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mardi, 02 octobre 2012

La invasión musulmana de Hispania. De Guadalete a Covadonga (711-722)

La invasión musulmana de Hispania. De Guadalete a Covadonga (711-722)

por José Fermín Garralda Arizcun

El artículo valora la importancia histórica del tema, su marco histórico y el desgarro interior de Hispania como causa de la invasión musulmana, las cuatro primeras expediciones, deteniéndose en el misterioso “conde don Julián”, la expedición de contacto de Tarif y la expedición de invasión, la batalla de Guadalete y la expedición de conquista por Musa. Y termina con una reflexión sobre la “Pérdida y recuperación de España”

Don_Pelayo.jpg1. Importancia histórica de un gran tema

Llama la atención –introduzcamos- que, en este año de 2011, se guarde silencio sobre el 1.300 aniversario de la invasión de Hispania por los musulmanes. No se trata de una conmemoración, sino de un recuerdo que por varios motivos no puede dejarse de hacer.

No preguntemos el por qué de este silencio. Las Armas del Gobierno español están hoy combatiendo en la Libia de Gadafi, con sus bien buscados aliados. No sabemos si el motivo del silencio es no querer excitar a los musulmanes recordándoles su invasión de Hispania, convertida hoy en un lugar de reciente e intensa emigración, mientras España combate en Libia en apoyo a los rebeldes al Gobierno constituido. No creemos que recordar aquella invasión de 711 implique, sin más, poner hoy guardia a unos u otros, pues ello mostraría una escasa madurez personal y social por una u otra parte. Ahora bien, creo que “la cosa” no va por ahí. Es mejor pensar que el silencio sobre el significado del año 711 es porque Guadalete supone hablar de Covadonga (722).

 


Este tema, es uno de los principales de la historia de la Cristiandad occidental, Según el historiador José Orlandis:

“(…) el dramático y repentino final del Reino visigodo español fue una catástrofe histórica tan absoluta y de tal magnitud que resulta comprensible que, a lo largo de doce siglos, las generaciones sucesivas no hayan cesado de plantearse interrogantes y proponer respuestas que pueden dar la clave de un acontecimiento que todavía hoy sigue resultando sorprendente”.
 
Este acontecimiento conlleva muchas sorpresas. Sorpresas sobre quienes trajeron a los norteafricanos, sobre la enorme ingenuidad política de aquellos agentes, sobre los aliados internos de los musulmanes (un vasto clan nobiliario, algunos clérigos politizados, y la minoría hebrea), sobre lo que se pudo hacer por parte de los hispano visigodos y no se hizo como fue una sana reacción, y sobre la reacción final de una minoría cristiana que, si bien estaba interinamente vencida, no se dejaba derrotar. Tras un grano como semilla –la Fe religiosa- salieron cinco Reinos hispánicos y, al fin, la corona de las Españas, o de España, según se prefiera.

Sorprende la rapidez y contundencia como los musulmanes subordinados al califato Omeya de Damasco se impusieron a la monarquía visigoda, que daba una imagen de poder. Sorprende cómo los invasores provocaron el hundimiento, por arte de ensalmo, de una monarquía hispano goda, que parecía consolidada después de tres siglos. Sorprende el final de toda la estructura política, social, cultural y económica de un reino como el visigodo, que junto con el reino Franco y quizás el reino Ostrogodo, fue uno de los pocos reinos importantes que configuraron los germanos tras invadir el Imperio romano.

Este desplome fue sorprendente e inesperado tanto para los cristianos como para los musulmanes, y, lógicamente, también para los traidores al último rey hispanogodo, Rodrigo. Pues bien, esta larga y ardua página preparatoria que se abrirá de ocho siglos de historia de España, la continuarán la labor de España en la Cristiandad europea durante los 200 años posteriores, y la recreación de toda América, inmenso continente de inconmensurable espacios y grandiosa belleza, con una población sinceramente católica e hispánica al menos hasta hoy.

Sorprende que un reducido o discreto Ejército musulmán, tuviese tan buenos resultados, y ocasionase el hundimiento de su enemigo, el reino visigodo. De por sí, la invasión sólo podía producir algún quebranto, ya por el número de los combatientes, ya porque su retaguardia estaba muy alejada de la península, ya porque el nexo de unión de ambos lados del Estrecho era tan frágil como la inexperiencia naval de los musulmanes.

En conclusión: las razones del hundimiento de la monarquía visigoda hay que buscarlas sobre todo en el lado hispano. Por eso, hay que explicar previamente la crisis de la monarquía goda.

 

Ahora bien, a pesar de la crisis interna y global de Hispania, lo decisivo para el hundimiento del reino de Toledo fue la invasión del Islam. Lejos de la hipótesis estructural, afirmará Orlandis:

 

“Esta crisis intestina, que le restó capacidad de resistencia (al reino visigodo), facilitó el hundimiento de la Monarquía visigoda ante el empuje musulmán. Pero hay que reconocer que la invasión árabe fue el factor capital en la desaparición del Reino de Toledo y que el curso de los acontecimientos hubiera sido, con toda probabilidad, completamente distinto, de no haberse producido el asalto procedente del exterior”.

 

 

Veremos que la derrota visigoda frente al Islam se debió particularmente a los aspectos siguientes: a la división entre la nobleza goda, a la decadencia moral del rey Witiza, la traición del clan de los witizanos una vez fallecido el rey Witiza, y a las agitadas actividades de la minoría judía, que tanto había sufrido durante algunos reinados godos, aunque hubiese prosperado mucho en el último gobierno del rey Witiza. Es decir, el reino visigodo cayó por la sorpresa de los hispanogodos y no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, por la división política, por el juego del invasor de presentarse como aliado de una facción nobiliaria, por la falta de jefes naturales, por la incapacidad para unirse frente a un enemigo común, por la falta de una reacción a tiempo confiando en que “no pasaba nada” esencialmente diferente a lo vivido hasta entonces, por la crisis que atravesaban no pocos eclesiásticos, la inmoralidad de costumbres en las élites, y las complicidades interiores con los invasores.

Sabemos que el año 711 fue el comienzo de una larga invasión, pues durante 800 años se sucedieron las invasiones islámicas de la península Ibérica desde el Norte de África. Si bien comenzaron con el conde don Julián, Tariq y Musa, después llegarán aportes sirios y árabes y, sobre todo, numerosas oleadas musulmanas, norteafricanas y guerreras hasta el fanatismo, de almorávides (siglo XII), almohades (siglo XIII, con las Navas de Tolosa en 1212) y los benimerines (siglo XIV). Ahí está también la amenaza turca sobre la Granada de Boabdil, amenaza continuada en los siglos XVI y comienzos del XVII. Incluso Felipe V de Borbón, llevó sus Armas al Norte de África a comienzos del s. XVIII.

Conocíamos las responsabilidades del conde don Julián, pero no creíamos que fuesen tantas. No obstante, como no hay mal que por bien no venga, al fin se formó España, dominadora del Orbe, cuna de San Ignacio, espada de Roma, cuya constitución y grandeza fue la unidad católica, pues, como decía Menéndez y Pelayo sobre la unidad de España, España no tiene otra unidad.

2. Marco Histórico y desgarro interior de Hispania como causa de la invasión musulmana

2.1. Desgarro Interior

En la monarquía hispano goda se había roto el espíritu público, esto es, el concepto de pueblo y de monarquía para el bien común. ¿Por qué? Citemos varios motivos:

1º Las clientelas nobiliarias originaron fuertes clanes político-familiares, y a menudo estos se enfrentaron entre sí por el poder del trono. La aristocracia visigoda, antaño guerrera, originó enfrentamientos en su seno. Incluso politizó a los obispos de Sevilla y Toledo, que eran del clan witizano. Los visigodos habían perdido sus virtudes castrenses. Debido a esta división, las resistencias que los hispanogodos presentaron a los islamitas fueron aisladas; de ofrecer un frente común, los musulmanes no podían haber aguantado debido a su escaso número y al ir desplazándose hacia el norte lejos de sus bases de abastecimiento.

2º La desmoralización popular se refleja en la excesiva carga fiscal y la desmovilización militar del pueblo. Aumentó mucho el número de siervos fugitivos, así como el de suicidios, que llegó a preocupar a los obispos hispanogodos, lo que muestra el desequilibrio psíquico de muchos individuos. Por su parte, el holandés Dozy ha pintado un oscuro retrato de la sociedad hispano visigoda y de la Iglesia en Hispania, debido quizás a su fanatismo anticlerical. Más bien habrá que señalar que dicha Iglesia ofreció resistencia al nuevo estado de cosas y que estimulará los núcleos de resistencia en las montañas del norte de Hispania.

3º La crisis económica se expresó en el envilecimiento de la moneda, y el enrarecimiento del comercio exterior. Ahora bien -y fruto de un inmoderado afán de acumular síntomas de decadencia-, no se debe incidir demasiado en ella, porque también existieron otras crisis –hambres y pestes- durante las dos centurias anteriores, por ejemplo en los reinados de Ervigio y Egica (Orlandis). Si hubo hambres en los años 707 y 709, en 710 hubo una estupenda cosecha.

4º Fue continuo el conflicto con los judíos debido a las prevaricaciones de los falsos conversos. Ello hizo que los Concilios XII, XIII y XVI de Toledo decretasen unos cánones restrictivos para su libertad. A ello los hebreos sumaron diversas conspiraciones, sobre todo la del año 694, fraguada entre los hebreos hispanos y los de Ultramar, provocando así la singular dureza en los cánones del Concilio XVII de Toledo. En este punto, observo una dicotomía entre la prudencia de Orlandis y lo que recogen otros autores. Para Orlandis: “Es imposible comprobar lo que pudiera haber de verdad en estas noticias, aunque la conducta observada por los judíos españoles cuando se produjo la invasión islámica obliga –dice- a no descartarlas a priori como una pura invención”. Por otra parte, ¿no es difícil que todo un concilio inventase semejante conspiración? Menéndez y Pelayo da por cierta dicha conspiración “contra la seguridad del Estado”. También la afirma el holandés Dozy, aportando interesantes detalles, confirmados por la Enciclopedia Judaica Castellana. Dozy señala que:

“(…) hacia 694 (…) proyectaron una sublevación general, de acuerdo con sus correligionarios de allende del Estrecho, donde varias tribus beréberes profesaban el Judaísmo y donde los judíos desterrados de España habían encontrado refugio. La rebelión probablemente debía estallar en varios lugares a la vez, en el momento en que los judíos de África hubiesen desembarcado en las costas de España (…)”.

También será muy importante la aportación de los hebreos en la preparación y desarrollo de la invasión islamita, desde alentar a los islamitas a realizar la invasión, y darles medios, hasta ayudarles a mantener con guarnición las ciudades que los islamitas y witizanos conquistaban

5º La crisis eclesiástica afectó al clero y sobre todo al episcopado, lo que choca con la labor de los 17 concilios toledanos, y las grandes figuras de la Iglesia hispanogoda, por ejemplo san Julián de Toledo que convocó el XV Concilio y, san Félix, arzobispo de Toledo, que convocó el XVII Concilio en esta ciudad. Así pues, entre los obispos hubo una progresiva germanización y una cada vez mayor presencia aristocrática. Que hubiese más talante señorial que espíritu eclesiástico, lo muestran don Oppas, arzobispo de Sevilla, y Sisberto, obispo de Toledo.

6º Es muy posible que los witizanos creyesen al comienzo que los musulmanes iban únicamente a apoyarles para que accediesen al trono, y que luego tendrían que darles la recompensa. Esta bien podría ser la plaza de Ceuta, tesoros, o bien una parte del sur de España como Atanagildo hizo y entregó a los bizantinos por el apoyo prestado.

7º Es muy probable que los hispanogodos no advirtiesen el peligro que suponía la presencia y correría islamita. Quizás creyesen que los witizanos debían seguir apoyándose en los musulmanes al no haber vencido totalmente a los partidarios de Rodrigo, o bien porque este último estaba vivo.

A ello se suma el empuje de la guerra santa de los islamitas dispuesta en el Corán y seguida literalmente durante los primeros siglos. En realidad, el Corán no admite interpretaciones. Esta nueva y joven religión ofrecía una mística de combate superior al espíritu desprevenido de los hispanos, y sobre todo al hecho de que estos no advertían el peligro que suponían los invasores.

2.2. Marco Histórico

El marco fue el siguiente. El rey Egica (687-702), que fue un monarca enérgico, quiso garantizar la sucesión al trono asociando a él a su hijo Witiza, que por vía de aprendizaje y cooptación fue enviado a gobernar el antiguo reino de los suevos, allá en Galicia. Witiza fue ungido rey de Gallecia en el año 700. Ambos, Egica y Witiza -padre e hijo- hicieron frente a varias sublevaciones nobiliarias, que reprimieron con dureza, apartando a los culpables de cargos del oficio palatino y confiscándoles sus bienes. Seguramente fue Egica quien de ambos más decisión mostró en la represión de los rebeldes.

Muerto Egica, su hijo Witiza fue el único rey (702-710). Witiza inició una política de atracción de los nobles desobedientes pero sin resultado alguno. Si inicialmente dio pruebas de ser un buen rey, al poco tiempo mostró una gran debilidad política, corrupción moral, anuló la legislación antijudía para a continuación favorecer mucho a los hebreos. A pesar de ello, Witiza sufrió la sublevación de un tal Pelayo, hijo del Fafila que había muerto en sus manos por ser responsable de una anterior sublevación. Pues bien, parece que este Pelayo fue el caudillo e Covadonga, el primer caudillo o príncipe –no rey- de Asturias.

Según Albanés, el despotismo de Witiza hizo que el célebre Eudon (algún autor dice que seguramente hebreo) provocase una conjura, de modo que la nueva junta o senado creado pensó como rey en Rodrigo, nieto de Receswinto. En breve, en el año 710 murió Witiza, joven, con menos de 30 años. Dejó tres hijos: Akhila, Olmundo y Ardabastro. ¿Quién ocupará un trono ambicionado por los linajes o clanes? Según unos, la mayoría de los nobles legalizó el reinado de Rodrigo, y según otros –los que omiten la conjura de Eudon- la aristocracia rechazó los intentos de poner a Akhila, “y procedió a la designación de un sucesor a la corona, sistema raramente aplicado en la práctica, pero (…) legal” (Orlandis). A efectos prácticos era lo mismo. Ocupó el trono un nuevo rey, Rodrigo. Aunque este era, sin duda, el rey legítimo, sufrirá la sublevación de los seguidores de los hijos de Witiza, que se apoyarán en los islamitas (y hebreos, que habían sufrido la legislación y política hispano goda) para ser después conquistados por los guerreros del Islam. El clan witizano dirigido por los hermanos del difunto Witiza –don Oppas obispo de Sevilla y Sisberto arzobispo de Toledo- “no se resignará a su derrota y planeó la conquista del trono con ayuda extranjera” (Orlandis). No obstante, la ayuda exterior no era algo nuevo, pues Atanagildo había logrado ser rey con auxilio de Bizancio en el año 555, y Sisenando con apoyo del reino franco en el 631.

Al otro lado del estrecho, aunque todavía no alzado el poder musulmán, los witizanos podían apoyarse en los muslines. Por su parte, independientemente o de forma coordinada, también podían actuar los hebreos favorecidos por Witiza entre los no pocos hebreos expulsados de Hispania. Es ahora cuando entra en escena el conde don Julián, que introdujo a los musulmanes en España.

3. Las cuatro primeras expediciones

3.1. El misterioso Conde D. Julián


El llamado conde don Julián era -al parecer- de origen bizantino, aunque pudiera ser godo o tener otro origen. Recordemos que Bizancio estuvo presente en el Norte de África, desde Cartago a Ceuta, desde el s. VI. Don Julián –la leyenda le llamará “conde don Julián”- era tributario o “cliente” de Witiza. Existen relatos legendarios que nos refieren los ultrajes que recibió del rey don Rodrigo, de los que prescindimos además de no ser creíbles. Mandaba el presidio de Ceuta, que quizás fuese el refugio más perfecto para los witizanos ansiosos de la revancha contra Rodrigo. Fue el intermediario del grupo witizano. Pues bien, ¿de qué fue responsable ante la Historia el conde don Julián, si prescindimos de la fantástica reivindicación de don Julián por el novelista Juan Goytisolo (México, 1966)?

El conde entró en contacto con el gobernador árabe de la zona occidental de África del Norte, llamado Musa-ben-Nusayr, que buscaba consolidar el dominio musulmán en la zona de Magreb. Recordemos el escaso éxito que tuvo la religión islámica entre los beréberes. Musa residía en Trípoli, y tenía su segundo, un tal Tarik, gobernando el Magreb (Marruecos) con sede en Tánger.

Las primeras proposiciones de don Julián a Tarik inspiraron a los musulmanes serios recelos. A ello se añadía la gran dificultad de los musulmanes para cruzar el estrecho, debido al hecho de desconocer del arte de la navegación, a carecer de barcos, y a convertirse el Estrecho en un mar bravío por la confluencia de las aguas atlánticas y mediterráneas.

Don Julián quiso convencer a los musulmanes ofreciéndoles hechos y no sólo palabras. Así, hizo una expedición de sondeo dirigida contra la península, formada sólo por cristianos. Esta expedición regresó a Ceuta a finales de 709 con mucho botín y la importante información de la falta de resistencia visigoda. La noticia llegó a Musa y, después, al califa de Damasco. Interesa saber que el califa omeya estaba al tanto de estos asuntos. Los musulmanes mostraron suspicacias, además del temor del califa porque las recientes conquistas musulmanas todavía no se habían consolidado. Crecer en territorios y población sin consolidar la ocupación del lugar podía ser muy contraproducente.

Por parte musulmana todo eran suspicacias, incapacidades y temores, mientras que por parte de don Julián, los witizanos y los hebreos, todo era allanar caminos, dar apoyos, y mostrar facilidades de botín.

En efecto, los muslines no actuaban solos. Según Sánchez-Albornoz:

“Tariq y Muza contaron enseguida con dos formidables quintas columnas: los witizanos, que constituían una facción nobiliaria y poderosa, y los judíos, hasta allí perseguidos, y en tres años conquistaron raudos Hispania” (Sánchez-Albornoz, “El drama de la formación…”).

3.2. La expedición de contacto de Tarif

En julio de 710, un puñado de 400 hombres al mando de Tarif-ben-Malluk, que era un liberto, embarcaron en cuatro navíos proporcionados, al parecer y de nuevo, por el conde don Julián. Los 400 hombres se distribuían en 300 infantes y 100 caballeros. Desembarcaron en Tarifa, lugar que recibió el nombre del jefe musulmán. La expedición de saqueo (gazúa) fue un éxito, pues, sin encontrar resistencia alguna, se tomó un abundante botín, del que destacaban bellas mujeres. La codicia del desierto parecía insaciable: disminuyeron los recelos y los magrebíes decidieron emprender campañas más potentes, con idea incluso de intervenir en la península de una forma sólida y efectiva. La expedición fue de contacto y una tentativa exitosa.

3.3. Tarik y la expedición de Invasión. La Batalla de Guadalete (711-714)

Debido al botín recogido, Muza envió una nueva expedición de invasión y conquista. La dirigió un guerrero diferente al anterior: Tarik ben Ziyad (Tariq o Taric). Para unos autores era una persona de oscuro origen. Manuel Riu señala que era persa de Hamadán. Ello no impide que según el rabino Jacob S. Raisin, Tarik era “un judío de la Tribu de Simeón”, hijo de Cahena, converso al Islam. Tarik gobernaba Tánger a las órdenes de Musa. Debido al éxito de la anterior expedición, la nueva gazúa la componían las cuatro naves ya utilizadas, más otras nuevas, buscando con ellas mantener un tráfico fluido entre las dos columnas de Hércules, a ambos lados del estrecho. De nuevo intervino el conde don Julián para asesorar sobre el terreno y para aportar la colaboración de sus partidarios.

Según el rabino Raisin, la invasión de la España goda la realizaron “doce mil judíos y moros”. La expedición estuvo bien preparada porque aprovechó la ocasión de que el rey Rodrigo estaba muy ocupado combatiendo una rebelión al Norte de España, al parecer contra los vascones sublevados en Pamplona. Según R. C. Albanés, esta sublevación la promovió la comunidad hebrea de dicha Pompaelo.

¿La fecha de la invasión?: el 27-IV-711. La expedición llegó a Calpe, que luego se llamará Gibraltar (de Yabal Tarik o montaña de Tarik). Con la retaguardia en Gibraltar, Tarik se dirigió a la bahía de Algeciras, que llamarán “Isla Verde”. Como sólo tenía 7.000 hombres y todavía muchos recelos hacia la oferta de don Julián, debía tener precauciones. Entre dichos hombres había una gran mayoría de berberiscos y libertos, y sólo unos 50 árabes. Pensó ir a Sevilla, para lo cual solicitó refuerzos. A pesar de que su superior Musa le envió 5.000 beréberes –lo que indica que estaba muy comprometido-, y los witizanos le apoyaron fuertemente, estos 12.000 hombres todavía no eran suficientes para que Tarik tomase la iniciativa. Esto es significativo de la insuficiencia y escaso número de musulmanes llegados de África durante mucho tiempo, lo que refleja los graves errores de los hispanogodos.

A las dos o tres semanas de la invasión, la noticia llegó al monarca don Rodrigo. Conocedor de lo que ocurría en la Bética, el rey se trasladó con rapidez a Córdoba, donde organizó un ejército de 40.000 soldados. Una pregunta surge ahora: ¿es que el monarca visigodo era un simple sargento al ir de aquí para allá, en vez de tener un Ejército organizado con unos mandos capaces de todo?

Inicialmente, los musulmanes eran colaboradores de una insurrección witizana contra el rey legítimo que era Rodrigo. Pero pronto fue al revés. No obstante, las dudas de Tarik no eran infundadas debido a los escasos apoyos que recibían los witizanos por parte de la población. Como los refuerzos recibidos de África no eran tan elevados, y quizás porque los beréberes habían sido convertidos al Islam recientemente, Tarik solicitó ayuda por segunda vez.

Rodrigo, reunió en Córdoba a los nobles hispanogodos, y quizás pensó que la rapidez sería su mejor aliada, para que los refuerzos africanos no se uniesen con los witizanos de Sevilla. En Sevilla estaba don Oppas y en Toledo don Sisberto, con sus tropas, ambos arzobispos traidores y hermanos de Witiza.

La batalla de Guadalete.
Sánchez Albornoz ha estudiado con detalle la localización del lugar de la batalla y las primeras actuaciones de los invasores. El lugar de la batalla fue la orilla del río Guadalete (Wadi-Lakka), cerca de Arcos de la Frontera. Riu señala que fue a orillas del río Guadarranque, entre la Torre de Cartagena y Gibraltar. Los árabes hablan de cien mil cristianos, pero es una cifra exagerada para magnificar la victoria de los invasores. Tarik tenía unos 17.000 beréberes y africanos, a los que se sumaron los witizanos.

La batalla de Guadalete se desarrolló entre el 19 al 26 de julio, quizás el día 23. El factor decisivo fue la formación del Ejército de don Rodrigo, pues las alas estaban dirigidas por los partidarios de Akhila -hijo del difunto rey Witiza-, concretamente por los witizanos el arzobispo de Sevilla, don Oppas, y Sisberto, arzobispo de Toledo ya citados. La batalla duró dos días, con ventaja inicial para los visigodos debido a la caballería de la que carecían los berberiscos. Ahora bien, en el momento en el que los islamitas quisieron retroceder ya en lo más duro del combate, las alas del ejército con el arzobispo Oppas se retiraron y cambiaron sus armas de dueño, dejando solo a don Rodrigo en el centro del ataque general. Don Julián también estaba ahí. El rey visigodo fue incapaz de frenar el choque en condiciones tan desiguales, y fue derrotado.

Al parecer, Rodrigo murió en la batalla y su cadáver fue río abajo, pues se encontró a su caballo, sólo, junto a la orilla. Ahora bien, es posible que el cadáver no encontrado fuese recogido por los fieles o “gardingos” del séquito del rey, pues según la “Crónica Rotense” (s. IX), en la población portuguesa de Viseo se encontró un sepulcro con la inscripción: “Aquí yace Rodrigo, el último rey de los Godos” (Orlandis). Los restos del Ejército hispanogodo se retiraron hacia Córdoba. La derrota visigoda permitió a los musulmanes reforzar su caballería, facilitando su movilidad y haciendo posible la dispersión de sus tropas. Sin embargo, Tarik les persiguió, les dio alcance, y les derrotó de nuevo en Astiog (Écija). Como prueba de la traición de los witizanos, Sánchez-Albornoz cita, entre otros testimonios, el del Ibn al Qutiya -descendiente de Sara, nieta de Witiza-, quien dejó escrito con orgullo que sus abuelos habían traído consigo el Islam a la península.

Las cifras de las tropas de ambos bandos no son seguras. Hemos dicho que las fuentes islámicas citan 100.000 cristianos, y las cristianas un total de 187.000 enemigos del rey Rodrigo. Dichas fuentes no son creíbles. Ambas cifras son exageradísimas. Por su parte, Collins menciona 2.500 cristianos y 1.900 invasores. Lewis hace ascender el número a 33.000 y 12.000 respectivamente. Al fin, lo más probable es que fuesen 40.000 del rey Rodrigo frente a 25.000 musulmanes, witizanos y hebreos. Luego vino la traición en plena batalla, que ha quedado viva en el recuerdo de los españoles.

A continuación, Tarik dividió sus tropas en tres secciones. La primera sitió Córdoba, que fue ocupada antes del 20 de agosto. La segunda fue hacia Granada y Málaga, con el objeto de recibir el apoyo en nombre de los witizanos o bien que se rindiesen los rodriguistas leales. La tercera, con él al frente, se dirigió hacia Toledo, para impedir que los realistas se reorganizasen. Los signos de descomposición interna anteriores al 711 se mostraron a la luz. Incluso el arzobispo de Toledo, Sinderedo, abandonó la defensa del Reino y huyó a Roma. Muchos otros le imitaron. Este es un elemento más para hacernos cargo de la situación. El 11 de noviembre del 711 la fuerte capital del Reino hispano visigodo se rindió a la Media Luna porque los hebreos abrieron las puertas de la ciudad. Tarik encontró una gran parte del inmenso botín que el rey godo Alarico tomó cuando saqueó Roma hacía 300 años, antes de llegar a Francia.

La táctica de Tarik era evitar que los hispanogodos se agrupasen. Tenía que perseguirlos. En la rapidez estaba su éxito. Por eso, siguió hacia el Noroeste: Guadalajara, Osma, Castrogeriz y Amaya (al Norte de Palencia). Musa, desde la actual Libia, estaba al corriente de estos éxitos, pero la envidia le corroía. Tarik hacía su campaña, su guerra, se separaba de sus propias directrices, ganaba oro, y mostraba una espectacular empresa a los ojos del mundo conocido. ¿Qué directrices tenía Tarik? Tras Guadalete, Tarik debía detenerse a la espera de instrucciones. Pero él siguió adelante, hacia el Norte. Esto, además de una desobediencia a Musa, era imprudente porque se iba separando de sus bases y debilitando sus fuerzas. Desde luego, cualquier apoyo de la minoría judía era inestimable. De nuevo Tarik pidió tropas auxiliares a Musa. La política de Musa tenía que cambiar, pues inicialmente estaba encaminada a consolidar su posición en el Norte de África y ampliar sus dominios hacia en Atlántico, no hacia el Norte. Desde Amaya, Tarik fue a Astorga y de ahí se volvió a Toledo, agotado.

Según numerosos autores de origen musulmán, hebreo, y otros nada sospechosos de antisemitismo como Amador de los Ríos, o bien cristianos, los hebreos patrocinaron la invasión con hombres y dinero, con dirigentes; no pocos hebreos del norte de África entraron con los islamitas, los que estaban en Hispania abrieron las puertas de las principales ciudades (por ejemplo Toledo), y en todas partes aportaron piquetes de tropas y guarniciones para custodiar las ciudades que los islamitas no podían proteger. Seguramente los hebreos se consideraron vencedores. Esto continuó en tiempos de Musa. Ya hemos citado el motivo: la legislación de los Concilios de Toledo contraria a los judaizantes, y los cánones del XVII Concilio toledano, que fueron muy perjudiciales para los hebreos debido a la conspiración ocurrida contra la seguridad del Reino. Aunque apoyaron a los muslines, con el tiempo serán mal tratados por ellos al igual que los cristianos.

3.4. Expedición de conquista por Musa (712-714), “Pérdida y recuperación de España”

De nuevo estamos ante una expedición de conquista, pero también fue de consolidación. Musa organizó un ejército de alta calidad: no lo formaban beréberes sino 18.000 árabes, sirios y las nuevas aristocracias musulmanas. Era junio de 712. Casi un año de Guadalete. Musa llegó a Algeciras. El nuevo jefe quería plantear la campaña de una manera diferente a la de Tarik, para mostrar así que era él quien mandaba. De esta manera, se propuso consolidar su dominio sobre el Sur peninsular. Reconquistó Medina Sidonia, Alcalá de Guadaira y Carmona. El hecho que Medina Sidonia se hubiera perdido antes, significa que los hispano visigodos del lugar no querían entregarse. Llega a Sevilla, que puso una débil resistencia. La guarnición visigoda de Sevilla se retiró voluntariamente a la próxima región de Niebla, en la actual Jaén.

Musa puso la mirada en Mérida. Esta ciudad era una de las más importantes de Hispania por su raigambre, su población, su riqueza comercial, la pluralidad de gentes y su situación. Los principales partidarios del rey Rodrigo se habían refugiado en ella. Si Mérida aguantaba –y a ello estaban dispuestos sus jefes y su población-, los moros se detendrían y además verían cómo otras ciudades les podían imitar.

Mérida significó el primer descalabro de Musa. Esta ciudad aguantó desde los inicios del invierno de 712 hasta final de mes de junio de 713. Incluso Sevilla se sublevó. Musa envió a su hijo a sofocar la rebelión de Sevilla con gran dureza, lo que hizo, además de controlar los focos rebeldes de Niebla, Beja y Ossonoba, y dominar Andalucía hasta Murcia. Mientras Musa mantenía el sitio a Mérida, su hijo Adb-al-Aziz-ibn-Muza logró la capitulación del conde godo Teodomiro de Murcia, con capital en Orihuela, en abril de 713. Teodomiro fue sometido sin lucha y pactó con el islamita. En el pacto se reconoce a Tudmir ibn Gandaris (Teodomiro), a su familia y a la población de siete ciudades (Balantala, Elche, Iyih, Locant, Lorca, Mula, Oriola), la protección de Alá y su profeta, su libertad y la de sus gentes, y poder seguir siendo cristianos y conservar sus iglesias. A cambio, Teodomiro debería comunicar cualquier noticia que afectase a la seguridad de los musulmanes, y su pueblo debía abonar fuertes tributos, es decir, cada hombre un dinar, cuatro almudes de trigo, cuatro de cebada, cuatro medidas de vinagre, una medida de miel y otra de aceite, mientras que el esclavo abonaría la mitad de esto. Estos tributos eran muy fuertes. Dichas capitulaciones fueron revalidadas más adelante por el califa Marwan. Todo ello indica cierta autonomía en el “Estado” de Teodomiro, valorado por los historiadores de manera diferente (Valdeavellano, Ubieto, Sanchis y Guarner, Soldevila, Lacarra etc.). Esta autonomía más adelante se oscurecerá para de nuevo reaparecer cuando una de las divisiones administrativas del emirato independiente de Córdoba sea la cora o provincia de Teodomiro.

Mientras tanto, el sitio de Mérida se prolongaba, aunque fue ocupada el 30-VI-713. Estos éxitos, más el tesoro encontrado en Mérida, permitió a Musa llegar a Toledo para que Tarik le rindiera cuentas. La entrevista, realizada en Almaraz (el Encuentro), en la confluencia del Tiétar con el Tajo, fue turbulenta. Tarik fue humillado, siendo uno de los motivos de la ira de Musa la forma como este había repartido los tesoros.

Musa llegó a Toledo y aquí estuvo el invierno del 713 al 714. Desde la antigua capital hispanogoda, se encargó de dominar el sur de Hispania, informar al califa de Damasco, y darle cuenta de las abundantes riquezas.

Ya con el buen tiempo, pues los ejércitos lo necesitaban para las campañas, Musa y Tarik se dirigieron con éxito hacia Zaragoza (714) y Medinacelli, mientras el conde visigodo Casius (iniciará la familia Banu Quasi de Tudela), que gobernaba Borja y Tarazona, apostató al convertirse al Islam para conservar su gobierno. En Zaragoza, Musa recibió un primer mensaje del califa para que viajase a Damasco. No se sabe a ciencia cierta cómo Musa ocupó Cataluña, pues discrepan la Crónica del Moro Rasis y las investigaciones de los historiadores Claudio Sánchez-Albornoz y de Abadal.

En realidad, en Cataluña gobernaba uno de los hijos de Witiza, Akhila, que era un firme aliado de los musulmanes. Ya no sabemos si ellos eran aliados de aquel o, más bien, aquel de ellos. El hecho es que Akhila y sus hermanos, Olmondo y Ardabastro, estaban en Damasco, “negociando con el califa las condiciones de un acuerdo que les permitiera mantener en España la situación de privilegio que ansiaban y que les indujo a buscar el apoyo árabe” (Luis V. Díaz Martín). Asegurada Cataluña por Musa debido a no temer nada de este lugar, y además sin llegar a ocuparla –salvo Tarragona-, se dirigió al Oeste: hacia Bribiesca y Astorga. Se discute su Musa entró en Asturias; Sánchez Albornoz afirma que pudo enviar una pequeña tropa pero sin consecuencias. Ya estaban por aquí los partidarios de Rodrigo. De Astorga, fue a Galicia, logrando la conquista de la fortificada ciudad de Lugo como límite Norte máximo de su expansión por la península. 

Estando en Lugo, Musa recibe un segundo mensaje del califa para que viajase a Damasco. Después de dejar todo bien seguro, y a su hijo Abd al-Aziz al cargo de Sevilla en calidad de gobernador (amir), Musa, acompañado de Tarik, fue a Damasco, poco antes del fallecimiento del califa al-Walid. La llegada a Damasco se realizó con mucho botín y hasta 30.000 prisioneros (Riu). El nuevo califa, Sulayman, dejó de lado a Musa, quien al pronto falleció en el más completo olvido. 

No sólo interesa la rápida conquista de Hispania, sino que a pesar de la debilidad musulmana los hispanogodos no se rebelaron. Aceptaron de hecho la situación. Divididos entre witizanos y rodriguistas, sin verdaderas élites y sin rey, no sólo fueron vencidos sino que fueron derrotados por decadentes. Una parte de los visigodos, los witizanos, se habían entregado al vencedor, aunque inicialmente creían que iban a servirse del musulmán. Esperaban su recompensa, que no fue el trono sino los 3.000 fundos patrimoniales del rey visigodo. Así, “A la traición de los hijos y fieles de Witiza siguió la de los generales vencedores. En lugar de entregar el reino a quienes les habían llamado y auxiliado, proclamaron la soberanía del califa de Damasco” (Sánchez-Albornoz, “El drama de la formación…”). 

Pero no toda Hispania estaba ocupada por los musulmanes: sólo había en ella un reducido ejército islamita y en lugares concretos. Sobre todo había sumisión en muchos gobernadores territoriales, entre ellos Teodomiro de Murcia y Casio del Alto Ebro. En muchas zonas, sobre todo las rurales –la población por entonces era predominantemente rural- la presencia musulmana era escasísima. En muchas ciudades y fortificaciones los efectivos islamitas no eran suficientes. Las élites visigodas y los obispos hispano visigodos parece que habían desaparecido. Los witizanos podían haber abandonado a los musulmanes, aunque los hebreos quizás siguiesen apoyando a estos últimos. Los musulmanes junto con los hebreos no eran más poderosos que los hispano visigodos unidos. En absoluto. Hubo resistencias locales o parciales, pero fracasaron por la desunión; muy diferente se hubiera escrito la historia si los hispanogodos hubiesen presentado batalla todos juntos. Por otra parte, y como aporte demográfico, a mediados del siglo VIII “no sobrepasarían la cifra de treinta mil las gentes llegadas a las playas hispanas desde el otro lado del Mediterráneo (Sánchez-Albornoz). Según Riu, cuando en el 741, con ocasión del alzamiento de los beréberes contra los árabes, lleguen entre 7.000 y 12.000 sirios, el total de musulmanes llegan a Hispania oscilaría entre los 21.000 y 36.000 islamitas, que estaban establecidos al sur y conservaron su agrupación por tribus, distribuidas por distritos militarizados. Otros autores señalan 35.000 invasores, procedentes de los 17.000 de Tarik y 18.000 de Musa. Una vez repuestos de la sorpresa de la invasión, y debido a las posteriores guerras civiles entre los musulmanes, los cristianos hubieran podido expulsar en poco tiempo a los islamitas. Ahora bien, una vez perdidas las diversas ocasiones, fue la fundación del dominio Omeya independiente en Hispania lo que perdió la península para los cristianos, exigiéndoles una costosa reconquista.

Es muy posible que la vida ordinaria de campesinos, artesanos y pequeños comerciantes hubiese seguido igual que antes, que la Iglesia mantuviese intacto su ministerio y su organización, y que los jefes anteriores mantuviesen sus puestos aunque subordinados a los islamitas. Quizás los witizanos, sin reconocimiento alguno por parte de los invasores, considerasen reyes a los hijos de Witiza, pues una crónica mozárabe señala los nombres de “Achila regnavit annos III, Ardobastus regnavit annos VI”. No obstante, al no serles reconocido poder político alguno por los islamitas, los sucesores de Witiza se fusionaron con la aristocracia árabe. 

Muchos nobles visigodos se habían rendido a los musulmanes, que ocuparon la península más por capitulación y pacto que por victoria militar. Estos nobles siguieron gobernando sus territorios. A unos se les exigía la sumisión completa a las autoridades musulmanas por haber opuesto alguna resistencia (capitulación), como hacían los romanos con las ciudades estipendiarias. A otros, los gobernadores los musulmanes les reconocían cierta autonomía política mediante pacto, como es el caso de Teodomiro. Algunos nobles no tuvieron reparo en islamizarse como el citado conde Casius del Ebro. En ambos casos, los cristianos podrían seguir siéndolo siempre que pagasen el impuesto de capitación (yizya), es decir, un impuesto personal o per capita, así como el tributo de la contribución territorial (jaray). Estos tributos eran muy onerosos para muchos pobladores y “seguidores del Libro” en la península. Esta era la proclamada tolerancia hacia los cristianos. Añadamos a ello las persecuciones en Córdoba (San Eulogio, s. IX) y otros lugares. Muchos siervos y colonos que estaban bajo la jurisdicción pre-feudal de un señor visigodo, ahora cambiarán de señor y será un musulmán, lo que no significo “una renovación general de la agricultura, ni del sistema de propiedad agraria” (Riu). 

El hijo de Musa se dedicó a una labor de pacificación. Se acercó a los seguidores de don Rodrigo, y quizás se casase con la viuda de Rodrigo, llamada Ailo o Egilona. Temeroso el califa del acercamiento del hijo de Musa a los vencidos, en marzo de 716 ordenó su decapitación. Esto indica que todo lo ocurrido en España interesaba directamente al califa. Quizás fuese el momento de la rebelión, pero ningún hispanogodo se movió. 

Del 716 al 719, el nuevo gobernador al-Hurr puso en práctica el acuerdo firmado entre el califa de Damasco y los hijos de Witiza. Estos renunciaban al título de rey, de manera que toda la península estaba bajo el poder del califa. También renunciaban a cargo y rango alguno independiente o al margen del dominio musulmán. A cambio de ello, el califa les reconocía la propiedad de tres mil fundos, que eran los bienes patrimoniales de la corona visigótica. Sin embargo, la nobleza de Cataluña y Septimania no aceptó la renuncia de Akhila, hijo de Witiza, y nombró como rey a Ardón, que fue el último monarca godo. Este rey estableció su capital en Narbona, hasta que el emir al-Samh conquiste esta ciudad (720). Hemos dicho que en Hispania aún quedaba al Islam mucho territorio y población por dominar, a lo que añadía el hecho que los musulmanes preferían la conquista de otras tierras para tomar botín, al esfuerzo de asentarse, trabajar y consolidarse en la península. El Islam penetró en las Galias, por Aquitania en el año 721, Provenza, Borgoña (725) y Gascuña (Poitiers, 732), pero fracasó. Súmese a esto las guerras civiles entre los árabes, sirios y beréberes en la Hispania dominada.

Más adelante, el dominio islamita de la península oscurecerá la presencia de los cristianos en ella, a pesar de la resistencia de san Eulogio y otros muchos en Córdoba y otros lugares. Los hebreos no seguirán mejor suerte, a pesar del apoyo prestado a los islamitas durante la invasión. 

Resistencia y triunfo de Covadonga de los cristianos. El Islam fracasó en Poitiers (732) y en Covadonga (722). Pelayo no fue un invento posterior, sino que existió. Hay que decir esto ante algunos intencionados escritores amigos de la negación. Al parecer, fue hijo del tal Fafila ya mencionado, gobernador de Tuy, muerto por Witiza por una conspiración. De ahí que Pelayo pudiera ser partidario del rey Rodrigo. También pudo ser un “espatiario” o miembro de la guardia real de Toledo. Eso sí, era noble de origen, pues de otra manera no hubiera tenido poder de convocatoria entre los refugiados godos, ni hubiera sido un jefe indiscutido. Al parecer, inicialmente colaboró con Munuza, gobernador islamita de Gijón, y luego fue a Córdoba de donde se escapó. Su oposición a los musulmanes no fue casual, sino intencionada. Las circunstancias la hicieron posible, y hasta le pudo mover el hecho de que el gobernador de Gijón había incluido a su hermana en su harén. Perseguido por Munuza, Pelayo se propuso levantarse contra la dominación musulmana. Muchos cristianos habían huido a Asturias, lo que explica que al llegar los islamitas a varias ciudades estas estuviesen desiertas. 

En 718 había un foco de inquietud en Asturias, mientras los islamitas estaban en Cataluña y la Septimania. Covadonga no fue un invento posterior, sino que también existió. Hubo combate. En 722 los islamitas hicieron retroceder a Pelayo, para luego enviar un destacamento que, como ha demostrado Sánchez-Albornoz, fue derrotado en Covadonga -“Cova Dominica”- el 28-V-722. (Hace 1.289 años… y ¡todavía seguimos hablando de este magno hecho!). El metropolitano de Toledo, esto es, el witizano don Oppas que de nuevo aparece en escena, iba en la expedición del Islam “con la intención de convencer a los insurrectos de lo insensato de su tentativa, (y) es hecho prisionero” (Díaz Martín). Aunque en la escaramuza de Covadonga sólo fue vencida la vanguardia o un destacamento de las tropas de Munuza, esta victoria se convirtió en un símbolo y en una gran gesta. Las cifras de mil cristianos contra veinte mil musulmanes son fantásticas. La proyección moral del hecho fue incalculable. Según Díaz Martín:

 

“los restos de la vanguardia que, después del choque, huían, se despeñaron o se ahogaron en las agrestes tierras de los Picos de Europa; el resto del ejército, con el que Munuza, temeroso, abandonaba la región, fue sorprendido por los astures en Olalies”.

 

Años después, es probable que Pelayo tuviese una “decidida voluntad de mantener una postura hostil frente a los invasores”, lo que se consolidará más adelante. Cuando Pelayo muera en 737, le sucederá su hijo Favila o Fafila “como si de un rey godo se tratara”. Según varios historiadores, sería alzado al estilo godo, por el pequeño ejército que era el pueblo armado. Diez años después de la victoria de Covadonga, el ejército franco derrotó a los musulmanes en Poitiers (732). Dos batallas decisivas: Covadonga fue una brillante escaramuza con una proyección de 800 años… hasta hoy, y Poitiers fue una gran batalla que dejó en manos de los hispanos la expulsión de los islamitas del resto de la Cristiandad. Y lo hicieron en la forja del espíritu. En las Navas de Tolosa de 1212 la Cruzada en Hispania se convertirá en Cruzada de toda la Cristiandad. El peligro almohade era muy grave, límite. Y los cristianos cumplieron con creces. Para la toma de Granada en 1492, España ya estaba formada, a la espera del ingreso de Navarra como Reino “por si” en 1513 y 1515, la que ya estaba en alma como lo demostró Sancho VII el Fuerte en las Navas de Tolosa trescientos años antes.
Al terminar el siglo XV: “Pronto iba a resucitar el clima bélico y religioso tradicional de nuestra Edad Media y, por él dominados, íbamos a enfrentar las tormentas de la Modernidad” (Sánchez Albornoz). De nuevo para el homo hispanicus, “Donde una puerta se cierra otra se abre”: mantener y recobrar la Cristiandad, vencer al Turco en Lepanto, conquistar Túnez, y descubrir y civilizar América dando todo un continente, la inmensidad de América y Filipinas, a la Iglesia y la civilización cristiana.

 


Fuentes:

  1. Cristianas: Chronicon Moissiacense (s. IX), Chronicón de Isidoro Pacense, Crónica de Alfonso III, De Rebus Hispaniae del arzobispo Rodericus Toletanus (Rodrigo de Toledo) (s. XIII), Chronicon del obispo Lucas Tudensis (Lucas de Tuy) (Era 733), Cristiano anónimo mozárabe (754), Ximénez de Rada; Chronicon Sebastián de Salamanca,

  2. Musulmanas: Ibn al-Athir, Crónica El Kamel; Al – Himiyari; Al-Nuwayri, Historia de los musulmanes de España y África, escrita hacia 1320; Al-Makkari; Abjar Machmua, Crónica anónima del s. XI; Crónica anónima de Abderramán III, escrita hacia 1010; Fath Al-Andalus; Ibn – Khaldoun (s. XIV), Historia de los berberes ; Ibn abd-Hakam, Historia de la conquista del al-Andalus; Abdalá, las “Memorias del último rey zirí de Granada, escritas hacia 1095, editadas por Lévi-Provençal y E. García Gómez en 1980; Isa Ben Ahamad al Razí, Anales palatinos del califa Alhakam II, escritos hacia 990; Sa’id al-Andalusí, Libro de las categorías de las naciones, escrito hacia 1070.

 

Bibliografía:

Además de autores como A. Ballesteros Beretta, Lacarra, J. Mª. Font-Ruis, Emilio García Gómez, Z. García Villada, García Tolsá, Ramón Menéndez-Pidal, Sanchis y Guarner, Soldevila, Antonio Ubieto, Luis G. de Valdeavellano, Historia de España, José Vicens Vives, Lévi-Provençal, citemos los siguientes:

  1. ALBANÉS, Ricardo, Los judíos a través de los siglos, México, 1939

  2. AMADOR DE LOS RÍOS, José, Historia de los judíos de España y Portugal, Madrid, 1875.

  3. DÍAZ MARTÍN, Luis Vicente, “Constitución de la Monarquía asturiana (711-822)”, en Historia General de España y América, Madrid, Rialp, tomo III: El fallido intento de un Estado hispánico musulmán (711-1085), 1991, 658 pp., p. 3-38.

  4. DOZY Reinhart, Histoire des musulman d’Espagne, Leiden, 1932.

  5. Enciclopedia judaica castellana, México, 1948, 4 vols.

  6. GARCÍA MORENO, L. A., El fin del Reino visigodo de Toledo, Madrid, 1975

  7. MARIANA, Juan de, Historia General de España, diferentes ediciones.

  8. MARQUÉS DE LOZOYA, Historia de España, Barcelona, Salvat, v. I, 1977, 434 pp., pág. 217-238.

  9. MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles. Las ediciones son numerosas.

  10. ORLANDIS, José, Historia de España. La España visigótica, Madrid, Gredos, 1977, 331 pp. Las citas recogidas en estas páginas, proceden del anterior libro de síntesis. ÍDEM. El poder real y la sucesión al trono en la monarquía visigoda, El cristianismo en la España visigoda etc.

  11. RIU, Manuel, Lecciones de Historia medieval, Barcelona, Ed. Teide, 4ª ed. actualizada 1975, 686 pp.

  12. SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Claudio, Orígenes de la Nación española. Estudios críticos sobre la Historia del reino de Asturias, Oviedo, Tomo I, 1972-1975; España, un enigma histórico, Barcelona, EDHASA, 1977, 2 vols., vid. Tomo I, 720 pp.; El drama de la formación de España y los españoles, Madrid, 2003, 67 pp.; “El Senatus visigodo. Don Rodrigo rey legítimo de España, Rev. “Cuadernos de Historia de España” (CHE), VI (1946), p. 5-99; “Otra vez Guadalete y Covadonga”, CHE, I y II (1944) p. 11-114; “Dónde y cuándo murió don Rodrigo, último Rey de los Godos”, CHE, III (1945), p. 5-105.

  13. También pueden añadirse los historiadores hebreos Graetz, Learssi, Kastein, Pessin, Sachar, Raisin, que explican el apoyo de los judíos a los musulmanes durante la invasión.

·- ·-· -······-·
José Fermín Garralda Arizcun

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mardi, 25 septembre 2012

Aux sources du parti conservateur

Jean-Gilles MALLIARAKIS:

Aux sources du parti conservateur

Ex: http://www.insolent.fr/

120919Comme dans bien d'autres pays, la droite en Angleterre a été amenée, plusieurs fois dans son Histoire, à devoir renaître de ses cendres. Particularité de la vie politique d'outre Manche, depuis le XVIIIe siècle ce fut le même parti, les "tories" étant devenus officiellement "parti conservateur", qui sut opérer en son sein le renouvellement nécessaire.

Cette droite avait su se maintenir face aux "whigs", organisateurs de la Glorieuse Révolution de 1688, puis de l'arrivée de la dynastie de Hanovre en 1714. Elle avait su faire face à ces adversaires "de gauche", qui dominèrent le parlement et le gouvernement tout au long du XVIIIe siècle. Et elle les a aujourd'hui encore surclassés.

Agréablement traduit, et réédité par les peines et soins des Éditions du Trident, le roman de Disraëli "Coningsby" nous en livre le secret.

Le rejet des horreurs de ce que nous appelons jacobinisme a toujours joué, à cet égard, le rôle central.

Cependant on doit mesurer d'abord, que les forces qui, en Grande Bretagne se sont opposées à la Révolution française, ne venaient pas toutes du conservatisme "officiel" et "historique".

Deux exemples l'illustrent. Leurs noms sont relativement connus, de ce côté-ci de la Manche, leur histoire l'est un peu moins.

Ainsi Edmund Burke (1729-1797) avait-il pris conscience, dès les journées d'octobre 1789, de la nature inacceptable de ce qui s'installait à Paris. Dans ses "Réflexions sur la révolution de France", publiées en 1790 (1)⇓ il dénonce avec lucidité la logique implacable des événements.

Or, il avait siégé aux Communes depuis 1765 en tant que "whig". Il avait soutenu les "insurgents" américains, etc. Il ne rompra officiellement avec son parti, dont il refuse les subsides, qu'en juin 1791. Dès lors, ce "vieux-whig" sera considéré plus tard comme le doctrinaire par excellence du conservatisme.

De même William Pitt "le Jeune", est présenté aujourd'hui, jusque sur le site officiel du 10 Downing Street, sous l'étiquette "tory". Mais celui qu'en France nous l'appelons "le second Pitt" était lui-même le fils d'un chef de gouvernement whig, William Pitt dit "l'Ancien". À son tour il devint Premier ministre sous le règne de George III, de 1782 à 1801, puis de 1804 à 1806. La mémoire républicaine l'exècre comme l'ennemi par excellence. La propagande des hommes de la Terreur désignait tous ses adversaires comme agents de "Pitt et Cobourg". (2)⇓

En fait il n'entra dans le conflit que contraint et forcé. Au départ, au cours des années 1780, cet adepte d'Adam Smith (3)⇓ poursuivait le but d'assainir les finances et de développer l'économie du pays. Quand il rompit avec la France révolutionnaire, le cabinet de Londres pensait que le conflit serait rapidement liquidé. On n'imaginait pas qu'il durerait plus de 20 ans.

Ainsi Pitt fut contraint à la guerre à partir de 1793 et la mena jusqu'à sa mort. Une partie de l'opinion anglaise, et particulièrement les "whigs" avaient applaudi aux événements de 1789. Mais c'est au lendemain de la mort du Roi que l'ensemble de l'opinion comprit que les accords resteraient impossibles avec les forces barbares qui s'étaient emparées du royaume des Lys. Dès le 24 janvier 1793, l'ambassadeur officieux (4)⇓ de la République est expulsé.

