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samedi, 05 février 2011

De lo politico en el pensamiento de Carl Schmitt

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De lo político en el pensamiento de Carl Schmitt

Dick Tonsmann Vásquez



Vamos a comenzar esta parte con la definición de Schmitt de lo político. Como se verá, se trata de un concepto sustancialista asociado al origen de las naciones y a la posibilidad de la guerra. En esta marco, hablaremos del sentido o sinsentido que tendría hablar de una guerra contra la humanidad y, sobre ello, nos referiremos al ‘enemigo absoluto’ desde la distinción entre régimen y Estado. Y esto nos llevará finalmente hacia algunas conclusiones del tipo de la filosofía práctica para los sucesos contemporáneos de la política peruana.

Para comenzar, la definición de Schmitt sobre lo político se basa en el criterio de distinción amigo – enemigo, de la misma forma que la moral requiere de la distinción entre el bien y el mal, y la estética posee el criterio de la distinción entre lo bello y lo feo. Una comparación analógica que no debe significar en ningún caso una equiparación entre lo bueno y el amigo o entre lo malo y el enemigo, de la misma manera que lo bello tampoco puede identificarse ni con lo bueno ni con el amigo. Además, es importante indicar que lo político no se reduce a una identificación con lo estatal, pues en las sociedades democráticas contemporáneas el Estado no tiene el monopolio de lo político sino que ámbitos tales como la religión, la cultura o la economía misma, que son instancias sociales, dejan de ser neutrales y se vuelven potencialmente políticas. Así, el Estado tal y como lo conocemos ya no puede ser considerado como un ámbito distintivo de lo que llamamos precisamente ‘lo político’.

Las razones de un conflicto pueden ser religiosas, culturales o económicas, pero lo que las hace eminentemente políticas es el carácter mismo de conflicto que subyace a la lucha política en cuanto tal. Esto significa que la autonomía de tal criterio no supone necesariamente una independencia en la realidad pero sí supone un diferente modo de ser constitutivo de lo humano. Lo que ocurre es que la manifestación del conflicto en esas otras áreas es sólo la expresión de una naturaleza más originaria del hombre y del Estado. Así, esta concepción esencialista de la política subyace al origen de las naciones cuya naturaleza es entendida desde una perspectiva romántica en tanto que apela a la idea de una especie de sentimientos originarios puros. Desde esta perspectiva es que se afirma que los pueblos se definen en tanto que se agrupan como amigos y por negación de sus enemigos.

Ahora bien, el surgimiento de las nacionalidades y de los Estados – nación es un hecho que, generalmente, tendemos a ubicar en la Reforma Luterana. Sin embargo, el carácter conflictivo de la naturaleza política en su sentido óntico parecería estar inscrito en todo individuo si nos ceñimos a la concepción sustancialista de Schmitt. Por lo tanto, los Estados – nación que conocemos no serían sino una de las últimas expresiones de este concepto de lo político. Estados que, incluso, al ser invadidos por la sociedad civil, como se ha señalado, no suponen ya una identificación simple con el hecho político.

De la misma forma, este carácter esencial de la distinción amigo – enemigo también se puede referir a las diferencias partidarias que se producen en el interior de un Estado. Así, no se entienden como simples discusiones sino que la “lucha partidaria” conlleva necesariamente la idea de “lucha hostil”, entendida ésta como posibilidad eventual siempre presente dada su naturaleza existencial. Por ello, desde esta perspectiva, el nivel máximo de la enemistad encuentra su cumplimiento en la guerra, ya sea como guerra externa o como guerra civil. Esto no hay que entenderlo en el sentido de Clausewitz, para quien la guerra no era sino la continuación de la política por otros medios. Sino que ha de comprenderse en el sentido de que la guerra es el presupuesto de la política en tanto que es una posibilidad real siempre presente a partir de la cual se origina la misma conducta política.

Así, se puede considerar que Schmitt no tiene propiamente un discurso belicista mi militarista pues asume que, incluso, una actuación políticamente correcta en contra de la guerra presupondría la distinción amigo – enemigo. También la neutralidad conlleva la posibilidad de que el Estado neutral pueda aliarse con otro Estado como amigo en contra de otro que considera como enemigo. Esto significa un concepto esencialista de la política pero que no resulta determinante de una realidad concreta sino que permite diversas formas de realización existencial. Aunque la definición de Schmitt de lo político no significa por sí mismo un criterio valorativo, puede permitir pensar de manera valorativa la acción política. Una tal valoración a posteriori no anula la descripción a priori ni viceversa. Tampoco debemos entender el principio sustancial de la relación amistad – enemistad como un principio zoológico a la manera de Hobbes, quien repetía la famosa sentencia homo homini lupus, sino que la determinación existencial sobre quién en concreto es el amigo y quién el enemigo procede invariablemente de la libertad del hombre que le es consustancial. Por lo cual, la sentencia latina antes señalada resulta ser cambiada por la afirmación de que “el hombre es el hombre para el hombre”.

Aunque la definición del enemigo depende del ejercicio de dicha libertad en el marco de las agrupaciones políticas, tal libertad no puede llegar razonablemente al punto en que se pueda pensar en una lucha de la humanidad toda en su conjunto pues, entonces, ¿quién sería el enemigo? Ni siquiera el enemigo deja de ser hombre de modo que no hay aquí ninguna distinción específica”.

Si pensamos en la humanidad como el conjunto de todos los seres humanos es imposible pensar en un enemigo de tal humanidad de forma que toda ella pueda agruparse frente a un enemigo común en el sentido de otra agrupación o pueblo de hombres.

Sería posible pensar en un enemigo de la humanidad en el sentido de alguien que desee exterminar la raza humana por considerarse un ser superior más que humano. Sin embargo, Schmitt podría responder que esta última disquisición no tiene que ver con su criterio teórico en tanto que principio distintivo de carácter óntico, sino que podría explicarse como una retórica política que pretende justificar una guerra apelando a un conjunto de nociones alteradas de la idea propia de humanidad. En ese sentido, también aquellos que actuarían en las guerras posteriores bajo la idea de que están defendiendo tal humanidad, lo que en realidad hacen, por contrapartida, es convertir al enemigo en un ser inhumano por razones morales y proclamar su necesario aniquilamiento. Se trata, en este último caso, de la utilización de un criterio moral en un área distinta de la suya, subsumiendo lo político de tal forma que el enemigo termina siendo degradado a la condición de criminal. Una intromisión de discursos que, en realidad, se podría entender como una manipulación del discurso moral para justificar una agresión de carácter hegemónico o en pro de un imperialismo económico. De esta manera, el concepto de humanidad no sólo se impondría acríticamente eliminando el significado de lo político mismo, sino que, además, se convierte en uno de los tantos conceptos ideológicos antifaz hechos para justificar lo injustificable.

Si pensamos estrictamente en una reducción de lo político a categorías morales tal como lo entiende Schmitt, se ha convertido al enemigo en criminal de guerra. Pero habría que diferenciar si se trata de una ideologización previa (como cuando Bush hablaba de la “libertad infinita”), con lo cual la intromisión de lo moral en lo político resulta ser simplemente tendenciosa e hipócrita; o si se trata de la consecuencia de la violación de los usos de la guerra del Derecho Internacional establecido. Una cosa es un gobierno genocida y otra cosa es una unidad política cuya existencia va más allá de un régimen eventual y pasajero. No era lo mismo combatir a los nazis que luchar contra Alemania ¿o acaso correspondió el holocausto con una forma de ser de la unidad política alemana? Por consiguiente, la criminalización del enemigo no puede significar la criminalización de todo un país o una nación. Una absolutización del concepto de enemigo que sí ha ocurrido en la retórica del caso de Irak con la estigmatización del Islam y, en consecuencia, con la criminalización de tal religión.

Por otro lado, en la obra El concepto de lo político, redactada en el período de entreguerras, se criticaba a la liga existente en aquellos años por confundir lo interestatal con lo internacional. El primero de estos conceptos se refiere a la garantía del status quo de las fronteras nacionales por parte de la Liga. Pero el concepto de internacional, como en el caso de la Internacional Socialista, supone una sociedad universal despolitizada al responder a la tendencia imprecisa de buscar el Estado único como un postulado ideal. Para Schmitt queda claro que sólo un Estado ideal apolítico, es capaz de dar tal paso y convertir el enemigo en un criminal.

Sin embargo, tal Estado es para Schmitt una imposibilidad práctica, aunque se preconice teóricamente. Las tendencias hacia esta situación vienen del lado de un liberalismo individualista que, buscando eliminar todo lo que puede coaccionar su libertad (incluyendo el propio Estado y su correspondiente monopolio organizado de la violencia legítima), termina por entronizar el imperio de lo económico y poniendo el aspecto ético – espiritual en la dinámica de una eterna discusión. Precisamente por el lado de lo económico es que tal Estado único resulta ser tan sólo una ficción pues lo que ocurre, en realidad, es que la economía se vuelve en un hecho político al desarrollar nuevos tipos de oposición que llevarían claramente a la guerra, aunque ésta no deba ser entendida necesariamente en el sentido de la lucha de clases marxista. Lo mismo ocurre bajo la idea de declarar una “guerra contra la guerra”, pues ello haría dividir la humanidad entre dos agrupaciones políticas y el criterio amigo – enemigo seguiría siendo la distinción específica de lo político. Ningún autoproclamado Estado universal podría anular lo que es una naturaleza de carácter óntico. Sólo podrá haber el intento de una agrupación de países de apropiarse del derecho a la guerra estructurando el Derecho Internacional bajo sus propios intereses. Así se entiende a la ley positiva como la búsqueda de la legitimación de una situación en la que los interesados sólo pretenderían encontrar estabilidad para su ventaja económica y poder político aunque lo disfracen de discursos moralistas.

Para Schmitt, a pesar de la voluntad de los juristas internacionales de que esto no sea así, ningún sistema de leyes puede evitar la diferenciación sustancial entre enemigos que presupone la guerra. Esto no significa que no se deba trabajar en beneficio de un nuevo orden que establezca “nuevas líneas de amistad” entre los pueblos, al margen de la eficacia o ineficacia de la actual ONU. Para Schmitt, el error está en que el organismo surgido de la Segunda Guerra Mundial fue una construcción de los vencedores que creyeron que su victoria era la victoria definitiva y ello los incapacitaba para poder plantear nuevas respuestas a los Challenges de la historia. ¿No son los sucesos contemporáneos, además de un nuevo Challenge, una nueva llamada de atención sobre la futilidad de un modelo liberal de carácter monista? Schmitt vislumbró que el orden futuro del mundo se convertiría en un pluralismo multipolar y que, aquello que marcará el desarrollo de los grandes espacios, dependerá de la fuerza en que una agrupación de pueblos o de naciones puede mantener el proceso de desarrollo industrial siendo fieles a sí mismos y no sacrificando su identidad por el carácter tecnológico de dicho desarrollo, “no solamente por la técnica, sino también por la sustancia espiritual de los hombres que colaboraron en su desarrollo, por su religión y su raza, su cultura e idioma y por la fuerza viviente de su herencia nacional”.

En otras palabras, que el orden del globo dependerá de un comunitarismo amplio de mundos de la vida fuertes ante toda racionalización sistémica dominante de la techne y el progreso.

Ahora bien, las consecuencias de esta reflexión para la comprensión de los sucesos políticos contemporáneos que nos impelen directamente deberían ser más que evidentes. Tanto si hablamos de los sucesos de Bagua, como de la situación del VRAE o de las relaciones entre el Perú y los demás Estados en los momentos de una aparente carrera armamentista. Una vez que el Estado peruano ha sido invadido por la Sociedad Civil, se pierde paulatinamente el principio del monopolio de la violencia. ONGs, movimientos políticos de naturaleza anarquista con características delictivas, así como partidos de carácter revanchista que estigmatizan al Estado colaboran para la destrucción de cualquier tipo de unidad sustancial o espiritual nacional que debería personalizar nuestro sistema político. Así se termina haciéndole el juego al liberalismo económico y político internacional cuyo resultado no puede ser otro que la crisis mundial.

El ideal de nuestro Estado ha de ser que las formas políticas expresen nuestra herencia cultural y ello no parece haber ocurrido precisamente a lo largo de nuestra república en todo sentido. El desprecio por comunidades andinas o del oriente peruano de parte de un régimen que, por ejemplo, se dedica principalmente a Tratados de Libre Comercio, significa, a la larga, una destrucción física y moral que justificaría una lucha constante contra este sistema. Ello, por supuesto con las salvedades apropiadas: no se justifica ninguna intervención extranjera ni tampoco el terrorismo indiscriminado porque eso precisamente destruye las comunidades que pretendemos defender.

Por otra parte, así como las Convenciones por sí solas no son suficientes para evaluar la justicia en la Guerra, la terquedad en aferrarse a leyes positivas es una ingenuidad jurídica, además de ser un abandono de las experiencias humanas morales que están a la base de cualquier sistema de Derecho. Las relaciones entre personas son más primigenias que las relaciones jurídicas y esto es algo que se ha olvidado tanto en el ámbito internacional como en el ámbito de nuestro país. Asimismo las políticas de la amistad no pueden ser tan ingenuas como para creer que no va a haber conflicto porque nos sometemos a los Tratados

Es en esta línea en que se debe plantear la cuestión de los Derechos. Tan malo es una imposición jurídica de Derechos entendidos en sentido liberal moderno a la manera norteamericana, como el desprecio por la vida y la libertad. Así, la defensa de la comunidad debe verse como defensa de la riqueza cultural, alimentada por la naturaleza material propia. Ni la salvaguarda de un modelo liberal ni la repetición de rebeliones de países vecinos resulta auténtica.

Bagua, el VRAE o lo que se venga en las relaciones internacionales es y será precisamente el resultado de este conflicto irresoluble sintéticamente entre la globalización y la defensa de la comunidad. Así, hemos asistido, y probablemente seguiremos asistiendo, a conflictos sociales con el peligro de que devengan en cosas mayores; y todo es y será el resultado tanto del eterno y dinosáurico paternalismo económico que, no solo está fuera de nuestras fronteras, sino que está dentro y que, incluso, nos gobierna, así como de la marginación y el caos burocrático. Razón que nos lleva a repetir una vez más, junto con las encíclicas sociales de la Iglesia Católica que “No habrá paz sin una verdadera justicia social”.

 

vendredi, 04 février 2011

Alexander Dugin talks about the Conservative Revolution at Moscow State University

Alexander Dugin talks about the Conservative Revolution at Moscow State University

jeudi, 03 février 2011

Alexander Dugin on the failure of Russian philosophy

Alexander Dugin on the failure of Russian philosophy

mardi, 01 février 2011

The Eldritch Evola

The Eldritch Evola

James J. O'Meara

Ex: http://www.counter-currents.com/

And thus, as a closer and still closer intimacy admitted me more unreservedly into the recesses of his spirit, the more bitterly did I perceive the futility of all attempt at cheering a mind from which darkness, as if an inherent positive quality, poured forth upon all objects of the moral and physical universe, in one unceasing radiation of gloom. — E. A. Poe, “The Fall of the House of Usher”

Old Castro remembered bits of hideous legend that paled the speculations of theosophists and made man and the world seem recent and transient indeed. There had been aeons when other Things ruled on the earth, and They had had great cities. Remains of Them, he said the deathless Chinamen had told him, were still be found as Cyclopean stones on islands in the Pacific. They all died vast epochs of time before men came, but there were arts which could revive Them when the stars had come round again to the right positions in the cycle of eternity. — H. P. Lovecraft, “The Call of Cthulhu”

Of such great powers or beings there may be conceivably a survival . . . a survival of a hugely remote period when . . . consciousness was manifested, perhaps, in shapes and forms long since withdrawn before the tide of advancing humanity . . . forms of which poetry and legend alone have caught a flying memory and called them gods, monsters, mythical beings of all sorts and kinds . . . — Algernon Blackwood

A little while ago, I decided to use up more of my enforced leisure by reading Part Two of Baron Evola’s Revolt Against the Modern World, or at least the first few chapters, with an eye towards once and for all getting a straight picture of the various ‘ages’ and ‘races’ that constitute his take on Tradition, filtering Guénon’s model through the more historically oriented work of Wirth and Co. (See Evola’s “My Explorations of Origins and Tradition” in his The Path of Cinnabar.)

Damned if I didn’t start coming all over with fear and dread, and not just in my attic (if I had one), not unlike those that prevented me from reading completely through Guénon’s Reign of Quantity until several false starts over 25 years.

This time I decided to try and analyze what this dread consisted in, and I think I’ve got it:

By the time one reaches the farthest limits of recorded, or even archeologically validated history, the worst has already happened, and there’s nothing you can do about it.

And is this not indeed the theme of “horror” fiction?

Now, I’ve never paid attention to the occasional ‘smart’ comments about Traditionalism as reading like “science fiction,” based largely on supposed borrowing from Theosophy. In fact, I agree with this guy, who makes a modus tollens out of the mockers’ modus ponens:

What is one to do then with a writer of foresight, whose literacy and education remain indubitable, who nevertheless serves up his social and political analysis, however trenchant it is, in the context of an alternate history, the details of which resemble the background of story by Lord Dunsany or Clark Ashton Smith? I am strongly tempted to answer my own question in this way: That perhaps we should begin by reassessing Dunsany and Smith, especially Smith, whose tales of decadent remnant-societies — half-ruined, eroticized, brooding over a shored-up luxuriance, and succumbing to momentary appetite with fatalistic abandon — speak with powerful intuition to our actual circumstances. I do not mean to say, however, that Evola is only metaphorically true, as though his work, like Smith’s, were fiction. I mean that Evola is truly true, on the order of one of Plato’s “True Myths,” no matter how much his truth disconcerts us. — Thomas F. Bertonneau, “Against Nihilism: Julius Evola’s ‘Traditionalist’ Critique of Modernity

I’m ashamed to say I’ve never read more than one C. A. S. story, and that years ago in some Lovecraft Mythos anthology, but I’m more inclined anyway to take this back to the Master himself, Lovecraft. How much does Lovecraft resemble Evola, and moreover, is this superficial, or is there a reason?

The answer may lie here:

The oldest and strongest emotion of mankind is fear, and the oldest and strongest kind of fear is fear of the unknown.– H. P. Lovecraft, “Supernatural Horror in Literature”

In a 1927 letter to Weird Tales editor Farnsworth Wright, Lovecraft writes: “I consider the touch of cosmic outsideness–of dim, shadowy non-terrestrial hints–to be the characteristic feature of my writing.”

Theosophists have guessed at the awesome grandeur of the cosmic cycle wherein our world and human race form transient incidents. They have hinted at strange survivals in terms which would freeze the blood if not masked by a bland optimism. But it is not from them that there came the single glimpse of forbidden eons which chills me when I think of it and maddens me when I dream of it. — H. P. Lovecraft, “The Call of Cthulhu”

Lovecraft takes fear as his theme, and he knows that the greatest fear is inspired not by ghoulies and gore but by the dread of nameless eons. Nameless eons are the stock in trade of Traditionalist cyclical cosmology.

It’s no surprise that today’s Prince of Nihilism gets it:

The human race will disappear. Other races will appear and disappear in turn. The sky will become icy and void, pierced by the feeble light of half-dead stars. Which will also disappear. Everything will disappear. — Michel Houellebecq, H. P. Lovecraft: Against the World, Against Life (1999).

But surely Evola and Co. are not frivolous entertainers, but serious initiates. If Lovecraft seeks to inspire fear, does Evola, and if so, how is that connected to initiation?

We could try this: if Evola inspires new respect for the Lovecraftians, then what if we read Lovecraft as if he were Evola?

It was Alisdair Clarke who called my attention to Polaria: The Gift of the White Stone by W. H. Muller. I’ve never seen more than a couple other references to it (such as this amused and bemused review by one Julianus here) and copies of the barely 200 page paperback seem to have become quite rare, fetching over $200.00 on Amazon.

Muller takes off, with all apparent sincerity, from the preposterous thesis that H. P. Lovecraft “was a Practicing Occultist and that the Lovecraft Circle was a group of High Adepts,” despite overwhelming evidence, found in literally dozens of volumes of letters and innumerable personal reminiscences, to say nothing of S. T. Joshi’s many works, of being a cast-iron materialist of the village atheist ilk. As Julianus says:

The book itself is a Vast Muddle of Mystical Verbiage that draws on Sufism, Theosophy, Rene Guenon, Robert Graves, and others to create a bizarre Syncretic Symbolism from “Phonetic Encodings” in Lovecraft’s work. The Linguistic Fog is comparable only to the work of Kenneth Grant, and it is truly strange that Herr Muller nowhere acknowledges his debt to the Typhonian Titan.

Actually, in its preposterous thesis defended with po-faced sincerity by means of vast scholarship and word and letter mumbo-jumbo, as well as its overall atmosphere of occult doom, I was more put in mind of such works of Ariosophic fascism as Jorg Lanz von Liebenfels’ Theozoology.

Never the less, there are some good bits, relevant to our theme; if Lovecraft‘s tales can be given an initiatic spin, then the connection with Evola becomes clearer:

Lovecraft cloaked his profound esoteric insight in an imagery of horror. . . . Thus it was given a subtle but clear initiatory nature. Many feel attracted by Lovecraft’s forceful imagery, but only a very few know the reason. Only those with a preparedness and already drawn toward the Threshold would be ready to delve into Lovecraft’s work and recover from its depths the eonian Polar message.

Remember, “The oldest and strongest emotion of mankind is fear.”

For Fear read “initiation via experiencing the death of the ego and its world.”

Both ego-less animal existence and man’s ego, which is but matrical sensory cognition, originate in the same Matrix of Dream. This must be transcended. It is Polar insight, the inward-looking way that leads out of this cyclic Matrix. However, the man’s ego, being the man-god, fears mystical dissolution, because it fears its “death”. Only if “death” is realized as illusion by experiencing it mystically in life, [perhaps by reading some 'weird tales'] can essencification and spiritual unity be achieved. The ego fears “death” because it does not know that there is none. ‘Fear’ is the sword the ego wields, yet its iron melts away in the black heat of Wisdom.

In Lovecraft’s stories the elements of decay and death prevail. These are the emotional patterns of one approaching the seventh plane of the Threshold. The transformative Way across the Bridge of Fog, from animal-man to god-man, is painful. Everyone claiming the contrary, is speaking with a Minotaurian voice. [Man-animals? Ruh-roh, here comes that Theozoology again!]

The Way leads through the Tomb of the Individual toward the Emergence of the Entity. The same is applicable to humanity. Saturn is throwing its charnel light toward this planet. But the Pilgrim must know that Saturn is but the Threshold, not the Destination. — W. H. Muller, Polaria, p.113

“The Minotaurian voice that Muller refers to is the voice that asserts the supremacy of the ego. It is the animal-man trapped in the labyrinth of ordinary, uninspired consciousness.” — A. Clarke, “Ego Death, Destiny and Serpents in Germanic Mythology

Both Evola and Lovecraft also drew the same or similar immediate political conclusions, both under the influence of cycles, those of Guénon and Spengler, respectively:

Lovecraft saw cultural decline as a slow process that spans 500 to 1000 years. He sought a system that could overcome the cyclical laws of decay, which was also the motivation of Fascism. Lovecraft believed it was possible to re-establish a new “equilibrium” over the course of 50 to 100 years, stating: “There is no need of worrying about civilization so long as the language and the general art tradition survives.” — Kerry Bolton, “Lovecraft’s Fascism

(For the Fascist theme of regeneration or palingenesis, see Roger Griffin’s Modernism and Fascism, reviewed here by Alisdair Clarke.)

Continuing that somewhat optimistic note, perhaps even ego death may not be so bad; In “Calling Cthulhu,” Erik Davis described the then-nascent cult of pop-Cthulhu, and noted that Lovecraft’s “dread” and “horror” seemed to belong to a 19th century materialist confronting vast new vistas opened up by science, not unlike those opened by drugs; as he describes it in a more recent article on Cthulu porn:

In this tangy bon-bon of nihilistic materialism, Lovecraft anticipates a peculiarly modern experience of dread, one conjured not by irrational fears of the dark but rather by the speculative realism of reason itself, staring into the cosmic void. . . . This terror before the empty and ultimately unknowable universe of scientific materialism is what gives the cosmic edge to the cosmic horror that Lovecraft, more than any other writer, injected into the modern imagination (though props must be given up as well to Arthur Machen, William Hope Hodgson, and, in the closing chapters of The Time Machine at least, H. G. Wells). While many secular people proclaim an almost childlike wonder at the mind-melting prospect of the incomprehensibly vast universe sketched out by astrophysics and bodied forth by doctored Hubble shots, Lovecraft would say that we have not really swallowed the implication of this inhuman immensity—that we have not, in other words, correlated our contents. — Erik Davis, “Cthulhu is not cute!”

By contrast, we in the 20th (now 21st) century have actually come to welcome such derangement of the senses, like teenagers love glue huffing.

This seems discount the value of the fear and terror aspect itself, but it’s more soundly based on the real Lovecraft, cowering in his attic, than the “alchemical master” postulated by Muller.

But maybe the kids do have something to teach us:

For those who need a quick refresher:

Editor’s Note: For more imaginative Lovecraft tributes and parodies, see Under Vhoorl’s Shadow: http://www.3×6.net/vhoorl/

lundi, 31 janvier 2011

Dr. Rolf Kosiek - Mai 68 und die Frankfurter Schule

Dr. Rolf Kosiek

Mai 68 und die Frankfurter Schule

 

El pluralismo moral no implica un relativismo ético

relativitat-escher.jpgEl pluralismo moral no implica un relativismo ético

 

Alberto Buela (*)

 

Siempre recordaré como comenzó su primera lección de Ética en la Universidad de Buenos Aires, hace ya de esto cuarenta años, el entonces joven profesor Ricardo Maliandi, que venía de Alemania de sostener su tesis con Nicolai Hartamann: “Señores, morales hay muchas, ética una, que es la que vamos a estudiar nosotros acá guiados por el sano uso de la razón”.

Es sabido que el mundo fue caracterizado por la modernidad como un universo cuando en realidad el mundo es un pluriverso, pues no es una, sino muchas las versiones y visiones que tenemos de él.  Es que nuestro mundo está compuesto, para beneficio de los hombres, de muchas y variadas culturas. Así, se hablan alrededor de 6900 lenguas aunque el 95% de la población se concentra en unas pocas (mandarín, castellano, inglés, hindi, árabe, portugués [1] y otras pocas).

Está compuesto, además, por varias ecúmenes culturales: la anglosajona, la eslava, la iberoamericana, la arábiga, la europea, la oriental con sus variantes, pero al mismo tiempo infinidad de culturas conviven en ellas. Lo que muestra que el hombre, en general, no forma parte de una sola cultura como pretende el multiculturalismo,  sino que es un ser intercultural. Varias culturas viven en él mismo.

 

Las morales tienen que ver y están vinculadas a los culturas, así la moral anglosajona va a ser diferente de la moral arábiga y la iberoamericana de la oriental, pero además las morales están vinculadas a los credos, y así puede afirmarse, por ejemplo, que existe una moral cristiana, otra judía y otra musulmana.

Las morales son el piso axiológico donde los hombres caen cuando llegan a la existencia, nadie elige nacer donde nació. Nace aquí o allá y listo el pollo. Ellas constituyen el núcleo de la tradición cultural donde nacimos y nos criamos. Y esto viene a explicar la cierta relatividad de las morales que si las alzamos como absolutos nos transformamos de facto en totalitarios. Lo cual no invalida que nosotros para vivir prefiramos una y pospongamos el resto, dado que nadie puede vivir al margen de una tradición cultural.

Se plantea entonces el tema eterno de cómo vivir unos con otros en paz, evitando la guerra, la destrucción y la violencia de unos contra otros.

Quienes se dieron cuenta y nos hicieron dar cuenta de una vez y para siempre fueron los antiguos griegos cuando produjeron el paso del mito al logos e intentaron ordenar la vida de los hombres a través de la polis y las leyes, que ellos definieron como “la razón sin pasión”. Y allí aparece la ética en tanto disciplina racional que intenta dar universalidad a sus proposiciones. Esto quiere decir que ofrece argumentos sobre problemas del obrar, dignos de ser tenidos en cuenta por cualquier persona razonable en cualquier contexto o latitud mundial.

 

De alguna manera la ética sobrevuela las particularidades morales de los hombres para anclarse en aquello que tiene de específico del género humano, en tanto zoon logon ejon (animal que posee razón).

El problema surge cuando los filósofos y pensadores enamorados de la razón calculadora de la racionalidad moderna confunden género humano con humanidad y pretenden escribir una “ética mundial” como intenta desde hace años Hans Küng, o una “ética mínima” como la española Adela Cortina o una “ética de los derechos humanos” como otro ibérico Rubio Carracedo.

Es que la universalidad que busca e intenta la ética, que dicho sea de paso siempre es filosófica, no es por la universalización del hombre en “humanidad”, sino por la validez universal de sus respuestas. Esta es la madre del borrego. Quien resuelva esto resuelve, a su manera se entiende, el problema ético.

Si nosotros pretendemos como los autores citados más arriba escribir una ética mínima para evitar chocar con las múltiples soluciones morales o unos derechos humanos para la humanidad en lugar de para las personas que son las reales existentes, estamos poniendo el carro delante del caballo, pues estamos subordinado la ética a la ideología.

Es decir, buscamos justificar un conjunto de ideas preconcebidas (la paz perpetua, la ciudadanía mundial, etc.) en lugar de explicar los conflictos reales y existentes que plantea a diario y siempre en forma novedosa el obrar humano.

Si la tarea de la ética queda reducida a justificar la ideología del progreso o la de los derechos humanos del neoliberalismo y la socialdemocracia, entonces no hacemos ética, hacemos ideología.

La diferencia entre ambas actitudes se presenta  mínima pero es sustancial, pues cuando la ética pretende hacer una ética, sea mínima, transcultural, de la liberación, del oprimido, de los negocios y tantas otras que se pueden plantear, hace ideología. Mientras que la ética cuando encara los problemas del obrar hace ética sin más. Es que a esta difícil disciplina filosófica se le aplica a ella misma su máxima deontológica: El valor moral de la acción va a las espaldas de la acción. Es decir, no hacemos ética porque nos propongamos hacer ética, sino que hacemos ética cuando hacemos ética.

Los juicios éticos llevan siempre un pretensión de universalidad que si nosotros no la tenemos no estamos haciendo filosofía  sino más bien “filodoxa” o charla de café.

Hay que tener en claro que si bien las morales y la ética se mueven en el mismo dominio como lo es el del obrar humano, al mismo tiempo se manejan en diferentes planos tanto lógicos como gnoseológicos. Las morales se manejan con preceptos la ética con argumentos. Las morales como las creencias nos tienen, decía Ortega, los argumentos los tenemos y los elaboramos nosotros.

Lo que hay que rechazar de una vez y para siempre es el mito ilustrado de la inconmensurabilidad de las culturas. Mito inaugurado por Montaigne, seguido por Herder, luego Spengler y más acá el norteamericano Rorty y los antropólogos multiculturalistas según los cuales cada cultura sería un dominio autónomo de significaciones y una autoidentidad insuperable.

Por el contrario, cada cultura no es un todo clausurado como suponen los relativistas culturales voceros del multiculturalismo que no permite mensurar unas con otras, sino que cada cultura permanece abierta a las otras y en mutua influencia. Además existen criterios objetivos para mensurar una cultura como es la mayor o menor perfección de sus productos culturales. No tiene la misma jerarquía cultural tocar el bombo en una murga que hacerlo en medio de una sinfonía.

Existe, por otra parte, un criterio intrínseco de jerarquía cultural que está vinculado a la expresión de la parte más elevada del hombre como lo es la vida del espíritu, que siempre es superior a la del dominio de lo agradable o de lo útil.

Hay que tener en cuenta que una cultura no es superior a otra in totum  sino solo en aquellos aspectos en que ella florece,[2] cuando desarrolla en plenitud los productos y características que le pertenecen.

 

En cuanto a la ética en sí misma, ésta  plantea tres problemas fundamentales: el problema del bien y la naturaleza de lo bueno, el del deber y la naturaleza de las normas y el de las virtudes o excelencias que nos llevan al logro del bien y a la realización de lo debido. Así las virtudes van a formar el carácter del hombre que como decía Heráclito: el hombre es su carácter=ethos anthropos daimon. El ejercicio de la norma funda la autoridad, donde el hombre muestra que “sabe y puede”, y el bien como  aquello que todo hombre apetece de suyo y por sí mismo y entendido universalmente como felicidad.

Y acá no existe relativismo ético. Se pueden, eso sí, tener destintas opiniones al respecto, pero eso no implica ningún relativismo ético sino mas bien respuestas diferentes. Es por ello que la ética se puede caracterizar como aquella disciplina filosófica que intenta resolver los problemas atingentes al obrar humano con la pretensión de universalidad pero sin proponer recetas universales.

 

Los argumentos de los relativistas éticos se reducen a tres: 1) que la verdad ética no es objetiva sino socio-cultural. 2) que los argumentos éticos no tienen el rigor de los lógicos- científicos y 3) que toda ética es una ética de situación y por lo tanto no puede universalizarse.

Al primero de los argumentos respondemos que el bien como felicidad por todos apetecida no depende de las condiciones socio-culturales sino de la naturaleza misma del hombre. Sobre el segundo ya afirmó Aristóteles hace ya 2500 años que no puede exigírsele a la ética el mismo rigor que a la matemática, pues ésta trata sobre lo necesario y aquella sobre lo verosímil. Y sobre el tercero de los argumentos respondemos, que la ética de la situación, en Iberoamérica encarnada por la filosofía de la liberación, no invalida la pretensión de universalidad de la ética sino que solo limita su alcance. En realidad la ética situacionista esconde un gran simulacro pues disimula en la limitación de la ética a tal o cual situación, su pretensión de universalidad: que todo es relativo.

Es que la pretensión de universalidad de la ética despierta enseguida la necesidad y la mirada sobre lo local, sobre las circunstancias, que es quien presenta el problema al filósofo

En definitiva, todo este difícil planteo entre la relación de particularidad –universalidad, identidad –uniformidad, unidad y diversidad, requiere el empleo de la categoría metafísica de participación, la sola que nos permite encontrar una explicación filosófica con fundamento in re.

 

 

(*) alberto.buela@gmail.com – filósofo, mejor arkegueta, eterno comenzante.

UTN (Universidad Tecnológica Nacional)

CeeS (Centro de estudios estratégicos suramericanos)

Casilla 3198

(1000) Buenos Aires

 



[1] Lenguas habladas por más de 200 millones de personas

[2] El filósofo escocés Alasdair MacIntayre desarrolla el concepto de florecimiento( flourishing) en su libro Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona, 1999

vendredi, 21 janvier 2011

Ivan Illich, critique de la modernité industrielle

Ivan Illich, critique de la modernité industrielle

par Frédéric Dufoing

(Infréquentables, 11)

Ex: http://stalker.hautetfort.com/

Illich.jpgNé à Vienne en 1926, d’un père dalmate et d’une mère d’origine juive, et mort en toute discrétion en 2002 après avoir vécu entre les États-Unis, l’Allemagne et l’Amérique du sud; prêtre anticlérical, médiéviste joyeusement apatride, érudit étourdissant, sorte d’Épicure gyrovague, polyglotte, curieux, passionné, insaisissable, et touche-à-tout; critique radical, en pensée comme en acte, de la modernité industrielle, héritier de Bernard Charbonneau et de Jacques Ellul, inspirateur d’intellectuels comme Jean-Pierre Dupuy, Mike Singleton, Serge Latouche, Alain Caillé, André Gorz, Jean Robert ou encore des mouvements écologistes, décroissantistes et post-développementistes; hélas aussi figure de proue d’une certaine intelligentsia des années soixante qui ne feuilleta, en général, que Une Société sans école et ne retint de son travail que ce qui pouvait servir ses mauvaises humeurs adolescentes puis, plus tard, ses bonnes recettes libertariennes, Ivan Illich est sans conteste l’un des penseurs les plus originaux, les plus complets, les plus lucides ainsi que les plus mal lus du XXe siècle.
Il est surtout le plus dangereux. Car, de tous ceux qui critiquèrent la modernité – et en particulier la modernité industrielle – dans ses principes, et non pas dans ses seuls accidents, il est le seul qui, d’une part, se refusa d’étreindre les mythes décadentistes ou millénaristes pour éviter les mythes progressistes, et, d’autre part, attaqua la modernité sur deux fronts à la fois, l’un intérieur, décrivant, dénonçant, à la suite d’Ellul (mais dans une perspective plus laïque), les apories et absurdités de la modernité industrielle eu égard à ses propres fondements, l’autre extérieur, réintroduisant, par une réflexion sur la logique malsaine du développement, l’Autre dans la pensée occidentale. L’Autre. Non pas celui du module des ressources humaines de l’anthropologie coloniale ou post-coloniale; non pas cette machine à feed back obséquieux que lutinent les coopérants; non pas ce pion arithmétique, ce nu empantalonné dans ses besoins décrit dans les Droits de l’Homme; non pas ce miroir de marâtre dont la rationalité occidentale ne peut se passer depuis son avènement, mais cet inconnu familier, celui qui n’est pas nécessairement compréhensible mais qui est de toute façon, en soi, respectable – et a quelque chose à nous dire pourvu que l’on se taise et que l’on s’émerveille.

 
Mais il est une autre raison pour laquelle la pensée d’Illich est dangereuse : elle est humaniste. Non pas dans le sens où elle s’inscrirait dans le travail des auteurs de la Renaissance qui coupèrent l’Europe de ses racines méditerranéennes et la raison du raisonnable, plongèrent l’homme dans l’Homme, dans sa volonté de puissance et, derechef, dans le désir d’absence de limites, et qui enfin permirent tout ce que la modernité industrielle assume, accroît et assouvit au mépris de la personne comme de l’espèce humaine. C’est précisément contre cette logique que travaille la pensée du médiéviste, c’est à son fondement qu’elle s’attaque puisqu’il s’agit de rechercher et de défendre une humanité qui, au nom de la volonté de puissance, a perdu son identité avec sa liberté, se retrouve sans volonté, prisonnière de la puissance, d’une Raison ivre d’elle-même, d’organisations, de techniques qui la dépassent et dont elle n’est plus que l’outil, la marionnette – débile, idiote – de besoins, de désirs, se traînant de guichets en caisses enregistreuses en passant par l’habitacle de son automobile. Bien sûr, comme on l’a dit, on retrouve ici les intuitions et les analyses de Bernard Charbonneau (la critique de la totalisation sociale qu’amène la Grande Mue, c’est-à-dire le changement de paradigme sociétal qu’est l’industrialisation), de Jacques Ellul (l’analyse de la Technique et de la soumission des fins aux moyens, de toute considération à l’efficacité) et de nombreux auteurs du personnalisme des années trente, effrayés aussi bien par le totalitarisme que par le libéralisme; on retrouve de même des intuitions bernanosiennes (la modernité menace l’intimité spirituelle de l’individu), luddites (le refus de la religion technologique), peut-être aussi, quoique dans une moindre mesure, bergsoniennes. Mais, indéniablement, par son ouverture à un optique relativiste, sa finesse d’analyse et – ce qui peut sembler paradoxal – son souhait de rester pragmatique, de s’inscrire dans le concret, la pensée d’Illich est à la fois plus précise et plus fertile.
Nous nous proposons dans ce trop bref article de faire découvrir l’œuvre d’Illich. Autant préciser avec humilité qu’exposer une pensée si complexe, c’est bien évidemment la trahir et que, la plupart des grandes oeuvres étant victimes des vulgates, nous nous efforcerons de n’endommager celle d’Illich que par esprit de synthèse. Nous procéderons pour ainsi dire chronologiquement en exposant d’abord le travail le plus ancien – et le plus mal interprété – d’Illich, qui traite de la contre-productivité des institutions de la modernité industrielle, puis le travail de critique de la logique de développement de la société moderne.
Les plus pamphlétaires des essais d’Illich sont bien connus, mais fort mal lus; il s’agit de Une société sans école, Énergie et équité, La Convivialité et Némésis médicale. L’expropriation de la santé; il y élabore sa vision des seuils – aporétiques – de contre-productivité de quelques-unes des institutions de la modernité industrialisée. Il postule en effet que ces institutions, une fois arrivées à un certain niveau de développement, fonctionnent contre les objectifs qu’elles sont censées servir : l’école rend stupide, la vitesse ralentit, l’hôpital rend malade.


Illich2.jpgDans le premier, Une société sans école, Illich montre que l’école, comme institution, et «l’éducation» professionnalisée, comme logique de sociabilisation, non seulement nuisent à l’apprentissage et à la curiosité intellectuelle, mais surtout ont pour fonction véritable d’inscrire dans l’imaginaire collectif des valeurs qui justifient et légitiment les stratifications sociales en même temps qu’elles les font. Il ne s’agit pas seulement, à l’instar du travail de gauche «classique» de Bourdieu et Passeron, de montrer que l’école reproduit les inégalités sociales, donc qu’elle met en porte-à-faux, stigmatise et exclut les classes sociales défavorisées dont elle est censée favoriser l’ascension sociale, mais de démontrer que l’idée même de cette possibilité ou de cette nécessité d’ascension sociale par la scolarité permet, crée ces inégalités en opérant comme un indicateur d’infériorité sociale. Par ailleurs, l’école et les organismes d’éducation professionnels agissent en se substituant à toute une série d’organes d’éducation propres à la société civile ou aux familles, délégitimant les apprentissages qu’ils procurent. Elle est donc un moyen de contrôle social et non pas de libération des déterminations sociales. Les normes de l’éducation et du savoir, la légitimité de ce que l’on sait faire et de ce que l’on comprend se mettent donc à dépendre d’un programme et d’un jugement mécanique qui forment aussi un écran entre l’individu et sa propre survie ou sa propre valeur. Ce programme est celui de l’axe production/consommation sur lequel se fonde la modernité industrielle. «L’école est un rite initiatique qui fait entrer le néophyte dans la course sacrée à la consommation, c’est aussi un rite propitiatoire où les prêtres de l’alma mater sont les médiateurs entre les fidèles et les divinités de la puissance et du privilège. C’est enfin un rituel d’expiation qui ordonne de sacrifier les laissés-pour-compte, de les marquer au fer, de faire d’eux les boucs émissaires du sous-développement» (1).


Dans Énergie et équité, Illich procède à l’une de ses analyses les plus fécondes de la contre-productivité des institutions industrielles, en l’occurrence, celle des transports, autrement dit de la vitesse. En un mot comme en cent, une fois passé un certain seuil de puissance (évalué à 25 km/h), les outils usités pour se déplacer allongent les déplacements et font perdre du temps. En effet, à partir du moment où existent des instruments de déplacement puissants et généralisés (la voiture, par exemple), l’organisation des déplacements et des lieux de vie (ou de travail) va être absorbée par les exigences de ces instruments : les routes vont développer les distances comme la nécessité de les parcourir; les autres formes de mobilité vont disparaître; les exigences liées au temps et aux déplacements vont se resserrer. D’autre part, l’utilisation de ces instruments, rendue obligatoire par les changements du milieu qu’elle exige, dévore en heures de travail le temps soi-disant gagné par le «gain» de vitesse, si bien que si l’on soustrait au temps moyen gagné par la vitesse de la voiture les heures passées au travail pour payer cette même voiture, on roule à une vitesse située entre six et douze km/h – la vitesse de la marche à pied ou du vélo. Autrement dit, plus d’un tiers du temps de travail salarié est consacré à payer l’automobile qui permet, pour l’essentiel… de se rendre au travail ! De fait, l’utilisation de ces outils, et la dépense énorme d’énergie qu’elle demande, engendrent une perte de liberté, non seulement dans la capacité de se déplacer – puisque le monopole de l’automobile amène les embouteillages ou l’impossibilité de se déplacer autrement, et orientent les déplacements (les lieux où l’on se rend sont des lieux joignables par la route, donc tout le monde se rend dans les mêmes lieux d’un espace rendu homogène) – mais aussi enchaîne l’individu au salariat, lui dévore son temps. L’automobile ne répond pas à des besoins, elle crée des contraintes. Pire, elle crée de la distance puisque, chacun étant supposé (et donc obligé de) disposer d’une automobile, les lieux et le mode de vie vont être organisés selon les possibilités offertes par l’automobile : les lieux vont à la fois s’éloigner et s’homogénéiser puisqu’il faudra désormais ne se rendre que là où l’automobile le permet. On a là un excellent exemple de la logique technicienne, sur laquelle nous reviendrons avec Ellul et Anders, mais aussi de la mécanique moderne toute entière.
De plus, quoique Illich n’en traite que très peu, on pourrait aussi continuer son raisonnement en montrant les problèmes globaux induits par la généralisation de l’automobile : pollution et désordre climatique, problèmes de santé dus à cette pollution et au manque d’effort physique, stress, guerres énergétiques, etc.
Fondamentalement, l’automobile manifeste un déséquilibre, une démesure, une disproportion sur laquelle Illich revient dans toute son œuvre, et en particulier dans La Convivialité : la disproportion entre les sens, le corps (ici, l’énergie métabolique) et la technique (ici, l’énergie mécanique), laquelle engendre une forme de déréalisation quant à la relation au monde et à ses propres besoins. En effet, le point de vue d’Illich (comme d’ailleurs celui d’Ellul) est celui d’un chrétien fondant son appréhension de l’action humaine sur l’incarnation christique. Comme l’indique Daniel Cérézuelle, pour Illich, «la modernité progresse en procédant à une désincarnation croissante de l’existence et c’est pour cela qu’il en résulte une dépersonnalisation croissante de la vie et une perte croissante de maîtrise sur notre vie quotidienne, donc de liberté» (2). Les techniques et institutions modernes instaurent un rapport biaisé aux sens et au corps; elles brisent le lien intime entre le vécu physique, sensitif, charnel et les constructions de l’esprit; elles forment, comme aurait dit Bergson, une croûte entre l’homme et son milieu.

On le voit, au-delà de ce questionnement purement rationnel, voire économiste, pointent déjà des questionnements d’ordre moral, culturel et symbolique beaucoup plus vastes : ce sont bien quelques-unes des croyances fondamentales de la modernité industrielle (une certaine relation au temps (3), le salariat opposé à l’autonomie, etc.) qu’Illich remet en cause. Son exigence de proportionnalité est une exigence de limites. Il s’agit de montrer que, lorsque la volonté humaine perd cette considération des limites, ou ces limites elles-mêmes, elle s’annihile : la volonté n’est possible que dans le cadre de ces limites; si elles les combat ou en sort, elle se désagrège.

La Convivialité est sans conteste l’un des ouvrages les plus précieux du XXe siècle. Illich y intègre et y synthétise la critique du mode de production et de vie industriel, ses constats sur les seuils de contre-productivité des institutions modernes et ses valeurs relatives à l’autonomie individuelle comme « communautaire ». Il démontre que, collectivement, à l’échelle d’une société, non seulement les outils et institutions modernes se retournent contre leurs objectifs, les moyens contre les fins, les hommes perdant alors la maîtrise de leur destin, mais que de surcroît, une fois ces seuils passés, les hommes sacrifient leur autonomie à une mécanique qui les subsume, fonctionne presque sans eux, contre eux et qu’ils passent alors à côté de l’essentiel, ce qui a fait la vie de l’homme depuis l’aube de l’humanité. Concrètement, la modernité industrielle transforme la pauvreté en misère, l’esclave des hommes en esclave des machines, c’est-à-dire détruit en un même mouvement les capacités de survie en toute autonomie et rend dépendant (dans le sens d’une véritable «toxicomanie axiologique») d’un système incontrôlé, agissant au-delà des valeurs qui sont censées le fonder et sur lequel l’individu n’a aucun poids. Dans La Convivialité, Illich écrit : «Lorsqu’une activité outillée dépasse un seuil défini par l’échelle ad hoc, elle se retourne d’abord contre sa fin, puis menace de destruction le corps social tout entier» (4). Et il ajoute : «Il nous faut reconnaître l’existence d’échelles et de limites naturelles. L’équilibre de la vie se déploie dans plusieurs dimensions; fragile et complexe, il ne transgresse pas certaines bornes. Il y a des seuils à ne pas franchir. Il nous faut reconnaître que l’esclavage humain n’a pas été aboli par la machine, mais il en a reçu une figure nouvelle. Car, passé un certain seuil, l’outil, de serviteur, devient despote» (5).

