tais direitos e tal liberdade conta-se a legitimidade da sua própria destruição, o que é nova contradição.
E sublinhe-se que semelhante negação pode ser pacífica e meramente doutrinária, nem por isso deixando de porventura dar lugar à auto-destruição referida, porque a exposição e a propagação de uma ideia conduz, em inúmeros casos, à prática dos actos que lhe correspondem. A menos que se institua, como preceito universal, que a acção nunca deve corresponder ao pensamento, o que é ditar a norma da geral hipocrisia(12).
Por certo brandir-se-á, a propósito do que dissemos, a consagrada máxima «não há liberdade contra a liberdade».
Vemos a liberdade arvorada em ideal categórico a que se tem de obedecer incondicionalmente. Mas em que consiste a liberdade? Em não se obedecer a concepções imperativas e ao que não resulte, da nossa espontânea adesão interior.
A liberdade não admite dogmas e é ela, arvorada em dogma. Paradoxo novamente e equiparável aos mais clássicos.
Lembremos um deles, em extremo conhecido. É o paradoxo semântico do termo heterológico. Suponhamos que as palavras se dividem em duas espécies: as que se aplicam a si próprias (v.g. português é um termo português) e que são autológicas, e as restantes denominadas heterológicas (v.g. cadeira não é uma cadeira em que nos sentemos).
Encaremos o vocábulo heterológico. Ou é, ele, autológico ou heterológico. Se é autológico aplica-se a si próprio e eis que heterológico é heterológico. Logo não é autológico. Ou é ele, heterológico. Nessa altura heterológico é heterológico. Logo aplica-se a si próprio e é autológico. Portanto, não é heterológico.
A analogia com «não há liberdade contra a liberdade» é flagrante.
Se «não há liberdade contra a liberdade» a liberdade torna-se um credo que não pode contestar, algo que elimina toda a oposição e ipso facto deixa de ser liberdade.
Mas se para evitar semelhante desastrosa consequência passar a haver liberdade contra a liberdade os inimigos da liberdade poderão licitamente destruir a liberdade, invocando a liberdade e a sua lógica interna, com o que se nega a liberdade. E se a fim de fugir a tal eventualidade se proibir que haja quem se oponha à liberdade voltamos ao começo e de novo desaparece a liberdade.
Eliminando quem se lhe oponha, ou admitindo quem se lhe oponha, a liberdade acaba sempre por suprimir a liberdade.
Vejamos outro problema. Como determinar os direitos e liberdades do homem? Que processo vamos utilizar com o objectivo de proceder a uma enunciação concreta de tais direitos e liberdades?
Por certo afirmar-se-á que o homem tem aqueles direitos que derivarem da sua intrínseca dignidade. Mas em que consiste essa intrínseca dignidade? Um dos seus aspectos principais é possuir direitos inerentes, por si mesmo.
Por consequência, os direitos dos homem assentam na dignidade deste e a sua dignidade no facto de possuir direitos.
Nova circularidade viciosa.
Não nos detenhamos nela, todavia, e examinemos alguns dos mais falados direitos do homem, consignados em quase todas as Declarações.
Aludiremos ao direito à vida, ao direito de liberdade de expressão do pensamento, à tolerância (liberdade religiosa) e, por último, à liberdade de associação.
O direito à vida é condição dos restantes direitos humanos.
Condição necessária, mas não suficiente. Com efeito, quem estiver preso, em cárcere horrendo, sujeito a torturas tão sabiamente doseadas que continue indefinidamente vivo, tem direito à vida, mas a uma vida cem vezes pior que a morte.
Considerar-se-á que tal situação não é de vida autêntica. Onde estará a vida autêntica, porém? No respeito mútuo? A minha vida autêntica implicará o acatamento da vida autêntica do próximo? Para saber até onde vai a minha vida autêntica preciso de saber até onde a vida autêntica do próximo e vice-versa. E voltamos então à circularidade viciosa já aludida.