Voici donc un adversaire irréductible (5)⇓ de la Révolution française : doit-on le considérer comme un conservateur ? Le terme peut paraître encore prématuré. Et Jacques Chastenet souligne même que jamais au cours de sa carrière William Pitt ne s'est déclaré "tory". (6)⇓

Après 1815 les forces de droite s'étaient agrégées autour du vainqueur militaire de Napoléon (7)⇓ à Waterloo, Arthur de Wellesley devenu duc de Wellington. Son nom rassembleur tient lieu de programme. (8)⇓

Or, à partir des années 1830 tout change. Wellington ne reviendra plus, que d'une manière très brève, qui se traduira par un échec. Car quand, laminés en 1832 les tories tentent en 1834 un nouveau "manifeste" [Disraëli qualifie celui-ci de "Manifeste sans principes"], ils vont certes réapparaître techniquement, du seul fait de l'incompétence des whigs. Robert Peel pourra former un gouvernement minoritaire avec l'appui du roi. Mais la "Nouvelle Génération", [c'est le thème de "Coningsby"] cette "Jeune Angleterre" dont Disraëli et son ami Georges Smythe apparaîtront alors comme les figures de proue, considère, et le programme de 1834, et Robert Peele, lui-même comme dénués de principes et voués à l'échec.

Voici comment il les décrit :

"Cet homme politique éminent [Robert Peel] s’était malheureusement identifié, au début de sa carrière, avec un groupe qui, s’affublant du nom de tory, poursuivait une politique sans principes ou dont les principes s’opposaient radicalement à ceux qui guidèrent toujours les grands chefs de cet illustre et historique mouvement. Les principaux membres de cette confédération officielle ne se distinguaient par aucune des qualités propres à un homme d’État, par aucun des dons divins qui gouvernent les assemblées et mènent les conseils. Ils ne possédaient ni les qualités de l’orateur, ni les pensées profondes, ni l’aptitude aux trouvailles heureuses, ni la pénétration et la sagacité de l’esprit. Leurs vues politiques étaient pauvres et limitées. Toute leur énergie, ils la consacraient à s’efforcer d’acquérir une connaissance des affaires étrangères qui demeura pourtant inexacte et confuse ; ils étaient aussi mal documentés sur l’état réel de leur propre pays que les sauvages le sont sur la probabilité d’une éclipse." (9)⇓

[Il s'agit de la droite anglaise d'alors, qu'alliez-vous croire ?]

Jusque-là les deux partis dominants avaient représenté des factions parlementaires, elles-mêmes issues des forces sociales qui contrôlaient les sièges, en particulier ceux des "bourgs pourris. Au total 300 000 électeurs désignaient le parlement. Les Lords dominaient les Communes. Sans évoluer immédiatement vers le suffrage universel la réforme avait supprimé les circonscriptions fictives. Multipliant par trois le nombre des votants, elle allait permettre aux représentants des villes de submerger les défenseurs traditionnels de la propriété foncière et de la campagne anglaise.

Ceux-ci allient donc devoir combattre sous de nouvelles couleurs, en s'alliant avec de nouvelles forces. On peut dire qu'en grande partie Disraëli les ré-inventa. Exprimant ses idées dans des romans, ce vrai fondateur de la droite anglaise conte cette aventure dans ce "Coningsby".

Beaucoup de traits de cette société peuvent paraître désuets. On les découvre dès lors avec une pointe de nostalgie. Mais, une fois dégagé de cet aspect pittoresque et charmant, tout le reste s'en révèle furieusement actuel. Nous laissons à nos lecteurs le soin de le découvrir.

JG Malliarakis
        
Apostilles

  1. Traduites en France ses "Réflexions sur la révolution de France" sont disponibles en collection Pluriel.
  2. Cobourg : il s'agissait du prince Frédéric de Saxe-Cobourg-Saalfeld (1737-1815), général au service du Saint-Empire.
  3. Écrite dans les années 1760, son "Enquête sur la nature et les causes de la Richesse des nations" fut publiée en Angleterre en 1776.
  4. Le roi ne voulait pas reconnaître le régime institué à Paris par le coup de force républicain de septembre 1792. Mais les dirigeants révolutionnaires n'étaient en guerre, au départ, qu'avec l'Empire, "le roi de Bohème et de Hongrie". À Londres se trouvait un ambassadeur, assez maladroit, le jeune François-Bernard de Chauvelin (1766-1832) qui venait d'être nommé par le gouvernement de Louis XVI.
  5. Il la combattra en effet jusqu'à sa mort en 1806. La Paix d'Amiens de 1802 ne fut qu'un intermède (mal négocié) sous le gouvernement Addington (1801-1804) quand Pitt, partisan du droit de vote des catholiques irlandais fut contraint de donner sa démission au roi George III.
  6. cf. Jacques Chastenet "William Pitt" Fayard 1942. On lira avec plaisir de cet auteur oublié mais de qualité son "Wellington" et son "Siècle de Victoria".
  7. Le vrai vainqueur politique de Napoléon avait été lord Castlereagh, ministre des Affaires étrangères, organisateur et financier de la sixième coalition, puis personnage central du congrès de Vienne de 1814-1815.
  8. À la gloire militaire près, le parallèle avec le gaullisme ne manque pas de pertinence. "Le Duc"... "Le Général"...
  9. cf. "Coningsby ou la Nouvelle Génération" page 89. Les lecteurs de L'Insolent peuvent se le procurer, en le commandant
    - directement sur le site des Éditions du Trident
    - ou par correspondance en adressant un chèque de 29 euros aux Éditions du Trident 39 rue du Cherche Midi 75006 Paris
    - votre libraire peut le commander par fax au 01 47 63 32 04. - téléphone :06 72 87 31 59- courriel  : ed.trident @ europelibre.com

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samedi, 22 septembre 2012

Revolutionary Sikh: The Last Words of Udham Singh

Revolutionary Sikh: The Last Words of Udham Singh

Who Was Udham Singh?

164841.jpgUdham Singh, a revolutionary nationalist, was born Sher Singh on 26 December 1899, at Sunam, in the then princely state of Patiala. His father, Tahal Singh, was at that time working as a watchman on a railway crossing in the neighbouring village of Upall. Sher Singh lost his parents before he was seven years and was admitted along with his brother Mukta Singh to the Central Khalsa Orphanage at Amritsar on 24 October 1907. As both brothers were administered the Sikh initiatory rites at the Orphanage, they received new names, Sher Singh becoming Udham Singh and Mukta Singh Sadhu Singh. In 1917, Udham Singh’s brother also died, leaving him alone in the world.

Udham Singh left the Orphanage after passing the matriculation examination in 1918. He was present in the Jallianvala Bag on the fateful Baisakhi day, 13 April 1919, when a peaceful assembly of people was fired upon by General Reginald Edward Harry Dyer, killing over one thousand people. The event which Udham Singh used to recall with anger and sorrow, turned him to the path of revolution. Soon after, he left India and went to the United States of America. He felt thrilled to learn about the militant activities of the Babar Akalis in the early 1920′s, and returned home. He had secretly brought with him some revolvers and was arrested by the police in Amritsar, and sentenced to four years imprisonment under the Arms Act. On release in 1931, he returned to his native Sunam, but harassed by the local police, he once again returned to Amritsar and opened a shop as a signboard painter, assuming the name of Ram Muhammad Singh Azad. This name, which he was to use later in England, was adopted to emphasize the unity of all the religious communities in India in their struggle for political freedom.

Udham Singh was deeply influenced by the activities of Bhagat Singh and his revolutionary group. In 1935, when he was on a visit to Kashmlr, he was found carrying Bhagat Singh’s portrait. He invariably referred to him as his guru. He loved to sing political songs, and was very fond of Ram Prasad Bismal, who was the leading poet of the revolutionaries. After staying for some months in Kashmlr, Udham Singh left India. He wandered about the continent for some time, and reached England by the mid-thirties. He was on the lookout for an opportunity to avenge the Jalliavala Bagh tragedy. The long-waited moment at last came on 13 March 1940. On that day, at 4.30 p.m. in the Caxton Hall, London, where a meeting of the East India Association was being held in conjunction with the Royal Central Asian Society, Udham Singh fired five to six shots from his pistol at Sir Michael O’Dwyer, who was governor of the Punjab when the Amritsar massacre had taken place. O’Dwyer was hit twice and fell to the ground dead and Lord Zetland, the Secretary of State for India, who was presiding over the meeting was injured. Udham Singh was overpowered with a smoking revolver. He in fact made no attempt to escape and continued saying that he had done his duty by his country.

On 1 April 1940, Udham Singh was formally charged with the murder of Sir Michael O’Dwyer. On 4 June 1940, he was committed to trial, at the Central Criminal Court, Old Bailey, before Justice Atkinson, who sentenced him to death. An appeal was filed on his behalf which was dismissed on 15 July 1940. On 31 July 1940, Udham Singh was hanged in Pentonville Prison in London.

Udham Singh was essentially a man of action and save his statement before the judge at his trial, there was no writing from his pen available to historians. Recently, letters written by him to Shiv Singh Jauhal during his days in prison after the shooting of Sir Michael O’Dwyer have been discovered and published. These letters show him as a man of great courage, with a sense of humor. He called himself a guest of His Majesty King George, and he looked upon death as a bride he was going to wed. By remaining cheerful to the last and going joyfully to the gallows, he followed the example of Bhagat Singh who had been his beau ideal. During the trial, Udham Singh had made a request that his ashes be sent back to his country, but this was not allowed. In 1975, however, the Government of India, at the instance of the Punjab Government, finally succeeded in bringing his ashes home. Lakhs of people gathered on the occasion to pay homage to his memory.

The Last Words of Udham Singh

On the 31st July, 1940, Udham Singh was hanged at Pentonville jail, London. On the 4th of June in the same year he had been arraigned before Mr. Justice Atkinson at the Central Criminal Court, the Old Bailey. Udham Singh was charged with the murder of Sir Michael O’Dwyer, the former Lieutenant-Governor of the Punjab who had approved of the action of Brigadier-General R.E.H. Dyer at Jallianwala Bagh, Amritsar on April 13, 1919, which had resulted in the massacre of hundreds of men, women and children and left over 1,000 wounded during the course of a peaceful political meeting. The assassination of O’Dwyer took place at the Caxton Hall, Westminster. The trial of Udham Singh lasted for two days, he was found guilty and was given the death sentence. On the 15th July, 1940, the Court of Criminal Appeal heard and dismissed the appeal of Udham Singh against the death sentence.

Prior to passing the sentence Mr. Justice Atkinson asked Udham Singh whether he had anything to say. Replying in the affirmative he began to read from prepared notes. The judge repeatedly interrupted Udham Singh and ordered the press not to report the statement. Both in Britain and India the government made strenuous efforts to ensure that the minimum publicity was given to the trial. Reuters were approached for this purpose.

The father of Udham Singh, Tehl Singh, was born into a poor peasant family and worked as a Railway Gate Keeper at the railway level crossing at Village Uppali. Udham Singh was born on 28th December, 1899 at Sanam, Sangrur District, Punjab. After the death of his father Udham Singh was brought up in a Sikh orphanage in Amritsar. The massacre at Jallianwala Bagh in 1919 was deeply engraved in the mind of the future martyr. At the age of 16 years Udham Singh defied the curfew and was wounded in the course of retrieving the body of the husband of one Rattan Devi in the aftermath of the slaughter. Subsequently Udham Singh travelled abroad in Africa, the United States and Europe. Over the years he met Lala Lajpat Rai, Kishen Singh and Bhagat Singh, whom he considered his guru and ‘his best friend’. In 1927 Udham Singh was arrested in Amritsar under the Arms Act. The impact of the Russian revolution on him is indicated by the fact that amongst the revolutionary tracts found by the raiding party was Rusi Ghaddar Gian Samachar. After serving his sentence and visiting his home town, Udham Singh resumed, his travels abroad. If it was the Jallianwala Bagh massacre which provided the turning point of his life which led him to avenge the dead, it was Bhagat Singh who provided him with the inspiration to pursue the path of revolutionary struggle.

Echoes of Kartar Singh Sarabha and Bhagat Singh may be found in the words of Udham Singh in the wake of the assassination of O’Dwyer.

‘I don’t care, I don’t mind dying. What Is the use of waiting till you get old? This Is no good. You want to die when you are young. That is good, that Is what I am doing’.

After a pause he added:

‘I am dying for my country’.

In a statement given on March 13th, 1940 be said:

‘I just shot to make protest. I have seen people starving In India under British Imperialism. I done it, the pistol went off three or four times. I am not sorry for protesting. It was my duty to do so. Put some more. Just for the sake of my country to protest. I do not mind my sentence. Ten, twenty, or fifty years or to be hanged. I done my duty.’

In a letter from Brixton Prison of 30th March, 1940, Udham Singh refers to Bhagat Singh in the following terms:

‘I never afraid of dying so soon I will be getting married with execution. I am not sorry as I am a soldier of my country it is since 10 years when my friend has left me behind and I am sure after my death I will see him as he is waiting for me it was 23rd and I hope they will hang me on the same date as he was.’

The British courts were able to silence for long the last words of Udham Singh. At last the speech has been released from the British Public Records Office.

Shorthand notes of the Statement made by Udham Singh after the Judge had asked him if he had anything to say as to why sentence should not be passed upon him according to Law.

Facing the Judge, he exclaimed, ‘I say down with British Imperialism. You say India do not have peace. We have only slavery. Generations of so called civilization has brought for us everything filthy and degenerating known to the human race. All you have to do is read your own history. If you have any human decency about you, you should die with shame. The brutality and bloodthirsty way in which the so called intellectuals who call themselves rulers of civilization in the world are of bastard blood…’

MR. JUSTICE ATKINSON: I am not going to listen to a political speech. If you have anything relevant to say about this case say it.

UDHAM SINGH: I have to say this. I wanted to protest.

The accused brandished the sheaf of papers from which he had been reading.

THE JUDGE: Is it in English?

UDHAM SINGH: You can understand what I am reading now.

THE JUDGE: I will understand much more if you give it to me to read.

UDHAM SINGH: I want the jury, I want the whole lot to hear it.

Mr. G.B. McClure (Prosecuting) reminded the Judge that under Section 6 of the Emergency Powers Act he could direct that Udham Singh’s speech be not reported or that it could be heard in camera.

THE JUDGE (to the accused): You may take it that nothing will be published of what you say. You must speak to the point. Now go on.

UDHAM SINGH: I am protesting. This is what I mean. I am quite innocent about that address. The jury were misled about that address. I am going to read this now.

THE JUDGE: Well, go on.

While the accused was perusing the papers, the Judge reminded him ‘You are only to say why sentence should not be passed according to law.’

UDHAM SINGH (shouting): ‘I do not care about sentence of death. It means nothing at all. I do not care about dying or anything. I do not worry about it at all. I am dying for a purpose.’ Thumping the rail of the dock, he exclaimed, ‘We are suffering from the British Empire.’ Udham Singh continued more quietly. ‘I am not afraid to die. I am proud to die, to have to free my native land and I hope that when I am gone, I hope that in my place will come thousands of my countrymen to drive you dirty dogs out; to free my country.’

‘I am standing before an English jury. I am in an English court. You people go to India and when you come back you are given a prize and put in the House of Commons. We come to England and we are sentenced to death.’

‘I never meant anything; but I will take it. I do not care anything about it, but when you dirty dogs come to India there comes a time when you will be cleaned out of India. All your British Imperialism will be smashed.’

‘Machine guns on the streets of India mow down thousands of poor women and children wherever your so-called flag of democracy and Christianity flies.’

‘Your conduct, your conduct – I am talking about the British government. I have nothing against the English people at all. I have more English friends living in England than I have in India. I have great sympathy with the workers of England. I am against the Imperialist Government.’

‘You people are suffering – workers. Everyone are suffering through these dirty dogs; these mad beasts. India is only slavery. Killing, mutilating and destroying – British Imperialism. People do not read about it in the papers. We know what is going on in India.’

MR. JUSTICE ATKINSON: I am not going to hear any more.

UDHAM SINGH: You do not want to listen to any more because you are tired of my speech, eh? I have a lot to say yet.

THE JUDGE: I am not going to hear any more of that statement.

UDHAM SINGH: You ask me what I have to say. I am saying it. Because you people are dirty. You do not want to hear from us what you are doing in India.

Thrusting his glasses back into his pocket, Udham Singh exclaimed three words in Hindustani and then shouted, Down with British Imperialism! Down with British dirty dogs!’

As he turned to leave the dock, the accused spat across the solicitor’s table.

After Singh had left the dock, the Judge turned to the Press and said:

‘I give a direction to the Press not to report any of the statement made by the accused in the dock. You understand, members of the press?’

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mercredi, 19 septembre 2012

Histoire du Maroc, des origines à nos jours

Géopolitique en livres

Histoire du Maroc, des origines à nos jours

mardi, 18 septembre 2012

Olympia 1936

AFFICHE_JO_1936.jpg

Olympia 1936 - Die Olympischen Spiele 1936 in privaten Filmaufnahmen

 14,95 EUR

Bestellung/Order/Commande: http://www.polarfilm.de/
Art.Nr.: 7169

(incl. 19 % UST exkl. Versandkosten)

Die Olympischen Spiele des Jahres 1936 nehmen in der Sportgeschichte eine besondere Position ein. Bis heute wird ihre Deutung kontrovers diskutiert. Ausgetragen vom 6. bis 16. Februar in Garmisch-Partenkirchen und vom 1. bis 16. August in Berlin und Kiel (Segelwettbewerbe) waren sie die ersten Olympischen Spiele, die in einer Diktatur stattfanden.Ereignisse wie diese wecken Begehrlichkeiten: Durch große finanzielle undpersonelle Förderung versuchte das nationalsozialistische Regime seinevorgebliche Friedfertigkeit zu demonstrieren und das Renommee des DrittenReiches im Ausland zu verbessern.Zunächst von Boykottforderungen bedroht, erlebten sie einen Teilnehmer- und Zuschauerrekord mit zahlreichen sportlichen Höchstleistungen. In hohem Maße staatlich gefördert, wurden diese Olympischen Spiele zum bis dahin größten Sportfest der Welt. Unter den Zuschauern befanden sich auch zahlreiche Filmamateure, die im Gegensatz zu den Wochenschauen ohne besondere politische Intention nur für den privaten Gebrauch drehten. Ihre Filmaufnahmen, die einzigen, die keine staatliche Zensur durchlaufen mussten, sind daher einzigartige Zeitdokumente.Für die Dokumentation Olympia 1936 sind diese bisher nie öffentlich gezeigten Amateurfilme zum ersten Mal zu einer facettenreichen Dokumentation über die Olympischen Spiele des Jahres 1936 zusammengestellt worden.

Laufzeit: 126 Minuten
Bild: 4 : 3
Ton: Dolby Digital Stereo
Sprachen: Deutsch
Untertitel: keine
Regionalcode: PAL 0
EAN-Code: 4028032071696
FSK: ab 16 Jahren

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lundi, 17 septembre 2012

Réflexions sur deux points chauds: l’Iran et la Syrie

Robert STEUCKERS:

Réflexions sur deux points chauds: l’Iran et la Syrie

 

Conférence prononcée à l’Université de Gand, Hoveniersberg, 8 mars 2012

 

L’Iran

 

La première chose qu’il faut impérativement dire quand on prend la parole à propos de l’Iran, c’est de rappeler que ce pays a été le première empire créé par un peuple de souche indo-européennes au cours de l’histoire, dès 2500 ans avant J.C. Le dernier Shah d’Iran, vers la fin de son règne, avait commémoré l’événement fondateur de l’impérialité iranienne à Persépolis par une fête d’une ampleur extraordinaire, à laquelle toutes les têtes couronnées de la planète avaient participé. Ensuite, l’Iran est la terre matricielle de la religion zoroastrienne, première tentative de dépassement d’une religiosité purement mythologique, à l’époque historique lointaine que des auteurs comme Karl Jaspers et Karen Armstrong nomment, très justement, la période axiale de l’histoire, période où se cristallisent les valeurs indépassables sur lesquelles se fondent les grandes civilisations, les empires ou les forces religieuses. Le zoroastrisme pose la figure du dirigeant charismatique qui forge une morale exemplaire et qui, pour l’asseoir dans la société, est accompagné d’une suite de gaillards vigoureux, armés de gourdins (de massues) et d’arcs. C’est dans cette suite de Zoroastre qu’il faut voir l’origine de tous les ordres de chevalerie, introduits en Europe par les cavaliers sarmates (donc iraniens) recrutés par l’Empire romain pour défendre ses frontières, les “limes”. Ces Sarmates, zoroastriens au départ et souvent devenus mithraïstes, ont été casernés en “Britannia” (Angleterre) et au Pays de Galles où ils ont résisté longtemps aux Angles et aux Saxons et ont été à la base des mythes arthuriens, considérés jusqu’à date récente comme “celtiques”. On les retrouve aussi le long du Rhin (le musée romain-germanique de Cologne expose des pierres tombales de cavaliers sarmates) et dans nos régions, surtout le long de la Meuse. Les Alains, peuple cavalier proche des Sarmates et des Scythes, accompagnent les Suèves et les Wisigoths dans leur conquête de l’Espagne. Les régions où ils s’installent, dans le Nord de la péninsule, résisteront à l’invasion maure et c’est précisément dans ces régions-là que les ordres de chevalerie populaires naîtront, enrôlant de simples paysans ou des pélerins arrivés à Compostelle pour former le noyau dur des armées de la reconquista.

 

Querelles entre islams (au pluriel!)

 

L’islamisation totale de l’Iran sera fort lente jusqu’aux temps de Shah Abbas (16ème siècle), qui fera du chiisme la religion de l’Empire perse, en guerre contre les Ottomans, champions du sunnisme. Pour que l’islam soit devenu dominant en Perse, il aura fallu attendre 400 ans après la conquête de ce vaste pays par les armées des successeurs de Mahomet. Le zoroastrisme s’est longtemps maintenu, tandis que le chiisme y cohabitait conflictuellement avec le sunnisme. Ce long conflit entre chiites et sunnites nous ramène à l’actualité: le conflit sous-jacent du Moyen Orient, fort peu mis en exergue par nos médias, oppose en effet l’Arabie saoudite, puissance championne du sunnisme le plus intransigeant, sous sa forme wahhabite, et l’Iran, champion du chiisme. En Orient, les guerres sont éternelles: le passé ne passe pas, est toujours susceptible d’être réactivé car il faut venger les ancêtres, un affront, une défaite. L’Orient, dans ses réflexes, a l’avantage de ne pas connaître d’idéologie progressiste qui efface, ou veut effacer, des mémoires et du réel matériel les forces d’antan, les forces immémoriales. Ce conflit chiite/sunnite, et surtout sa résilience, peut apparaître paradoxal à tous ceux qui ne perçoivent dans l’islam qu’un seul bloc, uni et indifférencié. C’est là une vision simpliste, fausse et juste bonne à générer de la propagande à bon marché. A l’instar d’Yves Lacoste, géopolitologue français et éditeur de la remarquable revue “Hérodote”, il convient, pour être sérieux, de parler des “islams”, si l’on veut poser des analyses cohérentes sur les conflits qui traversent non seulement la sphère musulmane dans son ensemble mais aussi sur les inimitiés qui animent les communautés islamiques immigrées en Europe et que le personnel politique, policier et juridique contemporain, inculte et abruti, est incapable de comprendre donc de prévenir (la “prévoyance”, vertu cardinale des “bons services” selon Xavier Raufer) voire de réprimer à temps. Les affrontements entre chiites et sunnites, voire entre d’autres communautés qui ont l’islam ou le “coranisme” pour dénominateur commun, permettent à des “empires”, hier le britannique, aujourd’hui l’américain, de pratiquer la politique du “Divide ut impera”, de diviser pour régner. C’est ainsi que, tacitement hier, de plus en plus ouvertement aujourd’hui, l’Arabie saoudite est désormais un allié d’Israël dans la lutte contre l’Iran, voulue par Washington et que les schématismes propagandistes des islamophobes hypersimplificateurs ou des fondamentalistes islamiques délirants ou des islamophiles présents dans toutes les “lunatic fringes”, qui veulent voir dans les conflits actuels une lutte entre “Judéo-Croisés” et “Bons (ou Mauvais) Musulmans” sont totalement faux: il y a, d’un côté, l’alliance “Wahhabito-judéo-puritano-croisée” et, de l’autre, les “fondamentalistes chiites/khomeynistes”. Dans les deux camps, il y a des musulmans et ils s’étripent allègrement. De même, la guerre civile qui fait rage aujourd’hui en Syrie est un conflit entre Alaouites et Sunnites; ceux-ci, sous l’impulsion des Wahhabites saoudiens, considèrent les Alaouites, détenteurs du pouvoir à Damas, comme des hérétiques, proches des chiites. Une fois de plus, ce conflit interne à la Syrie démontre que les inimitiés entre factions musulmanes ont plus de poids, au Proche- et au Moyen-Orient, que la césure, souvent mise en exergue dans nos médias, entre l’Occident et l’Islam, n’en déplaisent aux islamophobes ignares que l’on entend gueuler à qui mieux mieux pour des histoires de caricatures, de foulard ou de bidoche ovine, histoires dont on se passerait d’ailleurs bien volontiers sous nos cieux. Les Américains, bien au courant de ces clivages, peuvent ainsi réactiver de vieux conflits afin de faire triompher leurs projets dans le “Grand Moyen Orient”, qu’il s’agit, selon eux, d’unifier sur le plan économique, pour en faire un marché ouvert aux productions des multinationales américaines, et de balkaniser sur le plan politique, notamment en redessinant, sur le long terme, la carte de la région selon les vues d’un Colonel des services américains, Ralph Peters.

 

Des Qadjar aux Pahlevi

 

Quand, dans la première décennie du 20ème siècle, la dynastie perse des Qadjar n’a plus pu contrôler le pays, et que celui-ci a plongé dans le chaos, suite à une tentative de réforme constitutionnelle où l’Iran aurait dû adopter la constitution belge (!), le père du dernier Shah, Reza Khan, colonel d’une unité de cosaques iraniens, prend le pouvoir et se fait proclamer empereur en 1926. Son objectif? Faire de la Perse, qu’il rebaptise “Iran”, un pays moderne, selon les règles du despotisme éclairé, pratiquées en Turquie, à la même époque, par Mustafa Kemal Atatürk. Cette modernisation ne peut s’effectuer, on s’en doute, sous la houlette du clergé chiite (les Chiites ayant un clergé, contrairement aux Sunnites; c’est là la grande différence entre les deux orientations de l’islam moyen-oriental; on peut dire aussi que le clergé chiite est une forme islamisée et dégénérative des fameuses “suites zoroastiennes”, dont la mission était d’imposer la morale politique à un cheptel humain trop souvent indiscipliné). La modernisation selon Reza Khan passe a) par une gestion iranienne de la rente pétrolière, b) par la construction de voies de chemin de fer pour désenclaver la plupart des régions du pays et pour relier les ports du Golfe Persique à la Mer Caspienne, c) par la constitution d’une marine capable d’imposer les volontés iraniennes dans les eaux du Golfe. La volonté de gérer la rente pétrolière se heurtera à la mauvaise volonté britannique car Londres détenait tous les atouts de la “Anglo-Iranian”. La construction du chemin de fer se fera grâce à des ingéneiurs suisses, scandinaves et allemands. Des officiers italiens se chargeront de moderniser la flotte iranienne, fournie en bâtiments construits dans les chantiers navals de la péninsule. En 1941, Britanniques et Soviétiques violent délibérément la neutralité iranienne; dans la foulée, la RAF détruit la flotte iranienne dans les ports du Golfe. Reza Khan est envoyé en exil, d’abord dans les Seychelles, ensuite en Afrique du Sud où il meurt d’un cancer qu’on ne soigne pas comme il le faudrait. De 1941 à 1978, son fils, Mohammed Reza Pahlevi occupe le trône, avec le soutien des Américains, un soutien qui, de la part de Washington, sera d’abord total, puis de plus en plus réticent. Le jeune Shah opte pour une “protection” américaine parce que les Etats-Unis n’ont pas de frontières communes avec l’Iran, tandis que l’URSS brigue l’annexion des régions azerbaïdjanaises du Nord de l’Iran, cherche à les fusionner avec la république Socialiste Soviétique de l’Azerbaïdjan et tandis que les Britanniques, avant l’indépendance et la partition de l’Inde, cherchaient à inclure les provinces beloutches de l’Est iranien dans la partie beloutche de l’actuel Pakistan.

 

Les mémoires de Houchang Nahavandi

 

1359833_6708795.jpgLes mémoires du dernier ministre de l’éducation nationale du Shah Mohammed Reza Pahlevi, Houchang Nahavandi, réfugié à Bruxelles suite à la révolution de Khomeiny, nous apprennent le déroulement véritable de la révolution iranienne. Sa fille Firouzeh Nahavandi confirme les hypothèses paternelles dans un mémoire universitaire très intéressant (ULB), présentant pour l’essentiel un panorama général des partis politiques iraniens. Pour Houchang Nahavandi, c’est essentiellement Harry Kissinger, en tant que “tête pensante” en coulisses inspirant tous les macrostratégistes américains, et ce sont ensuite les présidents démocrates John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson puis Jimmy Carter, contrairement au républicain Richard Nixon, qui n’ont pas voulu d’une “concentration de puissance” sur le territoire du plus ancien “empire” de l’histoire mondiale, même si sur ce territoire règnait un allié loyal. La stratégie d’utiliser les “droits de l’homme” pour fragiliser un Etat sera tout de suite appliquée à l’Iran du Shah, dès sa nouvelle théorisation, sous la présidence de Carter. Simultanément, elle sert à boycotter les Jeux Olympiques de Moscou et reçoit une “traduction” destinée au public français, celle que propageront les “nouveaux philosophes”, anciens gauchistes anti-communistes, recyclés dans la défense de l’Occident sous prétexte de diffuser un “socialisme à visage humain”, antidote à la “barbarie”. Les “droits de l’homme”, en tant qu’idéologie libérale et “bourgeoise” (disaient les penseurs d’inspiration marxiste), avaient été soumis à une critique philosophique serrée dans les années 60: la pensée en faisait une “illusion idéaliste”, un “embellisement” plaqué sur les laideurs ou les dysfonctionnements sociaux générés par le libéralisme, un irréalisme destiné à tromper les peuples, à leur fournir un nouvel “opium”, qui prendrait le relais de la religion. Dès les prémisses du “cartérisme”, les intellectuels américains à la solde des “services”, puis leurs émissaires français que sont les “nouveaux philosophes”, les réexhument de l’oubli, de la géhenne des pensées battues en brèche par la critique philosophique (marxiste, structuraliste et autre), et en font une arme contre le marxisme-léninisme au pouvoir en URSS et dans le bloc de l’Est d’abord, contre tous les autres pouvoirs qui ont l’heur de déplaire hic et nunc à l’hegemon américain. Parmi ceux-ci: le système mis en place (mais non parachevé) du dernier Shah.

 

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Photo: Houchang Nahavandi

 

Pourquoi cette hostilité à l’endroit d’un Etat, d’un pouvoir et d’un souverain théoriquement “alliés”? Pour un faisceau de quatre motifs, parmi d’autres motifs, que je sélectionne aujourd’hui pour étayer ma démonstration:

 

1.

Le Shah, sous prétexte de se montrer féal à l’égard de l’alliance qui le lie aux Etats-Unis par le Pacte de Bagdad, puis par le CENTO, équivalent de l’OTAN dans la région entre Bosphore et Indus, cherche continuellement à renforcer son armée. Celle-ci devient trop puissante aux yeux de Washington. La marine impériale iranienne se montre capable d’intervenir avec succès dans le Golfe Persique (à Bahrein en l’occurrence). Son aviation, équipée d’appareils américains, se révèle prépondérante dans la région (ses pilotes seront impitoyablement éliminés dans la première phase des épurations khomeynistes, quand, parmi les épurateurs, siégeaient quelques Irano-Américains, disparus par la suite, une fois leur mission accomplie, cf. les mémoires d’Houchang Nahavandi). L’élimination du Shah visait donc à affaiblir l’armée d’un allié qu’on ne voulait pas trop fort, surtout que sa position géographique sur les hauts plateaux iraniens lui permettait de contrôler, du moins indirectement, quelques régions clefs comme le Golfe, le prolongement afghan des hauts plateaux, la Mésopotamie. Cette possibilité de contrôle et d’élargissement implicite, en faisait une puissance autonome potentielle en dépit de son inclusion dans le CENTO, alliance où la Turquie servait de maillon commun avec l’OTAN.

 

La politique nucléaire du dernier Shah

 

2.

Le Shah avait ensuite amorcé une politique nucléaire. L’hostilité à l’Iran, pour des raisons nucléaires, n’est donc pas nouveau, ne date pas d’Ahmadinedjad. Le Shah avait conclu des accords nucléaires avec la France (encore gaullienne) et l’Allemagne; il investissait une part de la rente du pétrole dans l’industrie atomique européenne. Le but prioritaire de l’Iran n’est pas de se doter d’un armement nucléaire mais de s’équiper d’un nucléaire civil performant car la rente du pétrole, si elle était doublée d’une production complémentaire d’énergie via les centrales nucléaires, aurait permis au Shah et permettrait à Ahmadinedjad de se donner une confortable autarcie énergétique permettant un envol industriel, un armement conventionnel efficace pour l’armée (sur terre, sur mer et dans les airs) et, surtout, à terme, de développer une diplomatie indépendante dans l’espace que le Shah appelait “l’aire de la civilisation iranienne” (ou qu’Ahamadinedjad pourrait appeler le “réseau chiite”, plus réduit et plus dispersé, donc moins efficace, que l’aire envisagée par le “Roi des Rois”). Aujourd’hui, pour l’Iran, la nécessité de se doter d’un nucléaire civil et de vendre un maximum de pétrole est plus impérative et potentiellement plus lucrative que jamais. En effet, la catastrophe nucléaire de Fukushima au Japon oblige l’Empire du Soleil Levant à importer plus de pétrole, notamment d’Iran en dépit des appels au boycott lancés avec tant d’insistance depuis Washington. La France et l’Allemagne ne songent plus à réactiver la politique atomique qu’elles pratiquaient avec le Shah: Paris ayant abandonné sa diplomatie indépendantiste gaullienne et Berlin montrant sans cesse une timidité nucléaire incapacitante, vu le poids politico-parlementaire des Verts (qui font indirectement la politique de Washington en plongeant les pays européens dans la dépendance pétrolière). Le Brésil, lui, a également lancé des programmes nucléaires et pratique d’ores et déjà une diplomatie indépendante dans le Nouveau Monde et ailleurs, en s’alignant sur le BRIC. Le Pakistan, pourtant théoriquement allié des Etats-Unis, a vendu de la technologie nucléaire à l’Iran (et à la Libye), au vu et au su des Américains qui ne s’en sont jamais plaint. L’idée centrale qu’il convient de retenir ici, c’est que l’Iran est, géographiquement parlant, le centre du fameux “Grand Moyen Orient” (GMO) que veulent unifier les Américains sous leur égide discrète et que ce centre ne peut pas avoir d’autre détermination politique et (géo)stratégique que celles qu’imposent les Etats-Unis, faute de quoi l’unification économique espérée, le grand marché rêvé du GMO, ne se réalisera pas ou se réalisera au bénéfice d’autres hegemons. C’est l’enjeu actuel du fameux “Grand Jeu”, commencé au 19ème siècle pour la maîtrise des régions iraniennes, afghanes et pakistanaises entre l’Empire britannique et l’Empire russe. L’Iran est en effet, depuis toujours, le maillon le plus fort et le plus important sur la chaîne formée par les Etats ou royaumes entre les côtes de la Méditerranée orientale et la Chine, chaîne que les stratégistes, notamment à la suite de Zbigniew Brzezinski, nomment la “Route de la Soie”.

 

3.

Pour Washington, il s’agit aussi, comme auparavant pour les Britanniques, d’empêcher toute forme de tandem irano-russe. Le Shah avait signé des accords gaziers avec Brejnev. Aujourd’hui, sous Ahmadinedjad, l’influence russe augmente en Iran, bien que les Iraniens se méfient instinctivement, par tradition historique, de ce voisin trop proche et trop puissant, tenu éloigné de ses frontières depuis l’émergence des nouvelles républiques indépendantes du Turkménistan et de l’Ouzbékistan, auparavant soviétiques.

 

Les Américains craignent l’émergence d’une diplomatie iranienne indépendante

 

4.

Ce que les Américains, avec leurs présidents démocrates, craignaient le plus, c’était l’émergence progressive d’une diplomatie impériale iranienne indépendante. En Europe occidentale, De Gaulle avait déjà inauguré la sienne, assortie de ventes d’appareils Dassault Mirage en Amérique latine, dans d’autres pays de l’OTAN, en Inde et en Australie, sans compter les manoeuvres navales communes entre le Portugal, la France, l’Afrique du Sud et plusieurs pays d’Amérique latine dans l’Atlantique Sud, faisant rêver l’écrivain Dominique de Roux, à un “Cinquième Empire”, pour l’essentiel inspiré du poète portugais Pessoa et de facture franco-lusitanienne (Brésil compris). Dans ses mémoires, publiées après la tragédie de la révolution khomeyniste, le Shah explicite ce qu’il entendait par “aire de la civilisation iranienne”. Celle-ci s’étendait de la Palestine à l’Indus voire aux zones islamisées de la vallée du Gange en Inde, au Golfe Persique et à toutes les côtes avoisinantes de l’Océan Indien. Toutes ces régions ont subi, à un moment ou à un autre de l’histoire, une influence iranienne. L’Iran, par une politique culturelle adéquate et/ou par une politique d’aide économique, devait retrouver l’influence perdue (ou amenuisée) dans ces régions. Ensuite, dans une perspective de coexistence pacifique et de dégel entre les blocs, le Shah entend ouvrir un dialogue économique avec l’URSS. Avec l’Europe, les relations sont excellentes, de même qu’avec l’Egypte. Mieux, le système préconisé par le Shah parvient à surmonter l’antique hostilité entre l’Arabie saoudite, sunnite et wahhabite, et la Perse chiite: en 1975, les deux souverains s’entendent dans le cadre de l’OPEC, créant par là même un tandem qui ne convient guère aux puissances anglo-saxonnes qui entendaient garder une maîtrise totale sur le pétrole moyen-oriental. Le Shah entretient aussi de bons rapports avec l’Inde, qui souhaitait maintenir le pourtours de l’Océan Indien en dehors de la rivalité Est/Ouest, au nom des principes de non alignement prônés par Nehru. En Afghanistan, pays pour partie chiite, le Shah développe un programme d’aide qui, à terme, aurait partiellement fusionné les deux pays, tout en soustrayant Kaboul à toute influence soviétique directe. Le souverain iranien agissait de la sorte en se croyant l’allié privilégié des Etats-Unis et en prenant au sérieux l’idée de coexistence pacifique entre deux blocs aux systèmes différents. En développant sa diplomatie de rapports bilatéraux, le Shah enfreignait plusieurs règles tacites fixées par la Grande-Bretagne d’abord, par les Etats-Unis ensuite. Il créait un pôle de puissance dans son pays même, alors que les Anglais avaient toujours voulu une Perse faible et “protégée”. Il entretenait de bons rapports commerciaux (surtout gaziers) avec l’URSS, en dépit de son appartenance au CENTO, donc à l’un des trois piliers des alliances occidentales sur le “rimland”, s’étendant de l’Egée aux Philippines. La politique anglaise avait toujours voulu éviter tous contacts positifs entre la Perse, pièce maîtresse sur le “rimland” et pays-charnière entre le Machrek arabe et le sous-continent indien, et la Russie/URSS. L’Afghanistan, depuis les théories du géopolitologue Homer Lea et de Lord Curzon (disciple de Mackinder), devait demeurer un espace soustrait à son environnement, un espace neutralisé où ne devaient intervenir ni la Russie (selon les règles du “Grand Jeu”) ni l’Angleterre ni, a fortiori, une Inde ou un Pakistan devenus indépendants ni une Perse qui aurait récupéré les atouts de sa puissance d’antan. En déployant un tel zèle, le Shah s’était rendu, à son insu, totalement insupportable aux yeux des stratégistes américains, héritiers dans la région des réflexes géostratégiques de l’Empire britannique. Il fallait donc lui mettre des bâtons dans les roues et, après les accords pétroliers irano-saoudiens, le chasser du pouvoir, pour remettre en selle des esprits falots ou obscurantistes, rétifs à toute modernité, sans visions de grande envergure: le projet s’est soldé par un fisaco (partiel) parce que les aires impériales, surtout en Orient, ont longue mémoire. Une mutation de signe au niveau idéologique, niveau superficiel, simplement superstructurel, n’élimine pas pour autant les réflexes profonds, pluriséculaires voire plurimillénaires.

 

Pour l’Europe, mai 68; pour l’Iran, Khomeiny

 

9782951741539.jpgEn modernisant l’Iran, en exaltant le passé perse, y compris le passé pré-islamique, en jugulant l’influence des mollahs et en installant dans le pays un islam politiquement “quiétiste” et religieusement plus fécond, en soulignant les aspects les plus lumineux de l’islam perse (ceux qu’ont étudié avec tout le brio voulu un Henry Corbin et ses disciples, dont Christian Jambet), le Shah voulait donner un lustre à son projet de “révolution blanche”, une révolution imposée d’en haut, impliquant une modernisation totale des systèmes d’enseignement, une industrialisation et une redistribution adéquate de la rente pétrolière. Cette “révolution blanche” a été un échec, surtout à cause du boom démographique qui amplifiait chaque année la tâche à accomplir, en alourdissant considérablement le budget alloué aux oeuvres de la “révolution blanche”, dont la création d’un réseau scolaire performant, y compris pour les filles. Rien que le projet d’une telle “révolution” pouvait fâcher les stratégistes américains: mis à part le modèle occidental, ouvert, bien entendu, aux multinationales, ces stratégistes ne toléraient pas l’éclosion de systèmes différents, et finalement auto-centrés, fussent-ils non communistes, dans les Etats du “rimland” inféodés aux commandements américains de l’OTAN, du CENTO et de l’OTASE (Asie du Sud-Est). Par ailleurs, les projets gaulliens de “participation” et d’“intéressement”, de Sénat des régions et des professions, ont été torpillés par les événements de mai 68, mascarade festiviste-révolutionnaire, aux ingrédients délirants, aux perspectives impraticables (celles qui nous ont menés à l’impasse dans laquelle nous marinons et végétons actuellement). On sait désormais, grâce aux recherches fouillées du Prof. Tim B. Müller de Berlin (Humboldt-Universität), que les “services” ont téléguidé, depuis des officines américaines où pontifiait notamment un Herbert Marcuse, l’émergence de cette “contre-culture”, en Allemagne comme en France, pour créer les conditions d’un enlisement permanent, équivalent à un “politicide” constant (cf. Luk van Middelaar). Le régime des mollahs, autour de la personnalité de l’Ayatollah Khomeiny, devait être l’équivalent iranien de notre “mai 68”, la fabrication destinée à enliser pendant longtemps l’Iran dans l’“impolitisme” (Julien Freund).

 

Guerre Iran/Irak et “Irangate”

 

Ce régime, dit “théocratique”, qui renverse d’abord la hiérarchie chiite qualifiée de “quiétiste”, se met en place dès le départ du Shah, en 1979. Les Etats-Unis, leurs “alliés”, tout le cortège des branchés et des post-soixante-huitards, les gauchistes durs et mous à l’unisson, applaudissent au départ du Shah, posé comme un “tyran”, exactement de la même manière que l’est aujourd’hui le brave ophtalmologue Bachar al-Assad. Cette vaste clique dûment médiatisée, téléguidée depuis Washington, imagine alors avoir jeté les bases d’une “démocratie” parlementaire à l’occidentale en Iran, avec des partis de gauche et des partis religieux (qui, avec l’aide de quelques ONG américaines, seraient devenus aussi inconsistants que les démocrates-chrétiens en Europe occidentale), flanqués de quelques libéraux agnostiques travaillant à maintenir “ouvertes” la société et l’économie iraniennes. C’était déjà le projet des Britanniques dans la première décennie du 20ème siècle: imposer à l’Iran une constitution de modèle belge. Les stratégistes américains étaient sûrement moins naïfs et plus cyniques: avec Khomeiny, et ses élucubrations, ils pensaient avoir trouvé le bonhomme qui allait plonger l’Iran dans le chaos et l’obscurantisme, ruinant du même coup tous les projets du Shah, projets modernisateurs et générateurs de puissance politique. A l’intérieur de la révolution iranienne cependant, les Pasdaran, ou “Gardiens de la Révolution”, dont faisait partie Ahmadinedjad, finissent par donner le ton et se révélent foncièrement anti-américains, au nom du théocratisme khomeiniste, certes, mais aussi au nom du nationalisme iranien (le souvenir de la révolution manquée de Mossadegh en 1953). Très rapidement, les relations s’enveniment: les Pasdaran prennent le personnel de l’ambassade américaine en otage. Riposte américaine: déclencher une guerre par personne interposée. Le champion de l’Amérique dans l’arène sera l’Irak nationaliste et sunnite de Saddam Hussein. Pendant huit années consécutives, les deux pays vont se déchirer au cours d’une guerre de position. L’Iran perd son trop-plein démographique: toute une jeunesse est sacrifiée dans la lutte contre l’Irak, soutenu aussi par l’Arabie saoudite, parce qu’il est tout à la fois arabe et sunnite. Le soutien occidental à Saddam Hussein n’est toutefois pas constant et total: quand les Irakiens conquièrent trop de terrain, les Etats-Unis, et même Israël, livrent des armes à l’Iran. Ce sera la fameuse affaire de l’Irangate.

 

 

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Les déboires d’Ahmadinedjad

 

Ahmadinedjad est dans le collimateur parce qu’il est certes un représentant de la “révolution khomeiniste” de 1978-79, parce qu’il est un ancien pasdaran qui a participé à la prise d’otages dans l’ambassade des Etats-Unis (ce qui est une entorse inacceptable aux règles de bienséance diplomatique) mais surtout parce que, derrière sa façade islamo-fondamentaliste et “khomeiniste”, il est pour l’essentiel un nationaliste iranien qui se rappelle de l’affaire Mossadegh de 1953 et qui veut moderniser son pays. Il annulle ainsi les espoirs des stratégistes américains des années 70 de voir l’Iran plonger pour longtemps dans un chaos passéiste (et non pas “progressiste” comme l’Europe; en bout de course, ce passéisme et ce progressisme, tous deux fabriqués, reviennent au même; tous deux plongent les polities, qui en sont affectées, dans l’impolitisme). Ahmadinedjad veut donc une modernisation, qui ne passe pas par un effacement des réflexes archaïques de l’islam et qui s’opère par l’adoption d’un programme nucléaire civil. C’est dans ce cadre qu’il faut interpréter les heurts survenus, depuis la fin de l’année 2010, entre Ahmadinedjad et son entourage pasdaran, d’une part, et le pouvoir islamo-conservateur des mollahs antimodernistes, d’autre part. Cet affrontement tourne aujourd’hui au désavantage d’Ahmadinedjad. Il y a six jours, le 2 mars, celui-ci vient de subir une importante défaite électorale. La majorité est désormais aux mains des mollahs les plus conservateurs, regroupés autour de la personnalité de Seyyed Ali Khamenei. Les islamo-nationalistes d’Ahmadinedjad sont donc en minorité et affrontent toutes les manoeuvres de déstabilisation perpétrées par leurs adversaires. Notons au passage que ces élections n’ont amené au pouvoir aucun des “réformistes” soutenus par les médias occidentaux, tant les platitudes philosophiques, que l’on nous oblige à aduler aux nom des “Lumières”, font sourire l’électeur iranien, fût-il un homme modeste. Les forces en présence en Iran sont toutes, officiellement, hostiles à l’Occident. Ahmadinedjad, le 2 mars 2012, a perdu deux villes importantes, Ispahan et Tabriz, ce qui diminue considérablement ses chances pour les présidentielles de 2013. Les résultats de ces élections pourraient donc très bien annuler, à terme, les spéculations de guerre formulées à tour de bras par les médias, puisque le départ d’Ahmadinedjad, après un verdict négatif du scrutin présidentiel, n’autoriserait plus la propagande belliciste. Notons aussi que plusieurs figures de l’entourage d’Ahmadinedjad sont accusées de “sorcellerie” par les islamistes les plus intransigeants, qui font ainsi le jeu des Américains, dans la mesure où le résultat évident d’une éviction du pôle pasdaran de la révolution islamique de 1978-79, signifierait un arrêt du processus de modernisation de l’Iran, entre autres choses, par le truchement d’un programme nucléaire civil.

 

Dans la situation actuelle de l’Iran, il convient de retenir trois facteurs importants:

◊ L’embargo contre l’Iran ne fonctionne pas: le Pakistan, l’Inde et la Chine continuent à se fournir en brut iranien, tandis que le Japon se présente comme client depuis la fermeture de la centrale nucléaire de Fukushima. Deux options s’offrent alors à l’Amérique, qui entend réaliser dans la région, par aiilleurs incluse tout entière dans l’espace relevant de l’USCENTCOM, sa grande idée de marché du “Grand Moyen Orient”: ou le retour à un modus vivendi avec l’Iran ou la guerre.

 

Demain: un modus vivendi avec l’Iran?

 

◊ L’option de retrouver un modus vivendi avec l’Iran demeure toujours ouverte, à mon avis. Elle est formulée par le professeur irano-américain Trita Parsi (John Hopkins University), par une politologue comme Barbara Slavin (USA Today) et par un ancien haut fonctionnaire de la CIA, Robert Baer. L’Iran redeviendrait le principal allié des Etats-Unis dans la région, même avant Israël (ce qu’Israël ne souhaite pas car l’Etat hébreu serait alors obligé de composer avec les autorités palestiniennes) et, autour de la masse géographique compacte qu’est le territoire iranien, le fameux GMO pourrait enfin se former par agrégations successives. On reviendrait en quelque sorte à la case départ: l’espace de la “civilisation iranienne”, qu’évoquait le Shah dans ses mémoires, deviendrait le GMO, auquel il correspond dans une large mesure et où un nouvel Iran, dénationalisé et émasculé, en constituerait la masse géographique centrale (Trita Parsi). Il se constituerait sous l’égide américaine et damerait le pion à la Russie et à la Chine en Asie centrale, tandis que ce nouvel Iran, non nucléaire, pourrait exporter son pétrole vers l’Inde et le Japon, en consacrant sa rente pétrolière non pas à la création d’un outil nucléaire civil, ou à un équivalent chiite de la “révolution blanche” du Shah, mais à l’achat de produits américains destinés à la consommation de masse.

 

◊ L’autre option est celle que l’on craint en ce moment: la guerre. Vu la non intervention des Etats-Unis en Syrie, vu l’enlisement en Irak et en Afghanistan, vu aussi la discrétion de la participation américaine à l’hallali contre la Libye, vu les risques énormes qui risquent de survenir au Pakistan, il n’y a pas lieu de penser qu’une guerre future contre l’Iran se fera sur les modèles de 2001 (Afghanistan) et de 2003 (Irak), le territoire iranien étant trop vaste pour être quadrillé sans lourdes pertes et trop montagneux pour permettre des opérations aisées sur le plan conventionnel. La stratégie employée sera probablement double: encerclement/étranglement de l’Iran par l’installation de bases américaines dans tous les pays voisins, ce qui est déjà réalisé; ou bombardement des seuls sites nucléaires iraniens, comme Israël l’avait fait en Irak en 1981 (en apportant ainsi une aide indirecte à l’Iran de Khomeiny). Zbigniew Brzezinski est opposé à une guerre directe: pour ce stratégiste, théoricien de la maîtrise de la “Route de la Soie”, ce serait une catastrophe car les forces américaines y serait clouées plus longtemps encore qu’en Afghanistan, ce qui alourdirait le budget américain et fragiliserait la position hégémonique des Etats-Unis dans le monde, risquant aussi de ruiner le projet de GMO; ensuite l’Iran a la capacité de bloquer le trafic maritime dans le Golfe Persique, ce qui triplerait voire quadruplerait le prix du pétrole en quelques semaines seulement.