Dans une perspective cette fois plus historique et plus exégétique qu’économique, Illich se penche, dans la deuxième partie de son œuvre, sur une logique qui transcende celle de l’État comme celle du marché, et qui place derechef sa pensée en amont des logiques et mythes libéraux ou socialistes : la construction moderne de la notion de besoin – au travers du processus de professionnalisation – et l’annihilation du vernaculaire, c’est-à-dire d’un ensemble de valeurs et de pratiques qui, malgré les problèmes qu’elles pouvaient poser, avaient au moins le mérite, d’une part, de préserver un relatif contrôle des individus sur leur propre destin – en les ancrant dans certaines limites – et, d’autre part, d’empêcher la sociabilité et les sociétés humaines de glisser hors de ce à quoi elles sont vouées. Analysant tour à tour le rapport à la langue et au texte (Du Lisible au visible : la naissance du texte), le rôle de la femme (Le Genre vernaculaire), le travail domestique opposé au travail salarié (Le Travail fantôme), la professionnalisation des tâches (Le Chômage créateur), le développement (Dans le miroir du passé), les sens (H2O ou les eaux de l’oubli), Illich déconstruit l’imaginaire moderne du développement et du progrès. Il décrit par quels processus historiques les modernes se sont peu à peu trouvés dépossédés de leur travail, de leur genre, de leur langue et, au fond, de leurs identité et désirs propres; comment la langue maternelle s’est trouvée normalisée, donc les gens expulsés de leurs mots, du sens; comment les genres ont disparu au profit des sexes; corrélativement, comment les femmes se sont trouvées enfermées dans une logique où, suite au processus de professionnalisation moderne, elles ont été privées des domaines qui leur étaient spécifiques et ont été pour ainsi dire rabattues sur un travail domestique devenu impraticable et dévalorisé puis sur un travail salarié où leur sont refusés à la fois le respect et une identité propre; comment l’étranger, l’Autre, est devenu un être défini par ses manques relatifs aux canons occidentaux, un sous-développé; comment le travail, les activités vernaculaires ont été absorbées par la division professionnelle du travail et le salariat; comment, enfin, les modernes ont vu leurs sens, leur aperception du réel appauvris autant qu’homogénéisés...
Mais revenons un instant sur les notions de besoin et de vernaculaire. En 1988, Illich publiait un texte court et dense intitulé L’Histoire des besoins (6). Pour lui, cette notion de besoin – qui correspond à une véritable addiction (7) – est intrinsèquement liée à l’idéologie du progrès, suivie, après la Seconde Guerre mondiale, par celle du développement. Naturalisée, devenue une évidence que personne ne songe à remettre en cause tant elle est liée à un imaginaire d’épanouissement, de bien-être ritualisé au travers des mécanismes de la consommation; opposée à des mythes (ceux mettant en scène des sociétés ou des périodes historiques de pénurie systématique et endémique, comme, pour les Lumières, le Moyen Âge ou, pour l’évolutionnisme colonial, les sociétés dites «primitives»), la notion de besoin nous habite au point d’être sans cesse invoquée et de faire l’objet de toutes les attentions politiques des États-nations comme des organismes internationaux, en particulier ceux créés durant l’après-Seconde Guerre mondiale. Illich montre que cette notion est implicitement liée à un processus de professionnalisation et que, surtout : «les nécessités appellent la soumission, les besoins la satisfaction. Les besoins tentent de nier la nécessité d’accepter l’inévitable distance entre le désir et la réalité et ne renvoient pas davantage à l’espoir que les désirs se réalisent» (8). Autrement dit, alors que la notion de nécessité renvoie non seulement à ce qui est essentiel à la survie mais aussi à ce qui est possible dans les limites des situations, des moyens dont on dispose ou du milieu où l’on se trouve, donc du réel, et implique une certaine humilité dans les désirs, la notion de besoin contient intrinsèquement un refus de la réalité, c’est-à-dire un refus de la finitude, des limites, de l’homme comme de la planète sur laquelle il vit. Pour les progressistes de la société industrielle, l’individu abstrait des Droits de l’Homme, unité nue, indéterminée, permettant l’arithmétique contractualiste des droits et des intérêts, est devenu, après la Seconde Guerre mondiale et le lancement du programme développementiste par le président Truman, un être de besoins, entièrement illimité par ses besoins et, de fait, ses manques. «Le phénomène humain ne se définit donc plus par ce que nous sommes, ce que nous faisons, ce que nous prenons ou rêvons, ni par les mythes que nous pouvons nous produire en nous extrayant de la rareté, mais par la mesure de ce dont nous manquons et, donc, dont nous avons besoin» (9). La vieille théorie évolutionniste peut ainsi être recyclée en une typologie, en une nouvelle hiérarchie, qui ne sera plus celle des races ou des cultures selon des traits moraux et esthétiques directs, mais du pouvoir – facilement quantifiable par les indicateurs économiques et statistiques – de satisfaction et, surtout, de détermination de ces besoins. Car qui détermine les besoins élabore les critères de jugement et de classement, donc de légitimation morale. Ici entre en scène le processus de professionnalisation, c’est-à-dire de perte d’autonomie (la capacité de faire les choses par soi-même sans passer par des institutions, des corps intermédiaires ou des normes artificielles et homogénéisantes) et d’autarcie (perte des communaux et de l’environnement permettant la survie) : déterminés, prescrits par des experts, des technocrates, c’est-à-dire, par une aristocratie prométhéenne, légitimée par ses démonstrations de puissance, son efficience dans le grand spectacle et les rites techniciens, les besoins sont sans fin et répondent de manière exponentielle à la logique induite par leur propre création.
Le processus moderne est, dans sa phase industrialiste, et par le fait d’un monopole (qui n’est pas seulement celui de la force) d’institutions comme l’État, l’école, etc., une opération de destruction idéologique – en termes de légitimité mais aussi de possibilité légale d’action concrète – de ce que les gens apprennent, savent et savent faire par eux-mêmes et pour eux-mêmes. Concrètement, si quiconque veut modifier sa maison, il doit demander l’autorisation administrative à un organe bureaucratique, un plan à un architecte et acheter du matériel autorisé et normalisé chez un revendeur agréé. Il n’a plus ni le temps (son emploi salarié le lui vole), ni les capacités (il ne l’a plus appris de ses parents ou de sa communauté), ni la permission légale (l’État seul permet) de faire quoi que ce soit par lui-même. Il est obligé d’utiliser, de consommer les services obligatoires qu’offre la société moderne, par exemple, le marché (et sa logique) ou l’école pour devenir architecte ou ingénieur et apprendre comment on fait une maison, selon quels critères et quels besoins on la fait, comment on bricole, etc. Or ces services répondent ou sont censés répondre à des besoins pour la plupart artificiels et qui n’ont pour objectifs que de susciter d’autres besoins. On entre alors dans la logique du développement : «Fondamentalement, le développement implique le remplacement de compétences généralisées et d’activités de subsistance par l’emploi et la consommation de marchandises; il implique le monopole du travail rémunéré par rapport à toutes les autres formes de travail; enfin, il implique une réorganisation de l’environnement telle que l’espace, le temps, les ressources et les projets sont orientés vers la production et la consommation, tandis que les activités créatrices de valeurs d’usage, qui satisfont directement les besoins, stagnent et disparaissent» (10). Autrement dit, ce qui a constitué l’essentiel de la vie des hommes depuis leur apparition disparaît ou ne subsiste que sous une forme fantôme – terme qui montre une véritable inversion, voire une perversion culturelle puisque ce qui est le vivant même prend le visage de la mort.

On le voit, le développement est une mécanique de destruction doublée d’une mécanique de soumission; on y perd ce que l’on est en faveur d’une illusion de ce que l’on pourrait avoir. Les populations soumises à la logique du développement perdent ce que François Partant appelle les conditions de leur propre reproduction sociale (11). Elle est un énorme processus d’acculturation, non seulement de ceux qui la subissent, mais aussi de ceux qui la promeuvent. Elle détruit les cultures autant que les environnements à partir desquels elles s’étaient fondées, amenant une sorte de «nature artificielle», technicisée. «Le développement économique signifie également qu’au bout d’un moment il faut que les gens achètent la marchandise, parce que les conditions qui leur permettaient de vivre sans elle ont disparu de leur environnement social, physique ou culturel» (12). Le développement crée donc une dépendance aux institutions d’État, au marché, au salariat et aux technocrates; il rend impossibles mais aussi – ce qui est pire – inconcevables les activités de subsistance et d’échange (matériels et spirituels) autonomes liées à l’existence de communaux (13) et de traditions, de cultures locales transmises sans «intermédiaires artificiels», répondant aux nécessités directes d’individus intégrés dans un milieu donné. Ces activités, Illich les appelle vernaculaires. Dans la mesure où le développement «est un programme guidé par une conception écologiquement irréalisable du contrôle de l’homme sur la nature, et par une tentative anthropologiquement perverse de remplacer le terrain culturel, avec ses accidents heureux ou malheureux, par un milieu stérile où officient des professionnels» (14), il nuit à l’ensemble de l’humanité et, d’abord, aux plus faibles. En effet, ils sont les premiers à payer une telle logique, dans la mesure où ils se voient enlever les capacités de survie en faveur d’une intégration dans un système économique aux délices duquel ils n’auront jamais accès; ainsi la pauvreté devient-elle misère et la perte d’autonomie perte d’autarcie. En plus d’être globalement et par nature néfaste, le développement est donc aussi inéquitable, tant socialement que vis-à-vis des femmes.
Sous sa forme industrielle, la modernité est à la fois aporétique et déréalisante. Aporétique car, sous prétexte de libérer l’individu et l’humanité toute entière des contraintes de la nature, de la tradition, de la mort, de Dieu ou du hasard, voire du principe même de l’existence de limites, elle les vend, les voue et les soumet à la volonté de puissance, à la domination des moyens sur les fins, les amenant de ce fait à organiser confortablement leur propre destruction. Déréalisante car ce quelle permet, ce n’est pas un contrôle de l’homme sur son milieu, ou de l’individu sur la société dans laquelle il vit, en somme l’émancipation sous la forme de la fin (d’ailleurs fantasmée) des limites et des contraintes, mais bien la création d’un milieu artificiel, d’un laboratoire, d’un réel artefact clinique, isolé du monde et de l’Autre; un réel artefact qui emprisonne l’individu, détruit sa sociabilité comme son intériorité, le transforme en un objet, un automate seulement disponible, mobilisable. La puissance, dit Illich à la suite d’Épicure, tue la liberté; c’est pourquoi il faut y renoncer.

Notes
(1) Ivan Illich, Œuvres complètes, volume1 (Fayard, 2004), p. 263.
(2) D. Cerezuelle, De l’exigence d’incarnation à la critique de la technique chez Jacques Ellul, Bernard Charbonneau et Ivan Illich, in P. Troude-Chastenet (sous la direction de), Jacques Ellul. Penseur sans frontière (L’Esprit du Temps, 2005), p. 239.
(3) On se référera aussi au fameux Traité du sablier d’Ernst Jünger.
(4) I. Illich, Œuvres complètes, volume1, op. cit., pp. 454-455.
(5) Ibid., p. 456.
(6) I. Illich, L’Histoire des besoins, in La Perte des sens (Favard, 2003), pp. 71-105.
(7) Ibid., p.75.
(8) Ibid., id.
(9) Ibid., p.78.
(10) I. Illich, Le Travail fantôme, in Œuvres complètes, volume 2, op. cit., p. 107.
(11) F. Partant, La Fin du développement. Naissance d’une alternative ? (Saint-Amant-Montrond, Babel, 1997).
(12) I. Illich, Le Travail fantôme, op. cit., p. 96.
(13) Le terme provient des analyses de Karl Polanyi; il désigne, en résumé, les ressources, les lieux et les activités de survie qui ne relèvent ni de l’État ni du marché. Pour plus de précision à ce propos, voir K. Polanyi, La Grande Transformation. Aux origines politiques et économiques de notre temps (Gallimard, coll. NRF, 1998).
(14) I. Illich, Le Travail fantôme, op. cit., p. 113. Dans les sociétés où le vernaculaire dominerait, «l’individu qui a choisi son indépendance et son horizon tire de ce qu’il a fait et fabrique pour son usage immédiat plus de satisfaction que ne lui en procureraient les produits fournis par des esclaves ou des machines. C’est là un type de programme culturel nécessairement modeste. Les gens vont aussi loin qu’ils le peuvent dans la voie de l’autosubsistance, produisant au mieux de leur capacité, échangeant leur excédent avec leurs voisins, se passant, dans toute la mesure du possible, des produits du travail salarié», p. 103.

L’auteur
Frédéric Dufoing est né en 1973 à Liège, en Belgique. Philosophe et politologue de formation, il dirige, avec Frédéric Saenen, la revue Jibrile et a publié de nombreux articles, entretiens (avec Philippe Muray, Serge Latouche, Jacques Vergès, etc.), pamphlets, critiques et chroniques concernant – notamment – l'éthique des techniques, la pensée d'Ivan Illich et celle de Jacques Ellul. Il prépare actuellement un ouvrage consacré à l'écologisme radical.

jeudi, 20 janvier 2011

De la postmodernité en Amérique

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De la postmodernité en Amérique

par Georges FELTIN-TRACOL

En 1835, après un long séjour aux États-Unis où il avait l’intention d’étudier le système carcéral, Alexis de Tocqueville accéda vite à la gloire littéraire avec son essai sur De la démocratie en Amérique. Dans une remarquable biographie intellectuelle qui lui est consacré, Lucien Jaume propose l’hypothèse que Tocqueville regarde en creux la France de son époque (1).

Ancien dissident anticommuniste du temps de la Yougoslavie, réfugié politique aux États-Unis dont il a acquis la citoyenneté, ex-diplomate de la jeune Croatie indépendante et penseur anticonformiste reconnu, Tomislav Sunic publie enfin en français son Homo americanus. Saluons la belle traduction de Claude Martin et l’excellente initiative des courageuses éditions Akribeia de faire paraître cet ouvrage.

Rédigé directement en anglais et sorti en 2007, Homo americanus pourrait s’adresser en premier lieu aux Étatsuniens (2). Néanmoins, du fait de l’expansion planétaire de l’American way of life, voire aux nouveaux États développés, son propos concerne aussi les autres peuples dont les Européens.

La problématique postmoderne

Tomislav Sunic scrute la société étatsunienne en prise avec la postmodernité. Toutefois, le concept conserve une grande ambiguïté. « Dans un monde en mutation, un nouveau mot est entré dans l’usage à la fin du XXe siècle, celui de “ postmodernité ”. Ce mot imprécis, mais aussi quelque peu snob, est de plus en plus utilisé pour décrire l’Amérique et l’américanisme (pp. 59 – 60). » L’auteur donne au terme une réelle connotation négative. Il reconnaît que « la postmodernité est à la fois une rupture avec la modernité et son prolongement logique dans une forme hypertrophiée (p. 226) ». Il ajoute aussitôt que « la postmodernité est l’hypermodernité, dans la mesure où les moyens de communication rendent méconnaissables et disproportionnés les signes politiques (p. 227) ».

Il est évident que la notion de postmodernité garde une forte polysémie. Tomislav Sunic paraît ici très (trop ?) influencé par l’œuvre « chirurgicale » et « aseptisée » de Jean Baudrillard. Il semble en revanche totalement méconnaître les écrits de Michel Maffesoli qui envisage le fait postmoderne avec une sympathie certaine (3). Maffesoli juge la Post-Modernité dionysiaque, fluctuante, erratique et orgiaque, nullement clinique et glacée !

Pour notre part, au risque de verser dans la tautologie, osons distinguer la Post-Modernité en gestation qui peut se concevoir comme une remise en cause radicale du discours moderne anthropocentrique, y compris dans la présente phase tardive, d’un postmodernisme  relevant d’un masque grossier d’une néo-modernité, d’une hyper-modernité ou d’une ultra-modernité au déchaînement titanesque. Cette dernière modernité porte à son paroxysme, à son incandescence, des valeurs subversives à l’œuvre depuis l’ère des Lumières au moins. Si la Post-Modernité s’ouvre à des Figures archétypales incarnées par Dionysos, Apollon, Faust ou Hercule à la rigueur, le postmodernisme demeure, lui, foncièrement attaché à Prométhée et correspond pleinement à l’ethos d’Homo americanus tant il est vrai que « le langage postmoderne ne s’est pas écarté d’un pouce des dogmes inébranlables des Lumières, c’est-à-dire de sa croyance à l’égalitarisme et au progrès économique illimité. On peut donc affirmer que la postmodernité est un oxymore historique, un mot à la mode qui dissimule habilement le mensonge intellectuel (p. 221) ». Une postmodernité négative irradie donc les États-Unis. « Au début de la postmodernité, à la fin du XXe siècle, le conformisme américain s’est révélé être la structure sociale idéale pour assurer le fonctionnement parfait d’une société hautement industrialisée. Les partisans européens de la société traditionnelle et organique, aussi connus sous le nom de traditionalistes, nationalistes, conservateurs révolutionnaires nationaux, etc., nous prévient Sunic, devraient donc réfléchir à deux fois avant de reprocher à l’Amérique de constituer une menace pour la mémoire historique. Dans un système postmoderne mondial qui repose sur le satellite et les réseaux à fibre optique et sur une mentalité numérique en mutation rapide, l’ancien discours conservateur européen doit être réexaminé. C’est précisément le sentiment de conformisme social qui donna aux Américains cette grande aptitude au travail en équipe et à la solidarité fonctionnelle qui ne se rencontre pas en Europe et qui, cependant, est indispensable au bon fonctionnement d’un système postmoderne (p. 45). » La Post-Modernité est une invitation aux rectifications salutaires…

En fin observateur des sociétés développées et mettant à profit son expérience d’avoir grandi dans une société communiste titiste, Tomislav Sunic n’hésite pas à se référer aux écrits d’un autre Européen, fuyant lui aussi le communisme, et qui se montra toujours dubitatif face à la société qui l’avait accueilli, le Hongrois Thomas Molnar, auteur d’un prodigieux livre sur L’Américanologie (4). Il « espère […] que ce livre sera une bonne introduction pour de futures études de l’américanisme (p. 9) ».

Qu’est-ce que l’américanisme ?

Afin correctement saisir l’objet de sa recherche, Tomislav Sunic utilise les expressions d’américanisme et d’Homo americanus. Clin d’œil complice à Homo sovieticus forgé par le dissident soviétique Alexandre Zinoviev, il sait que « le néologisme à l’étymologie latine Homo americanus peut désigner de façon péjorative l’Américain et son mode de vie (p. 41) ». Mais qu’entend-il par américanisme ? Ce mot « a un sens légèrement péjoratif et est plus souvent utilisé en Europe qu’en Amérique du Nord. En général, le mot   “ américanisme ” désigne un ensemble de croyances quotidiennes et de modes de vie ainsi que le langage américain – qui tous pourraient être décrits comme des éléments de l’idéologie américaine (p. 41) ». Il ose employer le terme d’idéologie pour mieux expliquer les mécanismes étatsuniens, n’en déplaise à tous les libéraux et autres américanomanes et américanolâtres qui y voient une forme de Paradis terrestre.

Oui, « l’américanisme est un système idéologique fondé sur une vérité unique; un système décrit dans l’Ancien Testament et dans lequel l’ennemi doit être assimilé au mal – un ennemi qui, en conséquence, doit être exterminé physiquement. Bref, l’universalisme judéo-chrétien pratiqué en Amérique dans ses divers dérivés multiculturels et séculiers, ouvrit la voie aux aberrations égalitaires postmodernes et à la promiscuité totale de toutes les valeurs (p. 174, souligné par nous) ». L’auteur insiste en outre sur le fait que « l’américanisme n’a jamais été le fondement administratif du système politique américain, pas plus qu’il ne s’est implanté uniquement parmi les membres des élites politiques de Washington. L’américanisme, en tant que dénominateur commun de l’égalitarisme parfait, transcende les différents modes de vie, les différentes attaches politiques et les différentes confessions religieuses (pp. 86 – 87) ». « On pourrait ajouter, poursuit Sunic, que le monde américain globalisé et désenchanté, joint à la litanie des droits de l’homme, à la société œcuménique et multiraciale et à l’« État de droit », comporte des principes que l’on peut faire remonter directement au messianisme judéo-chrétien et qui refont surface aujourd’hui dans des formes profanes, sous l’habit élégant de l’idéologie américaine (p. 182, souligné par nous). »

Il est vrai que l’« Amérique » procède du calvinisme et, en particulier, de sa dissidence puritaine. Implanté en Nouvelle-Angleterre, « le puritanisme avait donné naissance à un type propre de fanatisme américain qui n’a pas d’équivalent nulle part ailleurs dans le monde (p. 201) ». Or les auteurs de la Tradition incriminent la Réforme du XVIe siècle parmi les facteurs d’avènement de la Modernité.

L’esprit puritain a modelé la psychologie d’Homo americanus. Sans exagérer, on pourrait dire que, pour détourner une analogie chère à Jules Monnerot pour qui le communisme était l’islam du XXe siècle (5), le puritanisme est l’islamisme de l’Occident. En effet, Tomislav Sunic note avec raison que « la différence entre l’américanisme et l’islamisme quant à l’agressivité et au fondamentalisme semble cependant marginale. Tous deux aspirent à créer une civilisation mondiale, bien  qu’usant d’un ensemble de valeurs différent. Tous deux désirent vivement convertir les non-croyants à leur seule cause (p. 218) ».

La terre bénie de Prométhée

Tomislav Sunic revient sur l’influence majeure des puritains anglais dans la postérité mentale des États-Unis. Le succès historique du modèle de leur modèle ne s’explique-t-il pas par la stricte application du protestantisme bien analysé par le sociologue allemand Max Weber (6) ? Il est établi que « l’Amérique est un pays caractérisé par un intégrisme religieux extrême, celui-ci étant cependant parfaitement compatible avec les entreprises capitalistes les plus brutales (p. 151) ». On est ici en présence d’une alliance (inattendue ?) entre Prométhée et le puritain au point que « la Bible et les affaires devinrent les deux piliers de l’américanisme (p. 153) ». Ce n’est pas pour rien que « l’Amérique est le pays de la Bible (p. 147) ». Et si les États-Unis n’étaient pas au fond la réalisation post-anglaise du projet de Cromwell ?

L’auteur a tort de mésestimer l’importance historique du Lord-Protector du Commonwealth d’Angleterre, d’Écosse et d’Irlande (1649 – 1660). Pour lui, « Oliver Cromwell apparaît comme une étoile filante qui ne laissa pas d’empreinte durable sur l’avenir du Royaume-Uni ou de l’Europe continentale (p. 148) ». Pourtant, en 1651, par l’Acte de Navigation, Cromwell poursuit et accentue la politique de puissance navale voulue par Élisabeth Ire, ce qui détache définitivement les Îles britanniques de l’orbe européen pour le Grand Large. Dorénavant, quelque soit le régime, Londres recherchera sur le Vieux Monde un équilibre entre puissances continentales et ambitionnera à bâtir sur les océans une hégémonie thalassocratique totale. On retrouve dans cette ambition géopolitique le prométhéisme que reprendra plus tard Washington.

En prométhéen volontariste, Homo americanus veut maîtriser son monde et l’utiliser, le rentabiliser. Ce type diffère de la matrice européenne. « Si l’on accepte [la thèse de Charles A. Beard], on peut alors en conclure que les citoyens américains, par suite de deux cents de sélection sociale et biologique, constituent aujourd’hui un type infra-européen particulier qui, même si son phénotype semble européen, a propension à se comporter comme un agent économique. […] On peut donc utiliser Homo economicus comme un synonyme d’Homo americanus, étant donné que les Américains postmodernes se concentrent exclusivement sur l’accumulation de marchandises, au point de devenir eux-mêmes des marchandises périssables (p. 67). »

Prométhéenne est donc la genèse du peuple des États-Unis. « On pourrait fort bien soutenir que la création de l’Amérique fut le résultat de la volonté de puissance suprême du génie européen, c’est-à-dire une forme ultime de prométhéisme européen, quelque chose d’inconnu dans les autres civilisations et de sans précédent dans toute l’histoire occidentale (pp. 43 – 44). » « Certes, l’Amérique, assure Sunic, est le pays le moins homogène de l’hémisphère occidental quant à l’origine de ses citoyens, à leurs modes de vie et aux rêves qu’ils nourrissent. Cependant, quelle que soit leur origine raciale et sociale ou leur situation, les Américains possèdent un trait commun caractéristique, à savoir le rejet de leurs racines, même si ce rejet peut traduire un désir secret de se re-projeter dans ce qu’ils étaient précédemment ou dans des racines enjolivées (pp. 42 – 43). » N’oublions jamais que cette Amérique-là s’est construite contre l’Europe, contrairement à l’Argentine, par exemple, qui synthétise l’Espagne et l’Italie et qui s’apprécie en tant que continuation de l’esprit européen dans le Nouveau Monde.

L’impératif puritain associé plus tard aux Lumières du XVIIIe siècle détache fatalement les futurs États-Unis de l’ensemble européen. La rupture avec la Couronne britannique concrétise cet éloignement définitif. Néanmoins, « on peut aussi soutenir, d’un point de vue racialiste et sociobiologique, que les premiers Américains, au moins jusqu’au milieu du XIXe siècle, constituaient un patrimoine héréditaire capable d’essuyer, au propre comme au figuré, les tempêtes que ceux qui étaient restés derrière eux en Europe, particulièrement aux XVIIIe et XIXe siècles, ne furent pas capables d’affronter, ni physiquement ni affectivement. “ Surhommes ” outre-Atlantique, les premiers Américains ont dû faire preuve d’une grande résistance physique pour répondre à la “ sélection naturelle ” dans leur nouvelle patrie. Il est incontestable que les rigueurs du climat et une vie difficile pleine d’impondérables dans l’Ouest de cette époque ont dû provoquer une sélection sociobiologique qui, avec le temps, donna naissance au fameux type américain. Les clivages sociaux entre et parmi les Américains, leur mobilité sociale sans précédent et leur profusion de modes de vie différents rendent donc impossible out stéréotype préconçu d’une espèce américaine “ unique ”, à savoir Homo americanus (p. 44) ». Cette dernière assertion est-elle vraiment fondée ? Homo americanus surgit du creuset fondateur des XVIIe et XVIIIe siècles, façonné à la fois par la lecture quotidienne de la Bible et de l’Encyclopédie. Pour mieux cerner cette idiosyncrasie nouvelle, américaine, Tomislav Sunic aurait pu mentionner les fameuses Lettres d’un cultivateur américain de Michel-Guillaume de Crèvecoeur. Ce témoin exceptionnel des débuts de l’homme américain montre que l’Américain est en réalité « un mélange d’Anglais, d’Écossais, d’Irlandais, de Français, de Hollandais, d’Allemands, de Suédois. De ce fonds bigarré, cette race qu’on appelle les Américains est née. […] Dans ce grand asile américain, les pauvres de l’Europe, par quelque moyen que ce soit, se sont rencontrés […]. Il est en même temps un Européen, de là cet étrange mélange de sang que nous ne trouverez dans aucun autre pays. […] Il est un Américain celui qui, laissant derrière lui tous ses anciens préjugés et ses anciennes manières, en prend de nouveaux dans le genre de vie qu’il a choisi, dans le nouveau gouvernement auquel il se soumet, dans la nouvelle charge qu’il occupe. […] Ici, les individus de toutes le s nations sont brassés et transformés en une nouvelle race d’hommes, dont les travaux et la postérité causeront un jour de grands changements dans le monde. L’Américain est un nouvel homme, qui agit selon de nouveaux principes; il doit par conséquent nourrir de nouvelles idées et se former de nouvelles opinions (7) ».

Malgré des flux consécutifs d’immigration aux XIXe et XXe siècles, la maturation psychique des États-Unis s’élabore dès l’époque des Lumières. Considérant que « la géographie est le destin de l’Amérique (p. 194) », les Insurgents, lecteurs des Philosophes et connaisseurs des révolutions anglaises du siècle précédent (celle de Cromwell et de la  « Glorieuse Révolution » de 1688 – 1689), appliquent à leur nouvel espace les théories de l’Encyclopédie, y compris les plus égalitaires. Quand en France l’Assemblée Nationale Constituante (1789 – 1791) souhaite remplacer les cadres administratifs complexes de l’Ancien Régime (les provinces, les pays d’États et d’élection, les généralités) par les départements, certains constituants entendent diviser le territoire français par un quadrillage géométrique. Finalement, l’Assemblée entérine une solution plus adaptée aux finages, au relief et aux particularités paysagères locales. Ce désir de géométrisation du territoire se retrouve aux États-Unis avec le township qui est l’unité cadastrale de base du maillage mis en place en 1785 à l’Ouest des Appalaches. Il s’agit d’un découpage de 6 à 54 miles carrés (soit 15,6 km2 à 140,4 km2) qui se divise souvent en trente-six sections et qui permet la délimitation tant administrative qu’agricole des espaces de l’Ouest. Pourquoi les États fédérés ont-ils une forme assez géométrique ? Pourquoi le Texas, par exemple, a-t-il des angles droits à ses frontières ? Il n’y a pas de mystère. Ce n’est que l’application du township quelque peu modifié parfois par la présence d’obstacles naturels comme la partie septentrionale de l’Idaho avec les Montagnes Rocheuses. Le township symbolise la volonté des esprits éclairés de rationaliser l’espace géographique afin de préserver la meilleure égalité possible au sein de l’Union.

Des frères jumeaux égalitaristes

Nonobstant leurs nombreuses grandes fortunes, les États-Unis se réclament toujours de l’égalité et de ses succédanés contemporains (la discrimination positive, l’antiracisme). « L’idéologie américaine interdit l’essor des valeurs éthiques et politiques qui justifient les différences hiérarchiques, telles qu’elles existaient au Moyen Âge (p. 271) ». Pire, « après la disparition de l’Union soviétique, des traits cryptocommunistes, qui étaient latents au sein de l’américanisme ou avaient été soigneusement dissimulés durant la guerre froide, commencèrent subitement à apparaître. Il fallait s’y attendre, étant donné que l’Amérique, tout comme l’ex-Union soviétique, s’ancre juridiquement dans les mêmes principes égalitaires (pp. 79 – 80) ». Fort  de son vécu dans le monde communiste, Tomislav Sunic attribue à Homo americanus et à Homo sovieticus une gémellité irréfragable : « la propension égalitaire, qui s’observait naguère chez l’Homo sovieticus communiste, est bien en marche et porte un nouveau nom en Amérique et dans l’Europe américanisée (p. 270) ».

Quitte à soulever l’indignation des bien-pensants, Tomislav Sunic estime que « les deux systèmes s’efforcèrent de créer un “ homme nouveau ”, délesté de son encombrant passé et prêt à entrer dans un monde insouciant et blasé à l’avenir égalitaire radieux (p. 80) ». « C’est donc une erreur de croire que le discours dominant sur l’égalité, accompagné du principe chiliastique de l’espérance, disparaîtra parce que l’Union soviétique communiste a disparu. Bien au contraire. En ce début de troisième millénaire, l’immense métarécit égalitaire, incarné par l’américanisme, est toujours en vie et actif, ce qui est particulièrement manifeste dans l’Université et dans les grands médias américains. La croyance utopique à l’égalité constitue le dernier grand espoir de millions de nouveaux arrivants non européens installés en Amérique (p. 82). » Ces millions d’immigrés, clandestins ou non, qui arrivent aux États-Unis restent fascinés par l’image qu’on leur en donne à travers les feuilletons télévisés et autres soaps sous-culturels. On arrive au moment crucial « que l’Amérique bien qu’elle soit une utopie qui s’est réalisée au début du XXIe siècle, demeure une utopie bancale, uniquement destinée aux immigrants du tiers-monde (p. 99) ». Il existait naguère une autre utopie réalisée quoique imparfaite qui se fracassa finalement sur la réalité : l’U.R.S.S.

Les États-Unis d’Amérique ne seraient-ils pas une Union soviétique occidentale ? La comparaison, osée certes, se justifie, car « il ne faut pas oublier que le communisme, tel qu’il fut mis en pratique en Russie et en Europe de l’Est, avait été conçu dans les universités d’Europe de l’Ouest et d’Amérique (p. 100) ». Le caractère soviétique des U.S.A. (ou les traits américanistes de l’U.R.S.S.) devient évident quand, d’une part,      « les deux systèmes – l’un révolu, l’autre toujours présent, sous couvert de démocratie, de progrès et de croissance économique illimitée – ont été fondés sur la notion philosophique de finitude et ont exclu les autres solutions idéologiques (p. 75) » et, d’autre part, « Homo sovieticus et Homo americanus furent et sont toujours tous deux des produits du rationalisme, des Lumières, de l’égalitarisme et de la croyance au progrès. Ils croient tous deux à un avenir radieux. Tous deux claironnent le slogan selon lequel tous les hommes sont créés égaux (p. 108) ».

L’ère moderne n’étant pas achevé, il est cohérent que le type américain atteigne un nouveau palier d’évolution (ou d’involution). « Après la fin de la guerre froide et, en particulier, après le choc provoqué par l’attentat terroriste du 11 septembre 2001 contre l’Amérique, Homo americanus s’est transformé en un type mondial postmoderne achevé qui, bien qu’originaire des États-Unis, se développe aujourd’hui dans toutes les parties du monde. Il ne se limite plus au territoire des États-Unis ou à une région spécifique du monde mais est devenu un type mondial complet, comparable à son ancien frère jumeau et pendant, Homo sovieticus, qui a achevé lamentablement son parcours historique (p. 83). » Homo americanus serait-il donc l’agent conscient et volontaire de l’État universel à venir ? Très probablement. Il n’y a qu’à voir « la Chine [qui] est un exemple concret d’une gigantesque société de masse qui a réussi à conjuguer avec pragmatisme économie planifiée et économie de marché. Il est probable que l’Amérique se livre à une expérience socio-économique similaire dans les prochaines années (p. 89) ».

L’Amérique-monde

L’expression « Amérique-monde » revient à l’essayiste néo-conservateur, ultra-libéral et ancien gauchiste hexagonal Guy Millière (8). Comme naguère l’U.R.S.S., les États-Unis véhiculent un messianisme séculier profondément puritain.

Tomislav Sunic pense toutefois que « c’est souvent contre sa propre volonté que l’Amérique est devenue une superpuissance militaire (p. 45) ». C’est une appréciation contestable. Une fois la conquête de l’Ouest achevé aux dépens des tribus amérindiennes exterminées et des Mexicains refoulés, dès la fin du XIXe siècle, Washington prend de l’assurance et s’affirme sur la scène internationale en tant que puissance montante. Qui sait qu’en 1914, les États-Unis sont déjà le premier créancier des États européens ? Si c’est sous la présidence fortuite de Théodore Roosevelt (1901 – 1909) que les États-Unis se lancent dans une forme de colonialisme, ils avaient déjà acheté en 1868 l’Alaska à la Russie. L’année 1898 est déterminante dans leur expansionnisme avec l’annexion des îles Hawaï et la guerre contre l’Espagne qui fait tomber dans leur escarcelle étoilée Cuba, les Philippines et l’île océanienne de Guam. En 1905, Roosevelt sert d’intermédiaire dans la résolution du conflit russo-japonais et envoie régulièrement les Marines en Amérique latine.

Contrairement aux sempiternels clichés, l’isolationnisme et l’interventionnisme ne sont que les deux facettes d’une seule et même finalité dans les relations internationales : la suprématie mondiale et la promotion du « modèle américain ». Les États-Unis se pensent comme nouveau « peuple élu » à l’échelle du monde ! Tomislav Sunic rappelle que « les mythes fondateurs américains s’inspirèrent de la pensée hébraïque (p. 157) » et que « l’américanisme postmoderne n’est que la dernière version laïque de la mentalité juive (p. 162) ». Sur ce point précis, l’auteur semble oublier que Cromwell fut le premier dirigeant européen à entériner la présence définitive de la communauté juive considérée comme une aînée respectable. Cette judéophilie  a traversé l’Atlantique. « La raison pour laquelle l’Amérique protège tant l’État d’Israël n’a pas grand-chose à voir avec la sécurité géopolitique de l’Amérique. En fait, Israël est un archétype et un réceptacle pseudo-spirituel de l’idéologie américaine et de ses Pères fondateurs puritains. Israël doit faire office de Surmoi démocratique à l’Amérique (p. 172) ». Plus loin, Sunic complète : « métaphysiquement, Israël est un lieu à l’origine spirituelle de la mission divine mondiale de l’Amérique et constitue l’incarnation de l’idéologie américaine elle-même (p. 212) ».

Les Étatsuniens ont par conséquent la certitude absolue d’avoir raison au mépris même d’une réalité têtue. Puisque « les maîtres du discours dans l’Amérique postmoderne disposent de moyens puissants pour décider du sens de la vérité historique et pour le donner dans leur propre contexte historique (p. 207) », « le système occidental moderne, qui s’incarne dans le néoprogressisme postmoderne et dont l’Amérique et son vecteur, Homo americanus, sont le fer de lance, a imposé son propre jargon, sa propre version de la vérité et son propre cadre d’analyse (p. 53) ».

Depuis 1945, l’antifascisme et le soi-disant multiculturalisme contribuent de façon consubstantielle au renouvellement permanent de l’américanisme. Les États-Unis virent dans la fin subite du bloc soviétique le signe divin de leur élection au magistère universel. Désormais, la fin de l’histoire était proche et l’apothéose de l’« Amérique » certaine. Pour Sunic, « il n’est pas exagéré de soutenir, à l’instar de certains auteurs, que le rêve américain est le modèle de la judaïté universelle, qui ne doit pas être limitée à une race ou à une tribu particulière en Amérique, comme elle l’est pour les Juifs ethnocentriques, lesquels sont bien conscients des sentiments raciaux de leur endogroupe. L’américanisme est conçu pour tous les peuples, toutes les races et les nations de la Terre. L’Amérique est, par définition, la forme élargie d’un Israël mondialisé et n’est pas réservé à une seule tribu spécifique. Cela signifie-t-il, partant, que notre fameux Homo americanus n’est qu’une réplique universelle d’Homo judaicus ? (p. 158) ». Serait-ce la raison que « le sens actuel de la postmodernité trouve en partie sa source dans ce que nous a légué la Seconde Guerre mondiale (p. 245) » ?

Il en résulte une glaciation des libertés réelles au profit d’une « liberté » incantatoire et fantasmatique. Les libertés d’opinion et d’expression se réduisent de plus en plus sous les actions criminogènes d’un « politiquement correct » d’émanation américaniste.

Un despotisme en coton

« L’hypermoralisme américain est un prêt-à-porter intemporel pour toutes les occasions et pour tous les modes de vie (p. 153). » Supposée être une terre de liberté et d’épanouissement individuel, les États-Unis en sont en réalité le mouroir dans lequel règne une ambiance de suspicion constante. « Dans le système atomisé de l’américanisme, la dispersion du pouvoir conduit inévitablement à une terreur dispersée dans laquelle la frontière entre la victime et le bourreau ne peut que disparaître (p. 268). » On atteint ici le summum de la surveillance panoptique avec un auto-contrôle mutuel idoine où tout le monde observe tout un chacun (et réciproquement !).

La mode de la « pensée conforme » se déverse en Europe où s’affirme progressivement Homo americanus. « L’Europe n’est-elle pas une excroissance de l’Amérique – quoique, du point de vue historique, de manière inversée ? Le type américain, Homo americanus, existe désormais dans toute l’Europe et a gagné en visibilité aux quatre coins de l’Europe – non seulement à l’Ouest, mais aussi à l’Est post-communiste. De là un autre paradoxe : la variante tardive d’Homo americanus, l’Homo americanus européen, semble souvent déconcentrer les Américains qui visitent l’Europe à la recherche d’un “ vrai ” Français, d’un “ vrai ” Allemand ou d’un “ vrai ” Hollandais insaisissable. À cause du processus de mondialisation et du fait que l’impérialisme culturel américain est devenu le vecteur principal d’une nouvelle hégémonie culturelle, il est de plus en plus difficile de faire la différence entre le mode de vie des citoyens américains et le mode de vie des citoyens européens (pp. 46 – 47). » Cette situation provient de l’ardente volonté de puissance géopolitique des États-Unis. Jusqu’à présent, « le grand avantage de l’Amérique est son caractère monolithique, son unité linguistique et son idéologie apatride fondée sur le concept de gouvernement mondial. C’est pour cette raison que le système américain a été jusqu’ici mieux placé que tout autre pour cultiver son hégémonie mondiale (pp. 190 – 191) ». Or, comme Samuel P. Huntington le constata avec effroi (9), la structure ethnique même des U.S.A. se brouille si bien qu’« en ce début de troisième millénaire, l’Amérique n’a d’autre choix que d’exporter son évangile démocratique universel et d’importer d’inépuisables masses d’individus non européens qui ne comprennent pas les anciennes valeurs européennes. Il est inévitable que l’Amérique devienne de plus en plus un plurivers racial (pp. 178 – 179) ». L’exemple étatsunien vire à la forme postmoderniste de totalitarisme mou ou du despotisme cotonneux inévitable pour gérer l’hétérogénéité ethno-raciale croissante sur son sol et les résistances extérieures à l’imposition de son idéologie. Dans l’histoire, les ensembles politiques trop composites sur le plan ethnique ne tiennent que par et grâce une autorité incontestée car féroce et sans pitié. « Dans une société multiraciale postmoderne comme celle de l’Amérique, tout cela était prévisible et inévitable. Il semble qu’une société multiraciale, comme la société américaine, devient vite extrêmement intolérante, pour la simple et bonne raison que chaque groupe racial ou ethnique qui la constitue veut faire prévaloir sa propre version de la vérité historique (p. 109). » On se trouve alors en présence d’une querelle des mémoires victimologiques que Tomislav Sunic développe dans La Croatie : un pays par défaut ? (10).

Legs du puritanisme et de l’Ancien Testament, l’intolérance constitue le cœur même de la société U.S. Ainsi, « en Amérique et en Europe, l’économie de marché elle-même est devenue une forme de religion laïque, dont les principes doivent être englobés dans le système juridique de chaque pays. […] L’efficacité économique est considérée comme le seul critère de toute interaction sociale. C’est la raison pour laquelle on regarde les individus qui peuvent avoir des doutes au sujet des mythes fondateurs de l’économie libérale comme des ennemis du système (p. 130). » Ensuite, assisté par les éternelles belles âmes, « l’Occident, sous la houlette des élites américaines, aime rappeler aux pays qui ne sont pas à son goût la nécessité de faire respecter les droits de l’homme. Cependant, tous les jours, des individus sont renvoyés, sanctionnés ou envoyés en prison sous l’inculpation de racisme, de xénophobie ou de “ délit motivé par la haine ” et, mystérieusement, tout cela passe inaperçu (p. 142) ».

Tomislav Sunic établit un parallèle entre la Reconstruction, cette période qui fait suite à la Guerre de Sécession de 1865 à 1877, et l’occupation anglo-saxonne de l’Allemagne après 1945. Avec près de cent ans d’écart, il remarque, horrifié, que « le Sud, après la guerre de Sécession, fut contraint de subir une rééducation semblable à la rééducation et au reformatage que les Américains firent subir aux esprits européens après 1945 (p. 254) ». Les Européens ignorent souvent que l’après-Guerre civile américaine fut terrible pour les États vaincus du Sud. Si le Tennessee ré-intègre l’Union dès 1866, les anciens États confédérés vivent une véritable occupation militaire. Dans le sillage des « Tuniques bleues » arrogantes déboulent du Nord des aventuriers yankees (les tristement fameux Carpetbaggers) et leurs supplétifs locaux, les Scalawags, alléchés par l’appât du gain et les possibilités de pillage légal. Ces réactions de résistance aux brigandages des Nordistes souvent liés au Parti républicain s’appellent le premier Ku Klux Klan, la Withe League et les Knights of the White Camelia. Au lendemain de la Seconde Guerre mondiale, fort du précédent sudiste, l’U.S. Army, cette fois-ci assisté par l’École de Francfort en exil et les universitaires marxistes, entreprend de laver le cerveau des Allemands et aussi des Européens. Certaines opinions cessent de l’être pour devenir des « délits » ou des « crimes contre la pensée » en attendant d’être assimilées à des « maladies mentales » et d’être traitées comme à l’époque soviétique par des traitements psychiatriques, le tout de manière feutrée, parce qu’« il est difficile de repérer la police de la pensée moderne, que ce soit aux États-Unis ou en Europe. Elle se rend invisible en se dissimulant sous des termes rassurants comme “ démocratie ” et “ droits de l’homme ” (p. 117) ». Pourtant, la discrétion répressive est moins de mise aujourd’hui et le soupçon se généralise… Ainsi, « le mot “ démocratie ” a acquis à la fin du XXe siècle une signification sacro-sainte; il est considéré comme le nec plus ultra du discours politique normatif. Mais il n’est pas exclu que, dans une centaine d’années, ce mot acquière un sens péjoratif et soit évité comme la peste par les futurs meneurs d’opinion ou la future classe dirigeante de l’Amérique (p. 10) » surtout si se renforcent les connivences entre microcosme politicien et médiacosme. « La médiacratie postmoderne américaine agit de plus en plus de concert avec le pouvoir exécutif de la classe dirigeante. Il s’agit d’une cohabitation corrective au sein de laquelle chaque partie établit les normes morales de l’autre (p. 223). » Faut-il après se scandaliser que politicards et journaleux convolent en justes noces ?

Sous l’égide des penseurs de l’École de Francfort, on encense une nouvelle religion séculière, le patriotisme constitutionnel qui « est désormais devenu obligatoire pour tous les citoyens de l’Union européenne [et qui] comprend la croyance en l’État de droit et à la prétendue société ouverte (p. 129) ». Une véritable chape de plomb s’abat en Europe. Il paraît désormais évident que « les dispositions constitutionnelles sur la liberté de parole et la liberté d’expression dont se vantent tant les pays européens sont en contradiction flagrante avec le code pénal de chacun d’entre eux qui prévoit l’emprisonnement pour quiconque minimise par l’écrit ou par la parole l’Holocauste juif ou dévalorise le dogme du multiculturalisme (pp. 126 – 127) ». Plutôt que pourchasser les trafiquants de drogue, les agresseurs de personnes âgées, les bandes de violeurs, flics, milices privées sous l’égide des ligues de petite vertu dites « antiracistes » et tribunaux préfèrent traquer écrits et sites Internet mal-pensants. « Une des caractéristiques fondamentales de l’américanisme et de son pendant, le néolibéralisme européen, est d’inverser le sens des mots, qui peuvent à leur tour être utilisés avec à-propos par les juges de chaque État européen pour faire taire ses hérétiques (p. 118) ». Il en est en outre inquiétant de lire que « le “ politiquement correct ”, type singulier du contrôle de la pensée, ne disparaîtra pas du jour au lendemain de la vie politique et intellectuelle de l’Amérique et de l’Europe postmoderne. En fait, en ce début de nouveau millénaire, il a renforcé son emprise sur toutes les sphères de l’activité sociale, politique et culturelle (p. 141) ». Son emprise déborde des médias, de l’État, de la politique et de l’école pour se répandre dans le sport et le monde de l’entreprise. On est sommé de suivre ces injonctions où qu’on soit !

Bien sûr, « l’atmosphère d’inquisition actuelle dans l’Europe postmoderne est due aux propres divisions idéologiques européennes, qui remontent à la Seconde Guerre mondiale et même à la Révolution française. Le climat de censure intellectuelle est devenu frappant après l’effondrement du communisme et l’émergence de l’américanisme, désormais seul référent culturel et politique (p. 193) ». Dans la perspective de briser cette « pensée en uniforme » (11), il ne faut pas négliger « d’examiner les origines judaïques du christianisme et la proximité de ces deux religions monothéistes qui constituent les fondements de l’Occident moderne. Il n’y a que dans le cadre du judéo-christianisme que l’on peut comprendre les aberrations démocratiques modernes et la prolifération de nouvelles religions civiques dans la postmodernité. Lorsque, par exemple, un certain nombre d’auteurs révisionnistes américains appellent l’attention sur les contradictions qui existent dans le récit historique de la Seconde Guerre mondiale ou examinent d’un œil critique l’Holocauste juif, ils semblent oublier les liens religieux judéo-chrétiens qui ont modelé la mémoire historique de tous les peuples européens. Les propos de ces historiens révisionnistes auront par conséquent très peu de cohérence. Le fait de dénoncer le mythe présumé de l’Holocauste juif, tout en croyant à la mythologie de la résurrection de Jésus-Christ, est la preuve d’une incohérence morale (p. 170) ».

Adversaires et partisans de l’américanisme possèdent bien souvent un fond intellectuel commun, d’où l’âpreté des conflits internes et des convergences avec le communisme. Il n’est pas paradoxal que les libéraux-libertaires défendent « sans relâche l’idéologie du multiculturalisme, de l’égalitarisme et du mondialisme, c’est-à-dire toutes les doctrines qui étaient autrefois destinées à constituer le système communiste parfait. La seule différence est que l’adoption du capitalisme des managers et de l’historiographie judéocentrique moderne a rendu plus efficace la variante américanisée du politiquement correct (pp. 141 – 142) ».

Le communisme, assomption de l’américanisme !

Pour paraphraser Marx, le spectre du communisme continue à hanter l’Occident, en particulier les États-Unis. Sunic constate que « le communisme a beau être mort en tant que religion programmatique, son substrat verbal est toujours vivant dans l’américanisme, non pas uniquement chez les intellectuels de gauche, mais aussi chez les Américains qui professent des opinions conservatrices (p. 105) ». À ce sujet, un conservatisme étatsunien est-il vraiment possible ? L’auteur répond que « le conservatisme moderne américain ne va pas jusqu’à constituer un oxymore historique et, d’ailleurs, on se demande s’il reste encore quelque chose à conserver en Amérique. L’américanisme, par définition, est une idéologie progressiste qui rejette toute idée d’une société et d’un État traditionnel européen. Par conséquent, le conservatisme américain est un anachronisme sémantique (p. 248) ». Et gare aux leurres de la radicalité qui témoignent du profond réductionnisme inhérent à l’américanisme tels que « l’eugénisme et le racialisme, bien qu’ils soient généralement associés à la droite radicale et au traditionalisme, sont aussi le produit des Lumières et de l’idéologie du progrès (p. 249) » !

Les milieux « conservateurs » américains témoignent par ailleurs d’un incroyable fétichisme envers la Constitution de 1787 pourvue de toutes les qualités et saturée de modernité lumineuse. Par le respect qu’elle suscite, ce texte constitutionnel est le Coran des États-Unis et les juges de la Cour suprême sont des théologiens qui décident de sa signification. En outre, de nombreux juges se déclarent strict constructionists : ils entendent respecter le texte de la Constitution à la lettre et se refusent à toute interprétation de son esprit. Les paléo-conservateurs hier, le Tea Party aujourd’hui prônent le retour littéral à la pratique fondatrice idéalisée. Ils se fourvoient. Il y a un nouveau paradoxe. « De nombreux conservateurs et racialistes américains supposent à tort qu’il serait possible de conserver l’héritage des Pères fondateurs, tant en établissant une société hiérarchique stricte fondée sur les mérites raciaux des Américains blancs dominants. Cependant, la dynamique historique de l’américanisme a montré que cela n’était pas possible. Une fois que la vanne est ouverte à l’égalitarisme – aussi modeste que cette ouverture puisse sembler au début -, la logique de l’égalité gagnera du terrain et finira par aboutir à une forme changeante de tentation protocommuniste (p. 87) (12). » Se détournant de possibilités conservatrices timorées, l’américanisme préfère le progressisme et même le communisme. Tomislav Sunic avance même que, « dans les prochaines années, les avantages sociaux communistes, aussi spartiates qu’ils parussent autrefois aux observateurs étrangers, seront très demandés par un nombre croissant de citoyens en Amérique et dans l’Europe américanisée (p. 89) ». L’avenir de l’Occident serait donc un système communiste perfectionné par rapport au cas soviétique désuet. « Curieusement, plaide-t-il, peu de spécialistes américains du communisme examinèrent les avantages cachés du communisme à la soviétique, tels que la sécurité économique et le confort psychologique dû à l’absence d’incertitude concernant le futur, toutes choses que la version soviétique du communisme était mieux à même de procurer à ses masses que le système américain (p. 84) ».

Dans un contexte de crise mondiale et de pénurie à venir, « le communisme est aussi un modèle social idéal pour les futures sociétés de masse, qui seront confrontées à une diminution des ressources naturelles et à une modernisation rapide (p. 88) ». L’hyper-classe oligarchique mondialiste n’est finalement qu’une nouvelle Nomenklatura planétaire…

Le recours néo-sudiste

S’« il s’agit surtout d’attaquer l’idéologie du progrès, qui est la clé de voûte de l’américanisme et du monde américanisé dans son ensemble, en particulier depuis 1945 (pp. 243 – 244) », les pensées conservatrices actuelles, trop mâtinées de libéralisme, n’ont aucune utilité. Il y a pourtant urgence, surtout aux États-Unis ! « Historiquement, souligne Sunic, le tissu social de l’Amérique est atomisé; cependant, avec l’afflux d’immigrants non européens, la société américaine risque de se balkaniser complètement. Les affrontements interraciaux et le morcellement du pays en petites entités semblent imminentes (p. 218). » N’est-ce pas une bonne nouvelle ? Non, parce qu’« il se peut que l’Amérique et sa classe dirigeante disparaissent un jour ou que l’Amérique se morcelle en entités américaines de plus petites dimensions, mais l’hyperréalité américaine continuera de séduire les masses dans le monde entier (p. 232) » comme Rome a séduit les peuples germaniques à l’aube du Haut Moyen Âge !

Puisque « en raison de son rejet radical des dogmes égalitaires, Nietzsche pourra être un moteur important de la renaissance des Américains d’origine européenne et de leur renouveau spirituel, une fois qu’ils se seront libérés du dogme puritain de l’hypermoralisme (p. 244) », la réponse ne viendrait-elle pas dans l’invention d’« un système américain qui, tout en rejetant la forme égalitaire de la postmodernité, pourrait remettre à l’honneur les idées et les conceptions des penseurs antipuritains américains antérieurs à l’ère des Lumières (p. 244) » ? Croyant que l’« Amérique » blanche peut encore se corriger et surseoir son déclin, Tomislav Sunic rend un vibrant hommage aux théoriciens « agrariens du Sud » dont les réflexions s’apparentent aux idées de la Révolution conservatrice européenne. Il aimerait qu’on distinguât enfin « l’américanisme nomade de l’américanisme traditionnel et enraciné du Sud (p. 239) ». Sunic invite les Étatsuniens à recourir au Sud. Mais attention ! « Le Sud n’était pas une simple partie géographique de l’Amérique du Nord; c’était une civilisation autre (p. 256). » Maurice Bardèche l’avait déjà proclamé dans son célèbre Sparte et les sudistes (13). Or un tel réveil relève de l’impossibilité. Du fait de la rééducation des esprits après 1865, le Sud est devenu une annexe du puritanisme le plus fondamentaliste (la fameuse Bible Belt) qui vote massivement pour les candidats républicains. Dixie est bien oubliée ! Certes, « on pourrait extrapoler et postmoderniser dans un nouveau contexte l’héritage du Sud perdu, tout en conservant ses principes, qui sont officiellement rejetés comme réactionnaires et “ non américains ” (p. 243) ».