Isto sem falar no problema da legítima defesa. Quem matar para não ser morto(13), o que legitimará o seu acto? O puro direito à vida? Não se vê em que o direito à vida de a seja, enquanto tal, superior ao direito à vida de b. Há que recorrer a algo para além do simples direito à vida para justificar quem se defende.
Adiante. Passemos à liberdade de expressão do pensamento como direito do homem só por ser homem.
Admitir-se-á, por exemplo, propaganda contra a liberdade de expressão?
A lógica parece impor semelhante atitude. Trata-se da expressão de um tipo de pensamento que, como todos os outros, deve poder ser livremente manifestado.
Contudo a propaganda contra a liberdade de expressão conduzirá, porventura, à destruição da mesma, uma vez que, consoante sustentou Fouillé, as ideias são forças(14).
Logo impõe-se banir a livre expressão do que seja propaganda contra a liberdade de expressão. Ambas as posições assemelham-se perfeitamente racionais só que, em ambos os casos complicarão o aniquilamento da liberdade de expressão que pretendem garantir.
A propaganda contra a liberdade de expressão é coerentemente exigível só que leva, acaso, à eliminação desta. Para evitá-la recorre-se ao banimento de tal propaganda. Simplesmente semelhante solução a fim de salvar a liberdade de expressão traduz-se no banimento da mesma visto que a expressão de certo género de pensamento é proibida.
Estabelecer-se-á que a liberdade de expressão do pensamento é a liberdade de exprimir tudo menos o que ataque tal liberdade? A liberdade de expressão do pensamento representará um critério limitativo do que se pode ou não exprimir? Mas a liberdade de expressão não consiste precisamente na ausência de critérios limitativos na ordem da expressão? Que liberdade de expressão será essa que decrete: é legítimo combater toda a espécie de ideias menos uma certa noção que é intangível.
E qual é a noção intangível? A de que não há noções intangíveis que não seja permitido pôr em causa, toda a gente tendo o direito de exprimir o seu pensamento sem peias e obstáculos.
Explicar-se-á que é patente que não há liberdade de expressão para o que fôr apologia crime? Se, por crime se entender apenas o que como tal é definido pelos Códigos positivos, patente é que o «crime» não passa de coisa mutável e alterável ao arbítrio do legislador. E não se concebe que a liberdade de expressão, direito inalienável, possa ser restringida em função de textos legais que hoje consideram crime o que amanha o não será e vice-versa.
Claro que se tomarmos por crime algo em si, objectivo e fixo, então suprimir a apologia do crime é sacrificar a livre expressão do pensamento das pessoas a algo que tem um carácter supra-pessoal, o que, na perspectiva dos direitos inerentes à pessoa enquanto pessoa, é perfeitamente insustentável.
O direito de livre expressão do pensamento é, em resumo, de índole extremamente paradoxal.
Ocupemo-nos a seguir da tolerância.
Esta consiste em admitir todas as doutrinas e na recusa de qualquer fundamentalismo ideológico.
Por vezes, quando se fala em tolerância alude-se à liberdade religiosa. Lembremos, por exemplo, as célebres Cartas sobre a Tolerância de Locke em que se discute fundamentalmente a liberdade dos vários cultos(15) (excluídos, desde logo, o católico e o islâmico).
Em todo o caso, a tolerância, tomada na sua mais estricta acepção, embora abranja a liberdade religiosa, ultrapassa-a patentemente.
Conforme dissemos, a tolerância envolve não só as concepções religiosas mas todas as concepções em geral — filosóficas, políticas, etc,.
Ora se devem tolerar todas as concepções também se deve tolerar a intolerância com o que, consoante nota Marcuse, a tolerância se destrói a si mesma(16).