 

La Syrie

 

Le nom de la Syrie est ancien, il est celui d’une province romaine, qui n’a toutefois pas eu des frontières constantes. Dans la région, les Romains, puis les Byzantins, ont changé plusieurs fois le tracé des frontières provinciales de leur Empire. Après un premier effondrement des armées de l’Empire byzantin, la Syrie, jusqu’alors chrétienne, du moins depuis le règne de Constantin, est conquise par la première vague des combattants arabo-musulmans, sortis de la péninsule arabique sous la conduite des premiers héritiers de Mohamet. La Syrie, majoritairement sémitique dans sa population, et parlant araméen, s’assimilera vite au nouveau monde musulman. Ajoutons que dans l’Empire byzantin, secoué par les querelles entre iconodules (adorateurs d’images représentant Dieu, le Christ, Marie et les saints) et iconoclastes, hostiles à toute représentation du divin ou de figures divinisées par des images ou des sculptures, les Syriens étaient majoritairement iconoclastes, rejetaient les images comme le feront plus tard les musulmans, mais que les chrétiens araméens restitueront par fidélité à l’idéal religieux grec-orthodoxe. Ce ne sera pas le cas en Iran ou en Inde, terres non sémitiques, où images et miniatures, véritables chefs-d’oeuvre de finesse et de précision, seront longtemps une tradition. L’iconoclasme est une attitude religieuse souvent propre au monde sémitique, indépendamment de l’islam. L’iconodulisme est en revanche une option esthétique plutôt indo-européenne. Au début du 16ème siècle, la Syrie arabe est conquise par les Ottomans turcs, venus d’Anatolie, appuyés par des mercenaires ou des janissaires balkaniques. Pendant 400 ans, la Syrie sera une part constitutive importante de l’ensemble ottoman. Les Turcs, comme les Romains, modifieront souvent le tracé des frontières de leur province syrienne. Cette situation perdurera jusqu’en 1918 où, à l’issue de la première guerre mondiale, la Syrie, conquise par les Britanniques et les Arabes hachémites sous la conduite du fameux Lawrence d’Arabie, passe sous mandat français. Les Hachémites, pour prix de leurs efforts aux côtés des Britanniques, voulaient obtenir, pour l’un des leurs, le trône de Syrie. Ils souhaitaient qu’un royaume se constituât autour de Damas, pour se prolonger jusqu’au Sud de la Palestine et pour jouxter ainsi leurs terres ancestrales du Hedjaz dans l’Ouest de la péninsule arabique.

 

 

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Wahhabisme saoudien

 

Cette péninsule, matrice de l’islam, n’était pas, à l’époque un royaume uni: à l’Ouest, les Hachémites dominaient les terres du Hedjaz au Nord, tandis que le Yémen, jadis riche grâce à son commerce avec l’Afrique subsaharienne, dominait celles du Sud-Ouest. A l’Est, face aux côtes iraniennes du Golfe Persique, vivaient des tribus arabes chiites, en conflit larvé avec les sunnites d’obédience wahhabite. Au centre, dans le Nejd, régnaient les ressortissants de la famille des Séouds et les religieux wahhabites, inspirés par l’islam fondamentaliste, de facture hanbaliste, qu’avait théorisé un imam particulièrement combattif au 18ème siècle. Dans les années 30, les Séouds wahhabites vont conquérir toutes ces provinces périphériques, appuyé par un mouvement de combattants-pionniers, l’Ikhram. Les Hachémites devront quitter leurs terres d’origine et se contenter des trônes de Transjordanie et d’Irak, deux mandats britanniques. Les chiites de la péninsule arabique et des régions proches du Yémen vivront désormais sous le knout wahhabite. Forte du pétrole après les accords américano-saoudiens de 1945, suite à l’entrevue Roosevelt/Ibn Séoud sur un bâtiment de l’US Navy en Mer Rouge, l’Arabie saoudite soutient partout dans le monde les mouvements hanbalites, wahhabites et salafistes, avec la bénédiction tacite des Etats-Unis. Une figure, présentée comme le porte-paroles d’un islam modéré ou d’un très hypothétique “euro-islam” à faire émerger au sein de nos sociétés, telle Tariq Ramadan, appartient à cette mouvance. Il est le neveu de Saïd Ramadan, agent notoire de la CIA en Allemagne dès les années 50, appartenant au mouvement des Frères musulmans, également hanbalite et hostile au pouvoir pragmatique et efficace des “Jeunes officiers” égyptiens, autour de Gamal Abdel Nasser, affublé par ses ennemis fondamentalistes du sobriquet, soi-disant infâmant, de “Pharaon”. Saïd Ramadan contribuera à démanteler les réseaux musulmans travaillant pour les services allemands, des réseaux qui étaient, par la force des choses, plus pro-européens dans leurs options stratégiques, afin de les remplacer par des imams relevant de leur seule obédience et téléguidés par les Etats-Unis. Saïd Ramadan a brisé, et définitivement, les ressorts d’un véritable “euro-islam” que son neveu, paradoxalement, appelle de ses voeux, mais cette fois pour paralyser les polities européennes et faire émerger en leur sein des éventuelles “cinquièmes colonnes” au profit du tandem américano-wahhabite, véritable alliance entre les fondamentalismes protestant/puritain et islamiste.

 

Les espoirs hachémites de recevoir un trône à Damas étaient d’avance pures illusions. Les Accords Sykes-Picot de 1916 contenaient un protocole secret: la France devait recevoir le mandat de gérer le Liban et la Syrie; la Grande-Bretagne de gérer l’Irak, la Transjordanie et la Palestine. En 1917, Lord Balfour déclare que les Juifs pourront avoir “un foyer en Palestine”, ce qui ne signifie pas recevoir la Palestine (toute entière) comme foyer. Les Hachémites acceptent cette solution, donc aussi le foyer juif en Palestine, ce qui a pour effet aujourd’hui que toute une littérature palestinienne, non entachée de fondamentalisme, fustige cette attitude, notamment sous la plume d’un écrivain comme Said K. Aburish, auteur d’une saga familiale montrant la collusion hachémito-britannique et d’une histoire très critique de “l’ascension et du déclin de la famille Séoud”, mercenaire des intérêts américains. Une littérature que des “services” européens idéaux feraient bien de lire pour correspondre enfin à la qualité que préconise un Xavier Raufer, une qualité qui met la capacité de prévoir au premier rang de ses priorités. En 1918-19, les Hachémites acceptent cette présence sioniste parce que l’armée britannique –qui avance d’Aqaba à Damas et chasse les Turcs avec l’appui des cavaliers et chameliers arabes du Colonel Lawrence– est flanquée d’une “Jewish Legion”, composée pour partie de sionistes issus de Russie, qui étaient opposés à la révolution bolchevique et voulaient continuer la guerre aux côtés des alliés occidentaux. Parmi eux, Weizmann et Ben Gourion, ainsi que le sioniste de droite le plus virulent, qui, contrairement à ses jeunes disciples les plus radicaux, demeurera toujours fidèle aux Anglais: Vladimir Jabotinski. Au départ, Hachémites et sionistes étaient liés par leur commune appartenance aux armées de l’Empire britannique. La rupture entre Arabes et sionistes viendra plus tard, quand la majorité des colons juifs installés dans le “foyer juif en Palestine”, militeront dans des formations socialistes ou communistes, auxquelles s’opposeront les autochtones arabes, plus traditionnels dans leurs réflexes politiques.

 

Le mandat français

 

C’est dans le cadre de cette mutation post-ottomane que la Syrie tombe sous administration française et l’éphémère royaume syrien de l’Hachémite Fayçal est effacé de la carte, après une bataille où les Bédouins d’Arabie, ceux-là même qui avaient suivi Lawrence, sont écrasés à Maysalun: dans la foulée, Fayçal s’enfuit et les territoires accordés au titre de mandat à la France sont divisés, avec, d’une part, un “Grand Liban” (créé le 1 septembre 1920), dominé par les maronites chrétiens, et, d’autre part, une Syrie privée de presque tout son littoral. Les alliés avaient jugé que les peuples de la région n’étaient pas encore assez “mûrs” pour bénéficier d’une indépendance. D’où l’expédient du “mandat”. L’Irak recevra des Britanniques une indépendance formelle et limitée dès 1932 mais le nationalisme indépendantiste irakien se dressera contre Londres en 1941, sous l’impulsion du ministre Rachid Ali qui voudra s’aligner sur l’Axe. La Syrie devra attendre 1946 pour accéder à une indépendance complète.

 

Sultan_Pasha_al-Atrash.jpgLa période du régime français ne sera pas une ère de paix. Très vite, en 1925-26, la Syrie se révolte, à commencer par le “Djebel druze” dans le Sud, sous l’impulsion de Sultan Pacha al-Atrash (photo; 1891-1982) et sous la direction éclairée du Dr. Abd al-Rahman al-Shahbandar (1880-1940). Sultan Pacha al-Atrash avait déjà organisé des révoltes contre les Ottomans, récurrentes en Syrie depuis le début du 17ème siècle, ainsi qu’un premier soulèvement de peu d’ampleur en 1922-23. La révolte, druze au départ, générale par la suite, donne naissance à une idéologie nationaliste “grande syrienne”, visant l’unification des territoires aujourd’hui libanais, syriens et palestiniens, tout en manifestant une hostilité à la “Déclaration Balfour” (“Yasqut wa’d Balfour!”). Cette révolte, contrairement à celle d’aujourd’hui contre le pouvoir de Bachar al-Assad, était surtout le fait de la majorité sunnite: dans les minorités, sauf chez les Druzes d’al-Atrash, on cherchait plutôt la protection des Français. La révolte druze a donc été inattendue: c’est l’horreur qu’a provoqué un gouverneur local français, un certain Capitaine Carbillet, en voulant appliquer à la lettre les élucubrations “progressistes” et soi-disant “anti-féodales” de la révolution française et du jacobinisme le plus obtus, qui a déclenché le soulèvement. Carbillet et sa clique se mêlaient de tous les aspects de la vie des autochtones, critiquaient les traditions et les règles de leur droit traditionnel, dans une optique totalement différente de celle d’un Maréchal Lyautey au Maroc, soucieux de respecter les traditions politico-religieuses chérifaines. Trois chefs du clan al-Atrash furent attirés dans un piège par le Haut Commissaire français, le Général Maurice Sarrail, et emprisonnés à Palmyre: cette arrestation de trois parlementaires fut l’incident qui mit le feu aux poudres. En juillet 1925, les Druzes emportent une première victoire, qui est immédiatement suivie d’une répression impitoyable de la part de la puissance mandataire, ce qui entraîne l’adhésion à la révolte des nationalistes de Damas, menés par le Dr. Abd al-Rahman al-Shahbandar qui venait, le 5 juin 1925, de créer son parti, le “Parti du Peuple”. La colonne druze, en marche vers Damas, est défaite par l’aviation française et la cavalerie marocaine le 24 août. Les révoltés syriens optent alors pour la guérilla. Le 18 octobre, un commando d’une soixantaine d’insurgés s’infiltre dans Damas. Sarrail ordonne aussitôt de mitrailler et de bombarder la ville, lui infligeant des destructions effroyables, qui choquèrent les Britanniques et provoquèrent à Paris une campagne de presse hostile au Haut Commissaire, laché par la gauche et le parti “républicain”. La droite, qui n’aimait pas ce général “républicain” et maçon, ne l’épargna pas. Il mourut en mars 1928 dans l’indifférence générale.

 

 

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Projet de partition de la Syrie sous le mandat français

 

Il est remplacé par Henry de Jouvenel, un civil, qui ne parvient pas tout de suite à mater la révolte: elle se poursuivit pendant tout l’hiver, jusqu’au printemps de l’année 1926. Les insurgés campaient en lisière de Damas et harcelaient les troupes françaises. La répression fut très féroce: villages incendiés, habitants mâles massacrés, fusillades de prisonniers sur les places publiques de Damas, déportations de villageois soupçonnés de soutenir la rébellion, nouveaux bombardements de la capitale. A Hama, Fawzi al-Qawuqji, ancien officier ottoman passé aux troupes de Fayçal et Lawrence puis rallié à la France, déclenche une seconde révolte pour faire diversion et disperser les forces françaises, ce qui entraîne le bombardement de la ville et la destruction de ses plus beaux quartiers par des tirailleurs sénégalais excités par leurs officiers blancs.

 

La France empétrée dans le Rif, en Syrie et dans la Ruhr

 

La férocité de la répression, qui s’explique en partie parce que la France faisait face à deux révoltes simultanément; elle devait donc réagir vite devant ces deux dangers qui menaçaient ses positions à l’Ouest et à l’Est de la Méditerranée: en Syrie, elle peut agir seule; dans le Rif (au Maroc), elle doit se concerter avec l’Espagne. Les révoltes syrienne et rifaine sont aussi contemporaines de la grève générale des ouvriers allemands, dressés contre l’occupation de la Ruhr. Paris ne peut intervenir en Rhénanie avec toute la vigueur voulue, vu la mobilisation de ses forces au Levant et en Afrique du Nord. En Allemagne, elle n’a pas le soutien de Londres et ne peut compter que sur un soutien mitigé de la Belgique. Les événements de Syrie dans les années 20 du 20ème siècle sont peu connus, sont généralement oubliés et ne font l’objet d’études scientifiques que depuis peu de temps. Une fois la révolte syrienne matée et la guerre du Rif terminée, la France pratique au Levant la politique du “Divide ut impera”, créant des autonomies locales pour les chrétiens, les Alaouites, les Druzes et les Kurdes. Ces derniers bénéficient de largesses incroyables, dont ne bénéficiaient pas, à l’époque, les Bretons ou les Alsaciens, eux aussi à soumis à une féroce répression judiciaire parce qu’ils réclamaient des droits linguistiques. Les Kurdes, eux, peuvent parler leur langue, reconnue sur le plan administratif dans l’espace du mandat syrien. Le résultat de cette politique fait que la Syrie, jusque aujourd’hui, est restée un tissu de zones ethno-religieuses centrées autour de villes-marchés. Le pays est peu centralisé. Son unité politique, après la seconde guerre mondiale, est certes le résultats d’un nationalisme anti-français mais aussi une création due à l’action d’un parti nationaliste et socialiste, le “Baath”. L’idéologie de ce parti a été pour l’essentiel théorisée par des chrétiens du Levant. Le “Baath” accède au pouvoir en 1963, devenant du même coup l’assise portant l’Etat, même après les défaites militaires de 1967 et de 1973 face à Israël, à la suite desquelles survient le problème de l’eau, du “stress hydrique” du Golan, plateau regorgeant de sources, comme le Plateau de Langres en France, véritable château d’eau alimentant la Seine et plusieurs de ses affluents, la Meuse et la Sâone (affluent du Rhône).

 

L’armée, pilier modernisateur de l’Etat syrien

 

Le Baath organise la Syrie post-mandataire, après les hésitations des années 50, où la vie politique syrienne était troublée et indécise, comme en France sous la IV° République. Ce nouveau pouvoir baathiste est centré sur l’armée, qui devient l’école de la nation. Au sein du peuple, on recrute les jeunes hommes capables, on les forme, on en fait des officiers qui encadrent la nation.

 

36zagr.jpgDans un document militaire secret de 1966, cité par un historien de la Syrie qui fut diplomate néerlandais, Nikolaos van Dam (1), l’auteur anonyme rappelle que les “représentants de l’impérialisme” multiplient les efforts pour réserver l’encadrement de l’armée aux “classes bourgeoises” dans les pays en voie de développement. L’armée reste ainsi aux mains des mêmes oligarques et est maintenue à l’écart de la politique, réduisant de la sorte les armées à de simples “soupapes de sécurité” qu’on appelle uniquement en cas de besoin pour les renvoyer ensuite dans leurs casernes. Il faut donc remplacer l’armée de métier par une “armée idéologique”, explique l’officier baathiste anonyme qui a rédigé le document de 1966 dans le ton socialiste et “tiers-mondiste” de l’époque. Cette “armée idéologique” (donc, en l’occurrence, “baathiste”) doit travailler en permannence à réaliser les objectifs émancipateurs de la masse populaire et à éliminer les injustices. Le “soldat idéologique” est un homme dévoué à sa nation, qui a reçu une éducation adéquate, reposant sur les principes libérateurs et défensifs du Baath, “de manière à ce que l’on puisse se fier à lui, porteur d’une arme, afin qu’il soit une barrière insurmontable contre tous les ennemis: les ennemis de la nation arabe, les ennemis des classes deshéritées qui travaillent dur, les ennemis de l’Unité (syrienne), de la liberté et du socialisme, qu’ils soient des ennemis intérieurs ou extérieurs” (p. 171). “Dans une armée idéologique, les méthodes classiques et professionnelles, basées sur le mercenariat et sur la force aveugle, disparaissent et sont remplacées par de nouveaux rapports reposant sur l’attachement (à la nation), sur la compréhension mutuelle et sur une foi partagée en une destinée commune” (p. 171). “La nature de notre lutte pour l’indépendance, et le fait que les distinctions de classe tranchées n’existent pas dans notre société, a ouvert la possibilité à un groupe de fils de paysans, de travailleurs, de personnes ne disposant pas de gros revenus, d’entrer à l’Académie Militaire (...) pour devenir plus tard le noyau dur révolutionnaire de l’armée, lui permettant de réaliser son rôle historique qui est de superviser la vie du pays et de la nation arabe...” (p. 172). L’armée est donc une “milice” constituée d’un type nouveau de “moine-soldat”, ancré dans la substance populaire.

 

Le Baath et l’armée contre les “Frères Musulmans”

 

Cette valorisation laïque de l’armée comme “bouclier” contre les facteurs de désunion et de sectarisme a pour mission de créer un “Syrien nouveau”, détaché de toutes les formes de sectarisme religieux conduisant à toutes sortes de séditions (le “factionalisme”). La mise sur pied d’une telle “armée idéologique” implique de supprimer, dans la société syrienne, toutes les discriminations imposées parfois aux minorités comme les chrétiens (11% de la population), aux Druzes et aux Alaouites (dont est issu le clan al-Assad). L’objectif des nationalistes syriens d’inspiration baathiste était donc de mettre fin à toutes les polarisations opposant les Sunnites (majoritaires) aux minorités religieuses, d’éliminer le “factionalisme” druze au sein des forces armées et de contrer les menées des Frères Musulmans, incitant les Sunnites majoritaires à discriminer les représentants d’autres communautés religieuses. Aujourd’hui nous assistons à la revanche des “Frères”, dont une révolte, en 1982, avait été matée à Hama par l’action conjuguée de l’armée et des milices baathistes. Cette insurrection de Hama venait après une tentative d’assassinat du Président Hafez al-Assad par les “Frères” le 26 juin 1980. C’est à partir de ces événements sanglants que le binôme armée/parti a reçu une coloration plus “alaouite”. Depuis lors, une guerre civile larvée oppose les “Frères” aux Alaouites et aux baathistes. Le déchaînement actuel des passions, exploité par Israël, les Etats-Unis (avec son élite “puritaine” protestante), la France (avec ses “nouveaux philosophes”’), le Qatar et les Wahhabites saoudiens, s’explique par l’alliance entre ces puissances et les “Frères” pour éliminer un régime lié à l’Iran (vu la parenté religieuse entres Chiites iraniens et Alaouites syriens) et allié à la Russie (à laquelle il accorde des facilités maritimes et navales sur la côte méditerranéenne). La guerre civile actuelle a été annoncée voici trente-deux ans dans une “Déclaration de la Révolution islamique en Syrie”, proclamée en novembre 1980. Cette déclaration appelait les Alaouites “à venir à la raison avant qu’il ne soit trop tard” (p. 107). C’est également dans cette “Déclaration” de novembre 1980, qui promet de “garantir les droits de toutes les minorités”, que les Alaouites sont déclarés “kuffar”, c’est-à-dire “hérétiques” ou “rénégats” de la vraie foi et “idolâtres” (“mouchrikoun”), donc cibles idéales d’une djihad permanente. Contre la volonté de l’“armée idéologique” de demeurer “laïque”, “transconfessionnelle” et “anti-factionaliste”, la “Déclaration” des “Frères” entend au contraire vider l’armée de tous ses éléments non sunnites, appartenant aux “minorités”, afin qu’elle ne réflète que la seule majorité jugée “orthodoxe”, à l’exclusion de tous ceux que l’on campe comme “hérétiques” ou “idolâtres”. Des événements tragiques ont secoué la Syrie en 1981: les “Frères” commettaient des attentats sanglants à Damas contre l’armée et contre le bureau du Premier Ministre; en Egypte, ils assassinaient Sadate (6 octobre). Ces violences ont été le prélude des événements actuels et présentent les mêmes clivages, sauf que le camp des “Frères”, à l’époque, ne bénéficiaient pas du soutien des bellicistes américains et de leurs porte-voix européens. Fin février 1982, cette première guerre civile syrienne prend fin.

 

Les Alaouites, facteur peu connu en Europe occidentale

 

Les Alaouites sont un facteur peu connu en Europe occidentale. On ne peut faire toutefois l’équation entre les Alaouites syriens, chiites, et les Alevis turcs, également victimes de la majorité sunnite. En Turquie, les Alevis sont soit des chiites déguisés en milieu majoritairement sunnite, comme en Syrie, soit des convertis récents ou moins récents, qui ont bien voulu devenir musulmans pour sortir de la “dhimmitude” sans pour autant adhérer aux rigorismes du sunnisme orthodoxe et pour garder une religiosité joyeuse et festive. Parmi les Alevis turcs, on trouve aussi des chamanistes centre-asiatiques (issus des groupes de cavaliers turkmènes ou ouzbeks recrutés par l’armée ottomane), des chrétiens orthodoxes, grecs ou arméniens, des zoroastriens (notamment parmi les Kurdes) voire des juifs, notamment de rite hassidique. Actuellement, bon nombre d’Alevis turcs soutiennent l’armée contre le néo-islamisme d’Erdogan. Pour eux, l’armée turque, laïque, est un rempart contre les exactions sunnites qui n’ont pas manqué de se manifester brutalement: plusieurs pogroms anti-alévis ont effectivement eu lieu en Turquie au cours de ces deux dernières décennies. En Turquie, les Alevis sont donc un mélange de convertis en surface. En Syrie, ce sont des chiites qui ont quelque peu modifié leurs rites pour survivre au sein d’un Empire ottoman majoritairement sunnite. La disparition de la tutelle ottomane après 1918 a rendu aux Alaouites syriens la possibilité de se rapprocher du chiisme, ce qui explique l’alliance iranienne actuelle. En Turquie, la prise du pouvoir par Erdogan et l’AKP, il y a dix ans, a amorcé un processus de démantèlement de cette armée laïque, voulue par Mustafa Kemal Atatürk. Le binôme Erodgan/Gül représente un islam, apparemment modéré, qui veut assurer la prééminence du sunnisme en Turquie. Les deux hommes ont milité dans le mouvement “Milli Görüs”, jadis jugé “extrémiste” par le “Verfassungschutz” allemand. Ce mouvement, à la fois nationaliste et islamiste, s’est fait le relais de ceux qui ont toujours voulu maintenir ou restaurer la domination du sunnisme propre à l’Empire ottoman, un sunnisme mis à l’écart sous la république fondée par Atatürk. Avec l’AKP d’Erdogan, ce sunnisme évincé va prendre sa revanche et chasser à son tour l’armée turque du pouvoir qu’elle détenait depuis près de huit décennies. Avec Gül, qui a des liens avec les Frères musulmans, cette tendance s’accentuera et explique pourquoi la rupture s’est effectuée entre la Turquie et la Syrie en août 2011: Gül avait demandé à Bachar al-Assad de prendre des “Frères” dans son gouvernement. Pour le leader syrien, c’est là une requête impensable, vu les événements de 1980-82 à Hama et à Damas, où les “Frères” ont déclenché une guerre civile dans le but d’éliminer tous les ressortissants de minorités religieuses (chrétiennes comme musulmanes) de l’appareil de l’Etat. L’acceptation de “Frères” dans un gouvernement syrien aurait signifié un abondon total et complet de l’option “transconfessionnelle” du baathisme et la fin de la domination discrète, non officielle, des clans alaouites. Dans la querelle qui a opposé Bachar al-Assad et le binôme Gül/Erdogan en août 2011, le président syrien a refusé la centralisation sunnite hostile aux minorités et maintenu son adhésion aux principes “transconfessionnels” du baathisme, pour qui le “sectarisme”, d’où qu’il vienne, fût-ce de la majorité, ruine le projet d’une grande Syrie forte, arabe et socialiste, où tout exclusivisme islamiste empêcherait la fusion avec un Liban partiellement chrétien. Pour les islamistes, dits “modérés”, autour de Gül et Erdogan, al-Assad est un “anti-démocrate”, tel que le fustige l’Occident des ONG américaines et des “nouveaux philosophes” de Paris. Pour les alliés saoudiens ou qataris de ces fondations américaines ou de ces pseudo-philosophes du “prêt-à-penser”, al-Assad, en tant qu’Alaouite est un “hérétique”: nous avons là la collusion des fondamentalismes bellicistes, l’islamiste et l’occidentaliste.

 

L’alliance entre Saoudiens, Al-Qaedistes et Américains

 

Les Saoudiens, dans ce jeu, luttent donc contre les Alaouites, considérés comme “hérétiques”, et contre tout Etat, dans l’aire arabo-musulmane, qui fonctionne correctement mais sans se référer à des idéologèmes coraniques. Ce que nous pourrions considérer comme de la “bonne gouvernance” au Proche et au Moyen Orient, parce qu’elle assure la paix civile, difficile à imposer dans un espace où il y a tant de turbulences permanentes, est dénoncée comme “mauvaise gouvernance” par l’alliance étonnante que représentent aujourd’hui les Etats-Unis, la nouvelle philosophie, la nouvelle gauche soixante-huitarde marquée par cette “nouvelle philosophie”, les “Frères Musulmans” et le fondamentalisme islamiste de facture wahhabite. Nous vivons ici une situation confuse et floue (à dessein), martelée par les médias conformistes, comme l’avait déjà dénoncée un Georges Orwell, quand il disait que “la vérité est mensonge et le mensonge, vérité”. Dans le cadre de la collusion entre Wahhabites et occidentalistes (soi-disant de “gauche”), signalons tout de même qu’Abdel Hakim Belhaj, combattant d’Al Qaeda devenu gouverneur de Tripoli en Libye suite à l’élimination de Kadhafi, soutient la politique belliciste de l’américanosphère et donc le discours sur les “droits de l’homme” que débitent depuis trente-cinq ans les philosophes bellicistes de la place de Paris. Curieux allié! De même, Ayman al-Zahwari, chef d’Al Qaeda depuis la mort de Ben Laden, appelle à la djihad contre la Syrie. Il ajoute, pour rendre la situation plus confuse encore pour les ignorants et les crédules, qui avalent tout ce que racontent les médias, que Bachar al-Assad est un allié des Etats-Unis... On s’aperçoit des “trucs” de la manipulation planétaire: devant un public arabe, on accuse le “grand méchant” du moment d’être un allié des Etats-Unis; en Europe, on raconte qu’il est un “ennemi de la démocratie”, donc de l’Occident. Pendant ce temps, la télévision iranienne, qui, elle, soutient al-Assad, au nom d’une solidarité entre chiites, dénonce l’alliance entre “les Frères Musulmans, la maison royale des Séouds, les cabbalistes juifs et la franc-maçonnerie des services secrets anglo-saxons avec leurs rituels paléo-égyptiens”. Dont acte. En Flandre, on a peine à imaginer qu’est désormais allié à Al Qaeda le sycophante libéral-thatchérien Guy Verhofstadt, ancien premier ministre belge du gouvernement “arc-en-ciel” et nouvel ami du belliciste vert Cohn-Bendit (celui qui, vu ses obsessions d’ordre sexuel, devait “aller se tremper le cul dans une piscine” selon le ministre de De Gaulle, Alain Peyrefitte). Eh oui, ce Verhofstadt hurle dans le même concert qu’Ayman al-Zawahri, chef d’Al Qaeda!

 

L’embarras d’Israël

 

Israël a une position mitigée. Pourquoi? Tel Aviv souhaite la stabilité dans les conflits régionaux, dont il est partie prenante, veut des ennemis bien profilés, auxquels il s’est habitué au fil du temps et des affrontements. Déjà, la disparition de Moubarak en Egypte fragilise les positions israéliennes sur le front du Sinaï, les néo-islamistes sunnites égyptiens pouvant dans un avenir plus ou moins proche être prompts à aider les combattants du Hamas, lui aussi sunnite, ce qui mettrait en danger la frontière israélienne dans le Neguev, surtout après l’abandon du Sinaï lorsque la paix a été signée avec l’Egypte de Sadate et Moubarak. Alors, si al-Assad tombe, qui viendra au pouvoir après lui à Damas? Les “Frères”? Des Wahhabites assimilables à Al-Qaeda? Ou sera-ce le chaos complet? Certes, Israël déteste Bachar al-Assad, surtout pour son soutien au Hizbollah chiite, pour être le fils de son père Hafez al-Assad qui avait refusé de signer les accords sur le Golan et pour son alliance panchiite avec l’Iran d’Ahmadinedjad. Mais Israël sait que l’Iran a toujours, au cours de son histoire plurimillénaire, soutenu des sectes, des mouvements religieux, des séditions politico-religieuses et surtout le particularisme juif dans l’espace syro-palestinien, contre les Romains (on peut avancer l’hypothèse que les Esséniens et les premiers Chrétiens étaient une de ces antennes parthes dirigées contre Rome), puis, plus tard, contre les Byzantins, les Ottomans et aujourd’hui contre l’alliance américano-israélienne. Cette donne était connue des services israéliens, qui avaient parfaitement su gérer l’antagonisme qui les opposait à Damas: quid, s’il faut changer demain de stratégie, former de nouveaux agents, repérer de nouveaux ennemis, tenir d’autres discours dans les médias au risque de troubler un électorat israélien déjà suffisamment composite et versatile? Israël, suite aux suggestions d’un Colonel américain, Ralph Peters, propose une division de la Syrie en petits Etats ethnico-religieux, exactement comme l’avaient voulu les Français, à l’époque du mandat. Par ailleurs, si al-Assad soutient le Hizbollah chiite et anti-israélien, vainqueur de Tsahal au Liban pendant l’été 2006, le Hamas palestinien, lui, sunnite et tout autant anti-israélien notamment dans son bastion de la Bande de Gaza, soutient les insurgés anti-baathistes de Syrie, au même titre qu’Erdogan et les “nouveaux philosophes”, dont beaucoup de réclament d’une “judéité” franco-républicaine et émancipée à la sauce 68. Or voilà que ces petits messieurs tout pleins de jactance et d’hystérie, ces pompeux donneurs de leçons, ces “intellectuels faussaires”, souvent pro-sionistes à tous crins, se retrouvent dans le même bâteau que les sectataires du Hamas! Raison supplémentaire pour dire qu’Israël aurait préféré le statu quo à la nouvelle soupe, au nouvel imbroglio!

 

Les thèses historiques de Luttwak sur les empires romain et byzantin

 

Parmi les voisins d’Israël, la Syrie dispose de la meilleure armée. C’est un motif pour Israël de voir disparaître le système baathiste qui inspire force, puissance et popularité à la chose militaire en Syrie. Mais, par ailleurs, l’armée et le baathisme sont des phénomènes connus de l’Etat hébreu qui savait comment y faire face. Pour les Etats-Unis, la campagne médiatique contre la Syrie, le baathisme et le pouvoir alaouite et l’orchestration de la guerre civile sont des actions dirigées non pas tant contre la Syrie en soi, avec laquelle ils s’étaient accommodés jusqu’ici, mais contre l’Iran dont le seul allié, en dehors du vieux territoire persan, est désormais la Syrie du clan al-Assad, pourtant alliée des Etats-Unis lors de la première guerre contre l’Irak.

 

 

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Si l’allié syrien (et donc méditerranéen) de l’Iran est éliminé, celui-ci est aussitôt affaibli. En déployant cette stratégie, les Etats-Unis se prennent, comme ils aiment à le faire depuis une ou deux décennies, pour les héritiers géopolitiques de Rome dans la région. Afin d’expliquer les turbulences post-soviétiques en Asie centrale, le long de la “Route de la Soie”, on se réfère souvent à la géostratégie mise au point par Zbigniew Brzezinski dans plusieurs ouvrages, articles ou essais, dont “Le grand échiquier” (“The Grand Chessboard”). On parle beaucoup moins des travaux historiques d’Edward Luttwak sur la stratégie de l’Empire romain, publié fin des années 80 et sur la stratégie de l’Empire byzantin, paru plus récemment. L’ouvrage sur la stratégie de l’Empire romain explique comment il faut tenir la “trouée pannonienne”, soit l’espace aujourd’hui hongrois entre Danube et Tisza, et le Delta du Danube ou la Dobroudja (frontière roumano-bulgare), pour se rendre maître de tout l’espace méditerranéen et sud-européen (à l’Ouest du Rhin et au Sud du Danube). L’ouvrage sur l’Empire byzantin explique les stratégies à adopter pour la maîtrise des Balkans (ce qui est accessoire pour les Etats-Unis maintenant) et pour la domination du Proche Orient ou Levant, ce qui nous ramène à la problématique que nous abordons aujourd’hui. Les Etats-Unis (avec leur appendice israélien) se trouvent face à l’Iran dans la région, exactement comme l’Empire romain du temps des Parthes (bataille de Carrhae en 53 av. J.C.; maîtrise très momentanée des provinces d’Assyria et de Mesopotamia entre 115 et 117) ou que l’Empire byzantin face aux Sassanides.

 

Le jeu dissimulé du néo-ottomanisme

 

Les enjeux de la lutte entre Rome et Byzance, d’une part, et les Parthes ou la Perse, d’autre part, se situent tous à l’Est du territoire syrien actuel, zone d’affrontements entre empires depuis la plus haute antiquité, depuis l’Empire hittite et les royaumes Mittani. Même si aujourd’hui les Etats-Unis dominent les territoires assyriens et mésopotamiens d’Irak, que Rome n’a pu contrôler que pendant deux ans, l’Iran conserve un atout dans cette région fragile, celui de pouvoir inciter les populations chiites à la révolte. L’instabilité irakienne actuelle prouve amplement cette hypothèse, que l’on relativisera en rappelant que les attentats anti-chiites qui ponctuent la vie quotidienne à Badgad sont sans nul doute des formes particulièrement cruelles d’intimidation de la population chiite arabe du Sud du pays, alliées potentielles des Iraniens. La stratégie persane a toujours été par ailleurs, du temps des Romains comme du temps des Byzantins, de semer des troubles, par sectes ou communautés religieuses interposées, dans l’espace syrien (du Taurus au Sinaï). Bachar al-Assad et son clan alaouite servent de levier éventuel aux Iraniens dans la région du Levant, où Ahmadinedjad et les mollahs y sont les héritiers stratégiques des Parthes et des Sassanides: c’est ce levier potentiel que les Etats-Unis entendent détruire aujourd’hui, comme les Romains et les Byzantins souhaitaient se débarrasser de tous les alliés potentiels des Parthes ou des Sassanides. Si on rappelle que, pour bon nombre d’observateurs et d’historiens, l’Empire ottoman était, volens nolens, l’héritier stratégique de Rome et de Byzance dans la région depuis sa conquête de la Syrie et de la Palestine au 16ème siècle, le néo-ottomanisme d’Erdogan, Gül et Davutoglu pourrait s’interpréter comme une stratégie indirecte des Etats-Unis contre l’Iran, dans la mesure où l’allié turc au sein de l’OTAN opte pour une forme de diplomatie apparemment indépendante, ancrée dans l’histoire locale sans plus faire référence à l’universalisme occidentaliste, une nouvelle diplomatie turque qui reste malgré tout, malgré son travestissement en néo-islamisme sunnite, “romaine-byzantine” dans son essence, donc anti-perse et conforme aux visions américaines théorisées par Luttwak. Byzance avait en effet voulu reconquérir l’Ouest de l’Empire romain d’Occident (jusqu’à l’Espagne) afin de disposer de suffisamment de ressources pour affronter les Sassanides, tout en défendant la Syrie contre les infiltrations perses et en pariant sur les chrétiens de la péninsule arabique contre les païens arabes et les Juifs, alliés des Sassanides. Aujourd’hui, les chiites ou les alaouites voire bon nombre de chrétiens araméens remplacent les païens sémites et les Juifs d’Arabie dans le jeu de l’Iran, tandis que les chrétiens arabes pro-byzantins des 6ème et 7ème siècles sont remplacés par les sunnites turcs, saoudiens et les “Frères Musulmans” dans la stratégie néo-byzantine commune des Etats-Unis, de la Turquie, des Frères Musulmans et des wahhabites saoudiens contre la Syrie et l’Iran.

 

L’Iran, dans ce contexte conflictuel, n’a plus guère d’alliés: au Liban, le Hizbollah, certes vainqueur en 2006, est sur la défensive et ne peut contrôler l’ensemble du pays. La Syrie est pour le moment neutralisée par une guerre civile dont on ne peut prévoir l’issue (sera-ce comme en Syrie même au printemps 1982 ou comme en Libye en 2011?). La Libye est hors jeu et appartient désormais à la zone “OTAN”, tout en étant gouvernée par des anciens activistes d’Al-Qaeda (à BHL, la jactance, aux al-qaedistes, le terrain). L’Erythrée et le Soudan, plutôt favorables à l’Iran, sont trop éloignés. Si la Syrie tombe et devient ipso facto une arrière-cours de la Turquie, membre de l’OTAN, le Hizbollah disparaîtra faute de soutien, ce qui soulagera Israël. L’Iran ne disposera plus d’une “tête de pont” sur la côte méditerranéenne. La France, les Etats-Unis et la Grande-Bretagne ont donc soutenu d’anciens activistes d’Al-Qaeda en Libye et en soutiennent d’autres, avec les “Frères Musulmans”, en Syrie aujourd’hui. L’opposition syrienne reçoit 6 milliards de dollars par an. Ce soutien à des activistes d’Al-Qaeda doit nous contraindre à poser une question: qui était réellement Ben Laden? Un militant religieux anti-impérialiste ou un agent des Etats-Unis, appelé à lancer partout des opérations “fausse bannière” (false flag)? La question demeure ouverte...

 

Conclusion

 

Nous venons d’expliciter les racines du conflit syrien actuel, qui remonte au mandat français, aux troubles des années post-mandataires et à l’insurrection anti-baathiste des “Frères Musulmans” entre 1980 et 1982. Revenons aux événements d’aujourd’hui, sur le terrain. A Homs, récemment, l’armée régulière syrienne a capturé 1500 prisonniers, appartenant à l’armée des insurgés: la plupart de ces combattants étaient des étrangers; parmi eux, douze Français, dont un colonel de la DSGE. Cet épisode est tu ou minimisé par les médias. La France négocierait la libération de ses ressortissants en demandant l’intercession de la Russie de Poutine. Sarközy et Cameron, dans une déclaration commune, avaient annoncé “que les coupables seraient punis”, avouant, en quelque sorte, qu’il y a bel et bien intervention occidentale aux côtés des insurgés syriens or l’article 68 de la Constitution française stipule “qu’il est interdit de mener une guerre secrètement sans l’approbation du Parlement sous peine d’être déféré devant la Haute Cour de Justice”. Alors, dans le cas qui nous préoccupe, y a-t-il, en France aujourd’hui, “estompement de la norme” comme on dit pudiquement en Belgique quand la justice ne fait pas correctement son travail...? A la fin du mois de février 2012, 75 pays se sont réunis à Tunis pour décider de geler les avoirs de la Banque Nationale de Syrie, pour entendre l’Arabie saoudite déclarer qu’elle allait financer les rebelles syriens et leur fournir des armes (celles-ci viennent alors d‘un pays arabe et non pas d’une puissance occidentale que l’on pourrait accuser de “néo-colonialisme”). De son côté, Hilary Clinton menace: “Assad paiera le prix fort pour avoir bafoué les droits de l’homme, ses jours sont comptés”. Comme étaient comptés les jours de Kadhafi? Devons-nous réellement participer à ce genre de chasse à l’homme digne du Far West? Devons-nous tolérer qu’un homme politique fini et usé comme Verhofstadt cherche encore à se faire de la publicité en appelant au carnage comme il le fit déjà pour la Libye? Le “Conseil National Syrien” (CNS), embryon d’un gouvernement post-Assad, déclare certes qu’il protègera les minorités, tenant ainsi exactement le même langage que les Frères Musulmans en 1980-81 qui, simultanément, demandaient l’exclusion de tous les minoritaires hors des rouages de l’Etat. Les minorités pour leur part sont inquiètes et soutiennent plutôt le régime baathiste ou cherchent la protection des Russes comme au temps de l’Empire ottoman. Elles ont le souvenir de ce qui est advenu des chrétiens (toutes obédiences confondues) en Irak, elles savent ce qui advient des Coptes d’Egypte et elles se rappellent des incendies des monastères orthodoxes serbes par les bandes kosovars. Dans le monde arabe, les minorités, chrétiennes, chiites ou autres, ne survivent que sous les régimes laïques et militaires, où elles ne sont pas réduites à des communautés de citoyens de seconde zone. Elles sont persécutées quand les “Frères Musulmans” ou les wahhabites ou les salafistes prennent le pouvoir car, pour elles, c’est alors le retour à une dhimmitude pure et dure.

 

L’Europe, si elle avait été un véritable sujet politique, aurait dû plaider pour le statu quo en Libye, en Egypte et en Syrie, quitte à négocier dur avec les pouvoirs militaires ou avec les dynastes “kleptocrates” en place pour aboutir à des solutions satisfaisantes. Avec le mixte explosif de “Frères” et d’Al-Qaedistes arrivé au pouvoir avec l’appui diplomatique d’Hilary Clinton, avec les avions de combat de Sarközy et de l’OTAN, avec les mercenaires recrutés par le Qatar, grâce aussi au relais médiatique qu’ont été BHL et ses imitateurs, l’Europe, voisine immédiate de l’Afrique du Nord et du Levant, est désormais cernée sur son flanc méridional par une zone de turbulences sur laquelle elle n’a plus le moindre contrôle ni la moindre influence, vu la cassure Europe/Islam due à un rejet général, dans tous les pays européens, de l’immigration en provenance des pays musulmans, vu la disparition des laïcismes militaires et la fin annoncée des communautés chrétiennes d’Orient (lesquelles servaient jadis d’interfaces entre les deux aires civilisationnelles). La crise économique, surtout dans des pays comme la Grèce, l’Espagne ou l’Italie, fragilise encore davantage ce flanc sud de notre sous-continent. C’est la raison pour laquelle il faut se montrer extrêmement vigilant en trois points: le détroit de Gibraltar, l’espace maritime entre Sicile et Tunisie, l’Egée, sans oublier Chypre. Ces zones doivent être verrouillées, soustraites par tous les moyens à des influences dangereuses ou des flux migratoires déséquilibrants; il ne faut faire, en ces zones-clefs, aucune concession d’ordre géopolitique.

 

Les désastres libyen, égyptien, tunisien et syrien démontrent, s’il fallait encore le démontrer, que les interventions, directes ou déguisées, des Etats-Unis dans le Vieux Monde, et plus particulièrement, en ce qui nous concerne, dans l’espace euro-méditerranéen ou proche-oriental, ne conduisent qu’à des désordres difficilement surmontables, qu’à des ressacs de puissance pour l’Europe (et, partant, pour toutes les puissances européennes en dépit de la subsistance tenace d’antagonismes inter-européens, hélas toujours repérables). Carl Schmitt et Karl Haushofer nous ont rendu attentifs à ce type d’intervention “hors espace”, qui représentent toujours des modi operandi équivalant à des guerres indirectes perpétrées par les puissances thalassocratiques contre les puissances continentales ou contre les puissances du “rimland”, mi-maritimes (ou potentiellement maritimes) et mi-continentales. Les interventions “hors espace” (“raumfremd”) ne visent pas l’ordre mais le désordre, le chaos; elles visent à affaiblir à moyen ou long terme des puissances posées clairement comme ennemies ou qui sont simplement différentes, émergentes ou potentiellement génantes. Les collaborateurs européens de ces entreprises américaines (par immixtions saoudiennes et qataries interposées) sont des traitres purs et simples à l’endroit de leurs propres polities ou des opportunistes, en quête d’un privilège quelconque, ou des naïfs, incapables d’analyser la situation historique de grandes régions proches de l’Europe dont le devenir, positif ou négatif, influence nécessairement la marche des affaires en notre sous-contient et qui, de plus, ont une importance géostratégique cruciale sur la masse continentale eurasiatique et sur le pourtour de l’Océan Indien et des mers annexes, comme le Golfe ou la Mer Rouge, qui s’approchent, en leurs extrémités de la Méditerranée orientale. Il y a bel et bien une alliance entre Washington et les fondamentalistes islamistes contre l’Europe et, aujourd’hui, contre la principale puissance du concert européen, c’est-à-dire la Russie de Poutine, lequel d’après les dépêches détournées par Julian Assange dans le cadre de l’affaire dite de “Wikileaks”, est le seul personnage politique de caractère en Europe.

 

Robert STEUCKERS.

 

Notes:

 

(1) Nikolaos van DAM, The Struggle for Power in Syria – Politics and Society under Asad and the Ba’th Party, I. B. Tauris, London, 1979-2011.

 

Bibliographie:

 

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-          Tigrane YEGAVIAN, “Le chaudron syrien”, in: Carto, n°6, juillet-août 2011.

-          Tigrane YEGAVIAN, “Repères minorités: les relatios entre les chrétiens et le régime Al-Assad”, in: Moyen-Orient, n°12, oct.-déc. 2011.

 

Articles anonymes:

 

-          AA, “Un plan israélien pour le démembrement de la Syrie”, sur: http://french.irib.ir/info/

-          AA, “Le rapport de la Ligue Arabe donne des preuves de l’implication de la CIA, du MI6 et du Mossad derrière les violences en Syrie”, sur http://mediabenews.wordpress.com/

-          AA, “La crise iranienne de plus en plus intégrée dans la crise générale”, sur http://mbm.hautetfort.com/ (11/01/2012).

-          AA, “Survol historique de la Syrie et des Alaouites”, sur http://mediabenews.wordpress.com/ (24/01/2012).

 

Ouvrages/Articles lus après rédaction:

 

-          Paul DELMOTTE, “Le retour du Colonel Peters”, sur http://mbm.hautetfort.com/ (04/05/2012).

-          Mathieu GUIDERE, “Nouvelle géopolitique de l’islamisme”, in: Moyen-Orient, n°15, juillet-sept. 2012.

-          Bernard HOURCADE, “Iran-Occident: la fin d’une guerre froide?”, in: Moyen-Orient, n°15, juillet-sept. 2012.

-          Tancrède JOSSERAN, Florian LOUIS & Frédéric PICHON, Géopolitique du Moyen-orient et de l’Afrique du Nord – Du Maroc à l’Iran, PUF, Paris, 2012.

-          Peter LOGGHE, “Domineert Qatar straks de gehele Arabische ruimte?”, in Nieuwsbrief Deltastichting, Nr. 57, Maart 2012.

-          Michael LÜDERS, Iran: Der falsche Krieg – Wie der Westen seine Zukunft verspielt, C. H. Beck, München, 2012.

-          Romain MIELCAREK, “Syrie: du mensonge à la vérité – le jeu dangereux de la propagande”, in: Pays émergents, mai-juin 2012.

-          Mansouria MOKHEFI, “Le Golfe arabo-persique, quelle puissance arabe?”, in: Moyen-Orient, n°15, juillet-sept. 2012.

-          Valentina NAPOLITANO, “Le Hamas dans la tourmente révolutionnaire syrienne”, in: Moyen-Orient, n°15, juillet-sept. 2012.

-          Antoine UYTTERHAEGHE, “Syrië, de strategische inzet”, sur http://www.uitpers.be/ (12/03/2012).

-          Claus WOLFSCHLAG, “Mediales Trauerspiel im Syrienkonflikt”, sur http://www.jungefreiheit.de/ (19/04/2012).

-          Tigrane YEGAVIAN, “L’impasse syrienne”, in: Carto, n°12, juillet-août 2012.

 

dimanche, 16 septembre 2012

Léon Trotski et le cinéma comme moyen de conditionnement de masse

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Nicolas BONNAL:

Léon Trotski et le cinéma comme moyen de conditionnement de masse (et de remplacement du christianisme)

 
 
En 1923, Trotski est encore au pouvoir en URSS. Il rédige un ensemble de textes sur la question du mode de vie : un de ces textes concernant l’utilisation du cinéma comme moyen de propagande et d’élimination de toute vie religieuse et chrétienne. Comme le cinéma a essentiellement servi à cette fonction au XXe siècle, avant que la télévision ne le remplace (la gluante demi-heure du Seigneur n’aura rien changé, sinon accéléré le processus), je préfère citer ce texte qui montre qu’un programme global de déchristianisation a été mis en oeuvre aussi bien dans le monde communiste que dans celui dit libre du libéralisme et de la démocratie. Cela ne fait que conformer les analyses de Kojève sur la Fin de l’Histoire et la création du petit dernier homme nietzschéen par-delà les frontières politico-stratégiques.
Trotski cherche donc à divertir et éduquer les masses. Il remarque l’intrusion du cinéma dans la vie quotidienne et son inutilisation par les Bolcheviks - on est avant le cuirassé Potemkine ! :
« Le désir de se distraire, de se divertir, de s’amuser et de rire est un désir légitime de la nature humaine... Actuellement, dans ce domaine, le cinématographe représente un instrument qui surpasse de loin tous les autres. Cette étonnante invention a pénétré la vie de l’humanité avec une rapidité encore jamais vue dans le passé. »
 
Le cinéma s’impose vite à ses yeux comme un moyen de dressage des masses - pardon, d’éducation ! Même le dessin animé a une fonction de dressage de l’enfance, comme le montre le monde de Walt Disney ou celui de Tex Avery aux USA. On peut aussi penser à Charlot ou au cinéma de Frank Capra, caricaturaux dans leurs ambitions éducatives et mimétiques.
 
« C’est un instrument qui s’offre à nous, le meilleur instrument de propagande, quelle qu’elle soit - technique, culturelle, antialcoolique, sanitaire, politique ; il permet une propagande accessible à tous, attirante, une propagande qui frappe l’imagination ; et de plus, c’est une source possible de revenus. »
La source possible de revenus a été bien exploitée du côté de Hollywood en tout cas, avec les plus grosses fortunes de l’époque ! Comme on sait, il règne une entente cordiale à l’époque entre l’URSS et l’Amérique de Roosevelt. Le cinéaste communiste et stalinien Eisenstein y sera reçu comme un roi quelques années plus tard. Je cite Eisenstein intentionnellement car il mêle subtilement dans son oeuvre le religieux (orthodoxe) et le cinématographe. Il le fait dans son chef d’oeuvre Alexandre Nevski et surtout dans Ivan le terrible. Ce n’est pas un hasard puisque l’un doit détrôner l’autre, après l’avoir vampirisé. Voici comment Trotski présente son affaire :
« Le cinématographe rivalise avec le bistrot, mais aussi avec l’Eglise. Et cette concurrence peut devenir fatale à l’Eglise si nous complétons la séparation de l’Eglise et de l’Etat socialiste par une union de l’Etat socialiste avec le cinématographe. »
 
Trotski a une vision politique et cynique de la religion, comme Hitler ou Napoléon, et sans doute bien d’autres politiciens : pour lui elle est un spectacle que l’on pourrait remplacer.
« On ne va pas du tout à l’église par esprit religieux, mais parce qu’il y fait clair, que c’est beau, qu’il y a du monde, qu’on y chante bien ; l’Eglise attire par toute une série d’appâts socio-esthétiques que n’offrent ni l’usine, ni la famille, ni la rue. La foi n’existe pas ou presque pas. En tout cas, il n’existe aucun respect de la hiérarchie ecclésiastique, aucune confiance dans la force magique du rite. On n’a pas non plus la volonté de briser avec tout cela. »
 
436px-leon_trotsky.jpgIl perçoit dans l’Eglise un ensemble de rites et de techniques dont on ferait bien de s’inspirer. C’est ce que font les gens du showbiz comme Coppola (les Baptêmes), les grandes messes ou bien sûr Madonna. Comme le rappelle Whoopi Goldberg dans Sister Act, les gens préfèrent aller à Las Vegas et payer que se rendre à la messe pour écouter gratis du chant sacré. The show is better ! Se voulant réaliste, Trotski ajoute :
« Le divertissement, la distraction jouent un énorme rôle dans les rites de l’Eglise. L’Eglise agit par des procédés théâtraux sur la vue, sur l’ouïe et sur l’odorat (l’encens !), et à travers eux - elle agit sur l’imagination. Chez l’homme, le besoin de spectacle, voir et entendre quelque chose d’inhabituel, de coloré, quelque chose qui sorte de la grisaille quotidienne -, est très grand, il est indéracinable, il le poursuit de l’enfance à la vieillesse. »
 
Optimiste pour l’avenir, Trotski estime que le cinéma remplacera l’Eglise et le reste parce qu’il offre un show plus riche et plus varié.
« Le cinématographe n’a pas besoin d’une hiérarchie diversifiée, ni de brocart, etc. ; il lui suffit d’un drap blanc pour faire naître une théâtralité beaucoup plus prenante que celle de l’église. A l’église on ne montre qu’un "acte", toujours le même d’ailleurs, tandis que le cinématographe montrera que dans le voisinage ou de l’autre côté de la rue, le même jour et à la même heure, se déroulent à la fois la Pâque païenne, juive et chrétienne. »
 
On comprend dès lors l’importance politique, psychologique, culturelle du cinéma comme moyen de dressage de masses et même des élites, puisqu’on a fait des westerns et des films de propagande des chefs d’oeuvre du genre humain et que l’on a créé le syndrome du film-culte souvent de genre satanique ou contrôle mental. Je pense aussi aux films catastrophes, éducateurs de masses en temps de crise (c’est-à-dire tout le temps) et aux films conspiratifs comme ceux de Tony Scott, qui vient de mourir d’une curieuse mort. Le réalisateur d’Ennemi d’Etat a tristement fini comme Daniel Gravotte, alias Sean Connery, jeté d’un pont dans l’Homme qui voulut être roi, mort éminemment pontife et symbolique. J’en profite pour rappeler la mort bizarre d’un certain nombre de cinéastes spécialistes du genre : Stanley Kubrick, Alan J.Pakula, Peter George (scénariste de Dr Folamour), les passionnants documentalistes Aaron Russo et Alan Francovitch. Le lecteur pourra se faire une idée en se penchent sur leur cas. Mais gare à la conspiration !
 