Il n’empêche, le recours au Sud répondrait au défi postmoderniste. Y a-t-il aux États-Unis une prise de conscience néo-sudiste ? Si c’est le cas, « avec la mort du communisme et l’affaiblissement de l’américanisme postmoderne, il se pourrait que l’on assiste à la naissance d’une nouvelle culture américaine et au retour de l’antique héritage européen. Qui peut contester qu’Athènes fut la patrie de l’Amérique européenne avant que Jérusalem ne devienne son douloureux édifice ? (p. 183) ». Sunic n’est-il pas en proie au syndrome Scarlett O’Hara et à une idéalisation du Sud ? La Constitution de la Confédération des États d’Amérique reprenait largement la Constitution de 1787 et s’inscrivait dans la veine des Lumières… Pour lui, l’esprit néo-sudiste doit retrouver une européanité endormie, car « si les Américains d’origine européenne veulent éviter de sombrer dans l’anarchie spirituelle, il leur faudrait remplacer leur vision du monde monothéiste par une vision du monde polythéiste, qui seule peut garantir le “ retour des dieux ”, c’est-à-dire la pluralité de toutes les valeurs. À la différence de la fausse humilité et de la peur de Dieu des chrétiens, les croyances polythéistes et païennes mettent l’accent sur le courage, l’honneur personnel et le dépassement spirituel et physique de soi (p. 177) (14) ». Sunic assène même qu’« on peut soutenir que le rejet du monothéisme n’implique pas un retour à l’adoration des anciennes déités indo-européennes ou la vénération de certains dieux et de certaines déesses exotiques, et que ce dont il s’agit, c’est forger une nouvelle civilisation ou, plutôt, une forme modernisée de l’hellénisme scientifique et culturel, autrefois considéré comme le creuset commun de tous les peuples européens. On ne peut certainement pas soutenir qu’il faut une conquête de la terre; au contraire, qui dit polythéisme dit conception d’une nouvelle communauté de peuples européens en Amérique, dont le but devrait être la quête de leur héritage ancestral et non son rejet […]. Revenir à ses racines européennes, ce n’est pas adopter une conception sectaire d’une religion loufoque, comme c’est souvent le cas dans l’Amérique postmoderne. C’est retrouver la mémoire transcendante préchrétienne qui s’est perdue (p. 173) ».

Cette ré-orientation nécessaire de l’« Américain » permettrait-il enfin aux Boréens des deux rives de l’Atlantique de se retrouver et d’affronter ensemble les défis de leur temps ? L’auteur en imagine les conséquences : « Homo americanus, dans un contexte différent et dans un système de valeurs différent, pourrait être vu comme un type positif, c’est-à-dire comme le prototype d’un nouvel homme prométhéen dont les valeurs antimercantiles, anticapitalistes et anti-égalitaires diffèrent de celles qu’afficha l’homme qui débarqua du Mayflower et dont les descendants finiront à Wall Street. Si, comme le soutiennent les postmodernistes, l’Amérique devrait être une entité pluraliste et hétérogène, c’est-à-dire un pays formé de millions de récits multiculturels, alors il faut aussi accepter l’héritage de l’eugénisme et du racialisme et, surtout, l’incorporation des cultures traditionnelles européennes en son sein. Selon cette définition, l’Amérique pourrait conjuguer traditionalisme et hypermodernisme; elle pourrait devenir le dépositaire des valeurs traditionnelles et des valeurs postmodernes européennes (p. 245) ». Réserves faites à la référence à l’homme prométhéen éminemment postmoderniste (on aurait préféré à la rigueur l’homme faustien qui a, lui, le sens du tragique), à un matérialisme biologique fort réducteur et à un messianisme sudiste inversé au messianisme puritain nordiste, n’est-ce pas en dernière analyse un appel à l’archaïsme dans un univers mis en forme par la technique, un sous-entendu appuyé à l’archéofuturisme cher à Guillaume Faye ? Et puis, foin d’Homo americanus, d’Homo sovieticus et d’Homo occidentalis, que s’épanouisse Homo europeanus ! Comment ? En premier lieu, par le biais de mythes mobilisateurs. Or, ayant adopté malgré lui un pragmatisme propre aux Étatsuniens, Tomislav Sunic critique « diverses théories, inventées par des théoriciens européens anti-américains, notamment à propos d’un axe Berlin – Paris – Moscou ou de la perspective d’un empire eurasien, semblent stupides et traduisent les fantasmes caractéristiques des Européens de droite qui se sont mis eux-mêmes en marge de la vie politique. Ces théories ne reposent pas sur des faits empiriques solides (p. 190) ». Même si ces projets géopolitiques « non empiriques » ne se concrétiseront jamais, ils peuvent agir sur les mémoires collectives, leur imaginaire et leurs sensibilités, et les conduire sur une voie euro-identitaire sympathique. Non, les États-Unis ne sont pas notre aurore, mais notre crépuscule historique. America delenda est et leur indispensable ré-européanisation passera très certainement par une reconquista latino-américaine. On aura compris que l’essai de Tomislav Sunic apporte un regard original sur notre Modernité tardive et ses tares.

Georges Feltin-Tracol

Notes

1 : Lucien Jaume, Tocqueville. Les sources aristocratiques de la liberté, Fayard, Paris, 2008.

2 : Suivant une habitude lexicale généralisée au monde occidental, Tomislav Sunic parle de l’« Amérique » et des « Américains » pour désigner les États-Unis et leurs habitants. Or les États-Unis d’Amérique ne coïncident pas avec l’entièreté du continent américain puisqu’il y a les Antilles, l’Amérique centrale et l’Amérique du Sud, ni même avec le subcontinent nord-américain qui comporte encore le Canada et le Mexique. C’est un réductionnisme regrettable que d’assimiler un État, aussi vaste soit-il, à un continent entier.

3 : Sur les lectures « post-modernes » divergentes entre Jean Baudrillard et Michel Maffesoli, voir Charles Champetier, « Implosions tribales et stratégies fatales », Éléments, n° 101, mai 2001.

4 : Thomas Molnar, L’Américanologie. Triomphe d’un modèle planétaire ?, L’Âge d’Homme, coll. « Mobiles », Lausanne, 1991.

5 : Jules Monnerot, Sociologie du communisme, Gallimard, Paris, 1949.

6 : Max Weber, L’éthique protestante et l’esprit du capitalisme, Gallimard, Paris, 2003.

7 : Michel-Guillaume Jean, dit J. Hector St John, de Crèvecoeur, Lettres d’un cultivateur américain, écrites à William Seton, écuyer, depuis l’année 1770 jusqu’à 1786, Cuchet, Paris, 1787, disponible sur Gallica – Bibliothèque numérique, <http://gallica.bnf.fr/>, souligné par nous.

8 : Guy Millière, L’Amérique monde. Les derniers jours de l’empire américain, Éditions François-Xavier de Guibert, Paris, 2000.

9 : Samuel P. Huntington, Qui sommes-nous ? Identité nationale et choc des cultures, Odile Jacob, Paris, 2004.

10 : Tomislav Sunic, La Croatie : un pays par défaut ?, Avatar Éditions, coll. « Heartland », Étampes – Dun Carraig (Irlande), 2010.

11 : Bernard Notin, La pensée en uniforme. La tyrannie aux temps maastrichtiens, L’Anneau, coll. « Héritage européen », Ruisbroek (Belgique), 1996.

12 : Dans le même ordre d’idée, Tomislav Sunic estime, d’une part, que « les individus modernes qui rejettent l’influence juive en Amérique oublient souvent que leur névrose disparaîtrait en grande partie s’ils renonçaient à leur fondamentalisme biblique (p. 173) », et, d’autre part, que « les antisémites chrétiens en Amérique oublient souvent, dans leurs interminables lamentations sur le changement de la structure raciale de l’Amérique, que le christianisme est, par définition, une religion universelle dont le but est de réaliser un système de gouvernement panracial. Par conséquent, les chrétiens, qu’il s’agisse de puritains hypermoralistes ou de catholiques plus portés sur l’autorité, ne sont pas en mesure d’établir une société gentille complètement blanche ethniquement et racialement quand, dans le même temps, ils adhèrent au dogme chrétien de l’universalisme panracial (pp. 167 – 168) ». Les États-Unis sont un terreau fertile pour les rapprochements insolites et confus : des groupuscules néo-nazis exaltent la figure « aryenne » du Christ…

13 : Maurice Bardèche, Sparte et les Sudistes, Éditions Pythéas, Sassetot-le-Mauconduit, 1994.

14 : « Un système qui reconnaît un nombre illimité de dieux admet aussi la pluralité des valeurs politiques et culturelles, précise avec raison Tomislav Sunic. Un système polythéiste rend hommage à tous les “ dieux ” et, surtout, respecte la pluralité des coutumes, des systèmes politiques et sociaux et des conceptions du monde, dont ces dieux sont des expressions suprêmes (p. 182). »

• Tomislav Sunic, Homo americanus. Rejeton de l’ère postmoderne, avant-propos de Kevin MacDonald, Éditions Akribeia, 2010, 280 p., 25 € (+ 5 € de port). À commander à Akribeia, 45/3, route de Vourles, F – 69230 Saint-Genis-Laval.


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mardi, 18 janvier 2011

Evolving into Consumerism -and Beyond it: Geoffrey Miller's "Spent"

Evolving into Consumerism—and Beyond It:
Geoffrey Miller’s Spent

Alex KURTAGIC

Ex: http://www.counter-currents.com/

Geoffrey Miller
Spent: Sex, Evolution, and Consumer Behavior
New York: Viking, 2009

31--B9alQzL.jpgWhen I was asked to review this book, I half groaned because I was sure of what to expect and I also knew it was not going to broaden my knowledge in a significant way. From my earlier reading up on other, but tangentially related subject areas (e.g., advertising), I already knew, and it seemed more than obvious to me, that consumer behavior had an evolutionary basis. Therefore, I expected this book would not make me look at the world in an entirely different way, but, rather, would reaffirm, maybe clarify, and hopefully deepen by a micron or two, my existing knowledge on the topic. The book is written for a popular audience, so my expectations were met. Fortunately, however, reading it proved not to be a chore: the style is very readable, the information is well-organized, and there are a number of unexpected surprises along the way to keep the reader engaged.

Coming from a humanities educational background, I was familiar with Jean Baudrillard’s treatment of consumerism through his early works: The System of Objects (1968), The Consumer Society: Myths and Structures (1970), and For a Critique of the Political Economy of the Sign (1972). Baudrillard believed that there were four ways an object acquired value: through its functional value (similar to the Marxian use-value); through its exchange, or economic value; through its symbolic value (the object’s relationship to a subject, or individual, such as an engagement ring to a young lady or a medal to an Olympic athlete); and, finally, through its sign value (the object’s value within a system of objects, whereby a Montblanc fountain-pen may signify higher socioeconomic status than a Bic ball-pen, or a Fair Trade organic chicken may signify certain social values in relation to a chicken that has been intensively farmed). Baudrillard focused most of his energy on the latter forms of value. Writing at the juncture between evolutionary psychology and marketing, Geoffrey Miller (an evolutionary psychologist) does the same here, except from a purely biological perspective.

The are three core ideas in Spent: firstly, conspicuous consumption is essentially a narcissistic process being used by humans to signal their biological fitness to others while also pleasuring themselves; secondly, this processes is unreliable, as humans cheat by broadcasting fraudulent signals in an effort to flatter themselves and achieve higher social status; and thirdly, this process is also inefficient, as the need for continuous economic growth has led capitalists since the 1950s to manufacture products with built-in obsolescence, thus fueling a wasteful process of continuous substandard production and continuous consumption and rubbish generation. In other words, we live in a world where insatiable and amoral capitalists constantly make flimsy products with ever-changing designs and ever-higher specifications so that they break quickly and/or cause embarrassment after a year, and humans, motivated by primordial mating and hedonistic urges that have evolved biological bases, are thus compelled to frequently replace their consumer goods with newer and better models — usually the most expensive ones they can afford — so that they can delude themselves and others into thinking that they are higher-quality humans than they really are.

Miller tells us that levels of fitness are advertised by humans along six independent dimensions, comprised of general intelligence, and the five dimensions that define the human personality: openness to experience, conscientiousness, agreeableness, stability, and extraversion. Extending or drawing from theories expounded by Thorstein Veblen and Amotz Zahavi (the latter’s are not mainstream), Miller also tells us that, because fraudulent fitness signaling is part and parcel of animal behavior, humans, like other animals, will attempt to prove the authenticity of their signals by making their signaling a costly endeavor that is beyond the means of a faker. Signaling can be rendered costly through its being conspicuously wasteful (getting an MA at Oxford), conspicuously precise (getting an MIT PhD), or a conspicuous badge of reputation (getting a Harvard MBA) that requires effort to achieve, is difficult to maintain, and entails severe punishment if forged. Miller attempts to highlight the degree to which these strategies are wasteful when he points out that, in as much as university credentials are a proxy for general intelligence, both job seekers and prospective employers could much more efficiently determine a job seeker’s general intelligence with a simple, quick, and cheap IQ test.

As expected, we are told here that signaling behavior becomes, according to experimental data, exaggerated when humans are what Miller calls “mating-primed” (on the pull). Also as expected, men and women exhibit different proclivities: males emphasizing aggression and openness to experience by performing impressive and unexpected feats in front of desirable females, and females emphasizing agreeableness through participation in, for example, charitable events. And again as expected, Miller tells us that while dumb, young humans engaging in fitness signaling will tend to emphasize body-enhancing consumption (e.g., breast implants, muscle-building powders, platform shoes), older, more intelligent humans, educated by experience on the futility of such strategies, instead emphasize their general intelligence, conscientiousness, and stability through effective maintenance of their appearance, via regular exercise, sensible diet, careful grooming, and tasteful fashion. Still, this strategy follows biologically-determined patters: as women’s physiognomic indicators of fertility (eye size; sclera whiteness; lip coloration, fullness, and eversion; breast size; etc.) peak in their mid twenties, older women will apply make-up and opt for sartorial strategies that compensate for the progressive fading of these traits, in a subconscious effort to indicate genetic quality and stability, as well as — as mentioned above — conscientiousness.

Less expected were some of the explanations for some human consumer choices: when a human purchases a top-of-the-line, fully featured piece of electronic equipment, be it a stereo or a sewing machine, the features are less important than the opportunity the equipment provides its owner to talk about them, and thus signal his/her intelligence through their detailed, jargon-laden enumeration and description. This makes perfect sense, of course, and reading it provided theoretical confirmation of the correctness of my decision in the 1990s, when, after noticing that I only ever used a fraction of all available features and functions in any piece of electronic equipment, I decided to build a recording studio with the simplest justifiable models by the best possible brands.

Even less expected for me where some of the facts outside the topic of this book. Miller, conscious of the disrepute into which the evolutionary sciences have fallen due to foaming-at-the-mouth Marxist activists — Stephen Jay Gould, Leon Kamin, Steven Rose, and Richard Lewontin — and ultra-orthodox nurture bigots in modern academia, makes sure to precede his discussion by describing himself as a liberal, and by enumerating a horripilating catalogue of liberal credentials (he classes himself as a “feminist,” for example). He also goes on to cite survey data that shows most evolutionary psychologists in contemporary academia are socially liberal, like him. It is a sad state of affairs when a scientist feels obligated to asseverate his political correctness in order to avoid ostracism.

Unusually, however, Miller seems an honest liberal (even if he contradicts himself, as in pp. 297-8), and is critical in the first chapters as well as in the later chapters of the Marxist death-grip on academic freedom of inquiry and expression and of the cult of diversity and multiculturalism. The latter occurs in the context of a discussion on the various possible alternatives to a society based on conspicuous consumption, which occupies the final four chapters of this book. Miller believes that the multiculturalist ideology is an obstacle to overcoming the consumer society because it prevents the expression of individuality and the formation of communities with alternative norms and forms of social display. This is because humans, when left to freely associate, tend to cluster in communities with shared traits, while multiculturalist legislation is designed to prevent freedom of association. Moreover, and citing Robert Putnam’s research (but also making sure to clarify he does not think diversity is bad), Miller argues that “[t]here is increasing evidence that communities with a chaotic diversity of social norms do not function very well” (p. 297). Since the only loophole in anti-discrimination laws is income, the result is that people are then motivated to escape multiculturalism is through economic stratification, by renting or buying at higher price points, thus causing the formation of

low-income ghettos, working-class tract houses, professional exurbs: a form of assortative living by income, which correlates only moderately with intelligence and conscientiousness.

. . .

[W]hen economic stratification is the only basis for choosing where to live, wealth becomes reified as the central form of status in every community — the lowest common denominator of human virtue, the only trait-display game in town. Since you end up living next to people who might well respect wildly different intellectual, political, social, and moral values, the only way to compete for status is through conspicuous consumption. Grow a greener lawn, buy a bigger car, add a media room . . . (p. 300)

This is a very interesting and valid argument, linking the evils of multiculturalism with the consumer society in a way that I had not come across before.

Miller’s exploration of the various possible ways we could explode the consumer society does get rather silly at times (at one point, Miller considers the idea of tattooing genetic trait levels on people’s faces; and elsewhere he weighs requiring consumers to qualify to purchase certain products, on the basis of how these products reflect their actual genetic endowments). However, when he eventually reaches a serious recommendation, it is one I can agree with: promoting product longevity. In other words, shifting production away from the contemporary profit-oriented paradigm of cheap, rapidly-obsolescing, throwaway products and towards the manufacture of high quality, long-lasting ones, that can be easily serviced and repaired. This suggests a return to the manufacturing standards we last saw during the Victorian era, which never fails to put a smile on my face. Miller believes that this can be achieved using the tax system, and he proposes abolishing the income tax and instituting a progressive consumption tax designed to make cheap, throwaway products more expensive than sturdy ones.

Frankly, I detest the idea of any kind of tax, since I see it today as a forced asset confiscation practiced by governments who are intent in destroying me and anyone like me; but if there has to be tax, if that is the only way to clear the world out of the perpetual inundation of tacky rubbish, and if that is the only way to obliterate the miserable businesses that pump it out day after day by the centillions, then let it mercilessly punish low quality — let it sadistically flog manufacturers of low-quality products with the scourging whip of fiscal law until they squeal with pain, rip their hair out, and rend their garments as they see their profits plummet at the speed of light and completely and forever disappear into the black hole of categorical bankruptcy.

If you are looking for a deadly serious, arid text of hard-core science, Spent is not for you: the same information can be presented in a more detailed, programmatic, and reliable manner than it is here; this book is written to entertain as much as it is to educate a popular audience. If you are looking for a readable overview, a refresher, or an update on how evolved biology interacts with marketing and consumption, and would appreciate a few key insights as a prelude to further study, Spent is an easy basic text. It should be noted, however, that his area of research is still in relative infancy, and there is here a certain amount of speculation laced with proper science. Therefore, if you are interested in this topic, and are an activist or businessman interested in developing more effective ways to market your message or products, you may want to adopt an interdisciplinary approach and read this alongside Jacques Ellul’s Propaganda: The Formation of Men’s Attitudes, Jean Baudrillard’s early works on consumerism, and some of the texts in Miller’s own bibliography, which include — surprise, surprise! — The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life, by Richard Herrnstein and Charles Murray, and The Global Bell Curve: Race, IQ, and Inequality Worldwide, by Richard Lynn, among others.

TOQ Online, August 14, 2009

dimanche, 16 janvier 2011

D. H. Lawrence's Critique of Modernity

D. H. Lawrence’s Critique of Modernity,
Part 1

Derek HAWTHORNE

Ex: http://www.counter-currents.com/

d-h-lawrence.jpg1. The Genealogy of Modernity

 

The entire corpus of D. H. Lawrence’s writing is devoted to addressing the problem of life in the modern world, and his view of modernity was extraordinarily negative. Consider the following striking image Lawrence provides us with in his essay “The Novel and the Feelings”:

Supposing all horses were suddenly rendered masterless, what would they do? They would run wild. But supposing they were left still shut in their fields, paddocks, corrals, stables, what would they do? They would go insane. And that is precisely man’s predicament. He is tamed. There are no untamed to give the commands and the direction. Yet he is shut up within all his barbed wire fences. He can only go insane, degenerate.

According to Lawrence, we have created a human world for ourselves: a world of concrete and ideals, and have excluded nature. What does it mean to say that we have become “tamed”? It means that we have lost our wildness; our connection to the natural self, or the true unconscious. We have “corralled” ourselves; imprisoned ourselves in this tame, human, “ideal” world voluntarily. When Lawrence remarks that there are no “untamed to give the commands and the direction” he means that we have lost touch with the true unconscious, the untamed source within us, from which “natural man” draws his guidance. We can only go insane – in the sense that we lose our grip on reality, our orientation to the greater universe. We become degenerate through losing everything great in life, all aspiration, all spirit, and become instead Nietzsche’s “Last Man”: a creature whose concerns never rise above the level of comfort and security, and who lives from distraction to distraction, trying never to reflect upon the emptiness within him.

Though it all we reassure ourselves with the thought that “Progress” is being made. Lawrence offers the following amusing description of Modern Progress in Fantasia of the Unconscious:

“Onward, Christian soldiers, towards the great terminus where bottles of sterilized milk for the babies are delivered at the bedroom windows by noiseless aeroplanes each morn, where the science of dentistry is so perfect that teeth are implanted in a man’s mouth without his knowing it, where twilight sleep is so delicious that every woman longs for her next confinement, and where nobody ever has to do anything except turn a handle now and then in a spirit of universal love–” That is the forward direction of the English-speaking race.

Much of Lawrence’s critique of modernity is simply devoted to pointing out the folly of our devotion to abstract ideals. But Lawrence was not merely a gadfly – he was a (literary) revolutionary. He believed that the existing social order was not salvageable and that it would have to be utterly and completely destroyed:

It is no use trying merely to modify present forms. The whole great form of our era will have to go. And nothing will really send it down but the new shoots of life springing up and slowly bursting the foundations. And one can do nothing but fight tooth and nail to defend the new shoots of life from being crushed out, and let them grow. We can’t make life. We can but fight for the life that grows in us.

In order to fully understand Lawrence’s critique of modernity one must understand how he believes that modernity has come about. In a number of his works, Lawrence tries to work out a philosophy of history that would shed light on the mechanisms of historical change. In Movements in European History (1919) and elsewhere Lawrence develops a theory of history founded on a metaphysics derived from Empedocles. The twin principles that govern all of human life, and all human history are, according to Empedocles and Lawrence, Love and Strife. The forces are, respectively, attractive and repulsive. The first tends toward unity, the second toward disintegration or apartness. In the language Lawrence employs, the lives of human beings are governed by “sympathetic” and “voluntary” impulses, on both individual and global levels. In the modern West, due primarily to the influence of Christianity, there has been an overemphasis on the sympathetic, unitive, and “feminine” element. When an imbalance in the two forces occurs, whether in an individual psyche or in history, a swing to the other pole will occur. Thus, modern individuals have swung to the voluntary pole. Ironically, however, they have vented their aggressive willfulness through fanatical devotion to a secularized version of the ideals implicit in “sympathetic” Christianity: liberty, equality, fraternity, and, most pernicious of all, universal love.

In Apocalypse, much of which is devoted to a critique of Christian values, Lawrence refers to Lenin, Abraham Lincoln, and Woodrow Wilson as “evil saints.” These are men who aimed to advance the “noble” ideals of modernity regardless of the cost in human lives. He tells us elsewhere that “What has ruined Europe, but especially northern Europe, is this very ‘pure idea.’ Would to God the ‘Ideal’ had never been invented. But now it’s got its claws in us, and we must struggle free. The beast we have to fight and to kill is the Ideal. It is the worm, the foul serpent of our epoch, in whose coils we are strangled.”

The secularization of Christian ideals, and their transformation into “isms” such as socialism, communism, liberalism, and multiculturalism is a manifestation of a deeper process, however. It is the process by which the intellect comes to usurp all else in the soul. The complex and often beautiful mythology of Judaism and Christianity, which operates on a visceral level, is replaced by the abstract ideologies of men like Hegel and Marx. This simply reflects the modern shift away from “mythopoetic thought” to a form of rationalism which seeks to do away with myth and to make everything explicit and transparent by means of “the concept.” Lawrence understands this cultural shift in actual physiological terms, as a shift from a life lived in contact with the “lower centers” of the body to one which operates exclusively from the “upper centers.” (He also understands the aforementioned “sympathetic” and “voluntary” forces as grounded in human physiology.)

Lawrence states in Fantasia, “We have almost poisoned the mass of humanity to death with understanding. The period of actual death and race-extermination is not far off.” Yet, underneath our intellectualism and devotion to ideals, in the deeper recesses of the body, nothing has changed. Lawrence writes, “What really torments civilized people is that they are full of feelings they know nothing about; they can’t realize them, they can’t fulfill them, they can’t live them.” These feelings may be sexual. They may be moral sentiments, such as archaic stirrings of the sense of honor. Or they may be religious: an inchoate yearning for the lost gods. Modern society gives us no one way to make sense out of many of these feelings, especially the religious ones. And others it positively condemns. Yet the feelings remain, and the feelings are very often—indeed, almost always—against the ideals. In our society, these feelings stir most strongly in children. But children are soon “put right” by an educational system that forces them, as Lawrence puts it, into “mental consciousness.” They are forced to suppress their heretical feelings, and are fed full of the Ideal.

We imagine that we live in a golden age of Progress, but Lawrence dismisses it as wholly false:

Everything is counterfeit: counterfeit complexion, counterfeit jewels, counterfeit elegance, counterfeit charm, counterfeit endearment, counterfeit passion, counterfeit culture, counterfeit love of Blake, or of The Bridge of San Luis Rey, or Picasso, or the latest film-star. Counterfeit sorrows and counterfeit delights, counterfeit woes and moans, counterfeit ecstasies, and, under all, a hard, hard realization that we live by money, and money alone: and a terrible luring fear of nervous collapse, collapse.

In the eyes of modern people, however, it is very often nature itself that seems counterfeit or, at least unreal. Lawrence believes that in modernity nature is essentially seen as raw material to be made over into the products of human design. This point was famously made by Heidegger in his essay “The Question Concerning Technology.” Heidegger argues that in the modern period, as a result of the advancement and proliferation of technology, the being of the natural world has revealed itself to humankind in a manner that is vastly different from how it revealed itself to our ancestors. It has become for us the “standing reserve” (Bestand). Heidegger writes:

The earth now reveals itself as a coal mining district, the soil as a mineral deposit. The field that the peasant formerly cultivated and set in order appears differently than it did when to set in order meant to take care of and to maintain. The work of the peasant does not challenge the soil of the field. In the sowing of the grain it places the seed in the keeping of the forces of growth and watches over its increase. But meanwhile [in the modern period] even the cultivation of the field has come under the grip of another kind of setting-in-order, which sets upon nature. It sets upon it in the sense of challenging it. Agriculture is now the mechanized food industry. Air is now set upon to yield nitrogen, the earth to yield ore, ore to yield uranium, for example; uranium is set upon to yield atomic energy, which can be released either for destruction or for peaceful use. (Martin Heidegger, The Question Concerning Technology and Other Essays, trans. William Lovitt [New York: Harper and Row], 14–15.)

In a similar vein Lawrence writes, “To the vast public, the autumn morning is only a sort of stage background against which they can display their own mechanical importance.” In his essay “Aristocracy,” Lawrence speaks in general of how modern man has lost the connection to nature, and of how we have lost the connection to “Amon, the great ram” in particular. “To you, he is mutton. Your wonderful perspicacity relates you to him just that far. But any farther, he is—well, wool.” (This promethean perspective on nature—the perspective that sees nature as “standing reserve”—is perfectly exemplified in the character of Gerald Crich in Lawrence’s greatest novel, Women in Love.)

Nature seems unreal to moderns because to them it is unfinished: it waits upon us to put our stamp upon it; to “make it into something.” Natural objects always therefore have the status of mere potentials: potentials for being made over, improved upon, or re-used or re-arranged in some fashion. At root, this is because the modern consciousness is radically future oriented. The past, for moderns, is something that has been gotten beyond, and is well lost. Only the future matters, and the future promises to carry on the march of progress; to be cleaner, faster, and smarter. Everything has its true being, therefore in the future. Everything—including ourselves—is always what it is going to be. The being of things is always promissory.

Modern people live in reaction against the past, and in anticipation of the future. What drops out is the present. Hence, the notorious inability of modern people to appreciate what is present at hand, or to recognize when enough is enough. Lawrence writes in an essay, “Why do modern people almost invariably ignore the things that are actually present to them?” He goes on to speak of an elderly tourist he encountered who left England “to find mountains, lakes, scythe-mowers, and cherry trees,” and asks “Why isn’t she content to be where she is?”

Lawrence’s answer to all of this will be unsurprising at this point. He wants us to somehow re-connect with those primal feelings and impulses that modernity requires us to suppress. The Fall of Man had nothing to do with sex; on the contrary God was on the side of sex. When Adam and Eve ate the forbidden fruit they became creatures of the “upper centres”; self-aware and self-conscious. “Then the eyes of both of them were opened, and they realized that they were naked” (Genesis 3:6). In Lawrence’s words, the Fall did not arise “till man felt himself apart, as an apart, fragmentary, unfinished thing.” Somewhere along the way, we reached a point where we came to see ourselves as on the earth, but not of it. At one point, Lawrence refers to modern people as “parasites on the body of earth.”

He writes in “A propos of Lady Chatterley’s Lover,”

Oh, what a catastrophe for man when he cut himself off from the rhythm of the year, from his unison with the sun and the earth. . . . This is what is the matter with us. We are bleeding at the roots, because we are cut off from the earth and sun and stars, and love is a grinning mockery, because, poor blossom, we plucked it from its stem on the Tree of Life, and expected it to keep on blooming in our civilized vase on the table.

But how exactly are we to go about connecting with our primal instincts, and to the earth? This is the central problem for Lawrence, and his writings explore different ideas about how to accomplish it. Of course, one approach might be purely negative or critical. It might consist in a ruthless critique of everything that is, and everything that we are, until we get to that within us which is “natural.” This is indeed one of Lawrence’s approaches, and I am exploring it in this essay. It consists, in essence, of a kind of emptying or burning away. It is the alchemical nigredo, in which some lowly stuff (in this case, us) is burned and purified; made ready for transformation into something of a higher or better sort. Lawrence’s approach to modernity is certainly destructive, but it is not purely destructive.

Lawrence reminds us of Nietzsche, going around philosophizing with a hammer. His attitude in Women in Love seems, at least on the surface, particularly Nietzschean (a point to which I shall return later). But Lawrence’s position seems to evolve over time into a version of the nostalgia Nietzsche rejected. It is a nostalgia for something like the consciousness of the “Master” type Nietzsche discussed in On The Genealogy of Morals. At times Lawrence seems clearly to yearn for a return to something like a pre-modern pagan mentality. This element in his makeup becomes more pronounced over time, culminating in his “Mexican” works, The Plumed Serpent (1926) and Mornings in Mexico (1927).

There is a major problem with such a position, however. Doesn’t our ability to understand and to critique our own history mean that we have advanced beyond the position of our ancestors? We might yearn to return to paganism, but we have lost pagan innocence. And the more we believe we have understood paganism, the further we are removed from the life of an actual pagan. In other words, Nietzsche was right. Yet the Nietzschean alternative, the literal creation of “new values” by an Overman is unnatural: it is yet another manifestation of the modern dislocation from the earth and from the body. The current values are dead all right, but Lawrence believes they were laid over top of our suppressed natural values, which must now be unearthed. But how? And how can we “go back” while preserving what we have gained in going forward, even if the going forward was into degeneration? I believe these questions get to the heart of Lawrence’s concerns about modernity, and finding an answer to it.

D. H. Lawrence’s Critique of Modernity,
Part 2

5041.jpgLawrence encountered the effects of modernity—especially the Industrial Revolution—directly in his native Midlands. He saw how if affected people, generally for the worse. Again and again he sets his stories against the backdrop of the collieries. He saw the miners become increasingly dehumanized. Working in the earth, they become cut off from it and from themselves. They lived, but they did not flourish. Lawrence’s remarks about the Industrial Revolution, capitalism, and the condition of the miners put him quite close to the thought of Marx and other socialist writers. In fact, it would not be at all unreasonable to claim Lawrence as a kind of socialist. However, as we shall see, few socialists would wish to do so!

Though The Rainbow can hardly be thought of as a novel about the Industrial Revolution, nevertheless that is its backdrop. The novel is the saga of several generations of an English family, the Brangwens, following them from the pre-industrial to the industrial age. A pastoral mood dominates throughout most of the work, and one feels a vivid sense of connection to nature and to place. Little of great significance really happens to the Brangwen family until one gets to the present day, and the story of Ursula Brangwen. Up to that point their lives are as cyclical and as repetitive as the seasons, but what we feel in reading about them is great peace, not boredom. As the narrative moves into the thick of the industrial age, it becomes populated with characters— Ursula among them—who have lost the sense of connection to the soil and to traditional culture that was the mainstay of their forebears’ existence. Ursula and her lover, Skrebensky, are lost souls, in search of some connection somewhere. Skrebensky betrays the search, and flees from Ursula. (Ursula continues it, though we must read the novel’s sequel, Women in Love, to see where it takes her.)

In his essay “Nottingham and the Mining Countryside,” Lawrence writes,

In my father’s generation, with the old wild England behind them, and the lack of education, the man was not beaten down. But in my generation, the boys I went to school with, colliers now, have all been beaten down, what with the din-din-dinning of Board Schools, books, cinemas, clergymen, the whole national and human consciousness hammering on the fact of material prosperity above all things.

How were these mean beaten down? Lawrence answers in the same essay that “the industrial problem arises from the base forcing of all human energy into a competition of mere acquisition.” Human concerns, in other words, are narrowed to economics.

It is unsurprising to see people concerned solely with making a living if they face starvation. But, for Lawrence, what is queer about modern Europeans—including the working classes—is that actual starvation is seldom a danger for any man, yet they behave as if it is. Indeed, he begins his lengthy philosophical essay “The Education of the People” with exactly this issue: “Curious that when the toothless old sphinx croaks ‘How are you going to get your living?’ our knees give way beneath us. . . . The fear of penury is very curious, in our age. In really poor ages men did not fear penury. They didn’t care. But we are abjectly terrified of it. Why?” Whoever has wits (and guts), Lawrence points out, doesn’t starve, nor does he care about starving. But today the only thing that seems to really move people is a threat to their safety and security. We are all, it seems, Nietzsche’s Last Man.

Lawrence’s analysis of what has “beaten down” modern working men places him close to Karl Marx. Clearly, Lawrence believes that modern workers exist in the condition Marx referred to as “wage slavery.” Under capitalism, it becomes less and less feasible to be self-sustaining or self-employed and workers must sell their labor to bosses, who pay the workers only a fraction of the profit produced by their hard work. Although workers are de jure free to leave their jobs, they are de facto enslaved because the same conditions of economic exploitation will be found on the next job, and the next. In his essay “Is England Still a Man’s Country?” Lawrence writes “The insuperable difficulty to modern man is economic bondage. Slavery!” Lawrence would probably also have found Marx’s theory of “alienation” under capitalism quite congenial. (That theory is to be found in the so-called “Economic and Philosophic Manuscripts” of 1844, which were not published until 1932.)  Lawrence would probably have agreed with Marx’s idea that capitalist relations of production alienate us from our “species being” by making it nearly impossible for us to realize ourselves and find fulfillment through work.

We know that Lawrence went through a period in his youth when he certainly thought of his himself as a socialist. In 1905, Lawrence met Alice Dax, a socialist and early feminist. Dax introduced him to a circle of socialist thinkers active in the Midlands, and also to her book collection, which included works by authors like John Ruskin, William Morris, and Edward Carpenter. Later, of course, Lawrence would make the acquaintance of an even more eminent group of “progressive” thinkers, including Bertrand Russell. On February 12, 1915 Lawrence wrote to Russell:

We must provide another standard than the pecuniary standard, to measure all daily life by. We must be free of the economic question. Economic life must be the means to actual life. . . . There must be a revolution in the state. . . . The land, the industries, the means of communication and the public amusements shall all be nationalized. Every man shall have his wage till the day of his death, whether he work or not, so long as he works when he is fit. Every woman shall have her wage till the day of her death, whether she works or not, so long as she works when she is fit—keeps her house or rears her children.

Then, and only then, shall we be able to begin living.

Throughout his career, Lawrence would again and again toy with the sort of thing he proposes here: a political solution to the problem of modernity. Ultimately, as we shall see, he came to completely reject the final assertion quoted above: that only when the right political action has been taken can we “begin living.” Ultimately, Lawrence realized that politics is not the answer; that the hope lies in the very personal quest of private individuals. (But more on this later.)

Lawrence’s “socialism” was always of the utopian variety, never the “scientific” sort advanced by Marxists. In so far as there are affinities with Marx’s thought, they are affinities—as I have already pointed out—with the early, “humanistic” Marx, not the Marx of Das Kapital. In addition, Lawrence eventually came to combine socialist ideas with a form of elitism, and an emphasis on ties to blood and soil. This, as many others have pointed out, puts him closer to fascism and national socialism than to Marx or to the left-wing progressives of Alice Dax’s circle. (However, Lawrence’s occasional flashes of Luddism and his vigorous critique of modern science distance him from both the Communists and the Nazis.)

Lawrence agrees with the Marxists in deploring the perniciousness of class warfare under capitalism. However, he rejects the Marxist (and, for that matter, national socialist) ideal of the “classless society.” For Lawrence, the problem with modern, industrial civilization is not that it has classes, but that the classes have lost the ability to relate to each other in a healthy way. In “A Propos of Lady Chatterley’s Lover” he writes, “Class-hate and class-consciousness are only a sign that the old togetherness, the old blood-warmth has collapsed, and every man is really aware of himself in apartness. Then we have these hostile groupings of men for the sake of opposition, strife. Civil strife becomes a necessary condition of self-assertion.” For Lawrence, true community depends upon shared blood ties, shared history, and closeness to the soil. In traditional, aristocratic societies relations between the classes were never so bad as they are under capitalism, for all individuals felt a kinship for one another based on an intuition of ethnic and cultural ties. But in the modern period, our awareness of these ties has been destroyed by what Lawrence calls in the same essay “individualism,” by which he means something like “atomization.” People have lost the common tie to the earth; they have forgotten their history and their folk culture. They exist in a state of apartness and mutual distrust. Industrialization and wage slavery have exacerbated this condition, pitting the new classes of bosses and workers, bourgeoisie and proletariat, against each other. The irresponsible exploitation of the earth, and of human beings, by business is only possible because these ties have been broken. This breakdown was furthered by industrialization and capitalism, but the deeper cause is what we have seen Lawrence denouncing as “idealism”: the tendency to live according to mental conceptions, ideals, and grand designs, rather than according to our “natural” and intuitive blood-consciousness, and blood-warmth.

In a late essay, “Men Must Work and Women as Well,” Lawrence writes,

Now we see the trend of our civilization, in terms of human feeing and human relation. It is, and there is no denying it, towards a greater and greater abstraction from the physical, towards a further and further physical separateness between men and women, and between individual and individual. . . . Recoil, recoil, recoil. Revulsion, revulsion, revulsion. Repulsion, repulsion, repulsion. This is the rhythm that underlies our social activity, everywhere, with regard to physical existence.

Lawrence rejects the ideal of the classless society, but he also rejects class division as it has been hitherto established in history. And he rejects traditional, hereditary aristocracy in favor of a quasi-Nietzschean “aristocracy of the spirit.” However, like much else in his social thought, Lawrence leaves it completely vague how such an aristocracy could be established and maintained. He certainly objects to the plight of the proletarians, but unlike the Marxists he does not romanticize them. In fact, Lawrence argues that in modern society virtually everyone has become “proletarian,” or proletarianized. In John Thomas and Lady Jane (the second of three versions of the novel that would become Lady Chatterley’s Lover) Connie Chatterley hears the following from the musician Archie Blood:

The proletariat is a state of mind, it’s not really a class at all. You’re proletarian when you are cold like a crab, greedy like a crab, lustful with the rickety egoism of a crab, and shambling like a crab. The people in this house are all proletarian. The Duchess of Toadstool is an arch proletarian. . . . The proletarian haves against the proletarian have-nots will destroy the human world entirely.

In other words, capitalism has turned us all into people whose lives revolve around work and money, through which we hope to gain greater security and greater buying power. When not working, we engage in various forms of mindless indulgence. It is the sort of life which (via the character of “Walter Morel”) he depicts his father living in Sons and Lovers: a day spent in the pit, followed by an evening getting drunk and stumbling home.

Essentially, the aim of communism is to do precisely what capitalism has already accomplished in a much more sinister way: to make everyone proletarian. The communists just sought to erase the distinction between the proletarian haves and have-nots. And this brings us back to Heidegger. One of Heidegger’s more notorious claims was that capitalist and communist societies were “metaphysically identical.” In Introduction to Metaphysics Heidegger states, “Europe lies in the pincers between Russia and America, which are metaphysically the same, namely in regard to their world-character and their relation to the spirit.” Both are fundamentally materialist in their orientation: in both social systems human concerns do not rise, and are not supposed to rise, above the level of material comfort and security. Both deny the higher needs of the human spirit: communism explicitly, capitalism implicitly (and far more insidiously). In his essay “Democracy” Lawrence speaks of how in modern, democratic societies the “Average Man” is exalted above all: “Please keep out all Spiritual and Mystical needs. They have nothing to do with the average.”

Early in life, Lawrence had half-idealized the “working men” (or the miners, at least) as more in touch with their chthonic, primal feelings. Lawrence came to realize that this was an illusion. In “Democracy” he asserts that the working men are “even more grossly abstracted” from the physical. But why? Here we encounter an aspect of Lawrence’s socialism that situates him far away from Marx, but close to William Morris and the socialists of the “arts and crafts movement.” The working man is abstracted from the physical because he has been beaten down by ugliness.

Now though perhaps nobody knew it, it was ugliness which really betrayed the spirit of man, in the nineteenth century. The great crime which the moneyed classes and promoters of industry committed in the palmy Victorian days was the condemning of the workers to ugliness, ugliness, ugliness: meanness and formless and ugly surroundings, ugly ideals, ugly religion, ugly hope, ugly love, ugly clothes, ugly furniture, ugly houses, ugly relationship between workers and employers. The human soul needs actual beauty even more than bread.

How does one square this thesis about the debilitating effects of ugliness with Lawrence’s claim that it is “idealism” that is the culprit here, “beating down” the working man and everyone else? The two claims are not mutually exclusive. Ugliness is a consequence of idealism: where the Ideal is all important, “aesthetic concerns” will be denigrated. This was very obviously a feature of communist societies such as the Soviet Union, where Lenin explicitly declared such concerns “momentary interests.” Westerners living in capitalist societies were always quick to point out the ugly, utilitarian quality of Soviet life—while being generally blind to it in their own countries. The typical American capitalist attitude is that unless something makes a profit it is valueless. What good is beauty, poetry, or good food—unless they can be sold on a mass scale? Since human life cannot be entirely free of these things, capitalism finds an indirect way of justifying them. The sight of beauty “relaxes” us. Reading poetry “lowers the heart rate.” Good food is a “reward for a hard day’s work.” In short, the fine and noble is not beautiful and useless at all—because it can make better, healthier, longer-lived workers of us! But the claim that the fine and noble could have any intrinsic value apart from its relation to work simply doesn’t get a hearing.

American education reflects this prejudice and students follow along like good proletarians in training, objecting to “useless” classes on literature, history, and art. All of this may make it seem like the capitalist attitude is not idealistic at all but cynically “practical.” This is not the case, however, for the ugliness and barrenness of life under capitalism is seen as part of the march of Progress. Like a disciple of the Arts and Crafts Movement, Lawrence suggests that beauty is the key to solving the “industrial problem”:

If they had made big, substantial houses, in apartments of five or six rooms, and with handsome entrances. If above all, they had encouraged song and dancing—for the miners still sang and danced—and provided handsome space for these. If only they had encouraged some form of beauty in dress, some form of beauty in interior life—furniture, decoration. If they had given prizes for the handsomest chair or table, the loveliest scarf, the most charming room that men or women could make! If only they had done this, there would never have been an industrial problem. The industrial problem arises from the base forcing of all human energy into a competition of mere acquisition.

In the essay “Red Trousers” he playfully suggests that “If a dozen men would stroll down the Strand and Piccadilly tomorrow, wearing tight scarlet trousers fitting the leg, gay little orange-brown jackets and bright green hats, then the revolution against dullness which we need so much would have begun.”

Of course, such suggestions may seem highly romantic, and unrealistic, but there is nevertheless a great deal that is right about them. The essays from which the above two quotes were taken were written in the period 1928–1930. They reflect the fact that Lawrence never entirely gave up on his early “utopian socialist” sentiments. He simply became a good deal wiser about the prospects for translating them into reality. His early naïveté is perfectly reflected in the finale of The Rainbow, in which Ursula Brangwen looks down upon the ugliness of the mining countryside, only to see a rainbow rising above it: “She saw in the rainbow the earth’s new architecture, the old, brittle corruption of houses and factories swept away, the world built up in a living fabric of Truth, fitting to the over-arching heaven.” The First World War destroyed Lawrence’s naïve hopes that the modern world might be cleansed and redeemed, at least through some kind of social reform. His next novel, Women in Love, would be a complete repudiation of the optimism with which The Rainbow ends. My next essay will be devoted to an analysis of Women in Love as anti-modern novel.

samedi, 15 janvier 2011

Gli ultimi trionfi del denaro e della macchina nella filosofia della storia di Oswald Spengler

Gli ultimi trionfi del denaro e della macchina nella filosofia della storia di Oswald Spengler

Francesco Lamendola

Ex: http://www.centrostudilaruna.it/

Nato a Blankenburg, nel Magdeburgo, nel 1880 e morto a Monaco nel 1936 – in buon punto per evitare le conseguenze del suo rifiuto di approvare il violento antisemitismo del regime hitleriano -, Oswald Spengler è stato uno dei filosofi più discussi e controversi del XX secolo, suscitando fervidi entusiasmi e ripulse totali e irrevocabili. Per alcuni egli è stato il teorico del nazionalsocialismo, nella misura in cui – pur non aderendo formalmente ad esso – aveva sostenuto la necessità di instaurare un forte potere militare e affermato la superiorità della razza «bianca» e della preponderanza della Germania nel quadro politico mondiale. Altri hanno visto in lui il maggiore erede di Nietzsche, della sua fedeltà alla terra e della volontà di potenza, oltre che un continuatore del relativismo storicistico di Dilthey e, quindi, il legittimo continuatore della tradizione filosofica tedesca di fine Ottocento.

La sua concezione organicistica delle civiltà, secondo la quale ogni civiltà è equiparabile a un essere vivente che nasce, si sviluppa, decade (nella fase della «civilizzazione») e, da ultimo, muore, apparve – ed era – una tipica forma di biologismo sociale, dominata com’era da una darwiniana strength for life, ove le civiltà vecchie e deboli devono cedere il passo a quelle giovani e forti. Concezione che a molti non piacque, e che tuttavia appariva fondata su cospicui elementi di realtà oggettiva, e che tanto più difficile sembrava smentire quanto più l’Autore dispiegava, per sostenerla, una immensa congerie di osservazioni tratte dalla musica, dall’architettura, dalla storia delle religioni e da quella dell’economia e della tecnica.

Piacque, soprattutto ai Tedeschi, l’implicito machiavellismo sotteso a tutta l’opera: per cui, nelle convulsioni della disfatta al termine della prima guerra mondiale (Il tramonto dell’Occidente venne pubblicato tra il 1918 e il 1922, ossia negli anni più bui mai vissuti sino ad allora dalla Germania), era possibile intravedere una ripresa e, forse, persino una futura rivincita, a patto di sapere accettare il proprio destino e di percorrere sino in fondo la strada tracciata dalle presenti forze storiche, materiali non meno che spirituali.

Otto, secondo Spengler, sono le civiltà che si sono succedute, dall’origine ad oggi, nel panorama della storia mondiale, sviluppando quei «cicli di cultura» i quali tendono a ripetersi con caratteristiche sostanzialmente analoghe, pur nella diversità delle situazioni specifiche. Esse sono state la babilonese, l’egiziana, la indiana, la cinese, la greco-romana (o «apollinea»), l’araba (o «magica»), quella dei Maya e, infine, l’occidentale (che Spengler definisce «faustiana»). Si sono avvicendante secondo una cadenza di circa mille anni, soggiacendo a leggi in tutto e per tutto simili a quelle degli organismi viventi e finendo per estinguersi e scomparire completamente – tranne la nostra, che è destinata, però, a concludersi come le altre.

Si suole affermare che qualcosa di una civiltà continua a permanere anche al di là di essa, ma è un errore. Ogni civiltà è destinata a una fine totale, che trascina con sé anche i valori da essa emanati; nessun valore può sopravvivere al di là della civiltà che lo ha prodotto. I valori sono deperibili, proprio come le civiltà; possono, semmai, essere sostituiti da altri valori, frutto di altre civiltà. Non esistono valori assoluti, così come non esistono verità assolute; ogni verità è relativa al contesto della civiltà che la pone e, esauritasi quest’ultima, anche il concetto di verità si sbriciola, si frantuma. La stessa idea di progresso, non è altro che una illusione.

Quanto alla civiltà occidentale, essa è ormai quasi giunta al termine del proprio ciclo vitale e, quindi, alla successiva, inevitabile estinzione: non resta che prenderne atto e seguire il destino che ci si prepara, rinunciando alla chimera di poter tramandare valori imperituri o di poter mutare il corso della storia, bensì sfruttando l’ultimo guizzo di luce prima del crepuscolo.

Ma già si fa avanti la prossima civiltà, che prenderà il posto di quella occidentale: la civiltà russa, che dominerà a sua volta la scena della storia mondiale, finché non avrà esaurito il suo ciclo e scomparirà a sua volta.

La civiltà occidentale, dunque, non ha nulla di speciale, in se stessa, perché si debba pensare che possa sfuggire al destino di tutte le altre civiltà. Anzi, essa è già entrata, e da tempo, nella fase della civilizzazione, caratterizzata dal gigantismo delle sue creazioni esteriori e dal progressivo esaurimento del suo spirito vitale, della sua «anima».

D’altra parte, negli ultimi secoli della sua vicenda millenaria si è prodotto un evento finora sconosciuto alla storia dell’umanità: il sopravvento della tecnica, della macchina, sulla natura e sull’uomo stesso, che ne è divenuto lo schiavo. È nata una figura nuova, quella dell’ingegnere; che, molto più importante dell’imprenditore o dell’operaio dell’industria, tiene in mano i futuri sviluppi della civiltà occidentale. Ma il tempo di quest’ultima è ormai quasi compiuto; la fine è imminente. Si tratta soltanto di vedere se l’uomo occidentale saprà assecondare il movimento della storia, creando una nuova forma di potenza – quella del signore, che non si cura dei profitti personali come fa il mercante e che, a differenza di lui, mira ad instaurare una società basata sull’armonia generale e non sul vantaggio egoistico di pochi capitalisti.