Para obviar a isso só há um processo: não tolerar qualquer espécie de intolerância. Em semelhante circunstância a tolerância transforma-se numa ideia oficial, num credo que tem de ser acatado por todos. Eis que a tolerância se torna intolerância. O paradoxo é patente porque das malhas desta tenaz não há que escapar.
Ocupemo-nos, agora, de um outro direito humano considerado fundamental: a liberdade de associação.
Também aqui é visível o paradoxo. Suponhamos que se formam associações, pacíficas mesmo, contra a liberdade de associação. Se tais associações triunfarem, a liberdade de associação desaparece. Quer dizer que esta permitiu a sua auto-aniquilação.
Por certo observar-nos-ão que tal desaparição não é possível, porque para isso seriam precisas alterações políticas e constitucionais que não se fazem pacificamente.
O argumento não tem razão de ser. Se tais associações triunfarem, o estado da opinião pública conduzirá naturalmente, sem violência, a modificações político-constitucionais que façam desaparecer a liberdade de associação.
Para evitar isso, a solução é proibir tais associações. E teríamos o fim da liberdade de associação, precisamente para defesa da liberdade de associação, numa gritante contradição.
Tentar-se-á manter a liberdade de associação estabelecendo que proibidas serão, apenas, as associações que se ergam contra a ordem pública e que, como as associações adversas à liberdade de associação estão nessa situação, será em nome da ordem pública, que serão reprimidas.
Só nos parece que não é de invocar a ordem pública face a pacíficas associações e, por outro lado, que direitos inalienáveis devam ceder face à ordem pública assemelha-se bem extravagante.
O direito de liberdade de associação tem assim um conteúdo paradoxal óbvio.
Para não nos alongarmos não nos vamos referir a outros direitos do mesmo género.
Lembraremos o que, se nos não enganamos, Chesterton diz na Ortodoxia. Pode haver todo o género de adorações até a adoração dos crocodilos: o que não pode haver é a adoração do princípio de não haver adoração alguma.
Os direitos e a liberdade da pessoa, tomados como qualquer coisa de sagrados representam falácia patente, porque o seu conteúdo é precisamente que não existe nada de intocável e que cada um se conduz com plena autonomia(17).
Todavia concluir de quanto dissemos que não há direitos do homem é algo de precipitado e inaceitável.
Que os homens não tenham direitos simplesmente por ser homens é uma coisa, que não tenham direitos de nenhuma espécie é outra. Nada permite afirmar que não possuam direitos embora com fundamentos diversos da sua mera qualidade de ser homens.
Julgamos inegável que os homens tem deveres porque se os não tivessem não haveria distinção entre o bem e o mal e tudo seria bom ou tudo seria mau. Se tudo fosse bom seria bom o ponto de vista contraditório e portanto nem tudo seria bom. Se tudo fosse mau essa tese seria mesma seria má logo, errada, e, portanto, nem tudo seria mau. Ambas as hipóteses são absurdas donde se segue que tem tudo de haver tanto o bem como o mal e os consequentes deveres.
Ora se existem deveres ipso facto há direitos, os direitos de os cumprir.
Como seria imperativo realizar esta ou aquela ordem se não se tivesse o direito a realizá-la e acaso se pudesse ser impedido de praticar o que é obrigatório?
Os homens têm, pois, direitos. Os direitos que derivam dos seus deveres e que não são tão poucos como isso: o direito de servir o verdadeiro e o justo, o direito de ser governado convenientemente, o direito de devotar-se ao bem comum e assim por diante. Esses direitos, hoje em dia tão esquecidos, não encerram paradoxo algum e merecem o maior acatamento. Quanto aos restantes…
Notas:
1 – Hans Reichenbach, Elements of symbolic logic, New York/London, The Free Press, Collier MacMillan, first Free Press Paperback, 1966, p. 219.