Je laisse encore une fois la parole à Trotski, ce grand homme et visionnaire inspirateur, si honteusement traité par le méchant Staline ! Pour beaucoup de gens à Hollywood ce fut d’ailleurs sa seule victime !
« Le cinématographe divertit, éduque, frappe l’imagination par l’image, et ôte l’envie d’entrer à l’église. Le cinématographe est un rival dangereux non seulement du bistrot, mais aussi de l’Eglise. Tel est l’instrument que nous devons maîtriser coûte que coûte!"
 

mardi, 24 juillet 2012

L’itinéraire d’un géopolitologue allemand: Karl Haushofer

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Robert Steuckers:
L’itinéraire d’un géopolitologue allemand: Karl Haushofer

Préambule: le texte qui suit est une brève recension du premier des deux épais volumes que le Prof. Hans-Adolf Jacobsen a consacré à Karl Haushofer. Le travail à accomplir pour réexplorer en tous ses recoins l’oeuvre de Karl Haushofer, y compris sa correspondance, est encore immense. Puisse cette modeste contribution servir de base aux étudiants qui voudraient, dans une perspective néo-eurasienne, entamer une lecture des oeuvres de Haushofer et surtout analyser tous les articles parus dans sa “Zeitschrift für Geopolitik”.

Haushofer est né en 1869 dans une famille bien ancrée dans le territoire bavarois. Les archives nous rappellent que le nom apparaît dès 1352, pour désigner une famille paysanne originaire de de la localité de Haushofen. Les ancêtres maternels, eux, sont issus du pays frison dans le nord de l’Allemagne. Orphelin de mère très tôt, dès l’âge de trois ans, le jeune Karl Haushofer sera élevé par ses grands-parents maternels en Bavière dans la région du Chiemsee. Le grand-père Fraas était professeur de médecine vétérinaire à Munich. En évoquant son enfance heureuse, Haushofer, plus tard, prend bien soin de rappeler que les différences de caste étaient inexistantes en Bavière: les enfants de toutes conditions se côtoyaient et se fréquentaient, si bien que les arrogances de classe étaient inexistantes: sa bonhommie et sa gentillesse, proverbiales, sont le fruit de cette convivialité baroque: ses intiatives porteront la marque de ce trait de caractère. Haushofer se destine très tôt à la carrière militaire qu’il entame dès 1887 au 1er Régiment d’Artillerie de campagne de l’armée du Royaume de Bavière.

En mission au Japon

Le 8 août 1896, il épouse Martha Mayer-Doss, une jeune femme très cultivée d’origine séphérade, côté paternel, de souche aristocratique bavaroise, côté maternel. Son esprit logique seront le pendant nécessaire à la fantaisie de son mari, à l’effervescence bouillonnante de son esprit et surtout de son écriture. Elle lui donnera deux fils: Albrecht (1903-1945), qui sera entraîné dans la résistance anti-nazie, et Heinz (1906-?), qui sera un agronome hors ligne. Le grand tournant de la vie de Karl Haushofer, le début véritable de sa carrière de géopolitologue, commence dès son séjour en Asie orientale, plus particulièrement au Japon (de la fin 1908 à l’été 1910), où il sera attaché militaire puis instructeur de l’armée impériale japonaise. Le voyage du couple Haushofer vers l’Empire du Soleil Levant commence à Gênes et passe par Port Saïd, Ceylan, Singapour et Hong Kong. Au cours de ce périple maritime, il aborde l’Inde, voit de loin la chaîne de l’Himalaya et rencontre Lord Kitchener, dont il admire la “créativité défensive” en matière de politique militaire. Lors d’un dîner, début 1909, Lord Kitchener lui déclare “que toute confrontation entre l’Allemagne et la Grande-Bretagne coûterait aux deux puissances leurs positions dans l’Océan Pacifique au profit du Japon et des Etats-Unis”. Haushofer ne cessera de méditer ces paroles de Lord Kitchener. En effet, avant la première guerre mondiale, l’Allemagne a hérité de l’Espagne la domination de la Micronésie qu’elle doit défendre déjà contre les manigances américaines, alors que les Etats-Unis sont maîtres des principales îles stratégiques dans cet immense espace océanique: les Philippines, les Iles Hawaï et Guam. Dès son séjour au Japon, Haushofer devient avant tout un géopolitologue de l’espace pacifique: il admet sans réticence la translatio imperii en Micronésie, où l’Allemagne, à Versailles, doit céder ces îles au Japon; pour Haushofer, c’est logique: l’Allemagne est une “puissance extérieure à l’espace pacifique” tandis que le Japon, lui, est une puissance régionale, ce qui lui donne un droit de domination sur les îles au sud de son archipel métropolitain. Mais toute présence souveraine dans l’espace pacifique donne la maîtrise du monde: Haushofer n’est donc pas exclusivement le penseur d’une géopolitique eurasienne et continentale, ou un exposant érudit d’une géopolitique nationaliste allemande, il est aussi celui qui va élaborer, au fil des années dans les colonnes de la revue “Zeitschrift für Geopolitik”, une thalassopolitique centrée sur l’Océan Pacifique, dont les lecteurs les plus attentifs ne seront pas ses compatriotes allemands ou d’autres Européens mais les Soviétiques de l’agence “Pressgeo” d’Alexander Rados, à laquelle collaborera un certain Arthur Koestler et dont procèdera le fameux espion soviétique Richard Sorge, également lecteur très attentif de la “Zeitschrift für Geopolitik” (ZfG). Dans son journal, Haushofer rappelle les rapports qu’il a eus avec des personnalités soviétiques comme Tchitchérine et Radek-Sobelsohn. L’intermédiaire entre Haushofer et Radek était le Chevalier von Niedermayer, qui avait lancé des expéditions en Perse et en Afghanistan. Niedermayer avait rapporté un jour à Haushofer que Radek lisait son livre “Geopolitik der Pazifischen Ozeans”, qu’il voulait faire traduire. Radek, roublard, ne pouvait faire simplement traduire le travail d’un général bavarois et a eu une “meilleure” idée dans le contexte soviétique de l’époque: fabriquer un plagiat assorti de phraséologie marxiste et intitulé “Tychookeanskaja Probljema”. Toutes les thèses de Haushofer y était reprises, habillées d’oripeaux marxistes. Autre intermédiaire entre Radek et Haushofer: Mylius Dostoïevski, petit-fils de l’auteur des “Frères Karamazov”, qui apportait au géopolitologue allemand des exemplaires de la revue soviétique de politique internationale “Nowy Vostok” (= “Nouveau Monde”), des informations soviétiques sur la Chine et le Japon et des écrits du révolutionnaire indonésien Tan Malakka sur le mouvement en faveur de l’auto-détermination de l’archipel, à l’époque sous domination néerlandaise.

Le séjour en Extrême-Orient lui fait découvrir aussi l’importance de la Mandchourie pour le Japon, qui cherche à la conquérir pour se donner des terres arables sur la rive asiatique qui fait face à l’archipel nippon (l’achat de terres arables, notamment en Afrique, par des puissances comme la Chine ou la Corée du Sud est toujours un problème d’actualité...). Les guerres sino-japonaises, depuis 1895, visent le contrôle de terres d’expansion pour le peuple japonais coincé sur son archipel montagneux aux espaces agricoles insuffisants. Dans les années 30, elles viseront à contrôler la majeure partie des côtes chinoises pour protéger les routes maritimes acheminant le pétrole vers les raffineries nippones, denrée vitale pour l’industrie japonaise en plein développement.

Début d’une carrière universitaire

Le retour en Allemagne de Karl et Martha Haushofer se fait via le Transibérien, trajet qui fera comprendre à Haushofer ce qu’est la dimension continentale à l’heure du chemin de fer qui a réduit les distances entre l’Europe et l’Océan Pacifique. De Kyoto à Munich, le voyage prendra exactement un mois. Le résultat de ce voyage est un premier livre, “Dai Nihon – Grossjapan” (en français: “Le Japon et les Japonais”, avec une préface de l’ethnologue franco-suisse Georges Montandon). Le succès du livre est immédiat. Martha Haushofer contacte alors le Professeur August von Drygalski (Université de Munich) pour que son mari puisse suivre les cours de géographie et passer à terme une thèse de doctorat sur le Japon. Haushofer est, à partir de ce moment-là, à la fois officier d’artillerie et professeur à l’Université. En 1913, grâce à la formidable puissance de travail de son épouse Martha, qui le seconde avec une redoutable efficacité dans tous ses projets, sa thèse est prête. La presse spécialisée se fait l’écho de ses travaux sur l’Empire du Soleil Levant. Sa notoriété est établie. Mais les voix critiques ne manquent pas: sa fébrilité et son enthousiasme, sa tendance à accepter n’importe quelle dépêche venue du Japon sans vérification sourcilleuse du contenu, son rejet explicite des “puissances ploutocratiques” (Angleterre, Etats-Unis) lui joueront quelques tours et nuiront à sa réputation jusqu’à nos jours, où il n’est pas rare de lire encore qu’il a été un “mage” et un “géographe irrationnel”.

Le déclenchement de la première guerre mondiale met un terme (tout provisoire) à ses recherches sur le Japon. Les intérêts de Haushofer se focalisent sur la “géographie défensive” (la “Wehrgeographie”) et sur la “Wehrkunde” (la “science de la défense”). C’est aussi l’époque où Haushofer découvre l’oeuvre du géographe conservateur et germanophile suédois Rudolf Kjellen, auteur d’un ouvrage capital et pionnier en sciences politiques: “L’Etat comme forme de vie” (“Der Staat als Lebensform”). Kjellen avait forgé, dans cet ouvrage, le concept de “géopolitique”. Haushofer le reprend à son compte et devient ainsi, à partir de 1916, un géopolitologue au sens propre du terme. Il complète aussi ses connaissances par la lecture des travaux du géographe allemand Friedrich Ratzel (à qui l’on doit la discipline de l’anthropogéographie); c’est l’époque où il lit aussi les oeuvres des historiens anglais Gibbon (“Decline and Fall of the Roman Empire”) et Macaulay, exposant de la vision “Whig” (et non pas conservatrice) de l’histoire anglaise, étant issu de familles quaker et presbytérienne. Les événements de la première guerre mondiale induisent Haushofer à constater que le peuple allemand n’a pas reçu —en dépit de l’excellence de son réseau universitaire, de ses érudits du 19ème siècle et de la fécondité des oeuvres produites dans le sillage de la pensée organique allemande,— de véritable éducation géopolitique et “wehrgeographisch”, contrairement aux Britanniques, dont les collèges et universités ont été à même de communiquer aux élites le “sens de l’Empire”.

Réflexions pendant la première guerre mondiale

Ce n’est qu’à la fin du conflit que la fortune des armes passera dans le camp de l’Entente. Au début de l’année 1918, en dépit de la déclaration de guerre des Etats-Unis de Woodrow Wilson au Reich allemand, Haushofer est encore plus ou moins optimiste et esquisse brièvement ce qui, pour lui, serait une paix idéale: “La Courlande, Riga et la Lituanie devront garder des liens forts avec l’Allemagne; la Pologne devra en garder d’équivalents avec l’Autriche; ensuite, il faudrait une Bulgarie consolidée et agrandie; à l’Ouest, à mon avis, il faudrait le statu quo tout en protégeant les Flamands, mais sans compensation allemande pour la Belgique et évacuation pure et simple de nos colonies et de la Turquie. Dans un tel contexte, la paix apportera la sécurité sur notre flanc oriental et le minimum auquel nous avons droit; il ne faut absolument pas parler de l’Alsace-Lorraine”. L’intervention américaine lui fera écrire dans son journal: “Plutôt mourir européen que pourrir américain”.

Haushofer voulait dégager les “trois grands peuples de l’avenir”, soit les Allemands, les Russes et les Japonais, de l’étranglement que leur préparaient les puissances anglo-saxonnes. Les énergies de l’ “ours russe” devaient être canalisées vers le Sud, vers l’Inde,sans déborder ni à l’Ouest, dans l’espace allemand, ni à l’Est dans l’espace japonais. L’ “impérialisme du dollar” est, pour Haushofer, dès le lendemain de Versailles, le “principal ennemi extérieur”. Face à la nouvelle donne que constitue le pouvoir bolchevique à Moscou, Haushofer est mitigé: il rejette le style et les pratiques bolcheviques mais concède qu’elles ont libéré la Russie (et projettent de libérer demain tous les peuples) de “l’esclavage des banques et du capital”.

En 1919, pendant les troubles qui secouent Munich et qui conduisent à l’émergence d’une République des Conseils en Bavière, Haushofer fait partie des “Einwohnerwehrverbände” (des unités de défense constituées par les habitants de la ville), soit des milices locales destinées à maintenir l’ordre contre les émules de la troïka “conseilliste” et contre les pillards qui profitaient des désordres. Elles grouperont jusqu’à 30.000 hommes en armes dans la capitale bavaroise (et jusqu’à 360.000 hommes dans toute la Bavière). Ces unités seront définitivement dissoutes en 1922.

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Les résultats du Traité de Versailles

La fin de la guerre et des troubles en Bavière ramène Haushofer à l’Université, avec une nouvelle thèse sur l’expansion géographique du Japon entre 1854 et 1919. Une chaire est mise à sa disposition en 1919/1920 où les cours suivants sont prodigués à onze étudiants: Asie orientale, Inde, Géographie comparée de l’Allemagne et du Japon, “Wehrgeographie”, Géopolitique, Frontières, Anthropogéographie, Allemands de l’étranger, Urbanisme, Politique Internationale, Les rapports entre géographie, géopolitique et sciences militaires. L’objectif de ces efforts était bien entendu de former une nouvelle élite politique et diplomatique en mesure de provoquer une révision des clauses du Traité de Versailles. Pour Wilson, le principe qui aurait dû régir la future Europe après les hostilités était celui des “nationalités”. Aucune frontière des Etats issus notamment de la dissolution de l’Empire austro-hongrois ne correspondait à ce principe rêvé par le président des Etats-Unis. Dans chacun de ces Etats, constataient Haushofer et les autres exposants de la géopolitique allemande, vivaient des minorités diverses mais aussi des minorités germaniques (dix millions de personnes en tout!), auxquelles on refusait tout contact avec l’Allemagne, comme on refusait aux Autrichiens enclavés, privés de l’industrie tchèque, de la viande et de l’agriculture hongroises et croates et de toute fenêtre maritime de se joindre à la République de Weimar, ce qui était surtout le voeu des socialistes à l’époque (ils furent les premiers, notamment sous l’impulsion de leur leader Viktor Adler, à demander l’Anschluss). L’Allemagne avait perdu son glacis alsacien-lorrain et sa province riche en blé de Posnanie, de façon à rendre la Pologne plus ou moins autarcique sur le plan alimentaire, car elle ne possédait pas de bonnes terres céréalières. La Rhénanie était démilitarisée et aucune frontière du Reich était encore “membrée” pour reprendre, avec Haushofer, la terminologie forgée au 17ème siècle par Richelieu et Vauban. Dans de telles conditions, l’Allemagne ne pouvait plus être “un sujet de l’histoire”.

Redevenir un “sujet de l’histoire”

Pour redevenir un “sujet de l’histoire”, l’Allemagne se devait de reconquérir les sympathies perdues au cours de la première guerre mondiale. Haushofer parvient à exporter son concept, au départ kjellénien, de “géopolitique”, non seulement en Italie et en Espagne, où des instituts de géopolitique voient le jour (pour l’Italie, Haushofer cite les noms suivants dans son journal: Ricciardi, Gentile, Tucci, Gabetti, Roletto et Massi) mais aussi en Chine, au Japon et en Inde. La géopolitique, de facture kjellénienne et haushoférienne, se répand également par dissémination et traduction dans une quantité de revues dans le monde entier. La deuxième initiative qui sera prise, dès 1925, sera la création d’une “Deutsche Akademie”, qui avait pour but premier de s’adresser aux élites germanophones d’Europe (Autriche, Suisse, minorités allemandes, Flandre, Scandinavie, selon le journal tenu par Haushofer). Cette Académie devait compter 100 membres. L’idée vient au départ du légat de Bavière à Paris, le Baron von Ritter qui, en 1923 déjà, préconisait la création d’une institution allemande semblable à l’Institut de France ou même à l’Académie française, afin d’entretenir de bons et fructueux contacts avec l’étranger dans une perspective d’apaisement constructif. Bien que mise sur pied et financée par des organismes privés, la “Deutsche Akademie” ne connaîtra pas le succès que méritait son programme séduisant. Les “Goethe-Institute”, qui représentent l’Allemagne sur le plan culturel aujourd’hui, en sont les héritiers indirects, depuis leur fondation en 1932.

L’objectif des instituts de géopolitique, de la Deutsche Akademie et des “Goethe-Institute” est donc de générer au sein du peuple allemand une sorte d’ “auto-éducation” permanente aux faits géographiques et aux problèmes de la politique internationale. Cette “auto-éducation” ou “Selbsterziehung” repose sur un impératif d’ouverture au monde, exactement comme Karl et Martha Haushofer s’étaient ouverts aux réalités indiennes, asiatiques, pacifiques et sibériennes entre 1908 et 1910, lors de leur mission militaire au Japon. Haushofer explique cette démarche dans un mémorandum rédigé dans sa villa d’Hartschimmelhof en août 1945. La première guerre mondiale, y écrit-il, a éclaté parce que les 70 nations, qui y ont été impliquées, ne possédaient pas les outils intellectuels pour comprendre les actions et les manoeuvres des autres; ensuite, les idéologies dominantes avant 1914 ne percevaient pas la “sacralité de la Terre” (“das Sakrale der Erde”). Des connaissances géographiques et historiques factuelles, couplées à cette intuition tellurique —quasi romantique et mystique à la double façon du “penseur et peintre tellurique” Carl Gustav Carus, au 19ème siècle, et de son héritier Ludwig Klages qui préconise l’attention aux mystères de la Terre dans son discours aux mouvements de jeunesse lors de leur rassemblement de 1913— auraient pu contribuer à une entente générale entre les peuples: l’intuition des ressources de Gaia, renforcée par une “tekhnê” politique adéquate, aurait généré une sagesse générale, partagée par tous les peuples de la Terre. La géopolitique, dans l’optique de Haushofer, quelques semaines après la capitulation de l’Allemagne, aurait pu constituer le moyen d’éviter toute saignée supplémentaire et toute conflagration inutile (cf. Jacobsen, tome I, pp. 258-259).

Une géopolitique révolutionnaire dans les années 20

En dépit de ce mémorandum d’août 1945, qui regrette anticipativement la disparition de toute géopolitique allemande, telle que Haushofer et son équipe l’avaient envisagée, et souligne la dimension “pacifiste”, non au sens usuel du terme mais selon l’adage latin “Si vis pacem, para bellum” et selon l’injonction traditionnelle qui veut que c’est un devoir sacré (“fas”) d’apprendre de l’ennemi, Haushofer a été aussi et surtout —c’est ce que l’on retient de lui aujourd’hui— l’élève rebelle de Sir Halford John Mackinder, l’élève qui inverse les intentions du maître en retenant bien la teneur de ses leçons; pour Mackinder, à partir de son célèbre discours de 1904 au lendemain de l’inauguration du dernier tronçon du Transibérien, la dynamique de l’histoire reposait sur l’opposition atavique et récurrente entre puissances continentales et puissances maritimes (ou thalassocraties). Les puissances littorales du grand continent eurasiatique et africain sont tantôt les alliées des unes tantôt celles des autres. Dans les années 20, où sa géopolitique prend forme et influence les milieux révolutionnaires (dont les cercles que fréquentaient Ernst et Friedrich-Georg Jünger ainsi que la figure originale que fut Friedrich Hielscher, sans oublier les communistes gravitant autour de Radek et de Rados), Haushofer énumère les puissances continentales actives, énonciatrices d’une diplomatie originale et indépendante face au monde occidental anglo-saxon ou français: l’Union Soviétique, la Turquie (après les accords signés entre Mustafa Kemal Atatürk et le nouveau pouvoir soviétique à Moscou), la Perse (après la prise du pouvoir par Reza Khan), l’Afghanistan, le sous-continent indien (dès qu’il deviendra indépendant, ce que l’on croit imminent à l’époque en Allemagne) et la Chine. Il n’y incluait ni l’Allemagne (neutralisée et sortie du club des “sujets de l’histoire”) ni le Japon, puissance thalassocratique qui venait de vaincre la flotte russe à Tsoushima et qui détenait le droit, depuis les accords de Washington de 1922 d’entretenir la troisième flotte du monde (le double de celle de la France!) dans les eaux du Pacifique. Pour “contenir” les puissances de la Terre, constate Haushofer en bon lecteur de Mackinder, les puissances maritimes anglo-saxonnes ont créé un “anneau” de bases et de points d’appui comme Gibraltar, Malte, Chypre, Suez, les bases britanniques du Golfe Persique, l’Inde, Singapour, Hong Kong ainsi que la Nouvelle-Zélande et l’Australie, un cordon d’îles et d’îlots plus isolés (Tokelau, Suvarov, Cook, Pitcairn, Henderson, ...) qui s’étendent jusqu’aux littoraux du cône sud de l’Amérique du Sud. L’Indochine française, l’Insulinde néerlandaise et les quelques points d’appui et comptoirs portugais sont inclus, bon gré mal gré, dans ce dispositif en “anneau”, commandé depuis Londres.

Les Philippines, occupées depuis la guerre hispano-américaine puis philippino-américaine de 1898 à 1911 par les Etats-Unis, en sont le prolongement septentrional. Le Japon refuse de faire partie de ce dispositif qui permet pourtant de contrôler les routes du pétrole acheminé vers l’archipel nippon. L’Empire du Soleil Levant cherche à être une double puissance: 1) continentale avec la Mandchourie et, plus tard, avec ses conquêtes en Chine et avec la satellisation tacite de la Mongolie intérieure, et 2) maritime en contrôlant Formose, la presqu’île coréenne et la Micronésie, anciennement espagnole puis allemande. L’histoire japonaise, après Tsoushima, est marquée par la volonté d’assurer cette double hégémonie continentale et maritime, l’armée de terre et la marine se disputant budgets et priorités.

Un bloc continental défensif

Haushofer souhaite, à cette époque, que le “bloc continental”, soviéto-turco-perso-afghano-chinois, dont il souhaite l’unité stratégique, fasse continuellement pression sur l’ “anneau” de manière à le faire sauter. Cette unité stratégique est une “alliance pression/défense”, un “Druck-Abwehr-Verband”, soit une alliance de facto qui se défend (“Abwehr”) contre la pression (“Druck”) qu’exercent les bases et points d’appui des thalassocraties, contre toutes les tentatives de déploiement des puissances continentales. Haushofer dénonce, dans cette optique, le colonialisme et le racisme, qui en découle, car ces “ismes” bloquent la voie des peuples vers l’émancipation et l’auto-détermination. Dans l’ouvrage collectif “Welt in Gärung” (= “Le monde en effervescence”), Haushofer parle des “gardiens rigides du statu quo” (“starre Hüter des gewesenen Standes”) qui sont les obstacles (“Hemmungen”) à toute paix véritable; ils provoquent des révolutions bouleversantes et des effondrements déstabilisants, des “Umstürze”, au lieu de favoriser des changements radicaux et féconds, des “Umbrüche”. Cette idée le rapproche de Carl Schmitt, quand ce dernier critique avec acuité et véhémence les traités imposés par Washington dans le monde entier, dans le sillage de l’idéologie wilsonienne, et les nouvelles dispositions, en apparence apaisantes et pacifistes, imposées à Versailles puis à Genève dans le cadre de la SdN. Carl Schmitt critiquait, entre autres, et très sévèrement, les démarches américaines visant la destruction définitive du droit des gens classique, le “ius publicum europaeum” (qui disparait entre 1890 et 1918), en visant à ôter aux Etats le droit de faire la guerre (limitée), selon les théories juridiques de Frank B. Kellogg dès la fin des années 20. Il y a tout un travail à faire sur le parallèlisme entre Carl Schmitt et les écoles géopolitiques de son temps.

En dépit du grand capital de sympathie dont bénéficiait le Japon chez Haushofer depuis son séjour à Kyoto, sa géopolitique, dans les années 20, est nettement favorable à la Chine, dont le sort, dit-il, est similaire à celui de l’Allemagne. Elle a dû céder des territoires à ses voisins et sa façade maritime est neutralisée par la pression permanente qui s’exerce depuis toutes les composantes de l’ “anneau”, constitués par les points d’appui étrangers (surtout l’américain aux Philippines). Haushofer, dans ses réflexions sur le destin de la Chine, constate l’hétérogénéité physique de l’ancien espace impérial chinois: le désert de Gobi sépare la vaste zone de peuplement “han” des zones habitées par les peuples turcophones, à l’époque sous influence soviétique. Les montagnes du Tibet sont sous influence britannique depuis les Indes et cette influence constitue l’avancée la plus profonde de l’impérialisme thalassocratique vers l’intérieur des terres eurasiennes, permettant de surcroît de contrôler le “chateau d’eau” tibétain où les principaux fleuves d’Asie prennent leur source (à l’Ouest, l’Indus et le Gange; à l’Est, le Brahmapoutre/Tsangpo, le Salouen, l’Irawadi et le Mékong). La Mandchourie, disputée entre la Russie et le Japon, est toutefois majoritairement peuplée de Chinois et reviendra donc tôt ou tard chinoise.

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Sympathie pour la Chine mais soutien au Japon

Haushofer, en dépit de ses sympathies pour la Chine, soutiendra le Japon dès le début de la guerre sino-japonaise (qui débute avec l’incident de Moukden en septembre 1931). Cette option nouvelle vient sans doute du fait que la Chine avait voté plusieurs motions contre l’Allemagne à la SdN, que tous constataient que la Chine était incapable de sortir par ses propres forces de ses misères. Le Japon apparaissait dès lors comme une puissance impériale plus fiable, capable d’apporter un nouvel ordre dans la région, instable depuis les guerres de l’opium et la révolte de Tai-Peh. Haushofer avait suivi la “croissance organique” du Japon mais celui-ci ne cadrait pas avec ses théories, vu sa nature hybride, à la fois continentale depuis sa conquête de la Mandchourie et thalassocratique vu sa supériorité navale dans la région. Très branché sur l’idée mackindérienne d’ “anneau maritime”, Haushofer estime que le Japon demeure une donnée floue sur l’échiquier international. Il a cherché des explications d’ordre “racial”, en faisant appel à des critères “anthropogéographiques” (Ratzel) pour tenter d’expliquer l’imprécision du statut géopolitique et géostratégique du Japon: pour lui, le peuple japonais est originaire, au départ, des îles du Pacifique (des Philippines notamment et sans doute, antérieurement, de l’Insulinde et de la Malaisie) et se sent plus à l’aise dans les îles chaudes et humides que sur le sol sec de la Mandchourie continentale, en dépit de la nécessité pour les Japonais d’avoir à disposition cette zone continentale afin de “respirer”, d’acquérir sur le long terme, ce que Haushofer appelle un “Atemraum”, un espace de respiration pour son trop-plein démographique.

L’Asie orientale est travaillée, ajoute-t-il, par la dynamique de deux “Pan-Ideen”, l’idée panasiatique et l’idée panpacifique. L’idée panasiatique concerne tous les peuples d’Asie, de la Perse au Japon: elle vise l’unité stratégique de tous les Etats asiatiques solidement constitués contre la mainmise occidentale. L’idée panpacifique vise, pour sa part, l’unité de tous les Etats riverains de l’Océan Pacifique (Chine, Japon, Indonésie, Indochine, Philippines, d’une part; Etats-Unis, Mexique, Pérou et Chili, d’autre part). On retrouve la trace de cette idée dans les rapports récents ou actuels entre Etats asiatiques (surtout le Japon) et Etats latino-américains (relations commerciales entre le Mexique et le Japon, Fujimori à la présidence péruvienne, les théories géopolitiques et thalassopolitiques panpacifiques du général chilien Pinochet, etc.). Pour Haushofer, la présence de ces deux idées-forces génère un espace fragilisé (riche en turbulences potentielles, celles qui sont à l’oeuvre actuellement) sur la plage d’intersection où ces idées se télescopent. Soit entre la Chine littorale et les possessions japonaises en face de ces côtes chinoises. Tôt ou tard, pense Haushofer, les Etats-Unis utiliseront l’idée panpacifique pour contenir toute avancée soviétique en direction de la zone océanique du Pacifique ou pour contenir une Chine qui aurait adopté une politique continentaliste et panasiatique. Haushofer manifeste donc sa sympathie à l’égard du panasiatisme. Pour lui, le panasiatisme est “révolutionnaire”, apportera un réel changement de donne, radical et définitif, tandis que le panpacifisme est “évolutionnaire”, et n’apportera que des changements mineurs toujours susceptibles d’être révisés. Le Japon, en maîtrisant le littoral chinois et une bonne frange territoriale de l’arrière-pays puis en s’opposant à toute ingérence occidentale dans la région, opte pour une démarche panasiatique, ce qui explique que Haushofer le soutient dans ses actions en Mandchourie. Puis en fera un élément constitutif de l’alliance qu’il préconisera entre la Mitteleuropa, l’Eurasie (soviétique) et le Japon/Mandchourie orientant ses énergies vers le Sud.

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Toutes ces réflexions indiquent que Haushofer fut principalement un géopolitologue spécialisé dans le monde asiatique et pacifique. La lecture de ses travaux sur ces espaces continentaux et maritimes demeure toujours aujourd’hui du plus haut intérêt, vu les frictions actuelles dans la région et l’ingérence américaine qui parie, somme toute, sur une forme actualisée du panpacifisme pour maintenir son hégémonie et contenir une Chine devenue pleinement panasiatique dans la mesure où elle fait partie du “Groupe de Shanghai” (OCS), tout en orientant vers le sud ses ambitions maritimes, heurtant un Vietnam qui s’aligne désormais sur les Etats-Unis, en dépit de la guerre atroce qui y a fait rage il y a quelques décennies. On n’oubliera pas toutefois que Kissinger, en 1970-72, avait parié sur une Chine maoïste continentale (sans grandes ambitions maritimes) pour contenir l’URSS. La Chine a alors eu une dimension “panpacifiste” plutôt que “panasiatique” (comme l’a souligné à sa manière le général et géopolitologue italien Guido Giannettini). Les stratégies demeurent et peuvent s’utiliser de multiples manières, au gré des circonstances et des alliances ponctuelles.

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Réflexions sur l’Inde

Reste à méditer, dans le cadre très restreint de cet article, les réflexions de Haushofer sur l’Inde. Si l’Inde devient indépendante, elle cessera automatiquement d’être un élément essentiel de l’ “anneau” pour devenir une pièce maîtresse du dispositif continentaliste/panasiatique. Le sous-continent indien est donc marqué par une certaine ambivalence: il est soit la clef de voûte de la puissance maritime britannique, reposant sur la maîtrise totale de l’Océan Indien; soit l’avant-garde des puissances continentales sur le “rimland” méridional de l’Eurasie et dans la “Mer du Milieu” qu’est précisément l’Océan Indien. Cette ambivalence se retrouve aujourd’hui au premier plan de l’actualité: l’Inde est certes partie prenante dans le défi lancé par le “Groupe de Shanghai” et à l’ONU (où elle ne vote pas en faveur des interventions réclamées par l’hegemon américain) mais elle est sollicitée par ce même hegemon pour participer au “containment” de la Chine, au nom de son vieux conflit avec Beijing pour les hauteurs himalayennes de l’Aksai Chin en marge du Cachemire/Jammu et pour la question des barrages sur le Brahmapoutre et de la maîtrise du Sikkim. Haushofer constatait déjà, bien avant la partition de l’Inde en 1947, suite au départ des Britanniques, que l’opposition séculaire entre Musulmans et Hindous freinera l’accession de l’Inde à l’indépendance et/ou minera son unité territoriale ou sa cohérence sociale. Ensuite, l’Inde comme l’Allemagne (ou l’Europe) de la “Kleinstaaterei”, a été et est encore un espace politiquement morcelé. Le mouvement indépendantiste et unitaire indien est, souligne-t-il, un modèle pour l’Allemagne et l’Europe, dans la mesure, justement, où il veut sauter au-dessus des différences fragmentantes pour redevenir un bloc capable d’être pleinement “sujet de l’histoire”.

Voici donc quelques-unes des idées essentielles véhiculées par la “Zeitschrift für Geopolitik” de Haushofer. Il y a en a eu une quantité d’autres, parfois fluctuantes et contradictoires,  qu’il faudra réexhumer, analyser et commenter en les resituant dans leur contexte. La tâche sera lourde, longue mais passionnante. La géopolitique allemande de Haushofer est plus intéressante à analyser dans les années 20, où elle prend tout son essor, avant l’avènement du national-socialisme, tout comme la mouvance nationale-révolutionnaire, plus ou moins russophile, qui cesse ses activités à partir de 1933 ou les poursuit vaille que vaille dans la clandestinité ou l’exil. Reste aussi à examiner les rapports entre Haushofer et Rudolf Hess, qui ne cesse de tourmenter les esprits. Albrecht Haushofer, secrétaire de la “Deutsche Akademie” et fidèle disciple de ses parents, résume en quelques points les erreurs stratégiques de l’Allemagne dont:
a)    la surestimation de la force de frappe japonaise pour faire fléchir en Asie la résistance des thalassocraties;
b)    la surestimation des phénomènes de crise en France avant les hostilités;
c)    la sous-estimation de la durée temporelle avec laquelle on peut éliminer militairement un problème;
d)    la surestimation des réserves militaires allemandes;
e)    la méconnaissance de la psychologie anglaise, tant celle des masses que celle des dirigeants;
f)    le désintérêt pour l’Amérique.
Albrecht Haushofer, on le sait, sera exécuté d’une balle dans la nuque par la Gestapo à la prison de Berlin-Moabit en 1945. Ses parents, arrêtés par les Américains, questionnés, seront retrouvés pendus à un arbre au fond du jardin de leur villa d’Hartschimmelhof, le 10 mars 1946. Karl Haushofer était malade, déprimé et âgé de 75 ans.

L’Allemagne officielle ne s’est donc jamais inspirée de Haushofer ni sous la République de Weimar ni sous le régime national-socialiste ni sous la Bundesrepublik. Néanmoins bon nombre de collaborateurs de Haushofer ont poursuivi leurs travaux géopolitiques après 1945. Leurs itinéraires, et les fluctuations de ceux-ci devrait pouvoir constituer un objet d’étude. De 1951 à 1956, la ZfG reparaît, exactement sous la même forme qu’au temps de Haushofer. Elle change ensuite de titre pour devenir la “Zeitschrift für deutsches Auslandswissen” (= “Revue allemande pour la connaissance de l’étranger”), publiée sous les auspices d’un “Institut für Geosoziologie und Politik”. Elle paraît sous la houlette d’un disciple de Haushofer, le Dr. Hugo Hassinger. En 1960, le géographe Adolf Grabowsky, qui a également fait ses premières armes aux côtés de Haushofer, publie, en n’escamotant pas le terme “géopolitique”, un ouvrage remarqué, “Raum, Staat und Geschichte – Grundlegung der Geopolitik” (= “Espace, Etat et histoire – Fondation de la géopolitique”). Il préfèrera parler ultérieurement de “Raumkraft” (de “force de l’espace”). Les ouvrages qui ont voulu faire redémarrer une géopolitique allemande dans le nouveau contexte européen sont sans contexte ceux 1) du Baron Heinrich Jordis von Lohausen, dont le livre “Denken in Kontinenten” restera malheureusement confiné aux cercles conservateurs, nationaux et nationaux-conservateurs, “politiquement correct” oblige, bien que Lohausen ne développait aucun discours incendiaire ou provocateur, et 2) du politologue Heinz Brill, “Geopolitik heute”, où l’auteur, professeur à l’Académie militaire de la Bundeswehr, ose, pour la première fois, au départ d’une position officielle au sein de l’Etat allemand, énoncer un programme géopolitique, inspiré des traditions léguées par les héritiers de Haushofer, surtout ceux qui, comme Fochler-Hauke ou Pahl, ont poursuivi une quête d’ordre géopolitique après la mort tragique de leur professeur et de son épouse. A tous d’oeuvrer, désormais, pour exploiter tous les aspects de ces travaux, s’étendant sur près d’un siècle.

Robert Steuckers,
Forest-Flotzenberg, juin 2012.

Bibliographie:

Hans EBELING, Geopolitik – Karl Haushofer und seine Raumwissenschaft 1919-1945, Akademie Verlag, 1994.
Karl HAUSHOFER, Grenzen in ihrer geographischen und politischen Bedeutung, Kurt Vowinckel Verlag, Berlin-Grunewald, 1927.
Karl HAUSHOFER u. andere, Raumüberwindende Mächte, B.G. Teubner, Leipzig/Berlin, 1934.
Karl HAUSHOFER, Weltpolitik von heute, Verlag Zeitgeschichte, Berlin, 1934.
Karl HAUSHOFER & Gustav FOCHLER-HAUKE, Welt in Gärung – Zeitberichte deutscher Geopolitiker, Verlag von Breitkopf u. Härtel, Leipzig, 1937.
Karl HAUSHOFER, Weltmeere und Weltmächte, Zeitgeschichte-Verlag, Berlin, 1937.
Karl HAUSHOFER, Le Japon et les Japonais, Payot, Paris, 1937 (préface et traduction de Georges Montandon).
Karl HAUSHOFER, De la géopolitique, FAYARD, Paris, 1986 (préface du Prof. Jean Klein; introduction du Prof. H.-A. Jacobsen).
Hans-Adolf JACOBSEN, Karl Haushofer, Leben und Werk, Band 1 & 2, Harald Boldt Verlag, Boppard am Rhein, 1979.
Rudolf KJELLEN, Die Grossmächte vor und nach dem Weltkriege, B. G. Teubner, Leipzig/Berlin, 1930.
Günter MASCHKE, “Frank B. Kellogg siegt am Golf – Völkerrechtgeschichtliche Rückblicke anlässlich des ersten Krieges des Pazifismus”, in Etappe, Nr. 7, Bonn, Oktober 1991.
Emil MAURER, Weltpolitik im Pazifik, Goldmann, Leipzig, 1942.
Armin MOHLER, “Karl Haushofer”, in Criticon, Nr. 56, Nov.-Dez. 1979.
Perry PIERIK, Karl Haushofer en het nationaal-socialisme – Tijd, werk en invloed, Aspekt, Soesterberg, 2006.
Robert STEUCKERS, “Les thèmes de la géopolitique et de l’espace russe dans la vie culturelle berlinoise de 1918 à 1945 – Karl Haushofer, Oskar von Niedermayer & Otto Hoetzsch”, in Nouvelles de Synergies européennes, n°57-58, Forest, août-octobre 2002 [recension de: Karl SCHLÖGEL, Berlin Ostbahnhof Europas – Russen und Deutsche in ihrem Jahrhundert, Siedler, Berlin, 1998].

lundi, 16 juillet 2012

Il nuovo ordine giapponese in Asia nel 1941-42 rese inevitabile la fine del colonialismo occidentale

Il nuovo ordine giapponese in Asia nel 1941-42 rese inevitabile la fine del colonialismo occidentale

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Non è uno sterile esercizio di retorica e non è neppure una forma di nostalgia verso la “ucronia” o “storia alternativa” teorizzata dal filosofo Charles Renouvier, in polemica con il determinismo positivista, domandarsi che cosa sarebbe accaduto se la politica giapponese in Asia, negli anni del secondo conflitto mondiale, fosse stata diversa da quella che è stata; o meglio, se avesse privilegiato alcuni elementi che pure in essa erano presenti, a scapito di altri – dettati specialmente dai militari – che finirono per prevalere nettamente.

 

Che cosa sarebbe accaduto, in particolare, se la “sfera di co-prosperità della grande Asia Orientale” non fosse stato un semplice slogan propagandistico, ma avesse tenuto nel debito conto le esigenze e le aspirazioni nazionali dei popoli coloniali, dalla Birmania alla Malacca, dall’Indocina alle Indie Orientali olandesi, per non parlare della Manciuria e dell’India stessa, la quale ultima, pur non essendo stata occupata dalle armate nipponiche, fu tuttavia minacciata da vicino, mentre un esercito nazionale indiano veniva armato ed istruito sotto la guida prestigiosa di Subhas Chandra Bose, già presidente del Partito del Congresso e oppositore della linea nonviolenta di Gandhi?

Che cosa sarebbe accaduto se, una volta occupato l’immenso territorio che va dalle pendici dell’Himalaya alle isole Salomone e dalla Manciuria a Singapore, le autorità giapponesi non si fossero limitate a sfruttare nel loro esclusivo interesse le forze indipendentistiche locali, ma avessero dato loro una effettiva autonomia, cointeressandole alla sconfitta finale delle potenze occidentali e stabilendo verso di esse un rapporto paritario, invece di spremere le risorse economiche ed umane di quei territori, con una spietatezza che fece loro rimpiangere, in molti casi, la precedente dominazione coloniale europea o (nel caso delle Filippine) americana?

Certo, si potrebbe rispondere che se ciò non avvenne, e l’ottuso militarismo giapponese sciupò in tal modo una straordinaria occasione di mobilitare l’immenso potenziale asiatico contro l’Occidente (si pensi solo a quel che accadde nel Vietnam dopo la guerra e il ritorno dei Francesi), ciò non fu per un caso o per una imprevedibile fatalità, ma perché le vedute politiche del governo giapponese e, in genere, della sua classe dirigente, non andarono mai oltre una visione grettamente nazionalistica e, diciamolo pure, razzista, fondata sulla presunta superiorità degli abitanti del Giappone imperiale, “stirpe divina” della dea Amaterasu, non solo rispetto ai detestati occidentali, ma anche rispetto agli altri popoli dell’Asia.

E ciò è innegabilmente vero.

Tuttavia, non si deve tacere il fatto che una minoranza di menti illuminate, specialmente fra i membri civili del governo imperiale nipponico, aveva invece compreso il grandissimo valore del nazionalismo pan-asiatico quale strumento di lotta contro l’Occidente; e, inoltre, che il processo di formazione di una moderna coscienza nazionale era già in atto, specialmente in alcuni Paesi (l’India in primis) e che, pertanto, una intelligente politica giapponese avrebbe dovuto soltanto assecondarlo e favorirlo, non già creare o “inventare” qualche cosa che ancora non esisteva, almeno nei Paesi più evoluti o dove esistevano delle élites culturalmente formate in senso europeo o americano, che avevano preso sul serio la lezione del Risorgimento italiano e, in genere, della lotta per l’indipendenza dei popoli europei prima e dopo la guerra 1914-18.

Potremmo spingere lo sguardo ancora più in là e domandarci che cosa sarebbe avvenuto se una siffatta politica, lungimirante e realistica, fosse stata adottata dalle forze dell’Asse in Europa, particolarmente dalle autorità tedesche in Polonia, Ucraina, Russia e nei Balcani, oltre che in Francia, Belgio, Olanda, Danimarca e Norvegia, invece di instaurare un regime di occupazione che deluse e disgustò quelle stesse popolazioni che, in un primo tempo, avevano accolto l’avanzata germanica con sentimenti in parte favorevoli o, comunque, ancora incerti e suscettibili di positivi sviluppi. Si pensi, ad esempio, a come sarebbero potute andare le cose sul fronte orientale, se l’armata anticomunista del generale Vlasov fosse stata dotata di mezzi adeguati e se questa carta fosse stata giocata dai Tedeschi prima e con più convinzione, e non quando ormai le sorti della guerra in quel teatro erano praticamente segnate.

Ciò equivarrebbe a domandarsi se la seconda guerra mondiale, nel suo complesso, fu davvero combattuta tra le forze del “nuovo” e quelle del “vecchio”, ossia, come recitava la propaganda fascista, tra “il sangue” e “l’oro”; o se non fu, invece (e salvo alcune eccezioni) l’ennesimo scontro fra potenze, vecchie e nuove, interessate solo a uno sfruttamento miope ed egoistico delle risorse mondiali, secondo gli schemi collaudati nei secoli della modernità, dall’avventura dei “conquistadores” spagnoli in avanti.

In questo senso, si potrebbe anche dire che l’unico membro del Tripartito le cui vedute andavano, almeno in parte, al di là di tale visione grettamente obsoleta della politica estera, era proprio l’Italia; e i maligni potrebbero aggiungere che ciò avveniva proprio perché, essendo la potenza più debole, non aveva forze bastanti per condurre una vera politica imperiale e doveva necessariamente puntare più a destabilizzare gli imperi avversari, facendo leva sui nazionalismi dei popoli soggetti. Così si può interpretare la politica filo-islamica e filo-araba di Mussolini, finché la valle del Nilo e il Canale di Suez furono a portata delle forze italo-tedesche del Nordafrica; e così le simpatie del Gran Muftì per l’Italia, almeno fino a che le vicende della guerra, a noi sfavorevoli, non lo indussero a rivolgersi piuttosto verso la Germania.

Inoltre, per far leva sui nazionalismi dei popoli coloniali sarebbe stato necessario mostrare la capacità militare di aiutarli validamente a scrollare il giogo delle potenze alleate; mentre l’esito disastroso della rivolta anti-inglese irachena scatenata da Rashid Ali el Gaylani nell’aprile-maggio 1941, e la palese incapacità dell’Asse di supportarla in maniera adeguata, mostrarono al mondo arabo che non vi erano margini concreti per una azione coordinata con la Germania e l’Italia per colpire in modo decisivo l’Impero britannico in quell’area.

Anche in Europa, è noto che la politica italiana prima della seconda guerra mondiale era stata piuttosto quella di aggregare una coalizione danubiano-balcanica in funzione antifrancese e antibritannica, piuttosto che quella di sottomettere direttamente quelle nazioni. Tale politica era culminata con la firma del cosiddetto protocollo di Roma, il 17 marzo 1934, fra Mussolini, Dollfuss e Gömbös, primo ministro magiaro, che in pratica includeva l’Austria a l’Ungheria nella sfera d’influenza italiana; ma si era poi sgretolata con l’abbandono del “fronte di Stresa” e con il riavvicinamento italo-tedesco del 1936, all’epoca della guerra d’Etiopia, quando (per usare l’espressione dello storico Gordon Brook Shepherd) l’attenzione di Mussolini fu spostata dal bacino del Danubio all’alto corso del Nilo.

Nei primi mesi del 1943, dopo la duplice sconfitta di El Alamein e di Stalingrado, un nuovo blocco fra l’Italia e gli scoraggiati alleati minori dell’Asse (Ungheria, Romania, Bulgaria) stava potenzialmente riformandosi, con l’obiettivo a breve termine di persuadere Hitler, d’accordo col Giappone, a giungere ad una pace negoziata con l’Unione Sovietica; o, in alternativa, ad uscire dal Tripartito e abbandonare l’alleanza con la Germania. Ma le vicende del 25 luglio e, poi, dell’8 settembre, fecero abortire il tentativo: e si noti che ancora la mattina dopo il voto del Gran Consiglio e poche ore prima di essere arrestato, Mussolini si incontrava con l’ambasciatore giapponese a Roma, Hidaka, per concertare la pressione da svolgere su Hitler in vista dell’apertura di una trattativa coi Sovietici.

Ma torniamo al Giappone e al suo mancato sfruttamento della politica panasiatica basata sugli slogan della “co-prosperità” e della “più grande Asia orientale”.

Non si dimentichi che la guerra del Pacifico è tuttora considerata, dai Giapponesi, come una episodio a sé stante, staccato dal contesto che gli storici europei e americani chiamano, genericamente, la “seconda guerra mondiale”; e che essa incominciò non dopo l’attacco di Hitler alla Polonia, e cioè con il bombardamento di Pearl Harbor del 7 dicembre 1941, ma alcuni anni prima, e cioè con l’incidente al ponte Marco Polo di Pechino e con l’inizio della guerra sino-giapponese, il 7 luglio 1937.

Al tempo stesso, essi la considerano – e non del tutto a torto – come una guerra sostanzialmente difensiva, cui il Giappone fu tirato per i capelli dalla politica statunitense mirante ad accerchiarlo e metterlo in ginocchio con il blocco delle importazioni di materie prime. Anche la strategia giapponese fu originata essenzialmente da esigenze economiche: in particolare, la campagna delle Indie Olandesi fu dettata dalla necessità di impadronirsi del petrolio necessario all’industria bellica e specialmente alla flotta (più o meno come il petrolio romeno era indispensabile alla macchina bellica tedesca); e la campagna di Malacca, culminata nell’attacco a Singapore, non fu che la sua necessaria premessa tattica.

Tali esigenze economiche spiegano, almeno in parte, la diversità di trattamento riservata dal Giappone alle forze indipendentiste indonesiane (ma sarebbe meglio dire giavanesi, dato che un sentimento nazionale indonesiano ancora non esisteva) rispetto a quelle indiane, birmane o allo stesso governo fantoccio cinese. Infatti, Giava, Sumatra, Borneo e Celebes dovevano restare delle semi-colonie nipponiche, di cui la madrepatria non avrebbe potuto fare a meno senza dover rinunciare a tutta la sua politica imperiale; mentre gli altri Paesi, una volta divenuti indipendenti, avrebbero anche potuto essere trattati come soci alla pari, o quasi.

Il potenziale rivoluzionario dell’India, in particolare, era immenso; e fu certo un grave errore quello di non aver sostenuto in maniera convinta il movimento di Chandra Bose, lesinandogli i mezzi e trattandolo con malcelata diffidenza. Una rivolta indiana alle spalle del fronte birmano avrebbe potuto avere conseguenze incalcolabili e far crollare il dominio coloniale britannico; mentre in Birmania, nel 1944, l’ultima offensiva giapponese si risolse in un disastro, quando già l’Assam e il Bengala sembravano a portata di mano, cosa che provocò la fine del sogno di Bose (che aveva stabilito la sede provvisoria del suo governo, l’Hazad Hind, a Port Blair, nelle Isole Andamane). Per inciso, di Bose si parla ancor oggi poco e malvolentieri, fra gli storici occidentali: un po’ perché gli si preferisce l’immagine più rassicurante del Mahatma Gandhi, e molto perché Bose fu amico di Mussolini e Hitler, ciò che lo rende politicamente impresentabile nel salotto buono della cultura democratica odierna, tutta miele e buone intenzioni.

Generalmente, poi, in Occidente si pensa che la guerra doveva finire come è finita, data la sproporzione delle forze in campo; e la tenacissima resistenza delle forze armate giapponesi a Tarawa, Okinawa, Iwo Jima, viene immancabilmente presentata come un esempio di fanatismo folle e irresponsabile, dettato dal disprezzo della vita umana. Per un Occidentale, è cosa ovvia che, quando la superiorità materiale del nemico si delinea schiacciante, non resta altro da fare che arrendersi; ma ciò deriva dalla concezione materialistica della storia, e più in generale della vita, tipica dell’Occidente.