Questa posizione spiega l’atteggiamento di cauto interesse nei confronti del socialismo, inteso come principio etico più che come concreto movimento storico; e coniugato, d’altronde, con un forte elemento di tipo nazionalistico, sì da far pensare più al nazionalsocialismo che al comunismo sovietico. Ma forse, dopotutto, Spengler aveva la vista più lunga di quanto non sembrasse ai suoi detrattori e aveva intuito che, dietro le grandi differenze esteriori, nazismo e stalinismo avevano più cose in comune di quante non fossero disposti ad ammettere sia l’uno che l’altro. Per cui la sua profezia, che alla fine l’idea del denaro si sarebbe scontrata con l’idea del sangue; ossia che i valori mercantili sarebbero venuti a una resa dei conti con i valori aristocratici, conteneva elementi tutt’altro che peregrini; tanto è vero che molti intellettuali europei di destra – a cominciare da Julius Evola, traduttore dal tedesco de Il tramonto dell’Occidente nella nostra lingua – avrebbero visto nella seconda guerra mondiale, a torto o a ragione, precisamente questo tipo di scontro finale. E così la vide anche Berto Ricci, andato volontario a combattere (e a morire) in Libia contro gli Inglesi, lui sposato e padre di famiglia, nella speranza di vedere – come scrisse in una delle sue ultime lettere – il sorgere di un mondo un po’ meno ingiusto, un po’ meno ladro di quello allora esistente.

Scriveva, dunque, Oswald Spengler nelle pagine conclusive de Il tramonto dell’Occidente (titolo originale: Der Untergang des Abendlandes, traduzione italiana di Julius Evola, Longanesi &C., Milano, 1957, 1978, vol. 2, pp. 1.390-98):

…contemporaneamente al razionalismo, si giunge alla scoperta della macchina a vapore che sovverte tutto e trasforma dai fondamenti l’immagine dell’economia. Fino a allora la natura aveva avuto la parte di una coadiutrice; ora la si riduce a una schiava e il suo lavoro, quasi per scherno, lo si calcola secondo cavalli-vapore. Dalla forza muscolare del negro sfruttata nelle aziende organizzate, si passò alle riserve organiche della scorza terrestre dove l’energia vitale di millenni è immagazzinata sotto specie di carbone, e infine lo sguardo si è portato sulla natura inorganica, le cui forze idrauliche sono state già arruolate ad integrare quelle del carbone. Coi milioni e miliardi di cavalli-vapore la densità di popolazione raggiunge un livello che nessun’altra civiltà avrebbe mai ritenuto possibile. Questo aumento è conseguenza della macchina, la quale vuol essere servita e diretta, in cambio centuplicando le forze di ogni individuo. È con riferimento alla macchina che la vita umana va ora a rappresentare un valore. Il lavoro diviene la grande parola d’ordine del pensiero etico. Già nel diciottesimo secolo esso in tutte le lingue aveva perduto il suo significato negativo originario. La macchina lavora e costringe l’uomo a lavorare insieme ad essa. Tutta la civiltà è giunta ad un tale grado di attivismo, che sotto di esso la terra trema.

E ciò che si è svolto nel corso di appena un secolo è uno spettacolo di una tale potenza, che l’uomo di una futura civiltà, di una civiltà con una anima diversa e con diverse passioni, avrà il sentimento che la stessa natura ne doveva esser stata scossa nel suo equilibrio. Anche in altri tempi la politica passò sopra città e popoli e l’economia umana incise profondamente sui destini del regno animale e vegetale; ma tutto ciò sfiorò appena la vita e di nuovo sparì. Invece questa tecnica lascerà le sue tracce anche quando tutto sarà dimenticato e sepolto. Questa passione faustiana ha trasformato l’imagine della superficie terrestre.

Qui ha agito un impulso della vita a trascendere e ad innalzarsi che, intimamente affine a quello del gotico, al tempo dell’infanzia della macchina a vapore trovò espressione nel monologo del Faust di Goethe. L’anima ebbra vuol portarsi di là da spazio e tempo. Una indicibile nostalgia la attira verso lontananze sconfinate. Ci si vorrebbe staccare dalla terra, ci si vorrebbe perdere nell’infinito, si vorrebbero sciogliere i vincoli del corpo ed errare nello spazio cosmico fra le stelle. Ciò che all’inizio fu cercato dal fervido empito ascensionale di un San Bernardo, ciò che Grünewald e Rembrandt evocarono negli sfondi dei loro quadri e Beethoven negli accordi trasfigurati dei suoi ultimi quartetti, torna di nuovo nell’ebbrezza spirituale donde procede questa fitta serie di invenzioni. È così che si è formato un sistema fantastico di mezzi di comunicazione che ci fa attraversare interi continenti in pochi giorni, e ci porta con città galleggianti di là da ogni oceano, che trafora montagne e lancia convogli a velocità pazze nei labirinti delle ferrovie sotterranee; e dalla veccia macchina a vapore, da tempo esaurita nelle sue possibilità, si è passati ai motori a gas per infine staccarsi dalle vie e dalle rotaie ed elevarsi negli spazi. Così la parola parlata in un attimo può esser inviata oltre ogni mare; prorompe il piacere per records di ogni specie e per le dimensioni inaudite, ambienti giganteschi vengono costruiti per macchine titaniche, navi enormi e ponti ad incredibile gettata, costruzioni pazzesche che raggiungono le nubi, forze meravigliose incatenate in un punto in modo tale che basta la mano di un bambino per metterle in movimento, opere di cristallo e di acciaio che vibrano nel frastuono di ogni specie di meccanismi nelle quali, questo essere minuscolo, si muove come un signore assoluto sentendo finalmente sotto di sé la natura.

E queste macchine nella loro forma sono sempre più disumanizzate, sempre più ascetiche, mistiche, esoteriche. Esse avvolgono la terra con una rete infinita di forze sottili, di correnti e di tensioni. Il loro coro si fa sempre più spirituale, sempre più chiuso. Queste ruote, questi cilindri, queste leve non parlano più. Ciò che in esse è più importante si ritira all’interno. La macchina è stata sentita come qualcosa di diabolico, e non a torto. Agli occhi del credente essa rappresenta la detronizzazione di Dio. Essa pone la causalità sacra nelle mani dell’uomo e questi la mette silenziosamente, irresistibilmente in moto con una specie di preveggente onnisapienza.

Mai come oggi un microcosmo si è sentito superiore al macrocosmo. Oggi vediamo piccoli esseri viventi che con la loro forza spirituale hanno ridotto il non vivente a dipendere da loro. Nulla sembra eguagliare un simile trionfo che è riuscito ad un’unica civiltà e forse solo per la durata di qualche secolo.

Ma proprio per tal via l’uomo faustiano è divenuto schiavo della sua creazione. Nelle sue mosse così come nelle sue abitudini di vita egli sarà spinto dalla macchina in una direzione sulla quale non vi sarà più né sosta, né possibilità di tornare indietro. Il contadino, l’artigiano, perfino il commerciante appaiono d’un tratto insignificanti di fronte a tre figure cui lo sviluppo della macchina ha dato forma: l’imprenditore, l’ingegnere e l’operaio industriale. In questa civiltà, e in nessun’altra al di fuori di essa, da un piccolo ramo dell’artigianato, cioè dall’economia dei manufatti, si è sviluppato il possente albero che oscura ogni altra professione: il mondo economico dell’industria meccanica. E questo mondo costringe sia l’imprenditore che l’operaio industriale ad obbedirgli. Entrambi sono gli schiavi, non i signori della macchina che ora comincia a manifestare il suo occulto potere demonico. Ma se le attuali teorie socialistiche hanno solo voluto vedere il rendimento dell’operaio non avanzando che per il lavoro di questi le loro rivendicazioni, un tale lavoro è tuttavia reso possibile esclusivamente dall’attività decisiva e sovrana dell’imprenditore. Il famoso detto del braccio possente che fa arrestare tutte le ruote è un errore. Per fermarle, non c’è bisogno di essere operai. Ma per tenerle in moto, non basta essere operai. È l’organizzazione, è il dirigente che costituisce il centro di tutto questo regno artificiale e complesso della macchina. Il pensiero, non il braccio, tiene insieme un tale regno. Ma proprio per questo, per mantenere in piedi siffatto edificio perennemente pericolante, una figura è ancor più importante della stessa energia di nature dominatrici in veste di imprenditori che fa scaturire da suolo intere città e che sa trasformare l’immagine del paesaggio – una figura, che nelle lotte politiche si è soliti dimenticare: l’ingegnere, sapiente sacerdote della macchina. Non sol il livello ma la stessa esistenza dell’industria dipendono dall’esistenza di centinaia di migliaia di menti qualificate e ben addestrate che dominano e fanno progredire incessantemente la tecnica.

L’ingegnere è propriamente il silenzioso dominatore e il destino dell’industria meccanica. Il suo pensiero è come possibilità quel che la macchina è come realtà. Si è temuto, materialisticamente, l’esaurirsi dei giacimenti di carbone. Ma finché esisteranno degli scopritori di sentieri di un rango superiore pericoli di tal genere saranno inesistenti. Solo quando questo esercito di inventori, il cui lavoro intellettuale forma una interna unità con quello della macchina, non avrà più una posterità, l’industria, malgrado la presenza di imprenditori e di operai si spegnerà. Anche se la salute dell’anima dei migliori delle future generazioni venisse considerata più importante di tutta la potenza della terra e se per influenza di quella mistica e di quella metafisica che oggi stano soppiantando il razionalismo il sentimento del satanismo della macchina guadagnasse terreno in una élite spirituale sollecita di quella salute – sarebbe l’equivalente del passaggio da Ruggero Bacone a Bernardo di Chiaravalle – anche in questo caso nulla arresterà la conclusione di questo grande dramma dello spirito nel quale le forze materiali hanno solo una parte secondaria.

L’industria occidentale ha sostato le vie già seguite dal commercio delle altre civiltà. Le correnti della vita economica si portano verso le sedi del «re carbone» e le aree ricche di materie prime; la natura viene saccheggiata, tutta la terra viene offerta in olocausto al pensiero faustiano sotto specie di energia. La terra che lavora è l’essenza della visione faustiana; nel contemplarla, muore il Faust della seconda parte. Del poema, nella quale il lavoro dell’imprenditore ha avuto la sua suprema trasfigurazione. È la suprema antitesi all’esistenza statica e sazia del periodo imperiale antico. L’ingegnere è il tipo più lontano dal pensiero giuridico romano ed egli otterrà che la sua economia abbia un proprio diritto: un diritto nel quale le forze e le opere prenderanno il posto delle persone e delle cose.

Ma non è meno titanico l’assalto sferrato dal danaro contro questa potenza spirituale. Anche l’industria è legata alla terra – come l’elemento contadino. Essa ha le sue sedi, i suoi impianti, le sue sorgenti di energia vincolate al suolo. Solo l’alta finanza è completamente libera, completamente inafferrabile. A partire dal 1789 le banche e quindi le Borse si sono sviluppate come una potenza autonoma grazie al bisogno di credito determinato dall’enorme incremento dell’industria e, come il danaro in tutte le civilizzazioni, questa potenza ora vuol essere l’unica potenza. L’antichissima lotta fra economia di produzione e economia di conquista prende ora le proporzioni di una lotta gigantesca e silenziosa di spiriti svolgentesi sul suolo delle città cosmopolite.

È la lotta disperata del pensiero tecnico, il quale difende la sua libertà contro il pensiero in funzione di danaro.

La dittatura del danari si consolida e si avvicina ad un apice naturale – ciò sta accadendo oggi nella civilizzazione faustiana come già è accaduto in ogni altra civilizzazione. Ed ora interviene qualcosa che può esser compreso solo da chi ha penetrato il significato essenziale del danaro faustiano. Se il danaro faustiano fosse qualcosa di tangibile, di concreto, la sua esistenza sarebbe eterna; ma poiché esso è una forma del pensiero, esso scomparirà non appena il mondo dell’economia sarà stato pensato a fondo: scomparirà per l’esaurirsi della materia che gli fa da substrato. Quel pensiero è già penetrato nella vita della campagna mobilitando il suolo; esso ha trasformato in senso affaristico ogni specie di mestiere; oggi esso penetra vittoriosamente nell’industria per mettere le mani sullo stesso lavoro produttivo dell’imprenditore, dell’ingegnere e dell’operaio. La macchina col suo seguito umano, la macchina, questa vera sovrana del secolo, è in procinto di soggiacere ad una più forte potenza. Ma questa sarà l’ultima delle vittorie che il danaro può riportare; dopo, comincerà l’ultima lotta, la lotta con la quale la civilizzazione conseguirà la sua forma conclusiva: la lotta tra danaro e sangue.

L’avvento del cesarismo spezzerà la dittatura del danaro e della sua arma politica, la democrazia. Dopo un lungo trionfo dell’economia cosmopolita e dei suoi interessi sulla forza politica creatrice, l’aspetto politico della vita dimostrerà di essere, malgrado tutto, il più forte. La spada trionferà sul danaro, la volontà da signore piegherà di nuovo la volontà da predatore. Se designiamo come capitalismo le potenze del danaro e se per socialismo s’intende invece la volontà di dar vita a un forte ordinamento politico-economico di là da ogni interesse di classe, ad un sistema compenetrato da una preoccupazione aristocratica e da un sentimento di dovere che mantengano il tutto in una salda forma in vista della lotta decisiva della storia – allora lo scontro tra capitalismo e socialismo potrà significare anche quello fra danaro e diritto. Le potenze private dell’economia vogliono avere mani libere perla conquista delle grandi fortune. Non intendono che nessuna legge sbarri loro la via. Vogliono leggi che vadano nel loro interesse e per questo si servono dello strumento che esse stesse si sono create, della democrazia e dei partiti pagati. Per far fronte ad un tale assalto il diritto ha bisogno di una tradizione aristocratica, dell’ambizione di forti schiatte capaci di trovare la loro soddisfazione non nell’accumulazione delle ricchezze bensì nei compiti propri ad un’autentica razza di capi di là da ogni vantaggio procurato dal danaro. Una potenza può esser rovesciata solo da un’altra potenza, non da un principio; ma al di fuori della potenza del danaro non ve ne è un’altra, oltre a quella ora detta. Il danaro potrà essere spodestato e dominato soltanto dal sangue. La vita è la prima e l’ultima delle correnti cosmiche in forma microcosmica. Essa costituisce la realtà per eccellenza nel mondo considerato come storia. Di fronte all’irresistibile ritmo agente nella successione delle generazioni alla fine scompare tutto ciò che l’essere desto ha costruito nei suoi mondi dello spirito. Nella storia l’essenziale è sempre e soltanto la vita, la razza, il trionfo della volontà di potenza, non il trionfo delle verità, delle invenzioni o del danaro. La storia mondiale è il tribunale del mondo ed essa ha sempre riconosciuto il diritto della vita più forte, più piena, più sicura di sé: il suo diritto all’esistenza, non curandosi se ciò venga riconosciuto giusto o ingiusto dall’essere desto. La storia ha sempre sacrificato la verità e la giustizia alla potenza, alla razza, condannando a morte gli uomini e i popoli per i quali la verità è stata più importante dell’azione e la giustizia più essenziale della potenza. Così lo spettacolo offerto da una civiltà superiore, da questo meraviglioso mondo di divinità, di arti, di idee, di battaglie, di città, si chiude di nuovo con i fatti elementari del sangue eterno, che fa tutt’uno con l’onda cosmica in perenne circolazione. Come già il periodo imperiale cinese e quello romano ce l insegnano, l’essere desto con tutta la sua ricchezza delle sue forme è destinato a tornare silenziosamente al servizio dell’essere, della vita; il tempo trionferà dello spazio ed è esso che col suo corso inesorabile incanalerà col suo corso fuggevole, che sul nostro pianeta rappresenta la civiltà, in quell’altro accidente, che è l’uomo: forma nella quale l’accidente «vita» scorre per un certo periodo, mentre nel mondo illuminato che si apre al nostro sguardo appaiono, dietro a tutto ciò, gli orizzonti in moto della storia della terra e di quella degli astri.

Ma per noi, posti da un destino in questa civiltà e in questo punto del suo divenire in cui il danaro celebra i suoi ultimi trionfi e in cui il suo erede, il cesarismo, ormai avanza silenziosamente e irresistibilmente, è strettamente definita la direzione di quel che possiamo volere e che dobbiamo volere, a che valga la pena di vivere. A noi non è data la libertà di realizzare una cosa anziché l’altra. Noi ci troviamo invece di fronte all’alternativa di fare il necessario o di non poter fare nulla. Un compito posto dalla necessità storia sarà in ogni caso realizzato: o col concorso dei singoli o ad onta di essi.

Ducunt fata volentem, nolentem trahunt.

Come ha osservato Domenico Conte (in Introduzione a Spengler, Laterza Editori, Bari, 1997, p. 30 sgg.), sono almeno tre le prospettive dalle quali Spengler osserva il movimento della storia universale.

La prima è una dimensione “popolare”, che vede la contrapposizione pura e semplice fra mondo della natura e mondo della storia (ciò che riecheggia la distinzione diltheyana fra scienze della natura e scienze dello spirito: cfr. F. Lamendola, Essenza della filosofia e coscienza della sua storicità nel pensiero di Wilhelm Dilthey). Il mondo della natura è statico, quello della storia è dinamico; il mondo della natura è sottoposto a leggi regolari e costanti, quello della storia è unico e irripetibile.

La seconda dimensione è, propriamente, quella della filosofia della storia, basata sulla concezione organicistica delle civiltà, che egli assimila a degli organismi viventi. È questo l’aspetto più noto della sua concezione filosofica, quello che ha destato maggiori consensi ma anche le critiche più pesanti, da parte di coloro i quali hanno evidenziato l’arbitrarietà di una analogia in senso stretto fra la vita degli organismi e la «vita» delle civiltà umane.

La terza prospettiva, che potremmo definire metafisica, è quella che ruota intorno al concetto spengleriano di «anima» delle civiltà. È qui che il pensatore tedesco ha sviluppato la parte più originale delle sue riflessioni, istituendo complessi e vorticosi parallelismi fra gli elementi formali delle singole civiltà e spaziando, con tono ispirato e quasi da veggente, attraverso i campi più svariati dell’arte, della scienza e della tecnica. Ed è qui che ha dispiegato quel suo stile turgido e solenne, drammatico e affascinante, che gli ha conquistato la simpatia di tante schiere di lettori ma anche, inevitabilmente, la diffidenza o il disdegno di molti filosofi di più austera concezione, ivi compresi gli idealisti ideali e, segnatamente, Benedetto Croce.

Quanto a noi, quello che più ci colpisce nella concezione della storia di Spengler è la brutalità, per così dire, ovvero la crudezza del suo vitalismo biologico. Unendo la volontà di Schopenhauer con la selezione naturale di Darwin, l’autore de Il tramonto dell’Occidente delinea un mondo della storia dominato da inesorabili leggi biologiche, ove tutto ciò che resta della libertà umana non è altro che la libertà di “scegliere” un destino tra segnato dalle forze della storia stessa, oppure di precipitare nell’impotenza più completa.

Spengler, come si è visto, è estremamente esplicito a questo riguardo: nella storia l’essenziale è sempre e soltanto la vita, la razza, il trionfo della volontà di potenza, non il trionfo delle verità, delle invenzioni o del danaro. La storia mondiale è il tribunale del mondo ed essa ha sempre riconosciuto il diritto della vita più forte, più piena, più sicura di sé: il suo diritto all’esistenza, non curandosi se ciò venga riconosciuto giusto o ingiusto dall’essere desto. La storia ha sempre sacrificato la verità e la giustizia alla potenza, alla razza, condannando a morte gli uomini e i popoli per i quali la verità è stata più importante dell’azione e la giustizia più essenziale della potenza.

Questo è il dramma di una concezione della storia chiusa in sé stessa, opera di un essere umano gettato a caso nel mondo e destinato a sparire, come già sono scomparse tante altre forme di vita prima di lui. Solo quando si dà per scontata la assoluta insignificanza dell’uomo in quanto persona unica e irripetibile, nonché la radicale immanenza della storia, si può giungere a proclamare, senza ombra di turbamento “sentimentale”, che la verità non ha alcuna importanza e che quello che conta è solo la potenza.

Peggio ancora, Spengler afferma – senza batter ciglio – che la storia è il tribunale del mondo, il che equivale ad innalzare la realtà effettuale al di sopra di tutto e implica, come logica conseguenza, l’adorazione dell’esistente, visto come l’affermazione, attraverso la lotta, di ciò che è migliore, nel senso di più forte. Si tratta di un tribunale che non riconosce valori o principi, ma solo dati di fatto; e che si inchina solo davanti a quelle forze storiche che sanno imporre, nietzscheanamente, una vita più piena e più sicura di sé, non una vita più giusta o più buona.

Nel clima di generale disorientamento intellettuale e morale dei primi decenni del Novecento, milioni di persone hanno fatto propria una tale filosofia della forza e si sono lasciate trascinare da capi politici che l’avevano adottato come loro credo incondizionato.

Negli ultimi giorni della sua vita, quando i carri armati sovietici irrompevano già per le vie di una Berlino distrutta dai bombardamenti aerei, Hitler ebbe a riconoscere – assai a denti stretti – che i Russi, alla fine, si erano dimostrati più forti dei Tedeschi e che, quindi, meritavano di divenire i nuovi signori dell’Europa. Anche Mussolini, negli ultimi tempi della sua vita, si era più volte lamentato del fatto che gli Italiani non erano stati all’altezza del grande destino offertosi a portata delle loro possibilità e che, pertanto, avevano meritato pienamente la sconfitta.

Ma se la storia non è altro che un tribunale del mondo fondato sul diritto del più forte, bisogna sempre aspettarsi che la forza di oggi ceda, domani, davanti a una forza più grande o semplicemente più spregiudicata; il che equivale a fare della storia umana una giungla insanguinata, popolata di zanne e di artigli sempre protesi a ghermire la preda, lacerarla e massacrarla. Il tribunale assomiglia pericolosamente a un mattatoio, da cui si levano incessantemente muggiti di terrore e grida di dolore; un tribunale che sanziona il diritto della forza in luogo della forza del diritto.

Se così fosse, vorrebbe dire che nessun progresso è stato compiuto dai tempi degli eroi omerici, trascinati in una spirale infinita di violenza per acquisire la gloria, che richiede sempre nuova violenza per conservare ed accrescere la gloria stessa: e ciò in un mondo ove tutti mirano allo stesso obiettivo, e ridotto, quindi, a un eterno, sanguinoso campo di battaglia di ciascuno contro tutti. Spengler, nemico dell’idea di progresso, non aveva alcuna difficoltà ad ammetterlo; ma noi, che pure non adoriamo l’idea (illuministica) del progresso, possiamo ammettere che la civiltà cui apparteniamo non abbia saputo minimamente elaborare l’insegnamento di quelle che l’hanno preceduta, per instaurare non già un mondo concreto di giustizia e armonia, ma almeno l’idea di una superiore giustizia e di una necessaria armonia?

vendredi, 14 janvier 2011

Konstantin Leontiev, l'inaudible

Konstantin Leontiev, l'inaudible

par Thierry Jolif

(Infréquentables, 10)

Ex: http://stalker.hautetfort.com/

«La flatterie politique [...] n'est absolument pas obligatoire en littérature.»
Konstantin Leontiev.


Leont%27ev.jpgInfréquentable, à coup sur, Konstantin Leontiev l'est. Non qu'il le fut, de son vivant. Certainement pas. Sûrement même le fut-il moins, bien moins, que Dostoïevski ou Tolstoï aux yeux d'une grande partie de la bonne société de l'époque. Actuellement, par contre, il l'est évidemment, pour la très simple raison qu'il est mort, et pour la tout aussi simple raison qu'il n'a pas eu l'excellente idée de laisser à la postérité une œuvre immortelle selon les actuels canon de l'immortalité.
Le voici donc bel et bien frappé d'oubli et, conséquemment, contraint de se voir classer parmi les infréquentables, non pas seulement en raison de son décès mais aussi, et surtout, à cause, précisément, de ses écrits. En fait, pas tant à cause de ses écrits mais bien plutôt en conséquence de son écriture ! De son style ! Style que lui reprochaient déjà ses contemporains, trop clair, trop «latin» pour les slavophiles, trop russe pour les occidentalistes. Politiquement concret et précis, sans sentimentalisme, extrêmement réaliste et profondément religieux, philosophiquement spirituel (et pas spiritualiste) et rigoureux, ni romanesque, ni romantique, aucunement utopique. Ainsi Leontiev, en dehors de son infréquentabilité physique due à son trépas, demeure stylistiquement infréquentable !
Il est hélas à peu près certain que, selon les très actuels critères qui font qu'un écrivain est «lisible» ou mérite d'avoir des lecteurs, notre très oublié Leontiev serait recalé. Il suffit, pour s'en convaincre, de relire une seule petite phrase du penseur russe : «L'idée du bien général ne contient rien de réel» (1).
Qui, parmi les lecteurs contemporains, souhaite encore lire de pareilles formules, et qui, parmi les marchands qui font profession de fournir de la matière imprimée, aurait encore envie de fourguer une telle camelote ? Non, soyons sérieux, ce genre de sortie, et plus encore le comportement qu'elle suppose, datent d'une autre époque, époque, fort heureusement, révolue pour nous, qui sommes gens évolués et accomplis. En outre, le bonhomme eu l'impudence de critiquer Dostoïevski ! Du moins, ce qui à notre époque revient au même, certaines idées avancées par l'auteur des Frères Karamazov. Ainsi l'obscur et impudent, à propos de Crime et châtiment, a-t-il osé écrire que «Sonia... n'a pas lu les Pères de l'Église» ! Voilà qui le rend «suspect» et par trop réactionnaire, même pour les chrétiens ! Pourtant Leontiev ne dit pas là autre chose que Chesterton lorsque celui-ci écrit qu’«En dehors de l'Église les Évangiles sont un poison», proposition raisonnable et si juste de la part d'un Britannique. «Toutes les idées modernes sont des idées chrétiennes devenues folles» : là encore, l'amateur éclairé opinera du chef et se régalera d'une telle sagacité bien audacieuse. Mais que ce grand Russe, petit écrivain compromis par sa «proximité avec le régime», se permette d'écorcher, pour les mêmes motifs, ce que la Russie nous a donné de meilleur, qu'il s'en prenne à ce style psychologique qui a fait, justement, le régal des belles âmes, voilà ce qui est proprement impardonnable.
J'aurais pu écrire «Leontiev l'illisible» mais alors je n'aurais pas touché juste. Notre époque peut tout lire, tout voir, tout entendre, et elle le veut d'ailleurs. En fait, plus qu'elle ne le veut elle le désire, et même ardemment ! Son incapacité est ailleurs : «J'entends mais je ne tiens pas compte.» Cela vous rappelle quelque chose ? Toute ressemblance avec des faits réels n'est nullement fortuite. Cette confession est révélatrice de cet autisme tant individuel que collectif et, à la fois, paradoxalement, volontaire et inconscient.
L'écriture de Leontiev est donc devenue inaudible. Notre temps désire tout entendre mais il ne sait plus écouter. Or, une telle écriture demande un réel effort d'attention et d'écoute. Leontiev, pourrais-je dire, a écrit, de son vivant, pour «ces quelques-uns dont il n'existe peut-être pas un seul». Depuis son décès, cette vérité est encore plus cinglante. Un autre écrivain russe, grand solitaire également, Vassili Rozanov, écrivait de Leontiev qu'il était plus «nietzschéen que Nietzsche».
Pendant une brève période ces deux contempteurs de leur époque entretinrent une correspondance. Ils se fréquentèrent donc, du moins par voie épistolaire. Rien de très étonnant à cela tant ces deux caractères, pourtant si profondément différents l'un de l'autre, se trouvèrent, tous deux, radicalement opposés à tout ce qui faisait les délices intellectuelles de leur siècle. Rien d'étonnant non plus à ce que leurs tombes aient été rapidement profanées et détruites par les persécuteurs socialistes; leur «infréquentabilité» devenait ainsi plus profonde, et plus large même, post-mortem. (Rozanov avait tenu à être inhumé auprès de Leontiev, dans le cimetière du monastère de Tchernigov à Bourg-Saint-Serge).
Inaccessible Konstantin Leontiev l'est, sans nul doute possible. Né charnellement en janvier 1831, né au ciel en novembre 1891 après avoir reçu la tonsure monastique sous le nom de Kliment à la Trinité Saint-Serge. Ce russe, typiquement XIXe et pourtant si terriblement, si prophétiquement «moderne» qui vécut en une seule vie les carrières de médecin militaire, de médecin de famille, de journaliste, de critique littéraire, de consul, de censeur..., côtoya aussi tous ceux qui, inévitablement, lui faisaient de l'ombre, Soloviev, Dostoïevski, Tolstoï. Inévitablement, à cause de leur talent, certes, mais aussi parce qu'ils furent toujours plus «libéraux» que lui, qui ne put jamais se résigner à l'être.
Inaccessible plus encore qu'infréquentable, car tout ce qui «sonne» un peu trop radicalement réactionnaire est, on le sait, furieusement réprimé par notre époque douce et éclairée et qui a su, si bien,
retenir les leçons du passé. Les excités tel que Leontiev ne peuvent qu'être dangereux (pensez donc, défenseur d'une ligne politique byzantino-orthodoxe : même un Alexandre Duguin, de nos jours, dénonce ceux de ces compatriotes qui se laissent aller à ce rêve-là). Même à leur corps défendant, même s'ils sont, par ailleurs, nous pouvons bien le reconnaître, des «êtres délicieux», nous ne saurions tolérer leur imprécations obscurantistes. De même qu'en France un Léon Bloy, c'est «amusant»; c'est, nous pouvons bien le concéder, stylistiquement admirable (surtout à le comparer à nos actuels littératueurs, pisse-copies patentés d'introversions fumeuses et professionnels de la communication et du marketing), mais non, philosophiquement, allons, soyons sérieux, tout cela est dépassé, dépassé parce que faux, pis : incorrect !
Oui, en quelque sorte, à nos oreilles éduquées par d'autre mélopées, plus suaves, la tonalité de Leontiev sonne méchamment; c'est bien cela ! Pour notre moralisme, que nous pensons si rationnel et si réaliste, les propos de Leontiev sont affreusement méchants, et ce d'autant plus qu'il y mit lui-même toute sa force de conviction non moins réellement réaliste, mais d'un réalisme qui sut rester non matérialiste et non idéologique, d'un réalisme outrageusement chrétien. Et c'est au nom de ce christianisme réaliste que Leontiev osa adresser ses reproches à Léon Tolstoï, à Dostoïevski, à Gogol aussi (l'un des buts littéraires avoués de Leontiev était de mettre fin à l'influence de ce dernier sur les lettres russes !). Comble de l'audace perfidement rétrograde, qui scandalise plus aujourd'hui qu'alors ! À tous ceux qui étaient tentés de justifier la mélasse socio-démocratique par le christianisme, voire à faire de celui-ci rien de moins que l'essence même de cette eau-de-rose truandée, Leontiev rappelait quelques utiles vérités. Tout comme les authentiques musiques traditionnelles des peuples sont, à l'opposé des soupes sirupeuses avariées du new age, fortes et rugueuses aux oreilles non-initiées et ne dévoilent leur vraie douceur qu'après une longue intimité dans la chaleur de la langue et de l'esprit, le christianisme, à l'opposé de la doucereuse tolérance socio-démocrate, est austère et exigeant avant que d'être accueillante et lumineuse bonté !
Et puis surtout, que pourrions-nous bien en faire de ce furieux vieux bonhomme qui a osé écrire
leontievcccccc.jpgL'Européen moyen, idéal et outil de la destruction universelle ? Puisque, ne l'oublions pas, la littérature «vraie» doit être, nécessairement, engagée; c'est-à-dire, au-delà de critiques de pure forme, aller, toujours, dans le sens du courant. Or, nous y sommes d'ores et déjà en la belle et unie Europe, nous y sommes depuis un bon bout de temps dans ce moment historique, dans cet événement des événements qui va durer encore et encore, en plein dans cette heureuse période de l'unification, dans l'heureuse diversité des êtres équitablement soumis aux choses. Certes, avec des heurts et quelques accidents de parcours, mais bénins en somme, insignifiants même, au regard du grand espoir de «paix universelle» vers lequel tous, dans une belle unanimité, nous tendons. En tout cas nous y sommes bel et bien, oui en Europe ! Alors, quel besoin aurions-nous de nous auto-flageller en lisant ce «grand-russien» décédé, dépassé, déclassé ?
Eh bien il se trouve que la distance s'avère souvent nécessaire pour mieux se connaître. Pour nous autres, très fréquentables européens moyens et contemporains, quelle plus grande distance que celle qui nous sépare de cet inclassable russe ?
Ce grand-russien qui, de son vivant, s'ingénia à se montrer implacable envers l'européen moyen pourrait bien s'avérer, par ses écrits, un viatique pour le même à l'heure d'une renaissance russe qui pourrait offrir à une Europe épuisée et ridiculisée par quelques décennies d'une politique frileuse, cupide et aveugle à son être authentique, de regagner une place qui lui est véritablement propre, possibilité à envisager sans fol optimisme puisque Leontiev lui-même insistait sur le fait que «la véritable foi au progrès doit être pessimiste».
Conservateur comme il l'était, Konstantin Leontiev faisait partie de cette race d'hommes qui savait encore que sentiments (et non sentimentalisme) et intelligence aiguisée, loin d'être antinomiques, sont intimement liés. Ainsi, c'est avec une acuité et une intelligence épidermique que notre auteur se montrait absolument et irrémédiablement opposé à l'idéologie du progrès, du bien et de la paix universelles, idéologie dont il avait su flairer les relents dans les différents partis en présence de son temps. Refusant cette idéologie comme une utopie mortifère qu'il identifiait à un état d'indifférence, degré zéro de toute activité humaine, il refusait aussi à la politique de se projeter vers un hypothétique futur, vers le lointain, lui assignant pour seul objectif le «prochain» : «[…] cette indifférence est-elle le bonheur ? Ce n'est pas le bonheur, mais une diminution régulière de tous les sentiments aussi bien tristes que joyeux.»
Dès lors, comme tout authentique conservateur, ce que Leontiev souhaitait conserver ce n'était certainement pas un système politique ou économique quelconque ou bien quelques grands et immortels principes : «Tout grand principe, porté avec esprit de suite et partialité jusqu'en ses conséquences ultimes, non seulement peut devenir meurtrier, mais même suicidaire.» Non, ce que Leontiev aimait et voulait voir perdurer c'était bien la véritable diversité humaine, les différences dont notre époque, si douce et éclairée, nous enseigne qu'elles sont sources de conflits et d'agressions tout en en faisant une promotion trompeuse : «L'humanité heureuse et uniforme est un fantôme sans beauté et sans charme, mais l'ethnie est, bien entendu, un phénomène parfaitement réel. Qu'est ce qu'une ethnie sans son système d'idées religieuses et étatiques ?» (2).
Toute la philosophie de l'histoire développée par Konstantin Leontiev projette sur ces questions une lumière qui, bien que crue, est loin d'être aussi cynique que ses contempteurs voudraient le faire croire.
«La liberté, l'égalité, la prospérité (notamment cette prospérité) sont acceptés comme des dogmes de la foi et on nous affirme que cela est parfaitement rationnel et scientifique. Mais qui nous dit que ce sont des vérités ? La science sociale est à peine née que les hommes, méprisant une expérience séculaire et les exemples d'une nature qu'ils révèrent tant aujourd'hui, ne veulent pas admettre qu'il n'existe rien de commun entre le mouvement égalitaro-libéral et l'idée de développement. Je dirais même plus : le processus égalitaro-libéral est l'antithèse du processus de développement» (3).
Pour Leontiev, cette loi de l'histoire qu'il nomme processus de développement est une «marche progressive de l'indifférencié, de la simplicité vers l'originalité et la complexité», mais loin de tendre vers une amélioration constante, vers un bonheur complet et épanoui, qui n'est, en définitive, qu'une abstraction, cette marche connaît une forme d'arrêt qui se traduit par une simplification inverse dont Leontiev analyse trois phases : le mélange, le nivellement et, finalement, l'extinction.
Selon lui, cette loi quasi cyclique s'observe dans tous les domaines des civilisations historiques. Et, ce que nous appelons unanimement progrès, il le distingue très nettement de ce processus de développement, le nommant «diffusion» ou «propagation» et l'attachant à cette phase dissolvante de «simplification syncrétique secondaire» : «[…] l'idée même de développement correspond, dans les sciences exactes d'où elle a été transférée dans le champs historique, à un processus complexe et, remarquons-le, souvent contraire au processus de diffusion, de propagation, en tant que processus hostile à ce mécanisme de diffusion» (4).
Ainsi, dans les pages de son maître-livre Byzantinisme et slavisme, Leontiev scrute scrupuleusement les mouvements, les courants, lumineux et obscurs de l'histoire, leurs lignes droites, leurs déviations, leurs dérivations, sans jamais se laisser prendre aux rets des lumières crépusculaires des idéologies. Admirateur avoué de l'idée byzantine et de sa réception créatrice en Russie, Leontiev refusera pourtant l'idéal slavophile, tout autant, mais cela paraît plus «logique», que l'occidentalisme. Profondément fidèle, quoiqu'avec une élégante souplesse, à la vision des lignes de force et de partage qu'il avait su dégager de l'histoire ancienne et récente, Leontiev repèrera dans tous les courants contemporains la même force agissante : «La marche tranquille et graduelle du progrès égalitaire doit avoir vraisemblablement sur le futur immédiat des nations une action différente de celle des révolutions violentes qui se font au nom de ce même processus égalitaire. Mais je prétends que, dans un avenir plus éloigné, ces actions seront similaires. Tout d'abord un mélange paisible, l'effondrement de la discipline et le déchaînement par la suite. L'uniformité des droits et une plus grand similitude qu'auparavant de l'éducation et de la situation sociale ne détruisent pas les antagonismes d'intérêts, mais les renforcent sans doute, car les prétentions et les exigences sont semblables. On remarque également que, partout, vers la fin de l'organisation étatique, l'inégalité économique devient plus grande à mesure que se renforce l'égalité politique et civique» (5).
Bien qu'il ait considéré, en littérature, le réalisme comme désespoir et auto-castration, c'est bien à cause de son réalisme qu'il ne voulut jamais sacrifier à aucune «idée supérieure», que Leontiev a vu se refermer sur lui la porte du placard étiqueté «infréquentables».
La grande faute de Leontiev fut de dire, comme le répétait Berdiaev lui-même, que «l'homme privé de la liberté du mal ne saurait être qu'un automate du bien» ou bien encore que «la liberté du mal peut être un plus grand bien qu'un bien forcé.»
Mais... énorme mais, Berdiaev ne cessa d'essayer de convaincre, et de se convaincre, qu'il était socialiste. Cela suffit pour qu'on entrouvre, même très légèrement, la porte.

Notes
(1) Toutes les citations de Leontiev sont tirées de l'ouvrage Écrits essentiels (L'Âge d'Homme, Lausanne, 2003).
(2) Op. cit., p. 108.
(3) Op. cit., p. 139.
(4) Op. cit., p. 137.
(5) Op. cit., ibid.

L’auteur
36 ans, père de famille, chanteur et auteur breton, créateur de la “cyberevue” bretonne Nominoë et du blog Tropinka, Thierry Jolif, après avoir fondé et animé, pendant plus de dix ans l’ensemble musical Lonsai Maïkov, a étudié la civilisation celtique, le breton et l’irlandais à l’Université de Haute-Bretagne. Il a scruté et médité, durant plusieurs années, les aspects tant pré-chrétiens que chrétiens de la civilisation celtique (religion, art, musique, poésie). Orthodoxe, ayant étudié la théologie, il s’est particulièrement penché sur les aspects théologiques, mystiques et ésotériques du Graal, ainsi que sur l’étude du symbolisme chrétien, de l’écossisme maçonnique, de la philosophie religieuse russe et de l'histoire et de la mystique byzantine.
Il a collaboré aux revues Sophia (États-Unis), Tyr (États-Unis), Hagal (Allemagne), Contrelittérature (France), Terra Insubre (Italie) et est l’auteur de Mythologie celtique, Tradition celtique, Symboles celtiques et Les Druides dans la collection B-A. BA. des éditions Pardès.

mercredi, 12 janvier 2011

Postmodern Challenges: Between Faust & Narcissus

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Robert STEUCKERS (1987):

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 1

In Oswald Spengler’s terms, our European culture is the product of a “pseudomorphosis,” i.e., of the grafting of an alien mentality upon our indigenous, original, and innate mentality. Spengler calls the innate mentality “the Faustian.”

The Confrontation of the Innate and the Acquired

The alien mentality is the theocentric, “magical” outlook born in the Near East. For the magical mind, the ego bows respectfully before the divine substance like a slave before his master. Within the framework of this religiosity, the individual lets himself be guided by the divine force that he absorbs through baptism or initiation.

There is nothing comparable for the old-European Faustian spirit, says Spengler. Homo europeanus, in spite of the magic/Christian varnish covering our thinking, has a voluntarist and anthropocentric religiosity. For us, the good is not to allow oneself to be guided passively by God, but rather to affirm and carry out our own will. “To be able to choose,” this is the ultimate basis of the indigenous European religiosity. In medieval Christianity, this voluntarist religiosity shows through, piercing the crust of the imported “magism” of the Middle East.

Around the year 1000, this dynamic voluntarism appears gradually in art and literary epics, coupled with a sense of infinite space within which the Faustian self would, and can, expand. Thus to the concept of a closed space, in which the self finds itself locked, is opposed the concept of an infinite space, into which an adventurous self sallies forth.

 

From the “Closed” World to the Infinite Universe

According to the American philosopher Benjamin Nelson,[1] the old Hellenic sense of physis (nature), with all the dynamism this implies, triumphed at the end of the 13th century, thanks to Averroism, which transmitted the empirical wisdom of the Greeks (and of Aristotle in particular) to the West. Gradually, Europe passed from the “closed world” to the infinite universe. Empiricism and nominalism supplanted a Scholasticism that had been entirely discursive, self-referential, and self-enclosed. The Renaissance, following Copernicus and Bruno (the tragic martyr of Campo dei Fiori), renounced geocentrism, making it safe to proclaim that the universe is infinite, an essentially Faustian intuition according to Spengler’s criteria.

In the second volume of his History of Western Thought, Jean-François Revel, who formerly officiated at Point and unfortunately illustrated the Americanocentric occidentalist ideology, writes quite pertinently: It is easy to understand that the eternity and infinity of the universe announced by Bruno could have had, on the cultivated men of the time, the traumatizing effect of passing from life in the womb into the vast and cruel draft of an icy and unbounded vortex.”[2]

The “magic” fear, the anguish caused by the collapse of the comforting certitude of geocentrism, caused the cruel death of Bruno, that would become, all told, a terrifying apotheosis . . . Nothing could ever refute heliocentrism, or the theory of the infinitude of sidereal spaces. Pascal would say, in resignation, with the accent of regret: “The eternal silence of these infinite spaces frightens me.”

 

From Theocratic Logos to Fixed Reason

To replace magical thought’s “theocratic logos,” the growing and triumphant bourgeois thought would elaborate a thought centered on reason, an abstract reason before which it is necessary to bow, like the Near Easterner bows before his god. The “bourgeois” student of this “petty little reason,” virtuous and calculating, anxious to suppress the impulses of his soul or his spirit, thus finds a comfortable finitude, a closed off and secured space. The rationalism of this virtuous human type is not the adventurous, audacious, ascetic, and creative rationalism described by Max Weber[3] which educates the inner man precisely to face the infinitude affirmed by Giordano Bruno.[4]

 

From the end of the Renaissance, Two Modernities are Juxtaposed

The petty rationalism denounced by Sombart[5] dominates the cities by rigidifying political thought, by restricting constructive activist impulses. The genuinely Faustian and conquering rationalism described by Max Weber would propel European humanity outside its initial territorial limits, giving the main impulse to all sciences of the concrete.

From the end of the Renaissance, we thus discover, on the one hand, a rigid and moralistic modernity, without vitality, and, on the other hand, an adventurous, conquering, creative modernity, just as we are today on the threshold of a soft post-modernity or of a vibrant post-modernity, self-assured and potentially innovative. By recognizing the ambiguity of the terms “rationalism,” “rationality,” “modernity,” and “post-modernity,” we enter one level of the domain of political ideologies, even militant Weltanschauungen.

The rationalization glutted with moral arrogance described by Sombart in his famous portrait of the “bourgeois” generates the soft and sentimental messianisms, the great tranquillizing narratives of contemporary ideologies. The conquering rationalization described by Max Weber causes the great scientific discoveries and the methodical spirit, the ingenious refinement of the conduct of life and increasing mastery of the external world.

This conquering rationalization also has its dark side: It disenchants the world, drains it, excessively schematizes it. While specializing in one or another domain of technology, science, or the spirit, while being totally invested there, the “Faustians” of Europe and North America often lead to a leveling of values, a relativism that tends to mediocrity because it makes us lose the feeling of the sublime, of the telluric mystique, and increasingly isolates individuals. In our century, the rationality lauded by Weber, if positive at the beginning, collapsed into quantitativist and mechanized Americanism that instinctively led by way of compensation, to the spiritual supplement of religious charlatanism combining the most delirious proselytism and sniveling religiosity.

Such is the fate of “Faustianism” when severed from its mythic foundations, of its memory of the most ancient, of its deepest and most fertile soil. This caesura is unquestionably the result of pseudomorphosis, the “magian” graft on the Faustian/European trunk, a graft that failed. “Magianism” could not immobilize the perpetual Faustian drive; it has—and this is more dangerous—cut it off from its myths and memory, condemned it to sterility and dessication, as noted by Valéry, Rilke, Duhamel, Céline, Drieu, Morand, Maurois, Heidegger, or Abellio.

 

Conquering Rationality, Moralizing Rationality, the Dialectic of Enlightenment, the “Grand Narratives” of Lyotard

Conquering rationality, if it is torn away from its founding myths, from its ethno-identitarian ground, its Indo-European matrix, falls—even after assaults that are impetuous, inert, emptied of substance—into the snares of calculating petty rationalism and into the callow ideology of the “Grand Narratives” of rationalism and the end of ideology. For Jean-François Lyotard, “modernity” in Europe is essentially the “Grand Narrative” of the Enlightenment, in which the heroes of knowledge work peacefully and morally toward an ethico-political happy ending: universal peace, where no antagonism will remain.[6] The “modernity” of Lyotard corresponds to the famous “Dialectic of the Enlightenment” of Horkheimer and Adorno, leaders of famous “Frankfurt School.”[7] In their optic, the work of the man of science or the action of the politician, must be submitted to a rational reason, an ethical corpus, a fixed and immutable moral authority, to a catechism that slows down their drive, that limits their Faustian ardor. For Lyotard, the end of modernity, thus the advent of “post-modernity,” is incredulity—progressive, cunning, fatalistic, ironic, mocking—with regard to this metanarrative.

Incredulity also means a possible return of the Dionysian, the irrational, the carnal, the turbid, and disconcerting areas of the human soul revealed by Bataille or Caillois, as envisaged and hoped by professor Maffesoli,[8] of the University of Strasbourg, and the German Bergfleth,[9] a young nonconformist philosopher; that is to say, it is equally possible that we will see a return of the Faustian spirit, a spirit comparable with that which bequeathed us the blazing Gothic, of a conquering rationality which has reconnected with its old European dynamic mythology, as Guillaume Faye explains in Europe and Modernity.[10]

Notes

1. Benjamin Nelson, Der Ursprung der Moderne, Vergleichende Studien zum Zivilisationsprozess [The Origin of Modernity: Comparative Studies of the Civilization Process] (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1986).

2. Jean-François Revel, Histoire de la pensée occidentale [History of Western Thought], vol. 2, La philosophie pendant la science (XVe, XVIe et XVIIe siècles) [Philosophy and Science (Fifteenth-, Sixteenth-, and Seventeenth-Centuries)] (Paris: Stock, 1970). Cf. also the masterwork of Alexandre Koyré, From the Closed World to the Infinite Universe (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1957).

3. Cf. Julien Freund, Max Weber (Paris: P.U.F., 1969).

4. Paul-Henri Michel, La cosmologie de Giordano Bruno [The Cosmology of Giordano Bruno] (Paris: Hermann, 1962).

5. Cf. essentially: Werner Sombart, Le Bourgeois. Contribution à l’histoire morale et intellectuelle de l’homme économique moderne [The Bourgeois: Contribution to the Moral and Intellectual History of Modern Economic Man] (Paris: Payot, 1966).

6. Jean-François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, trans. Geoff Bennington and Brian Massumi. (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984).

7. Max Horkheimer and Theodor Adomo, The Dialectic of Enlightenment, trans. Edmund Jephcott (Stanford: Stanford University Press, 2002). Cf. also Pierre Zima, L’École de Francfort. Dialectique de la particularité [The Frankfurt School: Dialectic of Particularity] (Paris: Éditions Universitaires, 1974). Michel Crozon, “Interroger Horkheimer” [“Interrogating Horkheimer”] and Arno Victor Nielsen, “Adorno, le travail artistique de la raison” [“Adorno: The Artistic Work of Reason”], Esprit, May 1978.

8. Cf. chiefly Michel Maffesoli, L’ombre de Dionysos: Contribution à une sociologie de l’orgie [The Shadow of Dionysus: Contribution to a Sociology of the Orgy] (Méridiens, 1982). Pierre Brader, “Michel Maffesoli: saluons le grand retour de Dionysos” [Michel Maffesoli: Let us Greet the Great return of Dionysos], Magazine-Hebdo no. 54 (September 21, 1984).

9. Cf. Gerd Bergfleth et al., Zur Kritik der Palavernden Aufklärung [Toward a Critique of Palavering Reason] (Munich: Matthes & Seitz, 1984). In this remarkable little anthology, Bergfleth published four texts deadly to the “moderno-Frankfurtist” routine: (1) “Zehn Thesen zur Vernunftkritik” [“Ten Theses on the Critique of Reason”]; (2) “Der geschundene Marsyas” [“The Abuse of Marsyas”]; (3) “Über linke Ironie” [“On Leftist Irony”]; (4) “Die zynische Aufklärung” [“The Cynical Enlightnement”]. Cf. also R. Steuckers, “G. Bergfleth: enfant terrible de la scène philosophique allemande” [“G. Bergfleth: enfant terrible of the German philosophical scene”], Vouloir no. 27 (March 1986). In the same issue, see also M. Kamp, “Bergfleth: critique de la raison palabrante” [“Bergfleth: Critique of Palavering Reason”] and “Une apologie de la révolte contre les programmes insipides de la révolution conformiste” [“An Apology for the Revolt against the Insipid Programs of the Conformist Revolution”]. See also M. Froissard, “Révolte, irrationnel, cosmicité et . . . pseudo-antisémitisme,” [“Revolt, irrationality, cosmicity and . . . pseudo-anti-semitism”], Vouloir nos. 40–42 (July–August 1987).

10. Guillaume Faye, Europe et Modernité [Europe and Modernity] (Méry/Liège: Eurograf, 1985).

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 2

Once the Enlightenment metanarrative was established—“encysted”—in the Western mind, the great secular ideologies progressively appeared: liberalism, with its idolatry of the “invisible hand,”[1] and Marxism, with its strong determinism and metaphysics of history, contested at the dawn of the 20th century by Georges Sorel, the most sublime figure of European militant socialism.[2] Following Giorgio Locchi[3]—who occasionally calls the metanarrative “ideology” or “science”—we think that this complex “metanarrative/ideology/science” no longer rules by consensus but by constraint, inasmuch as there is muted resistance (especially in art and music[4]) or a general disuse of the metanarrative as one of the tools of legitimation.

The liberal-Enlightenment metanarrative persists by dint of force and propaganda. But in the sphere of thought, poetry, music, art, or letters, this metanarrative says and inspires nothing. It has not moved a great mind for 100 or 150 years. Already at the end of the 19th century, literary modernism expressed a diversity of languages, a heterogeneity of elements, a kind of disordered chaos that the “physiologist” Nietzsche analyzed[5] and that Hugo von Hoffmannstahl called die Welt der Bezuge (the world of relations).