2 – É a posição do chamado estruturalismo. Veja-se, significativamente Michel Foucault: «on peut-être sûr que l`homme… est une invention récente… L`homme est une invention dont l`archéologie de notre pensée montre aisément la date récente. Et peut-être la fin prochaine… on peut bien parler que l`homme s`éffacerait comme à la limite de la mer un visage de sable» (Michel Foucault, Les Mots et les Choses, Paris, Gallimard, 1966, p. 398).
3 – Sem fazer uma pesquisa exaustiva basta acentuar que na obra Os fundamentos filosóficos dos direitos humanos, publicada pela Unesco, colaboram imensos filósofos contemporâneos, nenhum aludindo, e muito mentos tentando refutar, à tese da morte do homem. E claro que todos se manifestam apologistas dos direitos do homem. (Utilizamos a tradução espanhola de Grazziella Baravalle, Los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, Barcelona, Serbal/Unesco, 1985).
4 – É curioso que numa síntese do próprio Foucault em Surveiller et Punir, ele diz: «le XVIII siècle a inventé les libertés», mas não as proclama destinadas acaso a desaparecer e o que lastima é que assentem num subsolo disciplinar (Surveiller et Punir, Paris, Gallimard, 1975). E também curioso que o homem sendo uma invenção perecível já a «liberté humaine» represente o motor da história. (L`archéologie du Savoir, Paris, Gallimard, 1969, pp. 271-272).
5 – É a definição, que julgamos exacta, que Norberto Bobbio dá de positivismo jurídico. Cfr. Giusnaturalismo e positivismo juridico, Milano, Ed. di Comunità, 1984, p. 127.
6 – Para não multiplicar os exemplos citemos, apenas, H. L. Hart e Norberto Bobbio. O primeiro acha que são direito as regras «wich are valid by the formal tests of primary and secondary rules» mesmo que se situem «against… the enlightened or true morality» (The concept of Law, Oxford Clarendon Press, 2.ª ed., 1997, p. 209) o que o não impede de falar no «igual direito de todos os homens a ser livres» e assim por diante (H. J. A. Hart, Direito e Moral, trad, espanhola de Genaro Carrio, Buenos Aires, Depalma, 1962, pp. 65 e segs).
Talvez, no tocante a Norberto Bobbio, se objecte que este declara que «di fronte allo scontro delle ideologie ebbene sono giusnaturalista» (Giusnaturalismo e positivismo giuridico, cit., p. 146) mas no que, no tocante à teoria geral do direito, não é nem jusnaturalista nem positivista (nè l`uni nè l`altro, ibidem).
A verdade, porém, é que, noutro passo, posterior, declara: «Il bisogno di lbertà contro l`oppressione, di iguaglianza contro la disigualizanza, di pace contro la guerra… Di tutti questi argumenti il giusnaturalismo è stato una durevole manifestazione ; ma non è stata la sola. E non sembra oggi, teoricamente, la più accettabile» (Giusnaturalismo e positivismo giuridico, cit., p. 195). E, no que diz respeito à teoria geral do direito, Bobbio, a certa altura, declara que o positivismo jurídico é a redução do direito a direito estatual e deste a produto do legislador (Idem, p. 134).
Ora se a teoria geral é maneira de «intendere e spiegare il fenomeno giuridico» (idem, p. 138) e o direito equivale a direito positivo não vemos como possa não ser positivista a teoria geral. E, de resto, que diferença, haverá entre a teoria geral do direito e a atitude de «accostarsi allo studio del diritto… precindendo da ogni giudizio di valutazione… con metadologia scientifica» (Idem, p. 141.) Não é positivismo?
Aliás, na abordagem científica do direito não pode deixar de estar incluída a teoria geral do mesmo. E acontecendo que Bobbio em tal abordagem se proclama resolutamente positivista (Idem, p. 146) não pode deixar de o ser na teoria geral. Em última análise pois nada o distingue do positivismo jurídico. Simplesmente não deixa, como vimos, face ao direito positivo, de perfilar direitos — liberdade, etc., que curiosamente não serão direito.