Per la cultura giapponese, e più specificamente per la religione scintoista, quel che conta non è un preventivo puramente materiale delle forze in campo, ma la capacità del singolo individuo di sacrificarsi fino all’estremo, se necessario, per la salvezza comune (della squadra, del gruppo, della patria): solo così si può entrare nella giusta ottica per comprendere il fenomeno dei “kamikaze” o quello dei soldati che rifiutarono di arrendersi e continuarono a resistere, nella giungla di qualche sperduta isola del Pacifico, per molti e molti anni dopo che la guerra era cessata.

Dunque, se il Giappone fosse stato in grado di mobilitare a fondo le forze nazionaliste dell’India, della Birmania, della Malesia, delle Filippine e delle Indie Orientali olandesi, non è scontato che la guerra sarebbe finita come è finita; del resto, la guerra del Vietnam e, poi, quella dell’Afghanistan, hanno mostrato cosa può fare un piccolo popolo, privo di armi moderne e di una moderna industria, contro una superpotenza mondiale, purché la coscienza nazionale sia salda e le condizioni del terreno siano favorevoli alla guerriglia.

Fra parentesi, lo stesso ragionamento si può fare a proposito dell’Europa, se la Germania avesse saputo giocare meglio la carta russa, mobilitando tutte le forze anticomuniste, ma non offrendo a Stalin – come invece accadde – la possibilità di presentarsi come il difensore del sacro sentimento nazionale e di ricevere perfino la benedizione della Chiesa ortodossa, da lui così crudelmente perseguitata fino alla vigilia dell’invasione tedesca. Oppure – già vi abbiamo accennato – se l’Italia avesse saputo giocare meglio la carta araba, per colpire gli Inglesi nel Mediterraneo e per minacciare le loro posizioni nel Medio Oriente.

Siamo proprio sicuri che la seconda guerra mondiale doveva necessariamente finire come è finita, solo perché il potenziale industriale e militare degli Alleati superava di molto quello del Tripartito? Non è forse vero che, coordinando la loro azione politico-militare (non diciamo: coordinandola meglio, perché non la coordinarono affatto), i Paesi del Tripartito sarebbero stati in grado di vincere: in particolare, se i Giapponesi avessero attaccato l’Unione Sovietica nell’autunno-inverno del 1941, quando la Wehrmacht era giunta alle porte di Mosca?

La politica giapponese in Asia orientale durante la seconda guerra mondiale è stata così sintetizzata dall’inglese Richard Storry, studioso del nazionalismo giapponese, nel suo libro Storia del Giappone moderno (titolo originale: A History of Modern Japan, Penguin Books, 1960; tradizione italiana di Laura Messeri, Firenze, Sansoni, 1962, pp. 268-71):

«I tedeschi, esperti nel genocidio nei loro rapporti con gli ebrei e i popoli della Russia e dell’Europa orientale, nel complesso si comportarono correttamente verso i prigionieri di guerra americani, inglesi e francesi caduti nelle loro mani. I giapponesi che non arrivarono mai agli abissi di spietatezza in cui piombarono le SS tedesche nel loro programma di sterminazione [sic] scientifica, inasprirono i loro nemici per il modo brutale e disordinato con cui sfruttarono e abbandonarono i prigionieri. Simili crudeltà si manifestarono nei riguardi del grosso dei popoli asiatici che caddero sotto il controllo giapponese; e ciò oltre che immorale fu pazzesco. Ciò significò che i Giapponesi ben presto dissiparono il rispetto e la simpatia con cui erano stati accolti in molte parti dell’Asia sudorientale dopo le prime grandi vittorie. Gli amministratori o consiglieri civili inviati da Tokyo in certe località, vi venivano trattati in modo da sentirsi inferiori alle autorità militari; e fra queste, nelle aree occupate, nessuna era più potente dell’odiato “kempei”, o polizia militare, che dominava col terrore seminando la paura e guadagnandosi così l’odio di coloro che avevano sperato nei Giapponesi come amici piuttosto che come conquistatori. Il risultato fu che i Giapponesi rovesciato il vecchio ordine, fecero in modo, col loro folle comportamento, che il popolo dell’Asia sud-orientale non accettasse mai volentieri il programma di “sfera di prosperità comune” sostenuta dal Giappone, dal momento che questo pratica significava passare da un colonialismo a un altro. Il movimento di resistenza sviluppatosi in paesi come le Filippine, la Birmania e la Malacca fu fortemente soggetto, come in Europa, all’influenza comunista, e in realtà lo sviluppo del comunismo fu un importante retaggio del malgoverno giapponese nell’Asia sud-orientale. Inoltre i rigori dell’occupazione giapponese specialmente nelle Filippine, creano un pregiudizio che rallentò il rientro del Giappone come esportatore nei mercati dell’Asia sud-orientale dopo la guerra.

Detto ciò, sarebbe nondimeno erroneo liquidare come completamente insincero e inefficiente il motto di guerra del Giappone “un’Asia orientale più grande!”. Sebbene i militari sul luogo si comportassero nel complesso con scarso riguardo per la suscettibilità delle razze asiatiche sotto il lotro controllo, il governo di Tokyo era abbastanza in grado di comprendere il nazionalismo asiatico. Lo stesso Tojo aveva sufficiente immaginazione per accorgersi che, promettendo l’indipendenza ai territori coloniali e semi-coloniali dell’Asia sud-orientale, il Giappone aveva un’arma di propaganda di incalcolabile potere. Non mancava l’idealismo nella visione di un Giappone come forza liberatrice dell’Asia, come socio più vecchio, piuttosto che come dittatore di un gruppo di nazioni da poco indipendenti. Questo era il nobile sogno degli uomini migliori della vita pubblica; e la maggior parte di essi videro malvolentieri entrare in guerra; per molti di loro poi la guerra fu giustificata solo in misura che questo sogno potesse divenire realtà. Ma fra i comandanti civili e militari, non c’era cooperazione su base di parità. Le forze armate avevano la preminenza e fra di loro, più specialmente nel’esercito, predominavano persone dalla mentalità ristretta e grossolanamente interessata. Per esempio, gli ufficiali giapponesi con un po’ più di immaginazione si erano ben accorti che i capi del cosiddetto “esercito nazionale indiano (un esercito costituito di vecchi prigionieri di guerra indiani e residenti indiani nell’Asia sud-orientale) andavano trattati come alleati, non come dei semplici fantocci; dopotutto, l’arrivo dall’Europa di Subhas Chandra Bose per capeggiare il governo della “India libera” poteva essere considerato un importantissimo punto di vantaggio per la causa giapponese. Eppure l’atteggiamento della maggior parte dei giapponesi verso l’esercito nazionale indiano, può essere riassunto da Terauchi, il generalissimo del’Asia sud-orientale, il quale fece sapere come egli disprezzasse alquanto Chandra Bose e i suoi seguaci. Parlando con altri Giapponesi, Terauchi notò che suo padre, che egli rispettava grandemente, quando era governatore generale della Corea, non aveva affatto tempo per i movimenti coloniali d’indipendenza. Così la conferenza dell’”Asia Orientale più grande” tenuta a Tokyo nel novembre 1943 e indetta dal Primo Ministro, con la presenza di Wang Ching-wei in rappresentanza della Cina, e i capi politici del Manchukuo, del Siam, delle Filippine, della Birmania e della “India libera”, fu una faccenda alquanto priva di significato. Esser festeggiati a Tokyo non compensava gli schiaffi ricevuti a Rangoon o a Manila.

Tuttavia, la concessione di una sia pur apparente indipendenza ai paesi occupati d’Asia (nelle Indie Orientali olandesi ciò non avvenne fino agli ultimi giorni di guerra) significava che sarebbe stato moralmente impossibile per le nazioni coloniali occidentali rifiutare loro una indipendenza effettiva una volta sconfitto il Giappone. Là dove nel dopoguerra l’indipendenza fu calorosamente richiesta, e poi rifiutata, i popoli asiatici in questione ebbero abbastanza fiducia in sé da conquistarsela con la lotta; così le vittorie giapponesi distruggendo la mistica della supremazia bianca, e la politica giapponese accordando ai territori occupati almeno una forma esteriore di indipendenza, accelerarono moltissimo la nascita nel dopoguerra delle nuove nazioni dell’Asia meridionale e sud-orientale.»

In conclusione, il Giappone non seppe sviluppare le potenzialità offerte dalla presenza, nei territori asiatici da esso conquistati o minacciati durante la seconda guerra mondiale, di movimenti nazionalisti più o meno sviluppati, che avrebbero potuto dare un contributo decisivo alla sconfitta degli Alleati e all’instaurazione di un “nuovo ordine” in Asia orientale.

Ciò fu una conseguenza del fatto che la politica giapponese, e specialmente la politica estera, erano virtualmente nelle mani di una casta di generali e di ammiragli dalle vedute corte, imbevuti di un nazionalismo gretto e di un senso di superiorità razziale che li portava a guardare ai popoli della Corea, della Manciuria, della Cina, dell’Indocina, delle Filippine, delle Indie Orientali e della stessa India, con un disprezzo mal dissimulato.

Ciò spinse la stragrande maggioranza di quei popoli ad astenersi dalla collaborazione attiva con i Giapponesi, i quali, da parte loro, li trattarono con stupida ed inutile durezza, un po’ come fecero i Tedeschi in Europa e specialmente in Europa orientale. Le premesse ideologiche dei regimi nipponico e germanico erano simili, così come erano simili alcuni tratti dello sviluppo economico-sociale dei due Paesi tra la fine dell’Ottocento e la prima metà del Novecento; anche se i due sistemi politici erano molto diversi perché, nel Giappone scintoista dominato dal culto della divina persona dell’imperatore, una figura come quella del Füher sarebbe stata impensabile.

Qualcuno ha detto che non si può versare del vino vecchio in otri nuovi e, in questo senso, la politica giapponese (e tedesca) negli anni della seconda guerra mondiale fu vecchia nella sostanza, nel senso che ricalcava i moduli classici del nazionalismo e dell’imperialismo, anche se talune trovate propagandistiche avevano, in effetti, l’apparenza del nuovo.

Nuova, semmai, era la politica del fascismo, o almeno suscettibile di elementi di novità, dato che essa faceva appello non a un cieco egoismo nazionale, ma a valori e riferimenti di portata trans-nazionale; tanto è vero che ad essere imitato nel mondo fu il modello fascista italiano, non quello nazista tedesco e meno ancora quello imperiale giapponese. Cade, perciò, il mito che fa parlare gli storici occidentali di “nazifascismo” come di una categoria perfettamente logica ed omogenea, persino ovvia. L’alleanza tra fascismo e nazismo era, in origine, tattica e non strategica; quello che la trasformò in un abbraccio mortale furono la stupidità e la miopia della politica francese e soprattutto inglese, fra il 1935 e il 1940.

Comunque, se si vuol capire qualcosa dei Paesi asiatici e africani dopo il 1945, bisogna ricordare questo: che l’Italia fascista, più della Germania e più del Giappone, fu un modello per una intera generazione di giovani nazionalisti, i quali, dopo la fine della guerra, andarono al potere nei rispettivi Paesi, una volta raggiunta l’indipendenza.

Tanto per citarne uno, tale è il caso di Anwar el Sadat, imprigionato dai Britannici durante la seconda guerra mondiale per essersi rivolto alle potenze dell’Asse allo scopo di ottenere l’indipendenza dell’Egitto. Non tutti, ad Alessandria e al Cairo, facevano il tifo per il maresciallo Montgomery, quando i carri armati di Rommel si erano spinti fino ad El Alamein, come agli storici occidentali piacerebbe credere far credere; e meno che meno gli Egiziani, ossia i più diretti interessati all’esito della battaglia.

Di Chandra Bose abbiamo già detto, così come abbiamo accennato al Gran Muftì di Gerusalemme; e lo stesso si potrebbe dire di molti altri. Certo, alcuni di questi leader non piacciono all’Occidente, ad esempio – come nel caso del Gran Muftì – a causa del loro conclamato e virulento antisemitismo. Ma questo è un altro discorso; e, in ogni caso, è un problema inerente alla visione del mondo occidentale; un problema nostro, insomma.

Comunque, tornando al Giappone, un risultato importantissimo la sua politica panasiatica lo ottenne, indipendentemente dal fatto che quella politica rimase allo stato di abbozzo o di mera propaganda: e cioè che essa rese inevitabile e quasi immediata la partenza delle potenze coloniali occidentali, a guerra finita.

Chi avrebbe potuto immaginare, ancora pochi anni prima, che già nel 1947 l’India sarebbe diventata una grande nazione indipendente, sia pure a prezzo della secessione del Pakistan; e che, nel 1949, la stessa cosa sarebbe accaduta per l’Indonesia, altro gigante mondiale: i quali sono, oggi, rispettivamente il secondo Stato del pianeta (l’India), il quarto (il Pakistan) e il quinto (l’Indonesia), per numero di abitanti?

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Tratto, col gentile consenso dell’Autore, dal sito Arianna Editrice.

jeudi, 12 juillet 2012

Modernità totalitaria

Modernità totalitaria

Ex: http://www.centrostudilaruna.it/

Augusto Del Noce individuò precocemente la diversità dei regimi a partito unico del Novecento, rispetto al liberalismo, nella loro natura “religiosa” e fortemente comunitaria. Vere religioni apocalittiche, ideologie fideistiche della redenzione popolare, neo-gnosticismi basati sulla realizzazione in terra del Millennio. Questa la sostanza più interna di quei movimenti, che in tempi e modi diversi lanciarono la sfida all’individualismo laico e borghese. Fascismo, nazionalsocialismo e comunismo furono uniti dalla concezione “totalitaria” della partecipazione politica: la sfera del privato andava tendenzialmente verso un progressivo restringimento, a favore della dimensione pubblica, politica appunto. E nella sua Nuova scienza della politica, Voegelin già nel 1939 accentrò il suo sguardo proprio su questo enigmatico riermergere dalle viscere dell’Europa di una sua antica vocazione: concepire l’uomo come zoòn politikòn, animale politico, che vive la dimensione dell’agorà, della assemblea politica, come la vera espressione dell’essere uomo. Un uomo votato alla vita di comunità, al legame, alla reciprocità, al solidarismo sociale, più di quanto non fosse incline al soddisfacimento dei suoi bisogni privati e personali.

 

 

Lo studio del Fascismo partendo da queste sue profonde caratteristiche sta ormai soppiantando le obsolete interpretazioni economiciste e sociologiche che avevano dominato nei decenni scorsi, inadatte a capire un fenomeno tanto variegato e composito, ma soprattutto tanto “subliminale” e agente negli immaginari della cultura popolare. In questo senso, la categoria “totalitarismo”, sotto la quale Hannah Arendt aveva a suo tempo collocato il nazismo e il comunismo, ma non il Fascismo (in virtù dell’assenza in quest’ultimo di un apparato di violenta repressione di massa), viene recuperata con altri risvolti: anche il Fascismo ebbe un suo aspetto “totalitario”, chiamò se stesso con questo termine, aspirò a una sua “totalità”, ma semplicemente volendo significare che il suo era un modello di coinvolgimento totale, una mobilitazione di tutte le energie nazionali, una generale chiamata a raccolta di tutto il popolo nel progetto di edificazione dello Stato Nuovo. Il totalitarismo fascista, insomma, non tanto come sistema repressivo e come organizzazione dello Stato di polizia, ma come sistema di aggregazione totale di tutti in tutte le sfere dell’esistenza, dal lavoro al tempo libero, dall’arte alla cultura. Il totalitarismo fascista non come arma di coercizione capillare, ma come macchina di conquista e promozione di un consenso che si voleva non passivo e inerte, ma attivo e convinto.

 

Un’analisi di questi aspetti viene ora effettuata dal libro curato da Emilio Gentile Modernità totalitaria. Il fascismo italiano (Laterza), in cui vari autori affrontano il tema da più prospettive: la religione politica, gli stili estetici, la divulgazione popolare, l’architettura, i rituali del Regime. Pur negli ondeggiamenti interpretativi, se ne ricava il quadro di un Fascismo che non solo non fu uno strumento reazionario in mano agli agenti politici oscurantisti dell’epoca, ma proprio al contrario fu l’espressione più tipica della modernità, manifestando certo anche talune disfunzioni legate alla società di massa, ma – all’opposto del liberalismo – cercando anche di temperarle costruendo un tessuto sociale solidarista che risultasse, per quanto possibile nell’era industriale e tecnologica, a misura d’uomo.

 

Diciamo subito che l’indagine svolta da Mauro Canali, uno degli autori del libro in parola, circa le tecniche repressive attuate dal Regime nei confronti degli oppositori politici, non ci convince. Si dice che anche il Fascismo eresse apparati atti alla denuncia, alla sorveglianza delle persone, alla creazione di uno stato di sospetto diffuso. Che fu dunque meno “morbido” di quanto generalmente si pensi.

 

E si citano organismi come la mitica “Ceka” (la cui esistenza nel ‘23-’24 non è neppure storicamente accertata), la staraciana “Organizzazione capillare” del ‘35-’36, il rafforzamento della Polizia di Stato, la figura effimera dei “prefetti volanti”, quella dei “fiduciari”, che insieme alle leggi “fascistissime” del ‘25-’26 avrebbero costituito altrettanti momenti di aperta oppure occulta coercizione. Vorremmo sapere se, ad esempio, la struttura di polizia degli Stati Uniti – in cui per altro la pena capitale viene attuata ancora oggi in misura non paragonabile a quella ristretta a pochissimi casi estremi durante i vent’anni di Fascismo – non sia molto più efficiente e invasiva di quanto lo sia stata quella fascista. Che, a cominciare dal suo capo Bocchini, elemento di formazione moderata e “giolittiana”, rimase fino alla fine in gran parte liberale. C’erano i “fiduciari”, che sorvegliavano sul comportamento politico della gente? Ma perchè, oggi non sorgono come funghi “comitati di vigilanza antifascista” non appena viene detta una sola parola che vada oltre il seminato? E non vengono svolte campagne di intimidazione giornalistica e televisiva nei confronti di chi, per qualche ragione, non accetta il sistema liberaldemocratico? E non si attuano politiche di pubblica denuncia e di violenta repressione nei confronti del semplice reato di opinione, su temi considerati a priori indiscutibili? E non esistono forse leggi europee che mandano in galera chi la pensa diversamente dal potere su certi temi?

 

Il totalitarismo fascista non va cercato nella tecnica di repressione, che in varia misura appartiene alla logica stessa di qualsiasi Stato che ci tenga alla propria esistenza. Vogliamo ricordare che anche di recente si è parlato di “totalitarismo” precisamente a proposito della società liberaldemocratica. Ad esempio, nel libro curato da Massimo Recalcati Forme contemporanee di totalitarismo (Bollati Boringhieri), si afferma apertamente l’esistenza del binomio «potere e terrore» che domina la società globalizzata. Una struttura di potere che dispone di tecniche di dominazione psico-fisica di straordinaria efficienza. Si scrive in proposito che la società liberaldemocratica globalizzata della nostra epoca è «caratterizzata da un orizzonte inedito che unisce una tendenza totalitaria – universalista appunto – con la polverizzzazione relativistica dell’Uno». Il dominio oligarchico liberale di fatto non ha nulla da invidiare agli strumenti repressivi di massa dei regimi “totalitari” storici, attuando anzi metodi di controllo-repressione che, più soft all’apparenza, si rivelano nei fatti di superiore tenuta. Quando si richiama l’attenzione sull’esistenza odierna di un «totalitarismo postideologico nelle società a capitalismo avanzato», sulla materializzazione disumanizzante della vita, sullo sfaldamento dei rapporti sociali a favore di quelli economici, si traccia il profilo di un totalitarismo organizzato in modo formidabile, che è in piena espansione ed entra nelle case e nel cervello degli uomini con metodi “terroristici” per lo più inavvertiti, ma di straordinaria resa pratica. Poche società – ivi comprese quelle totalitarie storiche –, una volta esaminate nei loro reali organigrammi, presentano un “modello unico”, un “pensiero unico”, un’assenza di controculture e di antagonismi politici, come la presente società liberale. La schiavizzazione psicologica al modello del profitto e l’obbligatoria sudditanza agli articoli della fede “democratica” attuano tali bombardamenti mass-mediatici e tali intimidazioni nei confronti dei comportamenti devianti, che al confronto le pratiche fasciste di isolamento dell’oppositore – si pensi al blandissimo regime del “confino di polizia” – appaiono bonari e paternalistici ammonimenti di epoche arcaiche.

 

Il totalitarismo fascista fu altra cosa. Fu la volontà di creare una nuova civiltà non di vertice ed oligarchica, ma col sostegno attivo e convinto tanto delle avanguardie politiche e culturali, quanto di masse fortemente organizzate e politicizzate. Si può parlare, in proposito, di un popolo italiano soltanto dopo la “nazionalizzazione” effettuata dal Fascismo. Il quale, bene o male, prese masse relegate nell’indigenza, nell’ignoranza secolare, nell’abbandono sociale e culturale, le strappò al loro miserabile isolamento, le acculturò, le vestì, le fece viaggiare per l’Italia, le mise a contatto con realtà sino ad allora ignorate – partecipazione a eventi comuni di ogni tipo, vacanze, sussidi materiali, protezione del lavoro, diritti sociali, garanzie sanitarie… – dando loro un orgoglio, fecendole sentire protagoniste, elevandole alla fine addirittura al rango di “stirpe dominatrice”. E imprimendo la forte sensazione di partecipare attivamente a eventi di portata mondiale e di poter decidere sul proprio destino… Questo è il totalitarismo fascista. Attraverso il Partito e le sue numerose organizzazioni, di una plebe semimedievale – come ormai riconosce la storiografia – si riuscì a fare in qualche anno, e per la prima volta nella storia d’Italia, un popolo moderno, messo a contatto con tutti gli aspetti della modernità e della tecnica, dai treni popolari alla radio, dall’auto “Balilla” al cinema.

 

Ecco dunque che il totalitarismo fascista appare di una specie tutta sua. Lungi dall’essere uno Stato di polizia, il Regime non fece che allargare alla totalità del popolo i suoi miti fondanti, le sue liturgie politiche, il suo messaggio di civiltà, il suo italianismo, la sua vena sociale: tutte cose che rimasero inalterate, ed anzi potenziate, rispetto a quando erano appannaggio del primo Fascismo minoritario, quello movimentista e squadrista. Giustamente scrive Emily Braun, collaboratrice del libro sopra segnalato, che il Fascismo fornì nel campo artistico l’esempio tipico della sua specie particolare di totalitarismo. Non vi fu mai un’arte “di Stato”. Quanti si occuparono di politica delle arti (nomi di straordinaria importanza a livello europeo: Marinetti, Sironi, la Sarfatti, Soffici, Bottai…) capirono «che l’estetica non poteva essere né imposta né standardizzata… il fascismo italiano utilizzava forme d’arte modernista, il che implica l’arte di avanguardia». Ma non ci fu un potere arcigno che obbligasse a seguire un cliché preconfezionato. Lo stile “mussoliniano” e imperiale si impose per impulso non del vertice politico, ma degli stessi protagonisti, «poiché gli artisti di regime più affermati erano fascisti convinti».

 

Queste cose oggi possono finalmente esser dette apertamente, senza timore di quella vecchia censura storiografica, che è stata per decenni l’esatto corrispettivo delle censure del tempo fascista. Le quali ultime, tuttavia, operarono in un clima di perenne tensione ideologica, di crisi mondiali, di catastrofi economiche, di guerre e rivoluzioni, e non di pacifica “democrazia”. Se dunque vi fu un totalitarismo fascista, esso è da inserire, come scrive Emilio Gentile, nel quadro dell’«eclettismo dello spirito» propugnato da Mussolini, che andava oltre l’ideologia, veicolando una visione del mondo totale.

 

* * *

 

Tratto da Linea del 27 marzo 2009.

 

lundi, 09 juillet 2012

Augustin Cochin on the French Revolution

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From Salon to Guillotine
Augustin Cochin on the French Revolution

By F. Roger Devlin

Ex: http://www.counter-currents.com/

Augustin Cochin
Organizing the Revolution: Selections From Augustin Cochin [2]
Translated by Nancy Derr Polin with a Preface by Claude Polin
Rockford, Ill.: Chronicles Press, 2007

The Rockford Institute’s publication of Organizing the Revolution marks the first appearance in our language of an historian whose insights apply not only to the French Revolution but to much of modern politics as well.

Augustin Cochin (1876–1916) was born into a family that had distinguished itself for three generations in the antiliberal “Social Catholicism” movement. He studied at the Ecole des Chartes and began to specialize in the study of the Revolution in 1903. Drafted in 1914 and wounded four times, he continued his researches during periods of convalescence. But he always requested to be returned to the front, where he was killed on July 8, 1916 at the age of thirty-nine.

Cochin was a philosophical historian in an era peculiarly unable to appreciate that rare talent. He was trained in the supposedly “scientific” methods of research formalized in his day under the influence of positivism, and was in fact an irreproachably patient and thorough investigator of primary archives. Yet he never succumbed to the prevailing notion that facts and documents would tell their own story in the absence of a human historian’s empathy and imagination. He always bore in mind that the goal of historical research was a distinctive type of understanding.

Both his archival and his interpretive labors were dedicated to elucidating the development of Jacobinism, in which he (rightly) saw the central, defining feature of the French Revolution. François Furet wrote: “his approach to the problem of Jacobinism is so original that it has been either not understood or buried, or both.”[1]

Most of his work appeared only posthumously. His one finished book is a detailed study of the first phase of the Revolution as it played out in Brittany: it was published in 1925 by his collaborator Charles Charpentier. He had also prepared (with Charpentier) a complete collection of the decrees of the revolutionary government (August 23, 1793–July 27, 1794). His mother arranged for the publication of two volumes of theoretical writings: The Philosophical Societies and Modern Democracy (1921), a collection of lectures and articles; and The Revolution and Free Thought (1924), an unfinished work of interpretation. These met with reviews ranging from the hostile to the uncomprehending to the dismissive.

“Revisionist” historian François Furet led a revival of interest in Cochin during the late 1970s, making him the subject of a long and appreciative chapter in his important study Interpreting the French Revolution and putting him on a par with Tocqueville. Cochin’s two volumes of theoretical writings were reprinted shortly thereafter by Copernic, a French publisher associated with GRECE and the “nouvelle droit.”

The book under review consists of selections in English from these volumes. The editor and translator may be said to have succeeded in their announced aim: “to present his unfinished writings in a clear and coherent form.”

Between the death of the pioneering antirevolutionary historian Hippolyte Taine in 1893 and the rise of “revisionism” in the 1960s, study of the French Revolution was dominated by a series of Jacobin sympathizers: Aulard, Mathiez, Lefevre, Soboul. During the years Cochin was producing his work, much public attention was directed to polemical exchanges between Aulard, a devotee of Danton, and his former student Mathiez, who had become a disciple of Robespierre. Both men remained largely oblivious to the vast ocean of assumptions they shared.

Cochin published a critique of Aulard and his methods in 1909; an abridged version of this piece is included in the volume under review. Aulard’s principal theme was that the revolutionary government had been driven to act as it did by circumstance:

This argument [writes Cochin] tends to prove that the ideas and sentiments of the men of ’93 had nothing abnormal in themselves, and if their deeds shock us it is because we forget their perils, the circumstances; [and that] any man with common sense and a heart would have acted as they did in their place. Aulard allows this apology to include even the very last acts of the Terror. Thus we see that the Prussian invasion caused the massacre of the priests of the Abbey, the victories of la Rochejacquelein [in the Vendée uprising] caused the Girondins to be guillotined, [etc.]. In short, to read Aulard, the Revolutionary government appears a mere makeshift rudder in a storm, “a wartime expedient.” (p. 49)

Aulard had been strongly influenced by positivism, and believed that the most accurate historiography would result from staying as close as possible to documents of the period; he is said to have conducted more extensive archival research than any previous historian of the Revolution. But Cochin questioned whether such a return to the sources would necessarily produce truer history:

Mr. Aulard’s sources—minutes of meetings, official reports, newspapers, patriotic pamphlets—are written by patriots [i.e., revolutionaries], and mostly for the public. He was to find the argument of defense highlighted throughout these documents. In his hands he had a ready-made history of the Revolution, presenting—beside each of the acts of “the people,” from the September massacres to the law of Prairial—a ready-made explanation. And it is this history he has written. (p. 65)

aaaaacochinmeccannicca.gifIn fact, says Cochin, justification in terms of “public safety” or “self- defense” is an intrinsic characteristic of democratic governance, and quite independent of circumstance:

When the acts of a popular power attain a certain degree of arbitrariness and become oppressive, they are always presented as acts of self-defense and public safety. Public safety is the necessary fiction in democracy, as divine right is under an authoritarian regime. [The argument for defense] appeared with democracy itself. As early as July 28, 1789 [i.e., two weeks after the storming of the Bastille] one of the leaders of the party of freedom proposed to establish a search committee, later called “general safety,” that would be able to violate the privacy of letters and lock people up without hearing their defense. (pp. 62–63)

(Americans of the “War on Terror” era, take note.)

But in fact, says Cochin, the appeal to defense is nearly everywhere a post facto rationalization rather than a real motive:

Why were the priests persecuted at Auch? Because they were plotting, claims the “public voice.” Why were they not persecuted in Chartes? Because they behaved well there.

How often can we not turn this argument around?

Why did the people in Auch (the Jacobins, who controlled publicity) say the priests were plotting? Because the people (the Jacobins) were persecuting them. Why did no one say so in Chartes? Because they were left alone there.

In 1794 put a true Jacobin in Caen, and a moderate in Arras, and you could be sure by the next day that the aristocracy of Caen, peaceable up till then, would have “raised their haughty heads,” and in Arras they would go home. (p. 67)

In other words, Aulard’s “objective” method of staying close to contemporary documents does not scrape off a superfluous layer of interpretation and put us directly in touch with raw fact—it merely takes the self-understanding of the revolutionaries at face value, surely the most naïve style of interpretation imaginable. Cochin concludes his critique of Aulard with a backhanded compliment, calling him “a master of Jacobin orthodoxy. With him we are sure we have the ‘patriotic’ version. And for this reason his work will no doubt remain useful and consulted” (p. 74). Cochin could not have foreseen that the reading public would be subjected to another half century of the same thing, fitted out with ever more “original documentary research” and flavored with ever increasing doses of Marxism.

But rather than attending further to these methodological squabbles, let us consider how Cochin can help us understand the French Revolution and the “progressive” politics it continues to inspire.

It has always been easy for critics to rehearse the Revolution’s atrocities: the prison massacres, the suppression of the Vendée, the Law of Suspects, noyades and guillotines. The greatest atrocities of the 1790s from a strictly humanitarian point of view, however, occurred in Poland, and some of these were actually counter-revolutionary reprisals. The perennial fascination of the French Revolution lies not so much in the extent of its cruelties and injustices, which the Caligulas and Genghis Khans of history may occasionally have equaled, but in the sense that revolutionary tyranny was something different in kind, something uncanny and unprecedented. Tocqueville wrote of

something special about the sickness of the French Revolution which I sense without being able to describe. My spirit flags from the effort to gain a clear picture of this object and to find the means of describing it fairly. Independently of everything that is comprehensible in the French Revolution there is something that remains inexplicable.

Part of the weird quality of the Revolution was that it claimed, unlike Genghis and his ilk, to be massacring in the name of liberty, equality, and fraternity. But a deeper mystery which has fascinated even its enemies is the contrast between its vast size and force and the negligible ability of its apparent “leaders” to unleash or control it: the men do not measure up to the events. For Joseph de Maistre the explanation could only be the direct working of Divine Providence; none but the Almighty could have brought about so great a cataclysm by means of such contemptible characters. For Augustin Barruel it was proof of a vast, hidden conspiracy (his ideas have a good claim to constitute the world’s original “conspiracy theory”). Taine invoked a “Jacobin psychology” compounded of abstraction, fanaticism, and opportunism.

Cochin found all these notions of his antirevolutionary predecessors unsatisfying. Though Catholic by religion and family background, he quite properly never appeals to Divine Providence in his scholarly work to explain events (p. 71). He also saw that the revolutionaries were too fanatical and disciplined to be mere conspirators bent on plunder (pp. 56–58; 121–122; 154). Nor is an appeal to the psychology of the individual Jacobin useful as an explanation of the Revolution: this psychology is itself precisely what the historian must try to explain (pp. 60–61).

Cochin viewed Jacobinism not primarily as an ideology but as a form of society with its own inherent rules and constraints independent of the desires and intentions of its members. This central intuition—the importance of attending to the social formation in which revolutionary ideology and practice were elaborated as much as to ideology, events, or leaders themselves—distinguishes his work from all previous writing on the Revolution and was the guiding principle of his archival research. He even saw himself as a sociologist, and had an interest in Durkheim unusual for someone of his Catholic traditionalist background.

The term he employs for the type of association he is interested in is société de pensée, literally “thought-society,” but commonly translated “philosophical society.” He defines it as “an association founded without any other object than to elicit through discussion, to set by vote, to spread by correspondence—in a word, merely to express—the common opinion of its members. It is the organ of [public] opinion reduced to its function as an organ” (p. 139).

It is no trivial circumstance when such societies proliferate through the length and breadth of a large kingdom. Speaking generally, men are either born into associations (e.g., families, villages, nations) or form them in order to accomplish practical ends (e.g., trade unions, schools, armies). Why were associations of mere opinion thriving so luxuriously in France on the eve of the Revolution? Cochin does not really attempt to explain the origin of the phenomenon he analyzes, but a brief historical review may at least clarify for my readers the setting in which these unusual societies emerged.

About the middle of the seventeenth century, during the minority of Louis XIV, the French nobility staged a clumsy and disorganized revolt in an attempt to reverse the long decline of their political fortunes. At one point, the ten year old King had to flee for his life. When he came of age, Louis put a high priority upon ensuring that such a thing could never happen again. The means he chose was to buy the nobility off. They were relieved of the obligations traditionally connected with their ancestral estates and encouraged to reside in Versailles under his watchful eye; yet they retained full exemption from the ruinous taxation that he inflicted upon the rest of the kingdom. This succeeded in heading off further revolt, but also established a permanent, sizeable class of persons with a great deal of wealth, no social function, and nothing much to do with themselves.

The salon became the central institution of French life. Men and women of leisure met for gossip, dalliance, witty badinage, personal (not political) intrigue, and discussion of the latest books and plays and the events of the day. Refinement of taste and the social graces reached an unusual pitch. It was this cultivated leisure class which provided both setting and audience for the literary works of the grand siècle.

The common social currency of the age was talk: outside Jewish yeshivas, the world had probably never beheld a society with a higher ratio of talk to action. A small deed, such as Montgolfier’s ascent in a hot air balloon, could provide matter for three years of self-contented chatter in the salons.

Versailles was the epicenter of this world; Paris imitated Versailles; larger provincial cities imitated Paris. Eventually there was no town left in the realm without persons ambitious of imitating the manners of the Court and devoted to cultivating and discussing whatever had passed out of fashion in the capital two years earlier. Families of the rising middle class, as soon as they had means to enjoy a bit of leisure, aspired to become a part of salon society.

Toward the middle of the eighteenth century a shift in both subject matter and tone came over this world of elegant discourse. The traditional saloniste gave way to the philosophe, an armchair statesman who, despite his lack of real responsibilities, focused on public affairs and took himself and his talk with extreme seriousness. In Cochin’s words: “mockery replaced gaiety, and politics pleasure; the game became a career, the festivity a ceremony, the clique the Republic of Letters” (p. 38). Excluding men of leisure from participation in public life, as Louis XIV and his successors had done, failed to extinguish ambition from their hearts. Perhaps in part by way of compensation, the philosophes gradually

created an ideal republic alongside and in the image of the real one, with its own constitution, its magistrates, its common people, its honors and its battles. There they studied the same problems—political, economic, etc.—and there they discussed agriculture, art, ethics, law, etc. There they debated the issues of the day and judged the officeholders. In short, this little State was the exact image of the larger one with only one difference—it was not real. Its citizens had neither direct interest nor responsible involvement in the affairs they discussed. Their decrees were only wishes, their battles conversations, their studies games. It was the city of thought. That was its essential characteristic, the one both initiates and outsiders forgot first, because it went without saying. (pp. 123–24)

Part of the point of a philosophical society was this very seclusion from reality. Men from various walks of life—clergymen, officers, bankers—could forget their daily concerns and normal social identities to converse as equals in an imaginary world of “free thought”: free, that is, from attachments, obligations, responsibilities, and any possibility of failure.

In the years leading up to the Revolution, countless such organizations vied for followers and influence: Amis Réunis, Philalèthes, Chevaliers Bienfaisants, Amis de la Verité, several species of Freemasons, academies, literary and patriotic societies, schools, cultural associations and even agricultural societies—all barely dissimulating the same utopian political spirit (“philosophy”) behind official pretenses of knowledge, charity, or pleasure. They “were all more or less connected to one another and associated with those in Paris. Constant debates, elections, delegations, correspondence, and intrigue took place in their midst, and a veritable public life developed through them” (p. 124).

Because of the speculative character of the whole enterprise, the philosophes’ ideas could not be verified through action. Consequently, the societies developed criteria of their own, independent of the standards of validity that applied in the world outside:

Whereas in the real world the arbiter of any notion is practical testing and its goal what it actually achieves, in this world the arbiter is the opinion of others and its aim their approval. That is real which others see, that true which they say, that good of which they approve. Thus the natural order is reversed: opinion here is the cause and not, as in real life, the effect. (p. 39)

Many matters of deepest concern to ordinary men naturally got left out of discussion: “You know how difficult it is in mere conversation to mention faith or feeling,” remarks Cochin (p. 40; cf. p. 145). The long chains of reasoning at once complex and systematic which mark genuine philosophy—and are produced by the stubborn and usually solitary labors of exceptional men—also have no chance of success in a society of philosophes (p. 143). Instead, a premium gets placed on what can be easily expressed and communicated, which produces a lowest-common-denominator effect (p. 141).

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The philosophes made a virtue of viewing the world surrounding them objectively and disinterestedly. Cochin finds an important clue to this mentality in a stock character of eighteenth-century literature: the “ingenuous man.” Montesquieu invented him as a vehicle for satire in the Persian Letters: an emissary from the King of Persia sending witty letters home describing the queer customs of Frenchmen. The idea caught on and eventually became a new ideal for every enlightened mind to aspire to. Cochin calls it “philosophical savagery”:

Imagine an eighteenth-century Frenchman who possesses all the material attainments of the civilization of his time—cultivation, education, knowledge, and taste—but without any of the real well-springs, the instincts and beliefs that have created and breathed life into all this, that have given their reason for these customs and their use for these resources. Drop him into this world of which he possesses everything except the essential, the spirit, and he will see and know everything but understand nothing. Everything shocks him. Everything appears illogical and ridiculous to him. It is even by this incomprehension that intelligence is measured among savages. (p. 43; cf. p. 148)

In other words, the eighteenth-century philosophes were the original “deracinated intellectuals.” They rejected as “superstitions” and “prejudices” the core beliefs and practices of the surrounding society, the end result of a long process of refining and testing by men through countless generations of practical endeavor. In effect, they created in France what a contributor to this journal has termed a “culture of critique”—an intellectual milieu marked by hostility to the life of the nation in which its participants were living. (It would be difficult, however, to argue a significant sociobiological basis in the French version.)

This gradual withdrawal from the real world is what historians refer to as the development of the Enlightenment. Cochin calls it an “automatic purging” or “fermentation.” It is not a rational progression like the stages in an argument, however much the philosophes may have spoken of their devotion to “Reason”; it is a mechanical process which consists of “eliminating the real world in the mind instead of reducing the unintelligible in the object” (p. 42). Each stage produces a more rarified doctrine and human type, just as each elevation on a mountain slope produces its own kind of vegetation. The end result is the world’s original “herd of independent minds,” a phenomenon which would have horrified even men such as Montesquieu and Voltaire who had characterized the first societies.

It is interesting to note that, like our own multiculturalists, many of the philosophes attempted to compensate for their estrangement from the living traditions of French civilization by a fascination with foreign laws and customs. Cochin aptly compares civilization to a living plant which slowly grows “in the bedrock of experience under the rays of faith,” and likens this sort of philosophe to a child mindlessly plucking the blossoms from every plant he comes across in order to decorate his own sandbox (pp. 43–44).

Accompanying the natural “fermentation” of enlightened doctrine, a process of selection also occurs in the membership of the societies. Certain men are simply more suited to the sort of empty talking that goes on there:

young men because of their age; men of law, letters or discourse because of their profession; the skeptics because of their convictions; the vain because of their temperament; the superficial because of their [poor] education. These people take to it and profit by it, for it leads to a career that the world here below does not offer them, a world in which their deficiencies become strengths. On the other hand, true, sincere minds with a penchant for the concrete, for efficacy rather than opinion, find themselves disoriented and gradually drift away. (pp. 40–41)

In a word, the glib drive out the wise.

The societies gradually acquired an openly partisan character: whoever agreed with their views, however stupid, was considered “enlightened.” By 1776, d’Alembert acknowledged this frankly, writing to Frederick the Great: “We are doing what we can to fill the vacant positions in the Académie française in the manner of the banquet of the master of the household in the Gospel: with the crippled and lame men of literature” (p. 35). Mediocrities such as Mably, Helvétius, d’Holbach, Condorcet, and Raynal, whose works Cochin calls “deserts of insipid prose” were accounted ornaments of their age. The philosophical societies functioned like hired clappers making a success of a bad play (p. 46).

On the other hand, all who did not belong to the “philosophical” party were subjected to a “dry terror”:

Prior to the bloody Terror of ’93, in the Republic of Letters there was, from 1765 to 1780, a dry terror of which the Encyclopedia was the Committee of Public Safety and d’Alembert was the Robespierre. It mowed down reputations as the other chopped off heads: its guillotine was defamation, “infamy” as it was then called: The term, originating with Voltaire [écrasez l’infâme!], was used in the provincial societies with legal precision. “To brand with infamy” was a well-defined operation consisting of investigation, discussion, judgment, and finally execution, which meant the public sentence of “contempt.” (p. 36; cf. p. 123)

Having said something of the thought and behavioral tendencies of the philosophes, let us turn to the manner in which their societies were constituted—which, as we have noted, Cochin considered the essential point. We shall find that they possess in effect two constitutions. One is the original and ostensible arrangement, which our author characterizes as “the democratic principle itself, in its principle and purity” (p. 137). But another pattern of governance gradually takes shape within them, hidden from most of the members themselves. This second, unacknowledged constitution is what allows the societies to operate effectively, even as it contradicts the original “democratic” ideal.

The ostensible form of the philosophical society is direct democracy. All members are free and equal; no one is forced to yield to anyone else; no one speaks on behalf of anyone else; everyone’s will is accomplished. Rousseau developed the principles of such a society in his Social Contract. He was less concerned with the glaringly obvious practical difficulties of such an arrangement than with the question of legitimacy. He did not ask: “How could perfect democracy function and endure in the real word?” but rather: “What must a society whose aim is the common good do to be founded lawfully?”

Accordingly, Rousseau spoke dismissively of the representative institutions of Britain, so admired by Montesquieu and Voltaire. The British, he said, are free only when casting their ballots; during the entire time between elections there are as enslaved as the subjects of the Great Turk. Sovereignty by its very nature cannot be delegated, he declared; the People, to whom it rightfully belongs, must exercise it both directly and continuously. From this notion of a free and egalitarian society acting in concert emerges a new conception of law not as a fixed principle but as the general will of the members at a given moment.

Rousseau explicitly states that the general will does not mean the will of the majority as determined by vote; voting he speaks of slightingly as an “empirical means.” The general will must be unanimous. If the merely “empirical” wills of men are in conflict, then the general will—their “true” will—must lie hidden somewhere. Where is it to be found? Who will determine what it is, and how?

At this critical point in the argument, where explicitness and clarity are most indispensable, Rousseau turns coy and vague: the general will is “in conformity with principles”; it “only exists virtually in the conscience or imagination of ‘free men,’ ‘patriots.’” Cochin calls this “the idea of a legitimate people—very similar to that of a legitimate prince. For the regime’s doctrinaires, the people is an ideal being” (p. 158).

There is a strand of thought about the French Revolution that might be called the “Ideas-Have-Consequences School.” It casts Rousseau in the role of a mastermind who elaborated all the ideas that less important men such as Robespierre merely carried out. Such is not Cochin’s position. In his view, the analogies between the speculations of the Social Contract and Revolutionary practice arise not from one having caused or inspired the other, but from both being based upon the philosophical societies.

Rousseau’s model, in other words, was neither Rome nor Sparta nor Geneva nor any phantom of his own “idyllic imagination”—he was describing, in a somewhat idealized form, the philosophical societies of his day. He treated these recent and unusual social formations as the archetype of all legitimate human association (cf. pp. 127, 155). As such a description—but not as a blueprint for the Terror—the Social Contract may be profitably read by students of the Revolution.

Indeed, if we look closely at the nature and purpose of a philosophical society, some of Rousseau’s most extravagant assertions become intelligible and even plausible. Consider unanimity, for example. The society is, let us recall, “an association founded to elicit through discussion [and] set by vote the common opinion of its members.” In other words, rather than coming together because they agree upon anything, the philosophes come together precisely in order to reach agreement, to resolve upon some common opinion. The society values union itself more highly than any objective principle of union. Hence, they might reasonably think of themselves as an organization free of disagreement.

Due to its unreal character, furthermore, a philosophical society is not torn by conflicts of interest. It demands no sacrifice—nor even effort—from its members. So they can all afford to be entirely “public spirited.” Corruption—the misuse of a public trust for private ends—is a constant danger in any real polity. But since the society’s speculations are not of this world, each philosophe is an “Incorruptible”:

One takes no personal interest in theory. So long as there is an ideal to define rather than a task to accomplish, personal interest, selfishness, is out of the question. [This accounts for] the democrats’ surprising faith in the virtue of mankind. Any philosophical society is a society of virtuous, generous people subordinating political motives to the general good. We have turned our back on the real world. But ignoring the world does not mean conquering it. (p. 155)

(This pattern of thinking explains why leftists even today are wont to contrast their own “idealism” with the “selfish” activities of businessmen guided by the profit motive.)

We have already mentioned that the more glib or assiduous attendees of a philosophical society naturally begin exercising an informal ascendancy over other members: in the course of time, this evolves into a standing but unacknowledged system of oligarchic governance:

Out of one hundred registered members, fewer than five are active, and these are the masters of the society. [This group] is composed of the most enthusiastic and least scrupulous members. They are the ones who choose the new members, appoint the board of directors, make the motions, guide the voting. Every time the society meets, these people have met in the morning, contacted their friends, established their plan, given their orders, stirred up the unenthusiastic, brought pressure to bear upon the reticent. They have subdued the board, removed the troublemakers, set the agenda and the date. Of course, discussion is free, but the risk in this freedom minimal and the “sovereign’s” opposition little to be feared. The “general will” is free—like a locomotive on its tracks. (pp. 172–73)

 Cochin draws here upon James Bryce’s American Commonwealth and Moisey Ostrogorski’s Democracy and the Organization of Political Parties. Bryce and Ostrogorski studied the workings of Anglo-American political machines such as New York’s Tammany Hall and Joseph Chamberlain’s Birmingham Caucus. Cochin considered such organizations (plausibly, from what I can tell) to be authentic descendants of the French philosophical and revolutionary societies. He thought it possible, with due circumspection, to apply insights gained from studying these later political machines to previously misunderstand aspects of the Revolution.

One book with which Cochin seems unfortunately not to have been familiar is Robert Michels’ Political Parties: A Sociological Study of the Oligarchical Tendencies of Modern Democracy, published in French translation only in 1914. But he anticipated rather fully Michels’ “iron law of oligarchy,” writing, for example, that “every egalitarian society fatally finds itself, after a certain amount of time, in the hands of a few men; this is just the way things are” (p. 174). Cochin was working independently toward conclusions notably similar to those of Michels and Gaetano Mosca, the pioneering Italian political sociologists whom James Burnham called “the Machiavellians.” The significance of his work extends far beyond that of its immediate subject, the French Revolution.

The essential operation of a democratic political machine consists of just two steps, continually repeated: the preliminary decision and the establishment of conformity.

First, the ringleaders at the center decide upon some measure. They prompt the next innermost circles, whose members pass the message along until it reaches the machine’s operatives in the outermost local societies made up of poorly informed people. All this takes place unofficially and in secrecy (p. 179).

Then the local operatives ingenuously “make a motion” in their societies, which is really the ringleaders’ proposal without a word changed. The motion passes—principally through the passivity (Cochin writes “inertia”) of the average member. The local society’s resolution, which is now binding upon all its members, is with great fanfare transmitted back towards the center.

The central society is deluged with identical “resolutions” from dozens of local societies simultaneously. It hastens to endorse and ratify these as “the will of the nation.” The original measure now becomes binding upon everyone, though the majority of members have no idea what has taken place. Although really a kind of political ventriloquism by the ringleaders, the public opinion thus orchestrated “reveals a continuity, cohesion and vigor that stuns the enemies of Jacobinism” (p. 180).

In his study of the beginnings of the Revolution in Brittany, Cochin found sudden reversals of popular opinion which the likes of Monsieur Aulard would have taken at face value, but which become intelligible once viewed in the light of the democratic mechanism:

On All Saints’ Day, 1789, a pamphlet naïvely declared that not a single inhabitant imagined doing away with the privileged orders and obtaining individual suffrage, but by Christmas hundreds of the common people’s petitions were clamoring for individual suffrage or death. What was the origin of this sudden discovery that people had been living in shame and slavery for the past thousand years? Why was there this imperious, immediate need for a reform which could not wait a minute longer?

Such abrupt reversals are sufficient in themselves to detect the operation of a machine. (p. 179)

The basic democratic two-step is supplemented with a bevy of techniques for confusing the mass of voters, discouraging them from organizing opposition, and increasing their passivity and pliability: these techniques include constant voting about everything—trivial as well as important; voting late at night, by surprise, or in multiple polling places; extending the suffrage to everyone: foreigners, women, criminals; and voting by acclamation to submerge independent voices (pp. 182–83). If all else fails, troublemakers can be purged from the society by ballot:

This regime is partial to people with all sorts of defects, failures, malcontents, the dregs of humanity, anyone who cares for nothing and finds his place nowhere. There must not be religious people among the voters, for faith makes one conscious and independent. [The ideal citizen lacks] any feeling that might oppose the machine’s suggestions; hence also the preference for foreigners, the haste in naturalizing them. (pp. 186–87)

(I bite my lip not to get lost in the contemporary applications.)

The extraordinary point of Cochin’s account is that none of these basic techniques were pioneered by the revolutionaries themselves; they had all been developed in the philosophical societies before the Revolution began. The Freemasons, for example, had a term for their style of internal governance: the “Royal Art.” “Study the social crisis from which the Grand Lodge [of Paris Freemasons] was born between 1773 and 1780,” says Cochin, “and you will find the whole mechanism of a Revolutionary purge” (p. 61).

Secrecy is essential to the functioning of this system; the ordinary members remain “free,” meaning they do not consciously obey any authority, but order and unity are maintained by a combination of secret manipulation and passivity. Cochin relates “with what energy the Grand Lodge refused to register its Bulletin with the National Library” (p. 176). And, of course, the Freemasons and similar organizations made great ado over refusing to divulge the precise nature of their activities to outsiders, with initiates binding themselves by terrifying oaths to guard the sacred trust committed to them. Much of these societies’ appeal lay precisely in the natural pleasure men feel at being “in” on a secret of any sort.

In order to clarify Cochin’s ideas, it might be useful to contrast them at this point with those of the Abbé Barruel, especially as they have been confounded by superficial or dishonest leftist commentators (“No need to read that reactionary Cochin! He only rehashes Barruel’s conspiracy thesis”).

Father Barruel was a French Jesuit living in exile in London when he published his Memoirs Illustrating the History of Jacobinism in 1797. He inferred from the notorious secretiveness of the Freemasons and similar groups that they must have been plotting for many years the horrors revealed to common sight after 1789—conspiring to abolish monarchy, religion, social hierarchy, and property in order to hold sway over the ruins of Christendom.