These omnipresent interrelations and overdeterminations show us that the world is not explained by a simple, neat and tidy story, nor does it submit itself to the rule of a disincarnated moral authority. Better: they show us that our cities, our people, cannot express all their vital potentialities within the framework of an ideology given and instituted once and for all for everyone, nor can we indefinitely preserve the resulting institutions (the doctrinal body derived from the “metanarrative of the Enlightenment”).

The anachronistic presence of the metanarrative constitutes a brake on the development of our continent in all fields: science (data-processing and biotechnology[6]), economics (the support of liberal dogmas within the EEC), military (the fetishism of a bipolar world and servility toward the United States, paradoxically an economic enemy), cultural (media bludgeoning in favor of a cosmopolitanism that eliminates Faustian specificity and aims at the advent of a large convivial global village, run on the principles of the “cold society” in the manner of the Bororos dear to Lévi-Strauss[7]).

 

The Rejection of Neo-Ruralism, Neo-Pastoralism . . .

The confused disorder of literary modernism at the end of the 19th century had a positive aspect: its role was to be the magma that, gradually, becomes the creator of a new Faustian assault.[8] It is Weimar—specifically, the Weimar-arena of the creative and fertile confrontation of expressionism,[9] neo-Marxism, and the “conservative revolution”[10]—that bequeathed us, with Ernst Jünger, an idea of “post-metanarrative” modernity (or post-modernity, if one calls “modernity” the Dialectic of the Enlightenment, subsequently theorized by the Frankfurt School). Modernism, with the confusion it inaugurates, due to the progressive abandonment the pseudo-science of the Enlightenment, corresponds somewhat to the nihilism observed by Nietzsche. Nihilism must be surmounted, exceeded, but not by a sentimental return, however denied, to a completed past. Nihilism is not surpassed by theatrical Wagnerism, Nietzsche fulminated, just as today the foundering of the Marxist “Grand Narrative” is not surpassed by a pseudo-rustic neoprimitivism.[11]

In Jünger—the Jünger of In Storms of Steel, The Worker, and Eumeswil—one finds no reference to the mysticism of the soil: only a sober admiration for the perennialness of the peasant, indifferent to historical upheavals. Jünger tells us of the need for balance: if there is a total refusal of the rural, of the soil, of the stabilizing dimension of Heimat, constructivist Faustian futurism will no longer have a base, a point of departure, a fallback option. On the other hand, if the accent is placed too much on the initial base, the launching point, on the ecological niche that gives rise to the Faustian people, then they are wrapped in a cocoon and deprived of universal influence, rendered blind to the call of the world, prevented from springing towards reality in all its plenitude, the “exotic” included. The timid return to the homeland robs Faustianism of its force of diffusion and relegates its “human vessels” to the level of the “eternal ahistoric peasants” described by Spengler and Eliade.[12] Balance consists in drawing in (from the depths of the original soil) and diffusing out (towards the outside world).

In spite of all nostalgia for the “organic,” rural, or pastoral—in spite of the serene, idyllic, aesthetic beauty that recommend Horace or Virgil—Technology and Work are from now on the essences of our post-nihilist world. Nothing escapes any longer from technology, technicality, mechanics, or the machine: neither the peasant who plows with his tractor nor the priest who plugs in a microphone to give more impact to his homily.

 

The era of “Technology”

Technology mobilizes totally (Total Mobilmachung) and thrusts the individual into an unsettling infinitude where we are nothing more than interchangeable cogs. The machine gun, notes the warrior Jünger, mows down the brave and the cowardly with perfect equality, as in the total material war inaugurated in 1917 in the tank battles of the French front. The Faustian “Ego” loses its intraversion and drowns in a ceaseless vortex of activity. This Ego, having fashioned the stone lacework and spires of the flamboyant Gothic, has fallen into American quantitativism or, confused and hesitant, has embraced the 20th century’s flood of information, its avalanche of concrete facts. It was our nihilism, our frozen indecision due to an exacerbated subjectivism, that mired us in the messy mud of facts.

By crossing the “line,” as Heidegger and Jünger say,[13] the Faustian monad (about which Leibniz[14] spoke) cancels its subjectivism and finds pure power, pure dynamism, in the universe of Technology. With the Jüngerian approach, the circle is closed again: as the closed universe of “magism” was replaced by the inauthentic little world of the bourgeois—sedentary, timid, embalmed in his utilitarian sphere—so the dynamic “Faustian” universe is replaced with a Technological arena, stripped this time of all subjectivism.

Jüngerian Technology sweeps away the false modernity of the Enlightenment metanarrative, the hesitation of late 19th century literary modernism, and the trompe-l’oeil of Wagnerism and neo-pastoralism. But this Jüngerian modernity, perpetually misunderstood since the publication of Der Arbeiter [The Worker] in 1932, remains a dead letter.

Notes

1. On the theological foundation of the doctrine of the “invisible hand” see Hans Albert, “Modell-Platonismus. Der neoklassische Stil des ökonomischen Denkens in kritischer Beleuchtung” [“Model Platonism: The Neoclassical Style of Economic Thought in Critical Elucidation”], in Ernst Topitsch, ed., Logik der Sozialwissenschaften [Logic of Social Science] (Köln/Berlin: Kiepenheuer & Witsch, 1971).

2. There is abundant French literature on Georges Sorel. Nevertheless, it is deplorable that a biography and analysis as valuable as Michael Freund’s has not been translated: Michael Freund, Georges Sorel, Der revolutionäre Konservatismus [Georges Sorel: Revolutionary Conservatism] (Frankfurt a.M.: Vittorio Klostermann, 1972).

3. Cf. G. Locchi, “Histoire et société: critique de Lévi-Strauss” [“History and Society: Critique of Lévi-Strauss”], Nouvelle Ecole, no. 17 (March 1972) and “L’histoire” [“History”], Nouvelle Ecole, nos. 2728 (January 1976).

4. Cf. G. Locchi, “L’idée de la musique’ et le temps de l’histoire” [“The ‘Idea of Music’ and the Times of History”], Nouvelle Ecole, no. 30 (November 1978) and Vincent Samson, “Musique, métaphysique et destin” [“Music, Metaphysics, and Destiny”], Orientations, no. 9 (September 1987).

5. Cf. Helmut Pfotenhauer, Die Kunst als Physiologie: Nietzsches äesthetische Theorie und literarische Produktion [Art as Physiology: Nietzsche’s Aesthetic Theory and Literary Production] (Stuttgart: J. B. Metzler, 1985). Cf. on Pfotenhauer’s book: Robert Steuckers, “Regards nouveaux sur Nietzsche” [“New Views of Nietzsche”], Orientations, no. 9.

6. Biotechnology and the most recent biocybernetic innovations, when applied to the operation of human society, fundamentally call into question the mechanistic theoretical foundations of the “Grand Narrative” of the Enlightenment. Less rigid, more flexible laws, because adapted to the deep drives of human psychology and physiology, would restore a dynamism to our societies and put them in tune with technological innovations. The Grand Narrative—which is always around, in spite of its anachronism—blocks the evolution of our societies; Habermas’ thought, which categorically refuses to fall in step with the epistemological discoveries of Konrad Lorenz, for example, illustrates perfectly the genuinely reactionary rigidity of the neo-Enlightenment in its Frankfurtist and current neo-liberal derivations. To understand the shift that is taking place regardless of the liberal-Frankfurtist reaction, see the work of the German bio-cybernetician Frederic Vester: (1) Unsere Welt—ein vernetztes System, dtv, no. l0,118, 2nd ed. (München, 1983) and (2) Neuland des Denkens. Vom technokratischen zum kybernetischen Zeitalter (Stuttgart: DVA, 1980). The restoration of holist (ganzheitlich) social thought by modern biology is discussed, most notably, in Gilbert Probst, Selbst-Organisation, Ordnungsprozesse in sozialen Systemen aus ganzheitlicher Sicht (Berlin: Paul Parey, 1987).

7. G. Locchi, “L’idée de la musique’ et le temps de l’histoire.”

8. To tackle the question of the literary modernism in the 19th century, see: M. Bradbury, J. McFarlane, eds., Modernism 1890–1930 (Harmondsworth: Penguin, 1976).

9. Cf. Paul Raabe, ed., Expressionismus. Der Kampf um eine literarische Bewegung (Zürich: Arche, 1987)—A useful anthology of the principal expressionist manifestos.

10. Armin Mohler, La Révolution Conservatrice en Allemagne, 1918–1932 (Puiseaux: Pardès, 1993). See mainly text A3 entitled “Leitbilder” (“Guiding Ideas”).

11. Cf. Gérard Raulet, “Mantism and the Post-Modern Conditions” and Claude Karnoouh, “The Lost Paradise of Regionalism: The Crisis of Post-Modernity in France,” Telos, no. 67 (March 1986).

12. Cf. Oswald Spengler, The Decline of the West, 2 vols., trans. Charles Francis Atkinson (New York: Knopf, 1926) for the definition of the “ahistorical peasant” see vol. 2. Cf. Mircea Eliade, The Sacred and the Profane: The Nature of Religion, trans. Willard R. Trask (San Diego: Harcourt, 1959). For the place of this vision of the “peasant” in the contemporary controversy regarding neo-paganism, see: Richard Faber, “Einleitung: ‘Pagan’ und Neo-Paganismus. Versuch einer Begriffsklärung,” in Richard Faber and Renate Schlesier, Die Restauration der Götter: Antike Religion und Neo-Paganismus [The Restoration of the Gods: Ancient Religion and Neo-Paganism] (Würzburg: Königshausen & Neumann, 1986), 10–25. This text was reviewed in French by Robert Steuckers, “Le paganisme vu de Berlin” [“Paganism as Seen in Berlin”], Vouloir no. 28–29, April 1986, pp. 5–7.

13. On the question of the “line” in Jünger and Heidegger, cf. W. Kaempfer, Ernst Jünger, Sammlung Metzler, Band 20l (Stuttgart, Metzler, 1981), pp. 119–29. Cf also J. Evola, “Devant le ‘mur du temps’” [“Before the ‘Wall of Time’”] in Explorations: Hommes et problems [Explorations: Men and Problems], trans. Philippe Baillet (Puiseaux: Pardès, 1989), pp. 183–94. Let us take this opportunity to recall that, contrary to the generally accepted idea, Heidegger does not reject technology in a reactionary manner, nor does he regard it as dangerous in itself. The danger is due to the failure to think of the mystery of its essence, preventing man from returning to a more originary unconcealment and from hearing the call of a more primordial truth. If the age of technology seems to be the final form of the Oblivion of Being, where the anxiety suitable to thought appears as an absence of anxiety in the securing and the objectification of being, it is also from this extreme danger that the possibility of another beginning is thinkable once the metaphysics of subjectivity is completed.

14. To assess the importance of Leibniz in the development of German organic thought, cf. F. M. Barnard, Herder’s Social and Political Thought: From Enlightenment to Nationalism (Oxford: Clarendon Press, 1965), 10–12.

Postmodern Challenges:
Between Faust & Narcissus, Part 3

In 1945, the tone of ideological debate was set by the victorious ideologies. We could choose American liberalism (the ideology of Mr. Babbitt) or Marxism, an allegedly de-bourgeoisfied version of the metanarrative. The Grand Narrative took charge, hunted down any “irrationalist” philosophy or movement,[1] set up a thought police, and finally, by brandishing the bogeyman of rampant barbarism, inaugurated an utterly vacuous era.

Sartre and his fashionable Parisian existentialism must be analyzed in the light of this restoration. Sartre, faithful to his “atheism,” his refusal to privilege one value, did not believe in the foundations of liberalism or Marxism. Ultimately, he did not set up the metanarrative (in its most recent version, the vulgar Marxism of the Communist parties[2]) as a truth but as an “inescapable”categorical imperative for which one must militate if one does not want to be a “bastard,” i.e., one of these contemptible beings who venerate “petrified orders.”[3] It is the whole paradox of Sartreanism: on the one hand, it exhorts us not to adore “petrified orders,” which is properly Faustian, and, on another side, it orders us to “magically” adore a “petrified order” of vulgar Marxism, already unhorsed by Sombart or De Man. Thus in the Fifties, the golden age of Sartreanism, the consensus is indeed a moral constraint, an obligation dictated by increasingly mediatized thought. But a consensus achieved by constraint, by an obligation to believe without discussion, is not an eternal consensus. Hence the contemporary oblivion of Sartreanism, with its excesses and its exaggerations.

The Revolutionary Anti-Humanism of May 1968

With May ’68, the phenomenon of a generation, “humanism,” the current label of the metanarrative, was battered and broken by French interpretations of Nietzsche, Marx, and Heidegger.[4] In the wake of the student revolt, academics and popularizers alike proclaimed humanism a “petite-bourgeois” illusion. Against the West, the geopolitical vessel of the Enlightenment metanarrative, the rebels of ’68 played at mounting the barricades, taking sides, sometimes with a naive romanticism, in all the fights of the 1970s: Spartan Vietnam against American imperialism, Latin-American guerillas (“Ché”), the Basque separatists, the patriotic Irish, or the Palestinians.

Their Faustian feistiness, unable to be expressed though autochthonous models, was transposed toward the exotic: Asia, Arabia, Africa, or India. May ’68, in itself, by its resolute anchorage in Grand Politics, by its guerilla ethos, by its fighting option, in spite of everything took on a far more important dimension than the strained blockage of Sartreanism or the great regression of contemporary neo-liberalism.  On the right, Jean Cau, in writing his beautiful book on Che Guevara[5]  understood this issue perfectly, whereas the right, which is as fixated on its dogmas and memories as the left, had not wanted to see.

With the generation of ’68—combative and politicized, conscious of the planet’s great economic geopolitical issues—the last historical fires burned in the French public spirit before the great rise of post-history and post-politics represented by the narcissism of contemporary neoliberalism.

The Translation of the Writings of the “Frankfurt School” announces the Advent of Neo-Liberal Narcissism

The first phase of the neo-liberal attack against the political anti-humanism of May ’68 was the rediscovery of the writings of the Frankfurt School: born in Germany before the advent of National Socialism, matured during the California exile of Adorno, Horkheimer, and Marcuse, and set up as an object of veneration in post-war West Germany. In Dialektik der Aufklärung, a small and concise book that is fundamental to understanding the dynamics of our time, Horkheimer and Adorno claim that there are two “reasons” in Western thought that, in the wake of Spengler and Sombart, we are tempted to name “Faustian reason” and “magical reason.” The former, for the two old exiles in California, is the negative pole of the “reason complex” in Western civilization: this reason is purely “instrumental”; it is used to increase the personal power of those who use it. It is scientific reason, the reason that tames the forces of the universe and puts them in the service of a leader or a people, a party or state. Thus, according to Herbert Marcuse, it is Promethean, not Narcissistic/Orphic.[6] For Horkheimer, Adorno, and Marcuse, this is the kind of rationality that Max Weber theorized.

On the other hand, “magical reason,” according to our Spenglerian genealogical terminology, is, broadly speaking, the reason of Lyotard’s metanarrative. It is a moral authority that dictates ethical conduct, allergic to any expression of power, and thus to any manifestation of the essence of politics.[7] In France, the rediscovery of the Horkheimer-Adorno theory of reason near the end of the 1970s inaugurated the era of depoliticization, which, by substituting generalized disconnection for concrete and tangible history, led to the “era of the vacuum” described so well by Grenoble Professor Gilles Lipovetsky.[8] Following the militant effervescence of May ’68 came a generation whose mental attitudes are characterized quite justly by Lipovetsky as apathy, indifference (also to the metanarrative in its crude form), desertion (of the political parties, especially of the Communist Party), desyndicalisation, narcissism, etc. For Lipovetsky, this generalized resignation and abdication constitutes a golden opportunity. It is the guarantee, he says, that violence will recede, and thus no “totalitarianism,” red, black, or brown, will be able to seize power. This psychological easy-goingness, together with a narcissistic indifference to others, constitutes the true “post-modern” age.

 

There are Various Possible Definitions of “Post-Modernity”

On the other hand, if we perceive—contrary to Lipovetsky’s usage—“modernity” or “modernism” as expressions of the metanarrative, thus as brakes on Faustian energy, post-modernity will necessarily be a return to the political, a rejection of para-magical creationism and anti-political suspicion that emerged after May 68, in the wake of speculations on “instrumental reason” and “objective reason” described by Horkheimer and Adorno.

The complexity of the “post-modern” situation makes it impossible to give one and only one definition of “post-modernity.” There is not one post-modernity that can lay claim to exclusivity. On the threshold of the 21st century, various post-modernities lie fallow, side by side, diverse potential post-modern social models, each based on fundamentally antagonistic values fundamentally antagonistic, primed to clash. These post-modernities differ—in their language or their “look”—from the ideologies that preceded them; they are nevertheless united with the eternal, immemorial, values that lie beneath them. As politics enters the historical sphere through binary confrontations, clashes of opposing clans and the exclusion of minorities, dare to evoke the possible dichotomy of the future: a neo-liberal, Western, American and American-like post-modernity versus a shining Faustian and Nietzschean post-modernity.

 

The “Moral Generation” & the “Era of the Vacuum”

This neo-liberal post-modernity was proclaimed triumphantly, with Messianic delirium, by Laurent Joffrin in his assessment of the student revolt of December 1986 (Un coup de jeune [A Coup of Youth], Arlea, 1987). For Joffrin, who predicted[9] the death of the hard left, of militant proletarianism, December ’86 is the harbinger of a “moral generation,” combining in one mentality soft leftism, lazy-minded collectivism, and neo-liberal, narcissistic, and post-political selfishness: the social model of this hedonistic society centered on commercial praxis, that Lipovetsky described as the era of the vacuum. A political vacuum, an intellectual vacuum, and a post-historical desert: these are the characteristics of the blocked space, the closed horizon characteristic of contemporary neo-liberalism. This post-modernity constitutes a troubling impediment to the greater Europe that must emerge so that we have a viable future and arrest the slow decay announced by massive unemployment and declining demographics spreading devastation under the wan light of consumerist illusions, the big lies of advertisers, and the neon signs praising the merits of a Japanese photocopier or an American airline.

On the other hand, the post-modernity that rejects the old anti-political metanarrative of the Enlightenment, with its metamorphoses and metastases; that affirms the insolence of a Nietzsche or the metallic ideal of a Jünger; that crosses the “line,” as Heidegger exhorts, leaving behind the sterile dandyism of nihilistic times; the post-modernity that rallies the adventurous to a daring political program concretely implying the rejection of the existing power blocs, the construction of an autarkic Eurocentric economy, while fighting savagely and without concessions against all old-fashioned religions and ideologies, by developing the main axis of a diplomacy independent of Washington; the post-modernity that will carry out this voluntary program and negate the negations of post-history—this post-modernity will have our full adherence.

In this brief essay, I wanted to prove that there is a continuity in the confrontation of the “Faustian” and “magian” mentalities, and that this antagonistic continuity is reflected in the current debate on post-modernities. The American-centered West is the realm of “magianisms,” with its cosmopolitanism and authoritarian sects.[10] Europe, the heiress of a Faustianism much abused by “magian” thought, will reassert herself with a post-modernity that will recapitulate the inexpressible themes, recurring but always new, of the Faustianness intrinsic to the European soul.

Notes

1. The classic among classics in the condemnation of “irrationalism” is the summa of György Lukács, The Destruction of Reason, 2 vols. (1954). This book aims to be a kind of Discourse on Method for the dialectic of Enlightenment-Counter-Enlightenment, rationalism-irrationalism. Through a technique of amalgamation that bears a passing resemblance to a Stalinist pamphlet, broad sectors of  German and European culture, from Schelling to neo-Thomism, are blamed for having prepared and supported the Nazi phenomenon. It is a paranoiac vision of culture.

2. To understand the fundamental irrationality of Sartre’s Communism, one should read Thomas Molnar, Sartre, philosophie de la contestation (Paris: La Table Ronde, 1969). In English: Sartre: Ideologue of Our Time (New York : Funk & Wagnalls, 1968).

3. Cf. R.-M. Alberes, Jean-Paul Sartre (Paris: Éditions Universitaires, 1964), 54–71.

4. In France, the polemic aiming at a final rejection of the anti-humanism of ’68 and its Nietzschean, Marxist, and Heideggerian philosophical foundations is found in Luc Ferry and Alain Renaut, French Philosophy of the Sixties: An Essay on Anti-Humanism, trans. Mary H. S. Cattani (Amherst: University of Massachusetts Press, 1990) and its appendix ’68–’86. Itinéraires de l’individu [’68-’86: Routes of the Individual] (Paris: Gallimard, 1987). Contrary to the theses defended in first of these two works, Guy Hocquenghem in Lettre ouverte à ceux qui sont passés du col Mao au Rotary Club [Open Letter to those Went from Mao Jackets to the Rotary Club] (Paris: Albin Michel, 1986) deplored the assimilation of the hyper-politicism of the generation of 1968 into the contemporary neo-liberal wave. From a definitely polemical point of view and with the aim of restoring debate, such as it is, in the field of philosophical abstraction, one should read Eddy Borms, Humanisme—kritiek in het hedendaagse Franse denken [Humanism: Critique in Contemporary French Thought (Nijmegen: SUN, 1986).

5. Jean Cau, the former secretary of Jean-Paul Sartre, now classified as a polemist of the “right,” who delights in challenging the manias and obsessions of intellectual conformists, did not hesitate to pay homage to Che Guevara and to devote a book to him. The “radicals” of the bourgeois accused him of “body snatching”! Cau’s rigid right-wing admirers did not appreciate his message either. For them, the Nicaraguan Sandinistas, who nevertheless admired Abel Bonnard and the American “fascist” Lawrence Dennis, are emanations of the Evil One.

6. Cf. A. Vergez, Marcuse (Paris: P.U.F., 1970).

7. Julien Freund, Qu’est-ce que la politique? [What is Politics?] (Paris: Seuil, 1967). Cf Guillaume Faye, “La problématique moderne de la raison ou la querelle de la rationalité” [“The Modern Problem of Reason or the Quarrel of Rationality”] Nouvelle Ecole no. 41, November 1984.

8. G. Lipovetsky, L’ère du vide: Essais sur l’individualisme contemporain [The Era of the Vacuum: Essays on contemporary individualism] (Paris: Gallimard, 1983). Shortly after this essay was written, Gilles Lipovetsky published a second book that reinforced its viewpoint: L’Empire de l’éphémère: La mode et son destin dans les sociétés modernes [Empire of the Ephemeral: Fashion and its Destiny in Modern Societies] (Paris: Gallimard, 1987). Almost simultaneously François-Bernard Huyghe and Pierre Barbès protested against this “narcissistic” option in La soft-idéologie [The Soft Ideology] (Paris: Laffont, 1987). Needless to say, my views are close to those of the last two writers.

9. Cf. Laurent Joffrin, La gauche en voie de disparition: Comment changer sans trahir? [The Left in the Process of Disappearance: How to Change without Betrayal?] (Paris: Seuil, 1984).

10. Cf. Furio Colombo, Il dio d’America: Religione, ribellione e nuova destra [The God of America: Religion, Rebellion, and the New Right] (Milano: Arnoldo Mondadori, 1983).

samedi, 08 janvier 2011

Dr. Tomislav Sunic on overcoming differences & on American theology

Dr. Tomislav Sunic on overcoming differences

Dr. Sunic on American theology

vendredi, 07 janvier 2011

Petites réflexions éparses sur l'Ecole de Francfort

Robert STEUCKERS :

Petites réflexions éparses sur l’Ecole de Francfort

 

Exposé prononcé à Gand, salle universitaire « Blandijn », novembre 2008, à l’occasion d’une conférence du Dr. Tomislav Sunic sur les répercussions de l’Ecole de Francfort en Amérique et en Europe, conférence organisée par l’association étudiante KVHV

 

L’Ecole de Francfort est un vaste sujet, vu le nombre de théoriciens importants pour les gauches européennes et américaines qu’elle a fournis. Nous ne pourrons pas aborder tous les aspects de cette école de Francfort. Nous allons nous limiter, comme le Dr. Sunic, aux critiques qu’adressent généralement les mouvements conservateurs européens à cette école de pensée qui a modernisé considérablement les idéologies avancées par les gauches, entre les années 20 et 70 du 20ème siècle. On peut dire qu’aujourd’hui bon nombre de dirigeants européens et américains ont été directement ou indirectement influencés par l’Ecole de Francfort, dans la mesure où ils ont été impliqués dans le mouvement de mai 68 ou dans ses suites immédiates.

 

Les critiques conservatrices de l’Ecole de Francfort s’articulent autour de plusieurs éventails de thématiques :

 

L’Ecole de Francfort aurait forgé les instruments destinés à dissoudre littéralement les fondements des sociétés, de manière à permettre à de petites élites intellectuelles et politiques de prendre le pouvoir, afin d’agir non pas selon des traditions avérées (selon le « mos majorum » romain) mais de manière purement arbitraire et expérimentale, sans la sanction de l’expérience. Il s’agit donc clairement de contre-élites, qui n’entendent pas poursuivre des traditions politiques, demeurer dans un cadre bien établi, mais bouleverser de fond en comble les traditions pour installer une nouvelle forme de pouvoir, qui ne doit plus rien au passé. Pour y parvenir et pour éliminer toute résistance des forces traditionnelles, il faut dissoudre ce qui existe et ce qui fait l’armature des sociétés. On a insinué que les tenants de l’Ecole de Francfort ont coopéré avec l’OSS américaine pendant et immédiatement après la seconde guerre mondiale pour briser les ressorts des sociétés européennes, et surtout de la société allemande. L’idée n’est pas neuve : dans Sun Tzu, on trouve des consignes au Prince pour faire plonger la société de l’ennemi en pleine déliquescence, la neutraliser, l’empêcher de renaître de ses cendres et de passer à la contre-offensive. L’Ecole de Francfort aurait donc été l’instrument des Américains pour appliquer à l’Allemagne et à l’Europe un principe de l’Art de la guerre de Sun Tzu.

 

De l’homme unidimensionnel à la société festiviste

 

OneDimDtBig400pxh.jpgMalgré l’instrumentalisation des corpus doctrinaux de l’Ecole de Francfort et malgré les désastres que cette instrumentalisation a provoqué en Europe, les idées diffusées par l’Ecole de Francfort véhiculent des thèmes intéressants qui, eux, n’ont pas été inclus dans la vulgate, seule responsable des dégâts sociaux et anthropologiques que nous déplorons depuis quelques décennies en Europe. Quand un Herbert Marcuse (1898-1979) nous parle de l’homme unidimensionnel, pour déplorer sa banalisation dans les sociétés industrielles modernes, il ne fait qu’énoncer un état de choses déjà déploré par Nietzsche. L’homme unidimensionnel de Marcuse partage bien des traits en commun avec le « dernier homme » de Nietzsche. Dans « Eros et la civilisation », Marcuse évoque le refoulement du désir dans les sociétés modernes, exactement comme le déploraient certains mouvements de jeunesse alternatifs allemands entre 1896 et 1933 ; cette option philosophique de vouloir libérer les instincts refoulés, en imitant les groupes marginaux ou exclus des sociétés même au détriment des majorités politiques et parlementaires, a eu, avec l’appui de tout un attirail d’interprétations freudiennes, un impact important sur la révolte étudiante des années 67-68 en Allemagne, en France et ailleurs en Europe. Marcuse condamnera toutefois l’usage de la violence et se fera apostropher comme « mou » par certains échaudés, dénommés « Krawallos ». Entre la théorie écrite et la pratique mise en œuvre par les services à partir des années 60 du 20ème siècle, il y a une nette différence. Mais c’est la vulgate, la version instrumentalisée, sloganisée à l’usage des Krawallos, qui a triomphé au détriment de la théorie proprement dite : c’est au départ d’une hyper-simplification du contenu d’ « Eros et la civilisation » que l’on a fabriqué la société festiviste actuelle, une société festiviste incapable de forger un Etat digne de ce nom ou de générer un vivre-ensemble harmonieux et créatif. Tout comme dans le « Meilleur des mondes » d’Aldous Huxley, on vend des drogues et l’on favorise la promiscuité sexuelle pour endormir les volontés.

 

adorno.jpgOutre Marcuse, idole des festivistes de mai 68, l’Ecole de Francfort a surtout aligné, en Allemagne, deux figures notoires, Theodor W. Adorno (1903-1969) et Max Horkheimer (1895-1973). Ces deux philosophes ont été les principaux représentants de la philosophie allemande dans les années 50. Adorno a déployé une critique de l’autoritarisme qui, selon lui, aurait toujours structuré la pensée allemande et, partant, européenne et américaine, faisant courir le risque de voir émerger de nouveaux fascismes à intervalles réguliers dans l’histoire. Il va vouloir déconstruire cet autoritarisme pour enrayer à l’avance toute émergence de nouveaux fascismes. Pour y procéder, il élaborera un système de mesure, consigné dans son célèbre ouvrage, La personnalité autoritaire. On y apprend même comment mesurer sur « l’échelle F » le degré de « fascisme » que peut receler la personnalité d’un individu. Le livre contient aussi un classement des citoyens en « Vorurteilsvollen » et « Vorurteilsfreien », soit ceux qui sont « pleins de préjugés » et ceux « qui sont libres de tous préjugés ». Ceux qui sont pleins de préjugés comptent aussi les « rebelles » et les « psychopathes », les « fous » et les « manipulateurs » dans leurs rangs. Ceux qui sont libres de tout préjugé comptent tout de même des « rigides », des protestataires, des impulsifs et des « easy goings » (« ungezwungene Vorurteilsfreie ») dans leurs rangs, qui sont posés comme sympathiques, comme mobilisables dans un projet « anti-autoritaire » mais dont l’efficacité n’est pas parfaite. Le summum de la qualité citoyenne ne se trouve que chez une minorité  de « Vorurteilsfreien » : les « genuine Liberalen », les « hommes de gauche en soi » qui échappent aux tendances libidineuses et au narcissisme (bref, ceux qui devraient gouverner le monde après la mise au rencart de tous les autres). Ce livre sur la personnalité autoritaire a connu un succès retentissant aux Etats-Unis mais aussi dans la République Fédérale Allemande. Mais ce n’est pas un ouvrage philosophique : c’est un instrument purement manipulatoire au service d’une ingénierie sociale destinée à dompter la société, à contrôler pensées et langages. On peut donc parfaitement interpréter l’impact de cet ouvrage d’ingénierie sociale dans une perspective orwellienne : l’émancipation (par rapport à la personnalité autoritaire) est le terme enjoliveur qui couvre une nouvelle façon, subtile, d’asservir et d’opprimer les masses.

 

Des « genuinen Liberalen » à l’humanité nouvelle

 

Comment supputer la manipulation chez des « genuinen Liberalen », posés par Adorno comme des apolitiques qui ne réagissent que lorsque les injustices sont là, flagrantes, et se dressent alors contre elles sans tenir compte des déboires que cela pourrait leur procurer ? Le « genuiner Liberaler » est un bon naïf, écrit Adorno, comment pourrait-il dès lors manipuler ses concitoyens ? On se le demande, effectivement : non, ce n’est pas lui qui va manipuler, c’est lui qui servira de modèle aux manipulateurs car, eux, ont besoin de naïfs. En effet, le « fascisme » (sous quelque forme que ce soit) n’était plus présent aux Etats-Unis ou en Allemagne, quand Adorno sortait son livre de presse. Rien ne permettait d’envisager son retour offensif. Ce n’est donc pas un fascisme organisé en escouades de combat que cherchent à éliminer Adorno et tous ses disciples armés de « l’échelle F ». Il s’agit bien plutôt de détruire les réflexes structurants de toute société traditionnelle normale, surtout quand elles sont de nature « agnatiques » (centrées autour du patriarche ou du pater familias). Patriarches et pères de famille détiennent forcément une autorité (qui peut être bienveillante ou sévère selon les cas), que ce soit, comme l’a montré Emmanuel Todd, dans la famille centre-européenne (germanique et souvent catholique), dans la famille juive ou dans la famille musulmane nord-africaine (où elle a, selon Todd, des aspects plus claniques). C’est leur pouvoir patriarcal qu’il s’agit de démonter pour le remplacer par des figures alternatives, non clairement profilées : la virago célibataire, la mère fusionnelle, l’ado libre, l’adulescent bambocheur et irresponsable, la grand-mère gâteau, la divorcée agitée de frénésies de toutes sortes, le tonton homosexuel, le grand frère hippy (ou beatnik) ou deux ou trois figures de référence de cet acabit, qui vont déboussoler l’enfant plutôt que l’édifier. Bref nous aurons là la « nouvelle humanité » soi-disant « tolérante » (1), dont ont rêvé beaucoup de ces dissidents qui souhaitaient bouleverser les hiérarchies naturelles et immémoriales : les dissidents « levellers » ou les « Founding Fathers » puritains qui s’en iront au Nouveau Monde créer une « Jérusalem Nouvelle » avant de pendouiller les sorcières de Salem (2), les utopistes ou les phalanstériens en marge de la révolution française ou les communistes soviétiques des années 20, avant la réaction autoritaire du stalinisme. Les pères posés comme « autoritaires » a priori, par certains zélotes de « l’échelle F », sont évidemment un frein au développement échevelé de la société de consommation, telle que nous la connaissons depuis la fin des années 50 en Europe, depuis la fin des années 40 aux Etats-Unis. Les planificateurs de la consommation tous azimuts ont constaté que les pères (autoritaires ou simplement prévoyants) maintenaient généralement les cordons de la bourse plus serrés que les marginaux prodigues et flambeurs, individualités très appréciées des commerçants et des publicitaires. Qui dit structures patriarcales dit automatiquement volonté de maintenir et de préserver un patrimoine de biens meubles et immeubles, qui ne sont pas immédiatement voués à la consommation, destinée, elle, à procurer le bonheur tout de suite. L’élimination de l’autorité patriarcale et la libération sexuelle vont de paire pour assurer le triomphe de la société de consommation, festiviste et flambeuse, par ailleurs fustigée par certains soixante-huitards qui furent tout à la fois, et souvent à leur corps défendant, ses critiques et ses promoteurs.      

 

hork.jpgOutre la composition de cet instrument de contrôle que fut le livre d’Adorno intitulé La personnalité autoritaire (Studien zum autoritären Charakter), les deux philosophes de l’Ecole de Francfort, installés dans l’Allemagne d’après-guerre, en rédigent le principal manifeste philosophique, Die Dialektik der Aufklärung (= « La dialectique des Lumières »), où ils affirment s’inscrire dans la tradition des Lumières, née au 18ème siècle, tout en critiquant certains avatars ultérieurs de cette démarche philosophique. Pour Horkheimer et Adorno, la science et la technologie, qui ont pris leur élan à l’époque des Lumières et dans les premiers balbutiements de la révolution industrielle avec l’appui des Encyclopédistes autour de d’Alembert et Diderot, ont pris au fil du temps un statut marqué d’ambigüité. La technologie et la science ont débouché sur la technocratie, affirment Horkheimer et Adorno dans leur manifeste, et, dans ce processus involutif, la raison des Lumières, d’idéelle est devenue « instrumentale », avec le risque d’être instrumentalisée par des forces politiques ne partageant pas l’idéal philosophique des Lumières (sous-entendu : les diverses formes de fascisme ou les néoconservatismes technocratiques d’après 1945). Le programme promu par La personnalité autoritaire peut être interprété, sans sollicitation outrancière, comme un instrument purement technocratique destiné à formater les masses dans un sens précis, contraire à leurs dispositions naturelles et ontologiques ou contraire aux legs d’une histoire nationale particulière. Alors qu’ils inventent un instrument de nature nettement technocratique, Adorno et Horkheimer critiquent la technocratie occidentale sur des bases sociologiques que nous pouvons pleinement accepter : en effet, les deux philosophes s’inscrivent dans un filon sociologique inauguré, non pas par Marx et ses premiers fidèles, mais par Georg Simmel et Max Weber. Ce dernier voulait lancer, par ses travaux et ceux de ses étudiants, « une science du réel, nous permettant de comprendre dans sa spécificité même la réalité en laquelle nos vies sont plongées ». Pour Simmel et Weber, le développement des sciences et des technologies apporteront certainement une quantité de bienfaits aux sociétés humaines mais elles provoqueront simultanément une hypertrophie des appareils abstraits, ceux de la technocratie en marche, par exemple, ceux de l’administration qui multipliera les règles de coercition sociale dans tous les domaines, conduisant à l’émergence d’un gigantesque « talon d’acier » (iron heel) ou d’une cage d’acier, qui oblitèreront la créativité humaine.

 

Quelle créativité humaine ?

 

L’oblitération de la créativité humaine, telle qu’elle avait été pensée par Simmel et Weber, est le point de départ d’Adorno et Horkheimer. Mais où divergent donc conservateurs critiques de l’Ecole de Francfort et adeptes de cette école ? Dans la définition qu’ils donnent de la créativité humaine. La créativité selon Adorno et Horkheimer est celle d’une intelligentsia détachée de toutes contraintes matérielles, d’une freischwebende Intelligenz, planant haut au-dessus de la réalité, ou d’assistants sociaux, de travailleurs sociaux, qui œuvrent à déconstruire les structures sociales existantes pour créer de toutes pièces un vivre-ensemble artificiel, composé selon les rêves utopiques de sociologues irréalistes, qui glosent ad libitum sur le travail ou sur le prolétariat sans jamais travailler concrètement (Helmut Schelsky) ni trimer dans une véritable usine (les ouvriers d’Opel à Rüsselheim en Allemagne ont chassé les Krawallos qui voulaient les aider dans leur tâche prolétarienne, tout en préparant des comités de contestation, des happenings ou des bris de machine). Le reproche d’abonder dans le sens de cette frange « bohémienne » de la bourgeoisie ou de la Bildungsbürgertum avait déjà été adressé par les conservateurs et les pangermanistes à Nietzsche (« philosophe pour femmes hystériques et pour artistes peintres ») et aux romantiques, qualifiés d’ « occasionnalistes » par Carl Schmitt. On peut constater, dans l’histoire des idées, que la critique de la technocratie a souvent émergé dans les rangs conservateurs, inquiets de voir les traditions oblitérées par une nouvelle pensée pragmatique étrangère à toutes les valeurs traditionnelles et aux modes de concertation hérités, qui finissent alors noyés dans des dédales administratifs nouveaux, posés comme infaillibles. La critique d’Adorno et d’Horkheimer n’est pourtant pas conservatrice mais de gauche, « libérale » au sens anglo-saxon du terme. Adorno et Horkheimer veulent donner plus d’impact dans la société à la freischwebende Intelligenz, aux bohèmes littéraires et artistiques ou aux nouveaux sociologues et pédagogues (Cohn-Bendit) héritiers des plus fumeux et des plus farfelus des « Lebensreformer » (des « réformateurs de la vie ») qui pullulaient en Allemagne entre 1890 et 1933. Le but de cette manœuvre est de maintenir une sorte d’espace récréatif et festif (avant la lettre) en marge d’une société autrement gouvernée par les principes des Lumières, avec, dans le monde du travail, une domination plus ou moins jugulée de la « raison instrumentale ». Cet espace récréatif et festif serait un « espace de non-travail » (Guillaume Faye), survalorisé médiatiquement, où les individus pourraient donner libre cours à leurs fantaisies personnelles ou s’esbaudir dans une aire de garage au moment où l’automatisation des usines, la désindustrialisation ou les délocalisations postulent une réduction drastique de la main-d’œuvre. L’ « espace de non-travail » dore la pilule pour ceux qui sont condamnés au chômage ou à des emplois socio-culturels non productifs. Adorno et Horkheimer situent donc la créativité humaine, qu’ils valorisent, dans un espace artificiel, une sorte de jardin de luxe, en marge des tumultes du monde réel. Ils ne la situent pas dans les dispositions concrètes et ontologiques de la nature biologique de l’homme, en tant qu’être vivant, qui, au départ de son évolution phylogénétique, a été « jeté là » dans la nature et a dû s’en sortir. Critique allemand de l’Ecole de Francfort, le Dr. Rolf Kosiek, professeur de biologie, stigmatise le « pandémonium » de cette tradition sociologique de gauche parce qu’elle ne se réfère jamais à la biologie humaine, à la concrétude fondamentale de l’être humain en tant qu’être vivant. En utilisant le terme « pandémonium », Kosiek reprend quasiment mot pour mot le jugement de Henri De Man, présent à Francfort dès les débuts de l’Institut de sociologie ; dans ses mémoires, De Man écrit : « c’était une bande d’intellectuels rêveurs, incapables de saisir une réalité politique ou sociale ou de la décrire de manière succincte – c’était un pandémonium ».

 

Les écoles biologiques allemandes et autrichiennes, avec Konrad Lorenz, Irenäus Eibl-Eibesfeldt, Rupert Riedl et Wuketits ou les vulgarisateurs américains et anglais Robert Ardrey et Desmond Morris ont jeté les bases d’une sociologie plus réaliste, en abordant l’homme, non pas comme un bohème intellectuel mais comme un être vivant, peu différent dans sa physiologie des mammifères qu’il côtoie, tout en étant, en revanche, très différent d’eux dans ses capacités intellectuelles et adaptatives, dans ses capacités mémorielles. Arnold Gehlen, lui, est un sociologue qui tient compte des acquis des sciences biologiques. Pour Gehlen, l’homme est une créature misérable, nue, sans force réelle dans la nature, sans les griffes et les canines du tigre, sans la fourrure et les muscles puissants de l’ours. Pour survivre, il doit créer artificiellement les organes dont la nature ne l’a pas pourvu. Il invente dès lors la technique et, par sa mémoire capable de transmettre les acquis, se dote d’une béquille culturelle, capable de pallier ses indigences naturelles. D’où la culture (et la technique) sont, pour Gehlen, la vraie nature de l’homme. La créativité, celle qu’oblitère la technocratie (Simmel, Weber, Adorno, Horkheimer) qui provoque aussi la « mort tiède » (Lorenz) par la démultiplication des « expériences de seconde main » (Gehlen), est, pour la sociologie biologisante de Gehlen, la réponse de l’homme, en tant qu’être vivant, à un environnement systématiquement hostile. L’invention de la technique et la culture/mémoire donne à l’homme une plasticité comportementale le rendant apte à affronter une multiplicité de défis.

 

Cette créativité-là est aujourd’hui oblitérée par l’ingénierie sociale de la technocratie dominante, ce qui a pour risque majeur de détruire définitivement les forces qui existent en l’homme et qui l’ont toujours rendu capable d’affronter les dangers qui le guettent par la puissance « pro-active » de son imagination concrète, inscrite désormais dans ses dispositions ontologiques. L’homme à la créativité oblitérée ne peut plus faire face au tragique qui peut à tout instant survenir (la « logique du pire » de Clément Rosset).

 

Konrad Lorenz parlait de « tiédeur mortelle » et Gehlen d’une hypertrophie d’ « expériences de seconde main », où l’homme n’est plus jamais confronté directement aux dangers et aux défis auxquels il avait généralement fait face au cours de toute son histoire.

 

Pour l’Ecole de Francfort, la créativité humaine se limite à celle des bohèmes intellectuelles. Pour les autres, la créativité englobe tous les domaines possibles et imaginables de l’activité humaine, pourvu qu’elle ait un objet concret.

 

Habermas : du patriotisme constitutionnel à l’aporie complète

 

habermas1.jpgHabermas, ancien assistant d’Horkheimer puis son successeur à la tête de l’Institut de Francfort, devient, dès la fin des années 60, la figure de proue de la seconde génération de l’Ecole de Francfort. Son objectif ? Pour éviter la « cristallisation » des résidus de l’autoritarisme et des effets de l’application de la « raison instrumentale », une « cristallisation » qui aurait indubitablement ramené au pouvoir une nouvelle idéologie forte et autoritaire, Habermas s’ingéniera à théoriser une « praxis de la discussion permanente » (s’opposant en cela à Carl Schmitt qui, disciple de l’Espagnol Donoso Cortès, abominait la discussion et la « classe discutailleuse » au bénéfice des vrais décideurs, seuls aptes à maintenir le politique en place, les Etats et les empires en bon ordre de fonctionnement). La discussion et cette culture du débat permanent devaient justement empêcher les décisions trop tranchées amenant aux « cristallisations ». Les évolutions politiques devaient se dérouler lentement dans le temps, sans brusqueries ni hâtes même quand les décisions claires et nettes s’avéraient nécessaires, vu l’urgence, l’ Ernstfall. Cette posture habermasienne ne plaisait pas à tous les hommes de gauche, surtout aux communistes durs et purs, aux activistes directs : sa théorie a parfois été décrite comme l’incarnation du « défaitisme postfasciste », inaugurant, dans l’après-guerre, une « philosophie de la désorientation et des longs palabres ». Habermas est ainsi devenu le philosophe déréalisé le plus emblématique d’Europe. En 1990, il déplore la réunification allemande car celle-ci « met en danger la société multiculturelle et l’unité européenne qui étaient toutes deux depuis quelque temps déjà en voie de réalisation ». La seule alternative, pour Habermas, c’est de remplacer l’appartenance nationale des peuples par un « patriotisme constitutionnel », préférable, selon lui, « aux béquilles prépolitiques que sont la nationalité (charnelle) et l’idée de la communauté de destin » (Habermas s’attaque là aux deux conceptions que l’on trouve en Allemagne : l’idéal nationalitaire de romantique mémoire et l’idéal prussien a-national de participation à la vie et à la défense d’un type particulier d’Etat, à connotations spartiates). Le « patriotisme constitutionnel » est-il dès lors un antidote à la guerre, à ces guerres qu’ont déclenché les patriotismes appuyés sur les deux « béquilles » dénoncées par Habermas, soit l’idéal nationalitaire et l’idéal prussien ? En principe, oui ; en pratique, non, car en 1999 quand l’OTAN attaque la Serbie sous prétexte qu’elle oppresse la minorité albanaise du Kosovo, Habermas bénit l’opération en la qualifiant « de bond en avant sur la voie qui mène du droit des gens classique au droit cosmopolite d’une société mondiale de citoyens ». Et il ajoutait : « les voisins démocratiques (c’est-à-dire ceux qui avaient fait leur l’idée de « patriotisme constitutionnel ») ont le droit de passer à l’action pour apporter une aide de première nécessité, légitimée par le droit des gens ». Contradiction : le « constitutionalisme globaliste de l’OTAN » a sanctifié un réflexe identitaire ethno-national, celui des Albanais du Kosovo, contre le réflexe ethno-national des Serbes. L’OTAN, avec la bénédiction d’Habermas, a paradoxalement agi pour restaurer l’une des béquilles que ce dernier a toujours voulu éradiquer. Tout en pariant sur un élément musulman, étranger à l’Europe, importation turque dans les Balkans, au détriment de l’albanité catholique et orthodoxe, avant de l’être pour la « serbicité » slave et orthodoxe. Le tout pour permettre à l’US Army de se faire octroyer par le nouvel Etat kosovar la plus formidable base terrestre en Europe, Camp Bondsteele, destiné à remplacer les bases allemandes évacuées progressivement depuis la réunification. Camp Bondsteele sert à asseoir une présence militaire dans les Balkans, tremplin pour le contrôle de la Mer Noire, de la Méditerranée orientale et de l’Anatolie turque. Ces déclarations d’Habermas vieillissant ressemblent étrangement à l’agitation de ces chiens qui tentent de se manger la queue. 

 

L’itinéraire d’Habermas débouche donc sur une aporie. Voire sur d’inexplicables contradictions : le « patriotisme constitutionnel », destiné à ouvrir une ère de paix universelle (déjà rêvée par Kant), aboutit en fin de compte à une apologie des « guerres justes » qui, autre oxymoron, promeuvent parfois de bons vieux nationalismes ethniques.

 

Conclusion : L’Ecole de Francfort est une instance qu’il faut étudier avec le regard de l’historien, pour pouvoir comprendre les errements de notre époque, les déraillements de ces deux dernières décennies où, justement, les soixante-huitards marqués par le corpus philosophico-sociologique de cette école, ont tenu le pouvoir entre leurs mains dans la plupart des pays occidentaux. Pour les amener à un bel éventail d’impasses et, plus récemment avec les expéditions en Afghanistan et en Irak (guerres justes selon Habermas), à un certain hybris, tandis que plusieurs puissances chalengeuses, dont la Chine, non contaminée par le fatras francfortiste et guérie des élucubrations de la révolution culturelle maoïste, entamaient une marche en avant. L’Europe doit se débarrasser du « pandémonium » pour pouvoir redresser la barre et, plus prosaïquement, survivre sur le long terme. On ne se débarrasse pas des vieux corpus classiques : ils sont irremplaçables. Toute tentative de les balancer par-dessus bord pour les remplacer par des constructions inventées et bricolées par des sociologues irréalistes conduit aux impasses, aux apories et aux bouffonneries.

 

Robert STEUCKERS.

(novembre 2008)     

 

Notes :

 

(1)    On ne se rend jamais assez compte que le terme « tolérance » a subrepticement changé de sens au fil de ces dernières décennies. Au départ, la tolérance signifiait que l’on tolérait l’existence d’un fait que, sur le fond et sur le plan des principes, l’on condamnait (on condamnait le protestantisme mais on le tolérait par l’Edit de Nantes, édit de tolérance). On tolérait certains faits parce qu’on n’avait pas les moyens matériels de les combattre et de les éradiquer. Ainsi, la prostitution, condamnée sur le fond, était tolérée comme exutoire social. On parlait dans ce sens de « maisons de tolérance » pour désigner les bordels. Quand nous demandions, déjà dans le sens actuel du mot, à nos professeurs d’être « tolérants », ils nous répondaient invariablement : « La tolérance, mon petit monsieur ? Mais il y a des maisons pour cela ! ». Aujourd’hui, le terme « tolérant » signifie accepter le fait dans ses dimensions factuelles (et inévitables) comme sur le plan des principes.

 

(2)    Les « Founding Fathers », qui sont des « pères » comme leur nom l’indique, retrouveront rapidement les réflexes de l’autorité patriarcale, dictée par la Bible juive. La parcimonie, vertu puritaine par excellence et pratiquée jusqu’à la caricature, deviendra un modèle de l’américanisme, qu’Adorno cherchera à déconstruire au même titre que le fascisme allemand, pour faire advenir une humanité atomisée, disloquée par la libération sexuelle qui dissoudra son noyau familial de base, une humanité atomisée prônée par Marcuse, Fromm et Reich, pour faire advenir le règne des individualités plus ou moins originales et farfelues, déconnectées et ahuries par les médias, mais toutes clientes dans les chaines de supermarchés.

 

Bibliographie :

Theodor W. ADORNO, Studien zum autoritären Charakter, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1973.

Max HORKHEIMER /  Theodor W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung, Fischer, Frankfurt am Main, 1969.

Max HORKHEIMER, Traditionnelle und kritische Theorie – Vier Aufsätze, Fischer, Frankfurt am Main, 1968.

Max HORKHEIMER, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, Athenäuml/Fischer, Frankfurt am Main, 1974.

Rolf KOSIEK, Die Frankfurter Schule und ihre zersetzenden Auswirkungen, Hohenrain, Tübingen, 2001.

mardi, 04 janvier 2011

Essenza della filosofia e coscienza della sua storicità nel pensiero di Wilhelm Dilthey

Essenza della filosofia e coscienza della sua storicità nel pensiero di Wilhelm Dilthey

Francesco Lamendola

Ex: http://www.centrostudilaruna.it/

 

Sarebbe difficile sopravalutare l’importanza del padre dello storicismo, Wilhelm Dilthey, nel panorama della filosofia del Novecento. Il suo influsso, diretto o indiretto, si propaga in almeno quattro direzioni principali: quella dello storicismo tedesco, i cui massimi esponenti sono stati Ernst Troeltsch e Friedrich Meinecke; quella della sociologia, rappresentata da Max Weber e Karl Mannheim; quella della fenomenologia, con Edmund Husserl e Max Scheler; e infine quella dell’esistenzialismo, con Martin Heidegger e Karl Jaspers.