7 – É a posição v.g. de Radbruch que fundamenta os direitos no «trabalho dos séculos», Rechtsphilosophie, Estugarda. K. F. Koehler, 8.ª ed., 1973, p. 328 onde está inserido um escrito, da sua chamada segunda fase, com o título «Fünft Minuten Rechsphilosophie».
8 – A tese do relativismo como algo em que assentam os direitos do homem é, por exemplo, dominante na juventude universitária dos U.S.A. segundo Allan Bloom: «O ambiente familiar e educacional dos estudantes é tão variado quanto a América pode proporcionar. Uns são religiosos outros ateus; uns são de Esquerda outros de Direita; uns tencionam ser cientistas outros humanistas ou terem uma profissão ou serem homens de negócios; uns são pobres, outros são ricos. Fazem parte do mesmo todo apenas no seu relativismo e na sua fidelidade à igualdade. E o relativismo e a fidelidade estão relacionados numa intenção moral. A relatividade da verdade não é um conhecimento teórico mas um postulado moral, a condição de uma sociedade livre» (A Cultura da incultura, Mem Martins, Europa-América, trad. portuguesa de Francisco Faia, 1988, p. 25.).
Quanto a autores entusiastas dos direitos do homem que em nada se preocupam com o relativismo basta citar v.g. Richard King, Civil rights and the idea of freedom, Athens and London ou Charles Taylor nos seus Los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, citado, pp. 32-61. Este último é abertamente jusnaturalista.
9 – Veja-se sobre o compatibilismo, Ulrich Pothast, Die Unzulänglickeit der Freiheitsbeweise, Frankfurt am Main, Suhrkamptaschenbuch, 1987.
10 – S. Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, 29, I ad quartam, Madrid, BAC, I, 1951, p. 229.
11 – Déclaration des droits de l`homme et du citoyen, IV, in «Les déclarations des droits de l`homme de 1789», textes reunis et présentés par Christine Faure, Paris, Payot, 1988, p. 12.
12 – A hipocrisia como norma aliás não pode ser cumprida porque se o fosse a prática corresponderia ao pensamento e não mais haveria hipocrisia.
13 – Que porventura se possa evitar a desaparição do direito à vida por outros meios diferentes da morte dos seus negadores não impede que, em casos extremos, esses outros meios não resultem e se tenha de recorrer à morte, o paradoxo mantendo-se.
14 – Alfred Fouillé, La liberté et le déterminisme, Paris, Alcan, 1895, p. 222.
15 – Como se sabe Locke começou por escrever A letter concerning tolerance, publicada em Inglaterra em 1689. Em resposta às críticas redigiu em 1690, 1692 e 1702 mais três cartas sobre o tema. Elas ocupam o VI volume das «Works of John Locke», editadas em 1823, reimpresso nos nossos dias pela Scientia Verlag, Aalen.
16 – R. P. Wolff, Barrigton Moore Jr., Herbert Marcuse, A Critique of pure tolerance, Boston, Beacon Press, 1965. Ver Repressive tolerance de Herbert Marcuse inserido nesse volume, em especial, p. 82.
17 – Sustenta-se que o recurso ao raciocínio anagógico elide qualquer contradição na intolerância dos tolerantes.
O raciocínio anagógico é, ao fim e ao cabo, a redução ao absurdo do ponto de vista contrário a algo e não se vê no nosso caso que a intolerância, logicamente desenvolvida, leve ao auto-aniquilamento, a um absurdo, equivalente, por exemplo, a círculo quadrado.
Diz-se que a intolerância é in-humana mas isso não equivale a ser absurda não se devendo esquecer que os intolerantes são homens. Aliás, o in-humano não pode ser tomado à letra, é apenas um termo agressivo que exprime condenação. Não deixa de ser curioso todavia que quem não é um crente no evangelho da tolerância seja posto à margem da humanidade.
Prof. António José de Brito.
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