Cochin was undoubtedly thinking of Barruel and his followers when he laments that

thus far, in the lives of these societies, people have only sought the melodrama—rites, mystery, disguises, plots—which means they have strayed into a labyrinth of obscure anecdotes, to the detriment of the true history, which is very clear. Indeed the interest in the phenomenon in question is not in the Masonic bric-a-brac, but in the fact that in the bosom of the nation the Masons instituted a small state governed by its own rules. (p. 137)

For our author, let us recall, a société de pensée such as the Masonic order has inherent constraints independent of the desires or intentions of the members. Secrecy—of the ringleaders in relation to the common members, and of the membership to outsiders—is one of these necessary aspects of its functioning, not a way of concealing criminal intentions. In other words, the Masons were not consciously “plotting” the Terror of ’93 years in advance; the Terror was, however, an unintended but natural outcome of the attempt to apply a version of the Mason’s “Royal Art” to the government of an entire nation.

Moreover, writes Cochin, the peculiar fanaticism and force of the Revolution cannot be explained by a conspiracy theory. Authors like Barruel would reduce the Revolution to “a vast looting operation”:

But how can this enthusiasm, this profusion of noble words, these bursts of generosity or fits of rage be only lies and play-acting? Could the Revolutionary party be reduced to an enormous plot in which each person would only be thinking [and] acting for himself while accepting an iron discipline? Personal interest has neither such perseverance nor such abnegation. Throughout history there have been schemers and egoists, but there have only been revolutionaries for the past one hundred fifty years. (pp. 121–22)

And finally, let us note, Cochin included academic and literary Societies, cultural associations, and schools as sociétés de pensée. Many of these organizations did not even make the outward fuss over secrecy and initiation that the Masons did.

 

By his own admission, Cochin has nothing to tell us about the causes of the Revolution’s outbreak:

I am not saying that in the movement of 1789 there were not real causes—[e.g.,] a bad fiscal regime that exacted very little, but in the most irritating and unfair manner—I am just saying these real causes are not my subject. Moreover, though they may have contributed to the Revolution of 1789, they did not contribute to the Revolutions of August 10 [1792, abolition of the monarchy] or May 31 [1793, purge of the Girondins]. (p. 125)

With these words, he turns his back upon the entire Marxist “class struggle” approach to understanding the Revolution, which was the fundamental presupposition of much twentieth-century research.

The true beginning of the Revolution on Cochin’s account was the announcement in August 1788 that the Estates General would be convoked for May 1789, for this was the occasion when the men of the societies first sprang into action to direct a real political undertaking. With his collaborator in archival work, Charpentier, he conducted extensive research into this early stage of the Revolution in Brittany and Burgundy, trying to explain not why it took place but how it developed. This material is omitted from the present volume of translations; I shall cite instead from Furet’s summary and discussion in Interpreting the French Revolution:

In Burgundy in the autumn of 1788, political activity was exclusively engineered by a small group of men in Dijon who drafted a “patriotic” platform calling for the doubling of the Third Estate, voting by head, and the exclusion of ennobled commoners and seigneurial dues collectors from the assemblies of the Third Estate. Their next step was the systematic takeover of the town’s corporate bodies. First came the avocats’ corporation where the group’s cronies were most numerous; then the example of that group was used to win over other wavering or apathetic groups: the lower echelons of the magistrature, the physicians, the trade guilds. Finally the town hall capitulated, thanks to one of the aldermen and pressure from a group of “zealous citizens.” In the end, the platform appeared as the freely expressed will of the Third Estate of Dijon. Promoted by the usurped authority of the Dijon town council, it then reached the other towns of the province.[2]

. . . where the same comedy was acted out, only with less trouble since the platform now apparently enjoyed the endorsement of the provincial capital. Cochin calls this the “snowballing method” (p. 84).

An opposition did form in early December: a group of nineteen noblemen which grew to fifty. But the remarkable fact is that the opponents of the egalitarian platform made no use of the traditional institutions or assemblies of the nobility; these were simply forgotten or viewed as irrelevant. Instead, the nobles patterned their procedures on those of the rival group: they thought and acted as the “right wing” of the revolutionary party itself. Both groups submitted in advance to arbitration by democratic legitimacy. The episode, therefore, marked not a parting of the ways between the supporters of the old regime and adherents of the new one, but the first of the revolutionary purges. Playing by its enemies’ rules, the opposition was defeated by mid-December.[3]

In Brittany an analogous split occurred in September and October rather than December. The traditional corporate bodies and the philosophical societies involved had different names. The final purge of the nobles was not carried out until January 1789. The storyline, however, was essentially the same. [4]  La Révolution n’a pas de patrie (p. 131).

The regulations for elections to the Estates General were finally announced on January 24, 1789. As we shall see, they provided the perfect field of action for the societies’ machinations.

The Estates General of France originated in the fourteenth century, and were summoned by the King rather than elected. The first two estates consisted of the most important ecclesiastical and lay lords of the realm, respectively. The third estate consisted not of the “commoners,” as usually thought, but of the citizens of certain privileged towns which enjoyed a direct relation with the King through a royal charter (i.e., they were not under the authority of any feudal lord). The selection of notables from this estate may have involved election, although based upon a very restricted franchise.

In the Estates General of those days, the King was addressing

the nation with its established order and framework, with its various hierarchies, its natural subdivisions, its current leaders, whatever the nature or origin of their authority. The king acknowledged in the nation an active, positive role that our democracies would not think of granting to the electoral masses. This nation was capable of initiative. Representatives with a general mandate—professional politicians serving as necessary intermediaries between the King and the nation—were unheard of. (pp. 97–98)

Cochin opposes to this older “French conception” the “English and parliamentary conception of a people of electors”:

A people made up of electors is no longer capable of initiative; at most, it is capable of assent. It can choose between two or three platforms, two or three candidates, but it can no longer draft proposals or appoint men. Professional politicians must present the people with proposals and men. This is the role of parties, indispensable in such a regime. (p. 98)

In 1789, the deputies were elected to the States General on a nearly universal franchise, but—in accordance with the older French tradition—parties and formal candidacies were forbidden: “a candidate would have been called a schemer, and a party a cabal” (p. 99).

The result was that the “electors were placed not in a situation of freedom, but in a void”:

The effect was marvelous: imagine several hundred peasants, unknown to each other, some having traveled twenty or thirty leagues, confined in the nave of a church, and requested to draft a paper on the reform of the realm within the week, and to appoint twenty or thirty deputies. There were ludicrous incidents: at Nantes, for example, where the peasants demanded the names of the assembly’s members be printed. Most could not have cited ten of them, and they had to appoint twenty-five deputies.

Now, what actually happened? Everywhere the job was accomplished with ease. The lists of grievances were drafted and the deputies appointed as if by enchantment. This was because alongside the real people who could not respond there was another people who spoke and appointed for them. (p. 100)

These were, of course, the men of the societies. They exploited the natural confusion and ignorance of the electorate to the hilt to obtain delegates according to their wishes. “From the start, the societies ran the electoral assemblies, scheming and meddling on the pretext of excluding traitors that they were the only ones to designate” (p. 153).

“Excluding”—that is the key word:

The society was not in a position to have its men nominated directly [parties being forbidden], so it had only one choice: have all the other candidates excluded. The people, it was said, had born enemies that they must not take as their defenders. These were the men who lost by the people’s enfranchisement, i.e., the privileged men first, but also the ones who worked for them: officers of justice, tax collectors, officials of any sort. (p. 104)

This raised an outcry, for it would have eliminated nearly everyone competent to represent the Third Estate. In fact, the strict application of the principle would have excluded most members of the societies themselves. But pretexts were found for excepting them from the exclusion: the member’s “patriotism” and “virtue” was vouched for by the societies, which “could afford to do this without being accused of partiality, for no one on the outside would have the desire, or even the means, to protest” (p. 104)—the effect of mass inertia, once again.

Having established the “social mechanism” of the revolution, Cochin did not do any detailed research on the events of the following four years (May 1789–June 1793), full of interest as these are for the narrative historian. Purge succeeded purge: Monarchiens, Feuillants, Girondins. Yet none of the actors seemed to grasp what was going on:

Was there a single revolutionary team that did not attempt to halt this force, after using it against the preceding team, and that did not at that very moment find itself “purged” automatically? It was always the same naïve amazement when the tidal wave reached them: “But it’s with me that the good Revolution stops! The people, that’s me! Freedom here, anarchy beyond!” (p. 57)

During this period, a series of elective assemblies crowned the official representative government of France: first the Constituent Assembly, then the Legislative Assembly, and finally the Convention. Hovering about them and partly overlapping with their membership were various private and exclusive clubs, a continuation of the pre-Revolutionary philosophical societies. Through a gradual process of gaining the affiliation of provincial societies, killing off rivals in the capital, and purging itself and its daughters, one of these revolutionary clubs acquired by June 1793 an unrivalled dominance. Modestly formed in 1789 as the Breton Circle, later renamed the Friends of the Constitution, it finally established its headquarters in a disused Jacobin Convent and became known as the Jacobin Club:

Opposite the Convention, the representative regime of popular sovereignty, thus arises the amorphous regime of the sovereign people, acting and governing on its own. “The sovereign is directly in the popular societies,” say the Jacobins. This is where the sovereign people reside, speak, and act. The people in the street will only be solicited for the hard jobs and the executions.

[The popular societies] functioned continuously, ceaselessly watching and correcting the legal authorities. Later they added surveillance committees to each assembly. The Jacobins thoroughly lectured, browbeat, and purged the Convention in the name of the sovereign people, until it finally adjourned the Convention’s power. (p. 153)

Incredibly, to the very end of the Terror, the Jacobins had no legal standing; they remained officially a private club. “The Jacobin Society at the height of its power in the spring of 1794, when it was directing the Convention and governing France, had only one fear: that it would be ‘incorporated’—that it would be ‘acknowledged’ to have authority” (p. 176). There is nothing the strict democrat fears more than the responsibility associated with public authority.

The Jacobins were proud that they did not represent anyone. Their principle was direct democracy, and their operative assumption was that they were “the people.” “I am not the people’s defender,” said Robespierre; “I am a member of the people; I have never been anything else” (p. 57; cf. p. 154). He expressed bafflement when he found himself, like any powerful man, besieged by petitioners.

Of course, such “direct democracy” involves a social fiction obvious to outsiders. To the adherent “the word people means the ‘hard core’ minority, freedom means the minority’s tyranny, equality its privileges, and truth its opinion,” explains our author; “it is even in this reversal of the meaning of words that the adherent’s initiation consists” (p. 138).

But by the summer of 1793 and for the following twelve months, the Jacobins had the power to make it stick. Indeed, theirs was the most stable government France had during the entire revolutionary decade. It amounted to a second Revolution, as momentous as that of 1789. The purge of the Girondins (May 31–June 2) cleared the way for it, but the key act which constituted the new regime, in Cochin’s view, was the levée en masse of August 23, 1793:

[This decree] made all French citizens, body and soul, subject to standing requisition. This was the essential act of which the Terror’s laws would merely be the development, and the revolutionary government the means. Serfs under the King in ’89, legally emancipated in ’91, the people become the masters in ’93. In governing themselves, they do away with the public freedoms that were merely guarantees for them to use against those who governed them. Hence the right to vote is suspended, since the people reign; the right to defend oneself, since the people judge; the freedom of the press, since the people write; and the freedom of expression, since the people speak. (p. 77)

An absurd series of unenforceable economic decrees began pouring out of Paris—price ceilings, requisitions, and so forth. But then, mirabile dictu, it turned out that the decrees needed no enforcement by the center:

Every violation of these laws not only benefits the guilty party but burdens the innocent one. When a price ceiling is poorly applied in one district and products are sold more expensively, provisions pour in from neighboring districts, where shortages increase accordingly. It is the same for general requisitions, censuses, distributions: fraud in one place increases the burden for another. The nature of things makes every citizen the natural enemy and overseer of his neighbor. All these laws have the same characteristic: binding the citizens materially to one another, the laws divide them morally.

Now public force to uphold the law becomes superfluous. This is because every district, panic-stricken by famine, organizes its own raids on its neighbors in order to enforce the laws on provisions; the government has nothing to do but adopt a laissez-faire attitude. By March 1794 the Committee of Public Safety even starts to have one district’s grain inventoried by another.

This peculiar power, pitting one village against another, one district against another, maintained through universal division the unity that the old order founded on the union of everyone: universal hatred has its equilibrium as love has its harmony. (pp. 230–32; cf. p. 91)

 The societies were, indeed, never more numerous, nor better attended, than during this period. People sought refuge in them as the only places they could be free from arbitrary arrest or requisitioning (p. 80; cf. p. 227). But the true believers were made uneasy rather than pleased by this development. On February 5, 1794, Robespierre gave his notorious speech on Virtue, declaring: “Virtue is in the minority on earth.” In effect, he was acknowledging that “the people” were really only a tiny fraction of the nation. During the months that ensued:

there was no talk in the Societies but of purges and exclusions. Then it was that the mother society, imitated as usual by most of her offspring, refused the affiliation of societies founded since May 31. Jacobin nobility became exclusive; Jacobin piety went from external mission to internal effort on itself. At that time it was agreed that a society of many members could not be a zealous society. The agents from Tournan sent to purge the club of Ozouer-la-Ferrière made no other reproach: the club members were too numerous for the club to be pure. (p. 56)

Couthon wrote from Lyon requesting “40 good, wise, honest republicans, a colony of patriots in this foreign land where patriots are in such an appalling minority.” Similar supplications came from Marseilles, Grenoble, Besançon; from Troy, where there were less than twenty patriots; and from Strasbourg, where there were said to be fewer than four—contending against 6,000 aristocrats!

The majority of men, remaining outside the charmed circle of revolutionary virtue, were:

“monsters,” “ferocious beasts seeking to devour the human race.” “Strike without mercy, citizen,” the president of the Jacobins tells a young soldier, “at anything that is related to the monarchy. Don’t lay down your gun until all our enemies are dead—this is humanitarian advice.” “It is less a question of punishing them than of annihilating them,” says Couthon. “None must be deported; [they] must be destroyed,” says Collot. General Turreau in the Vendée gave the order “to bayonet men, women, and children and burn and set fire to everything.” (p. 100)

Mass shootings and drownings continued for months, especially in places such as the Vendée which had previously revolted. Foreigners sometimes had to be used: “Carrier had Germans do the drowning. They were not disturbed by the moral bonds that would have stopped a fellow countryman” (p. 187).

Why did this revolutionary regime come to an end? Cochin does not tell us; he limits himself to the banal observation that “being unnatural, it could not last” (p. 230). His death in 1916 saved him from having to consider the counterexample of Soviet Russia. Taking the Jacobins consciously as a model, Lenin created a conspiratorial party which seized power and carried out deliberately the sorts of measures Cochin ascribes to the impersonal workings of the “social mechanism.” Collective responsibility, mutual surveillance and denunciation, the playing off of nationalities against one another—all were studiously imitated by the Bolsheviks. For the people of Russia, the Terror lasted at least thirty-five years, until the death of Stalin.

Cochin’s analysis raises difficult questions of moral judgment, which he does not try to evade. If revolutionary massacres were really the consequence of a “social mechanism,” can their perpetrators be judged by the standards which apply in ordinary criminal cases? Cochin seems to think not:

“I had orders,” Fouquier kept replying to each new accusation. “I was the ax,” said another; “does one punish an ax?” Poor, frightened devils, they quibbled, haggled, denounced their brothers; and when finally cornered and overwhelmed, they murmured “But I was not the only one! Why me?” That was the helpless cry of the unmasked Jacobin, and he was quite right, for a member of the societies was never the only one: over him hovered the collective force. With the new regime men vanish, and there opens in morality itself the era of unconscious forces and human mechanics. (p. 58)

Under the social regime, man’s moral capacities get “socialized” in the same way as his thought, action, and property. “Those who know the machine know there exist mitigating circumstances, unknown to ordinary life, and the popular curse that weighed on the last Jacobins’ old age may be as unfair as the enthusiasm that had acclaimed their elders,” he says (p. 210), and correctly points out that many of the former Terrorists became harmless civil servants under the Empire.

It will certainly be an unpalatable conclusion for many readers. I cannot help recalling in this connection the popular outrage which greeted Arendt’s Eichmann in Jerusalem back in the 1960s, with its similar observations.

But if considering the social alienation of moral conscience permits the revolutionaries to appear less evil than some of the acts they performed, it also leaves them more contemptible. “We are far from narratives like Plutarch’s,” Cochin observes (p. 58); “Shakespeare would have found nothing to inspire him, despite the dramatic appearance of the situations” (p. 211).

Not one [of the Jacobins] had the courage to look [their judges] in the eye and say “Well, yes, I robbed, I tortured and I killed lawlessly, recklessly, mercilessly for an idea I consider right. I regret nothing; I take nothing back; I deny nothing. Do as you like with me.” Not one spoke thus—because not one possessed the positive side of fanaticism: faith. (p. 113)

Cochin’s interpretive labors deserve the attention of a wider audience than specialists in the history of the French Revolution. The possible application of his analysis to subsequent groups and events is great indeed, although the possibility of their misapplication is perhaps just as great. The most important case is surely Russia. Richard Pipes has noted, making explicit reference to Cochin, that Russian radicalism arose in a political and social situation similar in important respects to France of the ancien régime. On the other hand, the Russian case was no mere product of social “mechanics.” The Russian radicals consciously modeled themselves on their French predecessors. Pipes even shows how the Russian revolutionaries relied too heavily on the French example to teach them how a revolution is “supposed to” develop, blinding themselves to the situation around them. In any case, although Marxism officially considered the French Revolution a “bourgeois” prelude to the final “proletarian” revolution, Russian radicals did acknowledge that there was little in which the Jacobins had not anticipated them. Lenin considered Robespierre a Bolshevik avant la lettre.

The rise of the “Academic Left” is another phenomenon worth comparing to the “development of the enlightenment” in the French salons. The sheltered environment of our oversubsidized university system is a marvelous incubator for the same sort of utopian radicalism and cheap moral posturing.

Or consider the feminist “Consciousness Raising” sessions of the 1970’s. Women’s “personal constructs” (dissatisfaction with their husbands, feelings of being treated unfairly, etc.) were said to be “validated by the group,” i.e., came to be considered true when they met with agreement from other members, however outlandish they might sound to outsiders. “It is when a group’s ideas are strongly at variance with those in the wider society,” writes one enthusiast, “that group validation of constructs is likely to be most important.”[5] Cochin explained with reference to the sociétés de pensée exactly the sort of thing going on here.

Any serious attempt to extend and apply Cochin’s ideas will, however, have to face squarely one matter on which his own statements are confused or even contradictory.

Cochin sometimes speaks as if all the ideas of the Enlightenment follow from the mere form of the société de pensée, and hence should be found wherever they are found. He writes, for example, “Free thought is the same in Paris as in Peking, in 1750 as in 1914” (p. 127). Now, this is already questionable. It would be more plausible to say that the various competing doctrines of radicalism share a family resemblance, especially if one concentrates on their negative aspects such as the rejection of traditional “prejudices.”

But in other passages Cochin allows that sociétés de pensée are compatible with entirely different kinds of content. In one place (p. 62) he even speaks of “the royalist societies of 1815” as coming under his definition! Stendhal offers a memorable fictional portrayal of such a group in Le rouge et le noir, part II, chs. xxi–xxiii; Cochin himself refers to the Mémoires of Aimée de Coigny, and may have had the Waterside Conspiracy in mind. It would not be at all surprising if such groups imitated some of the practices of their enemies.

But what are we to say when Cochin cites the example of the Company of the Blessed Sacrament? This organization was active in France between the 1630s and 1660s, long before the “Age of Enlightenment.” It had collectivist tendencies, such as the practice of “fraternal correction,” which it justified in terms of Christian humility: the need to combat individual pride and amour-propre. It also exhibited a moderate degree of egalitarianism; within the Company, social rank was effaced, and one Prince of the Blood participated as an ordinary member. Secrecy was said to be the “soul of the Company.” One of its activities was the policing of behavior through a network of informants, low-cut evening dresses and the sale of meat during lent being among its special targets. Some fifty provincial branches accepted the direction of the Paris headquarters. The Company operated independently of the King, and opponents referred to it as the cabale des devots. Louis XIV naturally became suspicious of such an organization, and officially ordered it shut down in 1666.

Was this expression of counter-reformational Catholic piety a société de pensée? Were its members “God’s Jacobins,” or its campaign against immodest dress a “holy terror”? Cochin does not finally tell us. A clear typology of sociétés de pensée would seem to be necessary before his analysis of the philosophes could be extended with any confidence. But the more historical studies advance, the more difficult this task will likely become. Such is the nature of man, and of history.

Notes

[1] François Furet, Interpreting the French Revolution (Cambridge: Cambridge University Press, 1981), 173.

[2] Furet, 184.

[3] Furet, 185.

[4] Furet, 186–90.

[5] http://www.uow.edu.au/arts/sts/bmartin/pubs/01psa.html [3]

Source: TOQ, vol. 8, no. 2 (Summer 2008)

 


Article printed from Counter-Currents Publishing: http://www.counter-currents.com

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dimanche, 08 juillet 2012

Viol de masse des Françaises en 1945

 

Viol de masse des Françaises en 1945 (1 + 2)

jeudi, 21 juin 2012

Jean Prévost, homme libre et rebelle

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Jean Prévost, homme libre et rebelle

par Pierre LE VIGAN

 

Qui connaît encore Jean Prévost ? Assurément plus grand monde. Cet oubli est de prime abord étonnant. Voici un écrivain français, intelligent bien qu’intellectuel, patriote sans être anti-allemand, anti-hitlérien sans être communiste, il fut aussi maquisard et fut tué dans le Vercors durant l’été 44.

 

La France d’après-guerre a fort peu honoré cet homme, non plus que la France actuelle. L’air du temps est à la contrition mais pas à l’admiration. Jean Prévost a pourtant des choses à nous dire : sur le courage et sur l’intelligence, et sur le premier au service de la seconde comme l’avait rappelé Jérôme Garcin (1).

 

Dominique Venner écrit de son côté : « Pamphlétaire, critique littéraire et romancier, Jean Prévost venait de la gauche pacifiste et plutôt germanophile. C’est le sort injuste imposé à l’Allemagne par les vainqueurs de 1918 qui avait fait de lui, à dix-huit ans, un révolté. Depuis l’École normale, Prévost était proche de Marcel Déat. Il fréquentait Alfred Fabre-Luce, Jean Luchaire, Ramon Fernandez. À la fin des années Trente, tous subirent plus ou moins l’attrait du fascisme. Tous allaient rêver d’une réconciliation franco-allemande. Tous devaient s’insurger contre la nouvelle guerre européenne que l’on voyait venir à l’horizon de 1938. Lui-même ne fut pas indifférent à cet « air du temps ». En 1933, tout en critiquant le « caractère déplaisant et brutal » du national-socialisme, il le créditait de certaines vertus : « le goût du dévouement, le sens du sacrifice, l’esprit chevaleresque, le sens de l’amitié, l’enthousiasme… (2) ». Une évolution logique pouvait le conduire, après 1940, comme ses amis, à devenir un partisan de l’Europe nouvelle et à tomber dans les illusions de la Collaboration. Mais avec lui, le principe de causalité se trouva infirmé. « Il avait choisi de se battre. Pour la beauté du geste peut-être plus que pour d’autres raisons. Il tomba en soldat, au débouché du Vercors, le 1er août 1944.  (3) ».

 

Jean Prévost est d’abord un inclassable : ni communiste, ni catholique, ni même communiste-catholique comme beaucoup, rationnel sans être rationaliste, progressiste sans être populiste au sens démagogique, patriote sans être nationaliste. Un intellectuel nuancé et, dans le même temps, un homme privé vif, tourmenté, sanguin, passionné, exigeant vis-à-vis de lui-même. Un aristocrate. Stendhal dont Prévost fut un bon spécialiste disait que le « vrai problème moral qui se pose à un homme comblé » est : « que faire pour s’estimer soi-même ? ». Jean Prévost fit sien ce problème. Pour y répondre, il « raturait sa vie plutôt que son œuvre ». Et il se « dispersait » dans une multiplicité de centres d’intérêt : critique littéraire, cosmologie et polémologie, philosophie du droit et architecture… En fait, Jean Prévost foisonnait. Sa pseudo-dispersion était profusion. « Jamais de ma vie je n’ai pu rester un jour sans travailler. »

 

Éloigné de tout dandysme, Jean Prévost veut savoir pour connaître. Son travail intellectuel est ainsi un « rassemblement » de lui-même, une mise en forme de son être, qui se manifeste par des prises de position rigoureuses et souvent lucides. Grand travailleur tout autant que grand sportif, Jean Prévost attend que le sport lui fournisse « ce bonheur où tendait autrefois l’effort spirituel ». C’est aussi pour lui un antidote à la civilisation moderne. « Les Grecs, écrit-il, s’entraînaient pour s’adapter à leur civilisation. Nous nous entraînons pour résister à la nôtre. »

 

Malgré la diversité de ses dons, Prévost évoque le mot de Stendhal sur ceux qui « tendent leur filet trop haut ». Il fait partie de ceux qui « pêchent par excès ». Mais c’est un moindre défaut car, comme Roger Vaillant le dit à propos de Saint-Exupéry, « l’action le simplifie ». Et Prévost est un homme d’action. Jean Prévost est aussi aidé par une idée simple et robuste de ses devoirs et de ce qui a du sens dans sa vie : le plaisir, l’amour de ses enfants, les amis, le souci de l’indépendance de son pays.

 

vercors-tombe-jean-prevost-img.jpgTrop païen pour ne pas trouver que la plus détestable des vertus – ou le pire des vices – est la « reconnaissance » envers autrui, trop français pour ne pas avoir le sens de l’humour, « décompliqué des nuances », mais plein de finesse et de saillies (en cela nietzschéen). Jean Prévost se caractérise aussi par la temporalité rapide de son écriture qui est celle du journalisme. C’est ce sens du temps présent qui l’amène (tout comme Brasillach, mais selon des modalités fort différentes), à l’engagement radical, c’est-à-dire, dans son cas, à la lutte armée contre les Allemands dans le maquis du Vercors. C’est là que cet homme, multiple, entier, solaire, trouva sa fin. Il avait écrit : « il manque aux dieux-hommes ce qu’il y a peut-être de plus grand dans le monde; et de plus beau dans Homère : d’être tranché dans sa fleur, de périr inachevé; de mourir jeune dans un combat militaire ».

 

Pierre Le Vigan

 

Notes

 

1 : Jérôme Garcin, Pour Jean Prévost, Gallimard, 1994.

 

2 : Idem.

 

3 : Dominique Venner, dans La Nouvelle Revue d’Histoire, n° 47, 2010.

 

• Publié initialement dans Cartouches, n° 8, été 1996, remanié pour Europe Maxima.

 


 

Article printed from Europe Maxima: http://www.europemaxima.com

vendredi, 15 juin 2012

11-Septembre, de nouveaux indices démentent la version officielle…

11-Septembre, de nouveaux indices démentent la version officielle…

Ex: http://medianews.wordpress.com


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Par Giulietto Chiesa, IlFattoQuotidiano.it, le 6 juin 2012

 

Giulietto Chiesa est journaliste. Il fut correspondant de presse d’El Manifesto et d’Avvenimenti, et collaborateur de nombreuses radios et télévisions en Italie, en Suisse, au Royaume-Uni, en Russie et au Vatican. Auteur du film “Zéro – Enquête sur le 11-Septembre” et de divers ouvrages, il a notamment écrit sur la dissolution de l’URSS et sur l’impérialisme états-unien. Ancien député au Parlement européen (Alliance des démocrates et libéraux, 2004-2008), il est membre du Bureau exécutif du World Political Forum

 

Traduction GV pour ReOpenNews

 

Le comité d’experts internationaux dont j’ai l’honneur de faire partie a publié hier ses dernières conclusions (chronologiquement parlant) sur la question cruciale des faux comptes-rendus des actions et des endroits où se trouvaient les plus hauts responsables politiques et militaires américains au cours de cette journée fatale.

Ces conclusions s’articulent en huit chapitres, dont les détails peuvent être consultés sur le site www.consensus911.org/fr [en français - NdT], et qui éclairent d’une lumière nouvelle et impressionnante ce sur quoi, à presque onze ans de distance, des millions de personnes dans le monde entier (disons l’immense majorité) ne savent absolument rien. À commencer par les mensonges officiels qui ont été diffusés pour empêcher que le public – et en premier lieu les Américains – sache où se trouvaient et ce que faisaient les quatre plus hauts responsables de l’époque : le président américain George W. Bush, le vice-président Dick Cheney, le secrétaire à la Défense Donald Rumsfeld, et le général en charge de tout l’État major, Richard Myers.

Ces huit nouveaux chapitres ont été élaborés par les vingt membres du 9/11 Consensus Panel, sur la base de documents obtenus grâce à la loi sur la liberté de l’information (FOIA), et par l’analyse de toutes les sources journalistiques disponibles. Et en prenant comme point de départ les propres affirmations de la Commission d’enquête officielle.

La documentation est effectivement impressionnante et les mensonges officiels y coulent à torrents. A commencer par le fait avéré et proprement stupéfiant du nombre sans précédent d’exercices militaires qui se déroulaient précisément le 11 septembre 2001. Il y en avait pas moins de sept. Mais la Commission d’enquête officielle ne fait mention que d’un seul, celui qui portait le nom de « Vigilant Guardian ». Cet exercice était habituellement organisé chaque année en octobre. Mais en 2001, il fut avancé à septembre. Il y eut au même moment l’exercice « Global Guardian », du NORAD (North American Aerospace Defense Command), qui lui aussi était normalement planifié au mois d’octobre. Et ainsi de suite : « Amalgam Warrior » (vaste exercice portant sur plusieurs régions du NORAD, conduit normalement aux mois d’avril et d’octobre). Cette année-là, l’exercice fut lui aussi déplacé en septembre.

Le 4e est intéressant, « Northern Vigilance », qui eut pour effet ce matin-là de déplacer pratiquement toute la flotte aérienne militaire américaine au Canada et en Alaska. Suivirent, ou plutôt furent organisés au même moment « Vigilant Warrior » (exercice d’entrainement en vol), et « Red Flight » (qui prévoyait le transfert d’avions de chasse de la base de Langley, Virginie, vers d’autres bases). Et enfin, n’oublions pas le National Reconnaissance Office (NRO) qui – quelle coïncidence extraordinaire – prévoyait justement ce matin-là, exactement à 9 h 10, l’impact d’un petit avion contre l’une des tours de l’Agence, dans les environs de Washington.

Il est impossible de résumer ici tous les points les plus criants qui émergent de ces huit chapitres. Une chose est sure : la Commission officielle, présidée (illégalement) par Philip Zelikow, ami intime et collaborateur de Condoleezza Rice, oublia de mentionner les sept exercices militaires en cours ce jour-là, mais sous-estima de manière incroyable la confusion provoquée par tous ces entrainements et ces simulations alors que se produisaient les quatre détournements d’avion. En outre, il parait irréfutable que ce matin-là, les écrans radars de la défense aérienne américaine furent criblés de faux échos par rapport à ce qui se passait en réalité dans le ciel de l’Amérique du Nord. Ces faux échos radars furent retirés des écrans seulement après les frappes contre la Tour Sud du World Trade Center.

Mais qui commandait pendant ces heures [cruciales] ? Les sources officielles répètent sans cesse que Bush, Cheney, Rumsfeld, Richard Myers (qui remplaçait le général Hugh Shelton), Montague Winfield, lui aussi général et à la tête de la « War room » étaient tous (de façon totalement inexplicable) loin de leurs postes de responsabilité. C’est-à-dire qu’ils n’étaient pas là où ils auraient dû être. Et qu’ils n’y retournèrent qu’après la frappe contre le Pentagone, à 9 h 37. Mais les documents démentent cette version des faits. Certains d’entre eux, non seulement se trouvaient à leur poste, mais ils étaient parfaitement informés  sur ce qui se passait et ils discutèrent même de la nécessité ou pas d’abattre le 4e avion détourné, le Vol 93, dont les débris furent retrouvés non pas à Shanksville (comme le dit la version officielle) mais sur un périmètre de plusieurs kilomètres de diamètre. Encore un démenti de la version officielle.

Le 9/11 Consensus Panel n’est pas un tribunal, mais il recueille les éléments qui pourront être utiles aux recherches ultérieures, peu importe qui les conduit, une institution publique, les médias, des sites académiques. Ceux qui veulent ouvrir les yeux peuvent aller s’en assurer sur le site. Le site du Consensus 9/11 est une contribution à l’enquête que Ferdinando Imposimato (ci-contre) compte mener à bien pour exposer les chefs d’accusation devant le Tribunal pénal international de La Haye, afin que celui-ci puisse examiner l’hypothèse d’incriminer d’importants membres de l’administration américaine de l’époque, sur l’accusation de « participation à un crime ».

Giulietto Chiesa

Traduction GV pour ReOpenNews

mardi, 05 juin 2012

Der Himmel glüht wie bei einem Vulkanausbruch

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„Der Himmel glüht wie bei einem Vulkanausbruch“

Von Egon W. Scherer

Ex: http://www.jungefreiheit.de/

Am 4. Juni 1942 notiert der SS-Sicherheitsdienst in seinen geheimen „Meldungen aus dem Reich“: „Die verstärkte Angriffstätigkeit der britischen Luftwaffe auf deutsche Städte, insbesondere der Terrorangriff auf Köln, haben im gesamten deutschen Volk Bestürzung ausgelöst und stehen zahlreichen Meldungen zufolge im Mittelpunkt aller Gespräche und Erörterungen der Volksgenossen...“

Wenige Tage zuvor war es mit dem britischen Luftschlag gegen Köln zum ersten Tausend-Bomber-Angriff auf eine deutsche Stadt und zum Auftakt des sogenannten „Moral Bombing“ gekommen. Verantwortlich dafür: Der Oberbefehlshaber der britischen Bomberflotte, Luftmarschall Sir Arthur Harris.

Harris wird immer ein Kriegsheld von zweifelhaftem Ruhm bleiben. Unter seinem Kommando und nach seinem Konzept überzogen die Flieger der Royal Air Force Deutschlands Städte mit einem gezielten Flächenbombardement, dem mehr als 600 000 Zivilisten zum Opfer fielen. Die Luftangriffe galten bewußt den Wohnvierteln der Städte, und zwar da, wo sie am dichtesten waren, speziell in den Arbeitervierteln.

Die „Moral“ der Zivilbevölkerung sollte gebrochen werden, sie sollte kriegsmüde werden und gegen die eigene Regierung revoltieren. Allerdings führte dieses „Moral Bombing“ nie zum erstrebten Ziel.

In Deutschland als „Bomber-Harris“ eine Schreckgestalt, sah sich Harris auch im alliierten Lager zunehmender Kritik ausgesetzt, die dazu führte, daß er nach dem Krieg lange bei Auszeichnungen übergangen wurde. Doch schließlich stiftete ihm eine Veteranen-Vereinigung ehemaliger Bombenflieger ein überlebensgroßes Bronzedenkmal, das am 31. Mai 1992 in London, sogar durch die Königinmutter, feierlich eingeweiht wurde. Proteste von Bürgermeistern deutscher Städte, die von den Harris-Bombern besonders schwer getroffen wurden, verhallten ungehört.

Klotzen, nicht kleckern

50 Jahre vor dieser denkwürdigen Denkmalseinweihung erbrachte Luftmarschall Harris den Beweis für die von ihm propagierte Effektivität massiver Bombardierungen mit einem spektakulären Ereignis: dem ersten „Tausend-Bomber-Angriff“ der britischen Luftwaffe, der vor jetzt 70 Jahren, in der Nacht vom 30. auf den 31. Mai 1942, die Stadt Köln traf.     

Am 14. Februar 1942 hatte das englische Luftfahrtministerium die Area Bombing Directive („Anweisung zum Flächenbombardement“) herausgegeben. Anlaß war, daß alle bisherigen Angriffe auf Punktziele schlechte Ergebnisse erbracht hatten. Am 22. Februar wurde Arthur Harris zum Oberbefehlshaber des Strategischen Bomberkommandos der britischen Luftwaffe ernannt.

Er galt als konsequenter Vertreter der Lehren von Douhet – eines 1930 verstorbenen italienischen Generals, nach dessen Auffassung künftige Kriege allein durch rücksichtslose Luftangriffe entschieden werden sollten (Hauptwerk: „Il dominio dell' aria“ = „Die Luftherrschaft“, 1921). Auch Harris war davon überzeugt, daß Bomber den Krieg gewinnen könnten. Allerdings – dabei mußte geklotzt, nicht gekleckert werden.

Paukenschlag ohnegleichen

Schon Ende März hatte der neue Chef des „Bomber Command“ die Angriffstaktik gewechselt. Statt wie bisher Luftangriffe mit kleineren Bomberverbänden in mehreren Wellen zu fliegen, ging er zu Flächenbombardements mit starken Verbänden über. Opfer der ersten Aktion von „Area Bombing“ wird die Stadt Lübeck. In der Nacht vom 28. zum 29. März 1942 werfen 234 Maschinen 304 Tonnen Brand- und Sprengbomben über der Stadt ab, darunter auch die bisher noch nicht erprobten Flüssigkeitsbrandbomben (im Volksmund „Kanister“).

32 Stunden lang brennt die Lübecker Altstadt und wird fast völlig zerstört. Wichtigste Erkenntnis für die Briten aus diesem Angriff: Brandbomben verursachen im Vergleich zu Sprengbomben rund das Sechsfache an Zerstörungen.    

Die Brandbombe hatte also ihre Generalprobe bestanden. Ein neuer Schlag vier Wochen später, gegen Rostock, bestätigte die Wirksamkeit der neuen Angriffstaktik. Da gewinnt Harris die Zustimmung von Premierminister Churchill zu einer gewaltigen Machtdemonstration der Royal Air Force: Mit einem Paukenschlag ohnegleichen will er die Deutschen das Fürchten lehren und in England alle Skeptiker zum Schweigen bringen, die daran zweifeln, daß man das Dritte Reich auch ohne Invasion, allein durch den Bombenkrieg, in die Knie zwingen kann.

Über Köln bricht die Hölle los

Mit tausend Bombern, das doppelte von dem, was die deutsche Luftwaffe bei ihren schwersten Angriffen 1940/41 gegen England aufgeboten hat, soll Köln niedergebomt werden. Allerdings hat das Bomberkommando nur eine Einsatzstärke von etwa 480 Maschinen. Daher werden die fehlenden Flugzeuge von überallher zusammengetrommelt. Selbst Flugschüler und die unersetzlichen Fluglehrer sitzen in den akquirierten Maschinen.

In der Nacht zum 31. Mai 1942 startet tatsächlich eine Luftarmada von 1.047 Flugzeugen von 53 Flugplätzen in Richtung Deutschland. 13 verschiedene Bombertypen sind dabei, aber auch zum erstenmal Langstrecken-Nachtjäger. Sir Harris hat dem Vorhaben den Titel „Operation Millennium“ („Unternehmen Jahrtausend“) gegeben.

Über Köln bricht in dieser Nacht die Hölle los. Bis zu diesem Zeitpunkt haben schon 106 britische Luftangriffe die leidgeprüfte Stadt getroffen, aber diese sind nur von jeweils bis zu 40 Maschinen geflogen worden. Nun lassen 890 Bombenflugzeuge, die Köln erreichen, innerhalb von 90 Minuten rund 1.500 Tonnen Bomben, darunter zwei Drittel Brandbomben, auf die Domstadt prasseln.

„Bomber-Harris“ konnte zufrieden sein

Tausende von Bränden werden entfacht, tausende von Häusern sinken in Schutt und Asche. Der angerichtete Schaden ist viermal größer als bei allen früheren Luftangriffen zusammen. „Der Himmel über Köln glüht wie bei einem Vulkanausbruch“, notiert ein mitfliegender Kriegsberichter.

Die Verluste unter der Zivilbevölkerung sind angesichts des furiosen Angriffs noch erstaunlich gering: 469 Tote, 5.000 Verletzte. Es erweist sich, daß die Kölner schon hinreichend Luftkriegserfahrung haben und zudem über gut ausgebaute Luftschutzräume verfügen. Die Briten verloren bei dem Tausend-Bomber-Angriff 44 Maschinen, also vier Prozent. „Bomber-Harris“ konnte zufrieden sein. Wenige Tage später startete das Bomberkommando seinen nächsten Tausend-Bomber-Angriff, diesmal auf Essen.

mercredi, 23 mai 2012

Os Guardas Brancos Contra a Internacional Vermelha

Os Guardas Brancos Contra a Internacional Vermelha

por Pavel Tulaev

Ex: http://legio-victrix.blogspot.com/
 
 
 
Uma das peculiaridades da contrarrevolução Branca na Rússia foi o fato de que ela emergiu e se desenvolveu quando a Guerra Mundial ainda não havia terminado. Como a Alemanha era inimiga do Império Russo durante a Guerra Mundial, foi o Alto Comando Alemão que planejou enviar Lênin e seus associados a São Petersburgo em um trem fechado. Intencionava-se que eles se tornassem um fator de desestabilização; sua única tarefa era remover a Rússia do teatro de operações bélicas europeu do lado Aliado.
 
Tendo estabelecido sua própria ditadura dentro do Congresso de Sovietes Lênin convocou os trabalhadores e camponeses para um levante revolucionário. Em uma fria noite de 25 de outubro de 1917 após a tomada do Zimny Dvoretz (o Palácio de Inverno - a residência do Czar em São Petersburgo) ter sido realizada, Lênin declarou a asserção oficial do poder soviético (ou seja, do poder dos Sovietes).
 
"Terra para os camponeses", "Fábricas para os trabalhadores", "Paz sem anexações e sem tributo", "Convocação de uma Assembléia Constituinte" - esses foram os slogans oficiais declarados. Mas nenhum deles foi realmente cumprido. Em verdade foi o sangrento regime do "comunismo de guerra", chefiado predominantemente por judeus e não-russos, que foi estabelecido.
 
 
1. Guerra e Revolução
 
Durante a segunda fase da Guerra Mundial - após a investida do General Alexei Brusilov na Romênia em 1916, em um momento em que os quartéis-generais do exército eram liderados pelo talentoso general Mikhail Alexeyev - toda a situação na frente ocidental se tornou favorável à Rússia.
 
Mas o exército era bastante solapado pela atividade de provocadores revolucionários que encorajavam soldados e oficiais a desertarem. Posteriormente, as primeiras unidades da RKKA (Exército Vermelho de Operários e Camponeses) foi formada a partir desses desertores.
 
Um judeu ucraniano, Lev "Trotsky" Bronstein (1879-1940) ocupou a posição de Narkom (Comissário Popular) para Assuntos Militares e Defesa no recém-nascido governo soviético. Foi graças a sua iniciativa pessoal que o vergonhoso Tratado de Brest-Litovsk foi assinado em 3 de março de 1918. Após esse Tratado, os territórios ocidentais do Império, os mais desenvolvidos em termos econômicos (aproximadamente 1/3 da população e metade da indústria) foram arrancados. Tirando vantagem das fraquezas russas temporárias, os alemães conseguiram ocupar os estados bálticos, uma parte da Bielorrússia e o Cáucaso. Ademais, eles tecnicamente reinavam na Ucrânia, onde o hetman Skoropadsky se tornou seu protegido. Os resultados de três anos de batalhas intensas pelo povo russo em sua frente ocidental foram anulados.
 
Um "Comitê Revolucionário Militar" foi estabelecido no lugar dos antigos corpos estatais e do Governo Provisório Kerensky. Inúmeros comitês bolcheviques menores, bem como agências punitivas de terror, como a Cheka, posteriormente GPU e NKVD, também foram formadas.
 
Contando com a crença do povo comum no "Estado de Justiça Social", os comissários vermelhas chamaram o povo para realizar uma Revolução Global e estabelecer a "Ditadura Global do Proletariado". Em nome da "luta de classes" grandes propriedades, fábricas e casas foram expropriadas pelos bolcheviques por todo o país. Simultaneamente, representantes da aristocracia, do clero, do alto domando do exército e das classes superiores foram virtualmente exterminados. A economia começou a tropeçar graças a distúrbios e devastações.
 
A maior parte da população, que inicialmente acreditava que o poder dos bolcheviques seria temporário, se importava mais em salvar suas vidas e propriedade. Mas políticas e líderes experientes gradualmente começaram a guiar a nação no entendimento de que era necessário resistir à revolução e seu caos. A contrarrevolução começou; a cor branca foi escolhida como sua, já que ela tradicionalmente simbolizava a monarquia e a glória do estandarte russo.
 
2. Primeiras tentativas de resistência armada
 
Centros de resistência armada apareceram por todos os territórios do antigo império - do noroeste ao extremo oriente. Mas eles eram diferentes em termos de escala, duração das ações armadas, e de seus resultados. Levantes espontâneos ocorreram entre camponeses com bastante frequência, mas eles foram severamente suprimidos pelo exército vermelho. Os restos das forças militares organizadas, fiéis ao antigo Czar e à Pátria, tentaram se unir em um fronte sólido. Juntos eles formaram o Movimento Branco com centros ativos e quartéis militares por toda a Rússia.
 
As primeiras tentativas de resistência armada contra as forças revolucionárias foram realizadas durante o mando do Governo Provisório burguês-democrata, chefiado por Alexander Kerensky, em março de 1917, muito antes dos bolcheviques realizarem seu Golpe de Estado. A rebelião do Beneral Lavr Kornilov que ocorreu em setembro de 1917 mostrou que a própria idéia da "democracia parlamentar" era inaceitável nos círculos militares e patrióticos.
 
General Kornilov (1870-1918) foi um cossaco hereditário e um excelente líder militar. Tendo se graduado na escola de artilharia e posteriormente na Academia do Estado Maior (com uma medalha de ouro por feitos notáveis), ele serviu como adido militar na embaixada russa na China. Ele começou sua carreira militar como oficial durante a Guerra Russo-Japonesa (de 1904-1905), e foi promovido ao posto de Comandante-em-Chefe do Exército Imperial Russo durante a Primeira Guerra Mundial. Ele era um comandante experiente, foi decorado com a Cruz de São Jorge e desfrutou de um grande prestígio entre os soldados comuns do exército. Ele foi o primeiro a erguer o estandarte da Causa Branca e muitos esperavam que ele se tornaria um ditador, capaz de esmagar a revolução comunista vindoura.
 
Em 27 de agosto de 1917 o General Kornilov abordou o povo russo com um telegrama no qual ele acusava os bolcheviques de cederem aos alemães e convocava seus compatriotas a se unirem a suas fileiras para a salvação da Pátria. ele jurou "liderar o povo à Assembléia Constituinte, através da qual eles poderiam tomar seu destino em suas próprias mãos, para escolher a forma do novo Estado". Mas Kornilov não desfrutava de muito apoio nessa fase de sua luta e teve que baixar as armas.
 
A revolução comunista então eclodiu. O famoso batalhão da morte feminino, liderado pela comandante Maria Bochkareva demonstrou o verdadeiro exemplo de heroísmo e devoção à Pátria. Junto com várias centenas de cadetes militares elas defenderam o Palácio de Inverno contra os bolcheviques. Essa unidade feminina única foi criada no meio da Primeira Guerra Mundial para manter elevado a moral dos soldados, que estavam perdendo fé na vitória. O batalhão tinha por volta de 3.000 dessas amazonas russas e tinha seu próprio estandarte; ele foi solenemente santificado na Praça Vermelha. Mas as mulheres armadas não foram capazes de resistir aos revolucionários bolcheviques e seus aliados.
 
Submergindo nas profundezas do caos revolucionário, a Rússia teve que descontinuar suas operações militares nos frontes da Guerra Mundial. Graças ao golpe bolchevique, o país se tornou presa fácil para seus antigos aliados bem como para seus inimigos. Nessa situação apenas um exército contrarrevolucionário regular, liderado por profissionais das escolas militares czaristas, seria capaz de resistir ao perigoso inimigo que havia tomado os postos centrais do Estado. Havia necessidade de líderes Brancos de vontade férrea para unir a nação.
 
A contrarrevolução logo começou a assumir a forma de uma resistência armada organizada. A primeira tentativa de liberar São Petersburgo dos bolcheviques ocorreu nas Colinas de Pulkovo em 12 de novembro de 197. Ela foi realizada por um esforço conjunto de Alexander Kerensky (que havia conseguido fugir da capital) e do General Peter Krasnov (1869-1947). Esse foi efetivamente o início da luta armada Branca. Mas um regimento de 700 cossacos não foi o bastante para realizar essa difícil missão. Os tumultos e levantes de trabalhadores por toda a capital apenas aceleraram a situação. Sob essas circunstâncias, em 15 de novembro o General Alexeyev e todo seu séquito tomaram a decisão de formar o Exército Voluntário.
 
3. O Exército Voluntário e a "Marcha de Gelo" de 1918
 
O General Mikhail Alexeyev (1857-1918) foi um brilhante líder militar, um verdadeiro cientista da guerra e um homem culto. Ele nasceu na família de um oficial militar e seguiu o caminho de seu pai. Alexeyev concluiu a Escola de Infantaria Militar de Moscou, e a Guerra Russo-Turca de 1877 foi seu "batismo de fogo". Após isso, ele foi indicado professor, Alexeyev obteve uma cadeira em História Militar na Academia do Estado Maior. Lá seus talentos notáveis se tornaram evidentes.
 
Alexeyev não se ocupou apenas com serviço burocrático - durante a Guerra com o Japão ele foi indicado para o campo de batalha após ter pedido. Pouco antes da Primeira Guerra Mundial Alexeyev foi apontado chefe do Comando de Kiev por suas impressionantes realizações militares. Durante a guerra ele estava encarregado do fronte sudestino e foi graças a seu talento como seu comandante que a situação crítica no fronte alemão melhorou.
 
O Czar Nicolau II tendo abdicado, o Governo Provisório indicou Alexeyev Supremo Comandante-em-Chefe. Mas pouco depois o general foi dispensado graças a sua atitude crítica frente a política do governo burguês. Depois que o poder foi tomado pelos bolcheviques, Alexeyev e seus camaradas de armas tiveram que recuar para o sul para dar início a uma nova fase da guerra.
 
No vale do Rio Don viviam cossacos livres que haviam provado sua fidelidade à Pátira por meio do serviço militar por séculos. Foi lá que a formação dos primeiros Guardas Brancos teve início. O núcleo do exército estava agrupado ao redor da "Cruz Branca", uma sociedade secreta formada por oficiais militares. Logo, generais Kornilov e Denikin bem como os atamans (comandantes cossacos) Kaledin (1861-1918) e Dutov (1879-1921) se uniram à sede do Exército Voluntário. Os cossacos do Don, de Orenburg e Baikal, furiosos com a ditadura judaico-comunista e com o terror revolucionário ergueram-se para se unir aos voluntários. "Lá ergueram-se em sua nobre ira cristãos verdadeiros, filhos do Don, e ouviram o chamado da liberdade!" - assim seguiam as linhas de uma velha canção cossaca.
 
A chamada "Marcha de Gelo" do Exército Voluntário liderado por Kornilov se tornou o primeiro evento notável da primeira fase da guerra. Ela começou em fins de fevereiro de 1918 e prossegiu sob severas condições invernais, quatro mil voluntários com alta moral preparados para romper pelas linhas vermelhas após cruzarem o Don. Foi o "batismo de fogo" para o Exército Branco e Alexeyev chamou isso de "uma vela de fé e esperança nas trevas que estavam devorando a Rússia". Mas a campanha falou; os voluntários Brancos eram superados numericamente pelos Vermelhos e tiveram que recuar. O General Kornilov caiu como um verdadeiro guerreiro na Batalha de Ekatrinodar.
 
 
4. Ditadura Bolchevique e o Terror Vermelho
 
Os líderes militares acreditavam que uma força armada organizada era necessária para a recuperação da paz e da ordem civil, enquanto os cidadãos pacíficos, confusos pela propaganda constante, jamais abandonaram a esperança de restaurar a paz por meios democráticos legais.
 
Em 18 de janeiro de 1918, a Assembléia Constituinte de Todos as Rússias, apoiada por ativistas proletário, começou a funcionar em São Petersburgo. Mas apesar de ser pacífica, a Assembléia foi imediatamente atacada por bolcheviques armados com mais de dez manifestantes mortos. Mais uma ilusão liberal pereceu.
 
Ao invés de desenvolver a democracia e proteger direitos civis e liberdades, os bolcheviques se concentraram em fortalecer o próprio poder. Nikolai Krylenko (1885-1938), um membro proeminente do Partido Bolchevique, Supremo Comandante-em-Chefe e chefe da VRK (Comitê Revolucionário Militar) tomou a decisão de formar o Exército Vermelho de Trabalhadores e Camponeses (RKKA). A mobilização compulsória de todos os homens de 18 a 40 anos de idade começou. Nas condições severes e caos ideológico da Revolução uma parte dos corpos militares czaristas se uniu aos bolcheviques: de 130.000 oficiais do Exército Imperial, por volta de 30.000 se uniram à RKKA, incluindo oficiais proeminentes como Brusilov, Snesarev, Svechin e Tukhachevsky.
 