Nato a Biebrich, in Renania, nel 1833, e morto a Siusi, presso Bolzano, nel 1911, fu docente a Basilea, Kiel e Breslavia, prima di occupare, per quasi un trentennio (dal 1882 alla morte) la cattedra all’Università di Berlino che era già stata, prima di lui, di Rudolph Hermann Lotze e, prima ancora, di G. F. W. Hegel. Nella sua lunga e operosa attività di ricerca e di insegnamento (formò pensatori come Georg Misch e Bernard Groethuysen) fu uno dei massimi rappresentanti di quel prodigioso rigoglio intellettuale che caratterizzò il mondo di lingua tedesca negli ultimi decenni dell’Ottocento e agli inizi del Novecento; quel periodo che, più tardi, gli storici hanno chiamato della belle époque, ma di cui gli Europei del tempo, come osserva giustamente Philippe Daverio, non avevano consapevolezza, perché “bella” sarebbe apparsa poi, nella nostalgia del ricordo: dopo i massacri insensati della prima guerra mondiale.

Le sue opere maggiori sono: Introduzione alle scienze dello spirito (1883); Idee di una psicologia descrittiva e analitica (1894); Storia della giovinezza di Hegel (1905); L’esperienza sensibile e la poesia (1905); L’essenza della filosofia (1907); La costruzione del mondo storico nelle scienze dello spirito (1910); L’analisi dell’uomo e l’intuizione della natura dal Rinascimento al secolo XVIII, una raccolta di studi pubblicati fra il 1891 e il 1904.

Con Wilhelm Dilthey, la filosofia si stacca decisamente sia dalla categorizzazione astratta di stampo idealista, sia dall’ingenuo e ottimistico razionalismo positivista, per tornare verso la vita, verso i suoi fatti concreti e immediati, verso la centralità dell’esperienza. La parola chiave della filosofia di Dilthey, infatti, è proprio l’Erlebnis, che si può tradurre con “esperienza”, “vissuto” o “esperienza vissuta”. L’Erlebnis è un’esperienza interiore, che consente all’individuo di conoscere gli oggetti e gli eventi storici, secondo una esplicita finalità. Non si tratta, comunque, di un atto conoscitivo isolato e, per così dire, frammentario; bensì di una componente della vita psichica individuale che rimanda alla totalità, collegandosi organicamente con tutti gli altri atti e gli altri vissuti, in un rapporto di tipo dinamico.

Non intendiamo esporre qui le linee dettagliate del pensiero diltheyano, cosa che richiederebbe uno spazio molto più ampio; ci limiteremo a una sintesi estremamente rapida, per poi focalizzare la nostra attenzione sull’ultima fase di esso, quella esposta nel libro L’essenza della filosofia, in cui si insiste sulla coscienza della propria storicità che la filosofia matura nel corso degli ultimi secoli della storia occidentale, particolarmente dal Rinascimento e dalla Riforma in poi.

Il pensiero di Dilthey prende le mosse da una critica al movimento neocriticista, che tende a concepire l’uomo come un essere pensante, isolato e avulso da ogni contesto. Già in Kant, massimo esponente dell’illuminismo, tali aspetti erano presenti e sottesi a tutta la sua concezione antropologica. Ma, per Dilthey, l’uomo non è affatto isolato, è anzi l’essere storico per eccellenza; e la sua interiorità non si risolve nella sola dimensione razionale, poiché volontà e sentimento sono le sue caratteristiche concrete più importanti; mentre la ragione è la facoltà che, essendo universale, accomuna gli uomini in una generalità astratta.

In questo senso, la battaglia di Dilthey a favore di una fondazione rigorosa delle «scienze dello spirito» è, in fondo, una battaglia neoromantica per valorizzare quanto, nell’essere umano, è individuale e irripetibile, oltre che una battaglia anti-positivistica per affermare, di contro alle tanto esaltate «scienze della natura», la superiorità del fatto umano, colto nella sua concretezza esperienziale; e qui una analogia può essere fatta in direzione dell’illustre precedente di Giambattista Vico, ma anche con il Bruno degli heroici furori (e al Bruno, infatti, sono dedicate alcune delle pagine più belle del già citato L’analisi dell’uomo e l’intuizione della natura dal Rinascimento al secolo XVIII).

Il compito della filosofia, per Dilthey, non è quello di costruire metafisiche, ma di comprendere i vari momenti storici attraverso i quali l’uomo è giunto a realizzarsi; e, al tempo stesso, di cogliere i sottili ma numerosi e vitali legami che collegano il singolo individuo con la sua società e il suo tempo. In questo senso, la sua filosofia può essere anche definita come una sorta di relativismo storico, perché intende storicizzare ogni prodotto del pensiero e ogni attività pratica, mostrando il legame necessario che esiste fra l’uomo e il suo tempo, fra la parte e il tutto; e quanto le concrete condizioni storiche abbiano influenzato le manifestazioni individuali del pensiero.

Ecco come Dilthey, nello scritto Nuovi studi sulla costruzione del mondo storico nelle scienze dello spirito, compreso nella Critica della ragione storica (traduzione italiana Einaudi, Torino, 1982, pp. 383-384), chiarisce con esemplare limpidezza questo concetto:

La coscienza storica della finitudine di ogni fenomeno storico, di ogni situazione umana e sociale, la coscienza della relatività di ogni forma di fede è l’ultimo passo verso la liberazione dell’uomo. Con esso l’uomo perviene alla sovranità di attribuire a ogni Erlebnis il suo contenuto e di darsi a esso completamente, con franchezza, senza il vincolo di nessun sistema filosofico o religioso. La vita si libera dalla conoscenza concettuale, e lo spirito diventa sovrano dinanzi alle ragnatele del pensiero dogmatico. Ogni bellezza, ogni santità, ogni sacrificio, rivissuti e interpretati, schiudono delle prospettive che rivelano una realtà. E così pure attribuiamo a tutto ciò che c’è di malvagio, di temibile e di brutto in noi, un posto nel mondo, una realtà sua propria, che deve essere giustificata nella connessione del mondo: qualcosa su cui non ci si può illudere. E di fronte alla relatività si fa valere la continuità della forza creatrice come l’elemento storico essenziale.

Così dall’Erleben, dall’intendere, dalla poesia e dalla storia deriva un’intuizione della vita, la quale esiste sempre in e con questa. La riflessione la eleva a distinzione e a chiarezza concettuale. La considerazione teleologica del mondo e della vita viene riconosciuta come una metafisica che poggia su una visione unilaterale, non arbitraria cioè ma parziale della vita, e la dottrina di un valore oggettivo della vita come una metafisica che va oltre ogni possibile esperienza. Ma noi abbiamo esperienza di una connessione della vita e della storia, in cui ogni parte ha un significato. Come le lettere di una parola, la vita e la storia hanno un senso, e come una particella o una coniugazione, nella vita e nella storia vi sono momenti sintattici che hanno un significato. Ogni uomo procede alla sua ricerca. Nel passato si è cercato di penetrare la vita in base al mondo; ma c’è solo la via che procede dall’interpretazione della vita al mondo, e la vita esiste solo nell’Erleben, nell’intendere e nella comprensione storica. Noi non rechiamo nella vita nessun senso del mondo. Noi siamo aperti alla possibilità che il senso e il significato sorgano soltanto nell’uomo e nella sua storia. Ma non nell’uomo singolo, bensì nell’uomo storico. Poiché l’uomo è un essere storico…

In altri termini, se nelle scienze naturali il rigore del metodo consiste nella rigida separazione di soggetto e oggetto, il mondo della storia vive nella ripresa operata dal soggetto storico, operazione che è resa possibile – come bene aveva visto il Vico – nella essenziale unità di soggetto e oggetto, in quella unità della vita che scaturisce dall’Erlebnis, l’esperienza del mondo vissuta direttamente dall’individuo, in tutta la complessità e la ricchezza di quella data situazione storica. In questo senso, anti-intelletualismo, storicismo e vitalismo sono i poli di una filosofia della vita vissuta, che si sforza di comprendere in sé, valorizzandoli al massimo, ogni atto, ogni pensiero, ogni esperienza come fili di una vastissima tela che abbraccia l’intero mondo della realtà storica.

Riassumendo, pertanto, possiamo dire che la filosofia di Dilthey poggia sui seguenti aspetti fondamentali:

1) la valorizzazione dell’individuo, contro ogni generalizzazione di tipo idealistico (facendo sue, ma con diversi presupposti e diverse prospettive, le “rivolte” antihegeliane di Schopnehauer, Kierkegaard e Nietzsche);

2) la centralità della nozione di “esperienza”, contro ogni astrattezza metafisica; riabilitando la dimensione a-razionale dell’uomo e le sue connessioni con le diverse forme del conoscere e del sapere;

3) la volontà di tradurre il mondo “soggettivo” della storia nei termini, scientifici e “oggettivi”, di un vero e proprio sistema di scienze dello spirito;

4) la centralità delle categoria del comprendere (diversa da quella dello spiegare), come elemento indispensabile per la conoscenza dell’oggetto storico da parte del soggetto.

Circa quest’ultimo punto, ci sembra opportuno riportare quanto scrive Sergio Moravia in Educazione e pensiero (Le Monnier, Firenze, 1983, vol. 3, p. 275):

Vertice ed emblema stesso della gnoseologia diltheyana è il principio del «comprendere» (Verstehen), un concetto destinato ad alimentare importanti dibattiti epistemologici anche in anni a noi vicini. In linea generale, il comprendere consiste nell’assunzione di un certo atteggiamento nei confronti della vita, e ciò mediante “sue” categorie «che sono estranee alla conoscenza naturale come tale». Solo grazie al comprendere il soggetto si innalza e distanzia dalla troppo immediata dimensione esistenziale dell’Erleben. Per quanto produca anch’esso un determinato tipo di conoscenza, il comprendere non ha nulla a che fare con lo spiegare: mentre questo tende all’analisi dei fenomeni oggettivi in quanto tali e all’enucleazione delle leggi generali che li governano, quello si sofferma e si applica sull’individuo, sul soggettivo e su tutto ciò che eccede dai quadri oggettivo-nomologici dello spiegare.

La categoria dello spiegare (in tedesco: Erklären), infatti, è la modalità conoscitiva tipica delle scienze della natura, la quale non modifica l’essenza dell’oggetto conosciuto, non genera valori né realizza scopi di sorta. Al contrario, il comprendere (Verstehen) è la modalità conoscitiva tipica dello spirito, nella quale l’atto del conoscere non è diverso da ciò che viene conosciuto, e, inoltre, l’oggetto viene modificato dal comprendere stesso, che si serve delle categorie del fine e del valore e ne crea il significato per l’individuo storico (cfr. Francesco Donadio, voce Dilthey nella Enciclopedia della Filosofia e delle scienze umane, Istituto Geografico De Agostini, Novara, 1996, pp. 219-220).

Per Dilthey, il mondo non può essere veramente compreso nel modo indicato da Hegel, né alla luce dell’immagine iper-razionalistica dell’uomo postulata da Kant. Le tre componenti dell’uomo diltheyano, che è una essere integralmente storico, sono la ragione, il senso e l’intuito.

D’altra parte, specialmente nell’ultima fase del suo percorso speculativo, Dilthey si rese conto che, se il linguaggio e i concetti portano con sé i caratteri della storicità, allora essi non possono essere universali e non possono dare accesso a una verità definitiva. Sentimenti, valori, scienza e verità non sarebbero, dunque, che prodotti dell’evoluzione storica della società, destinati a mutare continuamente nel tempo?

Il filosofo tedesco si rese conto, specie nelle sue ultime opere, che lo spettro del relativismo veniva, così, ad incombere minaccioso sulla intera costruzione del suo pensiero; relativismo che, in seguito, sarebbe stato portato molto più innanzi da Heidegger e, soprattutto, da Feyerabend (cfr. il nostro recentissimo saggio: L’«anarchismo metodologico » di Feyerabend per spezzare la funesta alleanza tra stato e scienza, consultabile sul sito di Arianna Editrice).

Dilthey, comunque, si era reso conto del pericolo e aveva tentato di superare la minaccia del relativismo, che incombeva sulla sua filosofia, proponendo da un lato una “accettazione integrale della vita”, con tutta la sua relatività ineliminabile; dall’altro riconoscendo all’uomo la sola capacità di costituire sensi di natura storica, adeguati alle sue necessità e non eccedenti la misura della sua finitudine.

Questa problematica è specificamente trattata dal filosofo tedesco nel suo libro L’essenza della filosofia (titolo originale: Das Wesen der Philosophie, 1907; traduzione di Giancarlo Penati, Editrice La Scuola, Brescia, 1971, pp. 149-154), nel cui capitolo conclusivo si esprime in questi termini:

La filosofia si manifestò come un’implicanza di funzioni molto diverse che vengono connesse tramite la prospettiva unitaria con un vincolo normativo nell’essenza della filosofia. Una funzione si riferisce sempre a un complesso totale teleologico e descrive un ambito di utilizzazioni attinenti ad esso, che vengono portate a compimento all’interno di questa totalità. Il concetto non è assunto analogicamente dalla vita organica, né indica una facoltà od un potere originario: le funzioni della filosofia si riportano alla struttura teleologica del soggetto filosofante e a quella della società: nell’esplicarle la persona agisce su di sé e insieme al di fuori e in ciò esse sono affini a quelle della religione e della poesia. Così la filosofia è un’attività che sgorga dal bisogno del singolo spirito di riflettere sul suo agire, di dar forma e saldezza al suo operare, di consolidare il suo rapporto con il tutto della società umana, e contemporaneamente essa è una funzione fondata sulla struttura della società e perseguibile per la perfezione della vita stessa: pertanto una funzione che ha luogo similmente in molti uomini e li lega in un tutto sociale e storico. In quest’ultimo senso è un sistema di cultura, poiché le note distintive di questo sono l’eguaglianza della funzione in ogni individuo che appartiene al sistema di cultura e la comunicazione reciproca degli individui in cui ha luogo questa funzione. Questa comunanza prende forme ben definite, che costituiscono le organizzazioni del sistema di cultura. Al di sotto di tutte le connessioni teleologiche arte e filosofia legano gli individui fra loro in modo minimo, poiché la funzione esplicata dall’artista e dal filosofo non é condizionata da alcuna speciale articolazione di vita: la loro religione è quella della massima libertà spirituale. Ed anche quando l’appartenenza del filosofo alle organizzazioni universitarie ed accademiche incrementa la sua funzione sociale, il suo elemento vitale è e rimane la libertà del pensiero, che non deve in alcun modo essere intralciata e dalla quale dipendono non soltanto il suo carattere filosofico, ma anche la fiducia nella sua incondizionata sincerità e con ciò la sua efficacia.

La proprietà più generale che si estende a tutte le funzioni della filosofia è fondata sulla natura della conoscenza oggettiva e del pensiero concettuale. Così considerata la filosofia si presenta semplicemente come il pensiero più conseguente, più solido e comprensivo, e non è distinta dalla coscienza empirica da alcun limite fisso. Deriva dalla forma del pensiero concettuale che il giudicare si avanzi alle più alte generalizzazioni, alla formazione e divisione dei concetti e sino da una loro architettonica che ha per vetta più alta la relazione a un complesso totale onnicomprensivo e la fondazione in un principio ultimo. In questa sua opera il pensiero si riferisce all’oggetto comune di tutti gli atti di pensiero delle varie individualità, all’insieme totale dell’esperienza sensibile, in cui la molteplicità delle cose si ordina spazialmente e la varietà delle loro mutazioni e dislocazioni si dispone temporalmente. A questo mondo sono ordinati tutti i sentimenti e le azioni volontarie tramite la determinazione locale della materia corporea loro attinente e le parti rappresentative in essi implicate. A tal mondo sono organicamente connessi tutti i valori, fini, beni posti in questi sentimenti o azioni volontarie; la vita umana è coinvolta in esso. Ed in quanto aspira ad esprimere e a collegare l’intero contenuto di intuizioni, eventi vissuti, valori, fini come è vissuto e dato nella coscienza empirica all’esperienza e alle scienze empiriche, esso avanza dalla concatenazione delle cose e dai mutamenti nel mondo sino al concetto del mondo, e lo va fondando retrospettivamente in un principio del mondo, in una sua causa prima, cerca di determinare valore, senso e significato del mondo e si interroga circa un suo fine. Ovunque questo processo di universalizzazione, di ordinamento rispetto al tutto, di autofondazione, portato innanzi dal moto del sapere, sganciato dal bisogno particolare, dall’interesse limitato, si tramuta in filosofia. E dovunque il soggetto, riferendosi nel suo operare al mondo, si elevi nello stesso senso alla riflessione sopra questo suo operare, questa riflessione è filosofica. La proprietà fondamentale in tutte le funzioni della filosofia è pertanto il moto dello spirito oltrepassante il vincolo con l’interesse determinato, finito, limitato e aspirante a indirizzare ogni teoria sorta da un bisogno limitato ad un’idea definitiva. Questo moto di pensiero è fondato in un suo proprio insieme di regole, risponde a bisogni propri della natura umana, che a mala pena permettono un’analisi sicura, cioè alla gioia del sapere, al bisogno di una fissazione ultima del posto dell’uomo nel mondo, all’aspirazione di superare il vincolo della vita alle condizioni che la limita. Ogni atteggiamento psichico è in cerca di un punto fermo, al riparo dalla relatività.

Questa funzione generale della filosofia si estrinseca sotto le varie condizioni della vita storica in tutte quelle sue utilizzazioni che abbiamo passato in rassegna. Particolari funzioni di notevole importanza prendono rilievo dalle varie condizioni della vita: la formazione della Weltanschauung in modo universalmente valido, l’autoriflessione del sapere su di sé, la connessione delle teorie che si formano nei vari complessi finalisticamente ordinati, sino al complesso di tutto il sapere, uno spirito critico che pervade tutta la cultura, e conduce al collegamento universale ed alla sua fondazione. Queste si manifestano come funzioni particolari fondate nell’essenza unitaria della filosofia; essa si attaglia infatti ad ogni posizione nello sviluppo della cultura e a tutte le condizioni delle sue tappe storiche. In tal modo si spiega la costante differenziazione delle utilizzazioni filosofiche, la flessibilità e mobilità con cui subito essa si esplica nella gamma dei sistemi, subito fa valere la sua intera forza su di un particolare problema e applica l’efficacia del suo lavoro a sempre nuovi compiti.

Giungiamo così al limite in cui dalla rappresentazione dell’essenza della filosofia viene retrospettivamente chiarita la sua storia e anticipata la spiegazione della sua complessità sistematica. La sua storia verrebbe compresa, se fosse formulabile dall’insieme delle sue funzioni l’ordine in cui, secondo le condizioni della cultura, si presentano i problemi uno accanto all’altro e uno dopo l’altro, e vengono considerate le possibilità della loro soluzione; se si tratteggiasse la riflessione progressiva del sapere su di sé nelle sue tappe principali; se la storia seguisse il modo in cui le teorie nate nelle connessioni finalistiche della cultura vengono riferite al complesso totale del conoscere tramite lo spirito filosofico che le unisce, e così pure ampliate, il modo in cui la filosofia foggia nuove discipline nel campo delle scienze dello spirito e le assegna all’opera delle scienze particolari. E se essa mostrasse in qual modo dalle posizioni coscienziali di un’epoca e dal carattere delle nazioni si possa scorgere il particolare schema strutturale che assumono le Weltanschauungen filosofiche, ed insieme pure il costante progresso dei grandi tipi di esse.

La storia della filosofia lascia al lavoro filosofico sistematico la soluzione dei tre problemi della fondazione, giustificazione e sistemazione unitaria delle scienze particolari ed il compito di soddisfare al bisogno, non riducibile al silenzio, di un’ultima riflessione circa essere, fondamento, valore, fine e circa il loro collegarsi nella Weltanschauung, come pure di determinare in quale forma e direzione questo soddisfacimento possa aver luogo.

Così Dilthey, ne L’essenza della filosofia, ha affrontato il problema delle condizioni e della realtà della filosofia; che, nella nostra epoca – e a differenza delle epoche precedenti – è stata decisamente modificata dalla coscienza della propria storicità e, quindi, dalla relatività delle sue costruzioni spirituali.

In quest’opera Dilthey punta a superare il relativismo storicistico insito nelle premesse del suo stesso pensiero, mediante la teorizzazione di una «filosofia della filosofia» che renda ragione del formarsi delle diverse Weltanschauungen o visioni del mondo. Quella rinascimentale, ad esempio, è diversa da quella medioevale, come pure da quella dell’illuminismo; e tali diversità sono in relazione con il costante mutamento e con la trasformazione delle condizioni storiche e sociali, proprie a ciascuna epoca.

Possiamo tuttavia domandarci se il relativismo diltheyano sia stato davvero superato in questa tensione speculativa degli ultimi anni di attività del filosofo; e rimaniamo con il dubbio che proprio la consapevolezza che ciò non sia compiutamente avvenuto ha costituito il fertile stimolo per tutti i pensatori che, prendendo le mosse dalla filosofia di Dilthey, ne hanno sviluppato le premesse nelle diverse direzioni, di cui parlavamo all’inizio del presente lavoro.

Il filosofo italiano Luigi Stefanini, uno dei massimi esponenti del personalismo, acutamente mette a fuoco la contraddizione intrinseca del suo assunto di partenza: quella di voler evitare la metafisica, pur dichiarando la vita come sufficiente a spiegare se stessa, che è già un modo di fare della metafisica; se la metafisica è, come voleva Aristotele, la filosofia prima che ha in sé la giustificazione di se stessa. Dire che la vita come totalità è unità, significa aver già creato una metafisica della vita. Ma Dilthey, dichiaratamente, non vuol fare della metafisica; pertanto egli è costretto a riconoscere che l’infinito della storia, rivelatrice della vita, è un falso infinito; meglio, un incompiuto, che non potrà mai rendere ragione né di se stesso, né della vita.

D’altra parte, Dilthey vuole restare fedele al suo assunto iniziale, di non voler spiegare la storia e la vita con qualche cosa di esterno all’una e all’altra; e ciò lo costringe ad assumere questo falso-infinito come l’assoluto.

Strana contraddizione, e tuttavia inevitabile per un pensiero che voglia evitare di scivolare nelle aporie inestricabili del relativismo. Stefanini ne parla in una pagina notevole del suo libro Il dramma filosofico della Germania, Cedam, Padova, 1948, p.p. 194-195:

Mettere l’assoluto nel finito della vita e della storia vuol dire corrompere il finito e renderlo inintelligibile. Invece, recidere il nodo che stringe due coimpossibili, vuol dire salvare la stria e la vita e renderle intelligibili. (…) La connessione strutturale che ci salda a noi stessi nel processo delle nostre esperienze storiche, non esaurisce tutto l’essere e tutta la realtà: non esaurisce nemmeno l’essere che noi siamo. La vita non può mantenersi unitaria e coerente senza includere in sé il riconoscimento ch’essa non è il Tutto. È questo riconoscimento l’atto di sincerità iniziale, di vero valore metafisico anche se espresso dalla coscienza ingenua d’un fanciullo o d’un indotto, che salva (…) la coesione vitale dell’io con se stesso, dando all’identità che noi siamo e che noi faticosamente ricostruiamo il valore di simbolo, positivo, reale, ma inadeguato, della totalità nella quale siamo contenuti, anzi dell’assoluta unità vitale, infinitamente trascendente, che contiene tutta se stessa e la totalità dell’essere creato.

In fondo, si torna sempre al problema dibattuto dai filosofi del Settecento e del primo Ottocento, se l’essere umano sia interamente storico, o se vi sia una parte di esso che non si lascia circoscrivere entro le categorie della storia, ma rinvia a una essenza più profonda, imperitura, di origine extra-temporale. È il problema dibattuto, fra l’atro, dagli ideologues parigini che, dopo la scoperta di un ragazzo selvaggio nelle campagne francesi, si interessarono al caso, proprio per le sue evidenti implicazioni di carattere non solo pedagogico (sarebbe stato possibile rieducarlo?), ma anche filosofico (esistono nella mente delle idee innate, o soltanto acquisite?). Ce ne siamo occupati, di recente, nel saggio Il conflitto tra « natura » e « cultura» nel caso del ragazzo selvaggio dell’Aveyron, consultabile sempre sul sito di Arianna Editrice.

Non vi sono dubbi sulla posizione che avrebbe preso Dilthey, se fosse vissuto all’epoca dei memoriali del medico Itard, ai primi del 1800. L’uomo, per lui, non è che il prodotto della storia.

Ma siamo poi certi che avesse ragione?

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vendredi, 31 décembre 2010

Die Furie des Bösen in der modernen Gesellschaft

Die Furie des Bösen in der modernen Gesellschaft

von Bernd Rabehl

Ex: http://www.hier-und-jetzt-magazine.de/

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Gesellschaften, vor allem in der Formation ihrer erweiterten ökonomischen und technologischen Reproduktion vollziehen als kulturelle und historische Gemeinschaften nach Konrad Lorenz permanente ,,Pendelschläge“. Sie erleiden Mutationen und Pathologien und finden trotzdem, erfolgt nicht der Kollaps, zurück zu einer inneren, allerdings relativen Stabilität und Ordnung. Allen diesen unterschiedlichen Pendelbewegungen entsprechen ,,kulturelle Werte“. Sie tragen auf der ,,linken Seite“ den Anspruch der Individualität und ihrer freien Entfaltung. Auf der ,,rechten Seite“ fordern sie die soziale und kulturelle ,,Gesundheit“. Erst ihre Überspitzungen als soziale Gleichheit oder organische Ordnung führen zu den Prozessen der nationalsozialistischen oder kommunistischen Diktaturen. Deren militärische Zerschlagung oder innerer Zusammenbruch erreichten schließlich eine ausgewogene Mitte, etwa die westliche Demokratie, ehe das Pendel sich weiter bewegte und neue Instabilitäten schuf.

Historisch und persönlich sind Konrad Lorenz und die einzelnen Vertreter der ,,Kritischen Theorie“, etwa Erich Fromm, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Franz Neumann u. a. durch diese Pendelbewegungen hindurchgegangen und waren Zeuge der sozialen Exzesse. Der Naturwissenschaftler und Verhaltensforscher, Konrad Lorenz, hatte allein durch seine Forschung und wissenschaftliche Tätigkeit Berührungen mit der rassistischen Weltanschauung des Nationalsozialismus, die ab 1933 eine allgegenwärtige staatliche Macht verkörperte. Sie trumpfte ähnlich wie ihr Gegenpart, der stalinistische Kommunismus, wissenschaftlich auf und schien eine vermeintliche Rassenhierarchie in Europa und der Welt naturwissenschaftlich zu begründen. Dieser wissenschaftliche Anspruch verdeckte allerdings nur oberflächlich die ideologische Zielsetzung. Biologen und Verhaltensforscher, die in Deutschland zu diesem Zeitpunkt arbeiteten, gerieten über ihre Arbeiten und Forschungsinstitute in die Nähe zur NS-Ideologie.

Diese Korrespondenzen waren objektiv gegeben, reichten heute jedoch nicht zum Vorwurf gegen Konrad Lorenz aus, mit dieser Diktatur kollaboriert zu haben. Solange eine langwierige Trennung von diesem „Rassismus“ über die wissenschaftliche Arbeit erfolgte und er selbst nicht Anteil hatte an der „sozialen Pathologie“ von rassistisch begründetem Massenmord, konnte ein derartiger Vorwurf nicht erhoben werden. Die Mitgliedschaft in der NSDAP, in einer fast 10 Millionen starken Transformations- und Massenpartei, die die Bedingung und Voraussetzung sozialer Kontrollen der Bürger in der Diktatur war, bot nicht das Material für eine Anklage, selbst wenn Lorenz sich dem damaligen politischen Jargon verschrieb. Kollaborationen bezogen sich nie auf einen Punkt oder einen Augenblick, sondern mußten über lange Zeitspannen beobachtet werden. Seine wissenschaftlichen Erfolge und Differenzierungen vor und nach 1945 begründeten den Freispruch. Dem immanenten Kreislauf eines sozialen Systems konnte er sowieso nicht entfliehen, es sei denn, daß seine Tätigkeit in der Wehrmacht nach 1942 als eine derartige Flucht angesehen wurde.

Die Vertreter der sogenannten ,,Frankfurter Schule“ verließen Deutschland kurz nach 1933, weil sie keinerlei Illusionen hatten, daß diese Diktatur eine aus den Fugen geratene Welt stabilisieren könnte. Im Gegenteil war diese Macht Auslöser und Faktor wachsender Kriegsgefahr. Sie gingen als deutsche Juden nach Frankreich und danach sehr schnell in die USA, denn die deutsche Unruhe schien Europa zu erfassen und mit Krieg und Gewalt zu überziehen. Hier in den USA blieben sie theoretisch mit der deutschen Kultur verbunden. Sie dachten weiterhin ,,deutsch“ und bemühten die Philosophien von Georg Wilhelm Friedrich Hegel und Karl Marx, aber vor allem von Arthur Schopenhauer und Friedrich Nietzsche, um diesen Umschlag sozialer Entwicklung in Diktatur und Haß zu verstehen. Allein weil ihre Fragen sich auf Aggression, Angst, Entfremdung, Psychologie und Moral bezogen, nahmen sie die Arbeiten von Sigmund Freud und C.G. Jung auf. Ein historischer Optimismus war ihnen so fremd wie die Illusionen über das historische Zeitmaß. Deshalb trennten sie sich vom Kommunismus und der politischen Arbeiterbewegung und standen dem amerikanischen Liberalismus und Konservatismus äußerst skeptisch gegenüber. Letztlich blieben sie deutsche Denker in einem fremden Land. Aber auch sie wurden von dem Pendelschlag gesellschaftlicher Mutationen erreicht. Die USA machten militärisch mobil gegen Japan und das Deutsche Reich und Herbert Marcuse und Franz Neumann stellten sich der Organisation of Strategic Services (OSS), dem Vorläufer der CIA, zur Verfügung.

Gefangen im Labyrinth

Sie bereiteten die militärische Besetzung Deutschlands und Europas vor, indem sie Untersuchungen über den sozialen und ideologischen Zustand der deutschen Gesellschaft vornahmen. Sie schrieben dabei gegen Pläne des amerikanischen Finanzministers Morgenthau an, Deutschland durch einen Bombenkrieg militärisch zu zerstören, politisch zu zerstückeln und zu deindustrialisieren. Nach ihrer Überzeugung hatte das ,,deutsche Volk“ nur bedingt Anteil an dem totalen Krieg gegen die Juden und andere europäische Völker. Ein hochindustrialisiertes Land mit seinen Facharbeitern, Ingenieuren, Wissenschaftlern und Spezialisten durfte weder zerschlagen, bestraft oder erniedrigt werden, sondern mußte zurückgeführt werden in eine westliche Friedensordnung. Die deutschen Kulturleistungen durften nicht ignoriert oder gar zerstört werden. Es wäre heute vollkommen abwegig, Marcuse oder Neumann die Mitarbeit in OSS und CIA vorzuwerfen, zumal sie im Sinne der deutschen Kultur dort positive Arbeit verrichteten. Die politischen Verstrickungen von Konrad Lorenz und den Repräsentanten der ,,Kritischen Theorie“ mit Diktatur oder Geheimdienst waren die Voraussetzungen und die Bedingungen ihrer wissenschaftlichen Arbeit. Niemand konnte dem Labyrinth gesellschaftlicher Zusammenhänge entfliehen. Bedeutsam blieb, inwieweit sie ,,Schuld“ auf sich nahmen und Anteil hatten an den sozialen Exzessen von Diktatur oder ,,Kriegsmaschine“. Es ist deshalb verständlich, daß Konrad Lorenz Herbert Marcuse verteidigte, dem von Seiten der französischen Studentenrevolte nach 1968 vorgeworfen wurde, CIA-Agent gewesen zu sein.

Bei allen methodischen und gedanklichen Unterschieden zwischen dem Naturwissenschaftler und Ethologen Konrad Lorenz und den Philosophen, Psychologen, Rechtswissenschaftlern und Soziologen der ,,Kritischen Theorie“ bestand eine erstaunliche Übereinstimmung in der Einschätzung der ,,sozialen Krankheiten“ der modernen Gesellschaft, deren Inkarnation die USA waren. Lorenz hatte hier vor 1933 studiert und besuchte nach 1948 immer wieder die nordamerikanischen Forschungseinrichtungen, Kongresse und Universitäten. Neumann und Marcuse wurden US-Bürger, andere wie Adorno und Horkheimer kehrten nach 1945 nach Frankfurt/Main zurück, wo sie das Institut für Sozialforschung neu einrichteten. Alle kannten sie die Größe und die Absurditäten dieser Gesellschaft. Was hier passierte, würde sehr bald den ,,Rest“ der Welt erreichen.

Für Lorenz und die kritischen Kritiker waren die USA Ausdruck sozialer Pathologien oder Neurosen, die die soziale Stabilität auflösten und in ein Extrem von ,,Wahnsinn“ und Brutalität trieben. Nach Lorenz wurden hier ökologische Katastrophen vorbereitet und entstanden Menschenkrüppel, die durch ihre Gefühlskälte, durch ihren Konsumtrieb, Arbeitshetze und die wachsende Gleichgültigkeit parasitäre und asoziale Verhaltensweisen vorbereiteten, die jede Lebensgemeinschaft oder Soziität zerfetzen mußten. Die menschliche Gattung bewegte sich in die Selbstzerstörung durch Atomkrieg oder durch ökologische Katastrophen.

Soziale Pathologien

Für die ,,Frankfurter“ waren die USA Beleg für eine ,,negative Dialektik“. Nicht der technologische und soziale Fortschritt wurde durch die gesellschaftliche Entwicklung vorbereitet, sondern der allgemeine Niedergang, Dekadenz und Zerfall zeigten sich in dieser entwickelten Gesellschaft des modernen Kapitalismus. Die NS-Diktatur, der Stalinismus oder der Realsozialismus waren jeweils nur Durchgangspunkte zu einem modernen Totalitarismus, der in den USA seine ,,weiche“ Heimstatt gefunden hatte. Die Auflösung der Klassen und die Formierung von Massen als Objekte politischer oder marktmäßiger Inszenierungen schufen einen konvertiblen Massenmenschen, der mit seiner ,,Persönlichkeit“ den Charakter verloren hatte und der durch die unbewußten Ängste und Aggressionen beliebig manipulierbar war. Er war ein Bündel aus Haß und Wut, der den Fremden als permanente Bedrohung sah und deshalb empfänglich war für rassistische Ideologien oder für eine autoritäre Ordnung. Der Nationalsozialismus feierte in den USA als ,,alltäglicher Faschismus“ seine subtile Auferstehung.

Der Mensch wurde zu einem psychopathologischen Reaktionswesen erklärt, das jeweils auf Reize, Farben, Töne, Versprechungen, Wünsche und Bilder reagierte und von außen geformt wurde und keinerlei Gewissen oder Verantwortung mehr besaß. Der Tod war ihm so egal wie die Liebe. Der Tod wurde verdrängt oder zum Medienspiel verdünnt und die Liebe auf pure Sexualität, Besitz und Macht beschränkt. Der ,,eindimensionale“ Mensch hatte keinerlei Moral und war ein Aggregat aus Reizen und Emotionen, eine Freß-, Sauf- und Konsummaschine, ein Machwerk aus Funktionen und Frustrationen, ein außermenschlicher Mensch, der von Diktatoren oder Manipulatoren beliebig einsetzbar war. Soziale Widersprüche fanden ihren Endpunkt. Das Ende der Geschichte war erreicht. Die Menschen würden sich selbst zerstören und ihre organischen Systeme als Familien, Staaten und Gesellschaften austilgen. Der Planet würde die Gattung Mensch durch die Machenschaften der Menschen verlieren.

Konrad Lorenz würde die Aussagen dieser Kritiker verstehen, aber ihre Begründungen nicht nachvollziehen können, waren sie doch philosophisch, religiös und moralisch angelegt. Umgekehrt würden diese Philosophen Zweifel anmelden, ob soziale Verhaltensweisen, die bei Tieren beobachtet wurden, auf die menschliche Gattung übertragbar waren und ob über Mutationen und Selektionen neue Instinkte beim Menschen entstanden, die alle Kulturleistungen überdeckten bzw. diese umformten. Für diese kritischen Philosophen und Soziologen gab es eine Barriere zwischen Mensch und Tier. Der Mensch als ,,soziales Tier“ distanzierte sich über Sprache, Moral, Religion, Gesellschaft von den Tieren und verlor weitgehend die Instinkte bzw. ersetzte sie durch Denken, Arbeit, Arbeitsteilung, Kultur, Erziehung, Institutionen, Technologie, Maschinen, Religion und Ideologie. Umgekehrt würde Lorenz diese Grenze nicht akzeptieren und deutlich machen, daß sie aus ideologischen und religiösen Gründen gezogen wurde, um das ,,Tier“ im Menschen nicht zu benennen, den ,,Urmenschen“, der aus dem Tierreich gekommen war und viele seine Verhaltensweisen und Instinkte in die entstehenden Gesellschaften hinübergerettet hatte.

Soziales Tier oder „Black Box“?

Konrad Lorenz wußte von den unterschiedlichen Vereinnahmungen der Naturwissenschaften und der Ethologie durch die totalitären Ideologien, bei denen der Marxisrnus-Leninismus viel konsequenter auftrat als der oberflächlich „improvisierte“ Rassismus im Nationalsozialismus. Lorenz war deshalb bestrebt, die Grenzen und Übergänge von Naturwissenschaft, Soziologie und Psychologie zu benennen. Die Denker der Frankfurter Schule würden eher der Logik Hegels folgen und den Widerspruch zwischen Natur- und Sozialwissenschaften herausstellen. Beide Wissenschaftsformen hatten unterschiedliche Objekte ihrer Forschung zur Grundlage und ließen sich nur bedingt übertragen und diese Übersetzung benötigte eine grundlegende Reflektion, um banale und gefährliche Analogieschlüsse zu vermeiden. Bei Lorenz dominierte das Interesse, die Konditionierung von Verhaltensweisen bei Tieren und Menschen, die Instinktbildung und die fortlaufende Pathologisierung bei schnellen Veränderungen der äußeren Bedingungen nachzuweisen. Bei den Frankfurtern interessierten philosophische Fragestellungen, die Trieb und Aggressionslehre der Psychoanalyse, die Fetischisierung von Markt und Marketing.

Die amerikanische Verhaltenswissenschaft stand den Forschungsansätzen der Ethologie von Lorenz konträr entgegen, denn sie ignorierte die natürliche, verhaltensmäßige und soziale Vorgeschichte und Tradition des Menschen und behauptete, daß er als eine ,,black box“ zu behandeln sei, eine ,,tabula rasa“ darstellte, und daß nur interessant war, was er unmittelbar aussagte, vorstellte und welchen Reizen er folgte. Eine derartige ,,Freisetzung“ des Menschen von allen natürlichen und sozialen Bindungen entsprach der amerikanischen Ideologie von Freiheit, Raum und Bewegung und diente dem amerikanischen Traum, alles zu erreichen. Eine derartige Sichtweise akzeptierte, daß der ,,traditionslose“ Mensch Objekt der Manipulationen, Indoktrinationen und Inszenierungen wird.

1 Konrad Lorenz: Die acht Todsünden der zivilisierten Menschheit, München 1973, S. 819, S. 27, S. 33 ff.; Konrad Lorenz in: Enceklopaedia Britannica, 1994 – 2001; Herbert Marcuse: Antidemokratische Volksbewegungen, in. Ders.: Nachgelassene Schriften: Das Schicksal der bürgerlichen Demokratie, Peter Erwin Jansen (Hg.), Lüneburg 1999, s.29 ff;

Ders. Der eindimensionale Mensch, Studien zur Ideologie der fortgeschrittenen Industriegesellschaft, Neuwied 1985, 5.
15,3.18; Alfons SölIner. Zur Archäologie der Demokratie in Deutschland – eine Forschungshypothese zur theoretischen Praxis der kritischen Theorie im amerikanischen Geheimdienst‘ Frankfurt 1987, S. 7ff.;

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jeudi, 30 décembre 2010

Hypathie, Synésios et la philosophie pérenne

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Hypatie, Synésios et la philosophie pérenne

par Claude BOURRINET

Ex: http://www.europemaxima.com/

Agora, l’excellent film de Alejandro Amenabar, qui conte le sort tragique d’Hypatie (ou Hypatia), philosophe néoplatonicienne du IVe siècle, est à voir non comme une reconstitution historique, bien que, somme toute, malgré quelques invraisemblances, dont l’âge de l’héroïne, l’Alexandrie de cette époque soit remarquablement restituée et les événement assez fidèlement respectés,  mais comme une lecture de notre époque.

La loi du genre cinématographique exige une concentration dramatique qui resserre des éléments narratifs et biographiques dont l’étalement dans le temps diluerait l’attention. D’autre part, la dimension romanesque doit aussi avoir sa part. Nous avons fait allusion à l’âge d’Hypatie, trop jeune pour les événements qui sont présentés. En vérité, elle a été assassinée par les fanatiques chrétiens en 415, à l’âge de 45 ans. L’intrigue concernant l’esclave chrétien relève aussi de la pure fantaisie.

Dans le long métrage apparaissent deux personnages très importants, deux de ses élèves, Synésios de Cyrène, un futur évêque, et  Oreste, le futur préfet de la ville, qui, dans le film (mais la relation historique ne confirme pas que ce fût lui qui était en cause), presse vainement la philosophe de ses assiduités amoureuses.

Un spectateur du XXIe siècle, en prenant connaissance d’un épisode assez méconnu de la fin du paganisme, ne peut s’empêcher de transférer dans le champ spatio-temporel contemporain les problématiques d’alors.

Alexandrie d’abord, la ville cosmopolite par excellence, dans les murs de laquelle coexistent depuis plus de sept cents ans, voire davantage, Égyptiens, Grecs et Juifs (et au IVe siècle des chrétiens de toutes origines ethniques), est le centre intellectuel, culturel, au même rang que l’Athènes universitaire, du monde gréco-romain. Ce n’est pas pour rien que l’époque hellénistique, qui court depuis l’épopée d’Alexandre jusqu’à l’occupation de la Grèce par Rome, est aussi appelée époque alexandrine. On y trouve la fameuse bibliothèque, qui est une partie d’un plus vaste ensemble créé en – 288 par un des généraux d’Alexandre, Ptolémée Ier Sôter, le Museiôn (palais des Muses), qui était en fait une université de pointe où les recherches scientifiques étaient particulièrement poussées. Sous César, la bibliothèque groupa jusqu’à 700 000 volumes et dut subir quelques avanies. Certaine hypothèses quant à sa destruction font état du rôle néfaste de l’empereur Théodose qui, en 391, ordonna de détruire les temples païens. Comme le Serapeion, temple dédié au dieu-taureau Apis (assimilé au dieu grec Osiris, fusion qui allait donner Sérapis) contenait la bibliothèque, les troubles religieux fomentés par l’évêque Théophile entraîneront la ruine de cet ensemble cultuel d’une renommée considérable. Mais certains historiens arabes, Abd al-Latif, en 1203, Ibn al-Kifti et le grand Ibn Khaldoun, évoquent la responsabilité du calife Omar, lequel ordonna en 642 à Amr ibn al-As, son général, de détruire les ouvrages inutiles (c’est-à-dire qui ne sont pas le Coran). Il est probable que ces décisions se conjuguèrent pour anéantir l’un des plus grands trésors de l’humanité.

Notre âge connaît aussi un mélange de cultures, un brassage cosmopolite et une tentative de rassemblement du savoir universel. Toute grande métropole occidentale est susceptible de rappeler Alexandrie, singulièrement New York, qui se veut le cœur culturel du Nouvel ordre mondial. On y trouve en effet la présence d’une forte communauté juive, un urbanisme démesuré, une volonté de modernité scientifique et artistique, ainsi qu’une ambition de régenter l’esprit du Monde. Les images en douche qui montrent les heurts entre chrétiens et païens, les gros plans sur les silhouettes noires qui sèment la terreur font irrésistiblement penser à des djihadistes, des talibans du IVe siècle. Aussi n’est-il pas abusif de considérer que le film doit beaucoup au 11 septembre et à ce qui s’est ensuivi. Hypatie n’est-elle pas une femme libre victime de la misogynie et de l’intolérance d’une religion proche-orientale ? C’est évidemment le libéralisme sociétal et politique de l’Occident, face à l’obscurantisme, qui est en partie invoqué derrière la liberté païenne attaquée. Et, par delà, l’intolérance du monothéisme. La nature des « recherches » d’Hypatie, l’expérimentation qu’elle pratique sur un navire, évoquent bien entendu Galilée, son héliocentrisme et son expérience, sur la chute des corps, du sommet de la Tour de Pise. Anachronisme, bien sûr, et pas seulement dans les aspects strictement scientifiques : les Anciens en effet n’appréhendaient pas les lois « physiques » et cosmologiques de manière mécaniste, et le néoplatonisme était par bien des côtés plus proche de la magie (la théurgie) que de la quantification de l’univers. Mais qu’importe : on voit que ce qui est souligné est le parallèle avec la lutte que dut entreprendre la modernité contre la superstition des âges obscurs. Credo quia absurdum, disait-on au Moyen Âge.

La boucle est donc bouclée : comme Hypatie en son temps, nous devons combattre, si nous ne voulons pas que notre civilisation s’effondre, les fanatiques actuels de tous poils (évangélistes compris ?).

Il serait trop long d’expliquer en quoi le monde d’aujourd’hui doit plus qu’il ne croit à la vision chrétienne. Je renvoie à l’ouvrage de Marcel Gauchet, Le désenchantement du monde. Malgré tout, on ne peut pas dire que le pronostic soit totalement erroné, et que la liberté des modernes ne tienne pas, d’un certain point de vue, à celle des païens.

Le christianisme, contrairement aux religions à « mystères », était irrécupérable dans le cadre de la rationalité grecque. Il devait la subvertir en le retournant. Dans la contrainte de justifier rationnellement la foi, il avait emprunté à la philosophie hellénique, mais au prix d’un travestissement du sens et d’un autre emploi du vocabulaire métaphysique. En vérité, la liberté d’interprétation, le libre jeu de la recherche intellectuelle n’avaient plus cours. Nous étions passés sous d’autres cieux, dans lequel un dieu jaloux régnait. Le monde des idées était mis sous tutelle, et le dogme s’imposait, transformant la philosophie en servante de la religion. Le mythe (mythistoire, en ce qui concerne le christianisme) avait dévoré le logos, la fable la raison. La religion à étages qui caractérisait le monde antique (les mythes, les cultes civiques et la « mystique » intellectualisée des philosophes, d’une élite) permettait une économie relativement sereine du « problème divin ». Il s’agissait de réguler le lien entre le ciel et la terre, tout en consacrant l’ordre cosmique, donc par ricochet la sphère politique. L’intention perdure, mais non sans complications. Le dieu subjectif, personnel, absolument transcendant des juifs, dont les chrétiens sont les héritiers, enjoint de manifester sa foi à tous les niveaux, c’est-à-dire dans tous les compartiments de la vie sociale, politique et privée. Le Bas-Empire », qui, depuis les Sévère, manifestait des tendances autocratiques, avec une sacralisation progressive de l’État que Dioclétien renforça, ne pouvait que verser sur la pente d’un totalitarisme dont l’Église chrétienne deviendrait la clef de voûte. Comme Lucien Jerphagnon l’écrit, dans son excellent ouvrage, Les divins Césars : « À la différence des anciens cultes, le christianisme engageait le plan de la conscience personnelle; il exigeait de ses adeptes une adhésion intérieure qui les rendait justiciables d’instances spirituelles censément intermédiaires entre le divin et l’humain. » Une fois l’alliance entre l’Empire et le goupillon scellée, l’obéissance et l’implication subjective, dues à l’une, devait s’appliquer à l’autre, ce qui était tout profit pour les deux s’épaulant, les « agentes in rebus », appelés aussi les «  curiosi « , autrement dit les barbouzes du régime, aidant du reste de leur mieux à convaincre les récalcitrants.

En effet, ce fut sous le premier empereur chrétien qu’un ouvrage, un  pamphlet érudit de Porphyre, Contre les chrétiens, fut l’objet du premier autodafé de l’Histoire ordonné pour des raisons religieuses. C’était un coup d’essai qui ne demandait qu’à se confirmer, et qui était complètement contraire au libéralisme qui régnait dans le monde intellectuel païen. Comme l’affirme Ambroise, l’évêque de Milan, qui impressionna tant Augustin en cette fin du IVe siècle : « On doit le respect d’abord à l’Église catholique, et ensuite seulement aux lois : reverentiam primo ecclesiae catholicae deinde etiam et legibus ». L’Empereur Gratien en sut quelque chose, bien qu’il ne fût pas lui-même un parangon de tolérance.

Ce qu’il y avait aussi d’inédit dans la manière dont le christianisme s’imposait, c’était son prosélytisme, son ambition missionnaire de convertir l’humanité. Il rencontrait certes la logique universaliste de l’Empire romain qui, comme tout Empire, avait vocation à dominer le monde, mais, en même temps, la sage gestion des choses divines, qui prévalait jusqu’alors, était complètement embrouillée. Il n’y avait plus, en droit, plusieurs approches, des interprétations hiérarchisées du monde et des dieux, mais un dogme qu’il fallait mettre à la portée de tous. Nietzsche avait parlé d’un platonisme placé au niveau des masses, dont la grossièreté devenait une source de troubles.

Les « débats » métaphysiques sur les relations entre le Père, le Fils et le Saint-Esprit, en brassant des concepts alambiqués, débordaient sur la place publique. La « démocratisation » de la question religieuse, qui devenait un enjeu idéologique derrière lequel se dissimulaient des conflits ethniques ou nationalistes (les donatistes par exemple expriment le ressentiment berbère, les futurs monophysites se trouveront surtout chez les Égyptiens, à l’esprit particulariste exacerbé) libère dans le démos tous les démons du fanatisme, comme si les cloisons antiques qui permettaient de canaliser les conflits avaient sauté. Les moines, dont le nombre devient vite pléthorique, et qui recrutent en Égypte surtout dans la paysannerie inculte et particulièrement rude, constituent des troupes de choc, souvent violentes, et feront peser sur l’État byzantin un danger constant. Ils se déversent dans la rue en gueulant des slogans, comme nos modernes gauchistes, constituent des sectes, des coteries, des clans, et en même temps l’infanterie lors des combats urbains. Ainsi Cyrille, à Alexandrie, bénéficie-t-il des « services » de ses parabalani (infirmiers ou croquemorts) dévoués corps et âmes à leur chef. Libanios, un des philosophes « païens » qui accompagnèrent Julien dans son épopée, dit de Constance II, bigot qui avait décrété l’interdiction des cultes anciens, qu’il « introduisait à la cour les hommes pâles, les ennemis des dieux, les adorateurs des tombes… ».

L’« Antiquité tardive » est un monde où la haine s’exaspère, les gens des campagnes en voulant à ceux des villes qui les exploitent, détestant encore plus propriétaires et fonctionnaires, les prolétaires en voulant aux bourgeois, et l’armée étant vomie par l’ensemble de la société. Tous les ingrédients étaient présents pour recevoir avec empressement ce dieu d’amour et de revanche qu’était Yahvé-Jésus.