Operações militares nos frontes da Primeira Guerra Mundial foram suspensas graças ao "Decreto de Paz". Agora os bolcheviques estavam bem mais preocupados em defender a "Pátria Socialista" e as "conquistas da Revolução". Em realidade isso significava mais luta de classes e guerra civil fratricida. Por essa razão muitos recrutas se recusaram a lutar sob os estandartes vermelhos. Casos de deserção e troca de lados por recrutas ocorriam normalmente nos frontes da Guerra Civil.
 
O Alto Comando da RKKA oficialmente considerava essas ações como deserção e, emitindo novas ordens, os desertores deviam ser fuzilados à primeira vista. Esse método foi primeiro aplicado pelo já mencionado Leon Trotsky, que escreveu:
 
"É impossível construir um exército forte sem repressão. Não se pode levar massas de pessoas à morte, sem ter a pena de morte como meio de punição. Devemos confrontar o soldado com sua possível morte em sua frente e sua inevitável morte atrás".
 
Não foi acidental que a estrela vermelha de cinco pontas, junto com os emblemas do martelo e foice, foram escolhidos como emblema da RKKA (em medalhas e estandartes do Exército Vermelho ela era normalmente representada virada para cima, o que também requer explicação). Ao falar no Quinto Congresso Anual dos Sovietes no verão de 1918, Trotsky explicou essa escolha: quando a rebelião dos judeus contra o domínio romano, liderada por Bar Kochba, ocorreu na Palestina (132-135 d.C.), a estrela vermelha foi representada no estandarte judaico. Em outras palavras, para os bolcheviques a estrela era um símbolo de luta revolucionária contra o Império.
 
No início da primavera de 1918 os bolcheviques, deliberadamente tentando "transformar uma guerra mundial em uma guerra civil" tiveram que confrontar a abertura de um segundo fronte externo. Em março e abril, as tropas da Entente foram dispostas na rússia: tropas inglesas e francesas desembarcaram em Murmansk e Archangelsk no norte, tropas francesas em Odessa e Sevastopol no sul, tropas inglesas, apoiadas por japoneses e americanos em Vladivostok no extremo oriente.
 
Durante o caos da intervenção aliada, um corpo tcheco de milhares de soldados (cujos líderes estavam ligados à quartel-general da Entente) excitou uma rebelião na região do Volga. Tropas inglesas entraram no Turquestão e na Transcaucásia; a Romênia ocupou a Bessarábia. O Império Russo estava se dissolvendo, se transformando em regiões mal controladas sem qualquer governo unificado. Enquanto isso, o comando alemão continuava a apoiar Lênin. Com a ajuda de Mirbach (o embaixador da Alemanha para a República Soviética) eles transferiram para os bolcheviques mais de 3 milhões de marcos por mês; em maio de 1918 - 40 milhões de marcos foram transferidos. A Guerra Mundial virtualmente continuava no território do império dissolvente, e países rivais continuavam a participar nela, diretamente ou indiretamente.
 
Lênin compreendia muito bem que a ação unida das forças externas da Entente com as forças de oposição interna representavam uma grande ameaça ao governo bolchevique. Era a razão, ele declarou abertamente, para o terror que ele instituiu contra todos os que se opunham à "ditadura do proletariado", incluindo seus próprios camaradas de ontem: mencheviques, socialistas revolucionários, e anarquistas. Com centenas de socialistas revolucionários presos como reféns, o "líder da revolução mundial" pediu por execuções em massa em 26 de junho de 1918:
 
"Nós devemos encorajar e promover o terror contra os contrarrevolucionários, especialmente em São Petersburgo, para dar um exemplo decisivo".
 
Em julho de 1918, sob ordens pessoais de Lênin (e parcialmente pela iniciativa de seu camarada Jakob Sverdlov), o Czar e sua família foram executados (sem investigação ou julgamento) em Yekaterinbug. Vários dias depois, seis outros representantes da dinastia Romanov foram assassinados.
 
Tendo suprimido a imprensa independente (que era mais ou menos influente e continuava a comentar os eventos atuais, influenciado dessa ou daquela maneira a opinião das pessoas), os bolcheviques começam sua perseguição sistemática da Igreja. Como uma instituição religiosa fundamental ela ainda exercia uma ampla influência sobre muitos ortodoxos do povo e era um oponente ideológico evidente à política de ateísmo agressivo promovida pelos bolcheviques.
 
Em relação aos camponeses, supunha-se que eles fossem aliados do proletariado na "luta de classes". Não obstante, uma severa política de "prodrazverstka" (ou "guerra do pão") começou em relação a eles, com mais de 75.000 soldados do Exército Vermelho participando. Concretamente, a comida produzida foi expropriada no local. Por todo o país não menos do que 300 rebeliões campesinas ocorreram.
 
Os trabalhadores também estavam insatisfeitos com o poder soviético, já que ao invés de justiça social, prometida pelos bolcheviques, eles não receberam nada além de fome e dificuldades. Antigos sindicatos foram dissolvidos, a liberdade de opinião foi suprimida e greves foram virtualmente banidas. Rebeliões de cossacos, camponeses, trabalhadores qualificados e adversários políticos do bolchevismo eclodiam por todo o país.
 
Os bolcheviques estavam conscientes, e preocupados com o perigo da resistência armada por todo o país, bem como com o perigo da intervenção estrangeira. A sede do governo foi logo transferida para Moscou, longe das linhas do conflito. Na "nova" velha capital da Rússia, estrelas vermelhas de rubi logo ergueram-se sobre as torres do Kremlin como símbolo do poder bolchevique. Em Moscou, os bolcheviques tomaram a decisão de cumprir a estratégia da revolução mundial organizando a Comintern. Ela foi financiado com os bens expropriados da família do Czar e dos mosteiros russos (predominantemente seu ouro); e parcialmente - graças à exportação dos "excedentes de pão", tomados dos camponeses.
 
Cidadãos pacíficos, aterrorizados por revoluções, guerras, terror e fome fugiram de ambas capitais; Moscou e São Petersburgo ficaram logo desertas. Em apenas três anos (1918-1930) pelo menos 5.750.000 civis morreram. O mundo da ciência reconhece que essa foi uma das maiores catástrofes demográficas da história.
 
 
 
5. O Sul como o Bastião dos Guardas Brancos
 
Aldeias e cidades do norte foram devoradas pela revolução. Civis e ex-soldados do exército tentaram fugir para o sul, já que as regiões sulistas não eram controladas pelos bolcheviques ou pelos anarquistas.
 
O sul da Rússia logo se tornou um poderoso bastião de forças contrarrevolucionárias. Os restos do exército czarista se reuniram lá vindos de todo o Império. Logo, novas unidades militares do emergente Exército Branco começaram a se formar. Foi no Rio Don que o Exército Voluntário, liderado pelo General Denikin, passou por seu "renascimento": em janeiro de 1919. Denikin uniu forças com o Exército do Rio Don do General Krasnov. Esse exército se tornou a base das forças armadas contrarrevolucionárias do sul da Rússia.
 
O General Anton Denikin (1872-1947) nasceu de uma família pobre na província da Varsóvia. Tendo escolhido uma carreira militar, ele se graduou na Academia do Estado Maior. Seu "batismo de fogo" ocorreu durante a Guerra Russo-Japonesa. Ele foi promovido à patente de major general em 1914. À parte do serviço militar, Denikin foi também conhecido como um escritor e prolífico memorialista: aqueles que leram seus primeiros contos sobre a vida militar, jamais imaginaram que ele se tornaria um dos mais famosos memorialistas da Guerra Civil.
 
Como Denikin foi um camarada de armas de Kornilov desde a época da Marcha de Gelo, após a morte de Kornilov foi Denikin que ergueu novamente o estandarte da Causa Branca. Sob o comando de Denikin, o Exército Branco teve muitas conquistas militares. Ele lançou uma campanha ofensiva em direção a Moscou, e logo ocupou grandes territórios contendo aproximadamente 42 milhões de pessoas: eles liberaram Kharkov, Kiev, Kursk, Orel, Voronezh e Tsaritsin, bem como os territórios do norte do Cáucaso. O exército de Denikin representava uma grande ameaça aos bolcheviques: os revolucionários estavam efetivamente cercados por um anel de forças contrarrevolucionárias. Poderosas forças combatentes foram enviadas contra ele. Após resistir em sangrentas batalhas, as tropas de Denikin tiveram que recuar das cidades outrora ocupadas.
 
Novorossyisk foi a última cidade a ser perdida pelos Guardas Brancos. O próprio Denikin fugiu para um navio e continuou sua luta no exterior. Graças a sua autoridade e influência, Denikin logo se tornou um influente e proeminente líder social dos emigrados russos. Em seu famoso livro em cinco volumtes "A Perturbação Russa", escrito logo após os eventos de 1921-1926, ele refletiu sobre as causas, razões e possíveis resultados da Revolução. Ele foi publicado em Paris, Berlim e nos EUA, para onde Denikin depois emigrou. Ele morreu na América em 1947, um patriota leal até a morte a sua Pátria russa.
 
Os Brancos não conseguiram conectar os exércitos do sul e do extremo oriente, e uma aliança tática temporária com as tropas ucranianas de Petlyra (um anarquista radical) bem como com o Exército Nacional Ucraniano não pôde ser duradoura, já que os Guardas Brancos e os Anarquistas buscavam propósitos diferentes.
 
As tropas do General Nikolai Yudenich (1862-1933) no noroeste estavam efetivamente separadas das forças principais da contrarrevolução.Yudenich não conseguiu ocupar São Petersburgo, apesar da ajuda maciça dos países ocidentais, incluindo a ajuda dos "Freikorps", batalhões voluntários nos quais anti-comunistas de todas as nações, inclusive alemães, lutavam lado a lado. O Exército Vermelho, apoiado por separatistas estonianos, deteu a ofensiva do General Yudenich próximo a aldeia de Gatchina.
 
Então um grande avanço das tropas do General Denikin por um fronte de 1000 quilômetros de largura foi detido. Essa foi uma falha fatal do Estado Maior Branco, já que os Brancos eram várias vezes superados numericamente pelos Vermelhos. Ademais, os bolcheviques eram indiretamente apoiados por várias gangues armadas de anarquistas, a maioria dos quais eram criminosos comuns. Um exemplo a se considerar era o Exército Anarquista de Nestor Makhno - que lutou contra todas as forças, tanto Vermelhas como Brancas.
 
6. Criméia - o Bastião Sulista dos Brancos
 
Tendo estabelecido e fortalecido a "Ditadura do Proletariado" na Rússia central, os bolcheviques lançaram uma contra-ofensiva no leste e no sul. Custou à RKKA esforços imensos para forçar os Brancos em direção à península da Criméia no Mar Negro, isolada do continente. Nos primeiros anos da revolução, uma luta política massiva entre várias forças étnicas e políticas teve início na Criméia (ou a "província de Tavria" ou "Taurida"). À parte de russos, havia comunidades tártaras, ucranianas e judaicas lá.
 
Nacionalistas tártaros conseguiram convocar uma Assembléia Nacional Tártara ("Kurultai"), objetivando criar um estado muçulmano seguindo as tradições dos Khans, com Bahchisarai como capital. A Rada Central (conselho) da República Popular Ucraniana era favorável a tendências separatistas (em relação a Rússia) e apoiava o governo independente tártaro em suas fases iniciais. 
 
Os líderes russos Brancos tinham atitudes diversas em relação aos tártaros. Em geral, o Conselho de Representantes Populares que criou um quartel-general de tropas criméias em Simferepol considerava os tártaros como possíveis aliados contra os Vermelhos. Por exemplo, Kerensky era a favor de criar unidades especiais muçulmanas.
 
Os bolcheviques se aproximavam a partir do Mar Negro; eles eram apoiados por soldados revolucionários e marinheiros dos portos de Sevastopol e Yevpatoria. Tendo reunido um exército de 40.000 mil homens sob o comando de um Comitê Revolucionário Provisório, os Vermelhos derrotaram o Exército da Criméia. No início de 1918 o "poder soviético" foi declarado sobre a península.
 
O governo tártaro e o Conselho dos Representantes Populares foram dissolvidos e a República Socialista da Taurida declarada em março de 1918. Muito depois, ela ganhou o status de "SSR Crimeiana" (República Socialista Soviética). Pouco mais de um mês se passou antes que os bolcheviques tivessem que enfrentar outra ameaça: as tropas alemães na Criméia. Quando o ataque alemão foi repelido, a Taurida foi liberada dos bolcheviques pelo General Branco Wrangel.
 
Peter Wrangel (1878-1928) era um líder carismático e de vontade férrea. Ele era descendente de linhagem escandinava antiga, cujos representantes serviram os czares russos por séculos. (Ao todo, sua família deu ao mundo sete marechais, sete almirantes, e mais de 30 generais; à Rússia ela deu 18 generais e 2 almirantes).
 
Como um digno camarada de armas dos antigos líderes dos Brancos, Wrangel liderou o governo e as tropas da Criméia em um momento crucial quando o Exército Branco no continente estava sofrendo graves derrotas. No verão de 1918, tendo reorganizado o Exército Voluntário em uma formação regular, Wrangel começou a preparar sua contra-ofensiva contra o Exército Vermelho. Simultaneamente, ele melhorou a vida civil na península, tendo adotado muitas leis progressistas (como a reforma agrária) e mudou a política militar para melhor.
 
Não muito antes de sua campanha oriental, o General Wrangel tomou a ação simbólica de instituir a Ordem de São Nicolau. Ele abordou o público em uma carta aberta:
 
"Ouvi, povo russo, aquilo pelo que lutamos. Nós queremos vingança por nossa fé desgraçada e nossos templos profanados! Lutamos pela liberação do povo russo do jugo dos comunistas, dos vadios e criminosos que levaram a Santa Rússia a ruína. Pelo fim da guerra civil! Para que os camponeses tenham uma chance de possuir terra como propriedade e trabalhar em paz. Nós lutamos para que as verdadeiras liberdade e justiça governem na Rússia. Para que o povo russo escolha seus líderes por conta própria. Ajudai-me, filhos autênticos da Nação, a salvar nossa Pátria!"
 
Esse chamado foi ouvido. Logo, aqueles que estavam buscando por um firme bastião de vingança contra a ditadura comunista (ancorada nas cidades capitais) foram para o sul. O exército russo de Peter Wrangel cresceu até os 80.000 homens, o que tornou possível apoiar a resitência cossaca nos vales dos rios Don e Kuban.
 
Quando a Guerra Polaco-Soviética de 1920-1921 começou, Wrangel tomou a decisão de atacar a retaguarda do Exército Vermelho. Os Vermelhos, enfraquecidos por uma guerra em duas frentes, tiveram que recuar. Mas quando os bolcheviques viram os Brancos seguindo para o leste para unir forças com os cossacos no continente, eles mudaram de estratégia imediatamente. Em outubro de 1920, apesar das condições humilhantes do armistício para a União Soviética, a guerra com a Polônia terminou oficialmente. Os comissários vermelhos fortaleceram o exército do fronte sulista até os 250.000 homens, concentrado o máximo de suas forças em atacar o baluarte Branco na Criméia. Em 28 de outubro eles lançaram sua ofensiva.
 
Primeiro, o exército de Wrangle foi detido pelos Vermelhos, comandado no fronte sulista por um membro proeminente do partido bolchevique, Michael Frunze. Depois, a recém formada Cavalaria Budyony foi enviada. Finalmente, em uma fria noite de novembro os Vermelhos vadearam através das águas geladas do Golfo de Sivash para ultrapassar o Istmo Perekop, que estava muito bem protegido pelos Brancos. Apesar de perder centenas de soldados mortos e feridos pelo fogo das metralhadoras, as forças Vermelhas conseguiram chegar à península e fortificar suas posições para ofensivas posteriores.
 
As unidades Brancas defendendo Perekop, a cidade guardando o istmo, ficaram chocadas e desmoralizadas. O exército de Wrangel tinham que lutar simplesmente para proteger sua retaguarda. Depois de 15 de novembro de 1920 uma evaciação em massa da península começou - primeiro, cidadãos pacíficos foram evacuados, então soldados e oficiais do exército de Wrangel. Às vezes a evacuação se transformava em uma fuga em pânico. Ao todo, mais de 120 navios levaram mais de 150.000 refugiados a Istambul.
 
As represálias e massacres contra os "inimigos da Revolução" começaram na Criméia. O Comitê Revolucionário da Criméia, liderado por um judeu húngaro, Bela Kun, foi formado. Em três anos do governo de Wrangel na Criméia, por volta de 1.500 foram presos pelos Brancos, com tantos quanto 300 fuzilados. Quanto ao terror Vermelho, não menos do que 50.000 pessoas moreram na península (segundo outros dados estatísticos, até 100.000). Rozalia Zalkind, uma comunista judia da Ucrânia, se sobressaía durante a repressão. Ela chefiava um departamento político do Exército Vermelho e pessoalmente participava em execuções por fuzilamento. O épico trágico do movimento Branco no sul estava terminado.
 
 
 
7. Guerra Civil no Extremo Oriente
 
Tendo alcançado uma vitória temporária, os bolcheviques conseguiram estabelecer uma severa ditadura na Rússia central nos três primeiros anos da Revolução apesar do estrago sem precedentes em vítimas civis e perdas territoriais. Mas isso nunca levou a paz, prosperidade ou justiça como originalmente prometido pelos bolcheviques. Graças à crise política e econômica, a indústria diminuiu 82% em relação a 1913.
 
O número de refugiados russos ricos cresceu constantemente e alcançou os 1.5 milhões ao fim da Guerra Civil. Os camponeses, não tendo para onde fugir, protestavam e lutavam a sua própria maneira pelos direitos que os bolcheviques estavam suprimindo. Houve inúmeros levantes camponeses que posteriormente se transformaram em uma guerra popular.
 
A Revolta Tambov, liderada por Alexander Antonov (1888-1922), ocorreu em 1920-1921. Todo um exército de partisans camponeses logo foi formado, com 30.000 homens.
 
Antonov era um "socialista revolucionário de direita", um esquerdista não-bolchevique, e um patriota russo. Ele lutou contra a "supressão do povo pela exploração capitalista" durante o período czarista. Mas quando os bolcheviques efetivamente usurparam o poder tomando vantagem da situação revolucionária, Antonov declarou guerra contra os impostores que ousavam falar em nome dos proletários e camponeses. Ele abordou o povo com um panfleto, no qual ele convocava "o guerreiro russo para se erguer e salvar a Pátria liberando Moscou das mãos dos açougueiros Vermelhos".
 
Para suprimir a Revolta Tambov, o marechal Vermelho Tukhachevsky enviou mais de 100.000 soldados do exército regular, incluindo mercenários de unidades lituanas e chinesas do Exército Vermelho (mais de 40.000 chineses serviram na RKKA durante a Guerra Civil e depois). A força repressiva utilizou tropas blindadas, aviões e armas químicas. Elas foram severos com a população local, às vezes incendiando casas com as famílias dentro. Ainda que as guerrilhas não fossem numerosas, levou aos repressores quase um ano para suprimir a rebelião. Mas os partisans armados podiam ser vistos na floresta de Tambov muito após isso.
 
Em março de 1921 outra rebelião foi suprimida pelos bolcheviques - a rebelião de Kronstadt, na baia diante de São Petersburgo). Ela foi iniciada por marinheiros da frota báltica; um dos slogans da rebelião era: "Governo sem judeus e comunistas!" Rebeliões camponesas assolaram o país: nas regiões das Urais, Sibéria e no Volga. Centenas e milhares foram mortos como resultado dos conflitos armados ocm os camponeses.
 
Extermínios em massa de camponeses ricos (conhecida como a "aniquilação dos kulaks") e de proprietários de terras durante o estabelecimento do poder soviético nas aldeias levou à devastação das grandes fazendas, resultando em fomes maciças. A fome de 1921 (golodomor) ocorreu na região do Volga e começou a se espalhar por toda a Rússia. Nas cidades, que ficaram sem suprimentos de comida, os cidadãos mais pobres estavam destinados a morrer, bem como alguns representantes da elite intelectual, que deliberadamente recusavam aceitar as pensões alimentícias dos bolcheviques.
 
De modo a silenciar os críticos, os bolcheviques começaram uma perseguição sistemática dos dissidentes. Sob ordem pessoal de Lênin, mais de 200 representantes da intelligentsia e dos trabalhadores culturais foram expulsos do país em um navio especialmente preparado: estes eram os escritores, filósofos, e cientistas Berdyaev, Iliin, Lossky, Karsavin e muitos outros. Poetas famosos e prolíficos como Gumilev, Esenin ou Klyev foram ou mortos ou levados ao suicídio. Quanto aos escritores e poetas que sobreviveram à perseguição, uma forte censura pela Glavlit (Comitê Central de Literatura) foi impota sobre eles.
 
***
 
O movimento contrarrevolucionário Branco no leste da Rússia teve muitos políticos e líderes talentosos em suas fileiras. O nome do Almirante Alexander Kolchak merece menção especial.
 
Alexander Kolchak foi um líder notável com uma impressionante biografia. Sua educação profissional ocorreu na escola militar naval e ele tomou parte em várias expedições no Oceano Pacífico; ele também comandou um quebra-gelo durante uma expedição ao Pólo Norte. Ao todo, ele cruzou quatro oceanos em sua carreira.
 
Por seus feitos notáveis, na Primeira Guerra Mundial Kolchak foi indicado comandante da Frota do Mar Negro. Primeiro, ele era favorável à Revolução, mas uma vez que ele compreendeu que ela estava levando à devastação da Pátria, ele começou seu próprio movimento de resistência.
 
Ele deu início a resistência armada aos bolcheviques e seus aliados no Extremo Oriente, na Sibéria central e na região dos Urais. Em setembro de 1918 Kolchak foi indicado Ministro de Defesa no Governo Provisório. Em janeiro de 1919 seu recém-criado exército tomou Perm na região dos Montes Urais. O exército logo cresceu até 112.000 homens e deu início a uma ofensiva em um fronte amplo - de Uralsk e Orenburg a Vyatka. Inspirados pelos sucessos do Almirante, seus irmãos-de-armas e muitos outros representantes do movimento Branco o consideraram o líder supremo da verdadeira Rússia.
 
Um papel estranho, ambíguo e mesmo misterioso no fronte oriental da Guerra Civil foi desempenhado pela chamada Legião Tchecoslovaca. Ela consistia predominantemente de soldados tchecos e eslovacos do exército austro-húngaro, mais de 30.000 soldados, que se renderam ou foram capturados pela Rússia durante a Primeira Guerra Mundial. Originalmente, eles foram mantidos na área da Ucrânia.
 
Após a revolução, agentes da Entente conseguiram colocar a Legião sob comando francês, que então ordenou que a Legião fosse enviada para a França. Teria sido racional enviar os soldados por navio dos portos do Mar Negro.
 
Mas graças a uma lógica que agora parece estranha, em 26 de março de 1918 o governo revolucionário decidiu evacuar os assim chamados "soldados internacionalistas" para o leste pela Sibéria e Vladivostok, obrigando-os a entregar suas armas aos sovietes locais. Poucos dos soldados tchecos voltaram para casa viajando através da Europa. Os bolcheviques estavam com medo (e seus medos eram bem compreensíveis) de que os tchecos unissem forças com o Exército Voluntário no sul. As tropas da Legião Tcheca acabaram espalhadas por toda a região ferroviária siberiana, ao longo de mais de 7000km!
 
Em seu caminho para o leste, os soldados prisioneiros se rebelaram e uniram forças com os contrarrevolucionários: socialistas revolucionários, cadetes, e social-democratas. Juntos com os Brancos, eles conquistaram Novosibirsk, Penza, Syzran, Tomsk, Omsk, Samara, e Krasnoyarsk. Depois disso, tendo lançado uma contra-ofensiva, eles liberaram Ufa, Simbirsk, Ekaterinburg, e Kazan. Nas regiões do Volga e dos Urais, bem como na Sibéria, a Legião auxiliou autoridades locais em criar governos provisórios para a convocação de uma Assembléia Constituinte. Esse se tornou um dos pontos de virada da Guerra Civil.
 
Tendo impedido a junção dos Exércitos Brancos no leste e no sul, os Vermelhos lançaram uma contra-ofensiva nos Urais e na Sibéria no início de 1920. À parte de ataques frontais eles também usaram propaganda revolucionária e serviços secretos ativos (contra-reconhecimento) objetivando erodir o inimigo desde dentro. Os Brancos eram sobrepujados numericamente pelos Vermelhos; as forças do exército de Kolchak (junto com a Legião Tcheca) foram bastante enfraquecidas então.
 
Nem a presença viril ou a bravura do Almirante puderam deter a agressão dos Vermelhos. Após o recuo de Irkutsk, com o poder lá assumido pelos socialistas revolucionários de esquerda, Kolchak foi então forçado a entregar comando do exército para o ataman George Semenov (1890-1946).
 
Em 4 de janeiro de 1920 traído por seus camaradas de armas, o Almirante Kolchak demitiu-se. Nessa situação o General Denikin se tornou o líder supremo da verdadeira Rússia. Sob circunstâncias que permanecem obscuras até hoje, Kolchak foi tomado em custódia pelos tchecos, que em 14 de janeiro os entregaram aos socialistas revolucionários. Estes transferiram Kolchak para os bolcheviques e ele foi fuzilado sob ordem pessoal de Lênin.
 
A história posterior dos Guardas Brancos no leste foi trágica. As tropas do General Vladimir Kapell (1883-1920), que morreu logo após Kolchak, tentaram uma dura travessia do Lago Baikal até Chita. O Tenente-General Mikhail Diterichs (1874-1937), que sucedeu Kolchak como líder supremo da verdadeira Rússia, teve que recuar e depois emigrar após mais dois anos resistindo aos Vermelhos. Ao todo, centenas de milhares de pessoas emigraram através de Vladivostok (bem como através da Criméia), incluindo mais de 56 mil civis, ligados à Legião Tcheca.
 
Na região marítima do Pacífico as batalhas contra os Vermelhos continuaram até o outono de 1922. Depois, os restos das unidades Brancas dos atamans Dutov e Semyonov deixaram a Rússia através da China e da Coréia. Conflitos armados menores ocorreram no extremo oriente até 1923, mas nesses conflitos primariamente guerrilhas, e não tropas organizadas tomaram parte.
 
 
 
8. Barão Ungern e suas Tropas Mongóis
 
A história da Divisão de Cavalaria Asiática, liderada pelo Barão Roman von Ungern-Sternberg (1886-1921), um parente distante do Czar e um monarquista fanático, merece menção especial.
 
Os fatos mais famosos da biografia de Ungern estão ligados com a Mongólia, onde ele queria criar um novo Império próprio e uma plataforma de lançamento para a Vingança Branca. Durante os anos da Revolução, essa vasta região montanhosa havia perdido sua independência (que ela havia conquistado em 1911 da China, apoiada pela Rússia). Os chineses estavam planejando tirar vantagem da fraqueza temporária da Mongólia e subjugar novamente seu vizinho ao Norte enviando tropas para a cidade de Urga (agora Ulan-Bator).
 
Tendo reunido os restos das divisões do ataman Semyonov (800 cossacos montados e 6 canhões), Ungern criou um plano audacioso para liberar Urga dos invasores estrangeiros. Primeiro, buscando apoio do povo comum, ele abordou os mongóis com uma proclamação religiosa. Depois disso ele deu início a uma sofisticada operação clandestina e conseguiu liberar Bogdo Geghen, o Khan da Mongólia da capital ocupada pelos chinesa. Finalmente, ele atacou Urga e tomou a cidade de assalto, apesar de sua defesa por uma guarnição chinesa de mais de 10.000 soldados.
 
Tendo obtido uma área de descanso e suprimento, e apoiado pelos nativos, o barão entusiasticamente começou a gerar seu grande plano. Ele acreditava que após a revolução bolchevique não se poderia ter mais esperança de restaurar as monarquias tradicionais na Europa, pois os povos do ocidente estavam pervertidos pelas idéias do materialismo e do socialismo:
 
"A Rússia está devastada em termos de sua economia, moralidade e espiritualidade; seu futuro é assutador é dificilmente pode ser previsto. A revolução triunfará e a cultura superior perecerá sob os massacres de uma plebe grosseira, cobiçosa e ignorante, apanhada pela loucura da destruição revolucionária e liderada pela Judiaria internacional" - Ungern escreveu em uma de suas cartas.
 
O barão afirmava que para estabelecer a paz, espiritualidade e ordem no mundo, não se devia esperar por qualquer ajuda do Ocidente decadente. Ao invés, ele propunha criar um "Reino do Meio" no Oriente. Serviria para unir Mongólia, Sindzyan e Tibet  (todas agora na China ocidental) em um "Império Branco do Oriente" com o objetivo de erradicar o mal mundial que veio a terra para "destruir o Divino nas almas dos homens".
 
Para realizar essa missão divina, o barão adotou o Budismo. Ele depois se casou com uma donzela chinesa de origem nobre e recebeu o título de "Príncipe da Mongólia" do Khan Bogdo Gegen. Depois, ele orgulhosamente vestiu um caftã principesco da melhor seda chinesa junto com o uniforme de oficial czarista. O barão começou a enviar cartas oficiais nas quais ele propunha aos voluntários dos exércitos Brancos que se unissem a suas tropas.
 
Os restos das unidades Brancas da região do Baikal, Tuva e das estepes mongóis se reuniram sob os estandartes do Barão (chamado "o Deus da Guerra"). Junto com brigadas lideradas pelos atamans Kazagrandi, Kaigarodov, Bakich, e outros, o exército de Ungern logo cresceu até alcançar mais de 4.000 sabres e dúzias de unidades de artilharia. O exército era capaz de executar pequenos saques ao longo das costas do Rio Selenga. Ele também atacou Kyachta, uma pequena cidade na fronteira mongol, onde os bolcheviques tinham Chan Sukhe-Bator como seu protegido. Foi nessa época uqe a unidade Branca foi particularmente cruel com comunistas, comissários e judeus, aos quais (segundo o Barão) "só uma punição era adequada - morte!". Mas a milícia do Barão era superada numericamente pelos Vermelhos e seus esforços não foram suficientes para vencer.
 
Um corpo expedicionário foi enviado desde Chita para destruir as tropas do Barão. Ele tinha 7.500 de infantaria, 2.500 sabres, 20 armas de campo, 4 avisões e 4 navios a vapor. Como os Vermelhos eram apoiados por revolucionários mongóis, eles conseguiram suprimir a resistência dos contrarrevolucionários. Os líderes Brancos do leste, incluindo o próprio Ungern foram aprisionados, interrogados e depois executados.
 
O terror Vermelho no extremo oriente tinha suas próprias peculiaridades, já que não apenas mosteiros e propriedades de khans, mas também departamentos russos e instituições oficiais foram saqueadas. Muito depois, Lênin anulou a dívida pública da Mongólia de 5 milhões de rublos de ouro e premiou o general pró-soviético Sukhe-Bator com a condecoração da Estrelha Vermelha durante a visita oficial do líder mongol ao Kremlin em 1921.
 
 
 
9. Conclusões
 
Confrontando os bolcheviques na Guerra Civil não estavam apenas monarquistas Brancos, mas também socialistas revolucionários, democratas e anarquistas, bem como uma grande porção dos cossacos livres e camponeses ricos. O caos de toda a situação revolucionária levou confusão e atrapalhou as pessoas de perceberem o perigo da Ditadura do Proletariado, que na realidade se transformou na tirania dos bolcheviques, chefiada por Lênin e então Stálin.
 
É porém uma afirmação falsa a de que durante a Guerra Civil "russos enfrentaram russos". Em realidade foi a Internacional Vermelha que combateu os Guardas Brancos. É verdade, porém, que certos russos bem como cossacos das diferentes regiões do Império, e ucranianos, alemães, e tchecos, estavam presentes nos postos de comando da Revolução. Mas dentro da liderança revolucionária, os russos eram uma minoria absoluta.
 
Judeus russófonos, ucranianos, poloneses, lituanos, húngaros, tártaros, chineses, e pequenos povos do Cáucaso predominavam. As unidades não-russas, internacionais dos Vermelhos contavam mais de 200.000 homens.
 
Em geral, o exército Vermelho venceu graças ao fanatismo revolucionário e a superioridade numérica, mas não devido aos sucessos estratégicos ou talentos de seus líderes. O Exército Vermelho ocupou posições estratégicas fundamentais, e ademais era aproximadamente dez vezes maior que o Exército Branco. Mas ele sofria com muitas deserções e estava quase em colapso total em 1919.
 
Ambos os lados exibiram brutalidade, mas os Brancos jamais fizeram do terror um instrumento nuclear de sua política do mesmo modo que os comissários Vermelhos fizeram. Eles jamais exterminaram classes ou grupos populacionais inteiros e jamais criaram campos de concentração.
 
No final das contas, a guerra civil acabou se tornando um verdadeiro genocídio racial.
 
Declarando e promovendo slogans e idéias ideológicamente opostas, os Vermelhos e Brancos se massacraram mutuamente em uma guerra sangrenta. Sua prontidão para derramar sangue e marchar por batalhas fratricidas se refletiam nas canções daqueles tempos impiedosos. Quando marchando e antes dos ataques, os Vermelhos costumeiramente cantavam uma canção com as seguintes linhas: 
 
Nós marcharemos para lutar pelo Poder dos Sovietes
E morreremos como quem luta por isso.
 
Os Brancos usavam a mesma melodia, mas as letras eram diferentes:
 
Nós marcharemos para lutar pela Santa Russia
E derramaremos como um só homem nosso sangue por Ela.
 
Mas seja qual fosse o texto da canção, o sangue de soldados e oficiais russos sempre era derramado, o que quase arruinou a reserva genética da Nação.
 
A maioria dos camponeses acreditou no "Decreto Agrário" e jamais esperou que os bolcheviques se voltassem contra um de seus principais aliados de classe em poucos anos. Eles jamais viram os Brancos como seus protetores potenciais e na maioria das vezes travaram suas próprias guerras locais, lutando por conta própria durante rebeliões.
 
O povo tradicionalmente acreditava que todos os generais czaristas fossem monarquistas, mas na realidade, suas visões ideológicas eram bem mais amplas. Em verdade, no início das revoluções, a maioria dos generais e oficiais do Alto Comando eram a favor da derrubada do Czar. Por exemplo, o General Kornilov e o Almirante Kolchak prenderam os membros mais importantes da família do Czar em São Petersburgo e na Criméia.
 
Os oficiais czaristas superestimavam as próprias forças, conforme eles se atolaram nos frontes da Guerra Mundial. Eles esperavam por um milagre de Deus através de sua fé cristã, e contavam com a bravura dos cossacos, com apoio militar ocidental e com a ajuda dos camponeses. Mas nenhuma de suas esperanças se fez realidade.
 
Essa firme crença no poder da Verdade e no triunfo da Justiça Divina e na Lei foi mantida pelos Guardas Brancos em exílio. Um dos líderes mais proeminentes dos emigrados russos escreveu em seu diário:
 
"Anos passarão, os comunistas terão partido, e a Revolução não será mais que uma coisa do passado.
 
Mas a Causa Branca, renovada nessa luta não terá partido: seu espírito permanecerá com nossas gerações futuras e se tornará uma parte de nosso ser nacional e ajudará a construir uma Nova Rússia".

mardi, 22 mai 2012

Maurice Bardèche, Européen fidèle

Maurice Bardèche, Européen fidèle

par Georges FELTIN-TRACOL


I-Grande-6153-bardeche.net.jpgAprès avoir écrit pour la même collection la biographie condensée d’Henri Béraud, de Léon Daudet, de Henry de Monfreid, de Hergé et de Saint-Loup, Francis Bergeron évoque cette fois-ci la vie d’une personne qu’il a bien connue : Maurice Bardèche.

 

On sait que Bardèche fut l’exemple-type de la méritocratie républicaine hexagonale. Ce natif d’un village du Cher en 1907 montra très tôt de belles dispositions intellectuelles pour l’étude et la littérature. Excellent élève, ce boursier se retrouve à l’École normale supérieure (E.N.S.) où il allait côtoyer une équipe malicieuse constituée de José Lupin, de Jacques Talagrand (le futur Thierry Maulnier) et de Robert Brasillach, l’indéfectible ami. « Brasillach lui fait du thé, lui offre des gâteaux catalans. Mais la culture littéraire de Brasillach date un peu; Bardèche lui fait découvrir à son tour Proust, alors qu’il vient d’obtenir le prix Goncourt, Barrès, dont les funérailles nationales datent tout juste de deux ans, et Claudel, ancien de Louis-le-Grand, dont l’œuvre est déjà reconnue (p. 16). »

 

À l’E.N.S., Maulnier et Brasillach commencent à publier dans la presse tandis que « Bardèche […] se destine réellement à l’enseignement supérieur, et […] voit son avenir dans l’approfondissement de la connaissance des grands textes et des grands auteurs (p. 20) ». À côté de sa passion littéraire, Maurice Bardèche éprouve de tendres sentiments pour la sœur de son ami Robert, Suzanne Brasillach. Ils se marient en juillet 1934 et partent en voyage de noce pour l’Espagne en compagnie de Robert qui vivra avec eux jusqu’en 1944 ! Francis Bergeron raconte qu’au cours de ce voyage, Maurice Bardèche faillit mourir dans un accident de la route. Bardèche fut trépané et conserva sur le front un « enfoncement dans le crâne (p. 26) ».

 

On ne va pas paraphraser cet ouvrage sur le talentueux parcours universitaire de Bardèche qui suscita tant d’aigreurs et de jalousie. Sous l’Occupation, si Robert Brasillach travaille à Je suis partout, Bardèche préfère se tenir à l’écart des événements et se dévoue à Stendhal et à Balzac. Or le mois de septembre 1944 marque un tournant majeur dans la destinée du jeune professeur : il est arrêté, puis emprisonné. Il voit ensuite son cher beau-frère jugé, condamné à mort et exécuté le 6 février 1945. Dorénavant, « la vie et, plus encore, peut-être, le martyre et la mort de Robert [vont] occup[er] une place centrale tout au long de l’existence de Maurice (p. 43) ». Guère attiré jusque-là par la politique, Maurice Bardèche s’y investit pleinement et va produire une œuvre remarquable, de La lettre à François Mauriac (1947) à Sparte et les Sudistes (1969). En outre, afin de publier les œuvres complètes de Robert Brasillach, il fonde une maison d’édition courageuse et déjà dissidente, Les Sept Couleurs.

 

Le respectable spécialiste de littérature du XIXe siècle se mue en fasciste, terme qu’il endosse et qu’il revendique d’ailleurs fièrement dans Qu’est-ce que le fascisme ? (1961). Dès la fin des années 1940, il se met en relation avec d’autres réprouvés européens dont les militants du jeune M.S.I. (Mouvement social italien). En 1952, il participe au célèbre congrès de Malmö qui lance le Mouvement social européen dont le bulletin francophone est Défense de l’Occident (titre ô combien malvenu, car les positions qui y sont défendues ne rappellent pas l’occidentalisme délirant d’Henri Massis – il faut comprendre « Occident » au sens d’« Europe » et de « civilisation albo-européenne pluricontinentale »). Sorti en décembre 1952, ce titre est dirigé par Bardèche. Si le M.S.E. s’étiole rapidement, miné par des divergences internes et des scissions, Défense de l’Occident devient une revue qui accueille aussi bien les nationaux que les nationalistes, les nationalistes-révolutionnaires que les traditionalistes. La revue disparaîtra en novembre 1982. Francis Bergeron n’en cache pas l’ensemble inégal du fait, peut-être, d’une forte hétérogénéité thématique visible à la lecture de ses nombreux collaborateurs.

 

Par fascisme, Bardèche soutient une troisième voie hostile au capitalisme et au socialisme. Mais son fascisme, anhistorique et éthéré, cadre mal avec les réalités historiques du fascisme. Dès 1963 dans L’Esprit public, Jean Mabire rédigeait un article roboratif intitulé « L’impasse fasciste » repris successivement dans L’écrivain, la politique et l’espérance (1966), puis dans La torche et le glaive (1994). Au-delà des blessures vives de la Seconde Guerre mondiale, « Maît’Jean » esquissait de nouvelles perspectives européennes et authentiquement révolutionnaires.

 

Déjà marqué par son fascisme assumé, Maurice Bardèche accepte d’être un paria de l’histoire parce qu’il ose un avis révisionniste sur les événements contemporains. « Ses exercices de “ lecture à l’envers de l’histoire ”, comme il les appelle lui-même, font partie des points les plus détonants de son discours. Ils démontrent son courage tranquille, et ne peuvent que susciter l’admiration. Sur le fond, il y aurait certes beaucoup à dire, explique Bergeron. De toute façon, comme l’a rappelé Bardèche lui-même à Apostrophe, on ne peut plus s’exprimer librement sur ces questions (p. 87). » Saluons toutefois sa clairvoyance au sujet de la mise en place d’une justice internationale mondialiste. Déjà prévue dans l’abjecte traité de Versailles de 1919, cette pseudo-justice planétaire se réalise à Nuremberg et à Tokyo avant de réapparaître dans les décennies 1990 et 2000 à La Haye pour l’ex-Yougoslavie, à Arusha pour le Rwanda et avec l’ignominieuse Cour pénale internationale qui veut limiter la souveraineté des États.

 

Tout en étant fasciste et après avoir prévenu en 1958 le camp national du recours dangereux à De Gaulle, Maurice Bardèche n’hésite pas à vanter le caractère fascisant des régimes de Nasser et de Castro, et à faire preuve dans Défense de l’Occident d’une grande lucidité géopolitique. « Bardèche […] faisait bouger les lignes de la vision géopolitique de son camp (p. 67). » Cet anti-sioniste déterminé encourage le panarabisme et, dès l’automne 1962, appelle les activistes de l’Algérie française à délaisser leur nostalgie et à relever le défi de la nouvelle donne géopolitique. Il est l’un des rares à cette époque à prôner une entente euro-musulmane contre le condominium de Yalta.

 

1752.jpgC’est sur la question européenne que Maurice Bardèche a conservé toute sa pertinence. Quand on lit L’œuf de Christophe Colomb (1952) ou Sparte et les Sudistes, on se régale de ses fines analyses. Bardèche réfléchissait en nationaliste français et européen. À la fin de l’opuscule, avant l’habituelle étude astrologique de Marin de Charette et après les annexes biographiques, bibliographiques, de commentaires sur Bardèche et de quelques-unes de ses citations les plus marquantes, Francis Bergeron reproduit l’entretien que lui accorda Bardèche dans Rivarol du 5 avril 1979 (avec les parties supprimées ou modifiées par Bardèche lui-même). Cet entretien est lumineux ! « Devons-nous accepter […] de ne pas nous défendre contre la concurrence sauvage, déclare Bardèche, accepter le chômage, le démantèlement d’une partie de notre industrie, la dépendance à laquelle nous risquons d’être contraints ? » On croirait entendre un candidat à l’Élysée de 2012… Le sagace penseur de la rue Rataud estime que « l’Europe qu’on nous prépare ne sera qu’un bastion avancé d’un empire économique occidental dont les États-Unis seront le centre »… Il prévient qu’« il ne faut pas que l’Europe ne soit que le cadre agrandi de notre impuissance et de notre décadence », ce qu’elle est désormais. Il importe néanmoins de ne pas rejeter l’indispensable idée européenne comme le font les souverainistes nationaux. L’Europe demeure plus que jamais notre grande patrie civilisationnelle, identitaire et géopolitique. « L’Europe indépendante constitue un idéal ou plutôt un objectif », juge Bardèche avant d’ajouter, prophétique, que « la crise économique peut nous aider à la faire plus vite qu’on ne le croit ».

 

Ce nouveau « Qui suis-je ? » est bienvenu pour découvrir aux plus jeunes des nôtres l’immense figure de ce fidèle Européen de France, ce magnifique résistant au politiquement correct !

 

Georges Feltin-Tracol

 

• Francis Bergeron, Bardèche, Pardès, coll. « Qui suis-je ? », (44, rue Wilson, 77880 Grez-sur-Loing), 2012, 123 p., 12 €.


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lundi, 21 mai 2012

Ein idealistischer Prophet der Tat

Ein idealistischer Prophet der Tat

Von Günter Zehm

Ex: http://www.jungefreiheit.de/

290_Johann_Gottlieb_Fichte_als_Berliner_Landsturmmann_.jpegJohann Gottlieb Fichte war nicht nur ein gewaltiger Tribun und einer der größten Philosophen, die die Welt je trug, er war vor allem auch ein bis ins letzte aufrechter, ja knorriger Mann, dem man nichts vormachen konnte. Man muß lesen, wie unnachsichtig er gegen alle Formen ziviler Geschmeidigkeit ankämpfte, wie abgrundtief seine Verachtung für beifallheischendes Literatengeschmeiß und karrierebedachte Katzbuckelei war und wie schneidend er diese Verachtung zu formulieren verstand.

Er war kleiner Leute Kind, Sohn eines Bandwirkers aus der Oberlausitz, hatte dank der Unterstützung des örtlichen Gutsbesitzers Haubold von Miltitz das berühmte Elitegymnasium Schulpforta besuchen können und danach jahrelang das Hauslehrer- und Hofmeisterschicksal der damaligen deutschen Intellektuellen geteilt. Es bedeutete für ihn viel, als er 1794 als Professor nach Jena berufen wurde, aber gerade diese Stelle verscherzte er sich bald wieder durch seine Unnachgiebigkeit.

Ein von ihm mit einem Nachwort versehener Artikel von Friedrich Karl Forberg im Philosophischen Journal hatte der Vermutung Ausdruck gegeben, daß die Existenz Gottes nicht notwendig sei für die Errichtung einer moralischen Wertordnung. Das hatte das äußerste Mißfallen diverser Obrigkeiten erregt, der berüchtigte „Atheismusstreit“ brach aus, Sachsen und Preußen drohten, die Universität Jena zu boykottieren und ihr sämtliche Fördermittel zu entziehen.

Meinungsfreiheit aus Prinzip

Fichte stimmte nicht mit dem fraglichen Aufsatz überein, doch um des Prinzips der wissenschaftlichen Freiheit willen warf er sich stürmisch in den Kampf und ließ „gerichtliche Verantwortungsschriften“ und „Appellationen an das Publikum“ erscheinen. Nicht Forberg, sondern Fichte rückte unversehens in den Fokus der Auseinandersetzung. Er wurde aus seinem Lehrverhältnis entlassen, und aufgehetzte Studenten warfen ihm abends die Fenster ein.

Der zuständige sachsen-weimarische Minister, Johann Wolfgang von Goethe, der Fichte als Person an sich sehr achtete, kommentierte spöttisch: „Eine unangenehme Art, von der Existenz der Außenwelt Kenntnis zu nehmen.“ Seine Worte bezogen sich auf die Philosophie Fichtes, seine „Wissenschaftslehre“, die das berühmte „Ding an sich“ der Kantischen Theorie seiner Objektivität entkleidet und zum Produkt der dialektischen Vernunft gemacht hatte.

Goethe vermochte in Fichte nur eine Neuausgabe des seinerzeitigen englischen Bischofs George Berkeley (1685–1753) zu sehen, der das Vorhandensein einer unabhängig vom individuellen Bewußtsein existierenden Außenwelt leugnete und die Gegenstände als bloße individuelle Vorstellungen auffaßte. Die Reduktion Fichtes auf Berkeley und andere „subjektive Idealisten“ und Sensualisten ging jedoch völlig an der wesentlichen Problematik vorbei.

Das Ich setzt sich sein Nicht-Ich

Entscheidend war, daß Fichte als erster ein einheitliches voluntaristisches System entwarf, das keines Anstoßes von außen bedurfte, weil das Prinzip seiner Bewegung in ihm selbst ruhte. Es handelte sich bei diesem Prinzip nicht um irgendeinen biologischen „Trieb“, sondern um jenen Widerspruch in jedem denkenden Selbstbewußtsein, daß sich das „Ich“ nur dann als Ich denken kann, wenn es gleichzeitig auch ein „Nicht-Ich“ denkt.

Fichte konstatierte, daß sich der allgemeine Widerspruch zwischen Ich und Nicht-Ich in jeder konkreten Situation des Ich wiederhole. Immer und überall könne es nur im Nicht-Ich seine Bestimmung finden, es sei also ins Nicht-Ich hinein entfremdet, und sein wesentliches Bestreben sei es, diese Entfremdung aufzuheben und sich mit seinen konkreten Bestimmungen zu vereinigen. Dadurch aber entstehe der Weltprozeß wie auch der Prozeß jedes Individuums.

Diese Dialektik, als deren Schöpfer also mit Fug Fichte gelten kann, ist ungeheuer folgenreich gewesen: Hegel faßte ein wenig später die Entfremdung des Ich ins Nicht-Ich als „Negation“ und das Bestreben des Ich, das Nicht-Ich einzuholen, als „Negation der Negation“, baute diese Begriffe zu einer kompletten Methode aus und faßte mit ihrer Hilfe das ganze Material der damaligen Wissenschaften zu seinem epochemachenden System zusammen. Marx bediente sich bei seinen ökonomischen Analysen ebenfalls der Dialektik und gelangte dadurch zu seiner revolutionären Theorie vom Proletariat als der leibhaftigen Negation der bürgerlichen Gesellschaft.

Ein prophetischer Philosoph der Tat

Aber nicht genug damit. Dadurch, daß Fichte nicht gewillt war, die Dialektik zu objektivieren, mußte er folgerichtig zu dem Schluß gelangen, daß die Empfindung der äußeren Gegenstände nichts anderes sei als der freie Wille des Ich, sich Gegenstände zu setzen, um sie später wieder „einzuholen“, also zu zerstören. Der Denker war in erster Linie Täter, mag sein Untäter. Er formte die Welt nach seinem Willen – und nach dem Willen Gottes, von dem das Ich gleichsam ein „Teilchen“ und ein „Fünklein“ war.

Fichte war der Prophet der Tat, das Ich hatte sich bei ihm unentwegt an sozialen und politischen Konstellationen abzuarbeiten. So war er also, wie wir heute sagen würden, ein ungeheuer „engagierter“ Denker, der sich ungeniert und mit der ganzen Kraft seiner schier dämonischen Rhetorik in die politischen Händel einmischte. Er war nach seiner Vertreibung aus Jena nach Berlin gegangen, und dort stieg er in kürzester Zeit zu einem der bekanntesten Publizisten des Reiches auf.

Deutschland sah sich um die Jahrhundertwende vom 18. zum 19. Jahrhundert den massiven Angriffen und Vereinnahmungen Napoleons ausgesetzt, und der Widerstand dagegen trug entscheidend zur Formierung des Landes als moderne Nation bei. Und Fichte war (mehr noch als Herder) von der Geschichte tatsächlich dazu ausersehen, diesen objektiven Prozeß klar und machtvoll ins öffentliche Bewußtsein zu heben. Seine „Reden an die deutsche Nation“ von 1808 waren ausdrücklich als Medizin gedacht, welche den Widerstand gegen die Fremdherrschaft und den Prozeß der Nationwerdung befördern sollte.

„Wo das Licht ist, ist das Vaterland“

Nichts Dümmeres gibt es, als Fichte als geborenen „Franzosenfresser“ und die „Reden“ als Ausdruck eines ignoranten Chauvinismus hinzustellen. In den ersten Jahren der Revolution von 1789 hatte Fichte Frankreich ja noch als Hort der Freiheit gefeiert, man denke an Schriften wie „Zurückforderung der Denkfreiheit von den Fürsten Europas“. „Ubi lux, ibi patria“, schrieb er da, „wo das Licht ist, ist das Vaterland“.

Erst unter dem Einfluß der Napoleonischen Kriege gab der Philosoph seine transrheinische Begeisterung auf. „Der Staat Napoleons“, hieß es nun in den „Reden“, „kann nur immer neuen Krieg, Zerstörung und Verwüstung erzeugen. Man kann damit zwar die Erde ausplündern und wüste machen und sie zu einem dumpfen Chaos zerreiben, nimmermehr aber sie zu einer Universalmonarchie ordnen.“

Zur selben Zeit, da Fichte vor größter Öffentlichkeit in Berlin seine Reden an die deutsche Nation hielt, trug er vor akademischem Publikum auch seine „Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters“ vor, will sagen: seine Geschichtsphilosophie, die natürlich ein überzeitliches, jeder politischen Aktualität enthobenes historisches Schema zu liefern begehrte. Dennoch bereitet es hohen Reiz, die „Reden“ sich in den „Grundzügen“ spiegeln zu lassen und umgekehrt.

Deutschland zum Licht heben

Fichte unterschied drei gesellschaftliche Grundstadien. Da ist erstens das „arkadische Zeitalter“, in dem primitive Zustände und allenfalls ein „Vernunftinstinkt“ herrschen, und zweitens das sogenannte „Zeitalter der vollendeten Sündhaftigkeit“, in dem das Gemeinwesen sich von sich selbst entfremdet hat und in unendlich viele divergierende Individuen auseinandergefallen ist. In dieser Sündhaftigkeit, daran läßt der Philosoph keinen Zweifel, leben wir jetzt.

Abgelöst aber wird diese Ära der Sündhaftigeit, drittens, vom „elysischen Zeitalter“, dem Zeitalter der „Vernunftkunst“. Dieses letzte Zeitalter, meint Fichte, wird sich erheben, wenn die sündhafte Willkür der Individuen ihren Höhepunkt erreicht hat und sie nur noch wie Atome konturlos durcheinanderschwirren. Angesichts der politischen Zustände im damaligen Deutschland mag der Geschichtsdenker ernsthaft überzeugt gewesen sein, daß das Zeitalter der Sündhaftigkeit nun also komplett sei und es „nur“ noch der Zusammenfassung aller individuellen Energien bedürfe, um Deutschland zu einem Land des Lichts und der Vernunft emporzuheben.

Wenn Fichte gut von den Deutschen sprach, dann sprach er immer in der Zukunft. In den „Reden“ betont er an vielen Stellen, daß eine Erhebung aus dem gegenwärtigen Zustande einzig unter der Bedingung denkbar sei, daß dem deutschen Volk eine neue Welt aufginge. Johann Gottlieb Fichte starb im Januar 1814, mitten im Siegeslärm der Befreiungskriege, am Lazarettfieber, das seine Frau, die in einem Hospital verwundete Landsturmleute pflegte, von daher mitgebracht hatte.

Ein tragisch-banaler, früher Tod. Aber er ersparte dem großen Philosophen immerhin so manche Enttäuschung, die die Nachkriegszeit mit ihren Demagogenverfolgungen und ihrer feigen Biedermeierei mit sich brachte. Sein Vermächtnis weht uns heute wundersam ungebrochen an.

jeudi, 17 mai 2012

Yukio Mishima: Man of Pure Action

Yukio Mishima: Man of Pure Action

In Action, Contemplation, and the Western Tradition, Julius Evola writes that action can take on the qualities of ‘Being’ only if the action is ‘pure.’ According to Evola, the pure act does not aim at “contingent and particular fruits, considering as the same happiness and calamity, good and evil, even victory and defeat, looking neither at the ‘I’ nor at the ‘you’, overcoming love as well as hatred and any other pair of opposites.”

Evola sees a man in the motion of a pure act as becoming truly free. In it, such a man breaks away from the bonds of individualism and everything that grounds him to the material order of things. Here, man can act from “the deep and in a way supra-individual core of being” and with a quality that “never varies, divides, or multiplies: they are a pure expression of the self,” as Evola writes in Ride the Tiger.

Evola explains that pure action is taken regardless of the pleasure or pain implied in one of its acts. This does not mean that pure action is devoid of pleasure, but rather it enjoys only heroic pleasure, or the superior pleasure derived from “decisive action that comes from ‘being’.” Evola considers in the realm of ‘heroic pleasure’ the type of pleasure that is derived from “action in its perfection” or actions that require training to the point of becoming an acquired skill.

A popular literary figure who lived and died embodying these principles is Yukio Mishima. Although in no way associated with the Traditionalist school and more of an intellectual than a strict metaphysician, Mishima sought the revival of the Samurai “Tradition” and attempted to live his life by the code and ethics described in the Hagakure, despite his living in an era far more decadent and removed from Tradition than the one Hagakure’s writer, Yamamoto Tsunetomo, lived in and sought to overcome.

Mishima famously committed suicide in the traditional Seppuku way after taking several capitalist governmental figures hostage. Mishima’s obsession with death and his suicide can be interpreted as conformance with the Hagakure’s dictate that the Samurai “decide to die” and the advice that it should probably be done before old age because by that time one would likely have little reason to continue living. Mishima’s suicide should also be seen as an expression of the pure act though.

Scorning modern man’s and Japan’s loss of tradition and contempt for the body, Mishima died not as a martyr for his cause and much less a savior for his people, but instead, he died in service to the pure idea. Mishima overcame petty individuality and in his act died as a Samurai. Mishima himself wrote that he wished to “achieve pure action that admitted of no imagination, either by the self or by others” in Sun and Steel. Mishima clearly acquired Being in its actual sense while making death his heroic pleasure.

Throughout Mishima’s text, other Traditional attitudes can be observed. Mishima explains that the “glorification of individual style in literature” is “no more than a beautiful ‘perversion of words’.” Here, Guenon’s observation that art is first reduced to Quantity through the introduction of “individuality” is seen.

Mishima also saw a universality in man from what was highest in him as opposed to the lowest. Despising the frailty of his youth, Mishima used body building to strip “my muscles of their unusualness and individuality.” Doing this, he realized “the triumph of knowing that one was the same as others.” Using both words and muscles, Mishima did not deny his individuality or being, but achieved the supra-individuality Evola referred to. He used both to “universalize my own individuality” and created a “general pattern in which individual differences ceased to exist.”

Mishima undoubtedly captures the spirit of the warrior in Sun and Steel, but he also has the powers of the spiritual/intellectual class as well. He would fit the mold of Evola’s conception of the early Brahmin. Mishima himself stated that contemplation to the point of discounting the body leads to a “steadily perverted and altered reality.” Instead, through an asceticism of strength, Mishima claimed to have found “a reality that rejected all attempts to make it abstract… that flatly rejected all expression of phenomena by resort to abstraction.”

Here, the problem of the modern notion of spirituality as abstract, renouncing, and soft is solved. Like Buddha, Mishima combated the infernal becoming of the Kali Yuga by developing a spirituality that sought direct contact with reality, overcoming what he saw as the nihilism of this state by living a philosophy of steel and pure action.

mardi, 15 mai 2012

Robert Steuckers:lezing "Arabische Lente", Hasselt, 8 mai 2012

Robert Steuckers:

Lezing "Arabische Lente"

Hasselt, 8 mai 2012

lundi, 14 mai 2012

Nolte, Nexus und Nasenring

Nolte, Nexus und Nasenring

von Thor v. Waldstein

Ex: http://www.sezession.de/

gerlich-nolte.jpgÜber die Späten Reflexionen und die Italienischen Schriften Ernst Noltes ist es zwischen Siegfried Gerlich, Thorsten Hinz und Stefan Scheil zu einer Debatte gekommen (Sezession 45 und Sezession 46). Sie hat deutlich gemacht, wie ambivalent der Blick auf das Werk des im 90. Lebensjahr stehenden Geschichtsdenkers sein kann. Das spricht nicht zuletzt für den Autor Nolte, dessen Feder es offensichtlich gelungen ist, geistige Attraktion für ganz unterschiedliche historische Denkansätze zu entfalten.

Dieser Befund deckt sich mit der Erfahrung des Verfassers dieser Zeilen, der fast jedes Werk Noltes gerade wegen dessen nüchtern-sezierendem Stil mit Gewinn gelesen hat, obwohl er die Anhänglichkeit Noltes zu dem »liberistischen Individuum« bzw. zu dem von diesem verkörperten »liberalen System« weder teilt noch versteht. Was aber bei jedem, der Nolte gerecht werden will, bleibt, ist der Respekt vor der souveränen Stoffbeherrschung, vor einer bewundernswürdigen Lebensleistung und vor der Unbeirrbarkeit, mit der Nolte die eigenen wissenschaftlichen Erkenntnisse und Thesen gegen das Meer der bundesdeutschen Anfeindungen spätestens seit dem Habermas-Skandal 1986 (dem sogenannten »Historikerstreit«) verteidigt hat.

Und damit sind wir schon bei dem, was bei dem »Sezession-Autorenstreit« vielleicht etwas zu kurz gekommen ist: nämlich der Erforschung der – eminent politischen – Frage, weswegen Ernst Nolte heute in der Bundesrepublik ein historiographischer Paria ist, der unter dem Verdacht des »Verfassungsfeindes« steht (Stefan Breuer) und dessen Werke wertfrei oder gar positiv zu zitieren der beste Weg sein dürfte, die eigene akademische Karriere gegen die Wand zu fahren. Hat diese Stigmatisierung allein mit mißliebigen wissenschaftlichen Erkenntnissen Noltes zu tun oder offenbart die Causa Nolte nicht vielmehr polit-psychologische Wirkmechanismen, die für das Verständnis des Staates, in dem wir leben, von nicht unmaßgeblicher Rolle sind? Hat Nolte mit seiner zentralen These von dem Kausalnexus zwischen Bolschewismus und Nationalsozialismus möglicherweise an Tabus der »Vergangenheitsbewältigung« gerüttelt, die in tieferen Bewußtseinsschichten der homines bundesrepublicanenses fest verankert sind?

Bekanntlich war es Armin Mohler, der sich 1968 – pikanterweise veranlaßt durch einen Auftrag der Bonner Ministerialbürokratie – erstmals gründlich mit dem Phänomen der Vergangenheitsbewältigung befaßte. 1989 widmete er sich demselben Thema erneut und legte im einzelnen dar, wie die Deutschen seit 1945 am Nasenring der Vergangenheitsbewältigung vorgeführt werden. Ausgangspunkt Mohlers war zunächst die Feststellung, daß es weder möglich noch wünschenswert sei, daß ein Volk seine Vergangenheit bewältige. Nicht nur jedem Individuum, sondern auch einem Volk sei ein Recht auf Vergessen zuzubilligen. Diejenigen, die gleichwohl die Maschinerie der unablässigen Vergangenheitsbewältigung in Gang gesetzt hätten, würden dies in der Absicht tun, sozialpsychologisch determinierte Komplexe heranzuzüchten, um diese anschließend in den Dienst bestimmter politischer Ziele zu stellen. Endstufe sei der entortete Deutsche, der angesichts der NS-Katastrophe nach und nach ein perverses Verhältnis zu den Traditionen seiner Vorfahren entwickle, und dessen Deutschsein man am Ende vor allem daran erkenne, daß er alles sein wolle: Europäer, Weltbürger, Pazifist usw. – nur kein Deutscher mehr. Damit erwies sich die Vergangenheitsbewältigung als konsequente Fortsetzung der nach 1945 von der US-amerikanischen Besatzungsmacht ins Werk gesetzten »Re-education«, also des »Versuchs, den deutschen Volkscharakter einschneidend zu ändern, auf daß die politische Rolle Deutschlands in Zukunft von außen kontrolliert werden könne« (Caspar von Schrenck-Notzing).

Man braucht keine besonders gute Beobachtungsgabe für die Feststellung, daß dieser Versuch einer »Charakterwäsche« der Deutschen heute als weitgehend gelungen angesehen werden kann. Der Prototyp des ferngesteuerten, von historischen Komplexen regelrecht aufgeblasenen Deutschen begegnet einem auf Schritt und Tritt. Es gibt keine Talk-Show, kein Lehrerzimmer, keine Redaktionsstube, keinen Seminarraum, wo man sich nicht laufend der zu Tode gerittenen Distanzierungsvokabel »Nazi« bedient, um die Kappung der historischen Entwicklungslinien Deutschlands als »demokratische Errungenschaft« zu feiern. Kurioserweise läßt sich der Bundesbürger durch dieses permanente »Strammstehen vor den politisierten, mythologisierten Begriffen« (Frank Lisson) nicht in seiner höchstpersönlichen Glückseligkeit stören, was Johannes Gross einmal zu der paradox-treffenden Bemerkung veranlaßte, »die Bundesrepublik Deutschland (sei) ein übelgelauntes Land, aber ihre Einwohner sind glücklich und zufrieden«.

1079598_3049332.jpgJenseits dieser privaten Partydauerstimmung, in der man die eigene Vita der Amüsementsteigerung widmet, weiß der Deutsche von heute aber sehr genau, wo und auf welche Schlüsselworte hin er auf Moll umzuschalten hat: beim Befassen mit dem Düsterdeutschland der Jahre vor Neunzehnhundert-Sie-wissen-schon. Gerät man auf diesem kontaminierten Gelände auch nur unter Verdacht, die geschichtspolitischen Dogmen nicht hinreichend verinnerlicht zu haben oder offenbart man gar Ermüdungserscheinungen bei dem Distanzierungsvolkssport Nummer eins, dem Einprügeln auf die herrlich toten »Nazis«, darf man sich nicht wundern, wenn man eines schönen Tages als »Rechtsextremist« o.ä. aufwacht. Diesem Umstand ist es zu verdanken, daß sich zwischenzeitlich die meisten NS-Forschungsfelder in politisch-psychologische »No-go-areas« verwandelt haben, in denen nicht Erkenntnisdrang, sondern penetranter Dogmatismus den (Buß-)Gang der Dinge bestimmt.

Der Nationalsozialismus ist daher weiter der zentrale »Negativ-Maßstab der politischen Erziehung« (Martin Broszat) und darf im Sinne derer, die sich der politischen (Ver-)Bildung von bald drei Generationen in Deutschland gewidmet haben und weiter zu widmen sich anschicken, gerade nicht historisiert werden. Gefragt ist moralisch-verschwommene Befindlichkeit, nicht wissenschaftlich-präzise Analyse. Auf diesem Terrain herrscht ein zivilreligiös aufgeladener Machtanspruch, der hinter Kant und die Aufklärung zurückfällt und der in der Geschichte der europäischen Neuzeit ohne Beispiel ist. Auf diesem, von Psycho-Pathologien beherrschten Feld ist »souverän …, wer über die Einhaltung von Tabus und Ritualen verfügt« (Frank Lisson).

Es geht also um Macht und nicht um Wahrheit, um Deutungshoheit und nicht um historische Erkenntnis, um Kampagnenfähigkeit und nicht um seriöse wissenschaftliche Methode. Es geht darum, jeglichen jenseits des aufoktroyierten Neusprechs liegenden, originären geistigen Denkansatz zu dem historischen Phänomen des Nationalsozialismus sofort zu skandalisieren und damit seiner Wirkung zu berauben.

Der seit 1986ff. in der Öffentlichkeit der Bundesrepublik Deutschland geführte »Streit um Nolte« ist also in seinem Kern keine historische Fachdiskussion, er ist – neben vielen anderen Beispielen dieser Art – ein besonders sig¬nifikanter Ausdruck eines gesteuerten Debatten¬ablaufs in einem unfreien Land. Noltes Nexus-Theorie ist den Politgewinnlern der deutschen historischen Tragödie 1914ff. ein Dorn im Auge, weil sie durch ihren actio-reactio-Ansatz das NS-Singularitätsdogma und den darauf aufbauenden Machtanspruch der Vergangenheitsbewältigung gefährdet.

Daß Lenin und erst recht Stalin keine russischen Dalai Lamas waren, wissen zwar alle; die Bedrohung Europas durch den bolschewistischen Ideologiestaat aus dem Osten muß aber aktiv beschwiegen werden, um den dialektischen Prozeß, von dem die Geschichte des Zweiten Dreißigjährigen Krieges 1914–1945 wie kaum eine andere Epoche zuvor bestimmt wurde, zu entkoppeln. Das dient zwar nicht dem historischen Verständnis, befördert aber den Tunnelblick auf die deutschen Untaten, mit dem sich auch im 21. Jahrhundert gute Geschäfte und konkrete Politik machen läßt.

Diese selektive, dauerpräsente Vergangenheit darf nicht vergehen. Sie stellt ein wichtiges Instrument dar, auf das auch morgen nicht verzichtet werden kann, soll die Bundesrepublik weiter als ein politisch desorientierter Staat erhalten bleiben, dem die Pflege der deutschen Neurosen wichtiger ist als die Gestaltung der deutschen Zukunft. Deswegen kann es nicht verwundern, daß eben dieses sozialpsychologische Neurosenfeld groteskerweise an Umfang und an Ansteckungskraft in dem Maße zunimmt, wie sich der zeitliche Abstand zum 8. Mai vergrößert.

Die seit bald 70 Jahren währende Dauerbesiegung des Zombies aus Braunau hat freilich ihren Preis: Es ist ein – von dem unablässig rotierenden Freizeit-, Unterhaltungs- und Urlaubskarussell nur mühsam zu übertönendes – Klima der Zukunftslosigkeit in Deutschland entstanden, das durch nichts besser gekennzeichnet wird als durch die Kinderlosigkeit eines Landes, in dem die Attribute deutsch und alt immer häufiger zusammenfallen. Manches spricht dafür, daß die ethnische Abwärtsspirale, in der sich die Deutschen heute befinden, viel zu tun hat mit der mentalen Todessehnsucht, von deren süßlichem Verwesungsduft das unablässige Rattern der Vergangenheitsbewältigungsmaschinerie umschleiert wird.

Die Abwicklung der Deutschen (demographische Implosion und »Umvolkung«) ist dabei nur die letzte Konsequenz eines Geschichtsbildes, das den (Auto-)Genozid der Deutschen seit ca. 1970 als gerechte Strafe für das Geschehen vor 1945 auffaßt. Schließlich kann das abstrakt-moralische Gebot, von deutschem Boden dürfe nie wieder Krieg ausgehen, am besten dadurch erfüllt werden, daß die Deutschen von eben diesem Boden ihrer Väter und Vorväter verschwinden, und zwar endgültig. Bei der Vergangenheitsbewältigung geht es somit um alles andere als um historische Erkenntnis oder um wissenschaftliche Seriosität, es geht um Zukunftsverhinderung, »um die Vernichtung alles dessen, was deutsch ist – was deutsch fühlt, deutsch denkt, sich deutsch verhält und deutsch aussieht« (Armin Mohler).

2261792492.jpgWer als junger Deutscher zu einem solch aberwitzigen »mourir pour Auschwitz« nicht bereit ist, wird gnadenlos mit der »Hitler-Scheiße« (Martin Walser) zugedeckt und läuft Gefahr, als »Heide der Gedenkreligion des Holokaust« (Peter Furth) über Nacht seine sozialen Beziehungen zu verlieren. Denn wer ein Tabu übertreten hat, wissen wir seit Freud, wird selbst tabu. Die dazu erforderliche braune Lava wurde und wird von den Niemöllers, Eschenburgs, Wehlers, Benz’, Knopps e tutti quanti seit Jahrzehnten am Blubbern gehalten. Ein Solitär wie Nolte, der – ganz ohne den Mundgeruch der Bewältigungstechnokraten – die historischen Abläufe 1917ff. nüchtern und mit luziden Zwischentönen analysiert, könnte bei diesem Simplifizierungsgeschäft nur stören.

Es spielt dann auch keine Rolle mehr, daß es gerade Nolte war, der, weil er Hitler verstanden und nicht zu »bewältigen« versucht hat, das geschichtsphilosophisch Einzigartige des NS-Judenmordes präzise herausgearbeitet hat (Der Europäische Bürgerkrieg, S. 514–517). Um die jüdischen Opfer des Nationalsozialismus – darunter eine große Zahl patriotischer Reichsdeutscher, für die das Deutschland des Jahres 2012 einen Alptraum dargestellt hätte – geht es den Matadoren der Vergangenheitsbewältigung ohnehin nicht. Ihr Andenken mißbrauchen sie genauso, wie sie jenes an die Männer schänden, die für das Land der Deutschen als Soldaten ihren Kopf hingehalten haben.

Das selektive Erinnern und das Nichtvergessenwollen erweist sich dabei als der sicherste Weg, eine Zukunft der Deutschen zu verhindern. Denn die Kraft zur geschichtlichen Existenz eines Volkes setzt stets voraus, daß es den Willen hat weiterzuleben. Und diesen Willen kann ein Volk nur dann behaupten, wenn man ihm ein Recht zubilligt, nicht nur mit anderen, sondern zuallererst mit sich selbst in Frieden zu leben. Das wiederum setzt voraus, daß Wunden verheilen und irgendwann ein mentaler Neuanfang stattfindet. Dieser ist indes nur denkbar, wenn zuvor der an allen Orten und zu allen Zeiten ausschlagende »Nazometer« (Harald Schmidt) endlich ausgeschaltet wird. Das Geheimnis der Versöhnung ist eben nicht die Erinnerung, schon gar nicht die sakralisierte und instrumentalisierte Erinnerung der heutigen Hüter unserer Vergangenheit, die sich anmaßen, noch die deutschen Jahrgänge 2000ff. nach dem Pawlowschen Taktstock der Vergangenheitsbewältigung tanzen zu lassen.

Deren Zweck erschöpft sich heute nicht nur in »der totalen Disqualifikation eines Volkes« (Hellmut Diwald); Ziel dieser 27. Januar-Kultur (ausgerechnet Mozarts Geburtstag!) ist es, das seelische Immunsystem der Deutschen – auch an den 364 übrigen Tagen des Jahres – so weit(er) zu zerstören, daß die Deutschen schließlich die ethnische Verabschiedung von ihrem eigenen Grund und Boden, die Zweite Vertreibung der Deutschen, die in vielen Stadtteilen deutscher Großstädte schon weit fortgeschritten ist, mindestens gleichgültig hinnehmen, wenn nicht gar als »Urteil« der Geschichte begrüßen.

Ein altes Kulturvolk Europas, dem die Menschheit in der Musik fast alles, in der neuzeitlichen Philosophie das wesentliche und in den Natur- und Geisteswissenschaften sehr viel zu verdanken hat, wäre dann verschwunden. Ob diese »Endlösung der deutschen Frage« (Robert Hepp) eintritt oder nicht, liegt nicht zuletzt an den Deutschen selbst, denen es freisteht, morgen den Nasenring abzulegen und das zu tun, was für jeden Kirgisen, jeden Katalanen und jeden Kurden selbstverständlich ist: nämlich als Volk frei über die eigene Zukunft zu bestimmen.

Literatur:
Siegfried Gerlich: Ernst Nolte. Profil eines Geschichtsdenker, Schnellroda 2010
Ernst Nolte: Späte Reflexionen, Wien 2011
Ernst Nolte: Italienische Schriften, Berlin 2011

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vendredi, 11 mai 2012

Le Procès de Tokyo

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Moestasjrik / “ ’t Pallieterke”:

Le Procès de Tokyo

archive029.jpgNous savions déjà que l’Inde a fourni au casting de la seconde guerre mondiale un personnage très original, Subhas Chandra Bose. L’acte final de la seconde guerre mondiale s’est joué sur un front judiciaire et non plus guerrier avec les procès de Nuremberg et Tokyo, où les vainqueurs ont soumis les vaincus à leur jugement. Lors du procès de Tokyo, c’est un autre Indien qui a ravi la vedette, le juge Radhabinod Pal.

A l’époque, et aussi ultérieurement, de nombreux juristes ont émis des jugements négatifs sur la correction du procès de Nuremberg. Parmi eux, il faut compter Hartley Shawcross, le procureur britannique. Mais il n’a émis ses doutes que plusieurs décennies après la clôture du procès. Le procès de Tokyo, qui s’est tenu d’avril 1946 à décembre 1948, a subi des critiques pendant les assises mêmes par l’un des juges qui y siégeaient. Le tribunal était constitué d’un représentant de chaque pays qui avait été en guerre avec le Japon, soit le Canada, la Nouvelle-Zélande, l’Australie (dont le Président William Webb), la Chine, l’URSS, les Etats-Unis, la France, les Pays-Bas, le Royaume-Uni, les Philippines et l’Inde.

Dès le début du procès, le juge indien Pal, alors âgé de soixante ans, s’est fait remarqué en s’inclinant chaque matin poliment devant les accusés japonais. Le jour où l’on a lu le jugement, il fut l’un des cinq juges à faire connaître une opinion contradictoire. Le juge philippin Delfin Jaranilla, un survivant de la marche de la mort de Bataan, estimait que les peines n’étaient pas assez sévères (un certain nombre d’officiers échappèrent à la peine de mort et furent libérés en 1958). Le Président Webb et le juge français Henri Bernard protestèrent contre la décision américaine de ne pas poursuivre l’Empereur Hiro-Hito, alors que le chef de l’Etat allemand, l’Amiral Karl Dönitz, avait été condamné à Nuremberg. Le juge néerlandais Bernard Röling, pour sa part, estimait que plusieurs questions fort complexes, comme, par exemple, savoir à quel moment exact, la paix avait été rompue et la guerre avait commencé, n’avaient pas été définies correctement sur le plan juridique.

Le rapport, minoritaire, rédigé par le juge indien Pal, compte 1235 pages et contient des critiques bien plus fondamentales. Sa publication a été interdite pendant sept ans par les forces d’occupation américaines. Sur le plan du contenu, ce rapport est composé des deux parties, chacune reposant sur une batterie d’arguments spécifiques: l’une portait sur les faits, l’autre sur la légalité du procès.

Dans son récit factuel des événements de la guerre, Pal sort plusieurs fois des sentiers battus en cherchant parfois très loin des arguments pour “blanchir” les Japonais. Il reconnaît par exemple que des crimes de guerre ont été commis, notamment quand l’armée impériale japonaise a violé Nankin (au propre comme au figuré), mais met en doute la culpabilité des chefs militaires car, ultérieurement, ceux-ci ont toujours pris des mesures pour éviter une telle indiscipline de leurs troupes et de tels débordements. Tout comme les autres juges, il traite surtout des mauvais traitements infligés aux prisonniers de guerre, qu’il minimalise trop en arguant de la nature et de la responsabilité “impérialistes” de leurs pays respectifs. En énonçant ces arguments, Pal oubliait que le Japon n’avait pas seulement maltraité des soldats britanniques ou américains capturés mais aussi et surtout la population civile d’un pays non impérialiste, la Chine. Quant à la catégorie la plus misérable et la plus pitoyable des prisonniers, comme les milliers d’esclaves sexuelles ou “fille de consolation”, pour la plupart coréennes mais aussi néerlandaises, il ne dit mot, pas plus d’ailleurs que le jugement officiel.

Les soi-disant “crimes contre la paix”, commis par le Japon, Pal les rejette d’un revers de la main. L’attaque contre Pearl Harbour est, pour lui, le résultat de provocations américaines avérées, comme l’embargo sur le pétrole, que les Etats-Unis justifiaient comme une mesure de rétorsion contre l’invasion japonaise de la Chine mais qui, en réalité, visait tout simplement à étrangler un concurrent économique. Pal justifie l’agression japonaise contre la Chine comme une démarche nécessaire, vu la pénétration soviétique dans le pays. Pal n’était certainement pas hostile au communisme, car il fera carrière plus tard dans le “Bloc des Gauches” au Bengale, mais, dans son argumentation, il percevait l’URSS comme la puissance qui avait succédé à l’Empire des Tsars, battu par le Japon en 1905; pour Pal, l’URSS, comme la Russie de Nicolas II, était une “puissance blanche”. Son explication était finalement peu convaincante: si le Japon avait voulu combattre la Russie ou le communisme, il se serait rangé du côté des Allemands en juin 1941, quand l’invasion de l’URSS a commencé, un projet qui aurait rapporté certainement plus de fruits que l’attaque contre les Etats-Unis en décembre 1941.

Le deuxième volet de son argumentation est nettement plus solide: ce procès de Tokyo était une farce; concrètement, parce que toute une série de normes juridiques ont été purement et simplement ignorées ou foulées aux pieds, principalement parce qu’il s’agissait d’une “jurisprudence de vainqueurs”.

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Le monument en l'honneur du Juge Pal à Yasukuni au Japon

Les droits de la défense ont été bafoués; les avocats des prévenus n’avaient qu’un accès limité aux dossiers (même s’ils étaient mieux lotis que leurs collègues allemands à Nuremberg, car chaque accusé bénéficiait d’un avocat japonais et d’un avocat américain).

Les accusés et les témoins qui ne comprenaient pas l’anglais devaient signer des déclarations, des aveux ou des témoignages rédigés dans la langue de Shakespeare et qui allaient être utilisés à charge de codétenus après avoir été arrachés sous la torture ou suite à de fausses promesses. Ensuite, il y avait surtout ceci: on poursuivait des hommes sur base de lois rétroactives. Face à n’importe quel tribunal américain, de telles fautes de procédure seraient suffisantes pour acquitter immédiatement l’accusé et l’affranchir de toute poursuite.

Pal plaidait en effet l’acquittement de tous les accusés.

Finalement, ce procès relevait d’une justice fabriquée par les vainqueurs car les normes étaient différentes selon que l’on était vainqueur ou vaincu. Les armées alliées fonctionnaient comme celles de l’Axe et du Japon selon le principe “les ordres sont les ordres” (Befehl ist Befehl) mais leurs officiers n’ont jamais été jugés pour des actes commis suite à des injonctions données par des instances supérieures. Le Japon n’était pas représenté parmi les juges et les crimes de guerre alliés n’ont jamais été jugés. Le juge Pal fut le seul à avoir évoqué le lancement des bombes atomiques sur Hiroshima et Nagasaki. Même si leur lancement a contribué à sauver indirectement de nombreuses vies humaines, comme on l’affirme très souvent, il correspond bel et bien à la définition de “crime de guerre”, notamment parce qu’il visait en toute conscience des objectifs civils. Depuis la “Paix de Westphalie” (1648), on a beaucoup travaillé en Europe à humaniser la guerre, pour remplacer le droit du plus fort par un véritable système de droit international, notamment via les conventions de Genève et de La Haye et l’oeuvre neutre de la Croix-Rouge. Les procès de Nuremberg et de Tokyo ne sont nullement une étape complémentaire dans ce processus d’humanisation de la guerre mais constitue clairement une rupture dans cette évolution positive. Selon Radhabinod Pal, ces procès constituent un façade cynique et pseudo-juridique derrière laquelle les vainqueurs imposent butalement leur volonté et se dotent d’une jurisprudence spéciale pour masquer leurs propres exactions.

MOESTASJRIK.

(article paru dans “ ’t Pallieterke”, Anvers, 2 novembre 2005; trad. franç., avril 2012).

jeudi, 10 mai 2012

Jésus au Cachemire?

Moestasjrik / “’t Pallieterke”:

Jésus au Cachemire?

carte.gifUn récit traditionnel évoque parfois la présence des tribus perdues d’Israël sur le territoire afghan actuel. D’autres parlent de leur présence au Cachemire voisin, où, dit-on, elles auraient reçu la visite d’un certain Jésus de Nazareth. Telle était, de toutes les façons, la thèse d’un aristocrate russe, Nicolaï Notovitch qui l’a consignée dans un ouvrage “Le Voyage de Jésus au Cachemire et ses prêches aux tribus perdues d’Israël”, publié en 1890 après une expédition aventureuse dans l’Himalaya. Notovitch affirmait qu’il avait trouvé un manuscrit de la main même de Jésus dans un monastère lamaïste du Ladakh, la partie ethniquement tibétaine du Cachemire.

Selon Notovitch, Jésus aurait voyagé entre sa treizième et sa vingt-neuvième année à travers l’Iran, se serait rendu auprès des communautés juives d’Afghanistan puis aurait visité les sites sacrés de l’Inde. Il y aurait étudié les traditions les plus profondes, parfois pour les reprendre à son compte mais aussi, plus souvent, pour les rejeter car, tout comme les Pharisiens de Palestine, les sages de l’Orient l’auraient considéré comme un polémiste original et innovateur. Jésus aurait ainsi rejeté le système indien des castes, ce qui confèrerait à sa pensée une dimension égalitaire et finalement très moderne, trop moderne, dirions-nous, pour ne pas être suspecte. Ce n’est qu’après avoir littéralement fait le plein de savoir que Jésus est revenu en Palestine, où il a commencé son étonnante carrière de “Messie”. Ses mémoires sur ses années de formation en Orient, il les aurait laissées dans la bibliothèque d’un monastère, où Notovitch les aurait vues dix-huit siècles plus tard. Jusqu’à présent, Notovitch aurait donc été le seul à les avoir vus, car personne n’a plus jamais retrouvé ultérieurement ce fameux manuscrit.

Le récit de voyage de Notovitch a été immensément populaire dans les cercles qui s’adonnaient à la théosophie, sorte de doctrine mélangeant bouddhisme et christianisme, dont est issu l’actuel mouvement “New Age”. La thèse de Notovitch y est considérée comme une preuve du statut de gourou de Jésus, un gourou qui se mettait en travers de toutes les religions institutionalisées et se plaçait ipso facto dans la communauté mondiale des “Maîtres de la sagesse”. Jésus est ainsi dépouillé de son aura de “Fils de Dieu” pour devenir, plus simplement, un des guides qui nous mènent vers le sentier d’une spiritualité universelle. Ainsi, Jésus aurait dit aux prêtres du culte du feu en Iran, en des termes très anarchisants et très “New Age”: “Tant que le peuple n’avait pas de prêtres, les âmes de ses fils étaient en Dieu”. Voilà qui est clair: pas besoin d’église, il faut directement “expérimenter Dieu”.

Pourtant, le manuscrit que Notovitch aurait vu au Ladakh contient des détails qui ne vont nullement dans le sens du message théosophique d’ “une profonde unité de toutes les religions”, du moins selon les termes qu’en rapporte l’aristocrate russe. Ainsi, Jésus aurait lancé une polémique contre la doctrine de la réincarnation. C’est logique: la réincarnation implique que la mort n’est qu’une phase intermédiaire et sans importance qui “passe” sans effort, tandis que la Bible pose la mort comme un problème central, notamment comme une punition suite au péché originel, tant et si bien que la mission de Jésus consiste à surmonter la mort. Les adeptes du New Age affirment au contraire que “les premiers chrétiens croyaient eux aussi à la réincarnation”, jusqu’au jour où “l’Eglise autoritaire et patriarcale de Rome” décida de combattre cette croyance pour des motifs purement intéressés et vénaux.

Cependant, le récit de Notovitch ne se termine pas par le retour de Jésus vers sa terre natale. Après sa résurrection, il aurait désigné Pierre comme son représentant, son pape, et serait retourné en Orient. Il se serait installé au Cachemire où il serait mort de sa belle mort à l’âge de 115 ans. Depuis lors, ou du moins depuis un changement de tombeau, ses restes reposeraient au mausolée de Rauzabal à Srinagar. Cette ville est aujourd’hui le théâtre permanent d’attentats à la bombe et de tirs entre factions rivales mais toute personne qui a le goût de l’aventure peut aller s’incliner, là-bas, sur le tombeau du Christ. Le corps est soustrait aux regards et déposé dans un cercueil car, autrement, craignent les musulmans, les chrétiens pieux pourraient se mettre à le manger, s’ils interprètent au sens large le sacrement de l’eucharistie.

Que Jésus, après sa vie publique, serait revenu au Cachemire et qu’il y repose, est aussi la thèse d’un philosophe local, Mirza Ghulam Ahmad de Qadian qui l’a consignée dans un petit livre, “Jésus en Hindoustan” (1899). Dans cet ouvrage, la légende a des implications politiques. Lorsqu’Ahmad a entendu parler du récit de Notovitch, il a aussitôt compris qu’il pouvait le solliciter pour se conférer personnellement la dimension d’un prophète. Le problème qui tourmentait Ahmad, c’est que, selon l’islam, Mohammed est le prophète définitif; après lui, aucun autre prophète ne viendra. Il n’y a pas de “postcriptum” possible dans le Coran! Ensuite, tous les prophètes que reconnaît l’islam ont vécu au Proche-Orient. La présence de Jésus en Inde pouvait prouver, au moins, que ce pays, à son tour, était un lieu idoine pour accueillir un prophétisme. Et cela appuyait la revendication d’Ahmad de devenir prophète à son tour.

Cela ne l’a guère aidé car ses disciples, les “ahmadijjas” ou “qadianis” sont poursuivis au Pakistan en tant qu’hérétiques. Cela ne signifie pas pour autant qu’ils sont de pauvres brebis innocentes: souvent, ils désespèrent de ne pouvoir prouver à la masse des musulmans de la région qu’ils entendent pratiquer un islam plus pur et, pour compenser cette frustration, ils se montrent très souvent plus fanatiques que les autres à l’endroit des non-musulmans. Les musulmans ne les considèrent pourtant pas comme des coreligionnaires, malgré la légitimité qu’ils cherchent à se donner via Jésus (rappelons aussi que les musulmans rejettent le seul Prix Nobel de physique qui soit “musulman”, le Pakistanais Abdus Salma, parce qu’il est un “ahmadijja”).

Quel est le résultat de tout cela? Nous avons donc un noblion russe égaré, qui découvre un manuscrit qui devrait bouleverser le monde entier, mais ne le laisse voir à personne. Nous avons ensuite un musulman narcissique qui utilise un récit nouveau sur la vie (et la mort) de Jésus pour justifier sa propre prétention à devenir l’envoyé de Dieu. Bref: nous avons là un cas classique de folie religieuse ou, plutôt, de folie privée que l’on affuble d’oripeaux religieux. L’affaire Notovitch-Ahmad est un exercice réussi, le premier dans la liste, où des imaginations fertiles ont cherché à ébranler les convictions religieuses conventionnelles. Ce fut bien une variante antérieure de la démarche qui sous-tend le “Da Vinci Code”.

MOESTASJRIK.

(article paru dans “ ’t Pallieterke”, Anvers, 8 mars 2006; trad. franç.: avril 2012).

 

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mercredi, 09 mai 2012

La Hongrie de Horthy: une monarchie sans roi

 

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Erich KÖRNER-LAKATOS:

La Hongrie de Horthy: une monarchie sans roi

Miklos Horthy ou un militaire de petite noblesse qui rêvait d’occuper le trône de Saint-Etienne

NAZIPORT0326.jpg“Il est vrai que je n’ai jamais pensé à une dynastie Horthy et je ne peux que déplorer le fait que certains cercles, en Hongrie, affirment qu’une telle pensée aurait pu exister”. Telles sont les paroles qu’a couchées sur le papier le régent du royaume Miklos Horthy dans ses mémoires, où il exprime son point de vue sur l’éventuelle fondation d’une dynastie. Les faits sont pourtant différents. Très tôt, le régent a cultivé l’idée d’assurer dans le futur le pouvoir aux siens, et surtout à son fils Istvan qu’il adulait. Son épouse Magdolna, très ambitieuse, et la camarilla qui l’entourait confortaient le régent dans ses intentions.

Le 1 mars 1920, l’assemblée nationale de Budapest élit l’ancien amiral comme chef d’Etat provisoire. Avant même de prononcer son serment de régent du royaume, il réclame un élargissement de ses prérogatives, ce que le parlement lui accordera pas à pas.

Dès le 19 août 1920, le régent du royaume obtient les droits d’accorder l’amnistie et d’engager la Honved (l’armée) en dehors des frontières en cas de crise. Six ans plus tard, le Parlement, autrement dit la Diète constituée de deux chambres, accorde au Chef de l’Etat provisoire une autre prérogative régalienne: le droit de nommer une partie des membres de la Haute Assemblée. A partir de 1933, Horthy peut ajourner la Diète de l’assemblée populaire “aux calendes grecques”. Quatre ans plus tard, la Diète renonce à son droit de demander des comptes au régent au cas où il enfreindrait les règles constitutionnelles. La personne Horthy est désormais “sacrée et inviolable”.

De cette façon, la Hongrie s’était dotée d’une sorte de “roi de remplacement”, auquel, pourtant, on n’avait pas accordé trois prérogatives: Horthy ne disposait pas du “droit de patronage” sur l’Eglise romaine du pays, ne disposait pas du droit d’annoblir des sujets hongrois et son office n’était pas héréditaire.

Le droit de patronage sur l’Eglise ne semblait pas intéresser le calviniste qu’était Horthy, même si le droit de parole qu’il impliquait en cas de changement de personnel, notamment quand il s’agissait d’accorder des sièges d’évêchés, pouvait procurer un pouvoir appréciable. Ce représentant de la “gentry” hongroise semble avoir été davantage géné par l’interdiction d’annoblir ou d’octroyer des titres plus importants aux nobles qu’il estimait méritants. Le terme “gentry”, que j’utilise ici à dessein, est repris de l’anglais et désigne, au 19ème siècle, la petite noblesse de Hongrie, laquelle, bien qu’appauvrie, tient à conserver son style de vie et considère toute participation triviale à la vie économique comme indigne de son rang.

Pour cette raison, Horthy crée l’Ordre des Héros (“Vitézi Rend”). Ne peuvent en devenir membres que les anciens combattants décorés qui sont réputés farouches patriotes. Cette nouvelle “noblesse” de remplacement se réparti en trois niveaux: les officiers, les soldats et les postulants. Ces derniers ne sont donc pas des membres à part entière de l’Ordre mais détiennent en quelque sorte un statut d’ “aspirant”. Dans le cadre d’une cérémonie d’allure médiévale, dont la première se déroulera le 22 mai 1921 dans la citadelle royale, le Maître de l’Ordre, Horthy lui-même, confère la dignité de “héros” à ceux qu’il adoube “Chevalier” en leur posant l’épée sur l’épaule. Au début de l’année 1943, il y a déjà 4342 Héros du rang d’officier, 11.189 Héros du rang de soldat et environ 8000 aspirants.

L’appartenance implique plusieurs prérogatives. Le Héros peut, par exemple, faire précéder son patronyme du terme de “Vitéz” (“Héros”). Ensuite, il se voit accorder un patrimoine immobilier héréditaire inaliénable et indivisible, qui ne sera transmis qu’à son seul fils aîné. Les officiers de l’Ordre peuvent donc bénéficier de fermes-châteaux avec terres adjacentes d’une dimension de près de 50 “jougs cadastraux” (le “joug cadastral” hongrois équivalait à 0,5754 ha, soit 5754 m2). Les Soldats de l’Ordre devaient se contenter de dix à quinze “jougs cadastraux”.

Les Héros ne sont toutefois pas considérés comme “pairs” par les anciens aristocrates. La taille des biens immobiliers et des terres accordées ne peut que faire sourire avec condescendance les barons et comtes installés depuis toujours, pour ne pas parler des 200 familles de “magnats” comme les Esterhazy, les Schönborn ou les Cobourg-Gotha, dont les terres sont immenses.

Les idées qui hantent le vieux régent du royaume concernent surtout la question de l’hérédité de sa charge. A la fin de l’automne 1941, le Cardinal Justinian Serédi, archevêque de Gran (Esztergom) et donc primat-prince de Hongrie, remarque suite à une conversation avec Horthy: “J’ai appris des paroles mêmes du Régent du Royaume qu’il souhaiterait, pour sa fonction (celle du “représentant”, du “stathouder” avec droit de transmission héréditaire), que celle-ci soit transmissible à son propre fils Istvan; car il m’a dit, et pas seulement comme s’il évoquait une image ou un exemple, que celui qui possède une maison aime toujours qu’après sa mort celle-ci aille à ses enfants; il a même ajouté qu’il aimerait transmettre sa fonction de régent du Royaume à son fils”.

Miklos Horthy s’est aussi adressé par lettre à son premier ministre Laszlo Bardossy qu’il considérait comme bon que le parlement élise bientôt un “stathouder”, “cum iure successionis” (avec droit de succession).

Le 9 février, le premier ministre dépose un projet de loi. A cause de la résistance de la haute noblesse et de l’église, la clause de succession a été omise dans le texte. Les deux chambres acceptent à l’unanimité le projet de loi et, le 19 février, la Diète élit, sans aucune surprise, Istvan Horthy comme “réprésentant du régent”. L’élection est suivie d’applaudissements généralisés et de cris “Eljen”, “Qu’il vive!”.

Le porteur potentiel de la plus haute fonction de l’Etat doit, selon son père, faire ses preuves au front. Istvan Horthy est un pilote chevronné: il s’engage dans les forces aériennes. Il meurt, victime d’un accident, dans les premières heures du matin du 20 août 1942, sur le terrain d’aviation de la 2ème Armée hongroise à Alexeïevka.

Mais la famille n’abandonne pas le projet caressé par le régent Miklos Horthy. Dans les vitrines des magasins de Budapest, on pouvait voir des photos de la veuve d’Istvan Horthy avec son fils, Istvan junior, à peine âgé de deux ans, flanquées du texte “Mindent a hazaért!”, “Tout pour la patrie!”. Le jeune enfant est au centre des discussions dynastiques. Il faudrait, disent ses partisans, qu’il se convertissent à la foi catholique pour qu’il soit ensuite couronné roi ou prince de Hongrie.

Dans l’ébauche d’une loi sur la pérennisation du souvenir du vice-régent Istvan Horthy, nous trouvons le passage suivant: “Après les familles des Arpad, des Anjou et des Hunyadi, le destin nous a envoyé la famille Horthy...”, ce qui suscite de nouvelles polémiques. Après que le Prince-Primat Serédi ait déclaré au régent du royaume qu’il prendrait position contre ce projet de loi à la Chambre Haute de la Diète et que, par-dessus le marché, il appelerait l’opinion publique à exiger le couronnement d’Otto de Habsbourg, Miklos Horthy abandonne définitivement ses ambitions dynastiques en octobre 1942.

Exactement deux ans plus tard, le vieux régent perd sa fonction. Sous la contrainte, car les Allemands maintiennent en détention son fils cadet Miklos, Horthy signe le soir du 15 octobre 1944, une déclaration de démission rédigée en allemand: “Aux présidents des deux Chambres, par la présente, je déclare avoir pris la décision, en cette heure fatidique de l’histoire hongroise, et dans l’intérêt d’une belligérance optimale, de l’unité intérieure et de la cohésion de la nation hongroise, de me retirer de mon poste de régent du royaume. J’ai chargé Monsieur Ferenc Szalasi de former un nouveau gouvernement d’unité nationale”.

Le 4 novembre 1944 a lieu la cérémonie de la prestation de serment dans la salle de marbre blanc de la citadelle de Buda. Les membres des deux Chambres de la Diète, présents à Budapest, et parmi eux l’ancien régent du royaume, l’archiduc Joseph de Habsbourg, assistent à la cérémonie en tenue d’apparat. Les gardes du corps de Horthy défilent. Alors Ferenc Szalasi prête serment, dans un costume civil usé, avec une chemise verte et une cravate de même couleur, le chapeau à la main, devant la couronne de Saint Etienne. En dehors de la citadelle, l’ambiance est toute différente: dans le lointain, on entend distinctement tonner les canons soviétiques.

Erich KÖRNER-LAKATOS.

(article paru dans “zur Zeit”, Vienne, n°40/2005; trad. franç.: avril 2012; http://www.zurzeit.at/ ).

 

Keine US-Atombomben im Juli/August 1945!

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Keine US-Atombomben im Juli/August 1945! 

220 Seiten - Leinen - 110 Abbildungen

ISBN 978-3-87847-268-1

Kurztext:

Dieses Buch enthüllt ein seit Kriegsende von den Siegermächten streng gehütetes Geheimnis des deutschen Untergangs 1945.Die sofortige Geheimhaltung der bei Kriegsende in Mitteldeutschland erbeuteten nuklearen Hochtechnologie wurde mit der lapidaren Behauptung »die US-Army hat nichts gefunden« verbunden. Die Untersuchung des historischen Sachverhaltes bestätigt jetzt eine von den USA inszenierte und seit 1945 gepflegte Falschdarstellung der Atombomben-Entwicklungsgeschichte. Die Reichsregierung hatte sich felsenfest auf den von der Wissenschaft zugesicherten Besitz der Atombombe verlassen. So wurde  die Entwicklung der ›Siegeswaffe‹ gegenüber der eigenen Bevölkerung bis zum Kriegsende streng geheimgehalten. Als der Zusammenbruch kam, bevor die Atombomben eingesetzt wurden, brauchte  die Geheimhaltung der deutschen Atombombe von den USA lediglich fortgeführt zu werden.

Das Buch räumt mit bisherigen Ansichten zur Frühzeit der Atombomben auf und zeigt, wie das offizielle Amerika die Zeitgeschichte in einem wichtigen Bereich fälschte.  

Klappentext:

Für Jahrzehnte stand es nach dem Zweiten Weltkrieg fest, daß die USA die bei den auf Hiroshima und Nagasaki abgeworfenen Atombomben in Oak Ridge bauten und damit den Deutschen, die auch an der Entwicklung dieser Waffe arbeiteten, zuvorkamen. Die deutschen Physiker seien an dem Problem der Anreicherung von Uran 238 gescheitert und hätten bis Kriegsende keine fertigen Atombomben zusammengebracht. Doch in jüngster Zeit melden sich Zweifel an dieser Ansicht.

Mehrere Autoren haben in der jüngeren Vergangenheit aus gewissen Hinweisen und Berichten von Zeitzeugen auf die Existenz der deutschen Atombombe geschlossen. Manche Indizien sind ohne diese Annahme schwer zu erklären. Aber handfeste Beweise lagen kaum vor. Solche will Peter Brüchmann vorlegen. Er hat die offiziellen Verlautbarungen der Alliierten gesammelt, die Widersprüche in ihnen aufgedeckt und die Tatsachen aus der westlichen Presse zusammengetragen. Sie vermitteln nach seiner Ansicht ein falsches Bild von der damaligen Wirklichkeit um die Atombomben und versuchen, gezielt eine Legende zum Ruhme der USA zu verbreiten. 

Das Buch räumt außerdem mit einer Reihe Legenden auf. So hatte es sich bei den drei Bomben um keine Plutonium-Anordnung gehandelt. Die Bomben sind an Fallschirmen, was sonst immer verschwiegen wird, in die richtige Entzündungshöhe über den japanischen Städten gebracht worden. 

Der Autor hat als Sohn eines Wehrmachtbeamten bereits während des Zweiten Weltkrieges Kenntnisse über den technischen Entwicklungsstand der deutschen Atombombe erhalten. Der Vater Wilhelm Brüchmann hatte als KVOI (Kriegsverwaltungs-Oberinspektor, später Amtmann) den Rang eines Hauptmanns und die Aufgabe, die Kosten innerhalb der Standorte von Geheimwaffen-Hochsicherheitsanlagen zu kontrollieren und finanzbehördlich zu bearbeiten. Seine sensationellen Kenntnisse über die technischen Unzulänglichkeiten der im Prinzip abwurfbereiten deutschen Atombomben konnten vom Autor aufgearbeitet und voll bestätigt werden.
 
Dieser konnte für seine Forschungen seine ingenieurtechnischen Kenntnisse mit seinen privaten Verbindungen in die USA kombinieren. Erst kürzlich nutzte er seine Kontakte, um weitere Hinweise auf die Erbeutung der deutschen Atombomben im April 1945 durch US-Spezialkommandos aufzuspüren. Überraschend ergab sich dabei, daß die Amerikaner die gesamte erbeutete deutsche Hochtechnologie samt mindestens drei fertigen Atombomben gegenüber der Welt als ihre eigene, exklusive Entwicklungsarbeit ›verkauft‹ haben. Tatsächlich begann die Geschichte der Atombombe in Amerika erst mit dem Funktionstest einer der deutschen Beutebomben am 16. Juli 1945. Nachdem den Amerikanern die erfolgreiche Explosion gelang, haben sie die beiden anderen Bomben auf Japan abgeworfen.

Über den Autor:

Peter Brüchmann, geboren 1931. Luftfahrt-Pensionär. Knapp 40 Jahre aktive Tätigkeit als Versuchsingenieur in der militärischen und zivilen Luftfahrtindustrie sowie als Technischer Lehrer (Fachbereichsleiter) bei einem der weltgrößten Luftverkehrs-Unternehmen. Der Autor veröffentlichte zahlreiche Beiträge zu deutschen und ausländischen Fachmagazinen und schrieb Fachbeiträge (luftfahrttechnische Forschungsaufträge für das Bundesverkehrsministerium und das Luftfahrt-Bundesamt (LBA). Er ist Mitautor im Studienbuch Technologie des Flugzeuges seit dessen Erstauflage (letzte Revision 2007), ISBN 3-88064-159-5. Er hat im Selbstverlag ( BoD) zwei weitere Sachbücher mit Fragen zur Erdgeschichte herausgegeben: Warum die Dinosaurier starben ISBN 13 978-3-8311-4213-2, (2004) sowie Mars und Erde, Katastrophenplaneten, ISBN 13-978-3-8334-4053-3, (2007). Beide Bücher werden seit einigen Jahren auf den internationalen Buchmessen in Leipzig und in Frankfurt am Main präsentiert. Für das wissenschaftliche Magazin Synesis (EFODON) schrieb er seit 2000 bisher weitere zehn Abhandlungen zu ungelösten geotechnischen Problemen der Erdgeschichte.