Julien (empereur de 361 à 363) évoquera cette haine du chrétien pour le chrétien, la rabies theologica : « Aucune bête féroce, écrit aussi  Ammien Marcellin (contemporain de Julien), n’est aussi acharnée contre l’homme que le sont la plupart des chrétiens les uns contre les autres. »

Pour en revenir à Alexandrie, on peut dire qu’elle était la matrice d’un courant, le néoplatonisme, qui était la symbiose du platonisme, de l’aristotélisme et du stoïcisme, et qui allait influencer, par Plotin, la pensée occidentale jusqu’à maintenant. Elle avait vu en son sein œuvrer Philon le juif, qui avait essayé de concilier le judaïsme et l’hellénisme, Pantène, Clément, qui étaient chrétiens, et surtout  Ammonios Sakkas, qui n’a rien écrit, mais qui fut le maître d’Origène et de Plotin, ce qui n’est pas rien.

Il faut imaginer Hypatia dans cette atmosphère tendue, en tous points exaltante si l’on considère la tradition dans laquelle elle s’inscrivait, mais ô combien chargée de menaces. En 388, on avait fermé les temples. En 392, on saccageait le Sérapeion. La ville était sous la coupe des patriarches, Théophile et Cyrille, son neveu. Un État dans l’État.

Hypatia était fille de Théon, mathématicien célèbre. Elle était « géomètre » (comme le recommandait Platon), astronome, vierge et vertueuse, s’accoutrait du court manteau des cyniques – le tribon -, symbole d’abstinence plutôt que d’appartenance à l’école des « chiens ». Elle était rémunérée par l’État, mais donnait aussi des cours privés.

Synésios de Cyrène avait réalisé sur ses indications un planisphère.  C’était un fils de bonne famille, intelligent et riche, de même âge que son professeur. Il était fasciné par Hypatia. Plus tard, dans une « lettre à un ami », il écrit : « Nous avons vu et entendu celle qui détient le privilège d’initier aux mystères de la philosophie. » Il l’appela, sur son lit de mort, « sa mère, sa sœur, son maître ».

Comme tout « potentes » de l’époque, il fut contraint à la politique. Voué à la vie philosophique, c’est-à-dire à la contemplation, il n’était sans doute pas emballé par cette charge, mais l’élite gréco-romaine était encore animée par l’éthique stoïcienne, et c’était un devoir auquel on ne se dérobait pas encore. Aussi se retrouva-t-il, au mois d’août 399, à la cour d’Arcadios, une parfaite nullité, fils du sinistre Théodose. Le député de la Cyrénaïque était en fait là pour défendre les intérêts d’une province en grande difficulté économique. Il produisit du même coup un Discours sur la royauté qui reprenait le thème de la royauté idéale, opposée à la tyrannie parce que guidée par la philosophie, pattern redevable à la tradition gréco-latine destinée à asseoir idéologiquement la basileia, c’est-à-dire la royauté, avec tout ce que cela suppose de tempérance, de piété, de bonté, d’imitation de l’excellence divine (la providence royale étant faite à l’image de la pronoia divine, et le basileos étant assimilable à la divinité, homoiôsis theô). Synésios invitait l’Empereur à revenir à la tradition romaine de simplicité, de rudesse, etc. – contre l’amollissement d’une cour corrompue par trop de luxe, qu’il constatait de ses yeux. Et il met pour ce faire en regard le souvenir des anciens empereurs, à la tête des armés, et insiste sur la nécessité de la guerre, matrice de vertus. Comme quoi un néoplatonicien peut avoir les pieds sur terre !

Mais ce qu’il fit de plus intéressant encore, et qui nous concerne pour notre propre chef, ce fut d’engager Arcadios à expulser du Sénat les Barbares germains qui s’y étaient infiltrés et qui avaient la haute main sur tout. Il contredisait ainsi Thémistios – dont Arcadios avait été l’élève – philosophe néoplatonicien « de cour », conseiller de plusieurs empereurs, qui avait invité ses maîtres successifs à « passer aux barbares ». Durant les vingt années qui séparent les deux hommes, le problème barbare avait  beaucoup évolué. Les intelligences lucides y voyaient une menace mortelle pour l’Empire. Il fallait un sursaut, une prise de conscience. Aussi Synésios conseilla-t-il de recruter dans les « campagnes » de l’Empire plutôt que chez les Barbares qui infestaient l’armée et minaient sa cohésion. Il demandait des combattants « nationaux ».

Ce n’est pas tout. Il se maria. C’était un homme qui adorait la chasse et la réflexion. Il était richissime, avait de hautes relations, était sérieux, savant. Il n’en fallait pas plus, en ces temps de détresse, pour être élu évêque. Il accepta sous conditions. Dans la Lettre 105 à son frère (en fait il s’adressait à Théophile), il remercie les habitants de Ptolémaïs qui lui ont fait confiance. Mais il est marié, et refuse une séparation officielle ainsi qu’une vie maritale clandestine. Il veut même avoir « beaucoup de beaux enfants ». Sur le plan philosophique, il n’est pas disposé à abandonner ses convictions auxquelles il adhère par voie de démonstration scientifique : « Il y a plus d’un point où la philosophie s’oppose aux idées communément reçues », c’est-à-dire chrétiennes. Il faut le laisser tranquille par rapport au dogme. Par exemple : « Je n’irai pas dire […] que le monde, en toutes ses parties, est voué à la ruine [cela contre le dogme de la fin l’Apocalypse]. Quant à la résurrection, qu’admet l’opinion courante, c’est là, à mon sens, un mystère ineffable où je ne m’accorde pas, tant s’en faut, avec le sentiment vulgaire. » Et il fixe les bornes entre lesquelles peut s’exercer la liberté de conscience : en public, il est philomuthôn (je prêche toutes les « histoires » qu’on voudra), dans le privé, je suis philosophôn (j’exerce librement ma raison).

On ne connaît pas la suite.

Il resta fidèle à Hypatia. Il mourut en 413, la précédant de deux ans.

Entre-temps, Théophile était mort, Cyrille, son neveu, imposait sa loi à Alexandrie. En mars 415, il y eut des émeutes. Cyrille et Oreste s’opposaient, le pouvoir religieux voulait dominer le pouvoir politique. Oreste sanctionna Hiérax, maître d’école chrétien, sectateur fanatique et agent de Cyrille. Une provocation (l’incendie dans une église) fut le prétexte d’un pogrom contre les juifs, que le pouvoir séculier protégeait. Un commando de cinq cents moines rencontra le préfet, qui fut rossé et sauvé in extremis par des Alexandrins. Cyrille accusa le préfet d’être sous l’influence d’Hypatia, considérée comme la source du conflit.

Un commentateur contemporain, du nom de Socrate raconte ce qui suivit : « Des hommes à l’esprit échauffé ourdirent un complot. Sous la conduite d’un lecteur répondant au nom de Pierre, les voilà qui surprennent la femme alors qu’elle rentrait chez elle, s’en revenant on ne sait d’où. Ils l’extraient de sa litière, l’entraînent à l’église du Kaisaréion, la déshabillent et la tuent à coups de tessons. Ils dépecèrent le corps, en rassemblèrent les morceaux sur la place du Cinaron, et les mirent à brûler. »

Lucien Jerphagnon ajoute : « Ainsi s’achève l’histoire d’Hypatia la philosophe, dont le savoir égalait le charme et la beauté. »

Claude Bourrinet


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mercredi, 29 décembre 2010

"La révolte des masses" de José Ortega y Gasset

Crédits photographiques : Yao Dawei (AP Photo/Xinhua).

"La révolte des masses" de José Ortega y Gasset
 
À propos de José Ortega y Gasset, La révolte des masses (préface de José Luis Goyenna, La vie comme exigence de liberté, Les Belles Lettres (voici le tout nouveau blog de la librairie), coll. Bibliothèque classique de la liberté, 2010).
LRSP (livre reçu en service de presse).

Ex: http://stalker.hautetfort.com/
 
Essai paradoxal (ainsi de ses images, bien souvent frappantes), dans une époque de «descentes et de chutes», de «sérénité dans la tourmente», exploration altière mais jamais prétentieuse du problème de l'homme actuel pour laquelle «il faudrait se résoudre à endosser la tenue des abîmes, vêtir le scaphandre» (1) voici quelques-unes des expressions que l'auteur utilise au sujet de son propre livre.
Observons de quel étrange éclat se parent les mots que José Ortega y Gasset écrivit dans sa Préface pour le lecteur français ajoutée en 1937 à son ouvrage le plus connu, si l'on se souvient que Malcolm Lowry, après la publication de Sous le volcan en 1947, lut le livre et l'aima, lui qui n'hésita point, pour accompagner le Consul là où il fallait qu'il descende, à revêtir un scaphandre capable de le mener aux plus terrifiantes profondeurs.
jose-ortega-y-gasset1.jpgSans doute le grand romancier trouva-t-il aussi dans le livre du philosophe, comme le remarque José Luis Goyenna dans son intéressante (quoique pleine de fautes) préface, en plus d'images étonnantes bien propres à enthousiasmer l'écrivain, une authentique philosophie de la liberté comme accomplissement métaphysique du moi qui, à la différence de celle de Sartre qualifiée par l'auteur d'Ultramarine de «pensée de seconde main» (2), ne se dépêcherait pas bien vite de déposer aux pieds de l'idole le fardeau trop pesant, enchaînant ainsi la liberté à la seule discipline stupide des masses. Tout lecteur de La révolte des masses aime je crois, en tout premier lieu, l'écriture de ce livre érudit, pressé, menaçant, parfois prodigieusement lucide et même, osons ce mot tombé dans l'ornière journalistique, prophétique.
Peut-être trouva-t-il aussi dans ce livre, outre de fulgurantes vues (3), une intention purement kierkegaardienne, aussi rusée que profondément ironique, la sourde volonté consistant à faire comprendre à son lecteur que ce texte, sous les dehors débonnaires d'un essai sur la situation de l'homme européen au sortir de la Première Guerre mondiale, se proposait rien de moins que retourner comme un gant son esprit (et son âme ?), comme veulent toujours le faire, même s'ils prétendent le contraire, les plus grands romans : «C’est la raison pour laquelle le livre doit devenir de plus en plus comme un dialogue caché; il faut que le lecteur y retrouve son individualité, prévue, pour ainsi dire, par l’auteur; il faut que, d’entre les lignes, sorte une main ectoplasmique qui nous palpe, souvent nous caresse ou bien nous lance, toujours poliment, de bons coups de poing» (p. 49). La main ectoplasmique et le coup de poing, nouveaux moyens de réveiller les consciences libres du sommeil dogmatique dans lequel un sort mystérieux les a plongées ?
Quoi qu'il en soit, nous comprenons que l'intention du penseur espagnol est double. Le livre d'Ortega y Gasset semble fonctionner, à vrai dire, comme les ouvrages si profondément retors et érudits de Leo Strauss. D'abord, l'exposé des thèses qui permettent de caractériser le désarroi que constate l'auteur dans le monde occidental. Ensuite (si je puis dire, maladroitement, puisque ces deux phases exotériques ne forment qu'une seule et même phrase complexe, voire ésotérique), ayant défini ce qu'il entendait par l'homme-masse, le fait, subrepticement, de confronter celui qui le lit à une interrogation dont la réponse ne pourra que le glacer ou bien le conforter : est-il, oui ou non, un des innombrables représentants de la masse ? Est-il, ce lecteur lisant un livre qui claque comme un fouet (ou vous administre, poliment, un roboratif coup de poing), un homme creux ou bien un homme qui, après avoir lu, se convertira et agira ?
Intention éminemment existentialiste disais-je et nous pourrions ajouter, socratique, kierkegaardienne bien sûr, puisqu'il s'agit de faire prendre conscience que l'homme des masses n'est jamais l'autre, mais, bien sûr, soi-même non pas comme un autre selon la belle expression de Paul Ricœur, mais soi-même comme tous les autres, soi-même comme termite perdue au sein de la termitière à laquelle, patiemment, inexorablement, nous œuvrons.
Examinons ce qu'est, aux yeux d'Ortega y Gasset, l'homme-masse, au travers de quelques-unes de ses caractéristiques comme, en premier lieu, l'oubli (ou plutôt l'occultation) du passé. «Cet homme-masse écrit l'auteur, c’est l’homme vidé au préalable de sa propre histoire, sans entrailles de passé, et qui, par cela même, est docile à toutes les disciplines dites «internationales». Plutôt qu’un homme c’est une carapace d’homme, faite de simples idola fori. Il lui manque un «dedans», une intimité inexorablement, inaliénablement sienne, un moi irrévocable» (p. 58).
La volonté de faire table rase, si propre aux révolutions (4), ne peut que conduire à la ruine, mener l'homme jusqu'à la barbarie : «Le vrai trésor de l’homme, c’est le trésor de ses erreurs. Nietzsche définit pour cela l’homme supérieur comme l’être «à la plus longue mémoire». Rompre la continuité avec le passé, vouloir commencer de nouveau, c’est aspirer à descendre et plagier l’orang-outang» (p. 77).
C'est aussi s'engluer dans un présent définitif. Assez ironiquement bien que cette ironie ne puisse d'aucune façon être mise sur le compte, nous le verrons, d'une velléité réactionnaire, José Ortega y Gasset critique la croyance au progrès indéfini des connaissances et des techniques : «Sous le masque d’un généreux futurisme, l’amateur de progrès ne se préoccupe pas du futur; convaincu de ce qu’il n’offrira ni surprises, ni secrets, nulle péripétie, aucune innovation essentielle; assuré que le monde ira tout droit, sans dévier ni rétrograder, il détourne son inquiétude du futur et s’installe dans un présent définitif. On ne s’étonnera pas de ce que le monde paraisse aujourd’hui vide de projets, d’anticipations et d’idéals» (pp. 116-7).
Cette volonté maladive de détruire le passé, de vivre dans le perpétuel présent de l'animal, porte ses conséquences néfastes sur le présent comme sur l'avenir : «Et cela c’est être un peuple d’hommes : pouvoir prolonger son hier dans son aujourd’hui sans cesser pour cela de vivre pour le futur, pouvoir exister dans le vrai présent, puisque le présent n’est que la présence du passé et de l’avenir, le lieu où ils sont effectivement passé et avenir» (p. 79). C'est ainsi que, a contrario, l'Angleterre sera analysée par Ortega y Gasset comme le peuple de l'infinie prévoyance, le peuple composé d'hommes qui ne sont point encore les rouages d'une immense machine même si, comme le soulignera le philosophe, ce même peuple a pu se fourvoyer dans le pacifisme : «Ce peuple circule dans tout son temps; il est véritablement seigneur de ses siècles dont il conserve l’active possession» (pp. 78-9).
La révolte des masses, due à la désertion des élites (La désertion des minorités dirigeantes se trouve toujours au revers de la révolte des masses, pp. 116-7), doit aussi sa cause directe dans le fait que la société dans laquelle vivent les hommes ne les contraint plus à vouloir se dépasser. Si le monde ancien était le monde d'un danger permanent, fulgurant, notre époque est celle de la paralysie provoquée par le triomphe du machinisme, la réduction des territoires inexplorés, le prodigieux accroissement des sciences et des techniques contraints de se cantonner dans l'hyper-spécialisation, de la fuite des dieux : «Le monde qui entoure l’homme nouveau depuis sa naissance ne le pousse pas à se limiter dans quelque sens que ce soit, ne lui oppose nul veto, nulle restriction, mais au contraire avive ses appétits, qui peuvent, en principe, croître indéfiniment. Il arrive donc – et cela est très important – que ce monde du XIXe siècle et des débuts du XXe siècle non seulement a toutes les perfections et l’ampleur qu’il possède de fait, mais encore suggère à ses habitants une certitude totale que les jours qui vont suivre seront encore plus riches, plus vastes, plus parfaits, comme s’ils bénéficiaient d’une croissance spontanée et inépuisable» (pp. 130-1).
Ainsi, la vie des hommes du passé, quoique truffée de dangers, était synonyme de dépassement, du moins de possibilité de se dépasser. L'homme-masse est l'homme étriqué, fermé, tandis que l'homme du passé est celui de l'ouverture dans un monde lui-même ouvert à ses innombrables et sanglantes conquêtes : «De cette manière la vie noble reste opposée à la vie médiocre ou inerte, qui, statiquement, se referme sur elle-même, se condamne à une perpétuelle immanence tant qu’une force extérieure ne l’oblige à sortir d’elle-même. C’est pourquoi nous appelons «masse» ce type d’homme, non pas tant parce qu’il est multitudinaire que parce qu’il est inerte» (p. 139).
L'homme-masse est un être dépossédé. Il n'a plus de passé et, parce qu'il l'a perdu, il n'a plus de futur. Il n'est même pas certain, nous l'avons vu, qu'il puisse se targuer de vivre dans la paix perpétuelle d'un présent sans bornes, délesté du poids de ce qui l'a forgé : «L’homme-masse, écrit encore Ortega y Gasset, est l’homme dont la vie est sans projets et s’en va à la dérive. C’est pourquoi il ne construit rien, bien que ses possibilités et que ses pouvoirs soient énormes» (p. 121).
L'homme-masse est un être doublement dépossédé puisqu'il ne sait plus parler. Étrangement, José Ortega y Gasset évoque la dégénérescence du langage de l'homme-masse, qu'il assimile, pour les besoins de sa démonstration, à un habitant de l'Empire, en la rapprochant de celle du latin vulgaire : ainsi, «le symptôme et en même temps le document le plus accablant de cette forme à la fois homogène et stupide – et l’un par l’autre – que prend la vie d’un bout à l’autre de l’empire se trouve où l’on s’y attendait le moins et où personne, que je sache, n’a encore songé à le chercher : dans le langage» (p. 67). L'auteur poursuit en donnant la caractéristique principale du latin vulgaire : «Le premier [trait] est l’incroyable simplification de son organisme grammatical comparé à celui du latin classique» (p. 68), poursuivant : «Le second trait qui nous atterre dans le latin vulgaire, c’est justement son homogénéité. Les linguistes qui, après les aviateurs, sont les moins pusillanimes des hommes, ne semblent pas s’être particulièrement émus du fait que l’on ait parlé la même langue dans des pays aussi différents que Carthage et la Gaule, Tingis et la Dalmatie, Hispalis et la Roumanie. Mais moi qui suis peureux et tremble quand je vois le vent violenter quelques roseaux, je ne puis, devant ce fait, réprimer un tressaillement de tout le corps. Il me paraît tout simplement atroce» (Ibid).
Cette perte du passé qui doit être éradiqué pour laisser se lever de nouveaux soleils d'acier sur une humanité rédimée, cette destruction de toute conscience historique, cette rupture de la continuité, pour employer les mots de Max Picard, ainsi que la simplification du langage, sont les marques des deux principales forces politiques (bolchevisme et fascisme) qui se partagent l'Europe à l'époque où Ortega y Gasset écrit son essai, deux forces remarquablement décrites comme étant des puissances régressives, entropiques, une intuition qui ne deviendra une évidence voire un cliché, pour nombre d'auteurs comme Elias Canetti et à propos du nazisme (5), que des années après la parution de La Révolte des masses : «Mouvements typiques d’hommes-masses écrit d'eux l'auteur, dirigés, comme tous ceux qui le sont, par des hommes médiocres, intempestifs, sans grande mémoire, sans «conscience historique», ils se comportent, dès leur entrée en scène, comme s’ils était déjà du passé, comme si, arrivant à l’heure actuelle, ils appartenaient à la faune d’autrefois» (p. 167). Et l'auteur de poursuivre : «L’un et l’autre – bolchevisme et fascisme – sont deux fausses aurores; ils n’apportent pas le matin de demain; mais celui d’un jour ancien, qui a servi une ou plusieurs fois; ils relèvent du primitivisme. Et il en sera ainsi de tous les mouvements sociaux qui seront assez naïfs pour engager une lutte avec telle ou telle portion du passé, au lieu de chercher à l’assimiler» (pp. 168-9).
L'homme-masse, sans passé, ne vivant que dans un présent qui refuse d'envisager l'avenir autrement que comme la réalisation de rêves somptueux, colossaux (6), l'homme-termite qui est un homme creux, démoralisé, ne peut que se révolter. L'homme-masse, même, n'a pas de vie, et c'est cette absence de vie qui le livrera tout entier, comme un seul homme à la voix envoûtante des dictateurs, dont le règne est annoncé par l'auteur : «Car vivre, c’est avoir à faire quelque chose de déterminé – remplir une charge –, et dans la mesure où nous évitons de vouer notre existence à quelque chose, nous rendrons notre vie de plus en plus vide. On entendra bientôt par toute la planète un immense cri, qui montera vers les étoiles, comme le hurlement de chiens innombrables, demandant quelqu’un, quelque chose qui commande, qui impose une activité ou une obligation» (p. 212).
Cette révolte des masses, provoquée par n'importe quel événement (7), n'est elle-même qu'un leurre, puisqu'elle choisit comme vecteurs le fascisme et le nazisme qui sont condamnés à disparaître, qui ne sont qu'un interrègne (8) : «Je vais maintenant résumer la thèse de cet essai : le monde souffre aujourd’hui d’une grave démoralisation qui se manifeste – entre autres symptômes – par une révolte effrénée des masses; cette démoralisation générale a son origine dans une démoralisation de l’Europe dont les causes sont multiples. L’une des principales est le déplacement de ce pouvoir que notre continent exerçait autrefois sur le reste du monde et sur lui-même. L’Europe n’est plus sûre de commander, ni le reste du monde d’être commandé. La souveraineté historique se trouve aujourd’hui en pleine dispersion» (p. 254).
Ayant soigneusement posé son diagnostic sur la maladie du siècle, Ortega y Gasset, en bon docteur, délivre son ordonnance qui, elle aussi, a valeur d'étonnante prémonition, de véritable prophétie (9) : l'Europe !
C'est sans doute la grande thèse de José Ortega y Gasset, s'accompagnant d'une remise en question cinglante de l'idée, si répandue, de la décadence de l'Occident, qui fait qu'on ne peut l'accuser d'être passéiste ou même réactionnaire, comme tant de mauvais lecteurs l'affirmèrent au moment de la parution du magistral essai : «Mais arrêtez l’individu qui l’énonce [l’idée de décadence de l’Europe] d’un geste léger, et demandez-lui sur quels phénomènes concrets et évidents il fonde son diagnostic; vous le verrez faire aussitôt des gestes vagues, et pratiquer cette agitation des bras vers la rotondité de l’univers, caractéristique de tout naufragé. De fait, il ne sait pas où s’accrocher. La seule chose qui apparaisse sans grandes précisions lorsqu’on veut définir l’actuelle décadence de l’Europe, c’est l’ensemble des difficultés économiques devant lesquelles se trouve aujourd’hui chacune des nations européennes. Mais quand on veut préciser un peu le caractère de ces difficultés, on remarque qu’aucune d’elles n’affecte sérieusement le pouvoir de création de richesses, et que l’Ancien Continent est passé par des crises de ce genre beaucoup plus graves» (p. 221).
L'Europe, incontestablement la puissance civilisatrice du monde, est appelée par l'auteur à son propre dépassement afin, une nouvelle fois, de montrer la voie à prendre et, ainsi, sauver le monde qui se trouve au bord de l'abîme : «La véritable situation de l’Europe en arriverait donc à être celle-ci : son vaste et magnifique passé l’a fait parvenir à un nouveau stade de vie où tout s’est accru; mais en même temps, les structures survivantes de ce passé sont petites et paralysent son expansion actuelle. L’Europe s’est constituée sous forme de petites nations. En un certain sens, l’idée et les sentiments nationaux ont été son invention la plus caractéristique. Et maintenant elle se voit obligée de se dépasser elle-même. Tel est le schéma du drame énorme qui va se jouer dans les années à venir. Saura-t-elle se libérer de ses survivances ou en restera-t-elle prisonnière ? car il est déjà arrivé une fois dans l’histoire qu’une grande civilisation est morte de n’avoir pu modifier son idée traditionnelle de l’État…» (p. 225).
Et une nouvelle fois d'exhorter les élites éclairées et les gouvernements à unir les nations européennes pour donner un nouveau sens à l'idée, caduque ou du moins figée dans la tradition (10), d'État-nation : «On ne voit guère quelle autre chose d’importance nous pourrions bien faire, nous qui existons de ce côté de la planète, si ce n’est de réaliser la promesse que, depuis quatre siècles, signifie le mot Europe. Seul s’y oppose le préjugé des vieilles «nations», l’idée de nation en tant que passé» (p. 254).
Je ne sais s'il ne serait pas trop facile de faire remarquer à l'auteur, s'il vivait encore, que l'édification de l'Europe qu'il appelait de ses vœux les plus ardents allait être à la source de l'hyperdémocratie routinière qu'il accablait par ailleurs, comme illustration monstrueuse d'une démocratie directe, la démocratie des masses (11) qui s'exerce par une force qui n'est plus ultima mais prima ratio (12) : «Aujourd’hui nous assistons au triomphe d’une hyperdémocratie dans laquelle la masse agit directement sans loi, imposant ses aspirations et ses goûts au moyen de pressions matérielles» (p. 89).
Et, de cette action de la masse fascinée par les mots vides pas encore totalement débarrassés de leur ancien prestige (13), l'intelligence de José Ortega y Gasset ne consiste-t-elle pas à nous avoir donné un synonyme, la barbarie, qui est du reste l'inverse même, notons-le, de ce recours aux forêts prôné par Jünger ? : «La civilisation n’est pas vraiment là, elle ne subsiste pas par elle-même, elle est artifice et requiert un artiste ou un artisan. Si vous voulez profiter des avantages de la civilisation, mais sans vous préoccuper de la soutenir… tant pis pour vous ; en un clin d’œil, vous vous trouverez sans civilisation. Un instant d’inattention, et lorsque vous regarderez autour de vous, tout se sera volatilisé. Comme si l’on avait brusquement détaché les tapisseries qui dissimulent la nature vierge, la forêt primitive reparaîtra, comme à son origine. La forêt est toujours primitive, et vice versa, tout le primitif est forêt» (p. 163).

Notes
(1) Voir la Préface pour le lecteur français, pp. 47, 71 et 81. Voici l'une des expressions qu'utilise le philosophe dans son contexte : «Il y a des époques surtout où la réalité humaine, toujours mobile, précipite sa marche, s’emballe à des vitesses vertigineuses. Notre époque est de celles-là. C’est une époque de descentes et de chutes», José Ortega y Gasset, La Révolte des masses [La rebellión de las masas, 1930] (Les Belles Lettres, traduit de l’espagnol par Louis Parrot, préface de José Luis Goyena, 2010), p. 47. Toutes les pages entre parenthèses renvoient à cette édition.
(2) Voir José Lasaga Medina, Malcolm Lowry, lector de Ortega, suivi de Malcolm Lowry, Carta a Downey Kirk, Revista de Estudios Orteguianos, n°18, 2009, Fundación José Ortega y Gasset.
(3) «Tout destin est dramatique et tragique si on le scrute jusqu’au fond. Celui qui n’a pas senti sous sa main palpiter le péril du temps n’est pas arrivé jusqu’au cœur du destin, et, si l’on peut dire, n’a fait qu’en effleurer la joue morbide» (p. 93).
(4) «Dans les révolutions, l’abstraction essaie de se soulever contre le concret. Aussi la faillite est-elle consubstantielle à toute révolution» (p. 75).
(5) Elias Canetti qui décrit, d'une façon toute expressionniste, l'atmosphère explosive du Berlin de l'entre-deux guerres : «L'aspect animal et l'aspect intellectuel, mis au jour et portés à leur apogée, se trouvaient en interaction, comme une sorte de courant alternatif. Quiconque s'était éveillé à sa propre animalité avant d'arriver à Berlin devait la pousser à son maximum pour pouvoir s'affirmer contre celle des autres et se retrouvait ensuite usé et ruiné, si l'on n'était pas d'une solidité exceptionnelle. Celui qui en revanche était dominé par son intellect et qui n'avait encore que peu cédé à son animalité ne pouvait que succomber à la richesse complexe de ce qui était proposé à son esprit. [...] On se traînait ainsi dans Berlin comme un morceau de viande avancée, on ne se sentait pourtant pas encore assez battu et l'on guettait les nouveaux coups», in Histoire d'une vie. Le flambeau dans l'oreille, 1921-1931 (Albin Michel, 1982), p. 314.
(6) «L’époque des masses, c’est l’époque du colossal» (p. 91).
(7) Voir cette image saisissante, où s'annonce un danger que José Ortega y Gasset semble voir confusément : «Quant à l’occasion qui subitement portera le processus à son terme, elle peut être Dieu sait quoi ! la natte d’un Chinois émergeant de derrière les Ourals ou bien une secousse du grand magma islamique» (p. 55).
(8) Notons la justesse de cette vue : «La vie actuelle est le fruit d’un interrègne, d’un vide entre deux organisations du commandement historique : celle qui fut et celle qui sera. C’est ce qui explique pourquoi elle est essentiellement provisoire. Les hommes ne savent pas plus quelles institutions ils doivent vraiment servir que les femmes ne savent quels types d’hommes elles préfèrent réellement. Les Européens ne savent pas vivre, s’ils ne sont engagés dans une grande entreprise qui les unit. Quand elle fait défaut, ils s’avilissent, s’amollissent, leur âme se désagrège. Nous avons aujourd’hui un commencement de désagrégation sous nos yeux. Les cercles qui, jusqu’à nos jours, se sont appelés nations, parvinrent, il y a un siècle, ou à peu près, à leur plus grande expansion. On ne peut plus rien faire avec eux si ce n’est que les dépasser» (p. 256).
(9) «Il est de moins en moins possible de mener une politique saine sans une large anticipation historique, sans prophétie. Les catastrophes actuelles parviendront peut-être à rouvrir les yeux des politiques sur le fait évident que certains hommes, de par les sujets auxquels ils consacrent presque tout leur temps, ou grâce à leurs âmes aussi sensibles que des sismographes ultra-perfectionnés, sont visités avant les autres par les signes du futur» (pp. 279-80).
(10) «[…] notre vie, si nous la considérons comme un ensemble de possibilités, est magnifique, exubérante, supérieure à toutes celles que l’on a connues jusqu’ici dans l’histoire. Mais par le fait même que ses limites sont plus vastes, elle a débordé tous les cadres, tous les principes, normes et idéals légués par la tradition» (p. 119).
(11) «La caractéristique du moment, c’est que l’âme médiocre, se sachant médiocre, a la hardiesse d’affirmer les droits de la médiocrité et les impose partout» (p. 90, l’auteur souligne).
(12) «La force était autrefois l’ultima ratio. Assez sottement d’ailleurs, on a pris la coutume d’interpréter ironiquement cette formule qui exprime fort bien la soumission préalable de la force aux normes rationnelles. La civilisation n’est rien d’autre que la tentative de réduire la force à l’ultima ratio. Nous commençons à le voir clairement maintenant, parce que «l’action directe» consiste à pervertir l’ordre et à proclamer la violence comme «prima ratio», et même comme unique raison. C’est la norme qui propose l’annulation de toute norme, qui supprime tout intermédiaire entre nos projets et leur mise en pratique. C’est la Magna Carta de la barbarie» (p. 149).
(13) «La violence est devenue la rhétorique de notre temps. Les rhéteurs, les cerveaux vides s’en emparent. Quand une réalité a accompli son histoire, a fait naufrage, est morte, les vagues la rejettent sur les rivages de la rhétorique, où, cadavre, elle subsiste longuement. La rhétorique est le cimetière des réalités humaines; tout au moins son hôpital d’invalides. Le nom survit seul à la chose; et ce nom, bien qu’il ne soit qu’un nom, est en fin de compte un nom, c’est-à-dire qu’il conserve quelque reste de son pouvoir magique» (pp. 192-3).

dimanche, 26 décembre 2010

Revista Arjé

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Revista Arjé nº 5, pensando con Textos

Ex: http://proyectoarje.blogspot.com/ 

Estimados/as, les invito a la lectura del quinto número de la Revista Arjé, en su formato digital (e imprimible). Pueden descargarlo directamente desde el link: http://www.box.net/shared/gdu9ahr3sq (solo “pesa” 900 kb) o solicitando por mail su envío como archivo adjunto en un correo electrónico.

Y para aquellos lectores que quieran comentar, discrepar, coincidir, debatir los artículos expuestos, queda abierta la posibilidad de dejar comentarios en este espacio del blog.

Contenidos

La planchificación social, por Darío Valle Risoto, pág. 2

“Un lenguaje gutural que cambia rápidamente de códigos incomprensibles donde el que no pertenece a la tribu se pierde, una forma extraña de modular las palabras que se pegan y hacen del ejercicio siempre apasionante de la comunicación algo muy parecido a una tortura.
La cultura plancha reivindica lo vulgar, se siente orgullosa de su deformidad y plantea un desafío al buen gusto. Los especímenes planchas detestan los buenos modales, a la gente educada les llaman “chetos” y siempre hacen ruido. Parece que el volumen de su música o su forma espontánea de insultarse como muestra de afecto, deba ser necesariamente soportado por todos.”

Ricardito Fort: chocolate por fuera, merengue de corazón, por Santiago Cardozo, pág. 4

“A esta altura ya son varias las generaciones sometidas a (dominadas por) las leyes del espectáculo: quizás el omnipresente Ricardo Fort, cuyo final mediático está determinado de antemano (aunque no necesariamente visible, puesto que responde a la lógica misma del capitalismo que lo ha creado), constituya hoy el ejemplo más cabal y elocuente, el ejemplo por antonomasia, de la noción de sujeto sin sujeto, de un sujeto sin espesor, paradójicamente expresado por la musculatura de esta entidad que identificamos como un anti-hiperobjeto (Núñez, 2009). Así son las cosas: un anti-hiperobjeto recorre la televisión…”

Mujica y Aristóteles: el futuro de América Latina, por Pablo Romero, pág. 6

“Si hemos de volver a algún punto reivindicable del pasado como proyecto saludable de futuro, quizás diría que tendríamos que irnos unos cuantos siglos atrás, para instalarnos casi en la cuna del nacimiento de la filosofía occidental. Regresar a la obra mayor de nuestra cultura en el terreno de la filosofía política que entiendo es La Política, de Aristóteles. La idea de priorizar la consolidación de una democracia republicana por sobre otros modelos posibles de gobierno y la práctica política vinculada al desarrollo de determinadas virtudes éticas, entre las que cuenta el evitar siempre los extremos y defender la alternancia entre las condiciones de gobernante y gobernado, sigue siendo un proyecto político radical. Algunos entienden que la posición de Aristóteles es conservadora y que su “punto medio” como propuesta ética y política, en donde impera la búsqueda del bien común a partir del cultivo de virtudes como la moderación, la prudencia y la razón dialogante, puede ser finalmente asunto bueno para que nada cambie. Yo, por el contrario, me declaro aristotélico en ese punto de su propuesta y coincido en que hay que evitar los extremos y que radicalizar posiciones es la manera más cómoda de plantarse en la arena política y la mejor manera de ser un conservador. Y en este punto es que quiero tomar la figura de Mujica, el presidente de mi país, como un ejemplo de alguien que ha comprendido cabalmente este asunto.”

Filosofía, Agronomía y Política, por Ariel Arsuaga, pág. 12

“Marx acertó mucho, pero comparto con Juan Grompone que se equivocó en creer que la revolución la harían los obreros porque no tenían nada que perder. Ahora tienen mucho para perder, aunque no tengan el poder y la historia enseña que los oprimidos no son los que hacen las revoluciones. ¿Cuál revolución y por quiénes se estará gestando? ¿Nos dará el tiempo, antes del desastre ecológico, para entender que la equidad es el camino para convivir y que para durar hay que conservar? Yo creo ver que la revolución está en ciernes, desde la hipótesis de Gaia hasta el Proyecto Venus que imagina una economía no monetaria basada en los recursos. ¿Seremos capaces de salir de una economía de la escasez que justifica el precio y las clases y que necesita crecer indefinidamente para sortear la ley de la plusvalía decreciente? ¿Podremos inventar una economía de la abundancia que nos conduzca a la equidad?”

Apología de Diotima, por Mariella Nigro, pág. 14

“En el ágape, la bebida inspira la idea y la retórica estricta, el encomio, la ironía y la mayéutica. Apartado del gineceo, el simposio, en tanto ceremonial discursivo, es una continuación del ágora de la polis, bajo un protocolo dialógico roto en El banquete por la voz de una mujer. El festín intelectual se desarrolla tal vez, en un nivel metafísico, en aquella caverna alegórica donde se proyectan unas sombras que habrán de descifrar los comensales mediante el ejercicio de la razón y la dialéctica. Pero el prisionero de la caverna que se libera llega a conocer el mundo real a través de la preceptora de un gineceo antiguo: Sócrates dice lo que una vez le enseñó sobre el amor la sabia Diotima. Testimonio, relato y prescripción. Y cuestión de género.”

Sobre la reflexión filosófica, por Angelita Parodi, pág. 17

“Tuve oportunidad de leer, hace ya un buen tiempo, en su idioma original, una novela de tono trágico, escrita por el berlinés Christoph Merckel: “Bockshom”, que trata de ciertos dramas del mundo actual, centrados en la figura de dos niños afectados por la marginación, el abandono y la inseguridad de su destino, que se unen para vivir de lo que puedan recoger en su vagabundeo. Pero no me referiré a las aventuras, o más bien desventuras de esos niños. Me llamó la atención un curioso personaje que aparece en uno de sus capítulos, de nombre Viktor, sentado en cuclillas al borde de una carretera, solo, sin compañía humana o animal alguna, vestido con incómoda, pobre y encogida vestimenta y sin pertrecho alguno que le sirviera de defensa o abrigo. Y sin embargo su rostro muestra una sonrisa de inocente placidez. Solo se dedica a contemplar con asombro el tránsito incesante de esa carretera, y en ese asombro se genera en su mente la pregunta que podría expresar el germen de una filosofía de la vida. Todos pasan de largo en apurada carrera, pasan y pasan sin detenerse. ¿Tras de qué corren? ¿Adónde se dirigen? ¿Por qué tanta prisa?, parece preguntarse aunque no lo exprese en palabras.”

Revisión del programa transhumanista de Niels Bostrom, por Alejandro G. Miroli, pág. 19

“Si la filosofía clásica –la matriz que nace en el pensamiento greco-occidental o indostano-oriental- parece incapaz de dar cuenta de dichas mutaciones en la medida que su horizonte propio parecía ser la intencionalidad propia de la sensibilidad humana sin prótesis, otros programas filosóficos asumen la tarea de generar una metafísica para la intencionalidad protésica; y ha sido la filosofía transhumanista la que planteó una Ética y una Antropología filosófica capaces de evaluar y bosquejar programas de acción al proponer una agenda apologética de la Tecnosfera. Entre tales filósofos sobresale el filósofo británico Nick Bostrom por la proyección y radicalidad de su obra.”

Adolfo Sánchez Vázquez a sus 95 años, por Jorge Reyes López, pág. 23

“Asimismo, examina el valor de la ética en el socialismo. Sánchez Vázquez insiste en que la ética socialista a construir no puede derivarse de meros fines utilitarios, egoístas, o privilegiando cualquier medio en el cumplimiento de un cierto fin (aun el de la revolución). En este sentido, la posición de nuestro autor en lo relativo al acto moral consiste en que éste debe de circunscribirse hacia el bien que ofrezca una transformación a favor de su comunidad y su historia. De ahí que tanto la responsabilidad como de la libertad posean un papel imperativo en este proceso. La célebre obra titulada Ética (1968), es el resultado de este periodo. Dentro de estas inquietudes se publicó su obra Del socialismo científico al socialismo utópico (1971), destacando el sentido de la apertura hacia el futuro por construir y la función orientadora de las utopías en la marcha hacia una nueva humanidad.”

mardi, 21 décembre 2010

Der Monismus und Bruno Wille

Der Monismus und Bruno Wille


von Erik Lehnert (Friedrichshagen)

Ex: http://www;friedrichshagener-dichterkreis.de/

Monismus%2.jpgMan muß es so hart sagen: Bruno Wille war weder ein originärer Denker noch ein Philosoph. Damit könnten seine Veröffentlichungen beiseite gelegt und die Person den Lokalhistorikern überlassen werden. Aber die Beschäftigung mit dem Denken Willes ist trotz alledem aufschlußreich. Was seine Schriften erinnernswert macht, ist die Tatsache, daß sie an den weltanschaulichen Auseinandersetzungen der Zeit teilgenommen und so den Zeitgeist gleichzeitig reflektiert, mitgeformt und bekämpft haben. Dabei war Wille Teil einer zeitbedingten Denkströmung, die sich, trotz "fortschrittlicher" Gesinnung, dem Materialismus der Zeit entgegenstellte, wenn auch oft mit zweifelhaften Positionen und Erfolgen. Wille läßt sich aber in einen ewigen Zusammenhang der Philosophie bringen. Er gehört, wenn auch lediglich rezipierend, zu den Bemühungen um eine einheitliche Weltanschauung, die das Denken von Anfang an begleiteten.

Der Monismus ist eines von jenen Schlagwörtern, denen keine eindeutige Definition mehr zukommt, die im Laufe ihrer Begriffsgeschichte manigfaltige Umdeutungen ertragen haben, die sie heute nicht mehr ohne weiteres anwendbar machen. Das griechische "monon", das Eine, ist die Wurzel des Monismus, das durch die Erweiterung zu einem "Ismus" den Charakter einer Lehre von der Einheit bekommt. Bei vielen "primitiven Kulturen" ist die Wahrnehmung monistisch: die Welt ist von Kräften regiert, denen alles unterworfen ist. Auch der Brahmanismus und der Taoismus sind von einem metaphysischen Monismus bestimmt. Das philosophische Ringen um eine solche Weltanschauung ist als Gegenstück und Ergänzung zum Dualismus ebenso alt wie die Philosophie selbst, der Begriff hingegen ist ein Kind der Aufklärung. Beide kommen menschlichen Grundbedürfnissen nach: Der Leib/Seele und Gott/Welt Dualismus ist die Folge des menschlichen Erwachsens aus seinem unbewußten Einssein mit Gott und der Welt (Sokrates). Seit dieser Erkenntnis ist das Gebot und Bestreben in der Welt, hinter der Vielheit die Einheit zu erkennnen (Platon). Der Monismus trägt der Tatsache Rechnung, daß das im Dualismus getrennte von einem einheitlichen verbindenden Prinzip regiert wird, das überhaupt erst die Wahrnehmung der Gegensätze begründet. "Der Dualismus ist eine psychologische Tatsache, aber der Monismus ist sein zureichender Grund. Der Dualismus ist nach alledem nur das vorletzte, der Monismus aber ist das letzte Wort der Philosophie." (Ludwig Stein) Der Begriff "Monismus" ist nicht zuletzt deshalb so belastet, weil seine erste Verwendung (in der Schulphilosophie Chr. Wolffs) in ablehnender Form erfolgte. Monisten sind danach Anhänger der Lehre, die besagt, daß nur eine Grundsubstanz, beispielsweise die Materie, existiert und die restlichen Erscheinungen bedingt. Als Monismus werden deshalb vereinfachend so unterschiedliche Anschauungen wie Materialismus und Idealismus bezeichnet, da beide die Welt aus einem Prinzip erklären. Eine weitere Abwertung erfuhr der philosophische Begriff durch die Verwendung bei Ernst Häckel, der ihn zu einem einseitigen Kampfbegriff popularisierte, um seine diesseitige, materialistisch-naturwissenschaftliche Weltanschauung zu verbreiten. Im "Deutschen Monistenbund" versammelten sich diejenigen, die die Materie oder die Energie (bzw. die Kraft) als die eine grundlegende Substanz ansahen. Seitdem ist der Begriff nicht mehr ohne umständliche Erläuterungen zu gebrauchen. Aber er zeigt beispielhaft ein menschliches Grundbedürfnis: die Gegensätze durch einen oftmals fragwürdigen, und nur selten "goldenen" Mittelweg zu überwinden. Insbesondere über die Problemlage der Jahrhundertwende im weitesten Sinne kann er uns Auskunft geben. Es gab ja nicht nur den Häckelschen Monismus, d.h. den wissenschaftlichen Materialismus. Der Begriff wurde in zahlreichen Ausdeutungen und Neudefinitionen zum Gegenstand des denkerischen Diskurses des Kaiserreichs. Es erschienen unzählige Bücher zum Thema: von Rosenthal "Die monistische Philosophie" (1880) bis Seidel "Das Wesen des Monismus" (1920). Einen Höhepunkt an wissenschaftlicher Intensität wie auch übler Polemik erlebte die Diskussion allerdings erst, nachdem Häckel den Begriff für sich entdeckt hatte - nun wurde die Geschichte des Monismus erforscht und seine zeitgenössischen Vertreter zu Wort gebeten, so daß sich scheinbar mehr als 16 verschiedene Arten des Monismus unterscheiden ließen. In der 1892 erstmals veröffentlichten und bis 1929 in 42 Auflagen verbreiteten "Einleitung in die Philosophie" von dem Berliner Philosophie-Professor Friedrich Paulsen heißt es: "Die Anschauung, der nach meiner Ansicht die Entwicklung des philosophischen Denkens zustrebt, die Richtung, in der die Wahrheit liegt, bezeichne ich mit dem Namen des idealistischen Monismus." Dieser soll die religiöse Weltanschauung (supranaturalistischen Dualismus) und die wissenschaftliche Naturerklärung (atomistischer Materialismus) einander verträglich machen.

Diesem Bemühen hat sich auch Bruno Wille angeschlossen, der dieses Modewort wohl zunächst, durch seinen Freund Bölsche vermittelt, von Häckel übernahm, es aber anders verwendete. Zuvor jedoch promovierte sich Wille nach einem Studium der Philosophie und Theologie 1888 über den "Phänomenalismus des Thomas Hobbes", einer besseren Hauptseminararbeit, und war seitdem als freier Schriftsteller tätig, dessen lyrisches und belletristisches Schaffen nicht ohne Grund vergessen ist. Sein organisatorisches Talent auf kulturellem und sozialpolitischem Gebiet ist hingegen unbestritten. Philosophie im akademischen Sinne hat Wille nicht betrieben, ihm ging es um Moral und Ethik, um eine Weltanschauung für den Menschen des Fortschrittzeitalters. Die Ansichten und Themen Willes variieren deshalb im Laufe seiner Publikationstätigkeit nur wenig. Die Situation seiner Zeit hatte Wille, wie im Grunde auch Häckel (dessen Schluß allerdings darin bestand, den Glauben an etwas Transzendentes ganz abzulehnen), erkannt: die Fortschritte auf dem Gebiet der Naturwissenschaften machten die christliche Religion scheinbar überflüssig, die Religion durfte keine eigene Geltungsebene mehr beanspruchen - es schien, als könne der Mensch sich selbst erlösen. Damit ging ein geistig-moralischer Verfall einher, die christliche Religion wurde als Heuchelei um der Konventionen Willen aufrechterhalten: man gab vor, an Erlösung und die zehn Gebote zu glauben und fand (und findet) doch im täglichen Leben genügend spitzfindige Ausreden. Die Religion befand sich also im Umbruch. Die Kirche konnte den Kampf gegen diesen Atheismus in den Augen der sozialreformerisch orientierten Vordenker nicht wirkungsvoll genug führen, so daß sich eine außerkirchliche Religiösität organisierte, zu der sich auch Wille zählte. Seine Beschäftigung mit religiösen Themen fand u.a. Ausdruck in seiner Tätigkeit als Lehrer und Sprecher der freireligiösen Gemeinde in Berlin. (Da wundert es einen auch nicht mehr, daß Wille Bruder der Loge "Zur aufgehenden Sonne" und Haupt einer "Allgemeinde" war.) Der theoretische Schluß aus der aktuellen Situation heraus war für Wille, da eine Ethik/Moral naturalistisch schwer zu begründen ist, vor allem die christliche Religion ihrer Besonderheit, der Erlöser und Herr Jesus Christus, zu berauben, um so einen vernüftigen Glauben zu erhalten: eine für jedermann verständliche Universalreligion, die die scheinbaren Unterschiede der Religionen überwindet und so das Menschengeschlecht beglückt. Vorbild hierfür ist indirekt der "Positivistische Katechismus" Auguste Comtes aus dem Jahre 1852 (und natürlich der Kult des "Höchsten Wesens" in der französischen Revolution). In Anlehnung an D.F. Strauß erklärt Wille die Evangelienberichte über Jesus zu Mythendichtungen. Jesus ist nur noch ein Gleichnis für das sittliche Streben des Menschen. In der monistischen Neulektüre der Bibel wird das Christentum zur Tradition, christliche Rituale und Symbole zu allgemein-menschheitlichen Mythen und Ideen. Auch aus der deutschen Mystik, insbesondere von Jakob Böhme, nimmt Wille das Material für seine Bemühungen. Man fühlt sich dabei zuweilen an die moderne Esoterik erinnert, die Mystik als eine esoterische Disziplin versteht, und dabei vergißt, daß das Ablegen der Selbstvergottung, durch das der Mensch erst in der Lage ist, Gott zu erkennen, das Wesen der Mystik ist ("Cogitor, ergo sum." Ich werde -von Gott- erkannt, deshalb bin ich. Franz v. Baader), und nicht eine Selbsterkenntnis oder ein sich Gehenlassen und "Einsfühlen" mit den Elementen. (Auch nicht "Teetrinken", wie es in unserem letzten Heft hieß.) Jesus hatte gesagt: "Ihr werdet die Wahrheit erkennen, und die Wahrheit wird euch frei machen." (Joh 8,32) In der "Philosophie der Befreiung durch das reine Mittel", Willes Auseinandersetzung mit Nietzsche und Stirner, heißt es programmatisch: "ein Jeder erarbeite mit Eifer seine eigene Erlösung". Der Übermensch Nietzsches wird zum freien Vernunftmenschen und Stirners Solipsismus hält Wille die "Menschheit" als moralische Kategorie entgegen. Eine merkwürdige Nähe Willes zu den nordamerikanischen "pragmatischen Idealisten" Emerson und Trine, bei denen insbesondere letztgenannter den Pantheismus als Universalreligion zur Selbsterlösung des Menschen predigte, zeichnet sich dort ab. Mit der Feststellung, daß "unsere Erlösung durch den Stellvertreter ... eigentlich unsere Selbsterlösung, wenn diese auch durch Christus bedingt wird" bedeute, kann Wille seine Nähe zum Buddhismus, der ja keine Erlösung in unserem christlichen Sinne kennt, nicht verleugnen. Ebenso ist Willes Abneigung gegen die Geheimlehre Helena Blavatskys, nur aus seiner unbewußten Nähe zu dieser zu verstehen. Sie propagierte eine innere Einheit der Religionen und ein monistisches Gott-Welt-Verständnis, konnte aber die Berechtigung der Naturwissenschaften nicht anerkennen. Willes Motto für seine Spielart des Monismus lautet im postum veröffentlichten Spätwerk "Der Ewige und seine Masken": "Im Ewigen verschmelzen alle Besonderheiten, Bestimmungen und Gegensätze zum Ganzen." Also eher ein Monopluralismus. Zunächst aber erhob Wille die Forderung Goethes "Materie nie ohne Geist" zum Programm, das als Selbstverständnis seiner Weltanschauung im "faustischen Monismus" gipfelt, um sich von den materialistischen Monisten zu unterscheiden, die auch Wille sehr schön als metaphysische Nihilisten entlarvt. "Faustischer Monismus" bedeutet praktisch, in Vorwegnahme der "faustischen Kultur" Spenglers, daß sich "dieser Gottmensch durch die Hingabe des männlichen Tatendranges...an das Reich der ewigen Werte" zeugt. Ein weiterer geistiger Vater, auf den sich Wille offen bezieht, ist Fechner, der als Begründer der Psychophysik, einer exakten Lehre der Abhängigkeiten zwischen Körper und Seele, den Weg für einen zumindest relativen Dualismus und damit relativen Monismus ebnete. "Ich sehe keinen andern Ausweg...als die ausnahmslos psycho-physische Deutung der Natur", sagt Wille deshalb gegen Häckel und dessen Verehrer. Wille hatte erkannt: um Monist sein zu können, muß man Metaphysiker sein, der "Materialismus ist philosophische Gedankenschwäche" (O. Spann). Vorbild wird deshalb auch die Philosophie Brunos, der einen monistischen Pantheismus lehrte, aber an der Transzendenz Gottes festhielt. Der "Giordano-Bruno-Bund" (1900-1908) war das Organisationsforum der idealistischen Monisten, die, um Einigung bemüht, "Naturwissenschaft, Philosophie, Kunst und Andacht harmonisch zusammmenschließen" wollten.

Die monistisch-pantheistische Frömmigkeit die Wille uns zeigt, ist ein ästhetisch geprägter Synkretismus, der Basis für eine einheitliche Ethik sein soll. Das ist problematisch und hat sich nicht in der Lage gezeigt, den Siegeszug des Materialismus aufzuhalten. Man wollte Religion, ohne konservativ oder gar reaktionär zu sein, das war das eigentliche Dilemma. Die Beweggründe, zu solch einer Weltanschauung zu gelangen, sind edler Natur. Es ist das Bestreben, die Entfremdung zwischen Religion und Kultur zu überwinden. Dabei fällt die alte Weisheit, daß der Mensch die Rolle eines "Mitstreiters, ja Mitwirkers Gottes" (Scheler) übernehmen muß, neu auf. Die Einheit ist also noch nicht da, sie muß erst errungen werden. Hegel: "Erst das Christentum hat durch die Lehre von der Menschwerdung Gottes und von der Gegenwart des Heiligen Geistes in der gläubigen Gemeinde dem menschlichen Bewußtsein eine vollkommen freie Beziehung zum Unendlichen gegeben und dadurch die begreifende Erkenntnis des Geistes in seiner absoluten Unendlichkeit möglich gemacht. Nur eine solche Erkenntnis verdient fortan den Namen einer philosophischen Betrachtung." Kierkegaard: "1800 Jahre ist es her, daß Christus lebte, er ist also vergessen / nur seine Lehre besteht: ja das heißt, man hat das Christentum abgeschafft."

Anmerkung: Das hier aus Platzgründen nur angerissene Thema soll in einem Vortrag im "Kulturhistorischen Verein Friedrichshagen" voraussichtlich im Oktober 1999 ausführlicher besprochen werden.

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lundi, 20 décembre 2010

Bruno Wille und die Freidenkerbewegung

Bruno Wille und die Freidenkerbewegung*

von Erik Lehnert (Friedrichshagen)

Ex: http://www.friedrichshagener-dichterkreis.de/


Bruno-Wille-WDR-3.jpgDas Freidenkertum entstand im 17. Jahrhundert in England und gelangte im Laufe des 18. Jahrhunderts auf den europäischen Kontinent, v. a. nach Frankreich. Das ursprüngliche Ziel der Bewegung war die Religionsfreiheit. Das "freie Denken" sollte die Evidenz aller Gegenstände aus der Sache ableiten, nicht aus der Autorität. Erst im "eigentümlichen Freiheitsraum des 19. Jahrhunderts" (Friedrich Heer) vollzog sich innerhalb der Freidenkerbewegung ein Wandel: man organisierte sich, versuchte die ursprünglich elitäre Idee zu popularisieren und so politischen Einfluß auszuüben - man wollte das Denken allgemein von religiösen Vorstellungen befreien. Ein Resultat war, daß die Bezeichnung Freidenker, jetzt zu Recht, synonym für Atheisten gebraucht werden konnte. 1881 wurde der Deutsche Freidenker-Bund (DFB) durch Ludwig Büchner gegründet. 1905 bzw. 1908 folgten sozialdemokratische bzw. proletarische Abspaltungen, die sich 1927 vereinigten. Ihren Höhepunkt hatte die Bewegung am Anfang der 30er Jahre. Am Zweiten Weltkrieg zerbrach der Fortschrittsglaube, mit dem Einflußverlust (und der blutigen Unterdrückung) der Kirchen kam der Hauptfeind abhanden und die Naturwissenschaft stieß v. a. in der Atom- und Astrophysik an Grenzen, die einen weltanschaulichen Materialismus unglaubwürdig machen.

Nietzsche, ein ganz anders gearteter "freier Geist" (Im Nachlaß finden sich sogar "Die zehn Gebote des Freigeistes", von denen das zweite lautet: "Du sollst keine Politik treiben."), war bemüht, sich gegen die organisierten Freidenker abzugrenzen: "Sie gehören, kurz und schlimm, unter die Nivellierer, diese fälschlich genannten 'freien Geister' - als beredte und schreibfingrige Sklaven des demokratischen Geschmacks und seiner 'modernen Ideen'; allesamt Menschen ohne Einsamkeit, ohne eigne Einsamkeit, plumpe brave Burschen, welchen weder Mut noch achtbare Sitte abgesprochen werden soll, nur daß sie eben unfrei und zum Lachen oberflächlich sind, vor allem mit ihrem Grundhange, in den Formen der bisherigen alten Gesellschaft ungefähr die Ursache für alles menschliche Elend und Mißraten zu sehn: wobei die Wahrheit glücklich auf dem Kopf zu stehn kommt!" (Jenseits von Gut und Böse II, 44) Nicht die Umstände sondern die Unvollkommenheit des Menschen ist die Ursache. Ein "freier Geist" wie Nietzsche glaubt nicht einmal an die Wahrheit und demzufolge auch nicht an die Wissenschaft, die natürlich ebenfalls metaphysische Voraussetzungen hat. (Zur Genealogie der Moral III, 24)

Wille tritt erstmals im Oktober 1892 öffentlich im Zusammenhang mit dem DFB in Erscheinung. Er schreibt im Correspondenzblatt des Bundes: "was mich bisher vom Freidenker-Bunde zurückhielt, war die Meinung, hier werde das soziale Problem mit seinen bedeutsamen Konsequenzen für unsere Taktik, Moral und Pädagogik ungenügend oder unrichtig betrachtet und angefaßt." (1. Jg.,1892/93, S. 31) Bereits ein Jahr später übernimmt Wille die Redaktion des "Freidenkers" (bekommt dafür eine Aufwandsentschädigung von 300 Mark jährlich) und wird Vorstandsmitglied des DFB. Ab dem 1. März 1916 ist Wille Herausgeber der Zeitschrift und bleibt dies bis zur Einstellung des Erscheinens 1921. Rückblickend schreibt er 1920: "Zu den Geistesbewegungen, die ich mit besonderer Arbeitsamkeit fördere, gehört neben der Freireligiosität das Freidenkertum. Seit Anfang der neunziger Jahre gehöre ich zur Leitung des Deutschen Freidenkerbundes, redigiere dessen Blatt ("Der Freidenker") und habe auf vielen Kongressen des Bundes gewirkt, auch auf internationalen (Rom und München). Die anfangs im deutschen Freidenkertum vorherrschende Richtung des Materialisten Ludwig Büchner habe ich durch meine idealistische Weltanschauung ergänzt, damit das Freidenkertum sich nicht beschränke auf rationalistischen Volksaufkläricht."

Die Geschichte der Zeitschrift soll hier nicht das Thema sein. Obwohl diese sehr interessante Aufschlüsse über die Organisationstrukturen der freigeistigen Bewegungen etc. geben könnte, da der "Freidenker" im Laufe seines Bestehens zahlreiche Wandlungen vollzog, die sich u. a. in Zusammenschlüssen mit anderen Bünden und deren Zeitschriften zeigen. Die Zeitschrift erschien am 1. Juli 1892 erstmals als "Correspondenzblatt des Deutschen Freidenker-Bundes" und wurde mit der Ausgabe vom 1. Juli 1893 umbenannt in "Der Freidenker. Correspondenzblatt und Organ des Deutschen Freidenker-Bundes". Die Erscheinungsweise war bis zum 1. Juli 1894 vierwöchentlich, danach zweiwöchentlich. Die Verlagsorte wechselten oft, je nachdem welcher Ortsverband mit der Herausgabe betraut war. Von Mitte 1895 an war es für kurze Zeit Friedrichshagen (Berlin). In der Juniausgabe 1906, die rückblickend das 25jährige Jubiläum des Freidenkerbundes feiert, wird ein Ansteigen der Auflage der Bundeszeitschrift von 800 (1892) auf 3600 (1906) Exemplare verzeichnet.(14. Jg., 1906, S. 84-86).

In der September-Ausgabe des "Correspondenzblattes" erschien 1892 ein anonymer Beitrag: "Die Scheidung der Geister". (1. Jg., 1892/93, S. 19-22). Darin versucht der Autor den Idealismus vom Materialismus, der seiner Meinung nach einzig richtigen Weltanschauung, zu scheiden: "Hie Materialismus, dort Idealismus: es giebt keine Ueberbrückung." Die materialistische Position wird auf den Einzelnen und die Gesellschaft angwandt. Der bekannte Schluß lautet, daß alles Geschehen "dem Zwang äußerer und innerer Verhältnisse" unterliegt. Jede Handlung eines Menschen sei, durch seine soziale Lage oder weil ihm der freie Wille fehlt, determiniert. Dieser Beitrag löste eine interessante Debatte aus, die dem Verfasser Widersprüche in seiner Argumentation aufzeigte, insbesondere wie man politisch oder kulturell wertsetzend wirken wolle, wenn man keinen freien Willen hat. Wille beteiligt sich an dieser Diskussion und hebt lobend hervor, daß "die materialistische Geschichtsauffassung [...] den gebührenden Einzug" bei den Freidenkern gehalten hat. (1. Jg., 1892/93, S. 31f.). Wille ist der Auffassung, daß der Determinismus keinen Einschränkungen unterworfen ist und begründet das mit der Definition von Freiheit, als Möglichkeit, zu können was man will. Das Wollen ist allerdings motiviert, d. h. von einer oder mehreren auslösenden Ursachen abhängig bzw. determiniert. So artet die Diskussion in Wortklaubereien aus.
Wille stieß in einer Zeit zur Freidenkerbewegung, als diese an Einfluß verlor. Seit 1890 war den Arbeiterparteien die Versammlungsfreiheit wieder gewährt worden, so daß die Arbeiterschaft ihre eigenen Versammlungen besuchte. Der Gegensatz zwischen der Führung der Freidenker, die aus dem liberalen Bürgertum hervorging, und der Masse der Arbeiter trat jetzt deutlich zu Tage. Eine vermutlich von Wille auf dem Kölner Freidenkerkongreß 1894 eingebrachte Resolution sah zwar die Lösung der sozialen Frage als dringendes Problem, stellte die Wahl der Mittel jedoch dem Einzelnen frei. Der Gegensatz zur marxistischen Sozialdemokratie war offensichtlich. Hinzu kam der beginnende Einfluß Nietzsches und der verschiedener Ersatzreligionen, der nach und nach weite Teile der Bevölkerung erfaßte. Erst die Bestseller Haeckels, ermöglicht durch den "'pathologischen Zwischenzustand' einer philosopischen Anarchie" der Jahrhundertwende (Oswald Külpe), und die internationalen Freidenkerkongresse in Rom und Paris (1904/05) brachten einen neuen Aufschwung der Bewegung. Die Macht der Orthodoxie in der Arbeiterbewegung, die das Freidenkertum als bürgerliche Ideologie ablehnte, ging zunächst zurück. Später jedoch folgte die Auseinandersetzung mit dem 1908 in Eisenach gegründeten "Zentralverband Deutscher Freidenker", einer proletarischen Abspaltung. (Vgl. 16. Jg., 1908, S. 153-156). Wille versuchte sich insbesondere des Vorwurfs, der DFB sei unter seiner Federführung zunehmend sozialliberal und damit (in den Augen der Abspaltung) reaktionär geworden, zu erwehren. Anlaß war eine Äußerung von Wille, in der er ein Zusammengehen von Sozialdemokraten und linksliberalen Freisinnigen ("Linker Block" als sozialliberaler Übergang) in der Kulturpolitik gefordert hatte. (16. Jg., 1908, S. 21). Die Person Willes war oft Ziel solcher Art von Vorwürfen. (Vgl. 3. Jg., 1894/95, S. 3-5, 58-62). Wohl auch weil er kategorisch feststellte: "Parteifanatismus ist nicht minder wie religiöser Fanatismus ein Erbfeind des Freidenkertums." (Ebd. S. 58). Das sollte sich im Laufe der Geschichte bewahrheiten.

Was Freidenkertum seiner Meinung nach sei, schreibt Wille in einer Ausgabe der Zeitschrift "ohne Verbindlichkeit für unseren Bund". (15.Jg.,1907, S. 41f). Dem Namen nach (also bloß oberflächlich?) tritt Freidenkertum für "grundsätzlich freies Denken" und "für schrankenlose Entwicklung der höchsten Geisteskräfte in Persönlichkeit und Volksleben ein". Unterdrückung im geistigen Kampf wird abgelehnt, da die Wahrheit durch "ungehemmten Wettbewerb" (natürliche Zuchtwahl) hervortreten soll. Die Wahrheit müßte demzufolge stärker als die Lüge sein. Heißt es noch sehr frei, der Einzelne ist für die Bildung seiner Überzeugungen selbst verantwortlich, werden wenige Zeilen später letztlich dogmatisch "gewisse Weltanschauungen" abgelehnt: "Wer an ein höchstes Wesen glaubt, das als ein persönlicher Herrscher das Weltall regiert und den Menschen absolut gültige Vorschriften gegeben hat, kann kein Freidenker sein, da ihn seine Unterordnung unter die geglaubte Autorität zur Intoleranz verführt." Gemeint ist hier natürlich v.a. das Christentum, das durch eine "natürliche Weltanschauung" ersetzt werden soll. Damit meint Wille in jedem Fall einen Monismus, sei er nun "idealistisch, materialistisch oder mechanistisch". Der Freidenker kann nach Wille ruhig einer "religiösen Stimmung" nachgeben, da dies auch die alten Ägypter, Babylonier etc. getan hätten. Scheinbar fallen deren Ansichten nicht unter "gewisse" sondern unter "natürliche Weltanschauungen". Eine Unterscheidung, die Wille nicht erläutert. Religion sei nicht das "Glauben an übernatürliche Dinge" sondern: "Hingabe an das Höchste, das ein Mensch erlebt, gleichviel welche Begriffe er damit verbindet." Um den Einfluß der Bewegung zu erhöhen, schlägt Wille die Gründung eines Kartells aller mit den Freidenkern gleichgesinnten Geistesrichtungen vor. 1909 kam es dann tatsächlich zur Gründung des "Weimarer Kartells", in dem Monistenbund, "Bund freireligiöser Gemeinden" und DFB zusammenarbeiteten. Der DFB und der Bund bildeteten 1921 den "Volksbund für Geistesfreiheit" mit der monatlich erscheinenden Zeitschrift "Geistesfreiheit" statt des "Freidenkers" als Organ. Im Nachruf dieser Zeitschrift auf Willes Tod heißt es u. a., daß Wille sich "mit der Richtung des Volksbundes für Geistesfreiheit nicht befreunden" konnte. Aber: "In der Geschichte des Freidenkertums nimmt er eine hervorragende Stelle ein." (37. Jg.,1928, S. 147)
Wie oben angedeutet, sieht Wille die Entwicklung der Wahrheit (für ihn gleichbedeutend mit Wissenschaft) in Analogie zur Entwicklung der Wirtschaft. In beiden solle "freies Spiel der Kräfte" herrschen. Der positive Lauf, den die Wirtschaft seit dem Liberalismus genommen habe, zeige die Möglichkeiten, die in der Wissenschaft ruhen. Durch gleiche Bedingungen für alle soll brachliegendes geistiges Potential freigesetzt werden. (17. Jg.,1909, S. 17-19). Der Wirtschaftsliberalismus setzte tatsächlich ungeheure Energien frei, den notwendigen Konkurrenzkampf gewinnen jedoch die Stärkeren wie in der Natur auf Kosten der Schwachen (Monopolbildung). Eine andere interessante Frage schließt sich daran an: Gehören Darwinismus und Sozialismus zusammen? Bebel sagte ja, Haeckel nein. (2. Jg.,1893/94, S. 65-68) Also: Befördert die Selektionstheorie den Sozialismus oder widerspricht sie ihm? Haeckel bezog das darwinistische Prinzip auf den Einzelnen, Bebel auf die Gesellschaftsform. Auf den ersten Blick scheint eher der Liberalismus dem Darwinismus zu entsprechen, in dem sich der Tüchtigste o.ä. durch setzt. Wille führt dagegen an, daß es in der Natur Schutzbündnisse gebe. Ob aber, wie er behauptet, "gerade der Kampf ums Dasein [...] solche Solidarität" auch in der Menschheit herbeiführen wird, ist zweifelhaft, da Wille nur den Zusammenhalt innerhalb einer Klasse meint. Der Sozialismus nach seiner Definition "sucht die Existenz-Bedingungen nicht etwa durch Abtragung ihrer sonnigen Höhen, sondern durch Zuschüttung ihrer grauenvollen Schluchten zu nivellieren." Er ist davon überzeugt, daß sich die unzweckmäßigen Einrichtungen der Gesellschaft zurückbilden und sich die Volkswirtschaft den Bedürfnissen des Volkes anpaßt. Also kommt der Sozialismus zwangsläufig? Wozu braucht man dann den "Umstürzler" Wille? Die Widersprüche sind dem darwinistischen Dogmatismus geschuldet.

Mit seiner Kritik an Haeckels nationalökonomischer Einstellung zeigt Wille nur einen Teil der unterschiedlichen politischen Auffassungen, die im Freidenkertum nebeneinander existierten. Generell kann man für die Beiträge Willes im "Freidenker" sagen, daß er im wesentlichen die Themen seiner Bücher behandelt und teilweise wörtlich daraus zitiert. Weiterhin nahm er zu aktuellen Fragen in der Regel kurz Stellung und redigierte die Zeitschrift mit einem m. E. erstaunlich hohen Maß an Meinungsfreiheit - getreu dem idealistischen Motto: "Das Freidenkertum ist eine Methode, eine Art zu denken, weniger ein bestimmter Inhalt des Denkens; es betont weniger das Was, als das Wie." (3. Jg.,1894/95, S. 5)

* Anmerkung: Der Text stellt einen Auszug aus einem Vortrag dar, den der Autor am 26. März 2001 auf Einladung des Berliner Landesverbandes der Deutschen Freidenker im Rahmen der philosophisch-weltanschaulichen Gespräche zur 120jährigen Geschichte der Freidenker in Deutschland gehalten hat.

dimanche, 19 décembre 2010

The Return of Carl Schmitt

The Return of Carl Schmitt

 Scott Horton

 

"Woe unto him who has no enemy, for at the Last Judgment I shall be his enemy."
- Carl Schmitt, Ex Captivitate Salus (1950)

 

Schmitt_nomos_de_la_terre-23a63.jpgA recent study points to 108 deaths in detention in the War on Terror, with a substantial part clearly linked to the Bush Administration’s controversial new coercive interrogation practices. Some of the most egregious cases involve the CIA. In this week’s New Yorker, Jane Mayer takes a close look at one case – that of Manadel al-Jamadi. Approximately two years ago, Jamadi died at the infamous Abu Ghraib prison near Baghdad. His death was quickly ruled a homicide, a CIA investigation found clear indicia of criminal wrongdoing, and with that the matter was placed in the hands of Paul McNulty – the U.S. Attorney for the Eastern District of Virginia and now the Bush Administration’s new nominee to serve as Deputy Attorney General. Since that time, from all appearances nothing has been done – the file has languished “in a Justice Department drawer,” in the words of one of Mayer’s informants.

Mayer, whose earlier writings have greatly contributed to the public understanding of the detainee abuse scandal, astutely recognizes the wide-ranging significance of the case. Justice in a homicide case is important enough, but this case raises another and potentially far more troublesome question: Has the Department of Justice been corrupted by its “torture memoranda”? Would a prosecution expose indelible links between the crime and the highest echelons of the Department of Justice? The question is not far-fetched. Indeed, its potential to rock the Bush Administration dwarfs that of the Plamegate scandal. As Marty Lederman established in a lengthy series of posts, the “torture memoranda” served a concrete double function: they overcame Agency objections that certain interrogation techniques violated the law (by furnishing an Attorney General opinion that they were lawful), and they offered effective impunity to CIA agents who uses these techniques. I caution that this is the function they were intended to serve. Whether memoranda of the Office of Legal Counsel can actually shield those who rely on them from prosecution is doubtful.

Let us assume that the techniques employed on Jamadi – including the likely fatal “Palestinian hanging” approach – were within the scope of the torture memoranda. Were charges to be brought against the agent who had custody of Jamadi and used the fatal technique, he would certainly plead the torture memoranda as an affirmative defense. Confronted with such claims, a truly independent prosecutor would have to consider the possibility that the authors of these memoranda counseled the use of lethal and unlawful techniques, and therefore face criminal culpability themselves. That, after all, is the teaching of United States v. Altstötter, the Nuremberg case brought against German Justice Department lawyers whose memoranda crafted the basis for implementation of the infamous “Night and Fog Decree.” Who can imagine Paul McNulty, now nominated to serve as Alberto Gonzales’ deputy, undertaking such an investigation of his boss? Hence, McNulty’s dilemma is understandable, but his failure to act should not be lightly dismissed.

Mayer’s article raises fair and compelling questions about McNulty’s handling of the Jamadi homicide case – and about the role of the Department of Justice in the investigation of detainee homicides generally.

But Mayer’s article is significant for another reason. It sheds new light on one of two of the “torture memoranda” which is not yet in the public domain, but has long been viewed as critical to understanding the inhumane practices that became commonplace in Iraq beginning in the fall of 2003.



A March [14], 2003, classified memo was “breathtaking,” the same source said. The document dismissed virtually all national and international laws regulating the treatment of prisoners, including war-crimes and assault statutes, and it was radical in its view that in wartime the President can fight enemies by whatever means he sees fit. According to the memo, Congress has no constitutional right to interfere with the President in his role as Commander-in-Chief, including making laws that limit the ways in which prisoners may be interrogated. Another classified Justice Department memo, issued in August, 2002, is said to authorize numerous “enhanced” interrogation techniques for the C.I.A. These two memos sanction such extreme measures that, even if the agency wanted to discipline or prosecute agents who stray beyond its own comfort level, the legal tools to do so may no longer exist. Like the torture memo, these documents are believed to have been signed by Jay Bybee, the former head of the Office of Legal Counsel, but written by a Justice Department lawyer, John Yoo, who is now a professor of law at Berkeley.



As has been noted in this space before, the March 14, 2003 Yoo memorandum has assumed a “Rosetta Stone” quality. It was transmitted to the Department of Defense as advice at a critical juncture – as the Iraq War moved off the drawing boards and into reality, and questions were repeatedly raised about how the Geneva Conventions were to be applied. But that's not all. Mayer's article now suggests the existence of other advice which explicitly addressed the situation in Iraq:

By the summer of 2003, the insurgency against the U.S. occupation of Iraq had grown into a confounding and lethal insurrection, and the Pentagon and the White House were pressing C.I.A. agents and members of the Special Forces to get the kind of intelligence needed to crush it. On orders from Secretary of Defense Donald Rumsfeld, General Geoffrey Miller, who had overseen coercive interrogations of terrorist suspects at Guantánamo, imposed similar methods at Abu Ghraib. In October of that year, however—a month before Jamadi’s death—the Justice Department’s Office of Legal Counsel issued an opinion stating that Iraqi insurgents were covered by the Geneva Conventions, which require the humane treatment of prisoners and forbid coercive interrogations. The ruling reversed an earlier interpretation, which had concluded, erroneously, that Iraqi insurgents were not protected by international law.



SCHMITT_HamletHecuba_MED.gifDocuments which have circulated in connection with the Fay/Jones and Taguba Reports made clear that following the issuance of high-level legal advice outside normal Department of Defense channels, command authorities in Iraq no longer considered the Geneva Conventions to restrain them in their handling of detainees. Internal email traffic among military intelligence units is consistent: Once you label the insurgent detainees as “terrorists,” “they have no rights, Geneva or otherwise.” It seems highly improbable that officers carefully trained in the Geneva rules would suddenly discard them on their own initiative. To the contrary, it is reasonably clear that instructions to that effect were transmitted from a very high source. The Yoo memoranda are critical to understanding what happened, and the March 14, 2003 combined with the initial OLC advice concerning treatment of insurgents in Iraq are likely the most significant pieces of the puzzle not yet in place.

But where exactly did Yoo come up with the analysis that led to the purported conclusions that the Executive was not restrained by the Geneva Conventions and similar international instruments in its conduct of the war in Iraq? Yoo’s public arguments and statements suggest the strong influence of one thinker: Carl Schmitt.

The Friend/Foe Paradigm
Perhaps the most significant German international law scholar of the era between the wars, Schmitt was obsessed with what he viewed as the inherent weakness of liberal democracy. He considered liberalism, particularly as manifested in the Weimar Constitution, to be inadequate to the task of protecting state and society menaced by the great evil of Communism. This led him to ridicule international humanitarian law in a tone and with words almost identical to those recently employed by Yoo and several of his colleagues.


Beyond this, Yoo’s prescription for solving the “dilemma” is also taken straight from the Schmittian playbook. According to Schmitt, the norms of international law respecting armed conflict reflect the romantic illusions of an age of chivalry. They are “unrealistic” as applied to modern ideological warfare against an enemy not constrained by notions of a nation-state, adopting terrorist methods and fighting with irregular formations that hardly equate to traditional armies. (Schmitt is, of course, concerned with the Soviet Union here; he appears prepared to accept that the Geneva and Hague rules would apply on the Western Front in dealing with countries such as Britain and the United States). For Schmitt, the key to successful prosecution of warfare against such a foe is demonization. The enemy must be seen as absolute. He must be stripped of all legal rights, of whatever nature. The Executive must be free to use whatever tools he can find to fight and vanquish this foe. And conversely, the power to prosecute the war must be vested without reservation in the Executive – in the words of Reich Ministerial Director Franz Schlegelberger (eerily echoed in a brief submission by Bush Administration Solicitor General Paul D. Clement), “in time of war, the Executive is constituted the sole leader, sole legislator, sole judge.” (I take the liberty of substituting Yoo’s word, Executive; for Schmitt or Schlegelberger, the word would, of course, have been Führer). In Schmitt’s classic formulation: “a total war calls for a total enemy.” This is not to say that in Schmitt’s view the enemy was somehow “morally evil or aesthetically unpleasing;” it sufficed that he was “the other, the outsider, something different and alien.” These thoughts are developed throughout Schmitt’s work, but particularly in Der Begriff des Politischen (1927), Frieden oder Pazifismus (1933) and Totaler Feind, totaler Krieg, totaler Staat (1937).

A Practical Guide to Evasion of the Geneva Conventions
Given this philosophical predisposition, how was a lawyer then to evade the application of the Geneva and Hague Conventions? Here an answer can be drawn not from Schmitt’s academic works, but from a series of determinations by the German General Staff which quite transparently reflected the influence of the then-Prussian State Councilor Carl Schmitt. A careful review of the original materials shows that the following rationales were advanced for decisions not to apply or to restrict the application of the Geneva Conventions of 1929 and the Hague Convention of 1907 during the Second World War:




(1) Particularly on the Eastern Front, the conflict was a nonconventional sort of warfare being waged against a “barbaric” enemy which engaged in “terrorist” practices, and which itself did not observe the law of armed conflict.
(2) Individual combatants who engaged in “terrorist” practices, or who fought in military formations engaged in such practices, were not entitled to protections under international humanitarian law, and the adjudicatory provisions of the Geneva Conventions could therefore be avoided together with the substantive protections.
(3) The Geneva and Hague Conventions were “obsolete” and ill-suited to the sort of ideologically driven warfare in which the Nazis were engaged on the Eastern Front, though they might have limited application with respect to the Western Allies.
(4) Application of the Geneva Conventions was not in the enlightened self-interest of Germany because its enemies would not reciprocate such conduct by treating German prisoners in a humane fashion.
(5) Construction of international law should be driven in the first instance by a clear understanding of the national interest as determined by the executive. To this end niggling, hypertechnical interpretations of the Conventions that disregarded the plain text, international practice and even Germany’s prior practice in order to justify their nonapplication were entirely appropriate.
(6) In any event, the rules of international law were subordinated to the military interests of the German state and to the law as determined and stated by the German Führer.


The similarity between these rationalizations and those offered by John Yoo in his hitherto published Justice Department memoranda and books and articles is staggering. It is of course possible that John Yoo came upon all of this on his own, like a scholar laboring in some parallel universe unaware of the work of others. Possible. But not probable.

It is more likely that Yoo’s work is a faithful, through crude and occasionally flawed interpretation of Schmitt. I say "crude" principally because Schmitt expresses from the outset the severest moral reservations about his concept of "demonization." It is, he fears, subject to "high political manipulation" which "must at all costs be avoided." The use of this technique, he writes, may only be available when "the survival of the people is at stake." Der Begriff des Politischen, pp. 20-33. Yoo expresses no comparable hesitation, preferring simply to place all confidence in the Executive, and justifying this implausibly in the writings of the Founding Fathers.

But Yoo's conclusions are rendered even more inexplicable by another point. After World War II was over and the full horror of what the Axis Powers had done was apparent, a consensus was reached to overhaul the Geneva Conventions with the express intention of repudiating the German evasions of the Conventions listed above. So, while these positions may have been arguable with respect to the two 1929 Geneva Conventions, they hardly could be invoked with respect to the 1949 Conventions. But Yoo continues to cite them, oblivious to the shifts in text and commentary that occurred in 1949.

So how does Yoo come by the work of Carl Schmitt, and why does he fail to acknowledge it in his publications? Yoo is currently a scholar in residence at the American Enterprise Institute, the center stage of the American Neoconservative movement. That movement traces itself back to Leo Strauss, the political philosopher who lived and taught for many years in Chicago. Though a Jew forced to flee Nazi Germany, Strauss was a lifelong admirer of Carl Schmitt, a scholar and teacher of his works. Moreover, Strauss’ early work in Germany played a key role in development of the Begriff des Politischen, and Schmitt’s intercession helped Strauss obtain a key scholarship that made his escape from Germany possible. Though arrested by the Americans and accused of complicity in Nazi crimes, Schmitt achieved a partial rehabilitation late in his life - thanks in large part to Leo Strauss. Indeed, Schmitt emerged as an essential part of the Neocon canon, and his work – including all the relatively obscure works cited here – were translated into English and published by the University of Chicago Press (also Yoo’s publisher). It is therefore hardly plausible to suggest that Yoo would be unfamiliar with the writings of Carl Schmitt. On the other hand, it is easy to surmise why he would fail to acknowledge his reliance on such a highly stigmatized writer. After all, Schmitt was a notorious antisemite best known for crafting the legal cover for Hitler's Machtergreifung.

Why Carl Schmitt Hates America
Carl Schmitt was a rational man, but he was marked by a hatred of America that bordered on the irrational. He viewed American articulations of international law as fraught with hypocrisy, and saw in American practice in the late nineteenth and early twentieth centuries a menacing new form of imperialism (“this form of imperialism… presents a particular threat to a people forced in a defensive posture, like we Germans; it presents us with the greater threat of military occupation and economic exploitation” he writes in 1932 – at a time of almost unprecedented American isolationism)(Die USA und die völkerrechtlichen Formen des modernen Imperialismus, p. 365). He saw in the peculiarly American notion of consensus-democracy an unsustainable foolishness, and in the Jeffersonian vision of small government with a maximum space for individual freedom a threat to his peculiar Catholic values.

Today, President Bush has again defended his indefensible treatment of detainees and claimed for himself rights that all his predecessors firmly disavowed. As president, he has cast aside the values of George Washington, Abraham Lincoln and Dwight Eisenhower – values on which the country was founded and built – and embraced instead those of Carl Schmitt, the lawyer who prostituted his genius to the cause of Fascism and fervently prayed for America’s destruction. What a great irony.

John Yoo and his colleagues present their critique of international humanitarian law as a validation of the sovereigntist tradition of the American Founding Fathers. That such claims can be taken seriously reflects a failure of critical thought in contemporary America. Yoo’s views on international humanitarian law have absolutely nothing to do with the Founding Fathers. They are a cheap, discredited Middle European import from the twenties and thirties. Viewed this way, it becomes increasingly clear where they would lead us.

samedi, 18 décembre 2010

Rob Riemens Kampf gegen Geert Wilders

Rob Riemens Kampf gegen Geert Wilders

Wie der holländische Geistesaristokrat Rob Riemen gegen den Rechtspopulisten Geert Wilders und das Böse kämpft.
Rob%20Riemen.jpgDie moderne Kultur, so klagte einst der italienische Philosoph Julius Evola, beschränke sich nicht darauf, „die aktivistische Orientierung des Lebens abzuspiegeln“. Sie peitsche den menschlichen Aktivismus sogar noch auf, weil sie in ihm etwas sehe, „was sein soll, weil es gut ist, so zu sein“. Und er stellte fest, man sei heute an einem Punkt angelangt, „wo für diejenigen, die noch nicht ganz jene antiken Überlieferungen vergessen haben, auf denen unser wahrer Geistesadel beruhte, sich eine genaue Rechenschaftsablegung über die Lage unter Beziehung eines überlegenen Gesichtspunktes gebieterisch aufdrängt. Unsere ,moderne’ Welt erkennt nur mehr die zeitverhaftete Wirklichkeit an.

Jede transzendente Schau gilt ihr als ,überwunden’.“

So stand es 1933 in dem nationalkonservativen Hamburger Organ „Deutsches Volkstum“, das zuletzt als „Halbmonatsschrift für das Deutsche Geistesleben“ firmierte. Zwei Jahre später erkundete Evola (1898 – 1974) in seinem Hauptwerk „Revolte gegen die moderne Welt“ schon den Begriff des kriegerischen Adels. 1941 verkündete der abtrünnige Katholik „Die arische Lehre von Kampf und Sieg“ und setzte 1943 in „Grundrisse der faschistischen Rassenlehre“ Geistesadel und rassische Identität vollends in eins. Für den Mussolini-Freund war dies eher ein ins Sakrale gewendeter Archaismus als Hitlerei, dessen gedankliche Dürftigkeit er, der sich in besseren Traditionen des deutschen Kulturpessimismus zu Hause wähnte, distanziert gegenüber stand. Aber Heinrich Himmler, Reichsführer der SS, verschlang Evolas esoterische Wirrnisse; sie waren mit den Verbrechen der Nazis zumindest kompatibel.

Um „Adel des Geistes“, wie es Rob Riemen, der Gründer des Tilburger Thinktanks Nexus, im Untertitel seines gleichnamigen Traktates tut, „ein vergessenes Ideal“ zu nennen, braucht es also schon eine gehörige Portion Geschichtsvergessenheit, Selbstbewusstsein oder Naivität. Vielleicht aber auch alles drei – und einen mächtigen Dekontaminator. In Riemens Fall übernimmt Thomas Mann die Rolle des Kammerjägers, ein Schriftsteller, den er so sehr bewundert, dass er von ihm gleich den Titel seines ganzen Buches übernimmt. „Adel des Geistes“ hießen auch die „Sechzehn Versuche zum Problem der Humanität“, mit denen Mann 1945 in Aufsätzen zu Goethe, Kleist, Wagner und Tolstoi einen Humanismus zu rehabilitieren versuchte, den Krieg und Nationalsozialismus ruiniert hatten.

Riemens Ehrgeiz ist dabei ebenso überhistorisch wie aktuell. Sein Traum von einem neuen, aus der Kontemplation wachsenden Geistesadel richtet sich gegen die Vergötzung animalischer Ideale, wie er sie in der heutigen Gesellschaft verkörpert sieht. „Alles ist erlaubt. Sinn ist etwas Unbekanntes; an seine Stelle tritt der Zweck. ,Spaß’ und ,Genuss’ ersetzen das Bewusstsein für Gut und Böse. Da das Bleibende nicht existiert, muss alles sofort passieren, neu und schnell sein.“ Für ihn gibt es keinen Zweifel: „Es ist dieser Nihilismus der Massengesellschaft, der die Kultur, das Bindegewebe der Gesellschaft, wie Krebs angreift und zerstört.“ Und so kämpft er, zum Teil mit Formulierungen, die geradewegs von Julius Evola stammen könnten, gegen den „Totalitarismus der Taliban“ und jedes Verständnis für die „gewalttätige mittelalterliche Theokratie“, die ihn hervorgebracht hat. Im Unterschied zu Evola jedoch verfolgt er einen strikt antifaschistischen Kurs.

In dem soeben erschienenen Essay „Die ewige Wiederkehr des Faschismus“ („De eeuwige terugkeer van het fascisme“, Uitgeverij Atlas) attackiert er den holländischen Rechtspopulisten Geert Wilders und dessen Freiheitspartei, mehr noch aber die Umstände, die die Wahlerfolge des Islamkritikers möglich gemacht haben. Er lamentiert über bürgerliche Parteien, die ihre Ideen verleugnen, über Intellektuelle, die sich dem Nihilismus hingeben, über Universitäten, die in ihrem Bildungsauftrag versagen, über die Gier der Wirtschaft und die Willfährigkeit der Medien. Kurz: das geistige Vakuum, in dem Faschismus gedeihen kann. Ein Wort, das für Wilders zu hoch gegriffen sein mag, gemessen an Riemens übrigen hochtönenden Entwürfen aber seinen Sinn hat.

Nichts von den Diagnosen, die er in „Adel des Geistes“ stellt, ist per se falsch – und trotzdem stimmt etwas Grundsätzliches mit ihnen nicht. Denn wenn die Rettung unseres Zeitalters in der Besinnung auf die Werte der Alten liegt, wie konnte Evola ihnen dann einen so offenkundig antihumanistischen Auftrag abgewinnen? Warum klingt, was Riemen zu sagen hat, so fatal nach zahnlos bundespräsidialen Sonntagspredigten und vatikanischem Geschwätz?

Rob Riemen, 1962 geboren, und damit ein Jahr älter als Geert Wilders, ist eine weltläufige Erscheinung. Sein 1994 drei Jahre nach dem „Nexus Journal“ gegründetes Amsterdamer Nexus Institut bringt, wie er erklärt, „führende Intellektuelle, Künstler, Diplomaten und andere Entscheidungsträger zusammen und lässt sie über die Fragen nachdenken und sprechen, die wirklich von Bedeutung sind. Wie sollen wir leben? Wie können wir unsere Zukunft gestalten? Können wir aus der Vergangenheit lernen? Welche Werte und Ideen sind wichtig?“

Die Abgründe, die Riemens dem Individuum und dem Gewissen verpflichteten Denken von Evolas heidnischem Kraut-und-Rüben-Gebräu trennen, sind schnell benannt. Der Gral, den Julius Evola 1934 in „Das Mysterium des Grals“ beschwor, ist ein anderer als derjenige, den Thomas Mann 1924 im „Zauberberg“ suchte und von dem Riemen schreibt, es sei „nicht der Kelch von Jesu Letztem Abendmahl, sondern ein Geheimnis, ein Rätsel. Es ist das ewige Geheimnis, das der Mensch für sich selbst ist, es sind die unbeantwortbaren Fragen des menschlichen Seins. Nur dann, wenn der Mensch diese ewigen Fragen seiner Existenz respektiert, bleibt er empfänglich für die lebensgebenden Werte und für die Bedeutungen, ohne die es keine menschliche Würde geben kann.“

Und doch gibt es zwischen Riemens aufklärerischem und Evolas antiaufklärerischem Denken, das unter Neonazis und Darkwave-Jüngern höchste Popularität genießt, Verbindendes, einen Ekel wider alles Massenkulturelle, der Evola in den sechziger Jahren zu einem einflussreichen Pasolini von rechts machte – und Riemen heute zum Zeremonienmeister einer hochkulturellen Selbstberuhigung. Er hat das Eremitische des Stefan-Georgelnden Männerbundes Castrum Peregrini in der Amsterdamer Herengracht öffentlichkeitswirksam beerbt.

Erst vor drei Wochen veranstaltete der studierte Theologe an der Tilburger Universität eine Konferenz über die Gespenster von Nationalismus, Antisemitismus und Populismus. Mario Vargas Llosa hielt die Eröffnungsrede. Im Juni mietete er das Amsterdamer Concertgebouw, um über „What is Next for the West? Superman meets Beethoven“ zu debattieren. Diesmal referierte sein Lehrmeister, der Universalgelehrte George Steiner, der der amerikanischen Originalausgabe von „Nobility Of Spirit“ ein Vorwort beisteuerte, das in der deutschen Ausgabe erstaunlicherweise fehlt. Und im vergangenen Februar lud er Daniel Barenboim ein, um über „Die Ethik der Ästhetik“ zu sprechen.

Unter Namen von Weltrang macht es Riemen nicht mehr. Darin liegt auch sein Talent als Fundraiser. Es gibt, wie die Liste der Sprecher und Autoren auf www.nexus-instituut.nl zeigt, wenig bedeutende Denker, die in den letzten Jahren nicht die Wege von Nexus gekreuzt hätten, insofern sie nicht unter Riemens Nihilismus-Verdikt fallen. Denn er sucht nach einem Geist, der in der Lage ist, die dunklen Triebkräfte der Gesellschaft zu zähmen, einer Bildung, die sie vor der Barbarei bewahrt, und einer Elite, die das als Entität imaginierte Böse in Schach hält. Es ist die Idee, politiklos Politik machen zu können.

Die Vorstellung, am künstlerischen Wesen könne die Welt genesen, hat am virtuosesten Friedrich Schiller in seinen „Briefen über die ästhetische Erziehung des Menschen“ formuliert. „Alle Verbesserung im Politischen soll von Veredlung des Charakters ausgehen“, heißt es mit Blick auf die Französische Revolution, „aber wie kann sich unter den Einflüssen einer barbarischen Staatsverfassung der Charakter veredeln? Man müsste also zu diesem Zwecke ein Werkzeug aufsuchen, welches der Staat nicht hergibt, und Quellen dazu eröffnen, die sich bei aller politischen Verderbnis rein und lauter erhalten.“ Und weiter: „Den Stoff zwar wird er von der Gegenwart nehmen, aber die Form von einer edleren Zeit, ja, jenseits aller Zeit, von der absoluten, unwandelbaren Einheit seines Wesens entlehnen.“

Der Mensch, sagt Rob Riemen mit Gracián, „ist ein Barbar, wenn er nicht über das einzige Wissen verfügt, das für seine Würde zählt: dass er sich in den Tugenden und geistigen Werten üben muss, die ein harmonisches Miteinander des Menschen ermöglichen.“

Es geht um „Erhebung aus dem, was der Mensch auch ist: eine blinde Kraft.“ Und er folgert: „Adel des Geistes ist das zeitlose Kulturideal.“ Das wiederum ist George Steiner, weichgespült – weil ohne das dialektische Bewusstsein, mit dem Steiner daran erinnert, dass „die Barbarei des 20. Jahrhunderts im Kernland der europäischen Kultur ausgebrochen“ sei. „Die Todeslager wurden nicht in der Wüste Gobi noch in Äquatorialafrika errichtet.“

Solange Riemen Geistesaristokratie nicht in einen sozialen Kontext stellt und dabei sicher auch Unverträglichkeiten entdeckt, solange führt das Ideal des großen Einzelnen nur zu einer überholten Idee von Märtyrertum. Es ist absurd, in Leone Ginzburg, dem Mitbegründer des Turiner Einaudi Verlags und Ehemann von Natalia Ginzburg, der 1944 im römischen Gefängnis Regina Coeli zu Tode gefoltert wurde, nur den sokratisch Wahrheitsliebenden zu sehen und nicht auch den liberalen Sozialisten, der mit dem Partito d’Azione eine Vorstellung davon hatte, wie Italien auszusehen hätte. Im Namen metaphysischer, von keinem postmodernen Zweifel angekränkelter Überzeugungen ignoriert Riemen das Wechselverhältnis von individueller Moral und Politik, immer auf dem Sprung heraus aus seiner Zeit, hin zu ewigen Werten, zur Natur der Dinge und zum Wesen des Menschen. Als wäre es nicht unsere vornehmste Aufgabe, gegen die Erfahrung, dass alles vermeintlich Unwandelbare eben doch auch ganz anders sein könnte, etwas Humanes zu definieren.

 

 

Actualidad de Werner Sombart

Archives- 1968

Actualidad de Werner Sombart

 

AEI/ Un gran financiero norteamerica­na, batió su propio “record” conclu­yendo en cinco minutos, por teléfo­no, cinco grandes contratos que le proporcionaron una ganancia supe­rior al millón de dolores.

(De los periódicos) 

Werner_Sombart_vor_1930.jpgLa noticia del apresurado y dichoso financiero yanqui, nos trae al re­cuerdo la figura del gran economis­ta alemán profesor Werner Sombart, que ejerció docencia, justamente sonada, como profesor de Economía Política, en la Uni­versidad de Berlín, y cuya obra es una ver­dadera pena que aun no haya sido tra­ducida —que sepamos— al castellano.

Para Werner Sombart, el alma del bur­gués capitalista moderno recuerda el alma del niño a través de un singularísimo pa­recido. El niño, dice, posee cuatro valores fundamentales, que inspiran y dominan su vida toda. 

a) El tamaño, que se manifiesta en su admiración hacia el hombre adulto y más aun hacia el gigante. El burgués moderno —nos referimos siempre a la gran burgue­sía capitalista, especie tal vez a extinguir en este mundo supersónico que ha heredado la tragedia de la economía liberal— estima asimismo el tamaño en cifras o en es­fuerzo. Tener “éxito” en su lenguaje sig­nifica sobrepasar siempre a los demás, aunque en su vida interior, si es que la tiene, no se diferencia en nada de ellos. ¿Ha visto usted en casa de mister X, el Rembrandt que vale 200.000 dólares? ¿Ha contemplado el yate del presidente, que se encuentra desde esta mañana en el puerto, y cuyo valor sobrepasa el millón?…

b) La rapidez de movimientos, tradu­cida en el niño en el juego, en el carrusel, en no saber estarse quieto. Rodar a 120 por hora, tomar el avión más rápido, con­cluir un negocio por teléfono, no reposar, batir “records” financieros de ganancia constituye para el burgués moderno ilu­sión idéntica.

c) La novedad. El niño deja un juguete por otro, comienza un trabajo y lo aban­dona también, por otro, a su vez aban­donado. El hombre de empresa moderno hace lo mismo llamando a esto “sensa­ción”. Si los bailes, en los negocios, en la moda, en los inventos, lo que hoy es “sensacional” mañana se transforma en antigualla, como sucede con los modelos de los coches. Se vive angustiosamente al día, hasta que el corazón falle…

d) El sentimiento de “su poderío”. El niño arranca las patas a las moscas, des­troza nidos, destruye todos sus juguetes… El empresario que “manda” sobre 10.000 trabajadores se encuentra orgulloso de su poder, como el niño que ve a su perro obedecerle a una señal. El especulador afortunado en bolsa o enriquecido por el estraperlo se siente orgulloso de su safio poderío mirando por encima del hombro al prójimo. No existe en él caridad, como generalmente no existe caridad en el niño. Si analizamos este sentimiento veremos que en el fondo es una confesión invo­luntaria e inconsciente de debilidad: “Om­ina crudelitas ex infrimitate”, supo decir nuestro Séneca. 

EL CAPITALISMO MODERNO

Para el genial autor de “El capitalismo moderno”, un hombre grande, natural e interiormente, no concedería nunca un particular valor al poderío externo. El poder no presenta ningún atractivo sin­gular para Sigfrido, pero resulta irresisti­ble para Mimo. Una generación verdade­ramente grande, a la que preocupan los problemas fundamentales del alma huma­na, no se sentirá “engrandecida” ante unos inventos técnicos y no les concederá más que una relativa importancia, la impor­tancia que merecen como elementos del poder externo. En nuestra época resulta tristemente sintomático el que algunos po­líticos, que sólo han sabido sumir al mun­do en el estupor y en la sangre, se deno­minen asimismo como “grandes”.

Para Sombart, el capitalismo burgués que tiene como objetivo la acumulación indefinida e ilimitada de la ganancia, se ha visto hasta nuestros días, pues hoy el concepto se halla en plena crisis aunque su derrumbamiento no sea tal vez inmediato, favorecido por las circunstancias siguien­tes:

1) Por el desenvolvimiento de la téc­nica.

2) Por la bolsa moderna, creación del espíritu sionista, por medio de la cual se rea­bra a través de sus formas exteriores la tendencia hacia el infinito, que caracteriza al capitalismo burgués en su incesante ca­rrera tras el beneficio. 

Estos procesos encuentran apoyo en los siguientes aspectos: 

a) La influencia que los sionistas comen­zaron a ejercer sobre la vida económica europea, con su tendencia hacia la ganan­cia ilimitada, animados por el resentimien­to que, como sabemos, juega tan gran pa­pel en la vida moderna, según Max Scheler nos ha magníficamente demostrado, y por las enseñanzas de su propia religión, que los hace actuar en el capitalismo mo­derno como catalizadores.

b) En el relajamiento de las restric­ciones que la moral y las costumbres im­ponían en sus comienzos al espíritu capi­talista de indudable tinte puritano en la aguda y profunda tesis de Weber. Relaja­miento consecutivo a la debilitación de los principios religiosos y a las normas de ho­nor entre tos pueblos cristianos.

c) La inmigración o expatriamiento de sujetos económicos activos y bien dotados, que en el suelo extraño no se consideran ya ligados con ninguna obligación y es­crúpulo. Nos hallamos así, de nuevo ante el interrogante que se plantea el maestro.

¿Qué nos reserva el porvenir? Los que ven que el gigante desencadenado que lla­mamos capitalismo es un destructor de la naturaleza de los hombres, esperan que llegará un día en que pueda ser de nuevo encadenado, rechazándole hasta los lími­tes franqueados. Para obtener este resul­tado se ha creído encontrar un medio en la persuasión moral. Para Sombart, las tendencias de este género se encuentran aproadas hacia un lamentable fracaso. Para el autor de “El burgués”, el capita­lismo que ha roto las cadenas de hierro de las más antiguas religiones hará saltar en un instante los hilos que le tiendan es­tos optimistas. Todo lo que se pueda hacer en tanto que las fuerzas del gigante que­den intactas, consiste en tomar medidas susceptibles de proteger a los hombres, a su vida y a sus bienes, a fin de extinguir como en un servicio de incendios las brasas que caigan sobre las chozas de nuestra civili­zación. El mismo Sombart señala como sintomático el declive del espíritu capita­lista en uno de sus feudos más intocables: Inglaterra, y esto lo decía en 1924…

El saber lo que sucederá el día en que el espíritu capitalista pierda la fuerza que todavía presenta no interesa particular­mente a Sombart. El gigante, transforma­do en ciego, será quizá condenado, y cual nuevo Sisifó arrastra el carro de la civi­lización democrática. Quizá, escribe, asis­tamos nosotros al crepúsculo de los dio­ses, y el oro sea arrojado a las aguas del Rhin, erigiéndose en trueque valores más altos.

¿Quién podrá decirlo? El mañana, esa cosa que llamamos Historia, quizá. Por ello, más que Juicios, “a priori”, preferimos aquí dar testimonios. Lo que pasa, y lo que pue­da pasar en la ex dulce Francia, funda­mentalmente burguesa y con sentido de la proporción hasta ahora, podrá ser un gran indicio histórico. 

José Mª. CASTROVIEJO

ABC, 19 de junio de 1968.